miércoles, 28 de marzo de 2018

La crisis de la adolescencia en una película ejemplar: “Lady Bird”, de Greta Gerwig.



El difícil tránsito a la vida adulta o el laberinto hormonal de la rebeldía adolescente: Lady Bird o la reconquista del nombre propio…


Título original: Lady Bird
Año: 2017
Duración: 94 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Greta Gerwig
Guion: Greta Gerwig
Música: Jon Brion
Fotografía: Sam Levy
Reparto: Saoirse Ronan,  Laurie Metcalf,  Lucas Hedges,  John Karna,  Beanie Feldstein, Tracy Letts,  Timothée Chalamet,  Danielle Macdonald,  Bayne Gibby,  Victor Wolf, Monique Edwards,  Shaelan O'Connor,  Marielle Scott,  Ithamar Enriquez, Christina Offley,  Odeya Rush,  Kathryn Newton,  Jake McDorman,  Lois Smith, Andy Buckley,  Daniel Zovatto,  Laura Marano,  Kristen Cloke,  Stephen Henderson.

No es fácil acercarse a la adolescencia, esa época laberíntica en la que las emociones, las ideas, los instintos y los deseos andan revueltos y profundamente sumidos en una penumbra en la que cuesta horrores reconocer la realidad tal y como es incluso en sus hechos más objetivos. Lady Bird es el retrato de una joven que se siente marginada en su propio entorno familiar y en la escuela y que busca singularizarse frente a un supuesto medio hostil, que incluye la familia y la escuela religiosa donde curso el último curso de la High School, antes de buscar College donde seguir estudios universitarios a pesar de que el padre se h quedado en el paro y , con los únicos ingresos de la madre, es difícil afrontar los gastos de un College en Usamérica, máxime cuando “la niña” quiero cursarlos en Nueva York, la única ciudad en la que ella piensa que puede ser comprendida. A partir de un enfrentamiento radical con la madre, a quien literalmente desprecia, porque representa todo lo contrario de lo que son sus aspiraciones ideales de libertad sin responsabilidad, una tensión que se mantiene a lo largo de toda la película, y que no excluye una reacción autolítica espeluznante, al tirarse la hija del coche en marcha, para huir de lo que ella considera un acoso lleno de reproches por parte de la madre, la vida de esa joven a punto de cumplir los dieciocho años y ser oficialmente mayor de edad se desarrolla ante nuestros ojos con una verdad psicológica y sociológica indiscutible, pues al espectador solo le cabe asentir a lo que ve con la convicción de estar asistiendo a una especie de documental totalmente ajeno a la ficción, tal es el grado de  verdad que se respira en la  película, y que, como en las buenas tragicomedias de la vida cotidiana, tiene momentos de muy diferente naturaleza. Sobrevuela, es cierto, por toda la película, un intenso sentido del humor que emana, precisamente, de la psicología de la protagonista, retratada perfectamente en todo lo que de ridículo, tierno y hasta terrible tiene ser una adolescente que va a dar el paso hacia la madurez de una juventud que imagina lejos de casa y, sobre todo, de la tutela materna, porque con el padre tiene una relación muy distinta. Estamos, pues, en el ámbito de la vida cotidiana, en el de la normalidad de lo extraordinario y de lo ordinario, porque la propia vida, para cada cual, es, a la edad de la protagonista, una oscilación constante entre el todo y la nada, entre el éxtasis y la desesperación. El hecho, además, siendo la joven tan “revolucionaria”, de asistir a un colegio católico, le da a la película esa dimensión de comedia ácida que facilitará la irrupción de gags en la película perfectamente insertos en la trama, como cuando, en un baile escolar, advertimos la presencia de una monja que se va paseando entre las parejas recordándoles que dejen entre ellos “quince centímetros de cortesía para el Espíritu Santo” , al más puro estilo de aquellos anatemas contra el baile agarrado de los primeros años del franquismo por parte de las autoridades eclesiásticas. Como la dirección del Centro y algunos profesores son atípicamente católicos, digamos que se compensa la disciplina clericalis a que se someten los alumnos. No quiero dejar de mencionar el estupendo gag que supone el hecho de que el profesor de educación física sustituya al accidentado director del grupo teatral: verlo plantear los ensayos como un partido de football americano no tiene desperdicio, ¡buenísimo! La vida de la protagonista, perfectamente interpretada por la joven Sairse Ronan, se mueve entre la rebeldía contra la madre, los primeros amores, la primera experiencia sexual y la dependencia de ciertos modelos que colman sus vagos, borrosos e indocumentados ideales de mujer independiente. Su amistad con una compañera obesa, puesta en peligro por su aproximación a la guapiboba oficial del curso, rica por añadidura, está narrada sin sentimentalismo y sin caer en el estereotipo. De igual manera, sus experiencias amorosas y sexuales se nos muestran con la crudeza de la normalidad que tienen los distintos fracasos que las acompañan, porque el idealismo en que vive la protagonista y que tanto irrita a su madre -a quien lo de Lady Bird,  el nombre por el que exige ser llamada, la saca de sus casillas- tiene un punto de inconsciencia frívola que no le permite al espectador identificarse emocionalmente con ella, y esa es una de las grandes virtudes de la película: la empatía que se requiere del espectador no es unidireccional, sino que la película le obliga a repartirla entre los diferentes personajes. El final, hermoso y lírico, que no desvelo, es la constatación de que toda la película cae dentro del genero del bildungsroman o novela de iniciación , al que se acoge con aciertos narrativos  que hacen muy placentero el visionado de la película. Finalmente, y aunque parezca mentira, como estamos ante una película poderosamente dominada por la vida de la protagonista, por esa especie de altibajos constantes a que nos llevan sus constantes cambios de estado de ánimo, queda poco tiempo, la verdad, para recrearse en una dirección que apuesta por la fluidez narrativa, antes que por destacar técnica o estéticamente. No hay plano que no esté al servicio de la historia, y diríase, además, que la directora no ha querido que ni por un momento la estética pudiera apartar al espectador de focalizarse en lo que se le está narrando, todo ello de indudable interés. Esa suerte de realizaciones “documentalistas”, “transparentes”, tienen, sin embargo, un mérito indiscutible, porque conseguir que las imágenes no nos distraigan de la historia no está al alcance de cualquiera. En este sentido, la película fluye admirablemente y consigue su objetivo: vivimos con pasión las pasiones de la protagonista y de su círculo de familiares, amigos y conocidos. Y el final nos recompensa..., cuando Lady Bird decide volar sola…

sábado, 24 de marzo de 2018

Y nació un autor…: “Los amantes de la noche”, de Nicholas Ray.



Una emocionante historia de amor a redropelo del fatum: Los amantes de la noche o la desigual lucha del candor contra la corrupción moral.

Título original: They Live by Night
Año: 1948
Duración: 95 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Nicholas Ray
Guion: Nicholas Ray, Charles Schnee (Novela: Edward Anderson)
Música: Leigh Harline
Fotografía: George E. Diskant (B&W)
Reparto: Cathy O'Donnell,  Farley Granger,  Howard Da Silva,  Jay C. Flippen,  Helen Craig, Will Wright,  William Phipps,  Ian Wolfe,  Harry Harvey,  Marie Bryant,  Will Lee, James Nolan,  Charles Meredith,  Teddy Infuhr,  Byron Foulger,  Guy Beach.

