domingo, 30 de enero de 2022

«The Bad Sister», de Hobart Henley y «Hell’s House», de Howard Higgin.


Título original: The Bad Sister

Año: 1931

Duración: 68 min.

País:  Estados Unidos

Dirección: Hobart Henley

Guion: Edwin H. Knopf, Tom Reed, Raymond L. Schrock. Novela: Booth Tarkington

Música: David Broekman

Fotografía: Karl Freund

Reparto: Conrad Nagel, Sidney Fox, Bette Davis, ZaSu Pitts, Slim Summerville, Charles Winninger, Emma Dunn, Humphrey Bogart, Bert Roach, David Durand.

 











Título original: Hell's House

Año: 1932

Duración: 72 min.

País:  Estados Unidos

Dirección: Howard Higgin

Guion: Paul Gangelin, B. Harrison Orkow. Historia: Howard Higgin

Fotografía: Allen G. Siegler (B&W)

Reparto: Bette Davis, Pat O'Brien, Junior Durkin, Frank Coghlan Jr., Emma Dunn, Charley Grapewin, Morgan Wallace, Hooper Atchley, Wallis Clark, James A. Marcus.

 

Los inicios de una estrella, Bette Davis, en dos películas de cierto mérito: un estudio de la tiranía de la belleza y el drama de los correccionales carcelarios.

 

Mi intención era prestar atención al debut de Bette Davis y a lo que, en poco menos de un año sería ya su sexta película, en la que, en tan poco tiempo, ya aparecería por encima, en los títulos de crédito, de un actor tan famoso como Pat O’Brien, en cuya haber se contaba una primera y estupenda versión de The Front Page, de Lewis Milestone. Sin embargo, mi sorpresa ha sido mayúscula, no solo por la aparición de un clásico del cinematografismo, Karl Freund, toda una institución del expresionismo germánico, sino, también, por la aparición de un joven Humphrey Bogart en un papel de seductor estafador que cumple a la perfección.

         La mala hermana es, sin embargo, una suerte de vehículo de lucimiento para una debutante, Sidney Fox, de la que nadie hoy se acuerda, frente a la legendaria carrera de Bette Davis, la hermana «fea» que está enamorada del doctor que corteja a su hermana hasta que llega el seductor Bogart y la persuade para meter a su padre en una estafa de tomo y lomo. En ese ambiente familiar en el que se describe el narcisismo egoísta y tiránico del «ojito derecho» de un padre, incapaz de negarle nada a la interesada hija, destaca, con mucho, la interpretación fabulosa de una criada que se considera injustamente tratada por esa hija y no valorada por el resto de la familia. Se trata de un papel cómico en lo que acabará teniendo más de tragedia que de comedia, pero interpretado por una de las grandes actrices del más puro cine rodado nunca: me refiero a que ZaSu Pitts fue la protagonista de uno de los grandes dramas de la Historia del cine: Avaricia, de Erich von Stroheim, toda una institución del Séptimo Arte. Su participación cómica sirve de contrapunto a la callada resignación de la hija encarnada por Bette Davis y a los aires de gran señora de la hija narcisista, cuyos retratos decoran la pared sobre el cabezal de la cama. No tiene mucho papel, la Davis, y he leído en un crítico de Filmin que su madre se salió del cine a media película, convencida de que ahí se había acabado la historia cinematográfica de su hija. El enredo financiero que sustenta la trama solo sirve para que todo el peso de la culpa, por haber falsificado la firma del padre, caiga sobre una hija manipuladora, egoísta y desconsiderada, y en ese sentido la película avanza con pulso firme por las recónditas cavernas de una persona despreciable que, incluso después de haberse quitado de encima a su viejo amante, por mor de dejarse camelar por el seductor Bogart, pretende, después, volver al punto de partida, como si nada hubiera pasado. Por el medio, el nacimiento de un nieto al matrimonio y la perdida de la hija en el parto, que hará que la criatura sea criada en la casa familiar, redondean la vida de una familia de clase media. El hermano pequeño, un briboncillo, tiene un a intervención destacada en la revelación al doctor, mediante el diario que el hermano le deja leer, del amor que por él siente la hermana «invisible». Se advierte, para el buen espectador, la presencia de Karl Freund a los mandos de la fotografía y la cámara, porque la película tiene un empaque clasicista que va bastante más allá de una mera trama de serie B.

