miércoles, 31 de mayo de 2017

Un musical deslumbrante: “Carrusel napolitano”, de Ettore Giannini.


Adaptada del teatro al cine, Carrusel napolitano, la última de las tres películas de Ettore Giannini, es un musical tocado por la gracia: escenografía, interpretación, música, guión…


Título original: Carosello napoletano (Neapolitan Carousel)
Año: 1954
Duración: 129 min.
País: Italia
Director: Ettore Giannini
Guion: Remigio Del Grosso, Ettore Giannini, Giuseppe Marotta
Música: Raffaele Gervasio
Fotografía: Piero Portalupi
Reparto: Sophia Loren,  Maria Fiore,  Paolo Stoppa,  Tina Pica,  Maria Pia Casilio, Vittorio Caprioli,  Beniamino Gigli,  Leonide Massine.


Sí, es inevitable pensar en La carroza de oro, de Renoir -rodada en Roma, curiosamente, en Cinecittà, y Lola Montes, de Ophüls, a la hora de buscar referentes que permitan explicar en que ámbito de referencia esético hemos de situar este Carrusel napolitano con el que he pasado dos excelentes veladas. Con todo, la película bebe de la fuente inagotable del musical tradicional usamericano rodado en decorados, y ello se aprecia, sobre todo, en algunos números cuyas coreografías recuerdan notablemente esa escuela magistral. Estamos ante una película muy pero que muy cara, como se aprecia por los magníficos decorados, el vestuario y la profusión de actores, principales y secundarios, además de los ballets pertinentes, etc. Y lo que he de decir cuanto antes es que la película saca el mejor partido de esa inversión que pretende a través del hilo conductor de un músico ambulante que recorre la ciudad de Nápoles, ir contando no solo la vida y el ambiente de las calles de la popular ciudad italiana a través del rico folclore musical allí surgido, sino, al tiempo, buena parte de la historia de Italia desde las invasiones de los piratas berberiscos hasta después de la Primera Guerra Mundial. Todo, a través de ese hilo, se centra en poner en escena las letras de las bellísimas canciones que conmoverán a quienes, como a mí me ocurre,  se sientan “tocados” por la excelencia de la auténtica música de raíz popular. Es tan rica la película, desde la perspectiva del reflejo teatralizado de la vida popular napolitana, que este Carrusel lo es efectivamente de una cámara en movimiento que no deja de recorrer permanentemente unos decorados hechos con un encanto y una magia a los que es difícil resistirse. Exige una gran capacidad de captación, esta película, porque está tan llena de detalles la escena que corre uno el riesgo de perder incluso algo fundamental de lo que ocurre en ella. No se trata, como podría entenderse superficialmente, de una complacencia absoluta en una Nápoles idealizada, puesto que el hilo conductor de la película es un músico que no halla vivienda donde meterse con su familia numerosa, y ello desde el principio de la película hasta el final, salvo una época en que un vigilante nocturno les deja dormir en su casa de noche para tomarles el relevo durante el día. En la historia dominan, como no podía ser de otro modo, las canciones amorosas y toda la obra podría considerarse como una suerte de antología de los usos amorosos napolitanos en el amplio abanico temporal que abarca la película, y por ella desfilan las obras clásicas de dicho folclore, como Catarí, O sole mio, Funiculí, Funiculá , Maria Mari , Reginella, Io, mammeta e tu, y tantas otras que van componiendo un álbum sentimental de la vida napolitana e italiana que tantos compartimos desde el amor a la canción popular. Pudiera creerse que la superficialidad o el servicio a los parámetros musicales y escenográficos de la película habrían de dominar la actuación de los protagonistas, pero desde el mismísimo Paolo Stoppa, un prodigio de versatilidad y de espontaneidad, hasta una Sofía Loren que ha de sacrificar el amor de su vida a una carrera de éxito en el teatro de variedades, no son pocas las escenificaciones que consiguen momentos de intensidad dramática muy notable, como la del enfrentamiento entre los tres rivales que pretenden ofrecer una serenata a quien los tres pretenden; del mismo modo que la faceta ligera de las relaciones amorosas tienen cumplidos números en los que la sonrisa preside la contemplación de esos hechizos mágicos que pretenden garantizar la adoración exclusiva del enamorado m con divertida pelea de las rivales incluida. La película consigue un ritmo que no desfallece a lo largo del extenso metraje, y se van alternando las épocas y los números costumbristas y amorosos con una cadencia que nunca deja de sorprender al espectador.  Nápoles es, en realidad, la protagonista principal de la película y a su servicio se orquestan todos los números musicales, porque ellos son la ofrenda de quienes la habitan, servidores suyos y reflejo de ella,  una ciudad aparentemente caótica como bien se describe en la película, pero con una vitalidad y un saber vivir que se manifiesta en cada uno de los detalles que la trama mínima de la obra refleja con insólita fidelidad, tratándose de un musical, y tan estilizado como este Carrusel napolitano, una maravilla de puesta en escena que tanto deslumbra como apasiona, porque en ningún momento perdemos de vista la dimensión teatral no solo de la escena, sino de la representación en su conjunto, como las cortinillas teatrales que la cierran lo confirman. No hay una indagación metateatral como en La carroza de oro, porque este Carrusel no esconde su sencillo propósito de homenaje a la ciudad, pero en la parte de la feroz competencia entre el teatro de la Comedia del Arte y los titiriteros puede advertirse un conato de la misma.  Ni que decir tengo que los aficionados al género musical van a descubrir uno lleno de encanto y con un estilo de canción, la napolitana, para rechazar el cual se ha de estar muy próximo a la insensibilidad musical, si no a la sordera profunda. Llama la atención, por otro lado, que una filmografía en la que el musical puede considerarse una rareza absoluta (como fiel aficionado al género, yo hubiera sido incapaz de citar ni un solo musical italiano), haya sido capaz de producir una película como esta. Claro que su director, Ettore Giannini, es, también, otra rareza en el panorama cinematográfico italiano, con tres películas para las que ni siquiera hay entrada en esa enciclopedia magnífica que es FilmAffinity. De esta, que fue premiada en Cannes con el Premio Internacional, aunque estaba nominada también para la Palma de Oro. 

martes, 30 de mayo de 2017

“Asesinato a la orden” y “Trampa de acero”, de Andrew L. Stone o la competente artesanía del suspense.


   
Dos repartos de lujo, Joseph Cotten con Jean Peters y con Teresa Wright, en Asesinato a la orden y Trampa de acero, para dos decorosas películas de serie B con pretensiones.

Título original: A Blueprint For Murder
Año: 1953
Duración: 77 min.
País:  Estados Unidos
Director: Andrew L. Stone
Guion: Andrew L. Stone
Música: Leigh Harline
Fotografía: Leo Tover (B&W)
Reparto: Joseph Cotten,  Jean Peters,  Gary Merrill,  Catherine McLeod,  Jack Kruschen, Barney Phillips,  Freddy Ridgeway.

Título original: The Steel Trap
Año: 1952
Duración: 80 min.
País:  Estados Unidos
Director: Andrew L. Stone
Guion: Andrew L. Stone
Música: Dimitri Tiomkin
Fotografía: Ernest Laszlo (B&W)
Reparto: Joseph Cotten,  Teresa Wright,  Jonathan Hale,  Walter Sande,  Eddie Marr, Carleton Young,  Katherine Warren,  Tom Powers,  Stephanie King,  Aline Towne, Hugh Sanders,  Marjorie Stapp,  William Hudson

