miércoles, 29 de septiembre de 2021

«Perversión en las aulas» y «La noche cae sobre Manhattan», de Sidney Lumet y de muy buen ver…

 

Título: Child's Play

Año: 1972

Duración: 100 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Sidney Lumet

Guion: Leon Prochnik. Novela: Robert Marasco

Música: Michael Small

Fotografía: Gerald Hirschfeld

Reparto: James Mason, Robert Preston, Beau Bridges, Ronald Weyand, Charles White, David Rounds.

 

 







Título original: Night Falls on Manhattan

Año: 1996

Duración: 108 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Sidney Lumet

Guion: Sidney Lumet. Novela: Robert Daley

Música: Mark Isham

Fotografía: David Watkin

Reparto: Andy García, Richard Dreyfuss, Ian Holm, Lena Olin, James Gandolfini, Ron Leibman, Colm Feore, Paul Guilfoyle.

 

 Dos calas diacrónicas en un autor siempre comprometido con el cine social…

        

                  Quizás la prueba del algodón de la calidad de una película es que, a pesar de haberla visto, si se te ocurre ponerla de nuevo para recordar un poco algo de la trama, no vaya a ser que en realidad no la hayas visto, te quedas enganchado a la pantalla hasta que acaba. Eso nos ha pasado con la que sabíamos que habíamos visto, La noche cae sobre Manhattan, justo después de ver otra, Perversión en las aulas, esta sí que inédita, cuyo título original Child’s play, «Juego de niños», le quita algo de morbo y le devuelve un sentido más acorde con el contenido de la misma, a medio camino entre el terror psicológico y el paranormal.

         Adaptación de una obra de teatro, las películas de internado tienen siempre algo de morboso, acaso de escabroso, porque hay siempre unas fuerzas ocultas que dominan la acción y cuya responsabilidad nunca sabemos a quién adjudicar. Se trata, claro, de crear indicios fehacientes que acusen a un personaje para acabar llevándonos la «sorpresa» de que, tragedia de por medio, la fuente del «mal» es otro. Eso sucede aquí, un colegio al que llega un antiguo alumno del mismo, convertido en profesor de Educación Física y admirador de un brillante y seductor profesor de Inglés. El colegio es religioso y son pocos los profesores seglares. El nuevo profesor llega justo cuando se están produciendo varios episodios de violencia entre los alumnos que tienen desconcertados al Director y a los profesores. Lo desconcertante del caso es que ninguno de los agredidos acepta denunciar a los agresores, y se van sumando agresiones que llevan incluso a la pérdida de algún órgano. Súmese todo ello a ciertas rivalidades entre profesores, especialmente entre el de Inglés y el de Latín, una excelente interpretación, la mejor de la película, de James Mason, y ahí tenemos al recién llegado poco menos que entre dos fuegos, sin saber a qué atenerse, sobre todo después de haber tenido una revelación que poco menos que lo trastorna: los alumnos heridos buscaban el daño con ahínco, con adhesión… No diré mucho más, porque estas películas con intriga exigen el respeto a los futuros espectadores; pero sí diré que Lumet rodó una alegoría del Fascismo, y ya verán, quienes se acerquen a Filmin a verla, el porqué. También cabría añadir que a algunos puede sorprenderles la actuación del joven Beau Bridges, y pensar que es poco menos que su debut, pero cuando rodó esta película tenía un bagaje fílmico detrás con el que pocos podrían rivalizar. Es un punto débil de la película la estética y la ambientación como de los viejos Estudio 1 de RTVE, lo que al espectador actual le puede distanciar no poco, pero la narración de Lumet, aun siendo toda prácticamente en interiores es impecable y mantiene un ritmo francamente interesante.

         De La noche cae sobre Manhattan cabe decir que fue un éxito de púbico en su momento, y ahí está un Andy García aupándose al primer plano del estrellato por méritos propios, aunque flaquee en alguna secuencia dramática, pero muy superficialmente. De lo que no me acordaba y me ha llamado mucho la atención es del aspecto escogido por el director para la realización de la película, el formato 1:85.1, que nos ofrece una pantalla aparentemente casi cuadrada, lo que crea una incómoda sensación psicológica de excesiva cercanía entre los protagonistas, como si no pudieran «mantener las distancias» y se vieran obligados a compartir el espacio del plano en el que no caben ambos o caben cómodamente si de una escena amorosa se trata, pues gana en intimidad compartida. Por otro lado, ese formato, ignoro por qué, parece inducir a colocar la cámara no tanto al nivel de los personajes como ligeramente por debajo, lo que, con mucha frecuencia, casi se confunde con  un contrapicado. En todo caso, la inmediatez de los actores en la pantalla le da a la película una humanidad y una intimidad que nos acerca a la peripecia conflictiva que afecta sobre todo al protagonista, pero no solo a él.

         La película narra el ascenso de un Fiscal de Distrito que ha de acusar al traficante de drogas que casi asesina a su propio padre, policía. Por un azar de la enfermedad del candidato a ese puesto en las inmediatas elecciones, el hijo ejemplar del policía, después de conseguir que el traficante sea condenado, es nombrado candidato por el Alcalde, quien también opta a la reelección. El abogado del traficante es Richard Dreyfuss, quien le da al Fiscal una réplica acorde con su reconocida calidad interpretativa. En un papel menor, como compañero de patrulla del padre del protagonista, vemos a James Gandolfini, el célebre Tony Soprano, y ahí sí que hemos de descubrirnos ante una interpretación tan soberbia que palidecen, a su lado,  las de sus compañeros de reparto. Encarna, además, a un policía corrupto a quien el hijo de su compañero acaba descubriendo, porque, por otro de esos azares, se encuentra en el río el cuerpo de un policía desaparecido y entran en acción los de Asuntos Internos, lo cual va a poner al nuevo Fiscal ante no pocos desafíos de todo tipo: familiar, personal y profesional. Y ahí o dejo, por si alguien tiene la suerte de no haberla visto. La película sigue de cerca el desarrollo de un caso real, y Lumet, muy ducho en revelar los entresijos corruptos del poder, proporciona a su relato una verosimilitud absoluta.

domingo, 26 de septiembre de 2021

«Otra ronda», de Thomas Vinterberg (o el alcohol sin dogmatismo…)

 


Ambigua celebración y condena del alcoholismo a través de un experimento social más previsible que los efectos de la  ley de la gravedad…

 

Título original: Druk

Año: 2020

Duración: 116 min.