Un buen día se me ocurrió que, habiendo escrito tantas críticas de primeras películas de autores con y sin éxito, quizás debería agruparlas todas ellas en algo así como un blog supeditado a este, El fondo de ojo cosmológico o algo parecido…, de modo que los lectores interesados en las primeras películas tuvieran su propio espacio y pudieran incluso comparar unos debuts con otros, en caso de sufrir un disparatado interés por la primera película de los directores, claro está. En menos de una semana he visto dos: Crisis, de Bergman y Los amantes de la noche, de Ray, muy distintas pero ambas muy interesantes para rastrear las obsesiones temáticas de los autores y, hasta cierto punto, su concepción del mundo, por esquemática que pueda resultar. Partamos de que el título es equívoco, dado que lo propio sería Los amantes de noche, puesto que el hecho de estar perseguidos por la justicia propiamente los obliga a vivir de noche, escondidos, huidos, temerosos de ser descubiertos en cualquier momento. La historia arranca con la huida, filmada con planos aéreos desde un helicóptero, de tres presidiarios, dos hermanos maduros y un jovencito que defiende  toda costa su inocencia y quiere reunir dinero para contratar un buen abogado que lleve su caso y la demuestre. Cuando llegan al refugio, una joven de enérgico carácter acabará enamorándose, por primera vez, del joven delincuente, nada ducho en amores tampoco, y esa virginidad común a ambos será algo así como el sello de idealidad romántica en el seno de una trama que gira en torno a la delincuencia, porque los dos expresidiarios maduros, uno de ellos tuerto, de quien Ray -quien nunca lo fue, a pesar del coqueto parche que lucía…-  toma primeros planos espectaculares que refrendan la ambigüedad moral del sujeto, le han permitido evadirse con ellos de la cárcel con el compromiso de ayudarles a cometer los atracos que les permitan hacer caja. El primer atraco sale bien, y todo parece indicar que los jóvenes tórtolos serán capaces de iniciar una vida no marcada por la violencia o por la huida de la Justicia. Un accidente de tráfico en el que acaba muerto el policía que quiere evitar que se evadan del lugar del accidente, y la pérdida de la pistola del joven, tuercen la vida de todos, lo que lleva al joven a tener que huir. Cuando la joven se apunta a la huida, porque él la corresponde en sus sentimientos amorosos, se inicia propiamente la parte importante de la película, esa extraña historia del primer amor de ambos jóvenes en el transcurso de una huida de la policía mientras, solo pensando en buscar un refugio seguro, aumenta la fama del joven como “peligroso” atracador. En medio de esa tensión constante, Ray tiene la humorada de  filmar una boda en una expendeduría de certificados matrimoniales casi con una planificación de corto de cine mudo, a juzgar por el  humor que destilan dichas secuencias, con un juez impagable y dos testigos de pago que son convocados en plena noche para poder oficiar el rito con todas las de la ley. Se trata de ese tipo de secuencias que suelen quedarse en la memoria de los espectadores no solo por la exquisita realización de las mismas, sino , sobre todo, por el contraste cómico con la angustiosa huida de los amantes hasta que llegan a unos bungalows donde otro cómico hostelero aceptará hospedarlos como lo que son, una pareja en su luna de miel, que desean tan íntima como discreción necesitan  para quienes son fugitivos de la ley. Que la joven incluso se quede embarazada añade a la trama una dimensión de posible esperanza y redención que el destino se encarga de disipar en cuanto aparece el presidiario tuerto  -magnífica escena la del síndrome de abstinencia alcohólica que sufre el atracador de bancos en el “hogar” de los jóvenes- y lo fuerza a cumplir su promesa de ayudarles a dar los golpes que necesiten para sobrevivir. Se trata, sí, de un thriller, rodado con la estética tenebrosa propia del género, pero la historia de amor de los jóvenes inexpertos en esas lides está tocada de tan sublime ternura que resulta imposible no ver la película como un melodrama en el que se cumple un atávico determinismo según el cual no hay redención posible para quienes han roto las barreras morales que fundamentan la convivencia social.  El protagonista, Farley Granger, representa a la perfección el idealismo bondadoso de quien se ve obligado a respetar un código con el que no comulga; así como la protagonista, Cathy O’Donnell -perfecta en su papel, ¡tan difícil!- expresa magníficamente la mezcla de candor, ingenuidad, determinación y pasión por un hombre que representa para ella la oportunidad de una nueva vida. ¡Con qué delicadeza construye Ray los primeros planos de ese amor primero! Puede hacerse un paralelismo, sin duda, con el mimo con que  ha dirigido esta primera película en la que no se observa la mirada primeriza de un debutante, sino la solidez de un autor consagrado.

lunes, 19 de marzo de 2018

¿Es “Vértigo”, de Alfred Hitchcock, la película perfecta?



El orgasmo de la epifanía o cómo desnudar, vistiendo, el claro objeto del deseo: Vértigo o la ebriedad de la creación…

Título original: Vértigo
Año: 1958
Duración: 120 min.
País:Estados Unidos
Dirección: Alfred Hitchcock
Guion: Alec Coppel, Samuel Taylor (Novela: Pierre Boileau, Thomas Narcejac)
Música: Bernard Herrmann
Fotografía: Robert Burks
Reparto: James Stewart,  Kim Novak,  Henry Jones,  Barbara Bel Geddes,  Tom Helmore, Raymond Bailey,  Ellen Corby,  Lee Patrick.