El cine artesano es una etiqueta que ampara películas difíciles de inscribir con claridad en la serie A como producto discreto o en la B como revelación, sea por sus ambiciones, sea por la reputación del director, sea por la calidad intrínseca de la propia cinta, y ello a pesar , como sucede en este caso, de tener dos repartos y dos equipos técnicos con nombres señeros de la industria: Joseph Cotten, Jean Peters -ambos participaron en Niágara, de Hathaway-, Teresa Wright -con ella rodaría, también Cotten, La sombra de una duda-, el músico Dimitri Tiomkin o dos directores de fotografía tan destacados como Leo Tover, cuyo bien hacer ya elogiamos al hacer la crítica de Nido de víboras, de Litvak o Ernst Laszlo, de quien así mismo loamos su participación en dos películas aquí criticadas,  D.O.A. de Rudolph Maté y Ten seconds to hell, de Aldrich, y de quien el recuerdo no nos deja olvidar  El viaje alucinante de Richard Fleisher, dentro del cine fantástico. Las dos películas de esta especial sesión doble de Andrew L. Stone, tienen, así pues, una factura técnica impecable y se acercan, dentro del suspense, al género del cine negro, pero sin caer propiamente dentro de sus parámetros, porque la trama gira en torno a dos familias comunes en las que lo extraordinario del mal hace su irrupción con distinto grado, porque en Asesinato a la orden, por ejemplo, se plantea el asesinato de los dos hijastros de una mujer que busca la herencia del marido, algo que el cuñado protagonista ni siquiera sospecha, quien, contra alguna evidencias no concluyentes de un par de amigos suyos, se niega a aceptar que una mujer tan cariñosa haya podido ser capaz de envenenar a toda la familia, a su hermano y a sus dos sobrinos. El suspense, que ha de vencer la resistencia del hermano durante la mayor parte del metraje, se va incrementando con una dosificación perfecta, porque, en un momento dado, incluso el hermano pasa a ingresar la nómina de sospechosos, lo cual es un giro en la trama que permite llegar hasta el final, perfectamente orquestado, con la intriga intacta y una ignorancia total por parte del espectador de cuál sea el veredicto final sobre una u otro.  Trampa de acero, por su parte, aun a pesar del efectivo uso de la voz narrativa en off del protagonista, quien repasa su milimétrica actividad cotidiana llena de hastío y pesadumbre, es bastante más floja que la anterior. La trama narrativa se centra en el género del atraco perfecto, más o menos, porque la singularidad de esta película es que el atracador, un empleado del banco que ve la oportunidad de hacerse con un millón de dólares y salir del país con destino a Brasil, no solo no planea el atraco a la perfección, sino que lo improvisa de la noche a la mañana y la película se va a convertir, por esa súbita decisión en una angustiosa carrera de obstáculos que se inicia con el secretismo con que “invita” a su mujer a  pasar un fin de semana en Río de Janeiro, sin mayores explicaciones que un encargo de la dirección del banco que deja más que sorprendida a su mujer, sigue con la odisea para conseguir los pasaportes, después el visado para Brasil y, finalmente, la casi imposibilidad de encontrar los vuelos, con los enlaces oportunos, para llegar a Brasil antes de que abran la caja fuerte del banco y se percaten del desfalco. Con estas premisas, el espectador no logra empatizar con el vicedirector del banco, por atrevido que sea su golpe, porque es tal el cúmulo de ignorancia, torpeza e ineficacia que al  guionista -el propio director- le cuesta lo suyo solventar todas esas dificultades que desembocan en que, antes de llegar a Brasil, la esposa, una más que convincente Teresa Wright, que representa la cotidianeidad como nadie y evoluciona hacia la sospecha con la misma persuasión de cara al espectador, quien agradece que compense con creces las carencias del alocado ladrón aficionado, acaba sabiendo que su marido es un vulgar ladrón de bancos, momento en el que decide regresar con la hija de ambos y abandonar la compañía de su marido en lo que ella ve como un rumbo al presidio, más que a Río. Es evidente que he de callar aquí la continuación de la trama, por respeto al futuro espectador que pueda pasear sus ojos por esta crítica, pero lo que es cierto es que el final no remonta, en modo alguno, la deriva inverosímil que ha seguido buena parte del metraje y que ha obligado al guionista, como digo, a hacer encaje de bolillos para no desinteresarse de lo que está viendo. Joseph Cotten, por otra parte, hace un papel lleno de excitación, nerviosismo y desquiciamiento que contrasta con sus papeles habituales de hombre sereno y elegante, aun cuando interprete a un asesino. Y aunque no lo hace mal, siempre vemos en él al idiota que no sabe qué se trae entre manos.


lunes, 29 de mayo de 2017

“La calle sin nombre”, de Willian Keighley, antecedente notable de “La casa de Bambú”, de Samuel Fuller.


A medio camino entre el patriotismo policial y un thriller de muchos quilates: La calle sin nombre o el apogeo de un monstruo del cine: Richard Widmark, espectacular precedente y modelo del Robert Ryan de La casa de bambú.

Título original: The Street with No Name
Año: 1948
Duración: 91 min.
País: Estados Unidos
Director: William Keighley
Guion: Harry Kleiner
Música: Varios
Fotografía: Joseph MacDonald (B&W)
Reparto_ Mark Stevens,  Richard Widmark,  Lloyd Nolan,  Barbara Lawrence,  Ed Begley, Donald Buka,  Joseph Pevney,  John McIntire.


Lo reconozco, empecé a verla con mi Conjunta y nuestra hija y, pasados casi diez minutos de intensa propaganda documental sobre los métodos de investigación del FBI, más la loa a su director sempiterno, Edgar Hoover, decidimos que una película tan patriótica habría de verla a solas, como siempre me ocurre con todas esas películas que no acaban de entrar a la primera y entre las que, sin embargo, he descubierto tantas joyas tan dignas de ser vistas. Nada más empezar me vino a la memoria la película de Jules Dassin, La ciudad desnuda, en la que se usa una técnica documental no lejana de la del comienzo de esta de Keighley, pero la todopoderosa presencia de Nueva York en la película de Dassin atenúa mucho la faceta propagandística de la película y se reduce a una visión en tono de documental de la acción policial que, enseguida, sigue los derroteros de una trama convencional de asesinatos misteriosos. En La calle sin nombre, que tanto se demora en ese preámbulo propagandístico, cuesta algo más entrar, pero en cuanto aparece la figura del policía que se infiltrará en la organización para resolver tres asesinatos pendientes de solución, la película cambia de la noche a la mañana, porque los esfuerzos detectivescos del FBI, un canto a la perspectiva científica desde la que se combate el crimen organizado, ceden ante la poderosa trama del infiltrado, explotada no hace mucho en una película muy notable de Scorsese, Infiltrados, que bien puede entenderse como  otra contribución a la saga que inicia esta y sigue La casa de bambú, de Fuller. La presencia del topo en organizaciones delictivas es un “clásico”, un tópico, y aquí en España, El lobo, de Miguel Courtois,  siguió con éxito el modelo, que tanta tensión sabe generar en el espectador a partir de situaciones muy cul-de-sac en las que siempre esperamos lo peor. Hay una escena fantástica… Pero bueno, quizás convenga comenzar por situar la trama. En la posguerra de la Segunda Guerra Mundial, varias bandas intentan revitalizar el auge de las mismas que se vivió en los años 30, con la ley seca de por medio. Ahora, entre los “escolares despiadados” que las dirigen, sobresale la figura de Richard Widmark , un elegante jefe mafioso, hipocondríaco, con temor cerval a las corrientes de aire y adicto al tubo inhalador al estilo del de Vicks Vaporub que hizo furor en los años 60 y 70 en España. Se trata de un psicópata cuya frialdad solo es comparable a su crueldad. No solo es él elegante, sino que obliga a todos los miembros de su banda a serlo, si quieren seguir a su servicio. Como dueño de un gimnasio en el que se gestan combates amañados, se encuentra con el policía infiltrado cuando este cruza dos asaltos con un “machaca” del jefe, bajo el reto de ganar 10$ por cada asalto que le aguante. Sorprendido por el buen hacer del policía, el jefe lo contrata, no sin antes haberse informado, a través de un contacto en la policía, sobre los antecedentes del personaje que ha aparecido misteriosamente en el barrio, esto es, en el “territorio” del jefe. Que el recién llegado ejerce un cierto tipo de “hechizo” sobre el jefe es evidente, y en el caso de La casa de bambú daba pie para  aventurar unas relaciones homosexuales por parte del jefe que aquí, sin embargo, a pesar de la cordialidad entre ambos excombatientes, no se sugieren, si bien la primera entrevista se produce, en la casa del jefe, en el dormitorio, estando cada uno de ellos en una cama, en un clima de intimidad que tampoco se corresponde con el nivel de su relación. En cualquier caso, lo importante es que el recién llegado no tardará en levantar sospechas y, finalmente, en ser tenido por el soplón que informa a la policía de las acciones de la banda, gracias, sobre todo, al contacto con el responsable policial de que disfruta el jefe de la banda y que explota como quiere. La escena “fantástica”, cuya explicación dejé a medias, tiene que ver con lo cerca que está el jefe de sorprender al infiltrado en la pesquisa del arma que, posiblemente, haya sido utilizada para matar a las tres personas cuyos casos investiga la policía para poder atrapar al jefe de la banda. En la casa abandonada donde guardan las armas, el infiltrado dispara contra un colchón para extraer la bala que sirva a los laboratorios policiales para la identificación del arma homicida. El jefe advierte luz en el interior y, sigilosamente, entra en el espacio abandonado para sorprender al intruso, pero no lo consigue. Hay un momento, sin embargo, en que el jefe olfatea el residuo de olor a pólvora que dejó el disparo contra el colchón, hasta descubrir enseguida lo que ha pasado, ello lo lleva al recinto donde guardan las armas, una de las cuales aún guarda el calor y el olor del disparo efectuado por ella. Poco a poco, a través de escenas de gran poderío visual, llenas de los mejores claroscuros del mejor cine negro, la película progresa implacablemente en el acorralamiento del mafioso, al que la interpretación de Richard Widmark dota de una verosimilitud que crea, de hecho, un modelo de villano. Dassin, no lo olvidemos, contará con él para otro clásico del cine negro, Noche en la ciudad, que rodó en Londres, antes de rodar, finalmente, en París, Rififi, una auténtica obra maestra del mismo género. El tramo final de la película en el que se celebra una triple emboscada es un final fantástico, representado en una antigua fábrica por cuyos espacios desiertos y llenos de cachivaches en desuso los protagonistas se enfrentan hasta que… Pero es mejor que cada espectador lo veo y lo disfrute.