         En Hell’s House, a pesar de figurar como actriz destacada, el papel de la Davis es muy reducido, y subordinado al de un Pat O’Brien que se encarga de utilizar en su provecho la admiración que, con su verborrea, logra arrancar de un jovencito de 15 años que ha llegado a la ciudad para vivir con sus tíos, porque su madre ha muerto, atropellada por un automóvil en el pequeño pueblo agrícola donde tenían su casa. La primera escena de la madre y el hijo me parece absolutamente fordiana, aunque la película no tarda en derivar hacia lo que se plantea como firme denuncia: las condiciones carcelarias de los correccionales donde acaban los pequeños delincuentes. Estamos al final de la ley seca y un pequeño contrabandista de licor es denunciado por una vecina, justo el día en que «coloca» al joven recién llegado a la ciudad como ayudante para contestar un teléfono en un cuartucho miserable en el que lo detienen los agentes antinarcóticos. Llevado ante el juez, y para no denunciar a Mr. Kelly, quien cree él que es un hombre importantísimo, no lo denuncia y es llevado a un correccional, donde habrá de estar tres años. Bette Davis aparece como la novia de Mr. Kelly, con un vestuario y una presencia física poco menos que de vampiresa, o ansí, aunque su papel es, insisto, casi irrelevante. El joven Junior Durkin, desaparecido prematuramente a los 20 años en un accidente de tráfico cuando viajaba en compañía de Jackie Coogan, amigo suyo, y que resultó ileso, es el protagonista absoluto de la película y he de confesar que es una delicia contemplarlo, tanto en su ingenuo papel de «amigo» de Mr. Kelly, como en interno del correccional que vive experiencias muy amargas, la muerte de uno de los compañeros incluida, quien fue llevado a una celda de castigo por no revelar que era él quien había violado la norma de no contactar de forma clandestina con el exterior a través de cartas. Junto a él, tiene un destacadísimo papel Frank Coghlan Jr., que fue una de las estrellas infantiles de los años 20 y 30 del pasado siglo. La escena de la muerte de Shorty, el personaje que él representa, en brazos del representado por  Durkin, es de un patetismo extraordinario y es capaz de conmover al más duro de los duros que presuma de serlo. La película, desde que el joven huérfano entra en el correccional, es la historia tremenda de la explotación y represión de unos niños que más viven en un campo de concentración y explotación laboral que en una institución que atienda a su rehabilitación. La escena en la que el protagonista, como kapo encargado de la vigilancia de sus compañeros, ha de sustituir a un guardián y controlar el castigo de silencio y atención imperturbable que sufren los internos, ha de formar parte, a mi entender, de las mejores secuencias del cine de denuncia social, como toda la película en su conjunto. Me reservo el final, porque estamos ante una película de uno de esos directores fundacionales de la industria que merecería un reconocimiento mayor del que tiene, porque estamos hablando de una obra totalmente desconocida para cualesquiera públicos. Véanla, no se arrepentirán. Se lo garantizo. Ya digo que la cinta, por su propia trama, más pertenece al género carcelario —intento de fuga incluido…— que al melodrama, si bien participa de ambos, y en esa segunda parte es en la que entra la fugaz aparición de una espectacular y modernísima Bette Davis, una actriz de absoluta versatilidad.

sábado, 29 de enero de 2022

«Siempre estoy sola», de Jack Clayton, un retrato de la insatisfacción.

 

Una brillantísima interpretación de Anne Bancroft en el estilizado  retrato de la crisis de pareja de un matrimonio fuera de lo corriente.

 

Título original:  The Pumpkin Eater

Año: 1964

Duración: 118 min.

País:  Reino Unido

Dirección: Jack Clayton

Guion: Harold Pinter. Novela: Penelope Mortimer

Música: Georges Delerue

Fotografía: Oswald Morris (B&W)

Reparto: Anne Bancroft, Peter Finch, James Mason, Cedric Hardwicke, Rosalind Atkinson, Maggie Smith, Eric Porter, Richard Johnson.

 

 

Peter, Peter pumpkin eater,

Had a wife but couldn't keep her;

He put her in a pumpkin shell

And there he kept her very well.

Peter, Peter pumpkin eater,

Had another and didn't love her;

Peter learned to read and spell,

And then he loved her very well.

 

 

         Esclava y seductora,  se tituló en Argentina, la que aquí titularon Estoy siempre sola, dos muestras del horror intitulador que suele generar la absurda necesidad de traducir títulos para los que habría que  buscar un equivalente en español, no una «recreación» que, casi siempre, acaba cayendo en el mayor de los ridículos. He encabezado la crítica con la canción de parvulario en la que se inspira el título inglés, la cual es, además, una clave para entender el desarrollo de una historia  que no es, como pareciera, ficción, sino dura y cruda realidad vivida por la autora de la obra que adaptó Harold Pinter, Penelope Mortimer. La obra empieza in medias res, con la protagonista ya sumida en una profunda depresión a la que no ha sabido escapar, en parte porque no ha sido capaz de encontrar «su lugar en el mundo» ni en su propio tercer matrimonio, al margen de dedicarse a una inmensa prole que parece robarle todo su tiempo y su atención, de lo que se resiente  ese tercer marido con el que se casa tras enamorarse por un flechazo que no evitará que, con el ascenso a la fama del marido, guionista de cine, surjan las inevitables aventuras extramatrimoniales que la llevan al desquiciamiento, a un fortísimo desequilibrio emocional que la somete a una presión muy difícil de soportar, porque ni ella misma es capaz de entenderse a sí misma ni tiene más vida que la vida de los otros, la de sus hijos, la de sus padres, la de su marido…, mientras ella no es más que «la que está en casa», una suerte de diosa del hogar incapaz de conservar el culto de su único feligrés.

         Lo primero que llama la atención de The pumpkin Eater, otra película extraordinaria de Jack Clayton, tras dos obras maestras como Un lugar en la cumbre y Suspense, es la fotografía en blanco y negro del maestro Oswald Morris, de una calidez y una textura sobre la que parecen dibujarse o esculpirse, según la toma, los muy diferentes rostros de la protagonista, una Anne Bancroft de prodigiosa versatilidad y profunda capacidad expresiva, capaz de «soportar» la agresiva intimidación de primerísimos planos a través de los que es capaz de comunicar una auténtica sinfonía de estados de ánimo, no siempre fáciles de componer, a esa distancia de la cámara. ¿Una película deudora del expresionismo, de Bergman, de Dreyer o de Antonioni? Cuatro veces sí es la respuesta. Lo segundo es el uso clasicista del movimiento de cámara de Clayton, muy en la línea, al menos al inicio de la película, del gran maestro de la descripción: Max Ophüls. Si añadimos la música intimista de Gearges Delerue, un maestro del acompañamiento de ciertos estados próximos a la melancolía, tenemos todas las papeletas para ver lo que, en términos narrativo, llamamos un «estudio de un carácter». Jo, la protagonista, es una mujer vital, entregada a la cría de sus hijos, quienes, sin ella darse cuenta, van invadiendo todos los espacios de la vida de la pareja, el dormitorio incluido, lo que conducirá a un deterioro de su vida sexual. Al mismo tiempo, el marido progresa profesionalmente, lo que lo abre a un sinfín de relaciones que levantan las suspicacias de su mujer.

