domingo, 28 de febrero de 2021

«Los misóginos», de Onur Tukel o la noche que ganó Trump…

 

Cine político claustrofóbico que deviene ajuste de cuentas con el vacío del individualismo del “mundo macho”.

 

 

Título original:  The Misogynists

Año: 2017

Duración: 85 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Onur Tukel

Guion: Onur Tukel

Fotografía: Zoe White

Reparto: Dylan Baker, Lou Jay Taylor, Ivana Milicevic, Trieste Kelly Dunn.

 

 

         Primera película que veo de Onur Tukel, y, repasando sus obras anteriores, advierto que se trata de un cineasta no estrenado en salas comerciales en España, a juzgar por la ausencia de críticas españolas a sus películas en FilmAffinity. De su biografía en la red se deduce su afición a experimentar con el cine de género y su decidida pertenencia al cine independiente. En esta película, claustrofóbica (el corrector me ha deparado una versión que también da en el clavo para describir la película: *claustrofónica), porque transcurre íntegramente, salvo unas breves escenas en un bar y un taxi, en la habitación y, brevemente, en el pasillo de un hotel, Onur Tukel plantea una situación muy atractiva de inicio: tres amigos han quedado la noche electoral de 2016 para festejar o consolarse del resultado de unas elecciones que se suponían «cantadas» para Hillary Clinton y que acabó ganando Donald Trump, incluso para su propia y morrocotuda sorpresa. La película, obviamente, nada dice del total del periodo presidencial de Trump, porque está realizada solo un año después de la victoria por delegados, que no por votos, sobre su adversaria. No necesitaba siquiera ese año para realizarla, porque lo importante es la victoria en sí contra pronóstico, y el subidón que en sus votantes produjo tal hecho. De los tres amigos que se reúnen en la habitación del hotel, solo uno de ellos es declaradamente partidario de Trump, y los otros dos, tibios votantes de Clinton. Con todo, la película se va a convertir en una suerte de monólogo inacabable del seguidor de Trump, para el que haya poca resistencia en sus dos amigos. La suerte que tiene el espectador es que se trata de una película política, militante, que, desde una perspectiva supuestamente imparcial, permite que, a través de ese largo monólogo, el personaje se desnude de un modo integral, dejando al aire unas vergüenzas morales de considerable tamaño. Logra seducir, eso sí, al timorato amigo que vive dominado por su esposa, encarnación de la corrección política y de una suerte de matriarcado del que genera la ficción de liberación siguiéndole la corriente a su amigo. Quienes vieron la excelente Magnolia, de Paul ThomasAnderson, hallarán ecos del personaje Frank Maggey en el pobre diablo que se viene arriba con el triunfo de su ídolo y cree cumplir el dictado machista que inculcaba en sus acólitos el personaje interpretado por un soberbio Tom Cruise. Y quienes admiraron a Dylan Baker en Happiness, de Todd Solondz, podrán quedarse boquiabiertos ante una interpretación como personaje principal realmente apabullante, sobre todo si tenemos en cuenta de que casi todo el peso de la película recaer sobre él. Cuesta reconocer las buenas interpretaciones de los «villanos», ciertamente, pero ¡qué sería del cine sin ellas!, del mismo modo que quería del cine negro sin las mujeres fatales, como esa joya que, en un melodrama teñido de thriller,  interpreta Katy Jurado en la última de Buñuel que he criticado, El Bruto.

         La película, así pues, no tiene más trama que la reacción de esos amigos desde ideologías distintas frente a la elección de Trump y una suerte de festival de asqueroso machismo militante que provoca, incluso, que las escorts de lujo que estaban dispuestas a pasar con esos pobres hombres la velada, por 3000 nada despreciables dólares, antepongan su dignidad como mujeres a ser «cosificadas», como protesta la más renuente de ellas en el taxi para renunciar al «servicio» y marcharse cada una a su casa y dar por clausurada la noche. Pequeños incidentes, con la mujer negra y obesa, casada con un alfeñique blanco sudafricano, por ejemplo, complican la trama y le ofrecen munición al trumpista para seguir desarrollando su discurso supremacista blanco. A ese orden pertenece la llegada de las dos prostitutas, quienes, al dejarlos solos, mientras se cambian, acaban escuchando una retahíla de futuras humillaciones que no les deja más salida que la salida, precisamente. Súmese a eso un pequeño detalle de suma trascendencia y comicidad, relacionado con la mujer del amigo sometido a ella y entonces la película adquiere una dimensión mucho mayor que la de la simple anécdota.

         Ojo, el discurso del protagonista hace daño a los oídos, que conste, y se ha de tener un buen estómago para seguir el desarrollo hasta el final, pero a mí me parece que vale la pena, porque estoy seguro de que retratos como este de los votantes de Trump han conseguido, repitiéndose a lo largo de cuatro años, cambiar el sentido del voto en Usamérica, a juzgar por los resultados de Biden-Harris.

         Desde el punto de vista estrictamente espacial y dialéctico, la película me ha traído a la memoria una de las primeras películas del ahora célebre Richard Linklater, La cinta, protagonizada por otros tres actores en estado de gracia: Ethan Hawke, Robert Sean Leonard y Uma Thurman, también en una claustrofóbica habitación de hotel, aún más sombría que la de esta película, porque, al fin y al cabo, es la vivienda habitual del protagonista.

         El cine político tiene no pocos aficionados, pero a los que no lo fueran, cabe decirles que la historia evoluciona hacia lo que podríamos llamar la «tragedia de un hombre ridículo», y ahí todos tenemos algo que decir y, no pocos, experiencias que contrastar.

 

 

 

 

 

viernes, 26 de febrero de 2021

«El bruto» y «El río y la muerte», de Luis Buñuel o el gran cine pendiente de ser descubierto.

 



La tragedia de un hombre ridículo y corto de luces como en El delator, de Ford, y la invención avant la lettre del cine étnico… Dos enormes películas mejicanas de Buñuel. 

Título original: El bruto

Año: 1952

Duración: 81 min.

País:  México

Dirección: Luis Buñuel

Guion: Luis Alcoriza, Luis Buñuel

Música: Raúl Lavista

Fotografía: Agustín Jiménez (B&W)

Reparto: Pedro Armendáriz, Katy Jurado, Rosa Arenas, Andrés Soler, Roberto Meyer, Beatriz Ramos, Paco Martínez, Gloria Mestre, Paz Villegas, José Muñoz, Diana Ochoa, Ignacio Villalbazo, Jaime Fernández, Raquel García, Lupe Carriles.

 

Título original: El río y la muerte

Año: 1955

Duración: 91 min.