domingo, 28 de mayo de 2017

Un leve toque Lubitsch en “Desire”, de Frank Borzage.





Entre la parodia de la comedia sentimental y la alta comedia frívola de entreguerras: Desire, o la química imposible entre Dietrich y Cooper (por aquel entonces pareja, no obstante). 

Título original: Desire
Año: 1936
Duración: 89 min.
País: Estados Unidos
Director: Frank Borzage
Guion: Hans Szekely, R.A. Stemmie
Música: Frederick Hollander
Fotografía: Charles Lang (B&W)
Reparto: Marlene Dietrich,  Gary Cooper,  John Halliday,  William Frawley,  Alan Mowbray, Akim Tamiroff.


Borzage es, para mí, uno de los creadores del gran melodrama, al menos si nos atenemos a El séptimo cielo o El ángel de la calle, y más en la segunda, pero en este Deseo al que me ha asomado esperando, por el título, algo parecido, me he llevado la sorpresa de encontrarme con una comedia en la que todo es ligero, el romanticismo, la intriga de ladrones de guante blanco, el humor, el toque exótico de la España romántica, la modernidad del mundo automovilístico, etc. Bien es verdad que la producción y el participación no acreditada en el guion por parte de Ernst Lubitsch parecen haber influido decisivamente para conseguir ese tono suyo inconfundible al que a Borzage no le ha costado adaptarse, a juzgar por la liviandad y espontaneidad con que va encadenando las secuencias de una aventura disparatada que muy vagamente recuerda, con papeles invertidos, a Atrapa a un ladrón, de Hitchcock. Marlene Dietrich, fotografiada con un glamour absoluto, representa mejor el papel de experta ladrona que el de clarísimo objeto del deseo de un tontorrón Gary Cooper cuyo lado cómico en modo alguno está a la altura de lo que un papel de esa naturaleza deberá de haber dado de sí. ¡Lo que hubiera hecho Cary Grant con un papel así, por ejemplo! Con todo, no le quito los méritos que tiene, sobre todo en el arranque de la película, cuando ensaya el rapapolvos que le va a echar al jefe para exigirle unas vacaciones que este, nada más recibirle, le concede, sin dejarle lanzar el speech con tanto ímpetu ensayado. De igual manera, la presentación de la Dietrich en el papel de gran condesa que va a hacerse con el botín de un collar de más de dos millones de dólares en una divertida situación de enredo con un psiquiatra de por medio, y ya se aprecia el mucho juego que los psiquiatras van  a dar en el cine, y el juego que se va extraer de ellos para situaciones archicómicas como la del engañado joyero que visita al psiquiatra creyendo que es el marido de la condesa y es recibido por este como el marido que tiene la manía de presentar facturas a cualquier persona con la que se encuentre…La huida y el paso de la frontera inician, al colocarle al nada espabilado Cooper el collar en la chaqueta, una juego de captura del mismo en el que se acaba mezclando el amor, primero como estrategia de seducción interesada para recuperar el collar; segundo, como una suerte de redención moral de la ladrona que decide iniciar una nueva vida con un ingeniero usamericano tan sin malicia como sin molicie.  La acción se traslada a España y es muy curioso de ver el paisaje, las carreteras, los albergues, los controles policiales y algo de la vida rural del país en una época, 1936, cuya cruda realidad histórica no aparece para nada en la película, que discurre siempre y en todo momento por el cauce de la comedia ligera, superficial, aunque siempre entretenida, a pesar de algunos tópicos ineludibles en situaciones tan artificiosas y poco verosímiles. Lo sorprendente, con todo, es la complacencia con el espectador sigue que una historia tan poco puesta en razón y sin que siquiera haya un derroche interpretativo por parte de los dos “monstruos” de la pantalla. Es destacable, eso sí, la canción que compuso Hollander, el autor de la música y canciones de El ángel azul, para la Dietrich, algo así como una “marca de fábrica” a la que estuvo durante mucho tiempo asociada. La narración es fluida y aunque hay ciertos momentos especialmente mortecinos, como la estancia en la Hacienda del noble español donde intentan recuperar el collar, no son tan tediosos como para echarle una ojeada al reloj. Enseguida se progresa hacia el desenlace moral que construye un happy ending muy del gusto de la época. La película me ha parecido más curiosa que interesante, pero nada en lo que Lubitsch ande por medio puede resultarle indiferente a un sólido aficionado al séptimo arte.

sábado, 27 de mayo de 2017

“Kagemusha”, de Kurosawa: la admiración sin límites…



La película-códice miniado o una reflexión sobre el poder y el doble: Kagemusha, de Akira Kurosawa o el deslumbramiento.

Título original: Kagemusha
Año: 1980
Duración: 180 min.
País:  Japón
Director: Akira Kurosawa
Guion: Akira Kurosawa, Masato Ide
Música: Shinichiro Ikebe
Fotografía: Takao Saito, Masaharu Ueda
Reparto: Tatsuya Nakadai,  Tsutomu Yamazaki,  Kenichi Hagiwara,  Daisuke Ryu, Masayuki Yui,  Toshihiko Shimizu.

Pues sí, como de todo hace ya bastante más de 20 años, de haber visto Kagemusha hace 37, pero como he ido frecuentando la obra de Kurosawa con cierta asiduidad y como sus imágenes, tan poderosas, difícilmente se olvidan, he tenido la sensación, al revisitarla, de encontrarme exactamente con lo que recordaba: el deslumbramiento. Me cuesta escoger una película predilecta en la obra extraordinaria de este autor, y durante mucho tiempo escogí Ikiru, aunque El perro rabioso, esa versión en thriller de El ladrón de bicicletas, también me tiraba lo suyo. La anécdota de la que parte la película, los enfrentamientos entre grandes señores feudales y la necesidad de contar con un doble del principal de ellos, porque siempre puede venir bien disponer de él, va progresando hacia una reflexión sobre la naturaleza humana, la política y el destino que recuerdan, en su planteamiento, la poderosa película de Rossellini, El general de la Rovere, aunque sin el componente épico, sustituido, aquí, por una dimensión familiar y una cierta mirada irónica que consiguen un espesor psicológico muy notable. Más allá de la reflexión sobre  el proceso de identificación de un ladronzuelo con un reverenciado estratega militar implacable, bregado en muchas luchas y temido por todos, la película es un prodigio de puesta en escena, de uso del color y de la luz, además de algunas secuencias, como la del sueño, que parecen inspiradas plenamente en la aventura psicodélica de los años de la Década Prodigiosa, casi extraída directamente de una película poco vista de Roger Corman, The trip (el viaje), en la que se reproduce el viaje alucinógeno del LSD, algo tan de moda como la terapia que siguió Cary Grant, y de la que se acaba de estrenar un documental. No hay plano de la película, desde el travelín del soldado que corre entre los soldados dormidos, castillo abajo, hasta las escenas de la batalla o las estancias en las diferentes fortalezas, que no haya sido medido al milímetro. Es difícil olvidar ciertos planos como el del hijo en el castillo que da al mar o el jardín vertical contemplado casi como una pared al que se accede al salir del interior de los aposentos del guerrero encarnado por el doble. Visconti murió antes de su estreno, pero, de haberla visto, me imagino perfectamente el deliquio estético que le habría producido, lindante con el estupor. Recordemos que estamos en el siglo XVI y que los rígidos códigos de las cortes feudales y de las leyes de la guerra se ven amenazados por la juventud de quienes se dejan llevar por la ambición. El panorama es el de vivir bajo la amenaza constante de ser asaltados y exterminados, de ahí la necesidad de, una vez fallecido el gran Señor, poder engañar a los enemigos con su sola presencia, aunque vaya extendiéndose poco a poco el conocimiento del engaño. Hay, pues, una doble historia en la historia del doble, dado que el auge y la caída del mismo, centrada sobre todo en la relación con su nieto, ni excluye la admiración de quien lo ha puesto en su sitio, ni el desprecio de cuantos, sabido el engaño, lo tratan como el apestado que fue, puesto que a punto estuvo de ser crucificado hasta la muerte. El final, si acaso, me ha parecido que no estaba a la altura del resto de la película, porque la presencia del impostor en el escenario de la batalla tiene algo de final de cuento, más allá de lo verosímil y más acá de lo previsible. De todos modos, tanto en la parte coreográfica de los movimientos de los ejércitos como en las escenas íntimas de los interiores es tanta la belleza creada por Kurosawa que, una vez revisitada, invita de nuevo a volver a hacerlo, con el lógico afán de detenerse en ciertos planos y serenarse en su contemplación como en la de esas líricas y sosegadoras pinturas tanto chinas como japonesas que constituyen un arte sin igual. A ello contribuye poderosamente un riquísimo vestuario y unos espacios, no por austeros, menos impactantes. Una joya que debemos agradecer, con todo, a Coppola y a Lucas, quienes, en los tiempos difíciles del director japonés, contribuyeron a sacarla adelante mediante la financiación adecuada. 