País: Dinamarca

Dirección: Thomas Vinterberg

Guion: Tobias Lindholm, Thomas Vinterberg

Fotografía: Sturla Brandth Grøvlen

Reparto: Mads Mikkelsen, Thomas Bo Larsen, Magnus Millang, Lars Ranthe, Susse Wold, Maria Bonnevie, Dorte Højsted, Helene Reingaard Neumann, Martin Greis, Magnus Sjørup, Mercedes Claro Schelin, Frederik Winther Rasmussen, Silas Cornelius Van, Albert Rudbeck Lindhardt, Aksel Vedsegaard, Aya Grann.

 

         Supongo que esta es una de esas películas, como, a mucha distancia estética y de calidad, lo fueron antes Días de vino y rosas, de Blake Edwards y Días sin huella, de Billy Wilder, ante las que da igual si el crítico es bebedor de alcohol o abstemio, porque, como ocurre en  Otra ronda, traducción demasiado «festiva» del danés Druk, «Beber», «La bebida», la ingesta de alcohol se nos ofrece como un «experimento» social en el que cuatro profesores que no atraviesan su mejor momento deciden embarcarse para mejorar sus vidas, profesionales y sentimentales. Con un prólogo en el que se describe una competición a medio camino entre la yincana y el botellón, por parte de los bachilleres que afrontan su último año en la Secundaria, antes de acceder a la universidad, la película nos sitúa inmediatamente ante la descripción de las vidas de cuatro amigos, cada uno con sus miserias particulares, pero la narración escoge a uno de ellos como protagonista, aquel que está a punto de tener un serio conflicto laboral por la dejadez con que encara sus clases de Historia, tras la queja de los alumnos y sus familias, que lo ponen en un aprieto del que aspirará a salir a través del experimento para la realización del cual se confabulan los cuatro amigos en la cena de celebración del cumpleaños de uno de ellos, asediado por una deprimente vida familiar, del mismo modo que el protagonista, casado con una enfermera que hace muchos turnos de noche, tiene una miserable vida sexual y sentimental, más cerca de las vidas paralelas consentidas que de la «unidad» familiar que forman.

         De por sí, tanto los alumnos, como sus profesores, como el país en general, en el que todos «beben como cosacos», al decir de la mujer del protagonista, la siempre efectiva y cautivadora Maria Bonnevie; todos, pues, son aficionados a la bebida, algo que no puede extrañar en el clima nórdico, a pesar incluso del supuesto «cambio climático», en el que el alcohol es fuente preciosa de calorías y compensación tóxica frente al fracaso existencial, que es, acaso, el impulso que lleva a los cuatro hombres, en fraternal camaradería, a lanzarse gozosamente al experimento socioalcohólico para combatir el tedio, la monotonía y la impotencia que se han apoderado de sus vidas, deparándoles una insatisfacción lindante con la desesperación.

         Para el espectador, lo peor del planteamiento es lo previsible de su final, porque mientras logran tener una tasa de alcohol en sangre que los tiene «en su punto» de ingenio, bonhomía y contenida euforia, todo discurre como si el alcohol fuera el elixir de la felicidad; pero los cuatro están advertidos por la teoría del inventor de ese experimento de que si traspasan al alza ese nivel es muy probable que se pase a la fase de dependencia absoluta y solo se beba sin otro objetivo que satisfacer la necesidad de mantener y/o aumentar ese nivel en sangre que convierte a los bebedores en alcohólicos clásicos, en drogadictos.

         Aunque el tono de comedia parece presidir muchos de los momentos de la película, porque no es fácil llevar a cabo el experimento en un centro escolar en el que la presencia del alcohol está prohibida, lo cierto es que la vida patética de los cuatro amigos impone un tono amargo de fracaso existencial que advertimos en no pocas secuencias, especialmente en la llegada a casa del protagonista, totalmente borracho, y siendo recogido por uno de sus hijos ante la puerta de otra vivienda, que no la suya propia, o la del padre en apuros que se acaba meando en la cama familiar donde suelen acabar durmiendo los padres con sus tres hijos pequeños, o ya hacia el final, la llegada a la sala de profesores del profesor de educación física,  incapaz de dar un paso sin amenazar con caer redondo en el suelo. Como se advierte, se trata de situaciones muy cotidianas, muy de andar dando tumbos por casa, lo cual le quita mordiente al planteamiento, e incluso añade un cierto romanticismo falso de que alguna situación familiar, como la del protagonista, se puede enderezar.

         En estos tiempos de botellones que acaban en estallidos de violencia incontrolables por una policía pasiva que se guarda muy mucho de ni siquiera rozar con su equipamiento represor a ningún joven, según las órdenes recibidas por sus mandos, más atentos a la corrección política que propiamente a mantener el orden público, al menos aquí en Cataluña, desde donde escribo, ¿qué mensaje nos traslada una película como Otra ronda? ¿Condena la ingesta masiva de alcohol? ¿Reconoce el poder desinhibidor del mismo? ¿Acepta acríticamente que el alcohol ha de ser el «centro nuclear» de cualquier celebración? ¿Agradece a Noé que nos marcara el camino? ¿Se recrea en el fracaso existencial de los protagonistas para estigmatizar el consumo inmoderado, ¡y aun el moderado!? Pueden parecer preguntas de inquisidor o de moralista severo, pero como el abuso del alcohol es uno de los grandes problemas de nuestras sociedades conviene saber cuál es la respuesta que les da a todas ellas la película. Ahí radica, a mi entender, en la ambigüedad con que la película esquiva las respuestas, el flaco favor que esta hace a una mitificación del alcohol en la sociedad occidental que amenaza con lastrar seriamente nuestro camino hacia el progreso en la equidad y la justicia social. Que el experimento se lleve a cabo en el seno de un centro educativo no deja de ser un mensaje inequívoco de la magnitud del problemón, aunque el tono festivo del desarrollo del mismo, y tres o cuatro ingeniosidades baratas, den a entender que no ha alcanzado los niveles de preocupación social que, a mi entender, requiere. ¿De qué modo ha de entenderse, si no, la inserción anticlimática de un encadenado de apariciones de altos dirigentes políticos en público en estado de embriaguez: Yeltsin, Clinton, Sarkozy, Orban, Brézhnev, etc.?

