domingo, 24 de marzo de 2019

«La mujer casada» y «Adiós al lenguaje», de Jean-Luc Godard o del clasicismo a la deconstrucción del signo: de 1964 a 2014.


Programa doble de un pilar indiscutible del arte cinematográfico: Godard o la seducción de la imagen: El adulterio cuarteado; el lenguaje desbaratado… La realidad como aspiración sagrada del esclarecedor de enigmas.

Título original : Une femme mariée: Suite de fragments d'un film tourné en 1964
Año: 1964
Duración: 95 min.
País: Francia
Dirección : Jean-Luc Godard
Guion : Jean-Luc Godard
Música: Ludwig van Beethoven
Fotografía: Raoul Coutard (B&W)
Reparto: Macha Méril,  Bernard Noel,  Philippe Leroy,  Roger Leenhardt,  Christophe Bourseille.






Título original : Adieu au langage
Año : 2014
Duración: 70 min.
País: Suiza
Dirección: Jean-Luc Godard
Guion : Jean-Luc Godard
Fotografía : Fabrice Aragno
Reparto : Héloise Godet,  Zoe Bruneau,  Kamel Abdelli,  Richard Chevalier,  Jessica Erickson, Alexandre Païta,  Dimitri Basil.

Godard es sinónimo de transgresión, de aventura, de investigación, de disparate, de celebración de la imagen, de búsqueda de sentido, de confesión, de confidencia, de ideologización extrema, de documental de la aventura humana, individual y social, desde su primer corto, Una mujer coqueta, colgado en 2017 en YouTube para satisfacción unánime de los aficionados. Godard es un cineasta torrencial, con una obra tan extensa que en ella puede uno encontrar prácticamente de todo: desde la ciencia-ficción de Alphaville hasta el cine política de La china, pasando por clásicos como Banda aparte o sus numerosos documentales, que quizás superen en número a de sus películas. Godard es, así pues, un universo cinematográfico completo y abarcarlo todo se me revela poco menos que imposible, salvo una inmersión arriesgada. Prefiero acceder poco a poco a su inmensa obra para contemplarla sin presión de ningún tipo, en un estado de buena predisposición que no me depare las inevitables frustraciones, sobre todo por el tiempo perdido. Hace dos días vi La mujer casada y ayer Adiós al lenguaje. Solo frente al televisor, en un acto de militancia cinéfila que me deparó una inmensa satisfacción, la primera, y una perplejidad absoluta, la segunda. La mujer casada alterando mi percepción inicial de la cronología de la técnica usada en ella, el primer y primerísimo plano, porque creí que Persona de Bergman era anterior a la película de Godard, se convierto, por tanto, en un claro precedente de la película de Bergman, lo cual le añade un plus de interés fílmico muy notable. La película arranca con la pantalla en blanco y la aparición de una mano femenina que serpentea hacia el centro de la pantalla. Luego aparece otra, masculina, que interactúa con ella, mientras dos amantes se cruzan frases típicas de los amantes. La mujer está casada y mantiene ambas relaciones con total naturalidad, si bien, para reunirse con el amante sigue toda una estrategia de “distracción” propia de un thriller, cogiendo taxis que para de repente para atravesar la medianera de un bulevar y coger otro en dirección contraria o concertar la cita en un cine para después, dejar el hombre caer la llave de la habitación a los pies de ella, quien se la devuelve tras haber identificado el número de habitación. Los diálogos reflejan el indeciso mundo interior de la mujer y, andando el metraje, descubrimos que está embarazada, aunque le confiesa al ginecólogo, con quien mantiene un curioso diálogo sobre el amor y el placer, que no sabe cuál de los dos es el padre. La película nos permite ver la actividad cotidiana de la mujer y la utiliza Godard como vehículo que pone de relieve buena parte del mundo femenino, sobre todo porque la mujer se relaciona con el mundo de la moda y le da pie, al director, utilizando su técnica cartelista, esto es, intercalar fotogramas de anuncios publicitarios, carteles con textos que adquieren, en primerísimo plano, seleccionadas las silabas, significados diferentes, etc. En un breve descanso en una cafetería, por ejemplo, la protagonista, antes de su entrevista con el ginecólogo, asiste, de mesa a mesa, al diálogo de dos jovencitas sobre el hecho de acostarse por primera vez con un hombre, una que ya lo ha hecho y la otra que está en el proceso de atreverse. Desde diferentes ángulos se nos ofrece el diálogo de las jóvenes y las reacciones de quien “espía” la conversación entre apicarada y enternecida. La historia es muy sencilla y Godard tiene la habilidad de saber trascenderla para ofrecernos un visión del amor desde diferentes perspectivas: la