lunes, 22 de mayo de 2017

Detentar la Historia: “Eleni”, de Theodoros Angelopoulos


 El fatal desacuerdo entre las imágenes, la narración y las emociones: Eleni, de Angelopoulos o la frialdad del esteticismo que retrata la Historia.


Título original: Trilogia I: To Livadi pou dakryzei (Eleni)
Año: 2004
Duración: 170 min.
País: Grecia
Director: Theodoros Angelopoulos (AKA Theo Angelopoulos)
Guion: Theodoros Angelopoulos (AKA Theo Angelopoulos)
Música: Eleni Karaindrou
Fotografía: Andreas Sinanos
Reparto: Alexandra Aidini,  Nikos Poursanidis,  Giorgos Armenis,  Vasilis Kolovos, Eva Kotamanidou,  Toula Stathopoulou,  Michalis Yannatos,  Thalia Argyriou.



Primer encuentro con Angelopoulos y primer deslumbramiento visual seguido de una incomprensible distancia emocional que me ha llevado a la frialdad, a la ausencia de empatía con el exceso lacrimógeno y dramático en que la narración del director griego se ha demorado durante casi tres horas, y  ello ha contribuido, en gran manera, la inexpresividad de la pareja protagonista, un prodigio de atonía interpretativa que fiaba el buen éxito de su cometido a la importancia de los hechos en los que se ven envueltos, prácticamente desde 1919 hasta el final de la Segunda Guerra Mundial.  A partir del retorno de los griegos de Odessa después de que esta fuese tomada por los bolcheviques, se nos cuenta la historia de dos hermanos, de diferente padres, que acaban teniendo dos gemelos que, tras el parto, son entregados en adopción. El padre adoptivo de la joven madre enviuda y quiere desposarse con la joven a la que ha criado en su casa durante tantos años, pero esta, enamorada de su hermanastro, decide escaparse de la casa con él justo el día de la celebración de la boda, un argumento de inequívoca raíz lorquiana que se sitúa en los años de ascensión del fascismo, cuando los griegos inmigrados desde la Unión soviética han de llevar una vida miserable, en barrios de barracas y tratando de salir adelante en franca situación de miseria. La película se decanta más hacia la poesía visual que hacia el realismo puro y duro, y ello obliga a no reparar en determinadas incongruencias sobre las fuentes de ingresos de los protagonistas ni el modo milagroso como pueden sobrevivir sin oficio ni beneficio, días tras día en condiciones tan adversas. La artificial búsqueda y parcial recuperación de los gemelos forma parte de los meandros de una trama que hallan, sin embargo, en la puesta en escena la verdadera dimensión de su razón de ser. La película, desde el comienzo, se estructura en torno a una planificación de imágenes que en modo alguno dejan indiferente al espectador, dada su belleza y su capacidad  tanto lírica como pictórica, ya sea la disposición de un pueblo que nace junto al río como  por arte de magia (y de las oportunas e indispensables elipsis), ya un barrio de barracas en Salónica, adonde huyen los novios de la persecución del padre, con sabor de estudio con pedigrí, ya la desaparición del propio pueblo por una inundación, con el inolvidable ballet de las barcas, ya el mágico teatro cuyos palcos, cerrados con sábanas y cortinas son alojamiento de los inmigrantes rechazados. Como el joven novio es músico, acordeonista, su aventura laboral se funde, al tiempo, con la hermosa banda sonora de la película, momentos, todos ellos, de gran densidad cinematográfica, pero incapaces de articular una narración compleja de lo que pretende el director con su trilogía, de la que Eleni es la primer entrega: narrar la historia de Grecia a lo largo del siglo XX. Curiosamente, esta película de Angelopoulos me ha servido para fijar una doble filiación cinematográfica ascendente y descendente. Por un lado, me ha parecido ver la película de un hijo de Fellini, del creador de imágenes oníricas, pictóricas, escultóricas, desde Giulietta de los espíritus hasta el Satiricón, y, por otro, he descubierto en Angelopoulos el padre fílmico indiscutible de su vecino turco, Reha Erdem, el director de la inquietante Kosmos, cuya puesta en escena en los barrios degradados de la fronteriza ciudad turca donde transcurre la acción tanto tiene que ver con el de las chabolas de Salónica. Decía, sin embargo, que las imágenes sin narración dejan coja una película, excepto que queramos ver un pase de diapositivas con personajes vestidos de época. El director  narra desde un apriorismo: nadie puede “no emocionarse” con los “perdedores” de la Historia, con los oprimidos, los explotados, y ello le lleva a economizar al máximo en los planteamientos narrativos, llenos de silencios y no pocas escenas emotivas “por definición”, aunque no se haya hecho ninguna “inversión” narrativa en presentarlas de manera que los espectadores se sientan partes de esas acciones, en vez de privilegiados espectadores que valoran, sobre todas las cosas, la belleza de las imágenes teatrales, excesivamente teatrales con que nos deleita muy a menudo Angelopoulos, como cuando en uno de esos malentendidos de la joven pareja, ella cree que él la va a abandonar para seguir, en solitario, su carrera musical y, ni corta ni perezosa, se “disfraza” con el vestido de novia con que huyó de su boda y de su padrastro y se va al borde del mar, junto a un quiosco de bebidas en la que varios hombres acaban sucediéndose en un baile por relevos con ella, una escena impecable desde el punto de vista técnico: la iluminación, el color, la música, el suelo húmedo lleno de reflejos luminosos, las sillas metálicas, el vestuario de ella y el de los hombres…, hasta que llega quien no tarda en convertirse en su verdadera marido, si no se me ha despintado la cronología de la acción, claro, que es lo que tiene la creación de atmósferas en vez de ajustarse al hilo narrativo. La película, tan amiga de lo simbólico, incluso reúne a los hermanos gemelos, combatientes en  bandos opuestos e incluso  el reencuentro de la madre con el cadáver del hijo, en un clímax supuestamente “desgarrador” que queda desvirtuado por el apriorismo del que he hablado con anterioridad. Al marido, que finalmente emigra a Usamérica, en los años posteriores a la depresión del 29, tampoco le va muy bien y a duras penas sobrevive, sin poder en ningún momento, reunir el dinero suficiente para que la familia se reúna con él. De hecho, acaba alistándose para poder conseguir de manera más rápida la nacionalidad usamericana, pero muere en una batalla. La historia, así pues, es más una crónica de los desastres de la Historia que otra cosa y de cómo las vidas individuales de las personas son, podríamos decir,  juguete  de esa maquinaria social en la que funcionan como meros engranajes perfectamente sustituibles. Insisto, a pesar de la morosidad excesiva de muchas escenas, la película, visualmente, es un disfrute continuo y no decepcionará a quienes sean capaces de emocionarse con esa versión hieráticamente personalizada de la Historia.

jueves, 18 de mayo de 2017

“En el ojo del huracán”, de Daniel Taradash o la irrenunciable defensa de la libertad de pensamiento y expresión.