         La película, con un contenido social tan punzante, tiene la virtud, sin embargo, salvo algún momento aislado, de narrar el experimento con una envidiable fluidez, porque incluso los momentos de ebriedad total acaban formando parte, casi coreográfica, de una conducta deprimente. Dado el director, el retrato psicológico, sobre todo los del protagonista y su pareja, alcanza cotas incluso de contundente emotividad, lo que nos permite conectar el experimento con la vida real, más allá del juego perverso con el control del nivel de alcohol en sangre. A esa emotividad se llega a través de interpretaciones impecables y alguna tan difícil como la que el poco papel que tiene exige de Maria Bonnevie. Pudiera entenderse que estamos ante una película, como ha banalizado algún crítico, de «amigotes» curdescos, o, como dice la crítica de Cinemanía, «ante una celebración de la vida y del amor...», porque es cierto que los hombres de la película la acaparan, pero la planificación de la historia por parte de Vinterberg nos deja claro que, de algún modo, son víctimas de su propia impotencia y su pérdida de poder en el cambio de roles sexuales de la sociedad actual. Solo desde esa perspectiva puede considerarse una obra que toma a los hombres como cobayas de un experimento en el que se meten voluntariamente, que conste.

viernes, 24 de septiembre de 2021

«Hud*», de Martin Ritt, una tragedia clásica en Texas.

Un western crepuscular como marco de una lancinante tragedia familiar: interpretaciones descomunales y fotografía psicológica: el principio del fin de los principios…

 

Título original: Hud  

Año: 1963

Duración: 107 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Martin Ritt

Guion: Irving Ravetch, Harriet Frank Jr.. Novela: Larry McMurtry

Música: Elmer Bernstein

Fotografía: James Wong Howe (B&W)

Reparto: Paul Newman, Melvyn Douglas, Patricia Neal, Brandon De Wilde, Whit Bissell, Crahan Denton, John Ashley, Val Avery, George Petrie, Curt Conway, Sheldon Allman, Pitt Herbert, Carl Low, Robert Hinkle, Don Kennedy, Sharon Hillyer, Yvette Vickers.  

 

*Me niego a usar el ridículo subtítulo que le han puesto en España: «El más salvaje entre mil», ¡qué disparate!

 

         ¡Cómo puede haber pasado tanto tiempo sin haber visto este peliculón de Martin Ritt! Ni me lo explico. Puede ser que la haya visto en mi juventud, pero seguramente confundo las escenas del pueblo con La jauría humana, de Arthur Penn. En cualquier caso, ¡he estado de enhorabuena!, porque «descubrir» un peliculón como este en los tiempos raquíticos que nos han tocado vivir, salvo las excepciones de rigor, significa tener la mejor de las suertes. Desde los primeros planos de la película, filmada en Panavisión y ambientada en un territorio como el de Texas, en unos años en que las explotaciones ganaderas cedían el paso a las prospecciones petrolíferas, la matizada fotografía en blanco y negro, en realidad en un gris mate que llena la pantalla de desolación, polvo y miseria, material y humana, nos habla de que vamos a ver una película que se sale de los caminos trillados de las producciones estándar. Ninguna presentación requiere Martin Ritt, excepto para los demasiado jóvenes, porque obras como La tapadera o Norma Rae están en la memoria de todos los aficionados y lo acreditan como el magnífico y relevante director que es. Hud, sin embargo, y a pesar de haber rodado antes la excelente El largo y cálido verano, puede considerarse como su primera obra maestra, y prueba (no definitiva) de ello es la adjudicación de dos Oscars de interpretación, a Patricia Neal (¡Quién no la recuerda en El manantial, de King Vidor!) y a Melvyn Douglas, y un Oscar justísimo a la fotografía de James Wong, que es capaz de crear por sí mismo una atmósfera que envuelve la vida de esos personajes cuyos destinos van a ir desmoronándose ante nuestros ojos a medida que avance la trama de la película y se nos descubran psicologías tan particulares, y marcadas por la tragedia. Wong fue el creador del enfoque profundo que permitía ver con nitidez los diferentes espacios del plano, lo que dota a los planos de una profundidad que aquí destaca en no pocos de ellos, como, sobre todo, en el porche, con el paisaje desértico al fondo y el cielo plomizo, ¡una maravilla! De sus ocho nominaciones al Oscar, ganó dos, con esta y con La rosa tatuada, de Daniel Mann, también criticada en este Ojo.

         La película se abre con un incidente: dos vacas de las recién compradas en Méjico por el ganadero Homer Bannon, un Melvyn Douglas antológico, yacen patas arriba en el campo, sin saber de qué han fallecido hasta que los veterinarios lo dictaminen, razón por la que han de hacer guardia el hijo, Hud Bannon, un Paul Newman en el apogeo de su esplendor y su sobrino, Lonnie, un  Brandon De Wilde cuya vida segó un accidente de tráfico a los 30 años. Desde el inicio de la película, cuando el «vaquero» a su pesar, Hud, dispara a los buitres que acechan a los cadáveres y es recriminado por su padre, para quienes son aves básicas en el ecosistema en que viven, intuimos que hay un mar de fondo que enfrenta a ambos, del mismo modo que advertimos que su sobrino lo idolatra de un modo acrítico, porque Hud, un hombre sin escrúpulos, es, para el sobrino, tímido, apocado como su padre, la encarnación del hombre que no se arredra ante nada y que a todo se atreve. El triángulo de hombres enfrentados y asociados, porque el nieto es un firme defensor del abuelo frente al díscolo tío, se complementa con la mujer que trabaja para ellos como cocinera y limpiadora, quien vive en una caseta para el servicio a pocos metros de la casa de los rancheros. En la medida en que Hud se nos presenta, desde el inicio de la película, como un crápula que le roba la mujer a cualquiera que no esté en su casa, porque es un animal sexual de primera magnitud, la tensión erótica que acompaña al personaje se respira en el coqueteo descarado del protagonista con Alma, la cocinera, una Patricia Neal que borda ese personaje de perdedora escarmentada en su propia experiencia con los hombres y, al mismo tiempo, llena de una sensualidad que se le desborda en la mirada, en la sonrisa, en su reticencia frente al personaje que cree no necesitar más que su sola presencia para rendir a sus fáciles conquistas. La resistencia de una mujer experimentada, curtida en las adversidades de su matrimonio, nos dice bien a las claras que eso ha de explotar en algún momento de la película, y que no va a ser una relación exenta de la tensión que se va acumulando en todos los frentes de las interrelaciones personales entre todos los personajes.