de primerísimos planos, desbordantes de geometría carnal, de los amantes, se complementa con la de las dos jovencitas, y ambas con la versión de las noches de amor que le cuenta la asistenta a la mujer adúltera mientras hace la faena: una narración erótica y divertida, con una naturalidad que contrata severamente con la técnica de primeros planos que usa el autor para la contarnos la historia central, aquella que se resuelve en una conversación trascendente en la que el amante, actor, que se va a provincias a representar a Racine, ha de convencer a su amante de que él no representa con ella el amor que le tiene. Un diálogo extraordinario con una calidad testimonial que se acerca a la de las otras dos revelaciones, la de las jóvenes y la de la asistenta. A mí me ha parecido, en comparación con buena parte de su cine, una historia de corte clásico, y la técnica de los primeros planos y aun de los primerísimos, la manera más adecuada para contarla. La película está llena de encuadres y de hallazgos visuales que bastarían para convertir a cualquier otro director en una celebridad, pero en Godard eso forma parte de una respiración fílmica, llamémosla así, que define su sello personal. Recuerdo ahora la larga secuencia de imágenes de sujetadores y bragas en los anuncios de la época, que acaba con la actriz caminando junto a una valla inmensa con uno de los sujetadores, en un contraste magnífico, lleno de sugerencias metonímicas. Algo parecido vimos, no hace mucho, en La, La, Land, por ejemplo, cuando el protagonista camina por una calle en uno de cuyos muros hay un grafiti realista inmenso que anuncia un bar, si no recuerdo mal.  La “manera” de Godard, que rompe la linealidad del discurso con los textos insertados casi al modo de los cartelones que guiaban la trama en el cine mudo, crea una suerte de campo semántico amplísimo que se adelanta al predominio de la semiología como disciplina universitaria y popular. Recordemos que los escritos de Barthes sobre la moda son de 1967. Es decir, que no solo estamos ante una obra “legible” y clásica de Godard, sino ante un avanzado de los caminos de la reflexión sociológica en Europa.
Cincuenta años después, Godard ofrece a los espectadores con Adiós al lenguaje una cinta absolutamente inclasificable: espectáculo visual, reflexión filosófica, enjuiciamientos políticos, meditatio mortis, ontología de andar por casa y una defensa del perro, supongo, como homenaje a los cínicos, aunque también hay una experimentación cromática y técnica, partes de la cinta están rodadas en 3D, aunque yo la he visto en 2D, y una admiración sin límites por la naturaleza, ya desde un punto de vista ecológico, ya incluso desde un punto de vista romántico, a juzgar por las reflexiones sobre el amor, unidas a esas visiones del espacio natural como verdadero depositario de la emoción. El diálogo físico entre los dos miembros desnudos de una pareja se suma a esa celebración de “lo natural” como respuesta a una realidad condicionada por amenazas de todo tipo, desde las mafiosas hasta las capitalistas… ¿Suena a “empanada mental”? Puede, pero la visión de ella es un prodigio visual que no deja indiferente al espectador, quien se deja llevar por la cámara, muy a menudo fija, como en un intento de captar el instante como único momento significativo de la realidad. Hay, en algunos momentos, aunque desfigurado por el cromatismo casi salvaje e irreal de lo natural, una aproximación a El nuevo mundo de Malik, pero sin el preciosismo místico de este. Si algo se le quedará al espectador de Adiós al lenguaje es el desorden, la ausencia de lógica, incluso de razonamiento tal y como lo conocemos. Hay muchos personajes que  incluso parecen querer decirnos algo importante para nosotros, pero son mensajes que se pierden en el acto, en su propia inmediatez, y ni construyen personajes ni construyen narración. Y da igual dónde estén, cuál sea el imposible contexto de esa ausencia de comunicación, y mucho menos importa cuál sea el escenario, una plaza, un puesto de libras, una verja, un ferry, un río o una casa. Si en Una mujer casada la música tiene una función diversa, desde subrayar ciertos estados de ánimo a complementar la historia con alguna canción alusiva, en Adiós al lenguaje parece subrayar un misterio siempre a punto de revelarse, sobre todo cuando “acompaña” las hermosas secuencias del perro en lena naturaleza. Quizás fuera buena recordar el epígrafe que , a toda pantalla, abre la película como guía de lectura: Todos los que no tienen imaginación confían en la realidad. ¡Utilísima!