País:  México

Dirección: Luis Buñuel

Guion: Luis Buñuel, Luis Alcoriza (Novela: Miguel Álvarez Acosta)

Música: Raúl Lavista

Fotografía: Raúl Martínez Solares (B&W)

Reparto: Columba Domínguez, Miguel Torruco, Joaquín Cordero, Víctor Alcocer, Jaime Fernández.

 

         Todos tenemos en la memoria excelentes películas “mejicanas” de Luis Buñuel: D. Quintín el amargao, Los olvidados, Él, El ángel exterminador, y aun otras, pero al salirme, corriendo yo en la cinta,  en la barra lateral de Youtube la invitación a ver El río y la muerte y El bruto, esta última con subtítulos en italiano, por cierto, me dije que qué películas mejicanas eran aquellas de don Luis cuyos títulos ni siquiera recordaba. Haciendo un descanso en los thriller que suelo ver, aunque cabe cualquiera, como la última que he visto de Yasujiro Ozu, decidí meterme, con gusto anticipado, en dos películas de las que seguro que algo en claro sacaría.

         Mi sorpresa ha sido monumental, porque no son dos películas cualesquiera, sino dos obras de arte de carrete y celuloide (que viene a ser como el equivalente del “de tomo y lomo” referido a los libros), y me extraña sobremanera que los críticos no las hayan destacado como se merecen. Bueno, pues me ha tocado la oportunidad de hacerlo, no para desagraviar nada, sino para meramente recordar que los espectadores tienen a su alcance dos películas que merecen mucho ser vistas y degustadas.

         Comenzaremos por El bruto, una película «combativa» y muy de actualidad, porque la trama arranca cuando un propietario de viviendas alquiladas a gente de muy pocos recursos, a quienes quiere desahuciar para vender el terreno y ganarse sus buenos dineros. Como los inquilinos se le oponen y le dicen que batallarán para evitarlo, al propietario, un hombre ya mayor, casado con una mujer joven que atiende la carnicería del marido y con su padre enfermo, un españolón tradicional a quien el hijo ningunea; al propietario, digo, no se le ocurre otra cosa que contratar al hijo que fue de una sirvienta suya, y se insinuará más tarde que bien puede tratarse de un hijo bastardo, y convencerlo de que deje el matadero donde trabaja para que lo haga para él en exclusiva, y parte de su trabajo es «asustar» a los rebeldes para que no se opongan al desahucio. Se le va la mano y a uno de los «rebeldes» lo acaba matando.

         Al meter al Bruto en casa, la mujer, que anhela una relación con un macho fuerte que la satisfaga, en vez de con el precadáver de su rico marido, comienza a tirarle los tejos, a insinuarse y a encelarlo para asegurarse su respuesta. Se ha de reconocer que la interpretación de femme fatale de Katy Jurado es extraordinaria, del mismo modo que la de Pedro Armendáriz, que le da maravillosamente la réplica a Victor McLaglen en El delator, de Ford. La trama, pues, se complica cuando aparece la seducción y la esposa del patrón se ufana de tener a su disposición «un hombre», aunque la primera tentación la resolviera a guantazos y haciéndose la atropellada y la ofendida, preludio de lo que habrá de venir después.

         Cuando los inquilinos de las casas amenazadas se enteran de quién ha ido a amenazarlos y ha provocado la muerte de uno de sus líderes, lo persiguen, en una «cacería» nocturna, llena de sombras, callejones —y aun una gallina vive su último instante en cuanto el perseguido ha de acallarla, degollándola para que no lo delate— y respiraciones contenidas, como, para escabullirse, ha de silenciar la de la hija a quien él mató y que le ayuda a curar la herida que le han provocado sus perseguidores. A partir de ese momento, en el Bruto se enciende una suerte de luz de ternura que lo lleva a quedar prendado de la muchacha modosa y huérfana que lo ha ayudado desinteresadamente, y a quien promete volver a visitarla, como de hecho lo hace.

         Tras el percance, el patrón lo refugia en una obra en construcción y allí es visitado por la amante. A pesar de las fogosas escenas de la seducción, cuando llega el momento del encuentro entre ambos, son unos trozos de carne puestas a asarse sobre el fuego los que se achicharrarán, en una imagen muy del autor, siempre a la búsqueda de imágenes metafóricas que justifiquen las elipsis, también por las limitaciones morales de la época. Cuando se inicia el desahucio, el Bruto recoge a la hija de su asesinado y se casa con ella. E inicia una nueva vida. Es evidente que el drama está servido en el momento en que la amante entre en aquella choza miserable y haga valer sus derechos… El bruto tiene una intensidad pasional y social de marca mayor. Toda la película está llena de detalles que nos permiten reconocer el universo buñueliano y que no quiero desvelar para que los espectadores se den el gustazo. Lo que sí está claro es que el retrato del propietario malvado, que se mezcla con el personal de su particular relación con el Bruto, acabará teniendo un desenlace, uno de los tres que tiene la película, a la altura, pongamos por caso, de La bestia humana, de Zola, en sus dos excelentes versiones fílmicas. De lado dejo los muchos comentarios que se podrían hacer del español mejicano que se le entra a uno muy pero que muy puritito adentro, causando un placer fonético incomparable. Sí, la película transgrede todo lo políticamente correcto en el ámbito de las relaciones hombre y mujer, pero estamos hablando de Buñuel, no de las sectas que promueven la depuración estalinista de la Historia del Arte. De mí sé decir que he seguido la trama con una pasión alimentada por las que veía y con una naturalidad solo comparable a la que la película me ofrecía en todos y cada uno de sus planos, ninguno no esencial para la narración.

         El río y la muerte aún es más sorprendente que el drama anterior, exaltado y, en algunos momentos, rozando la perfección del melodrama, como en la secuencia de la amante despechada mintiéndole a su marido un acoso inexistente. Tal y como se plantea la historia de ese pueblo «perdido» en la incuria y el atraso moral, diríase que escogió el argumento de la novela de Miguel Álvarez Acosta porque le recordaba enormemente a Galdós. Planteada en dos tiempos, el presente —en el que solo quedan dos representantes de las familias Menchaca y Andiano, uno en el pueblo y el otro en un pulmón de acero en un hospital de la capital— y el pasado, en el que se narran las disputas entre ambos en el pueblo y los diferentes asesinatos de las familias, el espectador, a través de la voz en off del último Andiano, va a sumergirse en una suerte de exploración antropológica de lo que podríamos llamar, por analogía con su poderoso vecino del Norte, el «Méjico profundo», con tradiciones salvajes a las que sucesivamente se le han ido entregando más y más asesinados para poder pasear por sus calles, esos nuevos montescos y capuletos, con la frente bien alta. La particularidad del pueblo es que por un quítame allá esas pajas, un tono, una mirada, una insinuación, una palabra desafortunada o una malquerencia abierta, se desenfunda y se balacea sin más ni más. El matador tenía ante sí la posibilidad de pasar a nado el río y sobrevivir en la otra orilla, donde estaba el cementerio, adonde solo se podía acceder mediante la barca negra que conducía el ataúd. Y todos los hombres eran conscientes en el pueblo de que el río había que atravesarlo, pero todos hacían lo posible por que no fuera en la fatídica barca. Al fin y al cabo, como se dice de un primo del padre del protagonista: «murió de mala puntería».

