sábado, 27 de enero de 2024

 

Título original: Victoria
Año: 2016
Duración: 97 min.
País:  Francia
Dirección: Justine Triet
Guion: Justine Triet
Reparto: Laure Calamy; Virginie Efira; Vincent Lacoste; Emmanuelle Lanfray; Laurent Poitrenaus; Melvil Poupaud.
Fotografía: Simon Beaufils.

 







Título original: Sibyl

Año: 2019

Duración: 100 min.

País:  Francia

Dirección: Justine Triet

Guion: Justine Triet, Arthur Harari. Diálogos: David H. Pickering

Reparto: Virginie Efira; Adèle Exarchopoulos; Gaspard Ulliel; Sandra Hüller; Niels ; Schneider; Laure Calamy; Paul Hamy; Arthur Harari; Adrien Bellemare; Jeane Arra-; Bellanger; Liv Harari; Lorenzo Lefèbvre; Aurélien Bellanger; Philip Vormwald; Henriette Desjonquères; Agnès Tassel; Judith Zins; Duccio Bellugi-Vannuccini; Natascha Wiese; Fabrizio Mosca; Etienne Beurier; Frank Williams.

Fotografía: Simon Beaufils.

 

 

La evolución de Justine Triet, de una comedia insulsa, anodina, más una intensa cinta psicológica, a la aclamada Anatomía de una caída.

 

          Aprovechando la visita al cine para ver Anatomía de una caída, he querido ver algo de lo rodado anteriormente por la directora para poner en perspectiva su reciente éxito que no es, con todo, una película que, a pesar de sus virtudes, llegue a la excelencia. Lo notable es, en esta evolución, cómo ha pasado de cierta frivolidad argumental, Los casos de Victoria, a un ensombrecimiento de las relaciones humanas en el que ya se adentró, aunque con bastante artificio, en El reflejo de Sibyl. Cabe reseñar, porque va más allá de la anécdota, que, en el original, ambas películas previas se titulan con el nombre de la protagonista: Victoria y Sibyl, respectivamente, lo que se acerca más al intento de la directora de ahondar en una parcela, la mujer, en la que los hombres parecen tener un valor secundario, episódico, accidental, propio de los comparsas. Y de ahí el apabullante acaparamiento de la acción por parte de una actriz, Virginie Efira, de la que no dudo que tendrá sus seguidores, pero, a mi humilde juicio, no pasa de ser un obstáculo considerable para que ambas historias fluyan con la verosimilitud con que los espectadores hemos de asentir a lo que se nos ofrece en pantalla: cojean, y mucho, ambas interpretaciones, cercanas a la sobreactuación y a la incapacidad expresiva para matices dramáticos que, sobre todo en la segunda, son muy necesarios y que raramente consigue, a lo largo del metraje. En el fondo, la disculpa el hecho de que, cuando cualquier actor no cumple con las exigencias de la historia, ello se debe al guion al que se ha de ceñir, y suele estar en este el origen de la inexpresividad de aquellos, actores y actrices que, como se dice coloquialmente, no se creen el personaje, y se ven obligados, como pasa durante el rodaje de El reflejo de Sibyl, a tratar de sentir lo que ni pueden concebir como sentimiento.

          Los casos de Victoria la presentaba la plataforma Filmin como una película inspirada en Hawks y Wilder, y cercana a la screwball comedy, pero uno de los comentaristas dejaba bien claro en su puntuación, que quien ha escrito eso no había visto ninguna película de esas dos glorias del cine ni sabía muy bien qué es una screwball comedy. Imagino que, como salen un mono y un perro, en dos de las secuencias más graciosas de la película: testificando ante un tribunal, alguien ha creído que eso ya avalaba la etiqueta, sin más. Los casos de Victoria debería titularse, más propiamente, El caos de Victoria, porque de eso se trata en la película, de cómo una abogada lidia con la vida cotidiana, dos hijas incluidas, que parecen criarse sin la más mínima atención maternal seria, con una vida sexual promiscua e insatisfactoria y una vida laboral que sufre varios contratiempos, entre ellos el de la suspensión para ejercer durante seis meses por quebrar el código ético profesional. Que su ex haya publicado un exitoso libro de autoficción que la afecta en su honorabilidad redondea una situación bastante disparatada hasta que aparece el «hombre milagro», Vincent Lacoste, un «paria» a la deriva, sin oficio ni beneficio, que, sin embargo, resulta cumplir con creces el papel de cuidador de las hijas y sostén cotidiano de la apariencia de «familia» que la abogada pretende mantener. Los casos permiten, eso sí, cierto entretenimiento durante las disparatadas escenas judiciales, aunque la superposición de estas, casi sin solución de continuidad, evitan un desarrollo que acaso hubiera sido más interesante que la «devastada» vida de la abogada, intento de suicidio melodramático incluido…

          El reflejo de Sibyl plantea el caso de una psicóloga que deja la profesión para dedicarse a escribir. En el fondo, para retomar una vieja aspiración auroral abandonada. Mientras que la escena que abre la película, en la que un editor amigo de ella hace un atropellado análisis de lo que significa «escribir» y «publicar» en estos tiempos, el modo como comunica a su marido y a su hermana, que vive con ellos, que lo deja todo y va a dedicarse a escribir, tiene un sí sé qué de frivolidad, de banalidad, que enseguida se nos disparan las alarmas ante la posible impostura del personaje y de la historia. Cuando ya ha tomado su decisión, una de sus pacientes exige verla porque está en una encrucijada de la que no puede salir sola y necesita planteársela para tener alguna respuesta que la ayude. El caos no es otro que el de una actriz profesional que se ha quedado embarazada de un actor que, a su vez, es pareja de la directora que los dirige a ambos en una película. No es necesario decir que, cuando llega el momento de ir a rodar en los exteriores elegidos, la isla de Estrómboli, la actriz, que ya ha decidido tener el hijo, le pide a la psicóloga que viaje con ella, para tener la seguridad suficiente para afrontar el rodaje. Mientras tanto, la novela que la psicóloga va escribiendo es la historia camuflada convenientemente de la joven actriz, en cuyo papel se mete tanto que acaba viviendo parte de su vida y liándose con el actor de quien espera un hijo. A quienes han visto Anatomía de una caída, les sorprenderá la participación de su actriz principal, Sandra Hüller, aquí en el papel de directora exigente y algo sobreactuada, en un papel muy distinto del de la última película. El escenario natural, Estrómboli, con el cráter volcánico en plena erupción durante los días de rodaje, añade un  aliciente más a la película, siquiera sea por el recuerdo lejanísimo y en modo alguno argumental de la Strómboli de Rossellini. La psicóloga, que ha tenido una compleja vida sentimental, transgrede los límites éticos de su profesión y queda sumida en una suerte de caos emocional que ni siquiera el éxito editorial resuelve. Las narraciones paralelas de la vida de la actriz y de la psicóloga no acaban de funcionar como un engranaje que redunde en una mejor comprensión de la protagonista, quien parece dejarse llevar sin tener un criterio al que agarrarse, improvisando siempre y perdiendo por el camino más de lo que gana. En las escenas patéticas del desmoronamiento psicológico del personaje es, además, donde más falla la actriz fetiche de la directora, pero, en conjunto, el planteamiento general es capaz de entretener el tiempo del espectador, algo imposible para Los casos de Victoria, que acabé viendo sobre la cinta del gimnasio, en modo imperativo…,  para poder hacer esta crítica de los «antecedentes» fílmicos. Lo que no se puede negar es la facilidad de Triet para narrar ambas historias, y no son pocos los planos espléndidos que consigue a menudo, sobre todo en Estrómboli. Pero el virtuosismo o el preciosismo en la iluminación o los encuadres es algo que no distingue ya una buena de una mala película, excepto que sea horrorosa. Por ello, la historia vuelve a ocupar un lugar importante, y el guion se revela como el alma potente de la película.

jueves, 25 de enero de 2024

«Pánico en la escena», de Alfred Hitchcock, el humor al servicio del suspense.