         De algún modo, la película es una descripción pormenorizada de las conflictivas relaciones de pareja, muy en la línea de lo que hoy sería Historia de un matrimonio, de Noah Baumbach, por ejemplo, o de lo que fue ¿Quién teme a Virginia Woolf?, de Mike Nichols, pero el modo tan estilizado de contar la historia me parece que acerca más esta obra de Clayton a lo que supuso el cine de Antonioni para reflejar la vida de pareja y los desengaños correspondiente, aunque Clayton le da un giro psicoanalítico muy poderoso que enriquece la historia. Luego están esos momentos climáticos cumbre que reflejan a la perfección el calvario mental que está viviendo la protagonista, en parte, insisto, por el vacío existencial que la define y que es incapaz de reconocer y menos aún de aceptar en esos momentos en que se queda sola o se entrevista con el marido de la amante de su marido, quien, vilmente, ¡un tan extraordinario como repulsivo James Mason!, se venga en ella de la infidelidad de su esposa, que incluye haberla dejada embarazada, cuando ella, para complacer a su marido, ha abortado de su segundo hijo con él. La entrevista entre ella y Mason en el zoo es totalmente antológica, con uso primerísimos planos ultraagresivos que acaban desquiciando a la protagonista. En esos momentos, los sonidos agudos y chirriantes de los chimpancés en su jaula se suman a la tortura que le inflige el marido despechado.

         A pesar del papelazo de Bancroft, ha de consignarse cierta endeblez argumental y un cierto desdibujamiento de la figura masculina, sostenida por Peter Finch con una profesionalidad a prueba de bombas, pero es evidente que, tras el flechazo y el matrimonio, no hay chispa ni química ni física alguna entre ellos. Me ha llamado la atención, eso sí, la presentación del futuro marido a los padres de ella, porque es la mar de chocante que esos afligidos padres que «contemplan» y financian la proletaria vida amorosa de su hija se desvivan por convencer al guionista de que no se case con ella, porque lo lamentará. ¿La solución? Financiar el internado de los hijos mayores para que el futuro marido no se agobie con tanta criatura. Se ha de decir que todos los comienzos son felices, y que el marido logra trabajar en ese ambiente caótico de las criaturas de aquí para allá siempre en danza permanente. Pero cuando llegan los malos tiempos y ella adopta la pose sentida de mujer insultada, menospreciada, burlada y engañada sexualmente, la acción deriva incluso hacia la violencia física. El estallido de la crisis emocional se produce, curiosamente, en los almacenes Harrods, en la sección de frigoríficos,  algo que ha de leerse metafóricamente, por supuesto. Una escena conmovedora. Del mismo modo que será perturbadora una escena en la peluquería en la que una mujer desquiciada, fantásticamente interpretada por la que se haría famosísima en España interpretando a la mujer de Los Roper, Yootha Joyce, interpela a la protagonista diciéndole que su marido ni la toca ni la desea, aunque ella presume de ser una mujer deseable y atractiva. Reconoce a la mujer por haberla visto en las revistas y acaba preguntándole si su marido, el célebre guionista, la encontraría atractiva. Es un momento de tensión espectacular, como lo será, también, la comunicación del psiquiatra de que estará dos semanas sin verla porque se va a hacer esquí náutico a Tenerife. Esa sesión, sin embargo, tiene la virtud de plantearle a ella si es capa de desear la sexualidad sin el afán reproductivo o no. Una pregunta que la remueve por dentro, porque parece que los embarazos sean un pretexto para impedir dichas relaciones, con el consiguiente deterioro de la vida de pareja.

         No es una película fácil, porque el torbellino de sensaciones y sentimientos que vive la protagonista, siempre en la duda de si su marido le miente o no, como cuando metieron en casa a una joven amiga de una amiga con quien acaba teniendo una aventura, una joven interpretada nada menos que por Maggie Smith, quien al año siguiente, daría un salto espectacular en su carrera al rodar con Ford y Cardiff El soñador rebelde, no cesa a lo largo de todo el metraje, y ni siquiera el final implica un final definitivo. La crudeza de la situación, con todo, llega fácilmente a la empatía de los espectadores, quienes acompañan ese proceso traumático con benevolencia, aunque en parte pesarosos por las pocas claves desde las que acabar entendiendo a esa mujer de clase media alta encerrada en su propia trampa familiar. La cámara de Clayton actúa, eso sí, como el clásico escalpelo del cirujano, porque disecciona a la perfección el mal de la insatisfacción poderosa de la mujer. Anne Bancroft, con una fotogenia deslumbrante, se lo facilita enormemente, desde luego. Y aunque todos nos enamoramos de ella, de jóvenes, en El graduado, de Micke Nichols, esta interpretación y la soberbia, a fuer de perfecta, de El milagro de Ana Sullivan atestiguan la talla de tan gran actriz.

jueves, 27 de enero de 2022

«Josie», de Eric England o el «noir» luminoso.

 

El poder adictivo de la venganza inyectada en los ojos que contemplan la muerte de cerca.

 

Título original: Josie

Año: 2018

Duración: 87 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Eric England

Guion: Anthony Ragnone II

Música: Raney Shockne

Fotografía: Zoe White

Reparto: Sophie Turner, Dylan McDermott, Jack Kilmer, Daeg Faerch, Kurt Fuller, Robin Bartlett, Aleh Neliubin.

 

         No pensaba hacer la crítica de esta película, pero, junto al poco eco crítico en Filmin y las malas críticas de los profesionales, me ha salido la vena robinjudesca y me he decidido a romper dos o tres teclas en su defensa, aunque la película se defiende a sí misma bastante bien, siempre que se acepten las inverosimilitudes de rigor, se aprecie el retrato de un microcosmos domiciliario muy particular de Usamérica —en este caso un motel en la línea de The Florida Project, de Sean Baker, pero a escala reducida— y se transija con unos caracteres herméticos que solo irán desarrollando su historia muy lentamente hasta el abrupto desenlace desde el que se inicia la historia sin revelar qué ha sucedido.