         Como se advierte, hay en esta exploración, tan ajustada a los ritos y costumbres de una comunidad, porque hasta tenían sus días de no beligerancia en caso de fiestas patronales o fallecimientos por causa natural…, una suerte de avanzadilla de lo que, andando el tiempo, acabaríamos considerando como «cine étnico», el propio de culturas alejadas de nuestra tradición europea occidental. Me lo sugiere, por ejemplo, el hecho de que la madre del doctor, que se caso con su padre in artículo mortis, por ejemplo, quiso que su hijo estudiara lejos de allí y se abriera camino en el mundo del futuro, no que escarbara en la ciénaga del pasado, porque se acabaría tropezando con Rómulo Menchaca, el último descendiente con quien hubiera tenido que acabar enfrentándose por esos puntos de honor al viejo estilo de los Godos, que lo trajeron a España y nosotros lo «exportamos» a Hispanoamérica. Sin embargo, cuando su hijo ya está encauzado, ella regresa al pueblo y sufre los insultos del clan rival, de los cuales solo la podrá defender su hijo, justo lo que quiso evitar al llevárselo. Como se advierte, pues, parece que ese «honor», la terrible deidad a la que tantas víctimas se le sacrifica en el pueblo, tiene un dominio sobre las voluntades de las personas que ningún razonamiento puede combatir, salvo el ilustrado del doctor que, como confiesa en un brillante alegato contra la violencia absurda de esas tradiciones, se ha educado para salvar vidas, no para quitarlas.

         La película mezcla la descripción de la vida del pueblo con una acción que gira siempre en torno a los enfrentamientos entre familias rivales, sobre todo la del protagonista y su madre, viuda antes de darlo a luz. El odio, el resentimiento, la «necesidad» de venganza son, todos ellos, ingredientes que se articulan perfectamente en una narración que sigue el espectador con asombro y con interés. El culto a las armas en ese rincón perdido de Méjico, igual, sin embargo, a cientos y miles como él, es criticado por el único habitante del pueblo empeñado en «pacificarlo», don Nemesio, una suerte de militante pacifista que no tiene entre ceja y ceja sino acabar con esa violencia que se consuma porque todos disponen de un arma. Chafo el gag, porque es cómico y como tal puede ser considerado, pero, en una partida de cartas que echan el pacifista, el cura y otros dos vecinos, el «mediador» se dirige al cura: —Se me antoja, padre, que Vd. y yo somos las dos únicas personas de este pueblo que no llevamos pistola. —Será usted, porque yo sí la llevo… Y en ese momento el cura saca de debajo de la sotana un pistolón de campeonato.

         El enfrentamiento entre el progreso y el atraso, entre la esperanza en la concordia y la mediación de la palabra y la «defensa» del arma al cinto es constante a través de la película, y de nada vale siquiera que el ejército se presente en la aldea y desarme a sus habitantes, porque, de la noche a la mañana, desaparecen todas ellas. Estamos, pues, en presencia de la tradicional «fatalidad» que se ajusta como un guante al desarrollo de la trama, realizada por Buñuel con la intensidad que el drama merece, con la curiosidad con que viajó a Las Hurdes y con la comprensión de los recovecos de la enrevesada

alma humana que ha demostrado en todas sus películas.  Como no quiero arruinar al espectador el final inmejorable de la historia, básteme decir que, con los cascos sobre las orejas, sudando copiosamente  en el quilómetro 11 de mi travesía estática, me salió un estentóreo “¡Muy bien!”  ante un magnífico minidiscurso que chocaba con la posesión nada dialéctica de un arma en disputa. Ya lo verán. Las interpretaciones tienen lo mejor del cine español de esos años: un plantel de interpretes que en modo alguno parece nunca que estén actuando, a fuer de la impetuosa naturalidad con que se meten en sus personajes, al estilo de las películas corales de Berlanga, como Plácido o Bienvenido Mr. Marshall, por ejemplo. Digamos que Buñuel se muestra de algún modo «didáctico», pero en ningún caso homilético, y es que, como dice el cura en su defensa, cuando le dicen que condene la violencia: —Si yo la condeno, pero no puede pedirles a mis feligreses que se dejen matar sin defenderse.

         A mí me ha parecido una grandísima película. Y aún he advertido que me quedan dos o tres de esa época por ver. Me comprometo conmigo mismo desde este momento a verlas, porque como me deparen el mismo placer cinematográfico que estas dos, mi gozo será inmenso.

«The Commitments», de Alan Parker, un musical espectacular.

 


La Aventura del soul en los castigados barrios obreros de Dublín: humor y amor a la música a partes iguales o un cruce entre Ken Loach y Stanley Donen…

 

Título original:  The Commitments

Año: 1991

Duración: 114 min.

País:  Reino Unido

Dirección: Alan Parker

Guion: Dick Clement, Ian La Frenais, Roddy Doyle (Novela: Roddy Doyle )

Música: Wilson Pickett

Fotografía: Gale Tattersall

Reparto: Robert Arkins, Michael Aherne, Angeline Ball, Maria Doyle Kennedy, Dave Finnegan, Bronagh Gallagher, Felim Gormley, Glen Hansard, Dick Massey, Johnny Murphy, Colm Meaney, Andrew Strong, Kenneth McCluskey, Anne Kent, Andrea Corr.

 

         Ignoro, dada mi devoción al musical, por qué no acabé viendo The Commitments en su día en las salas de cine, aunque tal derramamiento de esfuerzos en tan variado abanico de actividades como he vivido me lo justifican casi todo, desde luego. Lo usual no es que lo lamente, sino que me alegre, porque, me pasa con cualquier arte, cuando me acerco a obras de las que se da por descontado que «tienes que» haber conocido, ahora me siento más seguro de no acabar teniendo una impresión equivocada. La experiencia siempre es un grado. ¿A quién no le ha pasado que grandes referentes de la adolescencia o la juventud  se le caigan de las manos o simplemente se pregunte quién era él cuando con tanto entusiasmo acogió la obra que ahora no hay por dónde cogerla?