 La única película del guionista de De aquí a la eternidad o Picnic: En el ojo del huracán o cómo plantarle cara al macartismo con una emotiva y persuasiva defensa de la Primera Enmienda.

Título original: Storm Center
Año: 1956
Duración: 85 min.
País:  Estados Unidos
Director: Daniel Taradash
Guion: Elick Moll, Daniel Taradash
Música: George Duning
Fotografía: Burnett Guffey (B&W)
Reparto: Bette Davis,  Brian Keith,  Kim Hunter,  Paul Kelly,  Joe Mantell,  Kevin Coughlin, Sally Brophy,  Howard Wierum,  Curtis Cooksey,  Michael Raffetto,  Joseph Kearns, Edward Platt,  Kathryn Grant,  Howard Wendell.

De nuevo la intuición cinematográfica me ha deparado el visionado de una película de la que lo ignoraba todo y que, después de vista, lamentaría muchísimo no haberla podido ver. En el ojo del huracán fue la única película dirigida por un oscarizado guionista, Daniel Taradash, quien lo consiguió por su guion para De aquí a la eternidad, aunque fue guionista de otras películas tan excepcionales como Picnic, de Joshua Logan o Encubridora (Rancho Notorius en el original) de Fritz Lang. Se trata, pues, de un caso parecido al de Dalton Trumbo, quien también realizo una sola película, la más que notable Johnny cogió su fusil, película antibelicista y en pro de la eutanasia  que vi, sobrecogido, en mi juventud. Como no sabía absolutamente nada de la película, la elegí en Tallers 79 por la sinopsis y la presencia de Bette Davis. La grata sorpresa de haber acertado se me confirmó nada más iniciarse los títulos de crédito, magníficos y, como no podía ser de otra manera, dada la imaginación y la calidad de los mismos, pertenecen a Saul Bass, el mayor genio de ese sutil arte, ya bastante reconocido, pero aún no tanto como para que los Oscar o los Goya se hagan eco de sus creadores, una especialidad cinematográfica con personalidad propia. La historia que se narra en la película se acoge a la modestia de un incidente en una mediana localidad. El equipo municipal decide invertir en un ala infantil para la biblioteca si la bibliotecaria, Alicia Hull, decide retirar de la circulación un libro titulado El sueño comunista, sobre la presencia del cual en la biblioteca los miembros de la alcaldía han recibido quejas furibundas de algunos votantes, lo que les hace temer sobre su reelección si no toman medidas cuanto antes. A partir de esa anécdota, que se complica en un crescendo de autoritarismo, espíritu macartista y patriotismo mal entendido, se desarrolla, a escala, el conflicto peligroso que supuso para la sociedad usamericana el delirio anticomunista del senador McCarthy, que nos ha dado estupendas películas recientes como Buenas noches, y buena suerte, de Clooney,  Trumbo,  de Jay Roach, la biografía del represaliado guionista de Espartaco, entre otras,  o, algo más lejana en el tiempo, La tapadera, del represaliado Martin Ritt e interpretada por otro represaliado, el magnífico actor Zero Mostel. La película es un claro ejemplo de ese arte en el que los usamericanos son especialistas: a partir de un incidente en una pequeña localidad, este  crece hasta adquirir una dimensión metafórica que lo convierte en una reflexión indispensable sobre el tema que se ventile en ella, en este caso nada menos que una rebelión contra la censura y en pro de la libertad de pensamiento y de expresión, recogido todo ello en la famosa Primera Enmienda de la constitución usamericana.  Dicho así, se diría que estamos en presencia de una película patriótica y, en cierta manera así es, pero, curiosamente, lo es porque en ella se ataca la perversión del patriotismo mal entendido, el representado por el joven político municipal con ambiciones interpretado por un secundario de lujo del cine, Brian Keith. La historia respira un aire de verdad tan contundente que, buscando información sobre ella, he descubierto que se inspira en un caso real, el de  Ruth Winifred Brown, la bibliotecaria que tuvo que pasar por un calvario semejante al de Alicia Hull en esta película. Es evidente que la trama va más allá de lo que sería un mero planteamiento teórico, aunque hay escenas en la película en las que la discusión sobre la defensa de los valores fundacionales de la democracia usamericana, recogidos en la Primera Enmienda, se convierte en un aliciente dialéctico de primer orden. Se enfrentan, pues, dos visiones: la defensa de las libertades frente a la histeria anticomunista que veía satanes tras cada defensor de aquellas. A su manera, los miembros del poder local se constituyen, incluso físicamente, como la audiencia en que reciben a la bibliotecaria, en una réplica del comité de actividades antiamericanas, y Alicia Hull, en una perfecta representante de aquellos artistas e intelectuales que fueron perseguidos e incluso encarcelados, como recientemente tuvimos la ocasión de recordar con motivo de la excelente película Trumbo, el alma gemela de Daniel Taradash, quien, aunque no fue condenado, y acaso precisamente por ello, se atrevió a filmar, tan pronto como en 1956, este alegato contra la histeria liberticida del senador McCarthy. Había que tener valor para hacerlo entonces, y, de hecho, la película no tuvo el éxito que hubiera merecido, pues fue acusada de ser propaganda comunista. Vista hoy, sin embargo, la película merecería los honores de ser vista en todos los institutos de enseñanza secundaria de nuestro país para aleccionar al alumnado sobre a qué extremos de alienación puede llevar la histeria ideológica y el patriotismo nacionalista mal entendido. Sé que me aparto de lo que son habitualmente las críticas en este Ojo, pero el fortísimo rebrote del populismo, unido al del nacionalismo excluyente, supremacista y xenófobo, hace que el visionado de esta película me parezca inexcusable. El adoctrinamiento nacionalista en una sociedad tan plural como la mía, la catalana, está consiguiendo que la peor de las pesadillas de la tolerancia y de la libertad de pensamiento y de expresión se esté convirtiendo en el pan nuestro de cada día. La trama de la película gira, también, en torno a la relación privilegiada de un niño hiperlector con la bibliotecaria, una relación de admiración y devoción que se ve justamente recompensada con el privilegio de llevarse a casa ciertos volúmenes valiosos de la biblioteca. No me cuesta reconocer que la familia del niño, con un matrimonio muy peculiar entre una madre amante de la cultura y un padre que no conecta con su hijo por su rechazo a todo lo que signifique “cultura” es una reducción algo caricaturizada y que pierde realismo por su condición de mero factor de persuasión de hasta dónde puede llegarse cuando la propaganda histérica contra la libertad de expresión y la defensa acrítica del patriotismo se inculca en los seres humanos. La relación que vemos entre el crío lector y la bibliotecaria es en todo equivalente a la que se nos narra en la película de José Luis Cuerda, La lengua de las mariposas, entre el maestro y su alumno predilecto, final incluido. La película como tal, tiene la solvencia narrativa de quien no ignora las leyes esenciales de la realización cinematográfica y consigue implicar al lector en un desarrollo de los hechos muy ágil y convincente. Está claro que la cámara está al servicio del guion y que no se buscan ángulos insólitos ni un despliegue de imaginería visual que, como es lógico, distraería probablemente de la atención que la historia, tan potente, merece. Hay, podríamos decir, una dirección “transparente”, in énfasis, casi “funcional” que pretende pasar inadvertida para potenciar la identificación emocional con la discusión dialéctica que vertebra la película. Aun así, el alegato final de Alicia Hull ante la biblioteca que el niño ha incendiado, cuando dice, desafiante, después de que la inviten a hacerse cargo de la reedificación de la misma, que antes que censurar un libro de su biblioteca “pasarán por encima de mi cadáver”, recuerda mucho el de Vivien Leigh contra un cielo en llamas jurando que no volverá a pasar hambre. Es digno de recordar que la vida de la pequeña comunidad, con las relaciones muy trabadas entre sus miembros, exige, como en este caso, cuando se reúne un comité de ciudadanos para protestar contra el despido de la bibliotecaria, una posición ética nítida que no todos están dispuestos a asumir, y ahí hurga el guion con excelente criterio, porque la lucha contra el fascismo es una lucha social, sí, pero, como no puede ser de otro modo, ha de partir del individuo que “toma partido” ante la injusticia y se “arriesga”, algo que acaba viendo, ya en el desenlace, la segunda de la bibliotecaria que, enamorada del impulsor del despido de Hull, y aun a pesar de haber sido ascendida a bibliotecaria jefa, se percata de la senda de odio por la que han discurrido los acontecimientos sin haberse querido dar cuenta de la responsabilidad, indirecta, que ella tenía en ellos. Es, el de Kim Hunter, famosa por su interpretación en Un tranvía llamado deseo, uno de esos diálogos que rubrican con broche de oro una exposición irreprochable:
Martha Lockridge: Whatever was the issue? A stubborn woman was fired. Your council blew itself up with civic virtue. The city got something to buzz about. I got a better job. You got a platform.
Paul Duncan: You make it sound like a grab bag.
Martha Lockridge: Well, what do you think it was? Patriotism?