 

Una obra solo aparentemente «menor» de un genio del cine: excelente comedia policiaca con un reparto de lujo.

 

Título original: Alfred Hitchcock's Stage Fright

Año: 1950

Duración: 110 min.

País: Reino Unido

Dirección: Alfred Hitchcock

Guion: Whitfield Cook. Historia: Selwyn Jepson

Reparto: Marlene Dietrich; Jane Wyman; Michael Wilding; Richard Todd; Alastair Sim; Sybil Thorndike; Kay Walsh; Miles Malleson; André Morell; Patricia Hitchcock; Hector Mac Gregor; Joyce Grenfell.

Música: Leighton Lucas

Fotografía: Wilkie Cooper.

 

          No está, obviamente, entre las grandes películas del autor inglés, y tampoco se trata de una película de su etapa inglesa anterior a su viaje a Usamérica, aunque se rodara en Inglaterra y fuera de producción inglesa, pero, por el reparto, ya advertimos que se rueda de lleno en su mejor época, aunque antes de filmar Vértigo o Psicosis, por supuesto. Es decir, que no se trata de una película primeriza, pero tampoco de las más conocidas, aunque, a mi parecer, debería de tener mejor eco crítico y respuesta popular de la que hasta ahora ha tenido, no solo por la construcción de la trama, sino, sobre todo, porque un elemento habitual en las películas de Hitchcock, el humor, se extiende aquí a toda la película y la convierte en una comedia detectivesca en la que, además, una mujer toma las riendas del asunto hasta que se mete en un callejón sin salida, del que, sin embargo, sabe salir airosa, máxime estando su vida en juego.

          Con un planteamiento así, Sir Alfred explota al máximo su don para la comedia y nos asoma a una familia muy peculiar, con los padres separados, aunque en buenos términos, y con una hija muy espabilada que exhibe una relación de complicidad con su padre muy sobresaliente y divertida. Es lo que tiene el cine, además, cuando actores y actrices, como Wyman y Alastair Sim entran en escena: el espectador espera, encandilado, sus apariciones. Las de Wyman son constantes; las de Sim, en menor número, pero siempre jocosas. Si añadimos la presencia ambigua y soberbia de Marlene Dietrich, como una cantante intrigante y deseosa de liberarse de un incómodo y posesivo marido, y sumamos la de un estilizadísimo y ultrabritánico detective Smith, ordinary Smith (Smith «a secas») interpretado por Michael Wilding, el  resultado no puede ser otro que un disfrute muy ajustado a la historia, muy centrada, esta, en un caso que solo admita una vuelta de tuerca: la del desenlace, felizmente resuelta por el director.  De nuevo, como en cientos de películas, aparece una feria como escenario de la acción, y a mí me parece que esa monografía aún no escrita merecería serlo, porque si el cine era atracción de feria en sus comienzos, le ha sido fiel al nacimiento y ha convertido ese espacio lúdico, mágico y también, por qué no, perverso, en uno de sus escenarios favoritos, a juzgar por el número astral de películas en las que aparece. Ahí queda hecha la sugerencia.

          La historia se cuenta en tan breves palabras que ya creo haberlo hecho con las pinceladas que he ido dando en la presentación de ella. Quizás falte añadir que el guion añade una suplantación de personalidad de la asistente del personaje de la Dietrich para que la joven detective aficionada pueda buscar el modo como salvar al amigo a quien se acusa de asesinato y quien posee el traje manchado de sangre de la actriz, a quien incriminaría directamente en la muerte del marido. La escena de la feria, en la que un crío es enviado por el padre de la protagonista con una muñeca ensangrentada para amedrentar a la cantante, quien se ve forzada a interrumpir su magnífica interpretación de La vie en rose, es una de las mejores de la película, junto con el intercambio de primerísimos planos de la joven y el hipotético asesino, a quien ha escondido de la policía en el almacén de utilería del teatro, concretamente en una carroza. La escena previa a la conquista de la muñeca en el barracón del tiro al blanco de la feria es una escena cómica de mucho nivel y alta efectividad, y contrasta con la que sigue a continuación.

          En fin, no quiero chafarle a nadie el desenlace, pero sí puedo asegurar a quienes no hayan visto esta película de Hitchcock que van a reconocer en ella el surtido retórico habitual del director y que a su ya tradicional cameo como personaje que pasa por allí, se añade esta vez la presencia de su hija con un papel muy menor. Tampoco puedo dejar de mencionar la archicuriosa historia de amor entre la protagonista y el policía, con una escena antológica en un taxi. De hecho, si se repasa escena a escena la película, lo sorprendente es no caer en la cuenta de la maestría que Hitchcock aplicó con tanta generosidad en películas sin la ambición de otras, tradicionalmente tenidas por obras «mayores». La entrega del genio es patente en muchos planos de Pánico en la escena, y se da por de contada la maestría con que hace fluir una historia absolutamente banal, tópica y que, en otras manos hubiera quedado en algo anodino. Estas obras supuestamente «menores» son ideales para comprobar el método de trabajo del autor, porque la creatividad se demuestra, sobre todo, en el modo como se eleva muy considerablemente el interés del espectador en una obra cuyo interés narrativo intrínseco es prácticamente nulo. Véase, pues, como una introducción al reconocido método creativo de un director que tardó lo suyo, todo sea dicho de paso, en ser considerado el maestro indiscutible que es, uno de los más grandes directores que ha tenido la Historia del cine.

                                                                      

domingo, 21 de enero de 2024

«El maestro jardinero», de Paul Schrader o la contención.

 

El peso ominoso del pasado y las segundas oportunidades aprovechadas.

 



Título original: Master Gardener

Año: 2022

Duración: 111 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Paul Schrader

Guion: Paul Schrader

Reparto: Joel Edgerton; Sigourney Weaver; Quintessa Swindell; Esai Morales; Victoria Hill; Eduardo Losan; Rick Cosnett; Amy Le; Erika Ashley; Jared Bankens; Cade Burk; DJames Jones; Matt Mercurio.

Música: Devonte Hynes

Fotografía: Alexander Dynan.