         The Commitments es una historia coral en el seno de los barrios degradados de Dublin, esos mismos barrios en los que, en Inglaterra, sitúa la acción de sus películas Ken Loach, en los que un emprendedor decide crear una banda de música que lleve a los escenarios la música que para él encarna el mayor grito de libertad contra la opresión del sistema: el soul. En reproducción casi exacta del propio casting que en la película hicieron para escoger a los miembros de la improvisada orquesta que se formó en esa película y que, ¡magia del cine!, acabó teniendo vida real durante un tiempo en los auditorios, el joven soñador, que se defiende en la vida con la venta ambulante de todo tipo de mercancía, principalmente cintas y películas, entre las que no puede faltar el guiño de una del propio Parker, en una sucesión de entrevistas casi surrealistas acaba escogiendo a los jóvenes en quienes va a insuflar su particular «militancia» soul. Como dice expresamente, ellos son los negros de Irlanda en los barrios más degradados imaginables, y en esas condiciones, nada mejor que el soul para poder expresarse y llevarles a sus conciudadanos la esencia de una música liberadora.

         La película comienza como comienza el último musical de fama, Bohemian Rhapsody, con dos músicos desengañados del grupo en el que tocan y decididos a buscarse la vida por otras direcciones que no sea la de las actuaciones en la calle, pero, en vez de encontrarse con Freddy Mercury se encuentran con el joven manager que alimenta la ficción de crear una banda de soul ¡nada menos que en Dublín!, y en un barrio en el que, como luego sabremos por el padre del emprendedor, Elvis aún continúa siendo un referente para la generación de sus padres.

         La película viene a ser algo así como un retrato «sin acritud» de la juventud tan pasada de rosca como desesperada que  retrataría años más tarde Danny Boyle en Trainspotting, allá en la «brumosa» Escocia. La condición católica de los irlandeses, tan acentuada en algunos muy buenos gags de la película, el joven cura musicófilo incluido, seguro que marca diferencias con aquellos otros «descreídos» escoceses.

         La acción transcurre casi como una exhalación, sin momentos de respiro, porque los obstáculos que han de superar para poder ponerse delante del público, en una primera actuación memorable que luego se va superando poco a poco, a fuerza de ensayos, hasta llegar a cuajar un sonido auténticamente Tamla Motown, por la línea de viento y por la voz privilegiada del cantante, que luego hizo modesta carrera en solitario, y que en la película le toca jugar el rol del payaso egocéntrico que quiere apropiarse de los méritos de todos.

         La nómina de protagonistas, contra lo que pudiera pensarse a priori, está escogida con mimo, y retratada con esmero por Parker, especialmente el trompetista representado por Johnny Murphy, el «experimentado» músico que literalmente hechiza a todo el mundo con sus relatos de musico de estudio con los grandes de la música y a quien el emprendedor no sabe nunca si creer o considerarlo un fantasioso mayor aún que él, que se pasa la vida imaginando las entrevistas que le hacen para los medios.

         El soul es música para adeptos. Y esto lo dice quien, nada más comprar el single de Otis Redding, Sentado en el muelle de la bahía, lo oyó cincuenta veces seguidas en el tocadiscos, para desesperación de sus compañeros de salón en la Residencia Blume de Madrid. Y doy fe de que las versiones de The Commitments cumplen con todos los requisitos de calidad exigidos para esta música sagrada. En mi caso, pues, está claro que esta película solo podía decepcionarme si esas versiones no hubieran alcanzado el nivel que se espera de quien se atreva con ellas. La voz de Andrew Young, muy parecida a la de Joe Cocker, lo pone todo para que te llegue a lo más profundo esta música que sale de esas four letters muy distintas de las clásicas four letters tradicionales del inglés.

         La película, basada en una novela dialogada está llena de réplicas y contrarréplicas excelentes que vehiculan una crítica social no por el entorno amable de la creación de la banda menos ácida. He tenido la sensación de que este rodaje de The Commitments ha de haber sido muy parecido al de Grease, otro musical por el que no pasan los años: un rodaje en estado de gracia, porque, si no, no se explica la maravillosa naturalidad con que actúan todos en la película, logrando transmitir semejante carga de vitalidad: cualquier proyecto, por disparatado que sea, puede llegar a convertirse en realidad si hay detrás la perseverancia y el esfuerzo necesarios.

         Lo dicho, ¡a gozar!

miércoles, 24 de febrero de 2021

«He nacido, pero…», de Yasujiro Ozu, o la dura infancia infeliz de dos «tiranuelos»…

 

Una radiografía social a través de la decepción filial de dos hijos adaptándose a un nuevo y opresivo ambiente…

 

Título original: Otona no miru ehon

Año: 1932

Duración: 91 min.

País:  Japón

Dirección: Yasujirō Ozu

Guion: Akira Fushimi, Geibei Ibushiya

Fotografía: Hideo Shigehara (B&W)

Reparto: Tatsuo Saito, Mitsuko Yoshikawa, Hideo Sugawara, Takeshi Sakamoto, Teruyo Hayami, Seiichi Kato, Chishu Ryu.

 

         Lo primero que sorprende, y Ozu es siempre «rompedor», es que, dada la fecha, 1932, con el cine sonoro en pleno desarrollo, para contento de los espectadores que hasta 1929 no había podido oír a sus «ídolos», Ozu escoja deliberadamente rodar una película muda. Ignoro la acogida que tuvo en su época, pero, en nuestro presente, la película se ve como una aproximación al mundo del acoso infantil, como áspera parte de la socialización, y al desolado de los adultos que no han podido ascender más en la escala social, lo que tiñe de cierto patetismo el desarrollo de la acción, aunque hay otros valores en juego que incluso hoy nos pueden servir de lección, porque la temprana conciencia de la jerarquía social que exhiben los dos hijos de la pareja en la que se centra la historia lleva a estos a despreciar a su padre por no ser alguien «importante».

         Los protagonistas son, sin duda, los dos hermanos, que aterrizan en una barriada nueva y han de asistir a un colegio nuevo en el que son objeto del acoso del matón de turno. Tanto es así, que, al final, deciden hacer novillos para no tenérselas que ver con él y con la corte de aduladores que le siguen porque le temen, a pesar de que, como suele suceder con la fuerza bruta, los dos hermanos tienen bastantes más luces que él.

         Una vez que el padre se entera de las ausencias escolares de sus hijos se producen unas escenas familiares muy tensas en las que los hijos le echan en cara a su padre que sea un fracasado, ¡nada menos!, y se niegan incluso a hablar con él y, finalmente, hasta inician una huelga de hambre. El modo como los padres se enfrentan al desafío de sus dos hijos de maneras autoritarias, con el temor de la madre y con la firmeza del padre, que incluso le da una buena tunda de azotes en el culo al hijo mayor, quien arrastra al pequeño en sus desafíos, se va perfilando como un conflicto casi irresoluble.