         La profundidad de las heridas que han de ir apareciendo, para explicarnos la conducta de los personajes, contrasta con el escenario desértico en que se producen, un yermo en el que a duras penas se consigue arrancar algo de vida, una vastedad paisajística, muy próxima a la de El jinete, de Chloé Zhao, con la que, estéticamente, tanta relación tiene esta película. Una tragedia familiar muy íntima contada frente a un paisaje en el que solo medra la muerte y el cambio radical de la dedicación a la ganadería, ¡tan llena de vida!, por la extracción de petróleo inerte. Puede parecer que hay un enfrentamiento generacional, que lo hay, pero sobre él se impone la tragedia familiar de la desaparición del hermano de Hud, el padre de Lonnie, en un accidente de coche que conducía el impetuoso Hud. A partir del conocimiento de ese dato, el enfrentamiento en todas sus vertientes se precipita, y la obra entra en una dinámica de violencia verbal y física que no deja títere con cabeza. Son muchas las escenas logradísimas en las que se manifiesta el drama que viven los personajes, y a los espectadores les costaría elegir si la de la lucha de saloon de tío y sobrino en el pueblo, la escena con el padre y abuelo cuando los sorprende entrando como dos camaradas en la casa y hay un intercambio terrible de reproches entre padre e hijo o el intento de violación de Alma por un Hud borracho y acicateado por el deseo más primitivo…

         Cuando el veterinario estatal decide que las reses han de ser liquidadas, sabemos que la historia se precipita hacia un final ineluctable. Las secuencias del exterminio de las cabezas de ganado están resueltas con un dramatismo y una realización magníficas, después de que las reses han sido trasladadas al hoyo que les servirá de sepultura tras haber sido sacrificadas con tiros de escopeta, cubiertas de cal y enterradas. La metáfora está servida, porque, de alguna manera, en este western crepuscular, lo que está muriendo es un modo de vida que duró generaciones y generaciones, representado por los valores casi sagrados del padre frente a la ausencia de los mismos por parte de su hijo, un ser sin escrúpulos condenado, por su carácter orgulloso y altivo, a alejar a todo el mundo de su lado, su sobrino incluido.

         La escena de la despedida de Alma por parte de Hud  en la parada del autobús, cuando esta ha de irse porque todo el personal del rancho ha sido invitado a buscarse la vida en otras partes, condensa, en cierta forma, un estilo de vida muy usamericano: buscarse la vida es la primera dedicación de un usamericano, y luego ya vendrá la realización, o no, de sus sueños, de sus ambiciones.

         La complejidad de las relaciones humanas que vivimos en esta historia narrada con una visión panorámica que nos hace «entender» todos los puntos de vista nos deja insatisfechos, porque no es una historia clásica de buenos y malos nítidamente perfilados en los retratos de los personajes, sino una red de despropósitos, abusos, malentendidos, agravios, silencios, maldades y represiones de los que nadie sale indemne. El desenlace es tan insatisfactorio como el que nos puede deparar la suma de los hechos y los dichos de nuestra propia vida personal, por eso mismo es tan realista y tan de agradecer. Sí, a veces la puerta se cierra tras de nosotros sin que otra se abra…

jueves, 23 de septiembre de 2021

«Sucedió mañana», de René Clair o el encanto de lo fantástico.

 

Aviso para navegantes del periodismo de las grandes exclusivas: un velo infranqueable nos veda el mañana: descorrerlo nos puede cegar y cambiar de sexo [o que se lo digan a Tiresias]…

Título original:  It Happened Tomorrow

Año: 1944

Duración: 84 min.

País: Estados Unidos

Dirección: René Clair

Guion: Dudley Nichols, René Clair

Música: Robert Stolz

Fotografía: Archie Stout (B&W)

Reparto: Dick Powell, Linda Darnell, Jack Oakie, Edgar Kennedy, Edward Brophy, John Philliber.

 

         René Clair no es director de grandes públicos, pero si un director apreciado por los buenos aficionados al cine y al arte en general, porque no solo derramó sus saberes en el Séptimo, sino en otros como el teatro, la música o la escritura. Dueño de un estilo muy propio, y miembro activo  que fue de las vanguardias de entreguerras, Clair acabó forjando una personalidad muy marcada con la mezcla de lo realista y lo fantástico, no muy lejos, como en este caso sucede, del cine de Frank Capra.

         Sucedió mañana es una fábula moral, una comedia de enredo y una reflexión moral sobre la ambición de descorrer el velo de lo que el destino nos mantiene oculto. La película se nos presenta como una comedia de enredo, aunque no tarda, a través de su desarrollo, en acercarse a meditaciones más profundas sobre la naturaleza humana y su particular «frivolidad», siempre dispuesta a sacar tajada incluso de lo insólito, aun a pesar del peligro inherente a los juegos de azar. He leído que la primera opción para el protagonista fue Cary Grant, a quien acabo de ver, en su vertiente payasa, en Hubo una luna de miel, de Leo McCarey, más bienintencionado que realmente lograda, aunque, como todo su cine, se ve con delectación; pero el elegido, Dick Powell, cumple a la perfección lo que se espera de él, porque sí, también tiene un registro cómico que ya explotó con éxito en algunos musicales y otras películas cómicas como Las tres noches de Susana, criticada en este Ojo, aunque sus papeles de tipo duro en el cine negro le granjearon una merecida fama.

         La película parte de una premisa capriana, ya lo hemos dicho, un viejecito afable le entrega a un periodista ambicioso un ejemplar ya editado de la edición del diario con todo lo que va a suceder al día siguiente, de modo que puede «anticiparse» a las noticias y publicarlas con antelación. Se estrena, en unas secuencias cómicas muy divertidas con el atraco al Palacio de la Ópera, pero, para su desgracia, el hecho de conocer con antelación el atraco, descrito en el diario, lo hace muy sospechoso ante la policía, que lo arresta.

Con anterioridad, nuestro «ventajista» y fraudulento periodista (no sale él a buscar la noticia, sino que la noticia le llega con anterioridad por vías del todo fantásticas) ha conocido a la médium que actúa en un número de cabaret con un mago. Enamorado a primer golpe de vista de la médium, el periodista hará todo lo posible por lograr una cita con ella, aunque el «milagro» de la información adelantada casi da al traste con esa aventura romántica que, desde ese mismo momento, se va a entretejer con una trama que bordea la screwball comedy pero que no cae de lleno en ella, porque, a pesar del giro disparatado que imprime a la historia el descubrimiento por parte del protagonista de que una de las noticias que saldrán al día siguiente es la de su propia muerte, junto a la de los resultados de las carreras de caballos, lo que aprovecha para hacerse con una pequeña fortuna, con la esperanza de que los pronósticos fallen y se demuestre que todo es una sutil y alambicada maniobra del azar, sin fundamento alguno.

Ese giro de guion nos permite vivir un final de historia trepidante, con unas interpretaciones magníficas y un ritmo, casi de vodevil, que Clair sabe mantener con absoluta maestría, como un digno heredero de las comedias de Lubitsch, el genio del género.