Esa fue la primera pregunta que me sugirió la revisión de Vértigo, una película a la que conviene acercarse cada relativamente poco. Se ha escrito tanto sobre ella, que parece una osadía pretender decir nada discretamente original al respecto. Desde los insinuantes títulos de crédito de Saúl Bass nos adentramos en una perturbación de los sentidos que va a llevarnos, a través del protagonista que la sufre, James Stewart, a un terreno, el del amour fou, propio del surrealismo y cuya referencia literaria es Nadja, de Breton. ¿Cómo puede dudarse de que la frase famosa de la novela de Breton es el corazón de la película de Hitchcock: La belleza será convulsa o no será? A partir de una anécdota trivial, resuelta cinematográficamente con brillantez en la persecución clásica de un ladrón a través de los tejados de los edificios, el protagonista, que queda colgado del canalón de desagüe de un edificio a considerable altura, cae en la cuenta de padecer una acrofobia que a duras penas le permite asomarse a una altura considerable sin que un pánico cerval se apodere de él y lo incapacite. Una elipsis nos permite pasar del canalón amenazador a la tranquilidad de un cuarto de trabajo de una amiga, en una situación y una puesta en escena que nos retrotrae, con algún toque propio del humor de Hitchcock, como que la amiga enamorada del protagonista sea una diseñadora de sostenes, a La ventana indiscreta, siquiera sea a modo de autorreferencia, porque enseguida, con el encargo del amigo: vigilar a su esposa, de quien teme sus tentaciones suicidas por el hecho de haber sido poseída por un espíritu de la antigüedad que así acabó, nos adentramos en un laberinto complejo que irá atrayéndolo cada vez más hasta convertirlo -como veremos más adelante- en el trágico cazador cazado. Recordemos que se trata de un expolicía que trabaja como investigador privado para ese amigo de juventud a quien casi ni recordaba, y a cuyo caso se entrega con total dedicación nada más contemplar la belleza enigmática de una mujer cuyos desplazamientos anárquicos por la ciudad van trazando una tela de araña donde atrapar al incauto sabueso. El proceso de acercamiento del protagonista al objeto de su deseo, que él ingenuamente cree gobernar, se acelera cuando salva a la protagonista -una Kim Novak espectacular, capaz no solo de hechizar al más pintado, sino de atarlo a ella con un lazo inextricable- y esta lleva hasta la exacerbación el sutil proceso de seducción que convierte al protagonista en algo así como el príncipe azul que la salvará del terrible encuentro definitivo con la muerte, hacia donde la impulsa el sentirse poseída por esa mujer cuyo cuadro observa compulsivamente día tras día en un museo de la ciudad de San Francisco. Ese seguimiento en coche, realizado diríase que a cámara lenta, refuerza la presencia en la película de la forma espiral, asociada con el vértigo, y que él observa en el peinado de ella, recogido el pelo en un moño coronado por una espiral. Sinuosamente, el protagonista va metiéndose en ese maelstrom de la obsesión de un modo tan lento como porfiado y seguro, de ahí que la muerte de la protagonista constituye, como sugiere mi amigo Paco Marín, el primer “final” de la película, una de las pocas en la Historia del Cine, según él, que tiene “dos finales”. Y no le falta razón, desde luego, porque a nadie se le oculta que Vértigo, y sobre todo por el subtítulo, De entre los muertos, es una película con dos partes nítidamente diferenciadas, pero sólidamente unidas: el descubrimiento casual de una mujer muy parecida a la Madeleine perdida por el protagonista, sumido desde entonces en una fuerte depresión, dará pie a un proceso de reconstrucción de tipo fetichista, como la manifestación de un trastorno obsesivo, de la mujer perdida en la mujer hallada al azar. La película, por lo tanto, vuelve sobre sus pasos constantemente, con una tímida resistencia de la Judy de quien el protagonista, como el dios del Génesis, quiere extraer la Madeleine perdida y forjarla no tanto a su imagen y semejanza como a la de la mujer perdida por la imposibilidad acrofóbica de seguirla hasta las alturas de la torre fálica del campanario de la misión donde acabará retornando la historia para su segundo final, tan o más impactante que el primero, aunque con la virtud curativa de por medio, dada la fijeza con que, desde el borde del campanario, Scottie, el protagonista, contempla a la hechizadora estampada contra las tejas. El proceso de reconstrucción de Madeleine a partir de la materia prima de Judy es minucioso y, como le dice la modista: El señor sí que sabe lo que quiere… Efectivamente, y no parará hasta que, en un juego cromático espectacular en el plano, Madeleine emerja de Judy como una fantasmagoría  que se corporeiza, para responder a todas las preguntas acuciantes que, una vez descubierta en todo su esplendor la superchería, han acosado a Scottie, inundándolo de culpa, angustia y depresión, de ahí, en parte, ese final moralizante con tanta virtud salvífica. Todo esto que estor recontando de poco o nada vale si no tenemos presente que no hay plano en la película que no pueda detenerse y empezar a reflexionar sobre el uso del ángulo de la cámara sobre la protagonista, cuando se sienta en los cojines frente al fuego de la chimenea, por ejemplo: o el crudo e intensísimo color rojo de la decoración del restaurante que contrasta con su figura elegante, muy rubia, recortada contra él; o las tomas de la espalda y la nuca de la protagonista con la espiral emblemática de su moño; o el plano de la protagonista junto al mar y bajo el Golden Gate, uno de esos planos que se graban en la retina de quien lo ve y nunca jamás olvida; o el giro de la cámara alrededor del primer beso apasionado de los protagonistas, como elevándolos a través de un tranquilo huracán…; o… Ya digo que se trata de una película en la que plano a plano se puede y se debe diseccionar el arte de Hitchcock no tanto para explicar una película de las de su especialidad, el suspense, sino, en este caso,  de una historia psicológica y con un mínimo de elementos, lo que hace de ella una película alejada de los gustos populares y la aproxima al cine “de autor” al estilo europeo, y más concretamente francés. Si bien se mira, la anécdota narrativa apenas es un pretexto diminuto en medio de ese mar de pasiones que va creciendo en el juego doble de la película: tratar de salvar de la posesión a un alma enferma y cómo otra alma enferma pretende poseer a una mujer con el espíritu de la otra. El resultado no puede ser más brillante, y aunque a Hitchcock no pareció agradarle el resultado y la actuación de la pareja protagonista, me parece evidente que tanto Stewart como Novak -esta sobre todo en la segunda parte- son capaces se sumirnos en esa densidad de significado existencial que tienen ambos protagonistas en ambas partes de la historia. Tenía entendido que Ciudadano Kane estaba considerada como “la mejor película” de la Historia del Cine. Vértigo le hace legítimamente la competencia y en esas estamos. Después de lo visto anteayer, lo cierto es que fue una invención lo del ex aequo

viernes, 16 de marzo de 2018

…y Bergman dijo: “¡Acción! “Crisis”, el debut de Ingmar Bergman.



La tragedia de un hombre ridículo o los dramas en tono menor de la vida cotidiana: Crisis o el viaje de ida y vuelta de la ingenuidad rural a la perversión ciudadana…

Título original: Kris
Año: 1946
Duración: 93 min.
País: Suecia: Dirección
Ingmar Bergman
Guion: Ingmar Bergman (Obra: Leck Fischer)
Música: Erland von Koch
Fotografía: Gösta Roosling (B&W)
Reparto: Allan Bohlin,  Julia Cæsar,  Ernst Eklund,  Karl Erik Flens,  Svea Holst,  Inga Landgré, Arne Lindblad,  Dagny Lind,  Marianne Löfgren,  Stig Olin,  Signe Wirff.

Siempre me preguntaba cómo sería la primera película de un autor en el que he ido recalando a lo largo de mi vida, siempre con idéntico interés y con renovada satisfacción. Ahora que, siguiendo mi método de visión, ha caído en mis manos, a través de Filmin, su primera película, me he dado el gustazo de comprobar, desde sus grandísimas obras posteriores, qué de ellas había en aquella auroral ocasión en que se situó detrás de la cámara y asumió la responsabilidad de llevar su guion a las imágenes. La ausencia de pretensiones, de querer sorprender a toda costa al publico con lo nunca visto, algo que sí necesitaba hacer ¡y como lo hizo!, Orson Welles, forma parte de lo que se podría denominar un perfecto plan evolutivo, tanto en las formas como en el contenido. Con todo, la elección del conflicto dramático, la dualidad entre el campo y la ciudad, la adolescencia como época de profundos cambios, abierta a la experiencia de lo bueno, lo malo y lo peor, así como la fragilidad y complejidad de las relaciones sociales de todo tipo: la maternidad rechazada, la huida de la vejez, el fracaso existencial, la maternidad adoptiva, los amores difíciles, el hastío de la monotonía, la necesidad de la exaltación vital, etc., son direcciones creativas sobre las que Bergman volvería una y otra vez, y a las que iría añadiendo otras parcelas y otros registros que desde la comedia pura y dura hasta el experimentalismo formal de títulos centrados en la técnica del primerísimo plano, por ejemplo, nos han dado una obra cinematográfica individualísima e inconfundible. He hecho ya varias críticas de obras suyas poco conocidas, pero muy potentes, por lo que esta de hoy, Crisis, supone algo así como una vuelta al origen muy estimulante. La historia es simple, pero va progresando en una dirección existencial que no esquiva, al final,  ni la tragedia, aunque se llega a ella de una forma tan común que parece inscribirse en una suerte de ciclos psicológicos de la naturaleza que la exigen, de tanto en tanto, como una catarsis para quienes siguen vivos. Una joven vive con su madre adoptiva y otras personas a quienes esta tiene alquiladas habitaciones. La madre biológica, que regenta una tienda de belleza en la ciudad viene a verla, trayéndole un vestido nuevo con el que ir al baile de la localidad, organizado por el Ayuntamiento. A la madre la acompaña el hijo de su hermanastro, un bohemio a quien acoge en su casa como amante y protectora. El desarrollo del baile, una fase realmente cómica de la historia, que acaba, sin embargo, con un final que nos resitúa en la perspectiva dramática, con  la irrupción del realquilado de la madre adoptiva que se interpone en l seducción que lleva a cabo el artista de la joven inocente, de quien el realquilado está enamorado, por supuesto, aunque hay entre ellos una considerable diferencia de edad. Finalmente, la hija toma la decisión súbita de irse con su madre biológica, ante  el desmoronamiento de su madre adoptiva, quien solo ha vivido para ella desde que la adoptó. Jack, el sobrino de la madre de Nelly, una figura en permanente crisis existencial porque, queriendo dedicarse al arte de la representación no halla manera de abrirse paso en ese mundo, aparta el interés de Jenny, la madre de Nelly y no para hasta seducir a la joven, quien había logrado mantenerlo a raya hasta que una vulgar escena de seducción, con amenaza de suicidio incluido, logra su objetivo. La presencia de la madre tras una cortina durante la parte final de la seducción deviene una máscara viva que emerge entre las máscaras muertas de las fraustinas que sostienen las pelucas de la tienda parta confidenciarle a su hija la repetición de la técnica del seductor de pacotilla que, ¡vaya por donde!, acaba cumpliendo la eterna amenaza y se descerraja un tiro a pocos metros de la tienda de belleza, ante la fachada del teatro con el que linda la tienda a la que han llegado, mientras seducía a la joven, las reacciones del público, carcajadas incluidas, en una suerte de simbiosis de lugares que dota de una extraña perspectiva a la acción seductora en curso. Algo parecido, en clave de comedia, ocurre cuando en el baile del Ayuntamiento -solo toca la orquesta valses porque es el único baile que conoce el alcalde…- los jóvenes se escabullen del recital lírico de la cantante local y comienzan, en la sala contigua, a bailar al ritmo del swing más rítmico posible hasta que los viejos acaban desplazándose allí. Desde lo alto, Jack le enseña el alboroto a Nelly y reclama la poderosa autoría del mismo, porque esa es, en efecto, su especialidad: seducir y hacer bailar a los demás a la música que él toca, por más que no haya melodía en su interior que consiga dar coherencia y sentido a su vida. El regreso al pueblo de Nelly y la reanudación de su relación con el realquilado da a entender que la naturaleza sigue su curso y que, como se dice en el Eclesiastés, “hay un tiempo para todo". Esa sumisión de la vida al poderoso ritmo de la naturaleza, contra el que los humanos también se rebelan, será una constante, siempre, en la obra del director sueco.