Por mero azar, que es la señal inequívoca de lo ineluctable, los dos hermanos acaban recalando en la casa de uno de los compañeros de escuela, el hijo del dueño de la fábrica donde trabaja el padre como administrativo. El motivo de la reunión de los hombres es «pasar unas películas caseras» para regocijo del jefe y de los empleados, todos ellos animados por unas copitas de sake que, en uno de los intervalos entre cambio de rollo, llevan al padre a hacer una demostración de sus habilidades para la comedia: una secuencia excelente, desde el punto de vista humano y cinematográfico, porque todo gira en torno al celuloide, que es un modo de mostrar que el cine forma parte inherente de la vida y esta de aquel. La «actuación» del padre, una sinfonía de muecas muy graciosas, es contemplada, sin embargo, por sus hijos, como una muestra del servilismo a que está obligado su padre para con el jefe de su compañero de clase.

Poco a poco, a través de una resistencia activa a dejarse amilanar, lo que vendría a significar, simbólicamente, las nuevas generaciones de japoneses arrogantes dispuestos a todos, incluso a combatir de tú a tú con el poderoso ejército usamericano, algo que no tardaría ni tres años en producirse, los dos hermanos, espalda con espalda, se enfrentan, zueco en mano a quienes pretenden dominarlos para abusar de ellos. No es extraño, lo digo por la interpretación simbólica, que, en una conversación que tiene el padre con los hijos, quienes le siguen acusando de ser un don nadie, este les pregunte qué quieren ser. El pequeño le dice que “Teniente General”. El padre le interroga que por qué no «algo más», y entonces le dice que no puede, porque su hermano mayor será el «General», lo cual es de una lógica aplastante para una interiorizada percepción de la jerarquía.

Se ha de reconocer que la actuación de los dos chiquillos es de una expresividad emocionante, por más que su desprecio al padre duela en lo más profundo. Este, además, asume con tal naturalidad llena de dolorida resignación su ausencia de triunfo social que toda la vida familiar parece contagiarse de ese desánimo que, para los esposos, sin embargo, es lo más parecido a una «buena situación».

No estamos ante el Ozu de la cámara colocada a ras de suelo en los interiores que le han hecho famoso, y sale mucho y bien a la calle para seguir las andanzas de los muchachos, quienes se desenvuelven ante las cámaras con una naturalidad prodigiosa que bien puede equipararse a la de La guerra de los botones, de Yves Robert o a Los cuatrocientos golpes, de Truffaut, ambas excepcionales. Ozu ha sabido captar a la perfección el duro mundo al que han de enfrentarse los dos niños para sobrevivir en él; pero también ha plasmado a la perfección la facilidad con que puede criarse a dos tiranos cuya desconsideración infinita se clava como un puñal alevoso en el corazón de los padres que velan por ellos y su futuro. Lo soberbio es que haya escogido la vía de las películas mudas cuando estas ya se estaban considerando una “antigualla”. ¿Por qué? ¿De qué nos quería avisar? ¿O le tenía miedo a la posible impericia expresiva de las voces de los niños que intervienen en la película? El caso es que esta se ve como una suerte de nostalgia del pasado, como si quisiera valorar, Ozu, la elocuencia del gesto y de los actos frente a la ambigüedad del lenguaje hablado. ¡Y lo consigue con creces! A todos ellos les ponemos la voz que les corresponde, y sabemos exactamente cómo suena cuanto dicen los intertítulos, porque la situación familiar descrita por Ozu nos es común a todos, como padres o como hijos.

lunes, 22 de febrero de 2021

«Mando siniestro», de Raoul Walsh o el mejor espíritu épico del «western».

 


Un western fordiano en el estallido de la Guerra de Secesión: pasión y pillaje; comedia y aventuras y un ritmo trepidante casi de superproducción… Yee-haw!

 

Título original: Dark Command

Año: 1940

Duración: 94 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Raoul Walsh

Guion: Grover Jones, Lionel Houser, F. Hugh Herbert (Novela: W.R. Burnett)

Música: Victor Young

Fotografía: Jack A. Marta (B&W)

Reparto: John Wayne, Claire Trevor, Walter Pidgeon, Roy Rogers, George 'Gabby' Hayes, Porter Hall, Marjorie Main, Raymond Walburn, J. Farrell MacDonald, Joe Sawyer, Helen MacKellar, Roy Bucko, Trevor Bardette, Cactus Mack, Bob Card, Al Haskell, Yakima Canutt, Edward Brady, Frank Hagney, Al Bridge, Edmund Cobb, Tom London, Stanley Blystone, Ernie Adams, Herman Hack, Al Taylor, Hank Bell, Tex Cooper.

 

         ¡Por favor, qué manera de disfrutar! Raoul Walsh es siempre una apuesta segura, pero en esta ocasión se ha «marcado» un western fordiano que a buen seguro el envidió el maestro. Walsh y Ford son dos gigantes del cine con vidas hasta cierto punto paralelas, pues ambos arrancan del cine mudo casi en sus inicios, 1915 y llegan hasta los 60 en plena forma y con más de cien rodajes cada uno a sus espaldas. Ese bendito oficio de realizador alcanza en ellos cotas enormes que solo mucho más tarde se ha reconocido, parta ensalzarlos a la altura de los universalmente reconocidos como megaestrellas del Séptimo Arte, Stroheim. Griffith, Eisenstein, Dreyer, Ozu, etc.

         En esta ocasión, Walsh, que tiene un don especial para el cine de aventuras, con trepidantes escenas de acción y personajes siempre muy bien perfilados, escoge una historia del Oeste en un momento histórico muy preciso: el enfrentamiento entre el Norte y el Sur, con motivo del intento del Sur de abandonar la unión, declarándose independiente, y la sitúa, además, en Kansas, lo que podríamos considerar un estado neutral en el que conviven ambas tendencias, la unionista y la secesionista.

         A un pueblo de Kansas, Lawrence, llega un dentista y barbero que se va ganando la vida gracias a las peleas de su ayudante, el fortachón Johan Wayne que va rompiendo dientes por un quítame allá esas pajas, para darle clientes a su socio. Entramos en la trama, pues, con un aire de comedia que enseguida se confirma cuando, tras fijarse en una moza que resulta ser la hija del banquero, le declara en cosa de dos días su intención de casarse con ella. Tiene un rival, sin embargo, el maestro de escuela cansado de ser un don nadie sin fortuna propia. Ve un futuro en la oferta que le hacen las fuerzas vivas de la ciudad para que se presente a la elección de Marshall. Y entonces, en una de las escenas más graciosas que se hayan visto en un western, los dos candidatos, el cultivado maestro y el analfabeto fortachón lanzan sendos discursos para captar los votos de los habitantes del lugar. Sale, contra pronóstico, elegido el ayudante del barbero, quien siempre tiene a este a su vera para que le lea con cuantos papeles se las ha de haber en su oficio.