 

          Aunque sigo con atención la excepcional pero discreta carrera de Paul Schrader, circunstancias ajenas a mi deseo me impidieron ver la película en una sala, como me hubiera gustado. Con todo, la imaginación amplía la proyección y, desde la nitidez de la reducida pantalla televisiva, me hace ver la película como si estuviera en mi sala de barrio. De nuevo una situación muy concreta, en la que aparentemente no parece suceder gran cosa, va a dar pie a la aparición de unos sucesos del pasado que explican el presente. Si ello se une a otro pasado que busca la rehabilitación en el presente, nos encontramos con dos historias paralelas de naturaleza diferente, pero que comprometen, ambas, la integridad moral y psicológica de cada uno de los protagonistas.

          De un lado tenemos al jardinero que da título a la historia, un exdelincuente que se ha acogido a la condición de testigo amparado por la Justicia y premiado con una doble vida anónima tras haber ayudado a desarticular un grupo supremacista blanco con raíces nazi en Usamérica. Del otro, la sobrina nieta de una rica mujer a cuyo servicio trabaja el exdelincuente como maestro de aprendices en una institución de jardinería a la que llega dicha sobrina nieta para ser instruida por quien cultiva el jardín exterior y el interior de la rica mujer.

          A medida que va progresando la historia, van cayéndose los velos que la cubrían: la apariencia glacial de normalidad que como el frío protocolo de la diplomacia relaciona a unos personajes con otros. La sobrina nieta es una drogadicta, como lo fue su madre, que busca la rehabilitación en casa de quien la acoge con poco entusiasmo y de mano de quien también esconde secretos de alto voltaje, porque el supremacista blanco ha sido asesino y confidente policial que ha contribuido a la desarticulación del grupo extremista y terrorista del que formaba parte. La rehabilitación del hombre lo ha convertido en un maestro jardinero que, en el momento en que se nos presenta en la película, vive como un monje dedicado a su trabajo y a la redacción de un Manuel de jardinería en el que se vierte su mucha experiencia floricultora. El contexto del encuentro de esas dos «perlas» no es otro que el de la Institución y la celebración de un aniversario institucional que la dueña de la misma pretende que se celebre por todo lo alto, con más bota floral, si cabe, que la celebración anual en la que se exponen los resultados de la escuela.

          A pesar de la aparente morosidad, no tardaremos en descubrir que la enemistad irreconciliable entre la tía abuela y la sobrina nieta se mezcla con la atracción que esta siente por su profesor, a quien intenta seducir, lo que provoca, a su vez, un malentendido, la tía abuela lo ve salir medio desnudo del cuarto de su sobrina nieta y llega a una conclusión iracundocelosa que acabará con la expulsión de su maestro de ceremonias floral. Lo que ella no imagina es que se irán juntos, los dos, para acabar descubriendo él la drogadicción de ella, de la que pretende hacerla salir asistiendo a algo así como a Drogadictos Anónimos, no sin antes habérselas tenido que ver, violentamente, con los camellos maltratadores de la joven, algo para lo que su pasado lo habilita en el peor sentido del concepto, porque, más allá de reparar un daño objetivo, el exdelincuente no quiere apartarse de la paz hallada en el seno de la dedicación horticultora.

          Las películas de Schrader tienen como temas reiterados el de la expiación y la rehabilitación de un pasado que suele extender sus alas malignas sobre los protagonistas desde muy atrás, condicionando su presente de tal manera que ese pasado acabe regresando, siquiera sea parcialmente, para bien y mal de quienes lo han protagonizado. La realización desapasionada y clasicista de Schrader refuerza la visión impasible de una vida que ha encontrado un centro de articulación en la calma de una dedicación profesional con aires de monacato y desapasionamiento, salvo el arrobamiento en la belleza de los ciclos de la naturaleza.

          Es cierto que hay algo de «amaneramiento» en determinados personajes de la historia, un regusto de psicologías atormentadas mil y una vez vistas incluso en las propias películas de Schrader, pero las sólidas interpretaciones del trío protagonista le confiere una entidad a la historia que acaso no es, con todo, lo suficiente como para equipararse a otras realizaciones del autor.


«La novena sinfonía (Acorde final)», «La habanera» y «La golondrina cautiva», de Detlef Sierk, a un paso de devenir Douglas Sirk, al otro lado el océano.

 

Título original: Schlußakkord - Schlussakkord

Año: 1936

Duración: 100 min.

País: Alemania

Dirección: Douglas Sirk

Guion: Kurt Heuser, Douglas Sirk

Reparto: Willy Birgtel; Lil Dagover; Mmaria Tasnadi Fekete; Maria Koppemhöffer; Theodor Loos.

Música: Kurt Schroeder

Fotografía: Robert Baberske (B&W).

 








Título original: Zu Neuen Ufern

Año: 1937

Duración: 106 min.

País:  Alemania

Dirección: Douglas Sirk

Guion: Kurt Heuser, Douglas Sirk. Novela: Lovis Hans Lorenz

Reparto: Zarah Leander; Willy Birgel; Edwin Juergenssen; Carola Höhn; Viktor Staal; Erich Ziegel; Hilde Von Stolz; Jakob Tiedtke; Robert Dorsay.

Música: Ralph Benatzky

Fotografía: Franz Weihmayr.

 








Título original: La Habanera

Año: 1937

Duración: 98 min.

País: Alemania

Dirección: Douglas Sirk

Guion: Gerhard Menzel

Reparto: Zarah Leander; Ferdinand Marian; Karl Martell; Julia Serda; Boris Alekin; Paul Bildt; Edwin Jürgensen; Carl Kuhlmann; Michael Schulz-Dornburg; Rosita Alcaraz;

Lisa Helwig.

Música: Lothar Brühne

Fotografía: Franz Weihmayr (B&W).

 

 

Dos conmovedores melodramas, de una madurez anticipada, y una cinta exótica y curiosa: el genio imaginativo de Douglas Sirk.