La película es de época, lo que añade a la historia una dimensión de puesta en escena y vestuario que le confiere un empaque de comedia clásica absoluta, lo cual permite, además, conferir verosimilitud a ciertos comportamientos algo ñoños en las relaciones de los enamorados. Con todo, el giro de guion es de una eficacia tan tremenda que ni siquiera la propia boda de ambos acaba teniendo relieve en una comedia que narraba, de forma paralela, dos historias: la de las revelaciones periodísticas anticipadas y la historia amorosa de la médium y el periodista.

Que ella sea una médium fake es todo un acierto de guion, porque, de algún modo, parece que se enuncie, sutilmente, la boda del periodista con el engaño, lo cual no deja de ser una carga de profundidad que acaso pocos advirtieran ni en el momento de su estreno ni en sus sucesivas visiones, pero ahí están los hechos.

Lo que la película garantiza a los espectadores es una placentera diversión, propia de las películas en las que no se deja nada, paradójicamente, al azar; una historia muy bien narrada y con un afortunadísimo giro de guion que consigue cautivar a los espectadores en esos tramos finales de las películas en los que tantas de ellas suelen flojear.

Si Dick Powell exhibe su mejor vis cómica, Linda Darnell le da una réplica perfecta, así como el resto de un reparto en el que la convicción de los secundarios, auténticos coprotagonistas, convierten la película en una obra coral.

lunes, 20 de septiembre de 2021

«El despertar de una nación», de Gregory La Cava o la audacia del cine político-evangélico en 1933

 

Un Trump de Podemos en la Casa Blanca: entre el mesianismo socialista y el autoritarismo fascista. 

Título original: Gabriel Over the White House

Año: 1933

Duración: 86 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Gregory La Cava

Guion: T.F. Tweed, Carey Wilson, Bertram Bloch

Música: William Axt

Fotografía: Bert Glennon (B&W)

Reparto: Walter Huston, Karen Morley, Franchot Tone, Arthur Byron, Dickie Moore, C. Henry Gordon, David Landau, Akim Tamiroff.

 

         Indagar en el cine antiguo tiene sus recompensas. Esta película que roza la política-ficción, de La Cava es una de ellas. Hemos de prestar atención a la fecha de realización, 1933, cuatro años después del crack del 29 y con la ruina en que sumergió a la sociedad usamericana, tan genialmente John Ford en Las uvas de la ira, algo más tarde, en 1940. El planteamiento de la película, y el propio título, nos la sitúan cerca del cine de Capra: Gabriel Over the White House, es decir, el arcángel Gabriel que le trae al Presidente, tras superar el estado de coma en que le deja un grave accidente de coche, la revelación de para que ha de servir su presidencia. Antes de ese accidente, el Presidente era otro peón más del partido que lo aupó al Poder para poder controlarlo y que las cosas siguieran su curso, es decir, sujetas al mangoneo de los círculos de poder que todo lo gobiernan a través de los negocios y los intereses propios de los gobernantes y del partido del que se sirven. Llega un presidente soltero, pero familiar, como se demuestra por el amor a su sobrino, con quien tiene una estupenda escena ante el General en jefe del Ejército. Coincidiendo con su elección, una poderosa marcha de desempleados planea llegara Washington para plantear al Presidente sus exigencias: trabajo, trabajo y trabajo…, y ayudas sociales para sobrevivir hasta poder vivir de ellos. El organizador de la marcha es asesinado por pistoleros al servicio de oscuros intereses que ni siquiera excluyen a la mafia, muy interesada en seguir explotando los negocios ilegales que atraen a tantos «clientes» desesperados: el alcohol y el juego. Poco antes, el despreocupado y frívolo Presidente, por su empeño en conducir uno de los coches presidenciales, provoca un accidente en el que él resulta herido gravemente y entra en coma. Del coma emerge, sin embargo, un Presidente radicalmente transformado, gracias a una presencia misteriosa que en la película se identifica con el arcángel Gabriel. Sale de la Casa Blanca yen soledad, sin protección, se acerca a la multitud que ha llegado a Washington y escucha con atención sus demandas, y en ese acto declara solemnemente su compromiso para satisfacerlas en el plazo más breve posible.

         Entonces comienza la vertiente propiamente política de la película, porque su propio gobierno y su partido se oponen al plan económico con el que quiere conseguir, siguiendo un modelo keynesiano que no tardaría en ser aplicado por sus sucesores reales, no de ficción, una suerte de «revolución» al servicio de las masas damnificadas por el desastre del 29. Enseguida aparece la figura, tan conocida hoy por todos en todo el mundo, del impeachment con que lo amenazan para sacárselo de encima. El Presidente, sabedor de las prerrogativas de su cargo, exige al Congreso que se disuelva para que él gobierne con poderes personales excepcionales, lo que lo convierte poco menos que un dictador, aunque el personaje reivindica entonces esa «dictadura» al servicio de los más desfavorecidos. El Congreso accede a la autosuspensión, porque la amenaza del Presidente es decretar el Estado de excepción, lo que le garantiza los poderes que reclama ante la emergencia humanitaria que suponen las masas hambrientas en todo el país. Su secretaria privada, que era su amante antes del coma, y su jefe de gabinete, un eficaz Franchot Tone, del mismo modo que Walter Huston, en el papel de Presidente, no necesita que se pondere su capacidad artística, acaban enamorándose a espaldas del Presidente, aunque cuando este regresa del coma, cualquiera de sus anteriores costumbres ha dejado paso a un espíritu mesiánico y trabajador que solo busca la eficacia de unas medidas que garanticen la supervivencia del pueblo: la creación de una Banca que garantice los subsidios a los agricultores, el aumento de los impuestos a los más favorecidos, la creación de obra pública, un servicio estatal de salud… O sea, que el Presidente plantea poco menos que una socialización de los medios de producción, siquiera sea de manera temporal, para hacer frente al choque de la depauperación general que siguió a la crisis del 29. Dentro de sus medidas está también la lucha contra la mafia, que extorsiona a los pequeños empresarios, y centraliza su lucha en la figura del capo más poderoso de su tiempo a quien le declara la guerra. Las escenas de la lucha contra la mafia y del juicio contra sus responsables bien podrían ser tenidas por un exceso de ingenuidad argumental, por más que la realización, sobre todo la escenificación del juicio militar a los acusados, se nos ofrezca con una curiosa estética expresionista. Lo mismo ocurre con un desarrollo narrativo que, a mi juicio, se aventura por terrenos que caen más del lado de lo francamente inverosímil que de lo que la situación permite. En todo caso, confirma esa tendencia siempre presente en la sociedad usamericana de la doctrina Monroe, y que, a su manera, defendió Trump en la última presidencia que hemos sufrido en la realidad, con un repliegue parecido al que pretende el Presidente de esta película cuando reúne en una conferencia internacional a todos los países deudores de Usamérica tras la Primera Guerra Mundial y les exige el pago de la deuda para poder cumplir los socializadores propósitos de su presidencia. Como se advierte, la película no deja de tener su actualidad o, al menos, participar, siquiera sea tangencialmente, en algunos de los debates vivos en la sociedad de hoy. Aunque a guisa de provocación, no creo que hablar de un Presidente usamericano podemita en esta película sea un exceso. En todo caso, las tensiones políticas propias de la situación sí que son, por el impeachment fallido contra Trump, pan nuestro de cada día.