         Sucede a menudo, las historias que condensan el claro sentido de las mismas en los últimos minutos de metraje nos invitan a pensar que hemos sido «estafados» durante la hora y cuarta precedente, porque se nos podría haber puesto en antecedentes y nos hubieran sobrado escenas que los impacientes consideran «de relleno». Allá cada cual con su predilección por los tiempos de la narración, pero creo firmemente que Eric England acierta de lleno con el ritmo moroso que imprime a su narración, y el modo como vamos cayendo en las diferentes trampas que nos pone a los espectadores, para que creamos que estamos ante una película muy diferente de la que, en realidad, acaba siendo, pongamos Lolita, de Kubrick, por ejemplo.

         A un motel muy modesto en el que viven un hombre misántropo y amante de las tortugas, un matrimonio jubilado, y donde trabaja un jardinero hispano, llega una joven que se instala para asistir a la escuela, con la excusa de que sus padres la han enviado por delante para que no pierda el curso. Está claro que la presencia de la «extraña» no solo altera la vida del motel, porque imanta poderosamente la atención del hombre insociable y lo obliga a participar, por acompañarla, en ciertas reuniones a las que no suele asistir, y además «enciende», literalmente, el deseo de sus jóvenes compañeros de clase, quienes desean llevársela a la cama. El hombre trabaja como guardián en el aparcamiento de la escuela a la que asisten los jóvenes y tiene una tensa relación con ellas que va en aumento a cuenta del acercamiento de la extraña a uno de ellos, con el que intima. El hombre solitario y amante de la pesca, un tejano enamorado del country y con serias dificultades para la comunicación interpersonal, hasta aquí responde inequívocamente a un tópico que no por serlo deja de existir, se enamora perdidamente de la joven, pero no cuenta con que ella, precisamente por su juventud, se inclina más hacia una relación con el joven. Los celos, pues, al margen del enfrentamiento entre ambos, acabarán jugando un papel determinante en lo que, con todo, no es sino una pantalla perfectamente diseñada por la joven para conseguir su objetivo oculto, el cual me abstengo de revelar porque entonces sí que fastidiaría la película a cuantos se acercaran a ella, acaso llevaos, al parecer, por el renombre de la actriz, famosa por una serie de la que no he visto ni un capítulo, Juego de tronos. Será por eso, acaso, por lo que, sin recodar su lejana intervención en Mi otro yo, de Isabel Coixet, una floja película, la verdad, la he visto en esta con la sensación de descubrir una nueva actriz.

         Está fuera de toda duda que el director ha tenido como referente la Lolita de Kubrick, pero no es menos cierto que el microcosmos extravagante en que ha situado a los personajes le permite incidir en ciertos modos de vida usamericanos que describe con sutileza y buen humor corrosivo. Leídos los argumentos de sus otras películas, todas ellas dedicadas al horror «crudo», por así decir, quizás esta supone un giro hacia otro tipo de terror que mezcla la típica venganza del western con la sofisticación psicológica de las psicopatías, aunque todo ello se distribuya de forma escasamente homogénea a través de la película.

         Insisto, exhibiendo la generosidad pertinente para pasar por alto ciertos retorcimientos argumentales, algo efectistas, la película se aprecia mucho más desde el desenlace y, por supuesto, por el epílogo que lo deja todo meridianamente claro. Por supuesto que la morosidad del desarrollo puede cansar a los espectadores que no acaban de ver por dónde puede acabar derivando la historia, pero no es menos cierto que el retrato de los personajes, especialmente el del tejano  cojo que dejó por escrúpulos morales su profesión de funcionario de prisiones son muy acertadas y permiten, gracias a las buenas interpretaciones de Sophie Turner y de Dylan McDermott entrar en dos psicologías diametralmente opuestas.

         Tengan paciencia, pues, y disfruten del viaje, porque la recompensa merece la pena.

miércoles, 26 de enero de 2022

«Rojo», de Benjamín Naishat, o la descomposición moral de la sociedad argentina pre Videla.

Estupenda «chabrolada» política de Benjamín Naishat en la Argentina profunda. 

 

Título original: Rojo

Año: 2018

Duración: 109 min.

País: Argentina

Dirección: Benjamín Naishtat

Guion: Benjamín Naishtat

Música: Vincent van Warmerdam

Fotografía: Pedro Sotero

Reparto: Darío Grandinetti, Andrea Frigerio, Alfredo Castro, Diego Cremonesi, Claudio Martínez Bel, Mara Bestelli, Rudy Chernicoff, Rafael Federman, Laura Grandinetti, Abel Ledesma, Raymond Lee, Susana Pampín.

 

       


  Reconozco mi debilidad por el cine argentino desde aquellos tiempos en que Leopoldo Torre Nilsson se nos dio a conocer, a los jóvenes amantes del cine, con la adaptación de Boquitas pintadas. De entonces acá me acerco siempre con interés a sus producciones, llevado no solo por mi admiración a sus estupendos actores, sino también por el amor al país, su idiosincrasia, y a su particular manera de usar el castellano. Hace poco critiqué El ciudadano ilustre, de Mariano Cohn y Gastón Duprat, pero antes disfruté con El cuento de las comadrejas, de Campanella, por ejemplo, y con muchas otras, porque hay una generación de jóvenes directores que han situado muy alto el nivel de dicho cine. Muchos habrán visto alguna película de directores como Burman, Sorín, Szifron, Borensztein o Trapero, por mencionar algunos cuyas obras he visto recientemente. A esa brillante nómina añado ahora el nombre de Benjamín Naishat, porque esta película, Rojo, puede codearse con los mejores títulos de los citados y de sus antecesores en la historia del cine argentino, desde luego.