          La novena sinfonía, en la que claramente se observa la importancia de los dos elementos tradicionales del melodrama: el drama y la música, es, junto a La golondrina cautiva, una muestra clara de la fuerza visual que imprimía Douglas Sirk a sus películas y que le granjearon, tiempo después, acabada ya la guerra, un lugar de preeminencia en la industria cinematográfica usamericana, donde consiguió un estatus de gran director equivalente al de otros exiliados como Lang o Wilder, por ejemplo. La historia se desarrolla a ambas orillas del océano Atlántico, en Europa y en Nueva York, y la película arranca con el descubrimiento terrorífico de un cuerpo helado en un banco de Central Park, el marido de la protagonista, quien, tras dejar a su hijo en un orfanato, ha huido del país con su marido, antes de que la policía lo detenga por estafa. La mujer, una vez muerto el marido, consigue de sus bondadosos vecinos, quienes incluso le llevan a su habitación la radio en la que suena la retransmisión de la novena sinfonía de Beethoven que dirige el otro protagonista de la historia en la Filarmónica de Berlín y cuya casquivana esposa, envuelta en frívolos amores con un cazafortunas, llega tarde al estreno y no la dejan entrar en la sala con la obra empezada, a pesar de alegar ser quien es. Cuando la protagonista decide volver a Alemania para recuperar a su hijo, se da la casualidad que este ha sido adoptado por el matrimonio en crisis como única manera de recuperar la estabilidad. Eso sí, mientras que el padre adora a la criatura y tiene una relación extraordinaria con el hijo, la madre lo abandona al cuidado de las criada de turno, y sigue con su antigua vida, hasta que su amante, que ha de salir forzosamente del país, le hace chantaje. La verdadera madre del hijo va al sanatorio y se encuentra con el hecho consumado de la adopción. El médico encargado, sin embargo, que ha recibido la petición de una cuidadora para el niño por parte del músico, acaba concediéndole a la madre el empleo, pero con la condición de no revelar en ningún momento su vínculo con la criatura. La conexión entre la nueva niñera y la criatura es tan fácil y exitosa como entre ella y el padre adoptivo, con quien comparte una afición a la música que él no puede compartir con su mujer. Y ya tenemos el trío en disputa actuando desde dentro del hogar del músico y su mujer, quien no tardará en percatarse de la especial sintonía entre su marido y la nueva niñera, en quien ve a «la rival» que puede dar al traste con su matrimonio. La sobriedad en la dirección y en la puesta en escena, y el excelente uso de la música para subrayar la comunión del director de orquesta y quien acabará revelándose como la madre de la criatura, para horror de la esposa, quien decide apartarla de su hijo y expulsarla de la casa, indica por

dónde se desarrollará un melodrama que alcanzará el grado de tragedia cuando la muerte comparezca y los malentendidos lleven a la madre biológica de la criatura a tener que responder ante la Justicia. Pero eso ya ha de verlo el espectador por sí mismo. La parte hermosa de la película es el descubrimiento de la afinidad y el amor entre la madre verdadera y el músico, una relación que él parece prohibirse por fidelidad a su vínculo conyugal, pero que no puede evitar, y menos aún al enterarse del tipo de relaciones que mantiene su esposa con el gigoló que se presenta en su casa para dejar claro la falsa posición del marido en tan delicado asunto. Es evidente que hay algo del viejo folletín en estos amores cruzados con identidades silenciadas que el espectador conoce y los protagonistas ignoran, pero ello le confiere a la historia un interés suplementario y permite mantener el interés hasta el desenlace final. Como otras películas de esta época de Douglas Sirk, es difícil rastrear en ellas ni siquiera una alusión al ideario del partido nazi gobernante, y cuando ello aparezca, lo veremos en La Habanera, Sirk, con esposa judía, dirá adiós a su posición privilegiada en la UFA, dirigida por Goebbels, y se exiliará a Usamérica, donde fue recibido con los brazos abiertos.

          La golondrina cautiva, en la que interviene la gran estrella del momento, Zarah Leander, de origen sueco, sí que puede considerarse como el gran y genuino melodrama exitoso de Douglas Sirk en su época alemana. La historia, ambientada en Inglaterra, nos narra la odisea de una cantante de éxito del teatro musical inglés popular cuyo amante, un tarambana vividor, comete una estafa antes de partir destinado a Australia. Cuando la policía interroga a la cantante, esta se declara autora de la falsificación del cheque para librar a su amante de la condena. Ella, sin embargo, es deportada a Australia donde cumplirá su condena, aunque está convencida de que su amante, en cuanto se entere, hará lo posible y lo imposible para sacarla de la cárcel y reunirse de nuevo con ella. Como tierra de colonos necesitados de mujeres, existe en el penal la costumbre de confraternizar una jornada con los curiosos que buscan mujer para casarse con ellas, lo que aprovecha para salir y buscar al oficial que, olvidado de su antigua amante, que le es tan fiel, se ha prometido con el jefe de la guarnición militar en la que presta sus servicios.

          El modo como Sirk mueve la cámara por una puesta en escena tan variada, del teatro de variedades al lujo de la vivienda de la protagonista o de la opresión siniestra de la cárcel al baile de anuncio de la inminente boda de la «rival», o, finalmente, la austeridad del rancho de un marido de quien se escapa, amén del vasto territorio de la colonia son ya una muestra evidente de la potencia visual de Sirk. Es verdad que los primeros planos de la protagonista y su interpretación en todos los tramos de la cinta son definitivos para, en su primera colaboración, sentar las bases de la reputación y la popularidad de la actriz, quien llegó a convertirse en la más famosa de la UFA. Que el melodrama derive en tragedia es algo que pocos pueden sospechar, al iniciarse la película, pero en esa deriva radica lo más interesante de la historia, y en la integridad de la protagonista, cuya fidelidad al amante se extiende hasta la constatación de la indignidad de por quien jamás debió de haber hecho su magnánimo gesto.

          La Habanera, por su parte, también con la actriz sueca en el papel protagonista, es, a pesar de su popularidad, muy distinta, y cae, ya, dentro de una propaganda gubernamental que no debió de gustarle un pelo a Douglas, pues inmediatamente después de rodarla se exilió a Usamérica. El exotismo de la película, cuya historia transcurre en Puerto Rico, aunque la grabación se hizo en varias localidades de Tenerife, algo que cualquier espectador que haya visitado Tenerife comprueba enseguida, en cuanto aparece en la lejanía la imponente presencia del Teide. Ambientada, pues, en el mundo hispánico, la película se inicia con la representación algo pedestre de una corrida de toros a la que asisten dos turistas de muy distinta predisposición: una deplora todo lo relacionado con la isla, la incultura y el salvajismo de la isla, y la otra está enamorada románticamente de esa vida exótica, la antítesis del aburrimiento de la muy envarada vida europea. Ese enamoramiento llega al punto de que, cuando ambas mujeres se embarcan para regresar al continente, la joven, a quien el «dueño y señor» de la isla le ha tirado oportunamente los tejos galantes de la tradición española que la deslumbran, abandona el barco y se reúne con su galán, con quien poco después se casa, algo que a la ama de llaves y criada sempiterna de la casa del amo no le gusta lo más mínimo. El hechizo, como es de suponer, no dura eternamente, a pesar del nacimiento del hijo de ambos, porque el giro de la película nos muestra el lado celoso y posesivo del propietario de la isla, que tanto choca con la independencia de la que se presenta como mujer «moderna» frente a las atávicas costumbres del protagonista y los isleños. La propaganda nazi entra en acción cuando, con motivo de una epidemia mortal que se declara en la isla, el propietario, que vende la fruta a las grandes corporaciones usamericanas, no quiere ni que se haga pública, ni admite que los científicos que se presentan en la isla para combatirla, en una suerte de giro hacia el thriller político-científico, se adelanten a los investigadores locales. El científico alemán lleva el encargo de la tía de la protagonista de «rescatar» a su sobrina de ese mundo para ella «salvaje» y devolverla a la civilización «superior». El desenlace de la película, por aquella derivación hacia el thriller de la que hablaba, se acerca más a las películas de suspense que al melodrama, pero contribuye a captar hasta le final la atención del espectador. Destaca, así mismo, la aparición, al comienzo de la película, de la bailarina Rosita Alcaraz, sobre la que no he encontrado ninguna información que ayude a comprender por qué fue seleccionada para la película y si hizo otras más para la UFA.

viernes, 19 de enero de 2024

«El regreso de las golondrinas», de Li Ruijun, o los bienaventurados.