sábado, 16 de marzo de 2019

«Quién te cantará», de Carlos Vermut o una vuelta de tuerca helicoidal al «doppelgänger»…



Heredero de Almodóvar, pero con la unidad de acción, de ritmo y de atmósfera que nunca consigue del todo el manchego: Quién te cantará o la sofisticación visual de una intrincada historia narrada con maestría. 

Título original: Quién te cantará
Año: 2018
Duración: 125 min.
País: España
Dirección: Carlos Vermut
Guion: Carlos Vermut
Música: Alberto Iglesias
Fotografía: Eduard Grau
Reparto: Najwa Nimri,  Eva Llorach,  Carme Elías,  Natalia de Molina,  Julián Villagrán, Vicenta N'Dongo,  Inma Cuevas,  Ignacio Mateos,  Catalina Sopelana.

¡Son tan fugaces en nuestras pantallas los estrenos españoles que no hay manera, salvo que se sea crítico profesional, de acceder a su visionado en el cine antes de que extranjeras banalidades sin fin releguen al vídeo o Filmin películas tan poderosas visual y narrativamente como Quién te cantará, de Carlos Vermut. Hace tres años critiqué en este Ojo su Magical Girl, a mi parecer un meritorio ejercicio fallido, muy prometedor, sin embargo, y he de reconocer que hay un verdadero abismo entre aquella propuesta deslavazada y bien intencionada, con algunos momentos brillantes y otros francamente risibles, y esta película que nos ofrece una historia redonda, perfectamente acabada, con uno de esos finales que se recuerdan y del que Lumière me libre de decir ni lo más mínimo, porque con la elipsis que precede a esa elipsis última se cimenta un final espléndido y estremecedor, en una deriva del planteamiento psicológico casi hacia el relato gótico con su puntito de thriller. Ya digo en el título de la crítica que hay una ascendencia almodovariana inequívoca, no solo en la selección de los personajes, el enfoque esencialista (se da por sentada toda una historia de éxitos de una cantante enigmática con una ayudante no menos misteriosa, instaladas ambas en un espacio de diseño ultraexquisito en una ubicación privilegiada) y la mezcla de mundos opuestos: la gran cantante idolatrada y la camarera de karaoke que la admira porque, para ella, es “más grande que su propia vida minúscula y sujeta a una tensión psicológica capaz de destrozar la autoestima de la más pintada. De ese choque de seres complementarios nacerá una relación que servirá para ir accediendo a los compartimentos secretos de una relación y de dos vidas que se desarrollan ante nuestros ojos casi “en tiempo real”, porque a medida que una va descubriendo a la otra, el espectador descubre grandes secretos y observa hechos estremecedores. Hay, y eso forma parte de la herencia almodovariana, un tratamiento reverencial del star system que, sin duda, existe en la realidad, y que aquí, a diferencia de las películas del manchego, forma parte no de lo adjetivo, en la narración, sino de lo sustancial, porque, poco a poco, merced a la amnesia de la protagonista, se producirá un intercambia entre ambas mujeres, la admiradora y la admirada, que acabará entrando de lleno en el tema del doble y en el de la transferencia de personalidad. La gran diferencia con Almodóvar es que este lo fía todo a la carta del plano originalísimo o la secuencia magistral, mientras que Vermut es capaz de crear un continuo estético que potencia con rigor, sensibilidad y estilización la historia. Estamos ante una película intimista, psicológica, cimentada en la determinación de la protagonista de no hablar de lo que le ocurre y de refugiarse en un silencio del que solo saldrá cuando establezca una relación íntima con su imitadora que le permita franquearse: momento en el que el espectador descubre, al tiempo que su interlocutora, el verdadero drama de la protagonista, no muy diferente del que vive la propia admiradora, cuya hija padece brotes psicóticos y la amenaza constantemente para conseguir dinero y hacer la vida a su aire, sobre todo, contra la madre, principalmente a través del destrozo del mobiliario y la casa y de las autoagresiones físicas, entre las que se encuentra amenazar con quitarse la vida ante ella, segándose la garganta, si la madre, derrotada, no accede a los