         Aunque una película todo lo admite, como cualquier otro género artístico, hemos de señalar que la tendencia ideológica y humanística del director no solo se reflejó en esta, sino en otras obras suyas en las que siempre manifestó una compasión legítima por los perdedores.

         Perdóneseme el destripamiento, pero hay películas que, más allá de la trama, se ven como se lee una obra de erudición, porque nos ayudan a entender ciertos momentos históricos. Disfrútenla.

sábado, 18 de septiembre de 2021

«El aficionado», de Krzysztof Kieślowski o el cine en el espejo.

 

Una fábula crítica y emotiva sobre el cine y su poder transformador: lo metacinematográfico desde el realismo socialista… 

Título original: Amator

Año: 1979

Duración: 112 min.

País: Polonia

Dirección: Krzysztof Kieślowski

Guion: Krzysztof Kieślowski

Música: Krzysztof Knittel

Fotografía: Jacek Petrycki

Reparto: Jerzy Stuhr, Malgorzata Zabkowska, Ewa Pokas, Stefan Czyzewski, Jerzy Nowak, Krzysztof Zanussi.

 

         ¡Fantástica fábula sobre el poder del cine a cargo de un director que ha puesto siempre su cámara al servicio de la reflexión sobre el ser humano condicionado por su sucesión de presentes…! Se trata del segundo largometraje de Kieslowski, después de La cicatriz, en la que también se narra la crisis personal y familiar, amén de social, de una persona que entra en conflicto con lo establecido, un régimen comunista que, después de 30 años, daba ya señales de debilidad estructural. En El aficionado Kiewsloski cambia el enfoque que precipita la crisis: en vez de la industria que degrada un paraje natural y deteriora las relaciones humanas, asistimos al nacimiento de una pasión por el cine, por la captura de imágenes con la cámara, primero una súper 8 familiar y, más tarde una de 16mm, más próxima a la incipiente profesionalización en que se embarca el protagonista, y que, como en la primera película, tendrá trágicas consecuencias, porque acabará afectando dramáticamente a la vida del nuevo cineasta: captar la realidad a través de la cámara influye poderosamente en la propia realidad, tanto en la ajena que es captada como en la propia de quien capta aquella. Dejar de vivir la propia vida para contar la vida de los otros o aun la propia vida distancia al narrador del núcleo duro de la realidad, lo separa radicalmente de la realidad que comparte con los demás: ese es el proceso que nos narra Kieslowski a través del despertar a la magia de las imágenes de un funcionario polaco encargado del negociado de suministros, quien compra una cámara, no sin sacrificios, para filmar a la hija que va a tener, y esas primeras secuencias del parto inminente son, por sí mismas, un relato del contexto tan rico en detalles que le va a permitir al Director centrarse en la abducción que sufre el protagonista, Filip Mosz, encarnado por  un actor tan destacado como  Jerzy Stuhr, capaz de expresar la ingenuidad, la inocencia, la pasión, el desconcierto y la ambición como los mejores profesionales de Hollywood, lo cual redunda en la satisfacción con que el espectador sigue una película aparentemente sencilla, pero cargada de una trascendencia especulativa de primer orden tanto sobre el Séptimo Arte como sobre las relaciones humanas. Recordemos, en todo caso, que el protagonista es huérfano, y que la pasión por ser padre es uno de los puntales de su vida, una de sus máximas aspiraciones. Lo que ocurre, en cuanto la cámara comienza a absorber la vida laboral del personaje, a quien se le encarga que grabe los actos de la conmemoración del 25 aniversario de la empresa, tiene una dimensión verdaderamente dramática, porque comienza a percatarse, sobre todo después de que lo seleccionen para competir en un concurso de realizadores aficionados, que todo lo relacionado con el cine constituye una pasión contra la que no puede luchar su anterior pasión por la familia: el enfrentamiento con su mujer, que tarda nada en percatarse de cómo esa «maldita cámara» y los sueños, las ambiciones y las vanidades que hay en su uso van a acabar abduciendo a su marido y separándolo de ella y de su hija.

         La película se estructura, así pues, mediante esa doble  narración que no se ofrece de modo paralelo, sino, como no puede ser de otro modo, entrelazadas estrechamente, dado lo que se condicionan mutuamente. Por un lado, asistimos al fracaso matrimonial del cineasta, absorbido por la pasión del cine y, por el otro, al crecimiento artística de quien cae en gracia por la pureza ingenua de su acercamiento a la realidad cotidiana, lo que le vale incluso la visita de un director consagrado como el mismísimo Zanussi, que interviene como él mismo en la película. El acceso a la televisión, donde pasan algunas de sus películas, así como las facilidades que la empresa le da para construir un estudio de revelado y de montaje son una muestra del realismo social que, sin embargo, servirá para desmontar las mentiras del socialismo gobernante, como el corto que le encargan sobre las fachadas posteriores de los edificios que, relativamente lustrosos por fuera, se caen a pedazos por dentro, como si se tratase de los famosos edificios Potemkin.

         Junto a esos dos hilos narrativos no se ha de menospreciar el de la vida del protagonista en la empresa y la relación con el director de la misma, porque a través de ella vemos actuar los mecanismos de la censura y cómo la objetividad de las imágenes, capaces de suscitar asociaciones «no controladas», han de ser «sometidas» a la subjetividad de quienes mandan. Con todo, también advertimos una quiebra entre la «apertura» del mundo de la cultura en aquellos años y la cerrazón moralista antediluviana de los dirigentes.