En esas estamos, pues.

miércoles, 17 de mayo de 2017

La modesta excelencia del "oficio": “Retorno al abismo”, de Curtis Bernhardt


El desafío del crimen perfecto o el patetismo del viejo enamorado no correspondido: Retorno al abismo o un guion milimétrico para un thriller muy logrado.
  
Título original: Conflict
Año: 1945
Duración: 86 min.
País: Estados Unidos
Director: Curtis Bernhardt
Guion: Arthur T. Horman, Dwight Taylor (Historia: Alfred Neumann, Robert Siodmak)
Música: Friedrich Hollaender
Fotografía: Merritt B. Gerstad (B&W)
Reparto: Humphrey Bogart,  Alexis Smith,  Sydney Greenstreet,  Rose Hobart,  Charles Drake, Grant Mitchell.


Ya habrá estudios, me imagino, sobre la importantísima labor desarrollada en el cine usamericano por los emigrados alemanes tras el triunfo de Hitler, y esta película es un excelente ejemplo de lo que esos directores contribuyeron a la creación de las señas de identidad de lo que hoy tenemos como un género específicamente usamericano, el cine negro, el thriller o como lo queramos llamar. Curtis Bernhardt llevó al cine una historia del también director Robert Siodmak y a ellos se unió en la banda sonora Friedrich Hollaender, quien debutó en el cine nada más ni nada menos que con la banda sonora de la mítica El ángel azul, de Stenberg, y aquella canción que inmortalizó a Marlen Dietrich: Ich bin von Kopf bis Fuss auf Liebe eingestellt (Desde la cabeza hasta los pies estoy hecha para el amor). Aunque la historia no se plantea como un reto delictivo, conseguir el crimen perfecto, porque la pulsión amorosa que anima al protagonista, un Humphrey Bogart destacadísimo en su faceta de villano atormentado psicológicamente, enamorado de la hermana pequeña de su mujer, es suficiente para justificar que no vea otra solución para lograr sus deseos que librarse de quien le ha asegurado, al descubrir ese ridículo y patético amorío de colegial, que no está dispuesta a dejarle el camino libre. Arranca la película, para mayor ironía, siempre presente de un modo sutil en la película, con la celebración del aniversario de boda del matrimonio feliz por excelencia para sus amigos, aunque la escena inicial ya ha dejado clara la dimensión del fracaso del mismo. El mejor amigo de la pareja, sobre todo de ella, un psiquiatra que estudia cómo las ideas obsesivas determinan incluso la vida de las personas desempeñará un papel relevante en el desarrollo de la trama, si bien me abstengo de desvelar, en una película de intriga, y tan bien conseguida, ningún extremo que lleve a conjeturas que arruinen su visionado. La atmósfera de cine negro está conseguidísima y la realización del crimen, con un Bogart de gabardina bajo un árbol en una noche oscura y en una carretera apartada es absolutamente magistral, lindando propiamente con el género de terror, algo de lo que hay no solo en ciertas escenas cumbre, como la que acabo de evocar, sino porque ese abismo del que nos habla el título no es tanto el de la sierra por donde despeña el coche con su mujer asesinada dentro, cuanto la mente del asesino, lo que nos hace relacionar esta película con otras en las que la perturbación mental emerge como tema principal, más allá de los posibles delitos que se cometan. Aunque el plan urdido por el protagonista parece no haber dejado nada al azar, la historia da un giro de guion magnífico cuando la asesinada comienza a dar señales de vida a través de objetos que le llegan al protagonista y que son inconfundiblemente de su mujer, aunque la policía aún no ha encontrado el coche siniestrado ni, por tanto, el cadáver. La perspectiva de una venganza fría y tan calculada como lo fue el asesinato de la esposa se abre paso de forma avasalladora. Y ahí tenemos al envejecido don Juan declarándose inútilmente a su cuñada y temeroso, al mismo tiempo, de que en cualquier momento su legítima cruce el umbral de la puerta con la policía al lado para acusarle de intento de asesinato. Se advierte, por la sinopsis lo bien construida que está la trama, y ello convierte a la película en una historia muy digna de verse. La presencia de Bogart hace imposible considerarla de serie B, pero sin él, la película sería una joya de esa serie. Comparada con otras obras maestras del género, y aunque no desmerezca, queda en un plano inferior, pongamos por caso, por recordar una de título semejante, que Retorno al pasado, de Tourneur. La historia es buena, pero tópica; la realización, sin embargo, es magnífica y consigue ambientes muy logrados, aunque algunos exteriores son nítidamente de estudio, lo que da a entender que la inversión fue muy justa. A mí me ha recordado más las historias de Agatha Christie que obras propias del género negro como las de Chandler o Hammett, sobre todo por la presencia del psiquiatra y la relación entre las teorías psicoanalíticas y los hechos. En cualquier caso, se trata de una película notable, perfectamente realizada e interpretada -Rose Hobart, la esposa, hace una interpretación soberbia, una maestría que ya había demostrado mucho antes, cuando en 1930 interpretó la enamorada de Lilliom, de Borzage- y que sabe mantener la intriga hasta la tenebrosa secuencia del desenlace, cuando en ese abismo se reúnen el asesino y el perturbado mental.

martes, 16 de mayo de 2017

“La influencia”, ópera prima incomunicada de Pedro Aguilera.




Una morosa ficción de realismo fantástico sobre la fragilidad humana: La influencia o de como las imágenes jamás sustituyen al guion.

Título original: La influencia
Año: 2007
Duración: 83 min.
País: México
Director: Pedro Aguilera
Guion: Pedro Aguilera
Música: Thomas Tallis
Fotografía: Arnau Valls Colomer
Reparto: Paloma Morales,  Romeo Manzanedo,  Jimena Jiménez,  Claudia Bertorelli Parraga.


A una meritoria práctica de fin de carrera es a lo que más se acerca la ópera prima de Pedro Aguilera: La influencia. Partiendo de la realidad stricto sensu, aunque con un ritmo de plano fijo semieterno,  repetidos ad náuseam, Aguilera quiere construir una narración “realista” de un proceso autodestructivo en el que se sume una mujer a la que todo en la vida parece salirle mal: el trabajo, una tienda de productos de belleza “en la que nunca entra nadie” y de cuyo local la desahucian por falta de pago, lo que conlleva no poder pagar un colegio privado en el que seguía manteniendo a los hijos, a pesar de su deprimente situación económica, etc. Se me dirá que lo importante no es la realidad cominera, sino el proceso psicológico de una mujer frágil, impotente e incapaz de luchar contra la adversidad, pero los espectadores tenemos la mala costumbre, ante cualquier historia, de hacernos preguntas, muchas preguntas, y hay películas que se empeñan en no darnos ninguna respuesta y en plantarnos ante acciones irracionales cuya oscura lógica ni siquiera la perturbación psicológica es capa de explicar Técnicamente la película, excepto la reiteración de los planos fijos, está muy bien construida y saca partido de los espacios por los que transita, aunque esos tránsitos no sirvan para constituir una narración propiamente dicha. Se fía todo al primer plano, al gesto imperceptible, a la decisión insólita -como el ligue en la farmacia con polvo ipso facto-, a una suerte de huida hacia adelante que no excluye el robo no impelido por la necesidad, sino por el capricho, etc.  La relación de la madre con dos hijos muy distintos, una adolescente que se inicia en el alcohol y en las tentaciones propias de su edad y un niño pequeño rebelde y casi autista que vive en su mundo de superhéroes, va de la incomunicación a la indiferencia y de la severidad al rechazo. La lenta descomposición del núcleo familiar por la depresión severa de la madre, que, al final, ni se levanta ya de la cama, tiene más encaje en el cuento fantástico que en la realidad, porque cómo, si no, puede entenderse que vivan en semejante aislamiento que su desaparición del colegio no cause ningún tipo de alarma o que no tengan ninguna familia que esté al cabo de la calle de los serios problemas económicas de la madre. Cuesta aceptar el planteamiento, pero si la narración tuviera una lógica interna que nos convenciera, estaríamos dispuestos a aceptarlo. No es así, sin embargo. La película está llena de secuencias hermosas, como la excursión a las dunas o un travelín lateral contra un muro que parece propiamente un decorado de estudio, con una luz peculiar, casi abstracta, me atrevería a decir, si se me entendiera que con ello quiero significar que la escena parece como que no sea de este mundo, sino de un sueño o de un espacio mágico que no coincide con la realidad chata de la cotidianeidad. La película, que comienza con el plano moroso de la cabeza de la protagonista, enfocada por detrás, en una farmacia, tiene no pocos momentos visuales excelentes, pero hay en ese virtuosismo, como una falta de sentido narrativo que los reduce a mero esteticismo. Dejo de lado la escasa calidad de las interpretaciones de los actores secundarios, algunos de los cuales ni deben ser profesionales, siquiera, aunque con uno de ellos, el cantante de copla en el bar, algo así como el Palomino de la Barceloneta, consigue un momento inspiradísimo que me ha recordado al mejor Betriu, el de Furia española, e incluso a Kaurismäki, por el hieratismo de la escena. Aguilera me ha parecido un autor en la línea de Fernando Franco, La herida, con la que esta película comparte una aproximación al síndrome depresivo, y de Javier Rebollo, en La mujer sin piano, una magnífica película con una exploración del espacio y de la psicología de la insatisfacción vital que tan próxima es también a La influencia. La diferencia de calidad entre estas dos y la de Aguilera, sin embargo, es muy notable, acaso por disponer de más y mejores medios, la película de Aguilera es prácticamente una heroicidad presupuestaria, pero también por la existencia de unos guiones muy trabajados, algo de lo que la película de Aguilera adolece.