La más triste, bella y dolorosa de las historias: la pureza de los marginados.

Título original: Yin Ru Chen Yanaka

Año: 2022

Duración: 131 min.

País:  China

Dirección: Li Ruijun

Guion: Li Ruijun

Reparto: Wu Renlin; Christina Hai; Guangrui Yang; Dengping Zhao; Cailan Wang; Yunzhi Wu; Zhanhong Ma.

Música: Peyman Yazdanian

Fotografía: Wang Weihua.

 

          El título y el avance de esta película me han llevado a ver una de las películas más emocionantes y conmovedoras que he visto desde hace mucho tiempo, exceptuando los dos Ordet, el de Molander y el de Dreyer. En el contexto de las políticas de expansión capitalista china, que intenta reducir las comunidades rurales y convertir a los agricultores en urbanitas y mano de obra barata, la película muestra el choque brutal entre el nuevo capitalismo, con tintes incluso mafiosos, y el viejo mundo rural chino «de toda la vida», personalizado, además, en el ínfimo peldaño de la escala social: los marginados, los idiotas, en términos dostoyevskianos, los corazones sencillos y ajenos aun a la explotación que sufren y contra la que no luchan, mientras son capaces de salir adelante con su trabajo honesto y su austeridad forzosa. Ma es una mujer con variadas patologías e incontinencia urinaria que es, a todas luces, un estorbo para su familia. Cao es el hijo taciturno y tomado por tonto en el seno de una familia que lo mantiene como un criado. Ambas familias se ponen de acuerdo para bendecir el matrimonio de ambos, de modo que se «independicen» a la fuerza y se valgan por ellos mismos.

          A partir de esta situación inicial, la historia de la relación entre ambos esposos obligados, quienes, ante la iniciativa de las autoridades de demoler las casas de adobe para trasladar a sus habitantes a los pisos en las ciudades, deciden construir por sí mismos la suya, un proceso totalmente artesanal y en el que vemos que son usadas las más elementales técnicas de construcción, con adobes secados al sol —¡Qué grandiosa, por cierto, la secuencia de la lluvia que cae sobre ellos y que obliga, en plena noche de verano, a ambos esposos a correr a protegerlos con plásticos para salvarlos!—,  un momento que marca el inicio, con ambos habiendo resbalado y caído sobre el barrizal formado, riendo como dos niños, una evolución afectiva intensísima, que no por ello va a cambiar sus vidas, sino a estrechar y hacer más dulce y llevadero el matrimonio forzado. El destino tiene esas cosas, a veces, la comunión de los desgraciados, de los abandonados por los dones de la Fortuna, se convierte en un regalo de los dioses, o de esos antepasados suyos de quienes, de forma ritual, como los romanos a sus lares, invocan su protección quemando billetes de banco en una pequeña hoguera, a modo de tributo y homenaje.

          La película fue merecidísima Espiga de Oro en Valladolid, ¡y no era para menos!, porque la película es un canto exultante de la comunión de las personas con la tierra y sus dones, con lo que cultivan con esfuerzo, el trigo y el maíz, y con los animales que la pueblan, no solo el asno que es su animal de trabajo y de locomoción, sino las gallinas que crían desde que incuban los huevos, hasta el cerdo que acaban comprando y, por supuesto, los nidos de las golondrinas que buscan sus aleros. De todo ello se deriva una visión poética del mundo rural que choca con el contexto deshumanizador de ese capitalismo del que hablábamos. Una familia mafiosa —«montada» en el lujo occidental y en la práctica ancestral de la sumisión al poderoso, a quien les compra a los campesinos sus cosechas y les estafa en el precio y el peso—, cuyo patriarca, enfermo, necesita transfusiones de un tipo de sangre que solo Cao posee en la comunidad, obliga al hombre a sacrificarse por el bien de la comunidad y, de tanto en tanto, es llevado a la ciudad para donar sangre para el señor feudal a quien ni siquiera conoce, pero sí al hijo de apariencia macarra que llega en un BMW a buscarlo. El detalle de la incontinente dejándose ir en el coche del «señorito Iván» de esta versión oriental de Los santos inocentes, se complementa con la protección plástica sobre la que se tienen que sentar ambos esposos cuando van a buscar a Cao para la siguiente donación.

          El proceso de conocimiento entre ambos esposos es tan lento como constante la colaboración estrecha entre ambos, a pesar de las incapacidades físicas de ella, desde el primer momento de su unión. Codo con codo siembran, levantan la casa, ¡su máximo orgullo!, crían sus bestias y se acompañan en la soledad compartida de su marginación social. No sé si es exagerado decir que nace el amor entre ellos, pero, para el espectador, no hay duda de que lo que sienten el uno por el otro, a pesar de alguna reacción destemplada, como cuando cargan los haces de espigas en su humilde carro, es una de las más bellas historias de amor que han pasado por nuestros televisores, pues solo poco más de 900 militantes del cine la vieron en pantalla —a mí me pasó desapercibida y, extrañamente, ningún amigo cinéfilo me habló de ella—, para recaudar poco más de 70.000€. Ello prueba, en última instancia, una cierta desorientación crítica, porque, a mi modesto entender, esta emotiva historia de estilizado aire neorrealista no solo se debería de haber visto masivamente, sino que debería de haber estado presente en la conversación de los aficionados a esa quintaesencia artificiosa de la vida que son las películas. Todo en ella: los paisajes, la música, una fotografía de calidad extraordinaria, las interpretaciones mayúsculas de dos actores cuyo trabajo se te mete por las entretelas del corazón hasta emocionarte de la manera más genuina posible. El director ha elegido un título que, curiosamente, parece beber en la tradición semítica, más que en la oriental, porque utiliza el versículo 3,19 del Génesis: «Polvo eres y en polvo te convertirás».

          Pero lo propio es dejar que el espectador se relaje, se tome su tiempo, respire hondo y se sumerja en los ritmos pausados de la naturaleza, que son los propios de este largometraje tan intenso. Renovarse espiritualmente es una bendición impagable. Esta película contribuye a ello con un poder imaginativo que nos reconforta. Jaime Vándor publicó un libro excepcional, cuyo título hubiera podido serlo, también de esta película tan terrible como hermosa: Los ricos de espíritu. Tal cual.

 

jueves, 18 de enero de 2024

«La oferta», de Michael Tolkin («et alii») o el cine por de dentro…

Los notabilísimos entresijos de la creación de una obra maestra del cine: El padrino o los compadres son los productores… Una serie imprescindible para conocer la «cocina» industrial de una obra maestra.