         La he calificado de «chabrolada» porque la película, situada cronológicamente en los tiempos convulsos que precedieron a la dictadura militar encabezada por Videla, responsable de un auténtico genocidio contra sus conciudadanos de ideología izquierdistas o simplemente liberal, un auténtico episodio negro de la historia del país cuyos efectos indirectos aún forma parte del presente del mismo,  nos describe el clima moral que precedió a ese golpe. De modo nada enfático, se nos retrata una situación que recuerda aquel cuento de Cortázar, La casa tomada, porque así se abre la película, con la imagen fija de una casa abandonada que los vecinos, discretamente, van desvalijando, porque lo dueños han tenido que huir de la persecución policial, como le revela, no sin antes mirar a izquierda y derecha, por si las famosas moscas, una vecina al protagonista, quien se hace pasar por amigo de los huidos para, mediante un testaferro falso, poder quedarse con la titularidad de la misma.

         Del desvalijamiento de la casa pasamos a una secuencia magnífica en el interior de un restaurante en el que un recién llegado, en quien se intuye un trastorno psicológico o existencial acusado, se encara con un cliente, el protagonista, que aguarda la llegada de su mujer para cenar. El encontronazo entre ambos hombres da lugar, primero, a la humillación verbal del joven a cargo del abogado protagonista, y, segundo, a una pelea que se salda con la expulsión del hombre violento, quien se harta de acusar de «nazis» a voz en grito a todos los presentes. Justo después aparece la mujer en la puerta del restaurante. Digamos, a título anecdótico, que nunca antes había visto tanto desarrollo dramático de una historia antes de que apareciera sobreimpreso en la pantalla el título de la película. La continuación de la escena en el exterior desierto de la pequeña ciudad de provincias a esas horas se complica de tal manera que la pelea no solo continúa, sino que aparece una pistola en manos del joven, aunque, cuando ambos esposos temen por su vida y le imploran que no los mate, que tienen una hija, el joven desequilibrado se dispara en la cabeza. La situación es impactante y el abogado recoge al hombre aún vivo y, después de dejar a su mujer en casa, con la promesa de que lo llevará al hospital, se aleja hacia el desierto y allí, entre los matorrales rastreros, lo abandona a la muerte segura, solo, en la doble vastedad del paisaje: la del de abajo y la del de arriba. Mientras arrastra al hombre herido, los angustiosos gemidos del hilo de vida del herido jalonan las inmisericordes acciones del abogado.

         Y la vida sigue. Y un amigo le propone el negocio de la casa, y él, que primero protesta por la ilegalidad del mismo, y lo que puede perjudicar tal acción su reputación, decide finalmente sumarse al asunto. Antes decide, no obstante, tomarse unas pequeñas vacaciones en el sur del país para alejarse espacialmente de la cercanía a la desaparición del joven desequilibrado, momento en el que asoma el aroma nacionalista de las costumbres folclóricas típicas de los gauchos y la música tradicional; momento, también, en el que la familia vive un eclipse de sol que lo tiñe todo de rojo, el color simbólico bajo cuyo polisémico valor referencial se ha construido la historia. Como el joven que se suicidó es hermano de la mujer del amigo que le ha propuesto el negocio ilegal sobre la casa, y esta está desesperada por la nueva desaparición de su hermano, entra en escena un investigador privado, chileno y famoso por sus apariciones en TV para hacerse cargo de la investigación de la misma. Ahí la película recibe un impulso extraordinario, porque la aparición de Alfredo Castro, un actor descomunal, y solo hay que recordar su papel en El club, de Pablo Larraín, supone un giro en la trama que hará descarrilar la seguridad con la que, hasta ese momento, se había conducido el protagonista, un Grandinetti que borda aquí uno de sus mejores papeles, dada la complejidad de su personaje.

         Hay en la película, como en todas las que se precien de serlo, elementos netamente simbólicos que requieren una explicación, pero estoy convencido de que los espectadores sabrán, por ellos mismos, descifrarlos, como es el caso, por ejemplo, del peluquín que se encasqueta el protagonista al final de la película. El del eclipse es obvio, por eso me he tomado la libertad de interpretarlo, pero los otros caen del lado de los espectadores, porque una crítica no es una sesión de cineclub, ciertamente.

         Rojo merece mucho la pena, porque la facilidad con la que se transita por la historia está llena de recovecos que van bastante más allá del mero enunciado, y ello al margen de escenas tan conseguidas como la del torpe escarceo sexual de la hija del protagonista con un novio del que parece querer alejarse, mientras suena, de fondo, la banda musical de aquellos años, y en esta escena en particular, una canción de Camilo Sesto. En fin, que el cine argentino sigue dándonos obras magníficas que conviene no perderse.

lunes, 24 de enero de 2022

«City Across The River», «The Glass Wall», «The Naked Street», «Fear in the Night» y «Nightmare», de Maxwell Shane, maestro del noir (social), B o A…

 

Título original: City Across the River

Año: 1949

Duración: 91 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Maxwell Shane

Guion: Dennis J. Cooper, Maxwell Shane, Irving Shulman. Novela: Irving Shulman

Música: Walter Scharf

Fotografía: Maury Gertsman (B&W)

Reparto: Stephen McNally, Thelma Ritter, Luis van Rooten, Jeff Corey, Sharon McManus, Sue England, Barbara Whiting, Richard Benedict, Peter Fernandez, Al Ramsen, Tony Curtis, Richard Jaeckel.

 









Título original: The Glass Wall

Año: 1953

Duración: 82 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Maxwell Shane

Guion: Maxwell Shane, Ivan Tors

Música: Leith Stevens

Fotografía: Joseph F. Biroc (B&W)

Reparto: Vittorio Gassman, Gloria Grahame, Ann Robinson, Douglas Spencer, Robin Raymond, Elizabeth Slifer, Richard Reeves, Joe Turkel, Else Neft, Michael Fox, Nesdon Booth, Kathleen Freeman, Juney Ellis, Jack Teagarden, Jerry Paris, Shorty Rogers.