“Una vida y un amor”, de John Brahm o el amor en tierras exóticas.





A medio camino de todo: thriller, drama romántico, Casablanca o La dama de Shanghai, Una vida y un amor, de John Brahm o los inicios de una veyenda: Ava Gardner.

Título original: Singapore
Año: 1947
Duración: 79 min.
País: Estados Unidos
Director: John Brahm
Guion: Seton I. Miller, Robert Thoeren (Historia: Seton I. Miller)
Música: Daniele Amfitheatrof
Fotografía: Maury Gertsman (B&W)
Reparto: Fred MacMurray,  Ava Gardner,  Roland Culver,  Richard Haydn,  Spring Byington, Thomas Gomez,  Porter Hall,  George Lloyd,  Maylia,  Holmes Herbert,  Edith Evanson.


He de reconocer que la intervención de Fred MacMurray en una película ya me hace sospechar sobre su posible interés y calidad. Que aparezca formando pareja con una Ava Gardner aún alejada de la gran estrella en que llegaría a convertirse, con una belleza más discreta, podríamos decir, esto es, sin que aún tuviera aquella presencia que la acreditaría, años más tardes, como “el animal más bello del mundo”, en definición de quien la amó hasta el delirio, Frank Sinatra, ya me inclina algo más favorablemente hacia ella, pero la firma del director, John Brahm,  “otro” de los  directores alemanes exiliados tras la llegada de Hitler al poder, me invita, decididamente, a darle una oportunidad. Haber visto hace poco Semilla de odio, con Anne Baxter, es aval suficiente para dedicarle un visionado que, sin defraudarme, tampoco me ha entusiasmado. La película se nos ofrece como una muestra de ese cine en ambientes exóticos, en este caso Singapur, poco reconocible, sin embargo, por la ausencia de planos generales o panorámicos de la ciudad, y un exceso de interiores o exteriores de estudio; un cine, ya digo, que incluye, usualmente, una historia a medio camino entre el thriller y el drama romántico, sin que, como en este caso sucede, se sepa cuál es la más importante. A mi entender, el drama romántico es la parte sustancial de la historia, y el asunto del contrabando de perlas un mero pretexto para esa historia dividida en dos partes: un flash back en el que se recuerda cómo se conocen los protagonistas y cómo el ataque japonés sobre la ciudad acaba separándolos el mismo día en que iban a casarse. El contrabandista vuelve, pasada la Segunda Guerra, a intentar recuperar las perlas escondidas en un hotel que había sido requisado por el ejército británico y en el que el contrabandista no pudo, por tanto, recoger su botín. Vuelve, pues, para hacerlo y, por casualidad, en una sala de fiestas descubre a la novia que daba por muerta bailando con un hombre. Se presenta ante ella pero ella no lo reconoce. Tras el bombardeo en el que sufrió un golpe en la cabeza que le produjo una severa amnesia, rehízo su vida y se casó con un rico terrateniente. A esta historia del reencuentro imposible ha de añadírsele la estrecha vigilancia del jefe de la policía y el interés de un estraperlista por hacerse con el botín del protagonista. Llegados a este punto, he de reconocer que el giro de guion de la amnesia bastó para cautivarme, porque, sí, lo reconozco, Niebla en el pasado de Mervyn LeRoy, es una de mis películas favoritas, y, por la misma razón amnésica, La mujer sin rostro, de Delbert Mann me ha gustado tanto, entre las que he visto sobre el tema recientemente. Singapur, un título con el que se pretendía evocar esos amores bajo cielos exóticos, tenía no pocos ingredientes para haberse convertido en una película al estilo incluso de Casablanca, con la que comparte el final, por ejemplo, con un último plano excelentísimo, acaso lo mejor de la película. El peor defecto de la película es el quedarse a medio camino de casi todo, porque ni MacMurray es el galán adecuado, ni la trama de las perlas tiene suficiente consistencia, ni el giro amnésico provoca el suspense acongojante que mantenga en vilo a los espectadores sobre el resultado final del mismo, aunque está muy cerca de lograrlo, es decir, con esa indefinición entre excelente película de serie B o entretenida de serie A, al final nos quedamos un poco en terreno de nadie. Eso sí, la película puede verse y disfrutarse sin excesivo entusiasmo, porque continuamente echamos de menos “lo que podría haber sido”. No creo que todo sea cuestión de presupuesto, sino de que la película exigía una atmósfera que no se acaba de conseguir. Salvo por los extras orientales, casi nos da igual que la acción se sitúe en oriente que en Oregón, no afecta para nada al desarrollo de la trama. Esa falta de consistencia en la puesta en escena afecta notablemente al impacto visual del film. Y eso es ya responsabilidad de Brahm, quien, por otro lado, tiene obra magnífica en la serie B, en el género de terror, Concierto macabro o Jack, el destripador, en las que la atmósfera, por conseguida, es determinante. Insisto, la película se ve con agrado e incluso Fred MacMurray tiene una actuación tolerable -¡lo que hubiera sido esta película con Robert Ryan, por ejemplo…!- y Brahm consigue planos de Ava Gardner que, sin duda, contribuyeron a cimentar la fama universal de su belleza. 

lunes, 15 de mayo de 2017

De Jack a John, en ambos casos Ford: “Buenos amigos” y “Legado trágico”, dos películas seductoras para una magnífica sesión doble.



Buenos amigos o una película que Chaplin vio con mucha atención y Legado trágico o la querencia irlandesa del realizador: dos excelentes obras de la época muda de Ford.




Título original: Just Pals
Año: 1920
Duración: 50 min.
País:  Estados Unidos
Director: Jack Ford
Guion: John McDermott, Paul Schofield
Música: Película muda
Fotografía: George Schneiderman (B&W)
Reparto: Buck Jones,  Helen Ferguson,  George Stone,  Duke R. Lee,  William Buckley, Eunice Murdock Moore,  Bert Appling,  Edwin B. Tilton,  Slim Padgett,  John B. Cooke.