         Lo realmente maravilloso de El aficionado es la descripción del nacimiento de la pasión artística en un ambiente de modestísima clase trabajadora y cómo la realidad de la Polonia de aquellos años contrasta con esa pasión absorbente. Tengamos presente que el protagonista comienza a interesarse por el cine, su literatura, sus imágenes, su historia, así que el uso de la cámara potencia lo que él intuye como una nueva vida a la que sabe que ha de abrirse para colmar sus ambiciones de realización personal: se abre a un mundo desconocido e inexplorado, pero subyugante. Lo que pierde no es poco, y lo que gana es un camino cuyo futuro permanece ignoto. En ese sentido, el final es toda una declaración de principios respecto del Arte de Kieslowsky, quizás porque la película tiene una inequívoca raíz autobiográfica, dados los comienzos en el cine del autor. Eso mismo es lo que le confiere a la película una verdad irrefragable. Me alegra haber descubierto esta película que se suma a la extraordinaria No matarás que ya critiqué no hace mucho en este Ojo.  No son pocas las películas que reflexionan sobre el propio cine, pero en esta de Kieslowski, no hay ni asomo de teorizaciones abstrusas, sino vida a raudales con un realismo detallista que emociona, que conmueve, como lo sentirán quienes decidan verla y comprobar que para los grandes temas ha de escribirse con palabras muy sencillas…

jueves, 16 de septiembre de 2021

«La cena de los acusados», de W.S. Van Dyke o lo mejorcito del cine de detectives…



La creación de un detective clásico del celuloide: The Thin Man («El hombre delgado»)*, de Dashiell Hammett, con su mejor encarnación: William Powell.

 

Título original: The Thin Man

Año: 1934

Duración: 89 min.

País:  Estados Unidos

Dirección: W.S. Van Dyke

Guion: Albert Hackett, Frances Goodrich. Novela: Dashiell Hammett

Música: William Axt

Fotografía: James Wong Howe (B&W)

Reparto: William Powell, Myrna Loy, Maureen O'Sullivan, Nat Pendleton, Cesar Romero, Pat Flaherty, Minna Gombell, Porter Hall, Henry Wadsworth, William Henry, Rolfe Sedan.

 

[*The Thin Man, originalmente, se refería a uno de los personajes de la trama en la que el detective Nick Charles se ve envuelto, no a él; posteriormente, sin embargo, a medida que fueron sucediéndose las secuelas de la presente, hasta cinco, el apelativo acabó siendo adjudicado al detective protagonista.]

 

         The Thin Man es la primera aparición en la pantalla del detective Nick Charles, expolicía que ha dejado la carrera por su boda con una rica mujer. Estando de visita en Nueva York, la hija de un viejo amigo se le presenta en el hotel para informarle del más que extraño comportamiento de su padre y sus sospechas de que pueda estar en peligro. El padre, un extraño inventor con negocios ultrasecretos de los que no quiere hacer partícipe a nadie, ni siquiera a su propio abogado, tiene una amante que pasa a formar parte de la larga lista de sospechosos de su desaparición y no saben si muerte. La familia le pide a Charles que se haga cargo del caso, porque temen lo peor por la desaparición del atrabiliario padre. A pesar de su resistencia, Charles acaba investigando el asunto para satisfacer a su mujer, quien nunca le ha visto hacerlo, a pesar de la fama del mismo. La presencia protagonista se completa con la perrita de ambos, Asta, un Fox-Terrier que, junto a William Powell y Myrna Loy constituyen un trío protagonista que, por las constantes bromas entre los cónyuges, hicieron las delicias de todos los públicos y convirtieron la más modesta e las películas, rodada por un especialista en la «toma única», W. S. Van Dyke, en trece días, en un auténtico clásico, y el primero de una lista de cinco secuelas que obtuvieron excelentes resultados en la taquilla. Yo he visto tres de ellas, y puedo asegurar que la compenetración entre Powell y Loy es tan perfecta que bien podrían verse las seis películas de The Thin Man  seguidas, como si de una serie se tratase.

         William Powell, que procede del cine mudo, supo abrirse camino en el sonoro por la excelente dicción y el timbre peculiar de su voz. Habiendo encarnado villanos, como el Moriarty en una versión muda de Sherlock Holmes, redirigió su carrera hacia la comedia y la mejor prueba del acierto de ese cambio es esta película, que obtuvo cuatro nominaciones a los Oscars y que constituiría todo un éxito social.

         Las peculiares maneras de investigar de Nick Charles mezclan la intuición con una especial habilidad para la deducción y un raro instinto para meterse en la guarida del lobo. Poco a poco va desarrollando su actividad y alternándola con  la vida matrimonial, si bien esa dimensión social se somete a pruebas como la alocada cena de Navidad a la que invita a sus viejos compañeros de la policía, exconvictos y a la que se suman periodistas que buscan de él noticias sobre el caso cada vez más complicado del inventor desaparecido, cuya amante aparece misteriosamente muerta, aunque quien la descubre es la ex del inventor, quien arranca de la mano del cadáver la cadena del reloj de su exmarido. Al final, los antiguos compañeros lo persuaden de que es un caso en el que él podría tener mucho que decir, y eso, añadido a la petición de la hija, una jovencísima Maureen O’Sullivan, cuyo hermano, un lector impenitente aspirante a criminólogo observa el trabajo de la policía que se presenta en su casa propiamente como un  entomólogo. Todo ello son pequeños y grandes detalles de ambientación que confieren  a la película el poderoso carácter de comedia ligera que responde, como las comedias sofisticadas de la época, a la evasión de los espectadores. Recordemos que estamos a solo cinco años del crack del 29, de cuyos efectos aún no se ha recuperado la totalidad del país.

         La autoría de Dashiell Hammet  garantiza que el desarrollo de la trama se mantendrá lo suficientemente «enredado» como para que el antiguo detective de la policía, Nick Charles, sea capaz de ir tirando de los cabos para hallar una vía segura que le lleve al descubrimiento del asesino. Cuando los reúne es el momento de convocar a todos los sospechosos a una cena, servida por agentes de policía disfrazados, en la que revelará el nombre del culpable. Es la segunda «reunión tumultuosa» en la suite del matrimonio, pero esta segunda tiene una naturaleza muy distinta de la primera, cuando aún el expolicía no había sido persuadido para investigar a fondo un caso para el que la policía no hallaba hilo del que tirar.

De hecho, será una inspección muy detallada del laboratorio del inventor lo que le permitirá al detective, ahora aficionado, antes profesional, descubrir los restos de un cadáver que acaban perteneciendo al inventor desaparecido.

         La película potencia, a través de los esposos, el contraste entre el mundo lujoso de la esposa y el pasado del expolicía , lo que permite no pocas bromas y cruces de agudezas entre ambos esposos: un intercambio que se verá potenciado, porque era el gancho para el público, en las secuelas.