 












Título original: The Naked Street

Año: 1955

Duración: 84 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Maxwell Shane

Guion: Maxwell Shane, Leo Katcher. Historia: Leo Katcher

Música: Ernest Gold, Emil Newman

Fotografía: Floyd Crosby (B&W)

Reparto: Farley Granger, Anthony Quinn, Anne Bancroft, Peter Graves, Else Neft, Sara Berner, Jerry Paris, Mario Siletti, James Flavin, Whit Bissell, Joe Turkel, Joyce Terry, Harry Tyler, Jerry Hausner, Lee Van Cleef





Título original: Fear in the Night

Año: 1947

Duración: 71 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Maxwell Shane

Guion: Maxwell Shane. Novela: Cornell Woolrich

Música: Rudy Schrager

Fotografía: Jack Greenhalgh (B&W)

Reparto: Paul Kelly, DeForest Kelley, Ann Doran, Kay Scott, Charles Victor, Jeff York, Robert Emmett Keane.

 

 




Título original: Nightmare

Año: 1956

Duración: 89 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Maxwell Shane

Guion: Maxwell Shane. Novela: Cornell Woolrich

Música: Herschel Burke Gilbert

Fotografía: Joseph F. Biroc (B&W)

Reparto: Edward G. Robinson, Kevin McCarthy, Connie Russell, Virginia Christine, Rhys Williams, Gage Clarke, Barry Atwater, Marian Carr, Meade 'Lux' Lewis.

 

 


Filmografía completa del guionista Maxwell Shane, un director demasiado olvidado pero con títulos tan soberbios como The Naked Street o The Glass Wall,  entre otros.

 

Acostumbrado como estoy a «descubrir» directores en YouTube, mientras corro en la cinta en el gimnasio, me he dado el gusto, esta vez, de repasar la filmografía completa de un director, Maxwell Shane, primordialmente guionista, de esos suelen ser considerados «todoterreno», cuando se adentran en diferentes géneros, o «artesanos», cuando se les reconocen unos valores que van más allá de la mera artesanía popular y los elevan a la categoría de Directores, con mayúscula, de obras de arte. Supongo que clasificarlo en las series B les evita a los críticos ahondar en películas que tienen, como he podido comprobar, mucha más miga que las de esa serie B, el tópico «cajón de sastre» donde no para, este crítico al menos, de descubrir auténticas películas llenas de hallazgos.

Algo tendría, de todos modos, el buen Maxwell Shane, que la Wikipedia despacha con menos de diez líneas, para que actores como Anthony Queen, Gloria Grahame, Edward G. Robinson, Anne Bancroft, Vittorio Gassman, Thelma Ritter, Farley Granger o un principiante Tony (aquí aún Anthony) Curtis, entre otros, aceptaran rodar con él.

         Las dos primeras películas de Shane se adentran en el cine social, y específicamente en el que tiene que ver con la delincuencia, que, desde mediados de los años 50, a juzgar por la atención que le dedica el cine, debió de ser una plaga en las ciudades usamericanas: las bandas juveniles y su relación con las mafias, de poca o de mucha monta, nos han dado películas que ya he criticado en este Ojo, como las de John Frankenheimer, Los jóvenes salvajes, la de Irvin Kirshner, Refugio de criminales o la ópera prima de Robert Altman, Los delincuentes. A todas ellas, sin embargo, se adelanta, en 1949, la película City Across the River, de Shane. La perspectiva gubernamental del aviso a la población sobre la proliferación de las peligrosas bandas juveniles, no es óbice para que Shane construya una película con fuerte carga social y una estética de thriller muy lograda a través de la iluminación y la puesta en escena, en un barrio popular como Brooklyn, donde las posibilidades de «extraviarse» de cualquier joven se multiplicaban en función de su necesidad de manejar un dinero propio, fácil y rápido, amén de la seguridad inherente a la pertenencia a una banda con estrechos códigos de conducta en los que la lealtad a los miembros de la banda pasa por encima de cualquier delito u ofensa. En esa banda destaca un meritorio Anthony Curtis, que pocos años después llegaría al estrellato, con una película antológica, Chantaje en Broadway, de Alexander Mackendrick, una de las cumbres del cine negro. La trama de City Across the River va a derivar en el asesinato fortuito de un profesor de Formación Profesional en cuyas clases los dos jóvenes delincuentes de The Dukes, su banda, se dedican a fabricar pistolas artesanales para su uso personal. Así que entra la policía en acción, el mundo de los dos jóvenes no tardará en desintegrarse, a medida que se va cerrando la investigación sobre ellos. El enfrentamiento entre dos hermanos, un mafiosillo de barrio y un profesor de esa escuela, recalcará la dimensión moral de la película, pero, insisto, lo más importante es lo bien descritas que están las psicologías de los personajes, el perfecto retrato del mundo sórdido en que habitan y la ausencia de ambiciones honestas que puedan colmarles. Que la madre del protagonista sea Thelma Ritter, siempre maravillosa en cualquier aparición en pantalla, añade un plus de veracidad e interés a la trama de primer orden. Las escenas violentas no son nada complacientes, y percibimos la brutal agresividad de ese bajo mundo de barrio deprimido en el que los buenos caminos quedan sepultados bajo los brillos del dinero fácil, aunque sea a través de la delincuencia.

