sábado, 28 de agosto de 2021

«Pal Joey», de George Sidney o tres canciones inmortales.

 

Un musical ad maiorem gloriam de Frank Sinatra o un trasnochado capítulo del machismo dominante…

 

Título original: Pal Joey

Año: 1957

Duración: 111 min.

País:  Estados Unidos

Dirección: George Sidney

Guion: Dorothy Kingsley

Música: Morris Stoloff

Fotografía: Harold Lipstein

Reparto: Frank Sinatra, Rita Hayworth, Kim Novak, Barbara Nichols, Bobby Sherwood, Elizabeth Patterson, Hank Henry.

 

         El musical tiene sus reglas y, entre ellas, no destaca, por cierto, ni el realismo ni su hermana menor, la verosimilitud. Hay tipos que se pasean por la historia con un repertorio de tópicos propios de sus diferentes épocas y, en este caso, acercándonos ya, ¡peligrosamente!, a los años 60, pero 1957 aún se puede considerar momento álgido de ese machismo dominante que ni siquiera se concebía ni como tal ni como un insulto, salvo para las feministas, fueran tibias o aguerridas. El inicio de la película nos presenta a un vividor al que ponen de patitas en un tren para sacarlo de la ciudad (el “ostracismo” moderno…) porque se le ha ocurrido tontear con la hija del alcalde que es menor de edad: ¿Y qué iba a hacer yo, pedirle el carnet de conducir?, se extraña el protagonista. A partir de ahí, la acción se traslada a San Francisco, de la que, de tanto en tanto nos ofrecen algunas vistas espectaculares, tanto de la bahía como, sobre todo, de su entramado de calles en abruptas pendientes por las que suben sus clásicos tranvías.

         Al descaro del protagonista, que se suma a su mala fama, le debe este la habilidad para conseguir trabajo en un local donde ha encontrado a un pianista y director de orquesta amigo suyo. La película trata sobre cómo conoce a una chica del coro y aspirante a cantante, Kim Novak, en el papel no menos tópico de cándida e ingenua belleza explosiva, un papel que bordaba Marilyn Monroe, a quien Novak no tenía nada que envidiar, todo sea dicho de paso…, y cómo, posteriormente, conoce a una viuda rica, antigua cantante de cabaret, como él, Rita Hayworth, que se sentirá atraída por el pícaro artista ambicioso y no solo conseguirá que se vaya a vivir con él al barco donde ella vive, ¡con jardín propio en el muelle!, sino que se convertirá en la patrocinadora de un local, Chez Joey, que regentará su enamorado. El descubrimiento de que la «rival», veinte años más joven, va a convertirse en una de las estrellas del espectáculo, la pone de los nervios y exige que la despida. El protagonista trata de echarla cambiando su número musical por otro de strip-tease integral, lo que dará pie a una escena paternalista bobísima, pero muy propia de época.

         Está claro que la trama no puede ser ni más insustancial ni más tonta, pero ha de reconocerse que conseguir reunir en una película a Sinatra, Hayworth y Novak es una proeza que bien merece la pena la contemplación de la misma. La producción, generosa, se luce en la puesta en escena y, sobre todo, en el vestuario. Pero ha de reconocerse que la película merece la pena por que su banda sonora incluye tres highlights de los musicales como The Lady is a Tramp, My funny Valentine y Bewitched, un trío de ases indiscutible. La orquesta que actúa en el cabaret suena estupendamente con una aire de jazz francamente delicioso, el propio del resto de la banda sonora.

         A veces, los musicales clásicos tienen estos inconvenientes, que  personajes, como el de Sinatra, resultan «fascinantes» a las protagonistas del reparto, pero insufribles a los espectadores, aun a pesar de que Sinatra encaja perfectamente en ese papel de macho alfa incluso «encantador», porque, como le dice Novak en un momento dado: ¿Por qué te cuesta reconocer que eres bueno? Y esa es la línea más inteligente del guion: la que revela todo lo que hay de estereotipo al que debe ajustar un hombre su personalidad para obtener el éxito social.