         El despecho, que mueve más montañas que la fe, lleva al maestro, quien advierte que su aún no prometida coquetea en exceso con el nuevo Marshall, a convertirse en jefe de una banda que roba en el territorio sin ley al que ninguno de los dos ejércitos, el sudista o el unionista han llegado, aunque, tras robar un cargamento de uniformes, decide disfrazar a sus hombres de militares sudistas y amparar ideológicamente sus robos.

         El hijo del banquero, un fanático de los cowboys y pistoleros, se pone al lado del ayudante del barbero en una pelea y, desde entonces, se convierte en su mano derecha. Ese actor es ¡nada menos que Roy Rogers! A quien se inició en el cine de la mano de los westerns de Kit Carson, Gene Autry y Roy Rogers, quien compraba, también, tebeos suyos, de vez en cuando, porque eran de los «caros», como los apaisados de El hombre enmascarado, ¡tan sugestivos!, la presencia de un joven Roy Rogers en esta película le conmina a verla con los ojos entusiasmados del niño que, como el guion nos dicta, traza rápidamente una raya nítida entre los «buenos» y los «malos», ¡y a fe que ahora reconozco el inmenso valor de Walter Pidgeon para encarnar con tanta propiedad al ser malvado y rencoroso que aspira a conseguir la mano de la hija del banquero a través del enriquecimiento delictivo.

         La película juega con un buen número de intereses cruzados que nos conducen a situaciones inesperadas, entre ellas la detención y juicio amañado del hijo del banquero, merced a la presión sobre los miembros del jurado por parte del maestro de doble vida; el asalto al banco por los clientes que quieren recuperar sus dineros, lo que acaba con la muerte del banquero; el casamiento por despecho de la hija con el hombre al que no ama; el enfrentamiento entre la honestísima madre del malvado y este, etc. O sea, que la trama es una siembra constante de líneas narrativas que confluyen todas, perfectamente, al final. Pero el camino hasta que llegamos a él está lleno de episodios de acción tan estupendos como el despeñamiento del carro en el que huyen el Marshall y sus ayudantes de los forajidos a un río en un viaje extraordinario que les permite salvar la vida, a pesar de que sus perseguidores los «fríen, como coloquialmente solíamos decir de niños, a balazos (lo de las «balaceras» nos llegaría con los  doblajes sudamericanos de las primeras series de televisión); un «salto» que recuerda el de Dos hombres y un destino, de George Roy Hill, por cierto.

         El tratamiento del enfrentamiento por el afán de secesión de los sudistas se refleja perfectamente en cómo se inicia la carrera de maleante del maestro: primero, traficando con esclavos; después, con armas, y, finalmente, asaltando poblaciones indefensas para saquearlas. No hay en ningún momento ninguna escena militar, pero las razias de los delincuentes, disfrazados con el uniforme sudista, actúan como metáfora de los propios desastres de la guerra que acaban conduciendo al enfrentamiento entre ciudadanos en Lawrence. La acusación de asesinato del hijo el banquero es una prueba de fuego para el Marshall, que se debate entre su obligación legal de llevar ante los tribunales a su amigo y la pasión amorosa que le exige la parcialidad y desoír su juramento en defensa de la ley. Escoge lo que debe, y eso vuelve a disparar la trama, como un motivo dinámico de excelente alcance, lo que dará pie a escenas estupendas en el campamento de los rebeldes y forajidos.

         La vi ayer por la noche y tenía todita la sensación de haber estado viéndola a las cuatro de la tarde del domingo en el cine Las Palmeras de la Ciudad de Aire, en San Javier, porque la seguí con la misma pasión con la que los espectadores siempre desean que triunfe el bien y la Justicia. ¡Qué gozada!

viernes, 19 de febrero de 2021

«El caballo de Turín», de Béla Tarr y Ágnes Hranitzky, o el pasmo.

 

El cine cosido a la vida que va dejando de serlo… Una obra de arte sobre los límites de la carencia y la esperanza. 

Título original A Torinói ló (The Turin Horse)

Año: 2011

Duración: 146 min.

País:  Hungría

Dirección: Béla Tarr, Ágnes Hranitzky

Guion: Béla Tarr, László Krasznahorkai

Música: Mihály Víg

Fotografía: Fred Kelemen (B&W)

Reparto: János Derzsi, Erika Bók, Mihály Kormos.

 

         Tomando como referencia una narración breve sobre uno de los episodios del final de la vida de Nietzsche, cuando este se abrazó al cuello del caballo que estaba siendo salvajemente azotado por el cochero, en una plaza de Turín,  para que se moviera, momento en que todos sus biógrafos cifran la pérdida definitiva de la razón del inconmensurable filósofo alemán, los directores de esta película han construido una obra de arte tan durísima como desesperanzada sobre los límites de la vida, humana y animal.

         La película tiene un arranque espectacular con imágenes en blanco y negro  realmente de una belleza extraordinaria, con primeros planos del caballo tirando de la carreta con un hombre manco sobre ella, el cual se apea para, en el tramo final, llevar al caballo del bocado hasta la casa donde vive con su hija. Sopla un vendaval que frena la marcha de la caballería y que dificulta extremadamente los movimientos del hombre. Cuando llega junto a la rústica casa de piedra, una mujer, luego sabremos que se trata de su hija, sale a ayudarlo para guardar la carreta y el caballo, cada uno en su espacio. Tanto el padre como la hija visten varias capas de ropa muy basta para luchar contra el frío. No intercambian palabra alguna, y sus movimientos tienen la fría mecánica de lo repetido ad náuseam. No sabemos de dónde viene el hombre. No sabemos nada. Los observamos en el interior de la casa y cómo la hija ayuda al padre a cambiarse de ropa. Ambos están muy delgados y guardan un tétrico silencio. Pronto advertimos que toda la comida de que dispondrán será una patata hervida con sal; servida en un plato de madera y comida con las manos, tras pelarla y despanzurrarla con el puño. En la vivienda hay bastantes menos «cosas» que en la casa de al lado de la cancela de la finca de los señores en Los santos inocentes o en la choza de La Raya. La vida de los dos personajes que centran la narración a lo largo de seis días, con la deliberada ausencia del séptimo que en la Creación fue el «día de descanso», y que aquí será el de otro descanso muy diferente. Grotowski inventó lo que él llamó el «teatro pobre», y Tarr y Hranitzky parece que lo hayan adaptado al cine. No es la primera vez, por supuesto, que la pobreza extrema aparece en la pantalla, y reconozco que uno de las películas que, a este respecto, más me han impresionado en mi vida, ha sido La ruta del tabaco, de John Ford; pero esta película va mucho más allá de esa circunstancia, porque lo que se nos narra en ella, como realidad y como metáfora, es la dureza implacable de la vida y la imposibilidad de cumplir con ningún otro precepto que no sea el pautadísimo de la supervivencia con menos que lo mínimo para salir con vida.