caprichos de su hija abusadora. Solo hay tres espacios en la película: la casa de diseño de la cantante, en un acantilado, desde donde algún plano cenital nos ofrece la playa y el mar en una toma espectacular, la casa de la madre y la hija y el club de karaoke donde la camarera se suele disfrazar con una peluca para parecerse más a la protagonista. Ahí es donde, por azar, la descubre la colaboradora de la cantante y le propone una suerte de contrato mefistofélico con cláusula de confidencialidad incluida que tan lesivo acabará siendo para ella, pero me abstengo de siquiera insinuar por qué, aunque la parte revelable es que ella, la camarera, desde el conocimiento casi exhaustivo de su ídola la ayudará a recordar quién era, cómo era y cómo cantaba: irá creándola, como en una rara versión de Pigmalión, hasta que cuando está a punto de debutar de nuevo, tras diez años de ausencia de los escenarios, la protagonista se niega a aparecer como quien no se siente ser: una suerte de fraude que se niega a revalidar. Cuando la colaboradora decide abandonarla a su suerte, quedará en manos de la admiradora, quien, fiel a su compromiso, contribuirá al rescate de la cantante, pero me niego, también, a decir cómo y en qué dirección se opera ese rescate. La película no hace de la intriga su valor fundamental, sino del progreso psicológico de compenetración, fusión e intercambio entre la admiradora y la admirada, pero acaba jugando un papel determinante en los últimos compases de la película que permiten explicarse cuanto a sucedido, de ahí que me niegue a revelarlos. Lo que puedo asegurarles a los espectadores futuros de esta película es que me agradecerán siempre que no haya cometido tal indiscreción, y lo que puedo asegurarles, eso sí que sí, es que Vermut no les va a decepcionar, sino a sobrecoger. Hay tal terrible belleza en el final de la película que bien puede ser considerado, desde ya, como uno de los grandes finales de la cinematografía española desde hace mucho, acaso con la excepción de Amantes, de Vicente Aranda, que tanto conmovió a Woody Allen cuando lo vio. La estética de la película tiene dos puntos de apoyo extraordinarios: la puesta en escena gótica en una casa exquisita,  habitada propiamente por una fantasma, y una selección de planos que buscan siempre una suerte de puesta en abismo de un juego de personalidades múltiples y enigmáticas que la banda sonora desasosegante de Alberto Iglesias -¡“el” compositor por excelencia de Almodóvar- potencia con unas resonancias terroríficas, como las de La piel que habito, también banda sonora suya. En la medida en que el tema de la película gira en torno al desgarro identitario de una cantante amnésica, la selección de sus canciones es afortunadísima y destaca, como ya pasara con el bolero de Tacones Lejanos, un bolero de Manuel Alejandro, Procuro olvidarte, que se convierte en uno de esos momentos mágicos y emocionalmente perdurables de la película. Y dejo para el final lo verdaderamente apoteósico de la película, la actuación estelar, incomparable, soberbia, magnífica, inolvidable y admirabilísima de Eva Llorach, un prodigio de contención, de naturalidad, de intensidad de sabiduría interpretativa. No hay gesto ni mirada ni dicción que no retrate hasta las entretelas el alma un personaje con una historia familiar desgarradora que solo quienes la han sufrido son capaces de aquilatar en lo que vale. Pienso ahora, por ejemplo en La herida, de Fernando Franco, que le valió también un Goya a su intérprete Marian Álvarez, como aquí le ha valido el de actriz revelación a Eva Llorach. Su trabajo, obviamente, no habría podido tener esa brillantez sin la réplica maravillosa de las otra tres actrices, Carme Elías, Najwa Nimri y una Natalia de Molina que borda su papel acosador, dimensionando el de Llorach, con quien tiene escenas que hubiera filmado Robert Aldrich… Un crítico ignora siempre qué ocurre en esa Academia que concede los Goyas, pero o se multiplican las estatuillas o, mejor que eso, el público ha de hacer lo que debe: no perderse una película tan magnífica como Quién te cantará, de Carlos Vermut.