         Antes de continuar con su gran película, La calle desnuda, el mundo de la delincuencia, ahora a mayor escala, porque el protagonista es un triunfante mafioso que impone «su» ley a través de la coacción, Maxwell Shane rodó una película tan extraña como bienintencionada, The Glass Wall, en la que se cuenta una historia que hoy nos parece muy propia de la más estricta contemporaneidad nuestra, mutatis mutandi: tras la Segunda Guerra Mundial, un húngaro que salvó la vida a un clarinetista de jazz usamericano, tras escapar de un campo de concentración, llega en barco a Nueva York, pero le es impedido el desembarco porque su historia está llena de sospechosas invenciones y no tiene ninguna prueba de que las cosas sucedieran como él las cuenta. En un descuido de uno de sus guardianes, el joven escapa, salta por la borda y, aunque malherido en las costillas, tras una accidentada caída, logra escapar en un camión del que se apea en pleno centro de Manhattan, porque él tiene en mente buscar a su amigo Tom para que corrobore su historia y le dejen establecerse en Nueva York. Con la única referencia de Trafalgar Square en la memoria, el protagonista, un Vittorio Gassman con permanente cara de alucinado y expresión ultrabondadosa, se dedica a recorrer el centro de la ciudad, entrando en cada local donde oye música para tratar de encontrar a su amigo Tom. La película está rodada en exteriores, al más puro estilo nouvelle vague, pero, eso sí, avant la lettre, porque esta está rodada seis años antes de los considerados primeros filmes del movimiento: Los 400 golpes, de Truffaut e Hiroshima mon Amour, de Resnais. La cámara sigue al fugitivo a lo largo de una noche y un día por las calles de Nueva York, y, a ese respecto, lo que prueba la innovación de la película, hay no pocas personas que se giran, curiosas, para ver cómo maniobran los cámaras para registrar el caminar febril y ansioso del protagonista. El encuentro con Gloria Grahame, una raterilla que entra en los restaurantes para acabarse las sobras de otros clientes, mientras se sirve un taza de agua caliente en la que sumerge una bolsita de té usada que saca de su bolso de mano —una escena calcada hay en  la película de Kaurismäki, Un hombre sin pasado, curiosamente—, y después intenta robar un abrigo para soportar el frío, añade una dimensión social y dramática a la película que contagia la trama de una atmósfera de thriller sórdido, aunque, cuando ella le dice que vive en una pocilga, él no puede por menos que decirle que, para él, esa habitación cutre, comparada con los campos de concentración, es un lujo de ricos. Así que, accidentalmente, como esperan siempre los espectadores que la realidad ocurra, Tom descubre en la primera página de un diario el rostro del hombre que le salvó la vida, y que se ha convertido poco menos que en el «peligroso delincuente más buscado», tiene un movimiento lleno de buena conciencia y solidaridad para presentarse a Inmigración y avalar su presencia en Usamérica. Su novia, no obstante, le ha conseguido una audición con un director de orquesta famoso y le pone en el brete de atender a ese compromiso en vez de ayudar a quien lo salvó. Al final claudica y va con ella, pero en el atril figura la partitura, a un lado, y el periódico al otro. De forma paralela, la huida del protagonista lo va llevando por una deriva de encuentros de los que consigue huir casi siempre con bien, aunque siga sintiéndose malherido. La ciudad de Nueva York, especialmente la noche, está fotografiada de una manera realista, casi documentalista, como solo he visto con anterioridad en La ciudad desnuda, de Jules Dassin, y con posterioridad en Faces, de John Casavettes. Lo recuerdo para que se valore como se debe esta película en la que hay una defensa contra la explotación de los seres humanos, como cuando la Grahame describe de qué infierno de trabajo alienante había huido, y contra el derecho de asilo, un discurso más efectista que convincente, que Vittorio Gassman lanza en una dependencia vacía del edificio de las Naciones Unidas, donde tiene lugar el magnífico desenlace de la película. Resulta curioso, para quienes han visitado el edificio, la auténtica «pared de cristal» del título, la contemplación de los alrededores del mismo aún sin urbanizar, porque, quizás con mejor intención que con coherencia narrativa, el personaje decide virar su rumbo de la búsqueda del amigo a la búsqueda del «amparo» de una institución que, en principio, diríase constituida para amparar derechos como el de asilo que pide el protagonista. Insisto, aunque la película tenga cierta debilidad argumental, la realización es una sorpresa total y el espectador sabrá apreciar, retrospectivamente, la capacidad de innovación que supuso.

         La calle desnuda reincide en el tema de la delincuencia en las calles de Nueva York, pero ahora a través de un gángster, Anthony Queen, elegantísimo y con unas maneras propias de gran capo que impresionan,  en un agradecido papel en el que le da la réplica, como hermana suya, nada menos que Anne Bancroft, mientras que  Farley Granger borda el papel de pipiolo gigoló que ha embarazado a su hermana, con la que no va poder casarse con ella porque ha sido condenado a muerte por haber matado al propietario de una tienda que entró a robar. A través de la coacción despiadada a los testigos de cargo que condenaron al joven, el mafioso consigue un nuevo juicio para el joven en el que sale absuelto. Se celebra la boda y el mafioso obliga al joven a trabajar decentemente como camionero para mantener a su mujer y al hijo que esperan. La historia la narra un periodista, Peter Graves, en uno de sus primeros papeles relevantes tras casi doce años de carrera, que había sido compañero de escuela de la hermana, aunque en cursos diferentes. El periodista está interesado en todas las noticias relacionadas con Phil Regal, de quien sospecha que podría ser incriminado como mafioso en cuanto alguien se fuera de la lengua lo suficiente.