“Cautivos del mal”, de Vincente Minnelli, la eterna seducción…



Elogio del olfato del déspota: Cautivos del mal o la constatación de que, a veces, no hay mal que por bien no venga… 

Título original: The Bad and the Beautiful
Año: 1952
Duración: 114 min.
País:  Estados Unidos
Dirección: Vincente Minnelli
Guion: Charles Schnee (Historia: George Bradshaw)
Música: David Raksin
Fotografía: Robert Surtees (B&W)
Reparto: Lana Turner,  Kirk Douglas,  Walter Pidgeon,  Dick Powell,  Barry Sullivan, Gloria Grahame,  Gilbert Roland,  Leo G. Carroll,  Vanessa Brown,  Paul Stewart, Sammy White,  Elaine Stewart,  Ivan Triesault.

Doy por sentado que revisar clásicos del cine es menos gravoso, en términos de tiempo, que ciertas grandes obras literaria a las que la pereza nos impide regresar con la frecuencia que ellas exigen y que nosotros necesitaríamos, pongamos por caso, a recuerdo pronto, La divina comedia o  La montaña mágica. Volver a Cautivos del mal es volver a un drama dividido en tres actos que, muy próximo a Eva al desnudo, constituye una de las cimas del género y un homenaje ambiguo al carácter destructor de La fábrica de sueños, por usar el título del libro que Ehrenburg dedicó al arte que nos sigue arrastrando a las salas de cine con un poder de convocatoria que ya quisieran otras. La factura estética de ambas está muy próxima, y, de hecho, el trabajo de Cedric Gibbons, el director artístico por excelencia de la gran época del cine de los 40 y 50 contribuye a crear una puesta en escena en la que se respira el cine, o sus entresijos, mejor dicho, en cada plano. La historia tiene un comienzo muy al estilo de la teoría usamericana del self made man: el hijo de un magnate, arruinado tras la muerte de su padre decide empezar de cero un carrera como productor en Hollywood, en colaboración con un aspirante a director a quien conoce con motivo del funeral de su padre. A través de una estructura basada en tres flash-backs, correspondientes a los tres personajes a quien el productor contribuyó a lanzar a la fama, no sin haberles infligido, por el camino, un daño imperdonable e irreparable, la película repasa esos tres capítulos llenos de ruido y furia en los que nadie sale bien parado, ni el productor ni las estrellas con quienes colaboró y a quienes hundió en la miseria y levantó al Olimpo. Es evidente que el nexo de unión de las historias, el productor, aparece como el protagonista de la película, una personalidad compleja orientada exclusivamente al triunfo y marcada por el espíritu de perfección y por una estudiada insensibilidad hacia las desgracias ajenas, que él contempla como palancas para elevarse sobre ellas aun a riesgo malvado de devenir algo así como la mano nada inocente del Fatum que escribe con el pulso firme del egoísmo, el interés y el egocentrismo las vidas de los otros protagonistas de la historia, a quienes, como ya hemos dicho, no duda en utilizar y manipular para conseguir sus supremos fines artísticos. Estamos ante un drama de cargadas tintas pasionales, porque son de muy diversa naturaleza las que están en juego entre esos tres “triunfadores” y su intermediario para alcanzar la fama. El director a quien el productor es capaz de robarle incluso las palabras para convencer a su productor-jefe de llevar adelante un proyecto del primero para acabar poniéndolo en manos de otro director, más experimentado y que, en consecuencia, puede contribuir a mejorar el producto del que él, el productor va a hacerse responsable. La actriz, hija alcohólica de un gran actor muerto en la miseria y casi el olvido, a quien el productor, con ambigua intención, rescata de su fracaso -intentos de suicidio por medio- para convertirla en gran actriz, aun jugando con sus sentimientos, pues la lleva al convencimiento de estar enamorado de ella: la escena del desengaño en el interior del coche es de una intensidad extraordinaria, soberbiamente interpretada por una Lana Turner que merecía el Oscar mucho mas que el de reparto que se llevó Gloria Grahame, pero ya se sabe que todos los premios son, por definición, injustos. Y, finalmente, el novelista a quien seduce -porque toda la película es una especie de anatomía de la seducción, una delicada filigrana cinematográfica sobre ese arte sutil  maquiavélico que despliegan los seductores ante nuestra ingenuidad y, sobre todo, contra nuestros resabios, que desarman con sorprendente efectividad- para trasplantarlo de su cómodo asiento burgués al movido y tempestuoso espacio de las intrigas que son los estudios de Hollywood, camino en el que incluso perderá a su mujer. A los cinéfilos suelen gustarnos las películas que se centran en las entrañas del mundo del cine, esas miradas críticas al ombligo de la gran industria del entretenimiento que devora tantas víctimas en aras de la taquilla y la gloria, por efímera que sea. Ver el mundo por de dentro de esa maquinaria infernal y divina no tiene precio. Es el hechizo de los trucos, perfectamente reflejado en ese barrido de la cámara que nos lleva de la trágica escena de la confesión amorosa al amante muerto en sus brazos de la actriz, a la contemplación del equipo de filmación en orden ascendente hacia el gran foco que ilumina la escena y con el que se funde, a continuación, el que ilumina a pasarela donde se celebra el triunfo social de la actriz, esos “detalles” de realización de Minnelli que le dan un sello de altísima calidad a la cinta, como el paseo de la protagonista, Lara Turner, por los decorados vacíos en el estudio, por la noche, una presencia inquietante de la duda y el miedo por entre las bambalinas de los sueños. Si algo hay en la película de Minnelli particularmente valioso es el guion de la misma, un guion perfecto que fue premiado con el Oscar correspondiente, como la fotografía o la dirección atística, y con singular merecimiento. Lo que extraña es que a esos tres Oscars no le acompañaran el de mejor película y la mejor dirección. Pero, independientemente de esos otros ajustes de cuentas que son los premios, lo cierto es que Cautivos del mal -más propiamente hubiera titulado yo Seducidos por el mal…- es una de las grandes películas de todos los tiempos, a la que se puede volver una y otra vez, porque son inagotables los detales, los encuadres, los acentos, las miradas, los escenarios que descubrimos constantemente y en los que, a pesar de la pasión con que la vemos, nos cuesta reparar, acaso desbordados por tal avalancha de belleza e inteligencia como se derrocha constantemente en la película, llena de escenas como la del dormitorio del cuchitril donde vida la actriz que a duras penas sobrevive a la autocompasión y a la veneración del padre famoso muerto. Si bien se mira, es un prodigio de precisión dramática conseguir, en tres narraciones aparentemente independientes, llegar a clímax tan intensos en tan breve sucesión de acontecimientos, pero ahí, en la densidad de noticias sobre los personajes y su trayectoria vital, es donde Minnelli se desenvuelve como un maestro a l vez de cuento breve y de la novela de largo aliento, por ponerlo en los justos términos literarios de una película tan deudora de la escritura como de las imágenes. Para quienes tengan olvidado el final, les anticipo que el de esta película es insuperable...

miércoles, 14 de marzo de 2018

“Atrapados” y “Almas desnudas”, de Max Opuls (luego Ophüls): la consolidación de un estilo en dos géneros: el melodrama y el thriller.