«La fortaleza escondida», de Akira Kurosawa: un western abstracto en el siglo XVI japonés.



La naturaleza humana en un espacio desértico: la ambición y la nobleza desde la farsa y la épica en un película heredera del teatro del absurdo: La fortaleza escondida o los códigos que nos someten.


Título original: Kakushi Toride no San-Akunin (The Hidden Fortress)
Año: 1958
Duración: 139 min.
País: Japón
Dirección: Akira Kurosawa
Guion: Akira Kurosawa, Ryuzo Kikushima, Hideo Oguni, Shinobu Hashimoto
Música: Masaru Sato
Fotografía: Ichio Yamazaki (B&W)
Reparto: Toshirô Mifune,  Minoru Chiaki,  Misa Uehara,  Takashi Shimura,  Susumu Fujita, Eiko Miyoshi,  Kamatari Fujiwara,  Kôji Mitsui,  Yoshio Tsuchiya.

Con algunas películas “de época”, como esta de Kurosawa, ambientada en el siglo XVI, me ocurre como con los westerns, que jamás, desde que me aficioné de muy pequeño al cine, los asociaba con el siglo XIX en el que transcurría la acción de la mayoría de ellos: formaban, para mí, parte del presente más inmediato, y me costó lo suyo aceptarlos como “películas de época”, con los inevitables condicionamientos y prejuicios propios de la época a la que pertenecían. La fortaleza escondida es una película ambientada en el siglo XVI, en una época de batallas entre señores feudales, con una historia tan simple como estilizadamente abstracto es su desarrollo: dos desertores encuentran oro oculto en unas ramas y deciden seguir buscando en el lugar donde lo hallaron accidentalmente. Aparece un hombre fornido que acabará imponiéndoles su compañía, aunque todo él es un misterio viviente. Por otro lado, sabemos que la princesa de uno de los reinos que ha sido vencido por otro rival, ha escapado y se ofrece una cuantiosa recompensa por ella. A partir de esa trama, y desarrollándose la acción en unos espacios desérticos, llegaremos a la reunión de los cabos sueltos: el guerrero es un general de la princesa y todos ellos, los dos desertores, más una mujer que compran en una posada y que se convierte en sirvienta de la princesa y dispuesta a protegerla e incluso dar su vida por ella, se dirigen a un lugar seguro donde reponer en su trono a la princesa. El hecho de escoger como vehículo narrativo dominante las aspiraciones de enriquecimiento de los dos desertores, una pareja de histriones que se responden a la figura del “gracioso” de nuestro teatro barroco, e incluso a la de una pareja cómica como el Gordo y el Flaco, de actualidad estos días por un película biográfica sobre ellos, nos sitúa de repente, en una suerte de espacio teatral, ellos dos solos en la inmensidad de espacios que devoran su protagonismo, y que nos recuerdan la presencia de dos figuras absurdas en un mundo que no comprenden y con el que no quieren tener nada que ver, porque, como pasa cuando un ejército los atrapa, acaban siendo condenados a trabajos forzados y perdiendo su sagrada libertad. Hay algo de Vladimir y Estragón de Esperando a Godot, de Samuel Beckett, en esos dos seres que se miran con tanto recelo y animadversión como necesidad tienen de seguir juntos para apoyarse el uno en el otro y aspirar a salir de pobres en un mundo en guerra que solo los considera carne de cañón. El repertorio de gesticulaciones, triquiñuelas, peleas sobreactuadas, etc., de ambos personajes, le dan a la película esa dimensión abstracta de la que hablaba al comienzo. Nos situamos, por así decirlo, en “tierra de nadie”, pero atravesada por todos los que representan un peligro para los protagonistas. Nunca acabamos de saber, exactamente, quiénes luchan contra quiénes, porque en ese mundo en alteración constante nada parece tener valor, más allá del oro que, en la película, representa la concreción material del poder real, y cuya posesión cambia la vida de los poseedores. La aparición de la princesa, como antes la de su general incógnito, sorprende a los dos protagonistas bufos de la obra, e incluso alentará en ellos, en algún momento, la posibilidad, mientras duerme, de abusar de su juventud, de lo que la salva la fiel criada. Se trata, en definitiva, de dos seres amorales cuyo único norte en la vida es hacerse con un tesoro que les cambie sus miserables vidas. Frente a ellos, tanto el general como la princesa como la sirvienta comprada representan viejos códigos de honor que nos hablan de la permanencia en el tiempo de valores éticos ancestrales. La película se alarga casi dos horas y media, lo cual la convierte en una serte de road movie en la que el grupo protagonista deberá salvar no pocos obstáculos para llegar a su destino. Hay momentos estelares en ella, como la lucha con lanza entre el general y un rival, a quien humilla perdonándole la vida después de haberle vencido en buena lid, o la de la fiesta popular en torno a una hoguera, con un baile tradicional en el que, a través de una canción, se exalta la vida en el presente, un carpe díem inequívoco que la princesa y el general bailan con un entusiasmo que da a entender lo partidarios que son de él, porque su supervivencia solo puede depender de que sepan vivir cada día, como dicen la canción, como si fuera el último.  Más adelante, el propio general vencido en la lucha intelectual acabará desertando de su propio ejército y poniéndose al servicio del general que le venció y de “su” princesa, a quien defenderá como suya desde ese día en adelante. Aunque hay acción en la película, sobre todo al final, y una persecución a caballo espléndida, desde el punto de vista estrictamente técnico del rodaje de la misma, lo habitual es el uso de los planos fijos, en unos espacios desértico en los que solo la presencia de los protagonistas aporta algo de vida  tan fulgurante abstracción paisajística. Si añadimos a todo ello el mutismo del general, que apenas dice nada a sus compañeros de búsqueda del tesoro escondido, obtenemos una combinación cinematográfica auténticamente explosiva, porque los espectadores se quedan sin asideros a los que agarrarse, ni siquiera a nivel de hipótesis sobre cómo puede desarrollarse el argumento. Con todo, hay una poesía del espacio en la película que llega bien clara a la retina de los espectadores, porque es el escenario de una obra bufa y absurda cuyo contenido se nos va revelando poco a poco y sobre cuyo final albergamos las más serias dudas. Los planos de Kurosawa, cuidadísimos, nos permiten un cierto ritmo, por sereno que sea, sobre el que descansa una visión del ser humano que va de lo grotesco a lo noble pasando por el heroísmo, la sumisión, la ambición, la abnegación y la generosidad entre otras señales de identidad humana que le dan a la película la complejidad que la anécdota narrativa no tiene. Las interpretaciones del quinteto protagonista, o del sexteto, si sumamos al general enemigo vencido, son extraordinarias y mantienen en pie la película en todo momento. Sí es cierto que las escenas de las luchas con intervención de los ejércitos pecan de ingenuas, o los héroes de superpoderes, dada la relativa facilidad con que superan algunas emboscadas, pero eso en modo alguno detrae a la película del sumo interés que tiene. Andando el tiempo, Kurosawa haría películas bélicas con una espectacularidad que está ausente de esta cinta, diríamos “de cámara”, dada la reducida nómina de personajes y su perfecto dibujo psicológico y sociológico, pero hay un algo mágico en su desarrollo que quizás fue lo que movió a los creadores de la saga de La guerra de las galaxias a inspirarse en ellas, del mismo modo que sus Los siete samuráis fue la semilla de Los siete magníficos… Eterno Kurosawa…