 

Título original: The Offer

Año: 2022

Duración: 550 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Michael Tolkin (Creador), Dexter Fletcher, Adam Arkin, Colin Bucksey, Gwyneth Horder-Payton

Guion: Michael Tolkin, Nikki Toscano, Leslie Greif, Mona Mira, Russell Rothberg, Kevin J. Hynes. Libro: Albert S. Ruddy

Reparto:  Miles Teller; Matthew Goode;  Dan Fogler;  Juno Temple;  Giovanni Ribisi; Burn Gorman; Colin Hanks; Patrick Gallo; Josh Zuckerman; Nora Arnezeder; Jake Cannavale; Anthony Ippolito; Frank John Hughes; Lou Ferrigno; Justin Chambers; Danny Nucci; Paul McCrane; James Madio; Michael Rispoli; Stephanie Koenig; Joey Russo; Anthony Skordi; Meredith Garretson; Lavinia Postolache; Ron Roggé; David M Sandoval Jr.; Michael DeBartolo; Eric Balfour; Ross McCall; Kirk Acevedo; Raelynn Harper; Natasha Sill; Sal Landi; Jake Regal; Brett Robert Culbert; Matthew Furfaro; Daniel J. Silva; Michael Gandolfini; Louis Mandylor; Michael Landes; Mimi Gianopoulos; Ted Monte; Corey Landis; Andre Boyer; Mandy May Cheetham.

Música: Isabella Summers

Fotografía: Salvatore Totino, Elie Smolkin.

 

          Ignoraba la existencia de esta serie entre el número infinita de ellas que asedian a los telespectadores de unos años acá, lo que hace imposible tener un ligero conocimiento de «lo que hay que ver», porque a alguien que no viva solo para ese género televisivo, a veces artístico, a veces simplemente comercial, por fuerza han de pasarle desapercibidas obras que, como en este caso, merecerían la atención, al menos, de los apasionados aficionados al cine, porque nos ofrece una visión del mismo muy poco habitual: el lado de los productores y su labor indispensable para que los creadores puedan llevar a cabo la película que han visto, ¡o soñado!, a partir de un guion trabajado hasta la extenuación, como fue el caso del de El Padrino, de Francis Ford Coppola.

          La serie nos ofrece la irrupción en el mundo del cine de quien inventó y dirigió una serie televisiva de gran éxito en la TV usamericana Los héroes de Hogan, que abandonó a los 5 años para lanzarse a la aventura de introducirse en el mundo de la producción de películas, cayéndole en suerte nada menos que organizar la producción de una película llamada a ser, si sorteaba todos los peligros que acecharon su nacimiento y crecimiento, una obra capital del siglo XX: El Padrino.  Albert S. Ruddy escribió un libro sobre ese rodaje y su propia carrera como productor, de la mano del famosísimo productor Bob Evans, creador de éxitos de taquilla como Love Story, de Arthur Hiller, interpretada por quien, entonces, era su mujer, Ali McGraw, quien acabaría divorciándose de él porque era un hombre más comprometido con su trabajo que con su matrimonio; La semilla del Diablo, de Polanski, o la que se anuncia en la serie que quieren rodar: Chinatown, también del director polaco.

          En el cine la figura del productor ha dado películas tan inolvidables como la que destaca por encima de todas ellas: Cautivos del mal, de Vincente Minnelli; pero esta serie nos invita a profundizar en las vidas y buenas y malas artes del otro lado de las películas, la trastienda donde se forjan los éxitos o los fracasos que luego aplauden o silban los espectadores en las salas, teniendo siempre presente, eso sí, que el arte está supeditado, cruelmente, a los ingresos por taquilla. Los productores usamericanos quieren, sobre todas las cosas, hacer dinero con las películas, y aunque no sean insensibles al arte que pueda haber en ellas, a lo que no están dispuestos es a perder ni un centavo de sus accionistas. De ahí la importancia capital de un productor como Robert Evans, quien, con un exquisito olfato artístico, pero también comercial, supo ver cuáles eran las demandas del público para darle las películas que «estaban esperando». Arriesgó mucho, y ganó muchas veces; pero lo muy interesante de esta serie es que, al menos en Usamérica, estar en la cima no significa que uno puede confiarse lo más mínimo, porque igual que estás, puedes dejar de estarlo casi de un día para otro, sobre todo si hay quienes ambicionan ese puesto y pueden minar la confianza de los altos ejecutivos, a quienes es fácil asustarlos con la palabra amedrentadora por excelencia: ¡pérdidas! Ese es el papel que representa en la película Colin Hanks, con absoluta propiedad.

          Anecdóticamente, antes de entrar en las muchas bondades de esta serie fantástica, que todos los aficionados, no solo a Ford Coppola, sino al cine, han de ver obligatoriamente, déjenme citar una película criticada en este Ojo hace unos meses, Desenfocado, de Paul Schrader, una oscura película sobre el intérprete del éxito televisivo de Albert S. Ruddy, Los héroes de Hogan, Bob Crane, cuya biografía desmitificadora se narra en la película. Ese mismo Ruddy es, justo un año después de dejar de emitirse su serie en TV, quien decide arriesgarlo todo para convertirse en productor de cine, para lo que pide una oportunidad al todopoderoso Evans, para quien produce El precio del fracaso, de Sidney J. Furie, con un pujante Robert Redford y un secundario de lujo Michael J. Pollard. De ahí pasa al proyecto de El Padrino, aprovechando, la Paramount, el éxito del libro de Mario Puzo, con cuyo fracaso literario arranca la serie hasta que su mujer le convence de que escriba sobre los mafiosos que ha conocido de siempre en su barrio, lo que acabará dando pie no solo a uno de los mayores éxitos literarios, sino también cinematográficos, cuando dos usamericanos de ascendencia italiana, Puzo y Coppola se unen alrededor de la cocina y del arte… La serie se centra en las vidas de ambos productores, Ruddy y Evans, pero también en el dueño de la Paramount, representado por un jefe extravagante, y casi rozando la demencia, con una actuación impecable de Burn Gorman, un pelín sobreactuado, pero siempre con indudable vis cómica. Su mundo es el de sus relaciones de pareja que se resienten de su dedicación absorbente al trabajo, lo que llevará al divorcio en ambos casos. Muy destacable es la peripecia paralela a la película, que es la razón de ser de la serie: la oposición de la mafia neoyorquina a que se hiciera una película contra ellos. La relación del productor con uno de los jefes de la organización, que va de la intimidación inicial, tiroteo de aviso incluido, a una sincera amistad, es uno de los ejes de la serie, pero no el dominante, porque los entresijos de la creación de las películas, cómo un proyecto llega a convertirse en una obra de arte, pongamos por caso las negativas de uno de los jefes de la Paramount, rival de Evans, a que se gaste el dinero en una trama sobre el agua y la corrupción en Los Angeles, unas secuencias que no tienen desperdicio y harán las delicias de cualquier aficionado. Recordemos la vertiente crematística de los estudios frente a la posible vertiente artística de los productores. Oír de labios del rival de Evans, un estupendo Colin Hanks —sí, hijo del célebre Tom Hanks—, el resumen del argumento de Chinatown nos retrata a la perfección la odisea que supone convertir una idea inicial, original o de préstamo literario, en una película, ¡y las que se habrán quedado por el camino! La relación entre Evans y el personaje de Hanks es otro aliciente más para una serie a la que le sobran.