La elegancia descriptiva de Ophüls o la psicología filmada, en dos historias de altísimo contenido ético que van más allá de su adscripción genérica: Atrapados y Almas desnudas o el cine eterno de los 40. 

Título original: The Reckless Moment
Año: 1949
Duración: 82 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Max Ophüls
Guion: Henry Garson, Robert W. Soderberg, Mel Dinelli, Robert Kent
Música: Hans J. Salter
Fotografía: Burnett Guffey (B&W)
Reparto: James Mason,  Joan Bennett,  Geraldine Brooks,  Henry O'Neill,  Shepperd Strudwick, David Bair,  Roy Roberts.

Título original: Caught
Año: 1949
Duración: 88 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Max Ophüls
Guion: Arthur Laurents (Novela: Libbie Block)
Música: Frederick Hollander
Fotografía: Lee Garmes (B&W)
Reparto: James Mason,  Barbara Bel Geddes,  Robert Ryan,  Natalie Schaefer,  Curt Bois, Frank Ferguson,  Ruth Brady.

Después de rodar Carta a una desconocida, auténtica obra cumbre de la cinematografía de Ophüls, porque en ella nos ofrece un auténtico recital de sus famosos recursos en la realización, sobre todo el uso del travelín lateral y los elegantísimos movimientos de cámara tan densos en significado, como cuando en Atrapados, la cámara, desde la silla vacía que representa a la mujer codiciada por los dos hombres, alterna entre el amante y el marido en una tensa conversación que preludia el inminente desenlace; de forma opuesta, en Almas desnudas, ciertos contrapicados como el que muestra la barandilla rota desde la que se ha precipitado sobre un ancla el amante chantajeador pasan desapercibidos para la protagonista, incapaz de deducir de él una explicación racional de una muerte cuya responsabilidad adjudica a su hija, por quien entrará en una dinámica de acciones irresponsables que pueden acabar llevándola a la perdición. Aunque de géneros distintos, melodrama y suspense criminal, en ambas predomina un planteamiento psicológico que va mucho más allá del género para ofrecernos dilemas de carácter moral que afectan a los protagonistas.  En Atrapados, con un comienzo espectacular de los títulos de crédito sobre los figurines de moda de una revista, leída en unas habitaciones exiguas que comparten dos mujeres de distinta edad, una baqueteada por la vida y la otra una joven soñadora, la protagonista, que trabaja como modelo que pasea entre los clientes las prendas cuyo precio va diciendo, es invitada por un mediador a asistir a una fiesta en un yate, una oportunidad, le dice, para conocer gente rica. Aunque le cuesta tomar la decisión, porque no quiere convertirse en aquello a lo que la invitación parece acercarla implícitamente, acaba yendo. En un muelle lleno de brumas, de noche, una escena casi fantasmagórica, como si la lancha que llega del yate emergiera de un sueño, aparece un supuesto marinero a quien la protagonista le dice que esperaba que la recogiesen para ir a la fiesta del yate. Identificado como el millonario que supuestamente daba la fiesta, un Robert Ryan que, como siempre que actúa, se come a cualquier parternaire casi con su sola presencia, le pide a la chica que se vaya con él a realizar unas gestiones. Sorprende, casi acto seguido, descubrir al millonario en la consulta del psiquiatra, a quien acaba llevándole la contraria con su intención de casarse con esa joven apenas conocida, y a quien se queja de un mal de corazón que al otro le parece una afección imaginaria. Cuando parece que toda la acción vaya encaminada hacia una reedicion de Cenicienta, la soledad, el abandono y la mala vida que la obliga a llevar el millonario en una mansión gótica en la que la protagonista conoce el desamor, el desvalimiento, la sumisión y la soledad más hirientes le dan un giro tétrico a la historia que impone su poder narrativo al espectador. La cosificación de su mujer choca con los intentos de liberación de ella, que lo abandona, se va a vivir a un piso pequeño, como en el que vivía al comienzo de la película, y se coloca como enfermera-recepcionista en la consulta de un tocólogo y un pediatra, este último interpretado por James Mason, quien acaba enamorándose de ella. El despecho, único sentimiento perverso que mueve al marido, lo lleva a intentar reconquistarla, aunque sin ánimo real de querer cambiar su vida, en la que ella no cuenta sino como una esclava de sus deseos y caprichos. Separada por segunda vez, y cuando parece que va a iniciar una nueva vida, todo se complica con el embarazo de ella, que oculta al pediatra. Regresa a la mansión de su marido, a pesar del maltrato constante de este y de la condición terrible que le pone para “concederle” el divorcio: que la criatura se quede con él. En esas aparece el pediatra en la mansión y  se entabla una lucha entre el orgullo del millonario y el amor del doctor. ¿Cuál es el dilema ético? Que la madre quiere que  su hijo no le falte nada en la vida, y por ello parece dispuestas a asumir el sacrificio de su propia vida, mientras que el doctor insiste en reafirmar una conversación anterior entre ellos en la que dejó claro que “hacer fortuna” no era un objetivo existencial para él, que había cosas que estaban por encima de ese afán. Y ahí lo dejo, porque el desenlace bien merece la pena vivirlo sin que el crítico aguafiestas te lo chafe. Las escenas en la mansión del millonario destilan, eso sí, ese olor a formol y pátina del lujo no vivido ni gozado, y recuerdan notablemente a Ciudadano Kane, aunque la incrustación en ese espacio de una mujer desamparada y sometida a la vejación constante del macho que le impone su presencia a altas horas de la madrugada, porque para los negocios nunca hay horas, casi convierte la película en una película de terror. No poco de él hay en la mirada y los gestos de una magnífica Barbara Bel Geddes -de carrera corta en el cine y larga en la TV- que encarna a la perfección la ingenua heroína popular que sueña con cazar a un  millonario  y descubre que es ella la que ha sido cazada como un animal de compañía, que es como se presenta, como antecedente laboral, en la consulta médica cuando solicita el empleo. Almas desnudas tiene una estructura de thriller muy bien llevado, y con una complicación creciente que se suma a la inexperiencia de la protagonista, quien actúa para defender a su hija de una incriminación en un asesinato que está convencida que ella, la hija, ha cometido. La historia presenta el tópico del personaje completamente alejado del mundo de la delincuencia que se ve envuelto en una trama de extorsiones y amenazas para la que, objetivamente, no está preparada. Un ama de casa -excelente interpretación de Joan Bennet, perfecta en el papel de madre que lleva el peso de la casa y del fatal acontecimiento sin que nadie en ella se entere de nada-  cuyo marido pasa las Navidades fuera por asuntos de negocios, se enfrenta al chantaje que el maduro cortejador de su hija de 17 años le hace para dejar de verla. Todo se complica cuando este se entrevista con la joven y ella descubre, por sí misma, lo que la madre le ha revelado: la baja catadura moral de quien quiere hace de ella un negocio lucrativo. A resultas de un accidente, el hombre muere, la madre lo descubre y, a partir de ese momento, convencida de que su hija es la responsable de la muerte, se dedica a encubrirla, cometiendo un error tras otro. La aparición de un nuevo chantajeador, acreedor del muerto, a quien le robó un fajo de cartas que le había dirigido la hija, supone una vuelta de tuerca de la historia que aún se complicará más cuando este, James Mason, mandado de un jefe déspota sin ningún miramiento, va enamorándose poco a poco de la protagonista y compadeciéndose de su situación desesperada. Esa parte del guion, excesivamente tintada de melodramatismo y sentimentalismo algo rancio -le confiesa a ella que iba para sacerdote y acabó en maleante de tercera clase- enturbia algo la historia, pero no así la realización de la película, cuyos tintes sombríos de thriller se realzan con una fotografía llena de sombras y claroscuros que parecen reflejar la condición entreverada de aversión y empatía que padecen ambos protagonistas, porque la mujer se opone fieramente a que quien la ha salvado de la amenaza del jefe sin entrañas acabe asumiendo, para salvarla a ella, una culpa que ella e siente en la obligación moral de compartir con él, atribuyéndose la responsabilidad de cuanto hizo y no debería haber hecho. Dejo intacto el desenlace final que, vuelvo a repetir, es tan logrado fílmicamente como decepcionante en cuanto que thriller blando, si es que podemos hablar de esta subcategoría. La puesta en escena de la película, en una pequeña villa costera donde “nunca pasa nada”, y en la casa de la protagonista, le permite a Ophüls, ejercitarse en su arte de la mirada distanciada, usualmente a través de ventanas o puertas, que deja a sus personajes una vida autónoma, pero algo marionetizada, porque la cámara apunta a veces a la identificación con el ojo ubicuo de la divinidad impasible que observa los afanes de sus criaturas sin querer intervenir en ellos, pero complaciéndose, delicadamente, en sus zozobras, en sus angustias, en sus derrotas y en sus falsas victorias. Como en otras ocasiones un buen programa doble permite apreciar a fondo el arte de cualquier director, y en este caso, el de un esteta consumado que ha sabido ponerlo al servicio de dos tramas estupendas e interesantes.