martes, 12 de marzo de 2019

«Al caer la noche», de Jacques Tourneur, la delicada transparencia del «noir».



Una lección narrativa de Jacques Tourneur con discreción de serie B y resultados de serie A: Al caer la noche o una variación afortunada del falso culpable. 

Título original: Nightfall
Año: 1956
Duración: 79 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Jacques Tourneur
Guion: Stirling Silliphant (Novela: David Goodis)
Música: George Duning
Fotografía: Burnett Guffey (B&W)
Reparto: Aldo Ray,  Brian Keith,  Anne Bancroft,  Jocelyn Brando,  James Gregory, Frank Albertson,  Rudy Bond,  Arline Anderson,  Monty Ash,  María Belmar, Orlando Beltran,  Art Bucaro,  George Cisar,  Lillian Culver,  Bess Flowers.

A pesar de mis predilección por ciertos directores o actores y actrices, no tengo por costumbre perseguirlos para seguir sus trayectorias. Siempre he creído que una afición ha de dejar que obre el azar, que pueda uno ser sorprendido cuando menos se lo espera con un descubrimiento insospechado. Ese método, si es que puede ser llamado así sin pecar contra la propiedad del concepto, permite que vayan apareciendo en mis manos dvds o películas que se suman a una predilección previa, como es el caso de esta película negra de Jacques Tourneur, reputadísimo autor, entre otras maravillas,  de Retorno al pasado, rodada diez años antes. Es curiosa esta vuelta al cine negro de un autor que tiene en su haber semejante joya. La impresión que tiene el espectador es de que vuelve con una humildad impropio de su categoría, que plantea el rodaje de la película casi con expectativas de serie B, como si no quisiera embarcarse en una gran producción y solo quisiera ejercitarse en la narración de una historia discreta pero que acaba contando magníficamente a través del recurso al flash-back para instalar al espectador ante un caso de falsa culpabilidad, todo ello relacionado con un robo a un banco y la desgracia que tienen dos pescadores, un doctor y un diseñador, de tropezarse con ellos. Todo comienza, en efecto, al caer la noche, cuando dos extraños se encuentran, poco casualmente, junto a la entrada de un night club donde el protagonista, Aldo Ray se encontrará con una mujer «en aprietos», la siempre interesantísima Anne Bancroft, que trabaja como modelo. Desde el comienzo sabemos que el extraño es un investigador que sigue al protagonista, e intuimos que será el responsable de la agencia de seguros que habrá desembolsado el dinero que le han robado al banco. S trata de un personaje que va adquiriendo consistencia a medida que progresa la película y que intervendrá activamente en el desenlace. El encuentro entre la modelo y el diseñador, una suerte de extraño flechazo, tiene el aliciente de haber optado el director por un galán inusual, Aldo Ray, cuya principal característica es la voz «rasgada» que lo caracteriza de un modo total: una mezcla curiosa entre un cuerpo atlético, fornido, y una voz aterciopelada, capaz de una ternura muy eficaz en la relación con el sexo femenino. La aparición de los dos sicarios que robaron el banco y que lo persiguen, permite entrar en la acción propiamente dicha. Una vez que ha conseguido desembarazarse de ellos, regresa con la modelo, que le había dado su dirección escrita en un papel que, en la lucha contra los sicarios, acabará en poder de estos, y, por consiguiente, volverán a localizarlo. En esas idas y venidas, los flash-backs pertinentes nos informan de la historia del Doctor, de la insinuada relación adúltera del diseñador con su mujer y del asesinato a sangre fría del doctor por parte de los ladrones, quienes, al escaparse, se equivocan de maletín y se llevan el del Dr. dejando al falso culpable de la muerte del Dr. el maletín con el botín del banco, que él entierra en una cabaña, en la nieve, cerca de un lago helado, en las montañas. Los paisajes exteriores, extraordinarios, se suman, como si se tratara de esas salidas al exterior de Hitchcock, a una puesta en escena muy meritoria, que incluye hasta un desfile de modas planteado casi como la famosa subasta de Con la muerte en los talones, del maestro inglés. La huida del sospechoso y la modelo casi súbitamente enamorada, una Anne Bancroft en un papel discreto, pero muy eficaz -¡qué extraña belleza hipnótica la de esa mujer!-, se realiza en un largo viaje en autobús, no en la Greyhound, pero casi, porque se trata de esas líneas en las que a veces se viaja incluso durante días, a través de paisajes vastísimos por el que se recorta el inconfundible diseño de dichos autobuses, retratados a la perfección en America, la canción de Paul Simon. y en Midnight Cowboy, de Schlesinger, por supuesto, entre otras obras inspiradas en ese icono usamericano. Al llegar al destino es cuando el agente que lo sigue se identifica como quien es y se suma a la expedición en busca del maletín que le ha de ser entregado. Desde el comienzo, la figura del investigador, siguiendo la pista del protagonista e identificándose con él a través de un conocimiento muy íntimo de las costumbres del personaje, nos muestra una variante del voyeur que espía a otros como los espectadores espían las vidas de cuantos aparecen en la trama, un juego en abismo curioso y notable, para una película que diríase rodada sin ambición pero que acaba convertida en un film muy potente. No revelo nada del desenlace, porque sería una jugarreta, pero Tourneur explota al máximo el suspense en la mejor línea del maestro citado. Todo parece llevar por sus pasos contados a un final espectacular en la nieve, y los espectadores agradecemos el modo tenso y angustioso como se resuelve la narración. ¡Menudo sorpresón me llevé al verla! Insisto, Tourneur vuelve al género negro con mucha discreción, como no queriendo hacer ruido, pero le sale el talento por todos los poros y consigue una obra escueta, directa, sintética, efectiva e incluso hermosa.

domingo, 10 de marzo de 2019

«Green Book», de Peter Farrelly, una aproximación a los racismos…



Una impecable visión de los múltiples racismos que han desvertebrado la sociedad usamericana, algunos de los cuales siguen vigentes: una actuación fuera de lo común de Viggo Mortensen…

Título original: Green Book
Año: 2018
Duración: 130 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Peter Farrelly
Guion: Brian Hayes Currie, Peter Farrelly, Nick Vallelonga
Música: Kris Bowers
Fotografía: Sean Porter
Reparto: Viggo Mortensen,  Mahershala Ali,  Iqbal Theba,  Linda Cardellini,  Ricky Muse, David Kallaway,  Montrel Miller,  Harrison Stone,  Mike Young,  Jon Michael Davis, Don DiPetta,  Mike Hatton,  Dimiter D. Marinov,  Craig DiFrancia,  Gavin Lyle Foley, Randal Gonzalez,  Shane Partlow.