          El equipo que forma Ruddy con su secretaria, la fantástica Juno Temple, tiene todo el aire de gran película de Hollywood sobre el cine, y, en el caso particular de su producción de El Padrino, no puede entenderse el trabajo de Ruddy sin el trabajo de su auxiliar, de su mano derecha, de su otro yo, gracias al cual un equipo engrasado a la perfección salva todos los obstáculos, ¡que son infinitos!, para sacar adelante el proyecto. Cualquiera que lea un mínimo de información previa, sabrá que Ruddy alzó la estatuilla del Oscar en el apartado de mejor producción, algo que, años después, volvería a conseguir con One million Dólar Baby, de Clint Eastwood. Y en esta serie podemos ver al joven «emprendedor» que persigue el sueño usamericano del triunfo desde la convicción en estar predestinado a él, pero sin escatimar todo el esfuerzo y el trabajo que ello conlleva, incluida la propia vida íntima. En este sentido, la serie es muy usamericana, pero está tan omnipresente la «vida íntima» del cine, digámoslo así, que toda nuestra atención queda absorbida por el funcionamiento descarnado de la industria. Claro que la veta artística, sobre todo con la presencia de Coppola, magistralmente interpretado por la muy verosímil interpretación de Dan Fogler, nos arrastra y nos induce, a medida que avanzan los episodios y asistimos a algunas tímidas escenas reales de rodaje, a volver a ver de nuevo la gran película; máxime cuando nos enteramos de todas las dificultades que hubo de superar y de las que poco se sabían hasta que Ruddy ha escrito sus memorias sobre el rodaje y sobre sí mismo. Curiosamente, y supongo que por cuestión de derechos, en la serie no se ve ni un solo fotograma de la película, lo que incita aún más a verla de nuevo. Lo que un espectador más podría temer, la aparición de Brando, se ha resuelto de la mejor de las maneras, tanto por la presencia física  como, sobre todo, por el trabajo con la voz, lo que resulta en una potente verosimilitud que favorece la credibilidad de la serie en su conjunto.

          A pesar de todo lo dicho, si la serie tiene un personaje destacado ese no es otro que el del productor carismático de la Paramount, Robert Evans, aquí interpretado con una solvencia y brillantez descomunales por un inspiradísimo Matthew Goode, a quien Mike Teller, el actor que interpreta a Ruddy, y en quien me ha sido imposible ver al joven protagonista de la extraordinaria película Whiplash, de Damien Chazelle, le da la réplica con eficacia, para construir una historia doble, de amistad y colaboración profesional en lo que bien puede considerarse auténtico territorio «minado», porque cada paso en falso puede acabar con el proyecto que se traen entre manos.

          Prepárense a disfrutar  de 550 minutos de excelente cine, con  un ritmo mantenido y un suspense permanente al que contribuye la historia paralela de las relaciones de Ruddy con la mafia y especialmente con uno de sus capos, interpretado con notable caracterización por Giovanni Ribisi, perfectamente secundado, en ese aspecto por quien aquí actúa de secundario, Lou Ferrigno y, en su día, fue protagonista de la serie El increíble Hulk.

          Es probable que a los «entendidos» no les descubra nada nuevo, pero a los apasionados del cine ver el lado que casi nunca es protagonista en la pantalla, el de la industria y los productores ejecutivos, es todo un descubrimiento.

martes, 16 de enero de 2024

«No empieces nada en abril», «Pilares de la sociedad» y «La muchacha del páramo», de Dietlef Sierk, de la ópera prima a su primer y potente melodrama.

 

Título original: April, April!

Año: 1935

Duración: 82 min.

País:  Alemania

Dirección: Douglas Sirk

Guion: H.W. Litschke, Rudo Ritter

Reparto: Erhard Siedel, Lina Carstens, Charlott Daudert, Werner Finck, Paul Westermeier, Carola Höhn, Albrecht Schönhals, Annemarie Korff, Hilde Schneider, Hubert von Meyernick, Herbert Weissbach

Música: Werner Bochmann

Fotografía: Willy Winterstein (B&W)

 






Título original: Stützen der Gesellschaft (Pillars of Society)

Año: 1935

Duración: 85 min.

País: Alemania

Dirección: Douglas Sirk

Guion: Karl Peter Gillmann, Georg C. Klaren. Obra: Henrik Ibsen

Reparto: Heinrich George; Maria Krahn; Horst Teetzmann; Albrecht Schönhals; Suse Graf; Oskar Sima; Karl Dannemann; Hansjoachim Büttner; Walther Süssenguth.

Música: Franz R. Friedl

Fotografía: Carl Drews (B&W).

 









Título original: Das Mädchen vom Moorhof (The Girl from the Marsh Croft)

Año: 1935

Duración: 78 min.

País:  Alemania

Dirección: Douglas Sirk

Guion: Philipp Lothar Mayring. Novela: Selma Lagerlöf

Reparto: Hansi Knoteck; Ellen Frank; Kurt Fischer-Fehling; Friedrich Kayßler; Eduard von Winterstein; Theodor Loos; Lina Carstens; Franz Stein; Erich Dunskus;

Música: Hans-Otto Borgmann

Fotografía: Willy Winterstein (B&W).

 

          Los inicios alemanes de Douglas Sirk: de la comedia al melodrama, pasando por un clásico de Ibsen.

Tras tres cortos en que Sirk desarrolló una comicidad heredada del gran genio de la comedia que fue Ernst Lubitsch, no era extraño que su estreno en el largo, su ópera prima, fuera también una obra cómica. Pero tras la excelente No empieces nada en abril, pronto se sintió absolutamente seguro en lo que habría de ser su gran éxito futuro: el melodrama, las pasiones arrebatadas y los personajes abducidos por un amor tan intenso como a cualquier espectador le encanta ver en pantalla, sobre todo si actores y actrices están a la altura de esos sentimientos hiperbólicos.

          No empieces nada en abril toma el título de una canción que se interpreta en la película y que merece una breve explicación para entender el tono festivo de la historia. El día 1 de abril, de acuerdo con la tradición anglo-sajona, es el equivalente a nuestro día de los Santos Inocentes, esto es, el día de las bromas, de ahí que cualquier decisión tomada ese día pueda asumir un carácter ambiguo que acabe no comprometiendo a quienes la toman, especialmente en el terreno amoroso, que es en el que se centra la película. Un exitoso fabricante de harinas ha extendido su negocio a la fabricación de fideos. En el transcurso de una velada lírica, a cargo de la hija del empresario, este recibe una carta de un noble alemán, explorador en África, pidiéndole que lo reciba para tramitar un pedido para su nueva expedición. A partir de ese momento,  después de comunicarles a los presentes la llegada de dicha carta, dos de los asistentes deciden contratar a un tercero para que se haga pasar por el príncipe y darles una lección de humildad a los «nuevos ricos».  Cuando estos se enteran de ese plan, reciben al verdadero príncipe de la nobleza como si fuera el sustituto y a este como si fuera el auténtico. Y aquí comienza un juego de enredos, malos entendidos y bajas pasiones de ascensión social que se van a desarrollar milimétricamente, gracias, sobre todo, a unas interpretaciones colosales, entre las que destaca la de Werner Fink, aunque en papel secundario. Werner Finck, para quienes lo ignoren es el actor, presentador, cantante y cabaretista alemán en el que se inspiró Bob Fosse para el maestro de ceremonias de su famosísima película Cabaret. Se trata de un actor que fue represaliado por los nazis, pero que logró sobrevivir al régimen de Hitler. La crítica de los nuevos ricos, con sus ansias de figurar, y la dignidad de una trabajadora frente a la seducción de un príncipe, porque no quiere que nadie, príncipe o no, se ría de ella, son bazas del relato que, junto con otros episodios menores, logran la creación de una comedia muy graciosa, con un ritmo excelente y con un acertado desenlace. Diríase que Sirk estaba llamado a ser el sucesor de Lubitsch, en vez de quien acabó siéndolo, Wilder. La interpretación del fabricante, a cargo de Erhard Siedel es antológica. ¡Pero qué inagotable vis cómica la de ese hombre, por favor! Su escena con Werner Finck para «liberarlo» del sometimiento a su esposa es buenísima, por ejemplo. Recordemos que su actuación ya me pareció admirable en El enfermo imaginario, que criticamos hace unos días.