lunes, 12 de marzo de 2018

“Trágica información”, de Phil Karlson, un “noire” con el trasfondo del periodismo sensacionalista.



La rivalidad entre las ventas y la ética periodística: Trágica información o el cazador cazado. 
 
Título original: Scandal Sheet
Año: 1952
Duración: 82 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Phil Karlson
Guion: Ted Sherdeman, Eugene Ling, James Poe (Novela: Samuel Fuller)
Música: George Duning
Fotografía: Burnett Guffey (B&W)
Reparto: Broderick Crawford,  Donna Reed,  John Derek,  Rosemary DeCamp,  Henry O'Neill, Harry Morgan,  James Millican,  Griff Barnett,  Jonathan Hale.

Hace tiempo hice la crítica de la película que me reveló la existencia de un director, Phil Karlson, más que notable. El cuarto hombre (Kansas City Confidential ) era aquella película que tan favorable impresión me produjo y que se ve hoy corroborada por la presente: Trágica información (Scandal Sheet), una muestra de cine negro clásico que merece un destacado lugar de honor en las listas del género, tan abarrotadas estas  como competidos aquellos. La película está basada en una novela de Samuel Fuller, lo que ya da a entender que probablemente fuera escrita desde una perspectiva cinematográfica, porque el guion, transparente, funciona como un mecanismo de relojería que nos lleva, a través del periodismo de investigación del protagonista, un apuesto y seductor John Derek -que acaso hubiera merecido más exitosa carrera de la que tuvo, aunque trabajó con directores de tanto nivel como Preminger, Rossen, Nicholas Ray o Cukor. Retirado como fotógrafo y director, al final de su vida fue más conocido por ser el marido de Bo Derek que por su propia carrera-, al descubrimiento sorprendente del asesino de un crimen ocurrido a partir de un festival social promovido por el Diario, un Club de corazones solitarios donde personas de cierta edad podían llegar al matrimonio tras una sola velada de relación. La película se inicia con lo que parece que vaya a ser una imitación del plano secuencia de Ciudadano Kane, lo que se corta antes de llegar siquiera a pensar en que se vaya a producir semejante imitación, pero ese plano de Nueva York que va paseándose, desde las alturas, sobre la ciudad, hasta concentrarse en un barrio, una calle y una sirena de policía que se confunde con la música de jazz con que se abre dicha escena, para dar paso a una escalera de vecinos en la que acaba de cometerse un asesinato y donde un periodista, que se ha hecho pasar por policía, implícitamente, para sacar la historia de una afectada por el crimen. La labor del joven periodista se contrapone con la muy distinta del Director de la publicación, quien ha de defender la línea sensacionalista del diario por su éxito de ventas, frente al languidecimiento y previsible muerte no muy lejana del diario, de seguir con una línea estética y de contenido más próxima al modelo tradicional de The Times que a la línea tabloide del enfoque que le ha dado el nuevo director. El redactor estrella, Derek, da la casualidad de que es el novio de una columnista del diario que se opone a esa línea sensacionalista y defiende los supremos valores informativos del periodismo atento a la realidad, no a la excitación de los bajos instintos lynchadores (sic) de las masas. Es importante destacar que el planteamiento sobre el culpable del asesinato no es un misterio que se resuelva en el último momento, porque sucede a poco de empezar la película. El director se encuentra en el acto de los Corazones Solitarios con su mujer, de quien se separó, pero no se divorció, 20 años atrás. Tras una disputa exmatrimonial y atendiendo a la explícita amenaza de revelar la verdadera personalidad del Director, que cambió de nombre tras abandonar a su mujer, a resultas del intercambio de empujones y golpes, ella se desnuca y cae muerta ante sus ojos. Todo el suspense de la película gira, entonces, en torno a la peripecia investigadora del periodista predilecto y a la labor discretamente  entorpecedora que lleva a cabo el Director, labor en la que incluso recurrirá a otro asesinato: el de un antiguo ganador del Pulitzer, ahora destruido por la adicción al alcohol  y con quien mantiene una relación de amistad y socorro caritativo encubierto la novia del protagonista. La visión del periodismo, una crítica feroz de sensacionalismo como arma estratégica para aumentar las ventas, no deja títere con cabeza en la película, y, en este sentido, la película se incluye en una larga lista de películas que acaban convirtiéndose en thrillers que tienen el periodismo como argumento. Aquí ya hemos criticado Chantaje en Broadway, de Mackendrick, por ejemplo, pero hay muchas otras, como la también criticada en este ojo, El reloj asesino, de John Farrow, con la que esta presenta muchas relaciones temáticas y un sentido de la intriga muy parecido, porque se desvía la atención de quién sea el asesino hacia, en este caso, la necesidad de un falso culpable de demostrar su inocencia, por ejemplo. ¡Menudo programa doble, si alguien logra ver El reloj asesino y Trágica información en la misma tarde! La película de Karlson fía muy buena parte de su éxito al dinamismo que sabe imprimir a la narración, sin dejar ningún momento muerto o excesivamente descriptivo o reflexivo. La acción se sucede con un ritmo preciso, casi cortante: sabe qué quiere contar y lo cuenta con la mayor economía de medios posibles, pero con un estilismo en la fotografía y la puesta en escena muy propios del mejor cine negro. Para muchos supongo que será una revelación. A mí me la reveló mi buen amigo y cinéfilo Paco Marín, quien me avisó de su existencia en YouTube, una buena fuente de recursos fílmicos de excepcional interés, sin duda.

Entre Chabrol, Regueiro y Aranoa, la posesión de barrio: “Abracadabra”, de Pablo Berger.



La dificultad de que lo extraordinario se mueva, con soltura, en lo ordinario: Abracadabra o el costumbrismo de las posesiones de ultratumba.

Título original: Abracadabra
Año: 2017
Duración: 88 min.
País: España
Dirección: Pablo Berger
Guion: Pablo Berger
Música: Alfonso de Vilallonga
Fotografía: Kiko de la Rica
Reparto: Maribel Verdú,  Antonio de la Torre,  José Mota,  Josep Maria Pou,  Quim Gutiérrez, Priscilla Delgado,  Saturnino García,  Ramón Barea,  Javivi,  Julián Villagrán, Rocío Calvo,  Javier Antón,  Janfri Topera,  Fabia Castro,  Bea de la Cruz.