         Es curioso advertir cómo se mantiene en pie un musical en el que no hay propiamente «conflicto», más allá del bobo triángulo amoroso resuelto, por otro lado, de un modo casi infantil. La presencia del perro, por ejemplo, suena casi a resorte de emergencia para poder vincular a ambos cantantes, supeditados al capricho de la patrocinadora, y posteriormente enamorada, del cantante. Rita Hayworth no estaba ya en su mejor momento, desde luego, pero, aun así, componen un número muy digno los tres protagonistas, si bien la coreografía es relativamente discreta. No así en el intento de consumación del número de strip-tease, en el que la presentación y desarrollo del número es ingeniosa y efectiva, hasta que el lado pacato del protagonista lo detiene…

         No la podemos considerar como un musical de los grandes, pero esas tres canciones le confieren un estatus que muchos otros ya quisieran tener. Toda la parte de estudio, además, tiene ese sabor clásico de los planos generosos de los 35 mm y un color muy contrastado que realza, en este caso, el vestuario de las dos actrices, muy cuidado.

 

 

jueves, 26 de agosto de 2021

«El mundo perdido», de Harry O. Hoyt (1925) o los primeros dinosaurios del cine.

 


Primera adaptación de la novela de Conan Doyle que él mismo introduce en un breve prólogo o recuperar el asombro de la mirada infantil. 

Título original:  The Lost World

Año: 1925

Duración: 106 min.

País:  Estados Unidos

Dirección: Harry O. Hoyt

Guion: Marion Fairfax. Novela: Arthur Conan Doyle

Música: Robert Israel, R.J. Miller, Cecil Copping (Película muda)

Fotografía: Arthur Edeson (B&W)

Reparto: Bessie Love, Lewis Stone, Wallace Beery, Lloyd Hughes, Alma Bennett, Arthur Hoyt, Margaret McWade, Bull Montana, Frank Finch Smiles, Jules Cowles, George Bunny, Charles Wellesley, Arthur Conan Doyle.

 

         Antes de la llegada del sonoro y del rodaje de ese clásico inmortal que es King Kong, de Merian C. Cooper y Ernest B. Schoedsack, el creador del gran simio,  Willis H. O’Brien, había hecho sus pinitos de animación de monstruos en esta maravillosa The Lost World, de 1925. Como prólogo de la película aparece el creador literario de la fantasía, Sir Arthur Conan Doyle, dándose por satisfecho si los adultos podíamos contemplar la película con los ojos de la infancia y viceversa, porque la película es un homenaje al concepto de aventura, al del valor y, de paso, un homenaje al espíritu del descubrimiento científico. Es cierto que el guion que adapta la obra incluye un personaje femenino que no estaba en la novela, pero el amor y la atracción sexual forman parte enseguida de los puntales de la creación cinematográfica. En este caso, además, por partida doble, porque la enamorada del periodista que la pretende le dice que no se puede casar con nadie que no haya demostrado su coraje, su valor, atreviéndose aun con lo imposible.

         Y ahí tenemos al frágil enamorado pidiendo en la redacción del diario donde trabaja que le asignen el más peligroso de los encargos. Y aunque lo inmediato es cubrir la conferencia de un sabio loco —otro de los personajes clave de los orígenes del cine: ya hay una versión del Dr. Jeckyll, de Herbert Brenon en 1913, y una, aunque muy breve, de Frankenstein, de J. Searle Dawley, en 1910— el protagonista verá en la posibilidad de acompañar a la expedición que pretende conseguir pruebas de la existencia de los dinosaurios en un territorio inexplorado de Brasil, la oportunidad que andaba buscando. Tras vencer, a golpes, literalmente, la resistencia del científico que, como buen ejemplar de la profesión, odia a los periodistas, acaba convirtiéndose poco menos que en el instrumento de financiación de la empresa. Tras ese animado prólogo londinense, la acción se traslada a la selva amazónica, en una perfecta recreación de los grandes espacios virginales del planeta y no tardarán los miembros de la expedición en ir descubriendo que lo que había descubierto, ¡y dibujado!, el padre de la única protagonista femenina de la expedición era cierto. Y hay que recuperar la  mirada no menos virginal de la infancia para dejarse impresionar por ese gigantismo de la naturaleza en el que los dinosaurios se mueven con la candidez de las figuras de un diorama y sorprendente viveza, para la temprana fecha en que se «animaron». No solo eso, sino que la febril imaginación de Doyle añade al plantel de animales antediluvianos la presencia del «eslabón perdido» al que, desgraciadamente han de disparar para poder regresar de la meseta prehistórica al campamento base en un arriesgado descenso a través de una escala de cuerda.