         La realización, con todo, se ajusta bastante bien a lo que podríamos llamar los patrones del cine negro, porque no son pocas las escenas en las que el juego de las sombras y los contrastes muy marcados en la iluminación generan esa sensación de peligro y de aventura propias del género, si bien luego todo se acaba resolviendo en el contexto del género de la comedia. Con todo, y a pesar de la precipitación en la filmación, algunos caracteres están bastante bien definidos, como el de la exmujer o el del hijo intelectual.

         En la medida en que es la primera de la serie, merece ser recordada como lo que en realidad es: un clásico del cine de detectives en un contexto de comedia que no aminora para nada ni la investigación ni el desenlace del caso. No hay, por decirlo de otra manera, ningún sospechoso que no sea absolutamente convincente, y eso es definitivo para una película como la presente.

        

«Brumas de inquietud», de Lewis Allen o el poder del melodrama como género.

 


Al servicio de Lana Turner, con un «incipiente» Sean Connery, un excelente melodrama en el contexto de las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial. 

Título original: Another Time, Another Place

Año: 1958

Duración: 91 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Lewis Allen

Guion: Stanley Mann. Novela: Lenore J. Coffee

Música: Douglas Gamley

Fotografía: Jack Hildyard

Reparto: Lana Turner, Barry Sullivan, Glynis Johns, Sean Connery, Martin Stephens, Sid James, Terence Longdon, Julian Somers, John Le Mesurier, Doris Hare, Bill Fraser, Jane Welsh, Robin Bailey, Cameron Hall.

 

         Los corresponsales de guerra, sean hombres o mujeres, o precisamente por serlo, están expuestos a que la camaradería reinante entre ellos, no suelen ser celosos de exclusivas, aunque no las rechacen, claro, pueda ascender peldaños que la distancia de sus particulares relaciones familiares facilita. Ocurre lo mismo con los marineros y el tópico del amor en cada puerto, y, como buen tópico, algo de verdad esconde. En estas Brumas de inquietud que traducen poéticamente en español el lenguaje casi topográfico del original, Another Time, Another Place, al que aludí al principio, Lewis Allen, de quien vi con gran interés La hija del pecado, una película relativamente olvidada que merece una revisión, y que critiqué también en este Ojo, nos narra la historia de amor entre una corresponsal madura y un joven reportero «intrépido» muy alejado, aún, del glamuroso agente 007 que interpretaría años después y que lo catapultaría a la fama universal, un Sean Connery  en el que el estilismo aún no se había aplicado a perfilarle las espesas cejas «a lo Breznev» que tanto habrán de llamar la atención de sus admiradoras, como me la ha llamado a mí. En cualquier caso, el protagonismo de la película cae del lado de Lana Turner, quien, ¡por fin!, había encontrado el amor de su vida y estaba dispuesta a casarse con él, en vez de con «la profesión», como le exige el Director de su diario. Todo discurre así, como en un cuento de hadas, porque Connery lo tenía, en aquella juventud, todo de príncipe azul, hasta que, ¡sorpresa!, él le revela, a muy pocas fechas de la boda, que está casado y que, de momento, no se ve con fuerzas de abandonar a su mujer y a su hijo hasta que vuelva con ellos y sea capaz de afrontar esa decisión. Lo que ocurre, sin embargo, es que la muerte acaba con el corresponsal y su amante entra en estado de shock y su mujer se queda con el recuerdo del marido supuestamente enamorado de ella. Un melodrama como mandan los cánones del género se construye sobre un cierto morbo psicológico que, añadido a la ambigüedad de ciertas acciones, nos lleva, por sus pasos contados a un final usualmente explosivo. Lewis Allen no ignora esas leyes y se ajusta milimétricamente a la propuesta de la novela original: La amante quiere conocer el lugar de la felicidad doméstica del amado y se desplaza a la villa marinera de Cornualles donde vive la familia de este, la «otra», de quien ella acabará siendo también la misma, con el morbo que ello implica. Si mi memoria espacial no me engaña, tengo la impresión de que Lewis Allen rodó en el mismo pueblo donde Mike Leigh ubicó la casa de la amante y luego esposa de Turner en su película Mr. Turner. De modo fortuito, naturalmente, ambas mujeres acaban conociéndose e incluso conviviendo en la misma casa, y la amante se acaba ofreciendo para hacer una recopilación del trabajo del corresponsal, de sus crónicas radiofónicas para la BBC, para editarlas a modo de homenaje a su persona. La muy especial unión de la desconocida con el hijo del amante complica aún más la situación, porque no tardan en aparecer dos personajes capitales en la trama: el compañero laboral de protagonista, quien secretamente está enamorado de la mujer de su amigo y el Director de ella, quien le reclama que se deje de blandenguerías impropias de una corresponsal como ella y que vuelva a Nueva York donde le espera lo mejor que ella sabe hacer: su trabajo. La película, ya digo, está rodada a la mayor gloria interpretativa de Lana Turner, una actriz muy solvente que aguanta perfectamente el desarrollo de la película y sobresale en los momentos de intensidad dramática, como el del final de su compromiso con el periodista, cuando la verdad ha de abrirse paso frente a la mentira del silencio de él, incapaz de romper el hechizo en que ella vive respecto de su futuro.

         La película, de carácter psicológico, y con muchos interiores, es modesta, no se trata de una gran superproducción, y, de alguna manera, hasta bien podría considerarse incluso de serie B, dada la sencillez de la misma; pero va agrandándose ante los espectadores a medida que la dimensión de la tragedia se nos bifurca, por así decir, y asistimos a la doble perspectiva de la figura del corresponsal: como marido y como amante, una doble faceta que, como no podía ser de otra manera, solo puede llevarnos al enfrentamiento entre ambas mujeres, caso de que la esposa supiera quién es la persona a la que ha acogido en su propia casa. Y lo acaba sabiendo… Pero de lo que pasa de ese momento en adelante, un clímax y un desenlace perfectamente narrados, solo el espectador ha de ser el testigo. Y yo animo a que lo vean, porque las historias con tanta fuerza sentimental siempre acaban siendo parte de la preceptiva catarsis inseparable de las tragedias, por más que en este caso esta se nos presente hasta cierto punto dulcificada por el género del melodrama en el que se inscribe decididamente la película sin desmerecimiento de ninguna clase.

         La aparición de Sean Connery, en los inicios de su carrera, es ya, de por sí, una magnífica invitación. Lo mismo que lo fue su aún más breve aparición en la poderosa película criticada no hace mucho: Ruta infernal, de Cy Endfielf, rodada un año antes. El salto espectacular de comparsa a semi protagonista  debió de potenciar mucho la carrera de un ilustre del Séptimo Arte.