Con ser una película milimétricamente pensada y realizada con un primor que no desmerece de su película por excelencia, Blancanieves, hay algo en esta obra de Pablo Berger que no acaba de funcionar, a pesar del guion, de una puesta en escena que raya en el realismo casticista, y de unas interpretaciones hiperajustadas y con una considerable dosis de vis cómica en los cuatro personajes sobre los que pivota la acción: el matrimonio, el primo, de afición sus magias e hipnosis, y el “maestro” encargado de conectar, a sus estrambóticas maneras, con el más allá, un Josep Maria Pou que reúne en su caracterización flecos de actuaciones clásicas del cine de terror y específicamente de Svengali, de Archie Mayo, en cuyo personaje central me parece que se inspira la creación de este médium del tres al cuarto. Da toda la impresión de que Berger no consigue sacudirse el costumbrismo de las antiguas “españoladas” que se decía en los años 60 y 70, cuando se hizo un cine tan apegado a la realidad que acabó teniendo más de documento sociológico que propiamente de obra de ficción, y que, gustándole esa dimensión popular de la historia, se ha olvidado un poco de dar la consistencia que la posesión del espíritu maligno del camarero asesino requería; y ello, ya digo, a pesar de que Antonio de la Torre -aquí con un deje interpretativo a lo Alfredo Landa total- está especialmente brillante, sobre todo en la escena del mono en la grúa, de que José Mota borda su papel de hipnotizador aficionado, y de que Maribel Verdú está espléndida en la recreación de la vulgaridad del ama de casa de barrio popular. La película se sigue con interés, sobre todo porque adopta la estructura de la Quest y se va toda ella en la investigación de los primos, Verdú y Mota, en pos de la solución real o paranormal de lo que le está pasando al marido de ella. Las secuencias del vendedor inmobiliario que les enseña el piso del asesino, de donde han de sustraer un objeto personal para que Pou pueda mediar con ciertas garantías con el Más Allá, son extraordinarias, quizás, con las de la grúa, de lo mejor de la película. Mi extrañeza radica en que con todos los elementos que llevo destacados como muy positivos, la película discurre siempre en una suerte de tono menor que no acaba de alcanzar una efectividad total que maraville a los espectadores. No se si la endeblez de la transgresión paranormal exige demasiada aquiescencia o si el tono menor de la fábula de barrio nos ancla demasiado en el costumbrismo y no atisbamos cómo hemos de remontarnos por encima de él para ver una película que no sea tan “chata” en su realización y en su historia cotidiana. Falta, a mi entender, un nexo narrativo más nítido entre la realidad y la paranormalidad: actúan, me parece, como dos vías que tienden a difuminarse una lejos de la otra, en vez de reforzarse para adensar la trama y crear un crescendo narrativo algo más sólido del endeble al que asistimos. No sé si la aparición última del asesino loco, un Quim Gutiérrez con solapas a lo Fiebre del sábado noche, de John Badham, contribuye a ese desdibujamiento de la trama del cuarteto protagonista. Está claro que la historia es la que es, pero no está de más sopesar críticamente si ha sido un acierto o no hacer tan explícita esa identificación entre el asesino y el protagonista. Insisto, la película se ve con agrado y se pasa un buen rato, pero, al menos a este crítico, la decepción acaba imponiéndosele, incluso frente a excelentes secuencias que, desgraciadamente, no consiguen convertirse en la tónica dominante de la película, sino en destellos inconexos que no acaban de redondear la historia.

viernes, 9 de marzo de 2018

La narración cinematográfica en estado puro: "Las dos huérfanas", de D.W. Griffith



Al margen de solapar interesadamente la Revolución Francesa y la Bolchevique, Las dos huérfanas es, sobre todo, un ejercicio de estilo narrativo soberbio, tan actual que pocas películas en cartelera, ahora, podrían competir con ella, si hay alguna que pueda siquiera intentarlo.


Título original: Orphans of the Storm
Año: 1921
Duración: 150 min.
País: Estados Unidos
Dirección: D.W. Griffith
Guion: D.W. Griffith (Novela: Adolphe d'Ennery, Eugène Cormon)
Música: (Versión restaurada: William Frederick Peters, Louis F. Gottschalk, Brian Benison) (Película muda)
Fotografía: Paul H. Allen, G. W. Bitzer, Hendrik Sartov (B&W)
Reparto: Lillian Gish,  Dorothy Gish,  Joseph Schildkraut,  Frank Losee,  Katherine Emmet, Morgan Wallace,  Lucille La Verne,  Sheldon Lewis,  Monte Blue,  Leslie King.

Como sé que casi nadie se va a tomar la molestia de entrar aquí para ver Las dos huérfanas, me tomo la libertad de empezar por el final, porque tiene una dimensión espectacular de la que han bebido cientos de cineastas y muy especialmente  maestros del western como John Ford, por ejemplo. Una vez que Danton -a quien elige Griffith como el “liberal” con el que identificarse frente al bolchevique Robespierre, para quien reserva toda clase de aborrecimientos, manifestados en la soberbia actuación de quien lo interpreta con una dosis de maquiavelismo y cobardía a partes iguales- consigue que se suspenda la ejecución en la guillotina de una de las dos huérfanas por haber amparado en su casa a un aristócrata de quien está enamorada, se inicia una travesía a galope tendido hacia el lugar de la ejecución que, como en una refinada obra del malévolo Hitchcock, habrá de salvar varios obstáculos para poder llegar al pie del fatídico ingenio de Monsieur Guillotine, donde ruedan las cabezas de la aristocracia y de sus colaboradores; el montaje paralelo de la ejecución y de la cabalgata liberadora se van sucediendo en un crescendo emocionante que, imagino, haría prorrumpir en sonoros aplausos y otras manifestaciones de aprobación a los espectadores. ¡Menudo mal trago!, el que habían pasado, pendients de si Danton llegaba o no a tiempo de impedir que sobre el grácil cuello de Lillian Gish cayera la afilada hoja justiciera. Los planos del grupo de jinetes tienen una energía tan poderosa que parece que vayan a salirse de la pantalla, como amenazaba con hacer aquel tren famoso de los inicios del cine. ¡Lo que hubiera dado por asistir a su estreno y contemplar la reacción del público!  La película, basada en la obra teatral de Adolphe Philippe d'Ennery, quien llegó a escribir con Verne una versión teatral de Miguel Strogoff, por ejemplo, se acoge a la estructura del folletín para construir una pieza narrativa en el que los destinos de las dos huérfanas separadas seguirán caminos muy dispares, llenos de aventuras que los espectadores vivirán con la esperanza acongojada del momento en que ambas jóvenes puedan volver a encontrarse. Mientras que de una de ellas se enamora un noble que la mantiene y quiere casarse con ella contra la voluntad de sus padres, la otra, que es hija abandonada de la madre del joven noble enamorado, es secuestrada por unos facinerosos que la obligan a mendigar para sacar un jornal del que nunca se beneficia. El retrato de la maldad sin mezcla posible de bien alguno de la familia que secuestra a la huérfana ciega solo tiene su rayo de luz en la figura del hijo impedido que trata de defenderla frente a su madre y su hermano mayor. El estallido de la Revolución Francesa, representado por Griffith en escenas inmortales del pueblo parisino sumido en una suerte de exaltación indesmayable de la libertad conseguida al precio de la sangre de quienes han combatido contra las fuerzas de la realeza y han tomado la Bastilla y la cárcel de mujeres, liberando a una de las huérfanas, que había sido condenada, se funde con la historia de las protagonistas admirablemente, de modo que tiene el espectador toda la impresión de estar ante un Episodio Nacional al etilo de los de de Galdós, en los que hobres y mujeres del pueblo viven muy de cerca, con un indudable protagonismos, hechos históricos trascendentales.  La habilidad de Griffith para mover las masas está fuera de toda duda, y había sido acreditada en sus obras mayores, Intolerancia y El nacimiento de una nación. Aquí, mezclando hábilmente historia y anécdota individual, el triste destino de ambas jóvenes, que se consideran hermanas aunque no lo sean de nacimiento, y de ahí que las interpreten las hermanas Gish, con una capacidad absoluta para trasladar a los espectadores las diferentes fases de sus ajetreadas existencias. Llama la atención, por ejemplo, una de las escenas en las que toda la atención del guion se centra en si la hermana que ve será capa de identificar la voz con que la ciega canta una canción en su cometido limosnero. Y sí, en un delicioso momento emocionante, muy emocionante, Lilian le hace ver a la madre de la joven secuestrada que es su hermana quien canta, ¡en una película muda! Ese es el milagro de la cinta: nosotros también somos capaces de oír esa tonada que le va a permitir acercarse a ella tras muchos meses sin saber nada de su existencia. Que la película se conforme como una carrera de obstáculos que se van sucediendo sin interrupción para evitar el reencuentro de las hermanas concede a la cinta una capacidad de suspense muy notable, y perfectamente explotada por Griffith, quien parece recrearse con delectación en esa técnica soberbia del folletín que alarga la acción dramática con el “continuará” de rigor. La visión de la Revolución Francesa, inspirada en la Revolución Usamericana, como se indica oportunamente en la película, al mostrar a Thomas Jefferson como embajador de los Estados Unidos de américa, acentúa el componente inevitable de lucha de clases que tuvo, y que Griffith no rehúye mostrar, porque, como dice por boca del noble que pretende a la hermana que no es ciega, Lillian Gish, este se confiesa -una vez que ha triunfado la Revolución- “aristócrata, sí; pero no enemigo del pueblo”. Desde ese inicial momento de entusiasmo revolucionario, de desquite de la opresión feudal tiránica, que Griffith celebra a través del hermoso pasacalles que va recorriendo la ciudad como una “danza de la vida” frente a la represión; el autor no tarda en mostrar el mundo de bajas pasiones canallas que ha despertado ese poder entre quienes, sin ningún plan concreto ni a corto ni a medio ni a largo plazo, lo usan como un ajuste de cuentas, antes que como una oportunidad para construir algo que entusiasme al pueblo. Ambas realidades que se siguen casi sin solución de continuidad, hallan en Griffith un intérprete que pretende rehuir el partidismo inevitable que se ve obligado a tomar contra una actuación represiva que va más allá de lo que la Justicia puede permitir y aconsejar. Con todo, ya digo, el retrato de Griffith se acerca bastante a la ecuanimidad, aunque cargue las tintas contra los juicios sumarísimos y la ambición de poder omnímodo por parte de Robespierre, por supuesto La verdad es que he de confesar que esta película muda y elocuente al mismo tiempo ha tenido la sanísima virtud de atraparme desde los compases iniciales y no soltarme hasta llegar a ese final de Séptimo de caballería o de lanceros bengalíes que deja impactado a cualquiera. Sí, es un tópico, lo sé; pero Las dos huérfanas sería  hoy la película más moderna de la cartelera…