No sé si me paso de listo, pero tengo para mí que Buenos amigos, rodada un año antes que El chico, de Chaplin, le sirvió a este de estupenda inspiración, y lo sostengo porque mientras visionaba Buenos amigos descubrí no pocas escenas y gestos que me trajeron a la memoria enseguida la película de Chaplin. El protagonista es un vagabundo sin oficio ni beneficio, un devoto seguidor de Paul Lafargue , de El Derecho a la pereza, que practica con consumada maestría. Un día estando junto a la maestra, de quien está enamorado aunque no se atreva a decirle nada por la diferencia de clases que hay entre ellos, observa que un violento revisor, al estilo del de El emperador del norte, de Aldrich, tira del tren a un niño que viaja sin billete. El vagabundo se acerca a defender al niño y acaba de un sonoro guantazo en el lado de la vía donde había caído el niño. A partir de ese encuentro, el niño se queda con él y empiezan una vida juntos que se verá alterada por el empeño de la maestra en que vaya a la escuela. Hay una escena muy curiosa, para el parecido que señalo con El chico, en que se levantan ambos del pajar donde duermen y, recortados en el hueco del acceso al mismo, se desperezan al mismo tiempo. Más adelante, advirtiendo el vagabundo que al crío le hace falta un buen lavado, lo atrapa con una cuerda y lo suspende en el aire para proceder a enjabonarlo, ante las protestas de este, una escena que recuerda, vagamente, a la cuna colgada donde guarda Charlot a la criatura que no le ha quedado más remedio que adoptar. La trama se complica por la petición de dinero que le hace el que se supone que pretende ser novio suyo, un empleado del banco, para cubrir un déficit de caja del que no le da razón. Cuando la junta municipal le exige el dinero que la maestra custodiaba, el novio está ausente y no llega a tiempo parta devolvérselo. Ante el deshonor de no poder devolverlo, la maestra se intenta suicidar en el río. La rescatan y la historia se complica, con una dosis de acción trepidante, con un asalto al banco planeado por el propio trabajador en compañía de una banda organizada y la detención de todos ellos cuando el vagabundo, en unas escenas muy meritorias de persecución automovilística, llega a tiempo para intentar impedirlo, lo que acaba en una lucha contra todos ellos en la que lleva las de salir perdiendo. Avisados los agentes, detienen a todos aún dentro del banco. El vagabundo es acusado por el jefe de la banda de ser el cabecilla y está en un tris de ser ahorcado por la famosa ley de Lynch, de no ser por la detención del novio de la maestra, quien confiesa su participación en el intento de robo. La película está a caballo entre las películas costumbristas de Ford y los westerns que le hicieron famoso, si bien aquí el personaje del vagabundo de quien se ríe toda la ciudad y que se convierte en el héroe que la salva del atraco al banco adquiere una dimensión melodramática muy eficaz, porque, al fin y al cabo, todo su heroísmo lo es por amor a la maestra, algo de lo que, al final, ella acabará enterada. La historia de un secuestro -el coche que derrapa era conducido por un chófer que había secuestrado al hijo del millonario para pedir un rescate- sirve casi de deus ex machina para que el vagabundo cobre una recompensa que le permita encarar con ciertas garantías de éxito el cortejo de la maestra. La imagen final del vagabundo y el chico impecablemente atildados ante la verja de la casa de la maestra forma parte de de ese repertorio de escenas que ponen de relieve el humor fordiano que se prodiga, sin embargo, a lo largo de toda la película, tanto en acciones como en diálogos: “si los chismorreos de las cotillas fueran brisa, la de este pueblo sería un vendaval”, le dice el vagabundo al chico. Se trata, pues, de una película, bastante más que entretenida, que consagra ese tipo usamericano del vagabundo que vive de milagro, lleno de poderosas virtudes y excelsos sentimientos, y cuya figura aborda Ford en esta película con evidente humor e inequívoco afecto, porque Bim, que así se llama, desafía las convenciones ultraconservadoras de la sociedad en la que “le dejan” vivir.




Título original: Hangman's House
Año: 1928
Duración: 80 min.
País: Estados Unidos
Director: John Ford
Guion: Malcolm Stuart Boylan, Philip Klein, Willard Mack, Marion Orth (Novela: Brian Oswald Donn-Byrne)
Música: Tim Curran
Fotografía: George Schneiderman (B&W)
Reparto: Victor McLaglen,  June Collyer,  Earle Foxe,  Larry Kent,  Hobart Bosworth.


Legado trágico es una película “irlandesa” de Ford, lo que, inevitablemente, ha de llevarnos a hablar de El hombre tranquilo, aunque solo sea porque rescata de la que hoy comento la carrera de caballos, si bien con alguna diferencia notable, porque, en Legado trágico, son jockeys expertos y el recorrido, al estilo del John Smith’s Grand National, está lleno de obstáculos que van ejerciendo una férrea selección de los participantes. Seguro que Fernando Savater vería las secuencias de la carrera con un nudo en la garganta, porque, además de espectaculares, son bellísimas y consiguen transmitir una emoción que pocos directores de acción consiguen en sus filmaciones. En esas magníficas secuencias podemos contemplar, además, la primera aparición de John Wayne en pantalla con un minipapel, curiosamente en una película que tanto tiene que ver, por la ambientación, con la que él rodara 22 años después a las órdenes del mismo  Ford. La historia comienza, en una película con una ambientación parecida a la de La última patrulla, en el desierto de Argelia, donde un militar recibe un cable con la noticia de la muerte de su hermana tras haber sido abandonada por un rico con quien, en la localidad irlandesa a la que se desplaza el militar, un juez riguroso que apura sus últimos días de vida quiere dejar casada a su hija antes de morir. Ahora bien, la hija está enamorada de otro y, por no contrariar a su padre está dispuesta a someterse al matrimonio, pero no tanto a consumarlo, para desesperación del flamante marido y espléndido villano, con un empaque de tal como es difícil verlo en las pantallas actuales. El militar llega a Irlanda y ha de camuflarse para no ser detenido por las fuerza británicas de ocupación antes de llevar a cabo la venganza de su hermana. La actuación del actor fetiche de Ford, Víctor McLaglen llena la pantalla de humor y de interés y, a través de sus disfraces y de la red de apoyo independentista que lo acoge, poco a poco vamos acercándonos a es momento culminante de la venganza. La película tiene mucho de relato gótico y no solo por el castillo en el que vive el juez, quien en una excepcional toma desde detrás de la chimenea, vive angustiado por todos los que mando ahorcar en el ejercicio de su procesión. El plano se invierte y, desde el punto de vita del juez, el hueco de la chimenea, con los morillos enmarcándolo y el fuego en primer plano, se convierte en una pantalla por la que el juez, en sus postrimerías, revive todo el daño que ha hecho y por el que la gente lo maldice, como maldice el castillo donde vive, una herencia con la que ha de luchar su hija, y que se añade al matrimonio concertado por él. Esa atmósfera gótica se consigue a través del uso de la niebla en muchos momentos de la película y en un breve viaje en barca a través del río que recuerda notablemente el de los dos hermanos que huyen río abajo en La noche del cazador. Hasta la presencia de unos cisnes majestuosos en primer término en la orilla del río, mientras avanza en segundo término la barca con los dos enamorados en busca del vengador McLaglen, recuerda a la película de Laughton. No me atrevo a decir que Sir Charles guardara en la memoria estas imágenes cuando proyectó y rodó las suyas, pero nada me extrañaría, en efecto. Legado trágico es la última película muda de Ford, pero sin voz sonora y hasta sin música, porque estas son las películas con las que me acompaño en las noches de insomnio y ni siquiera habilito la banda sonora añadida que la complementa, lo que me permite aquilatar visualmente las muchísimas virtudes del film. La película es de estudio, y los decorados de cartón piedra cantan lo suyo, de ahí esa mezcla de género gótico, drama sentimental e historia de venganza. El final, impactante, supone algo así como la caída de la casa Usher, porque un voraz incendio en el que resulta atrapado el ambicioso malvado con quien casó el juez a su hija, y en el que este perece, supone algo así como el borrón y cuenta nueva mediante el cual la hija puede iniciar una nueva vida con su enamorado. Es curioso que el asesinato vengativo no pueda ser llevado a cabo y la muerte del malvado sea producto del incendio, es decir, que nadie puede reclamar el honor de haber sido la mano ejecutora de una sentencia merecida, por lo que vamos viendo de su actuación a lo largo de la trama. Hay verdaderos momentos de excelente humor, como la aparición del criado con el perro para alejar al marido de su legítima mujer, por ejemplo, y, sobre todo, en la carrera, cuando los apostantes por el caballo de la hija del juez se suben a un carro para seguir la carrera y el pobre asno que lo lleva queda elevado con las cuatro patas en el aire, como si de un tobogán se tratara… Estoy convencido de que para quienes El hombre tranquilo es una de las grandes películas de la historia del cine, Legado trágico es una película de imprescindible y obligado visionado. No tarden. Como dice la carátula de las películas, una “joya del cine mudo” les espera.