         Cada uno de los días es exactamente igual al anterior, oscuro y sin esperanza, doliente y mecánico, anodino y terrible: la hija cuida del padre; el padre intenta ir no sabemos a dónde, hasta que el caballo, a pesar de ser azotado hasta la extenuación, como sucede en la narración de Nietzsche, se niega a dar un solo paso. Le quitan los arreos y lo vuelven a llevar a la cuadra, pero al día siguiente la hija descubre que el animal no ha probado bocado y que, tras acercarle el cubo de agua, tampoco quiere abrevar la sed en él.

         Continúa soplando un viento constante. De vez en cuando una voz en off resume lo que vemos. Aparece otra presencia humana, una carreta de gitanos que usa el pozo para beber y que molesta a la chica, aunque uno de ellos, viejo, le deja como pago por el agua un libro en el que ella silabea más tarde un contenido religioso, pero no tradicional. He leído que el director pretendía que fuera una «sombra» del Así hablaba Zaratustra, de Nietzsche. Pudiera ser.

         Poco después del episodio de los gitanos ocurre una gran desgracia: el pozo se ha secado, lo que los obliga a trasladarse de casa, aunque el hombre lo primero por lo que se interesa es por la reserva de aguardiente, que constituye su desayuno, nada más levantarse.

         Y de nuevo seguimos con la misma rutina. De nuevo el mismo silencio de los personajes, salvo algún reniego, como cuando se quedan sin aceite para la lámpara y, por lo tanto, a oscuras, hasta que llegue la nueva luz del día. Y vuelta a empezar.

         La película es un prodigio estético, del mismo modo que la música reiterativa es capaz, por sí misma, de crear una atmósfera opresiva que acaba acongojando a los espectadores casi tanto como a la hija, quien, en el último día de la película, se queda inmóvil ante la patata que ha servido como único alimento para ella y para su padre.

         Todo es simple, primitivo, directo, terrible y pavoroso. Y hay que tener un gran valor cinematográfico para rodarlo con tanta sensibilidad y creando imágenes que tardarán muchos años en desaparecer de la memoria, si es que se acaban desvaneciendo alguna vez.

         No es una película más; es una experiencia única, y dolorosa, todo sea dicho. Entiendo perfectamente que haya quienes la abandonen, porque, como dijo Quevedo, la verdad tiene cara de hereje. Quien aguanta la contemplación de ese abismo, acaba reconociendo que, como sostenía Nietzsche, al final, es el abismo el que mira dentro de nosotros.

«Doble coartada», de Alfred Travers o el elogio del artesano aplicado.

 

Un sólido drama tópico ambientado en el mundo del circo.

 

Título original: Dual Alibi

Año: 1947

Duración: 81 min.

País: Reino Unido

Dirección: Alfred Travers

Guion: Alfred Travers, Stephen Clarkson, Vivienne Adès (Historia original: Renalt Capes)

Música: Stanley Black

Fotografía: James Wilson (B&W)

Reparto: Herbert Lom, Phyllis Dixey, Terence de Marney, Ronald Frankau, Abraham Sofaer, Eugene Deckers, Ernst Ulman, Ben Williams, Clarence Wright, Beryl Measor, Eric Mason, Harold Berens, Griffiths Moss, Sebastian Cabot, Leonard Sharp.

  

Mis sesiones de cine sobre la cinta de correr me están permitiendo descubrir un mundo de películas, directores e intérpretes que permitirían escribir «otra» Historia del Cine, como si fuera el doble de la oficial llena de grandes directores, extraordinarias películas y actores y actrices rutilantes. Pongamos por caso la presente,  Doble coartada,  de un director que para la Wikipedia solo merece, acaso por la ausencia de los seguidores que nunca tuvo o que son perezosos, a la hora de rendirle tributo, esta línea: «Alfred Travers (born 1906, date of death unknown) is a Turkish-born British screenwriter and film director». No debió de ser un don nadie en su tiempo, desde luego, e incluso firmó un musical Meet the Navy y una comedia «irlandesa», The strangers came, además de una película/documental sobre la ópera Don Giovanni. En cualquier caso, mis pesquisas han resultado inútiles, y me temo que habría de orientarlas hacia las enciclopedias británicas dedicadas al cine para sacar algo más en claro de este artesano que, al menos por esta Doble coartada, sabía perfectamente qué se traía entre manos a la hora de rodar una película. La aparición, incluso, de Herbert Lom, un actor usualmente secundario, como en la serie de películas de La pantera rosa, después de la inicial, por ejemplo, pero que aquí tiene un papel protagonista absoluto y por duplicado, es todo un aval del propio director.

La historia tiene un comienzo inquietante, porque el director de un circo le pide a su agente de publicidad que disfrace de payasos a los anunciantes deambulantes del mismo para disimular que son poco menos que la «escoria» de la sociedad, verdaderos «cadáveres andantes» lega a decir, aunque se disculpa enseguida. Cuando entra en el carromato, ve a uno de ellos pintándose, y la cara le suena, pero no se acuerda de qué, hasta que cae: dos gemelos idénticos que tenían un número de acróbatas en ese mismo circo hacía algunos años, como estrellas indiscutibles. Tomando como pie que el director nunca pudo distinguir a uno de otro, se inicia un flash back en que se nos cuenta la historia de los hermanos y de cómo, tras haber comprado un décimo mientras actuaban en Francia, son contratados para trabajar en Inglaterra, donde «no» reciben la comunicación oficial de que su décimo ha sido agraciado con un millón de francos, porque la comunicación ha caído en manos del jefe de prensa del circo, quien, desde ese momento, con la complicidad de su pareja, vendedora de bebidas en el propio circo, hará todo lo posible para que no lo cobren nunca, y sí él, quien dispone de la carta que preceptivamente se ha de presentar, junto con el décimo, para cobrar el dinero.

Como la vida de los acróbatas gemelos se basa en la práctica constante y en la dedicación plena a su espectáculo, uno de ellos resulta muy accesible a los halagos de la vampiresa de turno que ha de ligárselo para poder acceder al billete de lotería. Y a partir de ahí ya está servido el futuro enfrentamiento entre los hermanos, la «caída» de uno de ellos en la red viscosa de la promesa de amor eterno y, finalmente, el camino de la perdición en que, por los celos y el engaño, caen ambos.

El mundo de circo ha sido espacio privilegiado para el cine, y la aparición de este no ha acabado con él, aunque sí en su forma primitiva de mundo de barracones de feria y de bestias «feroces»; pero como escenario de pasiones siempre se ha mostrado como un decorado fantástico. En este caso, sin embargo, como la acción transcurre fuera de la pista, son relativamente pocas las escenas propiamente circenses, de trapecio, lo cual le da a la trama psicológica la importancia que merece y cuyo desarrollo permitirá incluso que la película derive hacia las películas «judiciales», lo que permite mezclar dos géneros en uno solo y potenciar el interés de la trama, porque el hecho de tener como protagonistas de los hechos a dos hermanos gemelos idénticos complica la situación de tal modo que siempre nos queda la sospecha de si se ha hecho o no justicia, por ejemplo.