martes, 6 de marzo de 2018

Cine árabe, una película superlativa: “Making of”, de Nouri Bouzid.



 
El proceso de alienación de un joven rebelde por el integrismo islámico: Making of o las técnicas de manual de las sectas peligrosas.

Título original: Making of
Año: 2006
Duración: 120 min.
País: Túnez
Dirección: Nouri Bouzid
Guion: Nouri Bouzid
Música: Nejib Cherradi
Fotografía: Michel Baudour
Reparto: Lotfi Abdelli,  Afef Ben Mahmoud,  Fatma Saidane,  Foued Litayem,  Helmi Dridi, Mahmoud Larnaout,  Taoufik El Bahri,  Soufiene Chaari,  Dora Zarouk.

Verdaderamente impresionado por la contemplación de la película de Nouri Bouzid, no porque, en tanto que cinematografía periférica a los grandes núcleos de la producción occidental, aporte algo nuevo o radicalmente diferente o exótico, sino porque la historia del joven bailarín de hip-hop que suspende el bachillerato  y, por su propia psicología conflictiva, vive en un mundo de contestación sin futuro y sin oficio ni beneficio, está narrada con una dosis de verdad tan profunda que toca al espectador en lo más profundo. No es una película de “entretenimiento”, digámoslo así, ni un “espectáculo” en el sentido más trivial que tiene el cine: estamos ante un cine político, muy combativo, que se vale, además, de un recurso metacinematográfico que, en vez de operar como la técnica de distanciamiento de Brecht, sirve, por el contrario, para acentuar aún más esa implicación ética y cívica del realizador, del actor y, por ende, del espectador que asiste al desarrollo de la historia desde esa suerte de deslocalización narrativa que, en vez de apartarnos del drama íntimo y terrible del protagonista, nos mete más de lleno en su triste destino. La obra transcurre en Túnez, la sociedad islámica más occidentalizada de la ribera africana del Mediterráneo y comienza como una suerte de extraña película musical  en la que el baile transgresor de los jóvenes acaba recordando a aquella deliciosa y también triste película que era Rebeldes del swing, de Thomas Carter. La policía aparece e interrumpe su pacífica lucha de bailes y detiene al protagonista, a quien la intercesión de su primo, policía, consigue librar de momento del arresto y una pena que se añadiría a la cadena de disgustos que le da a su madre, aunque para pena los latigazos que le da su padre, ante la mirada impotente del resto de la familia. Se va de casa y duerme en la casa de su primo, a quien sustrae el uniforme para presentarse en el bar donde han seguido los acontecimientos de la Guerra de Irak y el derrocamiento de Sadam, alardeando de ser una autoridad, aun sabiendo el ridículo enorme que hace. Dos “ojeadores” islámicos no tardan en fijarse en él para, sutilmente, tenderle una celada en la que el joven inexperto y bullanguero no tardará en caer. Paso a paso, acaba en la casa del jefe de la célula islamista, quien tratará de educarlo en la versión dura e intransigente del Islam. Es acogido en ella, le proporciona un trabajo e incluso le da dinero como adelanto para sus gastos: “nunca me habían tratado así”, dice el protagonista. Y recuerda punto por punto la estrategia del partido nazi con los jóvenes que vivían en la depresión económica que sufrió Alemania: les daban un sitio donde dormir, tres comidas calientes y la perspectiva de uniformarse y defender la patria. Así engrosaron sus filas hasta convertirse en una formación paramilitar. El modelo de la película, individualizado, sigue el camino de la creación del terrorista-suicida, sin embargo. El primer corte de la película nos muestra la reacción del protagonista que, siendo bailarín, y creyendo que lo habían contratado para hacer una película sobre el baile, se percata de que lo están convirtiendo en un islamista fanatizado, a medida que el jefe de la célula prosigue con su alienación/entrenamiento. El joven, sometido a ese bombardeo religioso que pone en evidencia sus creencias más íntimas, exige del director una confesión de qué película está haciendo y qué quiere conseguir con ella.  A partir de esa declaración de intenciones, y de alguna escapada que hace el protagonista para visitar a su madre y para “castigar” a su antigua novia, por haberle sido infiel, unas imágenes estremecedoras, por cierto, porque choca frontalmente la versión islamista del protagonista con la libertad de vestimenta propia de la mujer en Túnez, totalmente occidentalizada, el proceso de alienación del joven se consuma y da el paso para convertirse en un terrorista que ha de sacrificarse para castigar a los infieles y acceder a las huríes que el Profeta le ha prometido. Aunque el final de la película no está a la altura del resto, la transformación del joven es un prodigio interpretativo de primera magnitud. Recordemos que su debilidad psicológica, su espíritu fantasioso, y su necesidad de protagonismo son el caldo de cultivo imprescindible para que esos siniestros “ojeadores” del mal se centren en él y lo seduzcan para sus terribles fines. La película, dentro del tono realista e incluso costumbrista, sirve para descubrirnos la realidad tunecina y ver  lo cerca que, salvado el islam, está su sociedad de las nuestras occidentales, lo que acentúa la impresión poderosa de esa metamorfosis que entre nosotros equivaldría a la creación de un fascista, al estilo de aquella vieja joya que es Camada negra, de Gutiérrez Aragón.