Confieso que ver una versión puesta del revés de Paseando a Miss Daisy, de Bruce Beresford, de quien me pareció muy notable El última bailarín de Mao, no entraba dentro de mis apetencias inmediatas a la hora de meterme en una sala para ver una película. Me dejé arrastrar por la selección hecho por dos buenos amigos, Pauli y Charo, y allá que fuimos los cuatro a la total aventura, porque, al margen de que le concedieran el Oscar a la mejor película, nada sabía de ella excepto una crítica volandera que le «perdonaba la vida». En estas ocasiones cuando más disfruto de una película que acaba llenando las expectativas que no tenía, y sobrepasándolas. Aunque con altibajos de guion inevitables, la película sorprende y tiene un planteamiento lo suficientemente estimulante como para que el director no la eche a perder y nos deleite con una narración in crescendo que, al hilo del esquema de la road movie, permite desarrollar un conocimiento mutuo entre los dos protagonistas de la película: un virtuoso del piano y un mafioso italiano al que contrata como chófer para la gira que hará por el sur y en la que ambos conocerán la segregación racial en todo su apogeo, lo que irá dando pie a una transformación de la mentalidad de cada cual que permitirá una aceptación del otro. El título de la película alude a la guía de hoteles donde podían alojarse los negros, porque, a pesar de ser recibido en los círculos de la aristocracia blanca del sur profundo como un admirado artista, a la hora de «convivir» con él, se alzaba la enorme barrera que separaba a ambas razas, como cuando, en un momento dado de la película, estando dando un concierto en una lujosa mansión, y mientras hacen un breve descanso, pregunta el artista dónde está el servicio y le indican una destartalada cabaña exterior donde hacer sus necesidades. La película, al enfrentar a dos personajes que son la noche y el día, superpone al conflicto racial un conflicto de clase, porque el esmerado pianista es un ser exquisito, educadísimo y con un nivel cultural en las antípodas de la zafiedad e incultura del chófer italiano, un clásico, «chico de la calle» que ha crecido y se ha educado solo en ella, aunque haya aprendido cómo desenvolverse e incluso como ganarse la vida y formar una familia. Su carácter rudo, deslenguado y pícaro le permite a un sobreengordado Viggo Mortensen «dar el papel» con un grado de verosimilitud excepcional. Se trata, como se dice al final, pero ello en modo alguno chafa a los espectadores ninguna sorpresa, de una historia real, lo que aumenta sobremanera el interés sobre ella, porque, más allá de deslindar lo real de lo ficticio, lo importante es que la película ha sabido transmitir a la perfección el fondo de verdad que hay en ella. Los protagonistas no están edulcorados ni dulcificada la realidad que «atraviesan» en una especie de descenso a los infiernos al que se somete el protagonista para no olvidar ni sus raíces ni su condición de ser afortunado que deja boquiabiertos a los sureños negros que ven acaso lo nunca visto: un negro con un chófer blanco. Está claro que la situación entra dentro de lo previsible en este tipo de enfrentamientos en los que se produce ese mágico encuentro que definía Martin Buber entre el Yo y el Tú como parte de lo real auténtico, porque solo ese tipo de encuentro íntimo de genuinidades es capaz de hacernos sentir realmente la verdadera dimensión de los seres humanos que somos. ¿Por qué han otorgado a Green Book el Oscar a la mejor película? Dejemos de lado la lucha actual entre Netflix y la Academia, un encontronazo -porque ese sí que no es un «encuentro»-, que bien puede haber perjudicado a Roma en la disputa «en buena lid» para conseguir tal galardón, y pensemos en que a una historia muy potente y a unas interpretaciones fuera de lo común, se une una puesta en escena cuidadísima en su recreación de los primeros años 60: escenarios, coches, vestuarios, moteles, gasolineras, paisajes…, todo suma para conseguir una película que, ¿no lo he dicho aún?, pues sí, un espectáculo que le hace pasar a los espectadores una tarde deliciosa y llena de humor y del profundo sentido trágico de la condición de la negritud en Usamérica. La dimensión cómica de la película, del director de Algo pasa con Mary, no puede considerarse como algo circunstancial, sino como un eje potente del relato que si no convierte a la película en una comedia clásica, porque el trasfondo es esencialmente ominoso, el de la segregación racial, sí que consigue momentos auténticamente hilarantes, expresión unánime del acierto de no pocos episodios logradísimos de la película que le dejan a los espectadores el regusto de esas viejas comedias ingeniosas al estilo de Adivina quién viene esta noche, de Stanley Kramer, por ejemplo. La  reivindicación de la nobleza genuina de los seres humanos, sea cual sea su condición social o su formación intelectual o artística conforma una visión de la realidad que nos hace mucha falta en estos tiempos en que se ahonda cada vez más la división económica e intelectual entre unas clases y otras a pesar de los poderosos esfuerzos de los estados por que ello no sea así, pero hay, en el fondo, un último reducto de esfuerzo personal en la conquista de la cultura que, desgraciadamente, asusta a muchísima gente. La película está llena, de principio a fin, de situaciones magníficamente resueltas, en ambos ejes temáticos, el de la comedia de situación entre seres tan disímiles como el mafiosillo y el exquisito pianista homosexual,  y en el de la sangrante realidad de la discriminación racista. Entré sin saber qué me depararía el azar y mi recompensa ha colmado de sobra las expectativas que no me había forjado. ¡Feliz visionado! ¡Y es sumamente injusto que Mortenssen no haya conseguido un Oscar por esta interpretación «a lo De Niro»!, que conste.

domingo, 3 de marzo de 2019

«Bohemian Rhapsody», de Bryan Singer, la historia de Queen y Freddie Mercury.



Historia de un héroe pop  de barrio: Freddie Mercury o la soledad del diferente: Bohemian Rhapsody o la inseguridad ontológica del triunfador desclasado con vocación universal.

Título original: Bohemian Rhapsody
Año: 2018
Duración: 134 min.
País: Reino Unido
Dirección: Bryan Singer
Guion: Anthony McCarten (Historia: Anthony McCarten, Peter Morgan)
Música: John Ottman (Canciones: Queen)
Fotografía: Newton Thomas Sigel
Reparto: Rami Malek,  Joseph Mazzello,  Ben Hardy,  Gwilym Lee,  Lucy Boynton,  Aidan Gillen, Tom Hollander,  Mike Myers,  Allen Leech,  Aaron McCusker,  Jess Radomska, Max Bennett,  Michelle Duncan,  Ace Bhatti,  Charlotte Sharland, Ian Jareth Williamson,  Dickie Beau,  Jesús Gallo,  Jessie Vinning.