La película es deudora evidente de Varieté, de Ewald André Dupont,  aunque un escalón por debajo, eso me parece evidente, lo cual, sin embargo,  no le quita ningún mérito, ni al espectador el mismo placer con que puede verla. Al fin y al cabo, la actuación doble de Herbert Lom tiene mucho mérito y es capaz en todo momento de marcar las diferencias psicológicas entre los hermanos: el ahorrador que mira al futuro, y el hedonista que ha sucumbido al placer del presente. Se advierte que hay menor presupuesto y, en cierto modo, menos atrevimiento en la iluminación y en las tomas, pero la historia tiene una extraordinaria fluidez que nos conduce paso a paso hacia el umbral mismo de la tragedia.

Cuando vea alguna otra de Travers, veremos hasta dónde llega su reputación definitiva. De momento, esta es una excelente carta de presentación.

 

lunes, 15 de febrero de 2021

«Intimidad con un extraño», de Alec C. Snowden… (¡«aka» Joseph Losey!)

 


Entiendo que «primicia»: Un modesto peliculón soberbio que, a causa del macartismo, obligó a los productores a camuflar su distribución en Usamérica para evitar que fuera boicoteado: Losey o el cine por de dentro, con rastros autobiográficos.

 

Título original: The Intimate Stranger

Año: 1956

Duración: 95 min.

País: Reino Unido

Dirección: Joseph Losey, Alec C. Snowden

Guion: Howard Koch

Música: Trevor Duncan

Fotografía: Gerald Gibbs (B&W)

Reparto: Richard Basehart, Mary Murphy, Constance Cummings, Roger Livesey, Faith Brook, Mervyn Johns, Vernon Greeves, André Mikhelson, David Lodge, Basil Dignam, Grace Denbigh Russell.

 

         ¡Lo que es ver sin prejuicios! Me puse esta cinta en la cinta de correr y advertí que la dirigía un tal Snowden. Acabé de verla y lo primero que me dije fue: ¡pero quién demonios es este Snowden que hasta ahora no había sabido nada de él!  Llegué a casa y resolví el misterio, ese aka tan curioso que llevo a los productores a cambiar el título de la película y el nombre del director, un represaliado del macartismo, para evitar que boicotearan la película en Usamérica. Que en FilmAffinity tenga solo una crítica me ha hecho pensar que acaso esta película sea desconocida, como lo era para mí, para muchos seguidores de Losey, un director extraordinario del que ya he criticado algunas películas suyas en este Ojo. Tengo, así pues, el placer de  presentar a los aficionados una película que, sin ser una obra maestra, tiene una calidad que la alza muy por encima de la media. Contemos que trabaja con menos medios, pero les saca un partido tal que convierte esta película en una obra dignísima de ver, y con una estética de cine negro de lujo que transpira por todos sus fotogramas. Si además la trama gira en torno al mundo del cine, porque toma como protagonista un montador que acaba huyendo, por problemas amorosos, de Usamérica, y se instala como productor ejecutivo en los estudios de un magnate con cuya hija, además se ha casado, advertiremos que, de forma figurada, Losey cuenta indirectamente algunas circunstancias de su propia vida, lo que añade espesor al protagonista.

         La historia se cuenta mediante un largo flash-back que se inicia en la consulta de un doctor, al que el protagonista ha ido a ver porque cree padecer un serio trastorno, y busca determinar si es físico o mental. Es el caso que lleva tiempo recibiendo inquietantes cartas de una extraña y supuesta amante a quien él de ninguna de las maneras recuerda, si bien en ninguna carta se le hace ningún tipo de chantaje económico. El protagonista se debate, entonces. En la duda de si hay algunos hechos de su pasado que, habiendo sido responsable de ellos, haya podido olvidarlos radicalmente y no recordar que hayan existido.

         La trama profesional se complica por el hecho de que el productor intenta sacar adelante una película en la que el jefe de los estudios, su suegro, no cree de ninguna de las maneras, y para la cual su yerno ha contratado a una actriz usamericana de quien fue, en tiempos, amante, y quien accede a participar en el proyecto más con la esperanza de recuperar al antiguo amante que por su propia carrera artística.

 La trama de las cartas, que pone en peligro el feliz matrimonio del productor, se complica cuando ambos esposos van a Newcastle, el lugar de donde remitieron la última carta y allí es donde aparece la supuesta chantajista, una aspirante a actriz bellísima y escultural, Mary Murphy, quien es capaz de convencer a la mujer del protagonista de que, en efecto, es su amante, como lo «prueba» un retrato dedicado que el protagonista, en un gesto inconsciente, esconde en un cajón de la cómoda. Es muy notable la habilidad del guion para dejar en suspenso el crédito que los espectadores pueden otorgar a los relatos antitéticos de los supuestos dos amantes, y  más aún quedan confundidos cuando, en una noche de calles desnudas él se inclina a besarla… Posteriormente, una vez que salen de la comisaría donde la interrogan tras la denuncia del productor, con  el mismo resultado que ya tenían los espectadores, la perplejidad, el matrimonio del protagonista no solo va camino de hundirse en picado, sino que, dada esa circunstancia familiar, el suegro decide anular el rodaje de la película y despedir a su yerno, quien recoge de su mesa el guion de dicha película, Eclipse, que hasta en esos detalles  se ve la buena mano de un guionista, Howard Koch, quien también hubo de firmar con seudónimo, Peter Howard. Volvemos del flash back en la consulta a tiempo para asistir «en directo» al desenlace de la película en uno de los sets de rodaje de los estudios en los que transcurre buena parte de la película. Está claro que ciertos planos teniendo como puesta en escena los decorados de otras películas crea siempre una atmósfera estupenda, llena de vida mostrándose crudamente en el escenario de las ficciones; pero hasta aquí acompaña el crítico a los espectadores, porque de lo que se trata es de que vean por sí mismos esta pequeña joyita olvidada, que encontrarán en Youtube con total facilidad. Allí podrán admirar la solidez interpretativa de un

«segundón» de tanta categoría como Richard Basehart, a quien mis ojos infantiles siempre asociarán con el comandante del submarino Seaway en la serie de televisión Viaje al fondo del mar. Ahora, además de la solidez de su figura cinematográfica, es todo un placer oír su dicción, la belleza de un inglés que la patrona de la pensión donde se aloja la femme fatale reconoce enseguida como de origen usamericano, por cierto. No estamos ante Cautivos del mal,  de Mankiewicz, ciertamente, pero sí ante una película que ha sabido extraer buenas lecciones de aquella tragedia inmensa y espectacular.