         Como sucederá en King Kong, la expedición vuelve a la «civilización» con un ejemplar de dinosaurio que, ¡no podía ser de otro modo!, acabará escapando de su jaula para sembrar el pánico entre la población antes de destruir el puente de la Torre de Londres y precipitarse al Támesis, por el que se aleja nadando ante la decepción del científico que quería reivindicar su nombre ante la sociedad que lo calificaba de chiflado por sostener que esas bestias antiquísimas aún existían. Lo que no impide, no obstante, es que la hija del explorador y el periodista consumen su compromiso, a pesar de que un amigo del padre y protector de ella se había figurado que sería capaz de seducirla para convertirla en su mujer.

         De verdad, si de pequeño a uno se le han abierto los ojos como platos ante películas como King Kong u otras de cariz semejante, sentarse a ver esta reliquia es el ejercicio perfecto para recuperar esa mirada y sentirse de nuevo el niño que fue: lleno de admiración por esas expediciones atrevidas y llenas de espíritu científico cuyo fomento tanto se echa de menos hoy en los planes de estudio.

         No hace mucho critiqué en este Ojo La mujer y el monstruo, de Jack Arnold, de la que esta versión del clásico de aventuras de Doyle puede considerarse hermana mayor, y, en efecto, ambas plantean situaciones muy similares, aunque la fantasía desbordante de Doyle exige una credulidad infinitamente mayor que la de Arnold. Con todo, es tan exquisita la puesta en escena de esos espacios amazónicos y de los obstáculos que ha de vencer la expedición que el espectador se deja llevar muy cordialmente de la mano del director y asiente, ¡hasta con entusiasmo!, a todos los efectos especiales, erupción volcánica incluida.

         Debe en cuando se ha de volver la mirada hacia los intrépidos inicios del cine, que se atrevía con todo, ¡hasta con los viajes espaciales desde su mismísimo nacimiento!, para darnos cuenta del modo como todas esas fantasías llevadas a la pantalla han condicionado nuestra formación, nuestro modo de ver la realidad y de afrontarla. Sí el cine jamás se ha rendido ante lo imposible, del mismo modo que nuestros expedicionarios están dispuestos a poner en riesgo su propia vida para confirmar que lo imposible existe.

        

        

«Annette», de Leos Carax (domesticado).

Un musical a medio camino (de nadie) entre la provocación y la búsqueda del gran público. 

Título original: Annette

Año: 2021

Duración: 140 min.

País:  Francia

Dirección: Leos Carax

Guion: Ron Mael, Russell Mael

Música: Ron Mael, Russell Mael, Sparks

Fotografía: Caroline Champetier

Reparto: Adam Driver, Marion Cotillard, Simon Helberg, Dominique Dauwe, Kait Tenison, Latoya Rafaela, Rebecca Dyson-Smith, Timur Gabriel, Kevin Van Doorslaer, Devyn McDowell, Ornella Perl, Christian Skibinski, Marina Bohlen, Nino Porzio, James Reade Venable, Charlotte Brand, Elke Shari Van Den Broeck, Filippo Parisi, Colin Lainchbury-Brown, Kristel Goddevriendt, Michele Rocco Smeets, Ella Leyers.

 

         Que un cineasta minoritario y casi marginal, como Leos Carax, se haya avenido a la aventura de buscar el favor del gran público solo podía depararnos una película irreconocible como exclusivamente suya y acaso excesivamente transgresora (no sin cierta candidez) para el gusto estandarizado de la mayoría. El «reclamo» de Driver y Cotillard como grandes estrellas tira mucho de un público que, quizás, saldría de estampida de la visión de Holy Motors, por ejemplo. Con todo esto quiero decir que he tenido la sensación, viendo la película, de una suerte de quedarse a medias, en terreno de nadie, que no acaba beneficiando a la película, aunque deseo fervientemente equivocarme y que se convierta en un éxito, desde luego. Sucede, con todo, que ciertas transgresiones e lo verosímil en aras de lo fantástico «chirrían» lo suyo y son capaces de hacer perder la paciencia a más de dos y tres espectadores, por más que ello nos lleve, más tarde, a un desenlace extraordinario.