         La película, así pues, tiene varias líneas narrativas y Shane atiende a todas ellas con notable economía de medios, pero con total satisfacción para los espectadores, que las siguen todas, alternándose, hasta que convergen en un gran final, en parte parecido al de City Acrosss the River, por cierto, pero es lo justo que, en similares circunstancias, ocurra lo mismo. Contrasta de un modo espectacular la doble vida del mafioso: preocupado por su madre y su hermana, una vida de barrio modesto en la que él se mueve con absoluta soltura, y su despiada vida criminal en la zona alta de la ciudad, que mantiene incomunicada respecto de la otra, de tal modo que ni a su pareja, la vampiresa de rigor, le permite conocer a su familia, y menos aún integrarse en ella. Una vez que los dos jóvenes pierden el hijo que esperaban, nace estrangulado por el cordón umbilical, el marido inicia una vida en la que su mujer va quedando relegada paulatinamente, algo que incluso puede comprobar personalmente el hermano mafioso, quien planea enseguida cómo vengar esa afrenta familiar infligida por un condenado a quien él libró de la muerte. A través de una encerrona, y ahí aparece nada menos que un villano clásico de la envergadura de Lee Van Cleef, en un cortísimo papel, sin embargo, de esos que figuran como uncredited, pero que, de todas formas, contribuye con su buen hacer a la solidez de la película. No me extiendo sobre el desarrollo de la trama, camino ya del desenlace, pero la película rezuma buen cine por todos sus planos, y alguno es tan excelente como el de la desaparición de un pobre diablo atado a una máquina tragaperras que no quería avenirse a los tratos con el mafioso. A mí, sinceramente, me ha parecido un thriller muy competente, con unas actuaciones memorables y una puesta en escena muy cuidada. La actuación de Farley Granger, en papel tan odioso es de una veracidad a prueba de críticos retorcidos. Y la actuación de Queen, con esa escena magistral en el cuarto de baño, mientras se afeita y abofetea a un sicario para hacerle entrar en razón de quién manda, a quién se obedece y qué se ha de hacer para sobrevivir en un mundo como el suyo es impagable. Llama la atención, ahora que reparo en ella, el modo desinhibido como el gangster permite el acceso a su intimidad del vestirse o asearse no solo a sus sicarios, sino también al periodista que le sigue los pasos. Solo esta película debería de haberle granjeado a Shane un lugar de honor en la historia del cine negro, sin duda.

         Para acabar, tenemos el caso llamativo de un director que hizo dos versiones de una misma narración de Cornell Woolrich, un autor privilegiado por el cine, porque se cuentan por decenas las adaptaciones de sus novelas a la gran pantalla, entre las que siempre destacará, por supuesto, La ventana indiscreta, de Alfred Hitchcock. Estoy hablando de Nightmare, de la que Shane hizo dos versiones, una temprana, en 1947, con un debutante DeForest Kelly, famoso después por Star Trek, y, en 1956, nada menos que con una vaca sagrada de Hollywood: Edward G. Robinson. La primera la tituló Fear in the Night y la segunda, como la narración original, Nightmare. Resulta curiosa e instructiva, de la manera de concebir una película, la diferencia que hay de planteamiento entre una y otra, cada una de las cuales tiene sus propias virtudes y defectos, aunque ambas comparten buena parte del guion y reproducen escenas idénticas con diálogos idénticos. En la primera versión el protagonista es un empleado de banca cuya prometida, que trabaja con él, se inquieta por su ausencia, lo mismo que su jefe, claro. En la segunda versión él es un clarinetista a sueldo en una orquesta de club, quizás evocando la figura de Tom en The Glass Wall, tres años antes, y su novia es la cantante de la orquesta. Aquí, él es también compositor, pero el director de la orquesta no ve con buenos ojos sus composiciones, atrevidas, alejadas del swing típico de las pequeñas orquestas de club. La película arranca, en ambos casos, con una escena distorsionada en la que el protagonista se halla en una sala de espejos, medio aturdido, aunque no tanto como para no poder hacer frente a un hombre que sale de una de las puertas de espejo y con quien pelea, aunque en esa pelea es ayudado por una mujer que le pone un rompehielos en la mano con el que acaba matando a su rival, hecho lo cual lo esconde en una de las estancias tras una de las puertas de cristal de la sala. Sí, sí, los buenos aficionados lo habrán adivinado, «yo he visto antes una escena parecida», y, sí, así fue, pero después de que Shane hubiera rodado la suya. Todos los aficionados recordarán el final de La dama de Shanghai, película en la que Orson Welles, su director, ejerció de máximo castrador metafórico al convencer a Rita Hayworth de que debía cortarse su emblemática melena, la de Hilda, de Charles Vidor. De esa secuencia de estilo onírico, con las aguas distorsionadas de rigor en el fotograma y la nebulosa que todo lo envuelve, el protagonista amanece en la habitación del hotel donde vive tras sufrir una pesadilla en la que ve oscuramente que mata a un hombre, y luego se descubre poseedor de una llave que no sabe qué puerta abre. Tan jugoso planteamiento significa que la investigación nos permitirá abrir la puerta del subconsciente o de la memoria confusa del personaje para acabar «sabiendo» qué, cómo y dónde ha ocurrido tal asesinato, si es que el tal se ha producido. En ambas películas el cuñado del protagonista es un detective de la policía que no da importancia a un sueño, por más que haya sido una pesadilla que agobia al protagonista casi hasta obsesionarlo con lo que ha entrevisto en ella. Una excursión de ambas parejas al campo, para distraer al hombre, se convierte en un paso decisivo para tratar de entender qué ha pasado, porque el protagonista guía al policía a la casa donde acaban descubriendo la existencia de la habitación de espejos. La llegada de un policía de la zona que vigila el lugar les pone al corriente de los asesinatos que se han producido: el de un hombre y el de la esposa del propietario. Uno dentro de la casa y el otro fuera. En esa parte central de la película, las semejanzas entre ambas son extraordinarias, pero, al volver de la excursión, y convencido el protagonista de haber cometido un crimen real, decide suicidarse, arrojándose por la ventana. Ahí, sin embargo, hay notables diferencias entre una y otra versión, porque en la segunda parece dulcificarse, quizás por la menor corpulencia de Robinson frente a la solidez de Paul Kelly, actor de largo recorrido, usualmente en papeles secundarios pero de gran contenido en sus películas. La estructura de la obra varía enormemente, también, en la aparición, en la segunda, de las referencias al psicoanálisis como parte importante del proceso de hipnosis que ha facilitado el desarrollo de los hechos, pero eso es ya mejor que lo vean los espectadores, tanto en una como en otra, da igual la que escojan, porque cada una de ellas, insisto, tiene suficientes atractivos para ofrecerles un buen rato de cine.

         Discúlpenme la indagación en un autor «menor» para el gran público, pero mayor en la estimación, al menos, de este crítico siempre abierto al conocimiento de nuevos cineastas, de esos que consolidaron géneros como, en este caso, el thriller de carácter marcadamente social.