Del director de Sospechosos habituales, que no del de sus numerosas películas de superhéroes, accedo finalmente a ver Bohemian Rhapsody, un biopic sobre el grupo Queen y, especialmente, sobre su alma: Freddie Mercury, de quien se cuenta la vida desde que entra en contacto con un oscuro grupo de barrio Smiles, hasta que, ya diagnosticado de SIDA se reúne de nuevo con la banda para actuar, magistralmente, en el concierto Live Aid organizado por Bob Geldof para combatir la hambruna en África. A pesar de las recomendaciones insistentes de mis sospechosos cercanos, íntimos y familiares…la película, aun siendo muy entretenida, sobre todo para quien, como yo, no ha estado al tanto de los pormenores de la vida del grupo ni del propio Freddie Mercury, en modo alguno me ha parecido tan extraordinaria como las recomendaciones no dejaban de decirme. Sin ir más lejos, no sería corta la lista de películas que superan con creces este “reportaje dramatizado” de la vida de Queen y de su vocalista. The Doors, de Oliver Stone, con un apabullante Val Kilmer, por ejemplo, le moja algo más que la oreja a la presente; y no hablemos ya de Sid y Nancy, de Alex Cox, con un Gary Oldman at his best. O sea, que conviene tener la vara de medir bien ajustada, a la hora de lanzarse al homenaje entusiasta. Dicho todo lo cual,  Bohemian Rhapsody es una excelente película que agradará no solo a los seguidores musicales del grupo o el ídolo, sino a quienes aspiren a ver un retrato que indague en la psicología de un personaje tan controvertido como Freddie Mercury, cuya desorientación sexual y existencial puso en peligro en un momento dado la existencia el propio grupo Queen. Lo que a este crítico le ha gustado más ha sido la primera parte de la película, es decir, los orígenes de protagonista, sus años de joven empleado del aeropuerto con una explicable sed de triunfo y confianza inmensa en su propio valer, esa suerte de endiosamiento que se diría necesario para desarrollar unas potencialidades que uno percibe en su interior y a las que quiere dar salida expresiva del mejor modo posible, porque sabe que lo llevarán al “estrellato”. Su intensa y estrechísima relación con Mary Austin, a quien, a su muerte, acabó nombrando heredera de la mayoría de sus bienes, está trazada con respeto y aparente fidelidad. Esa “prehistoria” no fue tan corta como se ha sintetizado en la película, como cualquiera puede comprobar incluso en la Wikipedia, pero narrativamente está muy conseguida. Alcanzado el estrellato, a mitad de la película, comienza la fase “caprichosa” del ídolo, que coincide con el descubrimiento de su homosexualidad y el fracaso consiguiente de su relación con Mary, con quien convivió 7 años, los suficientes para sellar una amistad íntima indestructible a lo largo de la ajetreada vida del cantante. La actuación de Rami Malek, a pesar de haberse pasado el equipo de maquillaje en la caracterización dental del protagonista, es determinante para el éxito de la película, aun a pesar de ser de menor envergadura que Mercury, aunque, sinceramente, no creo que su meritorio papel sea mejor que el de  Viggo Mortensen en The Green Book, y quizás no hubiera estado de más un Oscar compartido. La mimetización de Malek, sobre todo en las actuaciones musicales, es extraordinaria, y mucho habrán tenido que ver en la obtención del Oscar, desde luego. A ese respecto, la recreación del concierto en Wembley es, sin duda, lo mejor de la película. Sorprende la perfecta recreación del mismo. Sería interesante, alguien se encargará de ello, de ofrecer en pantallas simultáneas el original y la reproducción… A pesar de que en la película se presenta a Mercury como una suerte de diamante en bruto, lo cierto es que era una persona con una educación esmerada, excelente músico, que diseñó una línea de ropa y que, antes de unirse a Smiles y convertirlo en Queen, cuyas letras y logo fue diseño del propio Mercury, por ejemplo, tuvo una breve carrera musical a la que no le acompaño el éxito. Hay, sin embargo, en esa suerte de apología del queerismo un lado muy macarra que tiene más de estropicio estético que de provocación, pero en eso allá cada cual con sus gustos, desde luego. La narración de la vida del grupo tiene momentos de indudable brillantez y la preside un sentido del humor, el propio y transgresor de Mercury que acaba definiendo la propia vida del grupo, del cual Mercury se convierte en líder carismático. Las relaciones con la industria, sin embargo, siempre conflictivas cuando se trata de sacar adelante proyectos que chocan con estructuras muy engrasadas, la extensión de Bohemian Rhapsody, seis minutos, por ejemplo, que echa para atrás al directivo  están un poco sobreactuadas, pues siete años antes los Beatles habían sacado al mercado un single con Hey Jude, que duraba siete, con unos coros finales interminables. Para un aficionado a la ópera es estimulante que se asocie a Mercury con dicho arte, fruto de lo cual es la creación de su álbum en solitario, sin el grupo, Barcelona con Montserrat Caballé, una de cuyas grabaciones suena de fondo en la película, mientras el artista habita, también una de las mejores secuencias, una mansión en la que este vive con una legión de gatos que parecen ser su única familia. Hay una veta narrativa en la película que aparece recurrentemente desde el comienzo, acaso la única: la conflictiva relación con su padre y su familia. Al fin y al cabo, Freddie Mercury renuncia, en cierto modo, a sus orígenes, para ir al encuentro de un destino global, universal, como artista no ligado a etnia ni fronteras ni lengua minoritaria alguna, en el caso de su familia el guyaratí. Esa tensión entre lo establecido, la tradición, y su desclasamiento a través de la estética y la sexualidad se narra en la película, pero ya se entiende que el metraje no podía contener un desarrollo explícito de conflictos cuyo desarrollo darían poco menos que para una trilogía. La película, rodada en clave de “tributo”, más que de indagación analítica, consigue plenamente los efectos que se deseaban, y la prueba es que mientras he estado escribiendo esta crónica me he acompañado de las grabaciones disponibles del grupo en YouTube. Y, en la sala, uno no se levanta hasta que la música deja de sonar, justo cuando han acabado los títulos de crédito y la pantalla vuelve a quedarse en blanco. 
P.S. Al ver esta película  he caído en que Don't stop me now es, totalmente, una canción que parece plagiada de Billy Joel... Y ahí lo dejo.