         Un prólogo que arranca en el estudio de grabación donde los Sparks interpretan la banda sonora y que recoge, posteriormente,  a los protagonistas para salir todos en procesión a la calle, que recorren al más puro estilo de los musicales clásicos, abre una historia para la que se le ha pedido al público con una voz en off, que “tomen aire y no respiren durante el resto de lo que van a ver”… La historia es sencilla: un cómico extravagante, en el apogeo de su carrera, se casa, sorprendentemente, con una aclamada diva de la ópera: una historia de amor recogida en la prensa del corazón con unos planos de las «exclusivas» que le ponen el contexto adecuado a lo que, lejos del mundanal ruido, es una historia de amor que poco a poco se irá convirtiendo en una historia de terror así que nazca la hija, «que no es de este mundo», de ambos. La banda sonora del musical es magnífica, y las interpretaciones de Driver y Cotillard, en temas que se acercan más al recitado que a la canción, son muy estimables. Las composiciones líricas de la protagonista corren a cargo de Catherine Trottmann, aunque, al parecer, han mezclado ambas voces, la de Cotillard y la suya para lograr un efecto que no distanciara tanto el timbre y la técnica de ambas.

         La cantante de ópera se desplaza en un coche con chófer de confianza y el humorista agresivo en una moto de potente cilindrada. A veces van ambos en la moto, pero no es lo habitual. El coche de ella responde, en forma de homenaje, al vehículo de las metamorfosis de Holy Motors y, de hecho, la protagonista tiene pesadillas en su interior que avanzan, de forma críptica, los terribles derroteros que seguirá la historia y de los que no quiero avanzar nada para dejarles a los espectadores la sorpresa intacta.

         El desarrollo de la historia presenta más elipsis que agujeros negros van descubriendo los astrofísicos en la cabalgata de las galaxias, y hay, en cierto modo, algunas «precipitaciones» que rompen la norma sagrada del progreso pautado hacia el clímax. Esas prisas no le hacen ningún bien a la historia, y parece el director más empeñado en construirla mediante los highlights de las composiciones que atendiendo a desarrollos dramáticos convincentes, pero que requerirían, acaso, un planteamiento distinto de su quehacer habitual. Y de eso me quejo, de la «indefinición» narrativa. Dejando de lado esas quiebras en la narración, la película está llena de secuencias muy impactantes, como cuando la soprano, en escena, corre hacia el fondo del escenario y se abren las puertas del teatro a un bosque en el que ella entra sin solución de continuidad y por el que pasea, cantando, para regresar de nuevo al proscenio, donde acabará haciendo aquello que, para su marido, es lo mejor y lo peor de ella: que sabe morirse y saludar a continuación como una premonición de su vida eterna.

         La secuencia de la tormenta en el yate particular en el que navegan, por ejemplo, que tanto me recordaron el mar de Fellini en Il Casanova di Federico Fellini, tienen una potencia visual extraordinaria y recuerda las mejores imágenes de Holy Motors, sin duda. En eso se ha de reconocer que Carax sigue en plena forma. Porque la llegada a la orilla de padre y de la hija, más la aparición del espectro de la madre ahogada son el broche de oro de esa secuencia de la tormenta. Nada se deja al azar en la composición de los planos y la iluminación se suma a la música para conseguir unos efectos realmente turbadores.

         A partir del momento en que la película se centra en la explotación del don de la hija de ambos, una cantante precocísima con voz de soprano heredada de la madre —en el magnífico desenlace ya veremos que también hereda el humorismo ácido y amargo del padre—, la historia, en la que aparece el «tercero» en discordia, el pianista que acompañaba a la protagonista en sus recitales y que ahora ha ascendido, finalmente, a director de orquesta, se enrarece cuando este asume un papel protector para con la hija, e insinúa que tal vez no sea hija del cómico, sino de él, quien tuvo una relación previa con la cantante. ¡Genial, por cierto, la narración del director de orquesta mientras está dirigiendo unos ensayos!

         No es fácil intuir por dónde han de discurrir los «hechos», pero la película nos asegura las sorpresas de guion hasta el excepcional final en que la hija de los protagonistas, la niña Devyn McDowell, ¡un prodigio de interpretación a sus escasísimos años!, aunque a los 4 ya había actuado en Broadway, lo cual casi nos permite hablar de una consumada profesional, se entrevista con su padre…, pero hasta aquí puedo contar.