          Pilares de la sociedad, basada en una obra de Ibsen, de las consideradas «menores», Las columnas de la sociedad, aúna la crítica social y el drama psicológico familiar de un modo que, si no llega a la intensidad de El enemigo del pueblo, sí que puede ser reconocida, tras una obra de realismo fantástico como su Peer Gynt, como el inicio de sus obras de madurez. El comienzo de la obra, con las escenas americanas del cuñado del protagonista, el cónsul           que, honrado por sus conciudadanos públicamente, por la iniciativa de construir unos astilleros que, sin embargo, van a enfrentarlo con los pescadores de la ciudad, dado que va a privarlos del puerto seguro desde donde partir y al que volver para faenar, muestra ese lado exótico al que tanta afición tenían las producciones UFA, porque la exhibición de mundos lejanos en la pantalla, africanos, americanos o asiáticos, seducía a la audiencia. El cuñado, propietario de un rancho, decide viajar a Europa, a su Noruega natal —donde menos vivió Ibsen, a lo largo de su vida, por lo que bien puede considerársele como un «ciudadano europeo» Avant la UE…—, al mismo tiempo que lo hace el circo de un amigo suyo, y, como miembro de él, se presenta en su vieja ciudad para ver a su hermana y a su cuñado, el cónsul, aunque quien primero sale a recibirlo es su sobrino, el «heredero» del cónsul, único ser en el mundo para quien forja todos sus planes de supremacía económica, quien, apasionado del Far West y de los indios en particular, recibe la visita de su tío, que se le aparece disfrazado de cowboy, como el mejor de los regalos. La historia, tras este planteamiento, va desarrollándose lentamente para descubrir que tanto en el ascenso social del cónsul como en la presencia de su sobrina en su casa esconden historias capaces de sacarle los colores al más pintado. El drama familiar acaba imponiéndose a la crítica social, pero esta no se descuida. El conato de amor entre el cuñado exiliado y la sobrina del protagonista, que acaba no siéndolo, nos sitúa más cerca del melodrama de lo que hubiéramos sospechado, porque la joven, maltratada por la hermana del cuñado, quiere irse con él a su rancho americano, para evitar ser humillada tanto como habitualmente lo es en la casa del cónsul. Y hasta aquí puedo decir. La intrahistoria de una pequeña comunidad está tan bien descrita como la legítima pasión de un hombre por su hijo para que continúe su labor social y engrandezca su patrimonio y su nombre, aunque no todo, al final, resultará como se lo propone. ¿Qué se interpone? La verdad oculta, silenciada, y cuyo conocimiento todo lo cambia. El tramo final de la película, una tormenta durante la cual se hace a la mar el barco que ha de llevar al cuñado y a la tía del niño, está rodada de tal manera que se consigue un efecto dramático espectacular, lo cual no deja de ser meritorio para aquellos primeros años de la industria cinematográfica.

          La muchacha del páramo cae ya dentro de las estrictas reglas del melodrama, porque nos habla de una relación imposible entre un pequeño propietario y su proyectada boda con la hija de un gran propietario que mira al primero por encima del hombro. Antes de ello, sin embargo, tenemos un excelente prólogo antropológico —toda la obra es una muestra de las tradiciones rurales alemanas del primer tercio de siglo— que nos describe un juicio en el que una mujer demanda al padre de su hijo, juicio que se celebra el día del «mercado» de las doncellas para servir en las familias de la zona, donde los propietarios escogen a las jóvenes, deseosas de tener, imaginamos que sin estudios, el único puesto al que podían aspirar: trabajadoras en una granja para ayudar en casa a los progenitores ya mayores. En el juicio, el hombre no quiere reconocer la paternidad y en el momento en que se le obliga a jurar ante la biblia si es o no es el padre del hijo de la joven algo arisca y altanera, a pesar de su imagen de fragilidad, ella se niega de un modo furibundo que deja atónitos a todos los presentes. ¿La razón? Que prefiere no tener a su hijo reconocido que tenerlo de un padre perjuro. El protagonista que ha visto el desarrollo del juicio acaba proponiéndole a la joven que vaya a trabajar con él a su granja, lo cual ella hace encantada. A partir de entonces, iremos viendo cómo progres la trama en dos direcciones que alejan a los protagonistas y, al tiempo, los acercan al drama: los preparativos para la boda con la novia orgullosa de haber vencido la resistencia de su padre para dejarla casar con un propietario de menor categoría social que ellos y, por otro, el lento acercamiento de la infatigable trabajadora y el amo que, llegado el momento, ha de optar entre su complacencia con la nueva criada y el requisito que le impone su futura mujer: que antes de entrar ella en la casa, casada, haya desaparecido la sirvienta, en quien la mujer ha visto una poderosa rival, la más temible: la «mosquita muerta» que, sin embargo, es tal cúmulo de virtudes genuinas que a la otra se le hace insoportable su devoción al amo y su buena predisposición constante para realizar cualesquiera tareas que se le encomienden. La trama tiene una dimensión «exterior» cuya puesta en escena recuerda enormemente las dos versiones de Ordet, aunque esta es anterior a ambas, pero conecta con una visión del paisaje que refuerza la plasmación de los sentimientos de los protagonistas, de un modo totalmente romántico. El desenlace es extraordinario, porque las secuencias que le preceden nos hablan de una despedida de soltero que acaba como el rosario de la aurora y la sospecha de un muerto en la conciencia del protagonista y la consecuente anulación de la boda, cuyos preparativos se han ido viendo de forma contrapuntística al desarrollo de estos hechos luctuosos. En la trama hay también cabida para una leve forma de humor que está encarnada en la figura del padre, un hombre lacónico de naturaleza y vehículo, en esa calidad, de un gag excepcional, trabajado a lo largo del desarrollo de la película, como mandan los cánones, muy al estilo, pero sin el espíritu transgresor, del final de Jack Lemmon en Con faldas y a lo loco:  «nadie es perfecto»…