         Mientras que la figura de la diva de la ópera tiene una total credibilidad, he de decir que la invención del anticómico deja algo que desear, aunque Driver, que me parece más soso que el consomé de acelgas sin aceite ni sal, sorprende a propios y extraños y consigue un registro interpretativo impresionante. Vale decir que Carax ha mimado mucho la fotografía del actor, sobre todo los primerísimos planos, y aun en los más terribles momentos de la película consigue que lo veamos con una perspectiva de auténtico «animal fotogénico». Los diálogos cantados con la audiencia nos ofrecen una dimensión del monólogo cómico que nos sitúa a medio camino entre el comediante y el rockero, aunque la originalidad de esa perspectiva, por inédita, más nos habla de un horizonte futurista que de una realidad verosímil; pero lo mismo ocurre con la hija que no es de este mundo, y no tardamos nada en aceptarlo con total naturalidad.

         Como espectador incondicional de Carax, ¡cómo he echado de menos a Denis Lavant!, no puedo sino regocijarme por la «buena forma» del director en su particular imaginación visual, a lo que contribuye, en gran parte, el poderío de producción que ha supuesto la tan barroca como hermosa puesta en escena de la película, pero me ha faltado esa perspectiva personalísima suya que rompe todas las barreras de lo verosímil para hacernos llegar las emociones más puras y descarnadas. Bien está, no obstante, que el gran público, a través de Annette, sea capaz de atreverse con sus trabajos anteriores.

        

martes, 24 de agosto de 2021

«Señal de parada», de Léonide Moguy, pero, ¡ojo!, con Ava Gardner…

 


Un thriller de serie B con poderosas interpretaciones y la presencia fastuosa del «animal más bello del mundo»… El claroscuro de los tópicos exhibidos con sabia artesanía.

 

Título original: Whistle Stop

Año: 1946

Duración: 85 min.

País:  Estados Unidos

Dirección: Léonide Moguy

Guion: Philip Yordan. Novela: Maritta M. Wolff

Música: Dimitri Tiomkin

Fotografía: Russell Metty (B&W)

Reparto: George Raft, Ava Gardner, Victor McLaglen, Tom Conway, Florence Bates, Jorja Curtright, Jane Nigh, Charles Drake, Jimmy Ames, Charles Wagenheim, Mack Gray, Charles Judels, Carmel Myers, Broderick O'Farrell, Robert Homans.

 

         Moguy, nacido en la Rusia soviética y compañero, en su momento, del documentalista Dziga Vertov, no tardó en emigrar a Usamérica y, posteriormente, a Francia e Italia. Se trata, por lo tanto de un director muy curtido que, sin embargo, como él mismo confesó, sobre todo en su época usamericana, no pudo hacer las películas como a él le hubiera gustado. Señal de parada sería el paradigma de esas limitaciones, aunque se ha de reconocer que Moguy supo defenderse bastante bien en ese ambiente lleno de limitaciones e incluso consigue en su película algún acento personal que no basta, con todo, para convertir la película en un clásico. Ciertos fallos de guion y la presencia estelar de George Raft, en un papel alejado de los de gánster  que le dieron la fama, no acaban de conferir a la historia la verosimilitud que requiere, por ejemplo, que ¡nada menos que Ava Gardner! esté loquita de amor por ese inexpresivo hombretón que, ¡a sus casi cincuenta años!, aún vive en casa de sus padres, sin trabajar y atrapado por partidas de póker que en modo alguno lo sacan de pobretón.

         La llegada de la protagonista al pueblo del que salió para «hacer carrera» en Chicago, de donde vuelve, desplumada y con un abrigo de visón, para tratar de rehacer su vida, es una secuencia clásica del cine en que la llegada de la hija pródiga va a trastocar el presente incierto de quien una vez fue su pareja y ahora, al ver que ella se acerca a su rival de siempre, el dueño de un antro, El Flamingo —con su correspondiente neón para el plano desde detrás del coche que aparca en su puerta—, que le ofrece, al menos, un futuro algo más confortable que el amor sin provecho de su antiguo amor. De más está decir que la mera presencia física de la señora Gardner, y el modo como «juega» con ambos rivales, es de lo mejorcito de la película, ¡y esa bata con la que sale al portal, a contraluz, y se sienta en el porche junto al bruto enamorado! La presentación del rival de Raft, el siempre elegante Tom Conway es una escena magnífica, porque de una mesa de póker donde se concentra la luz que aísla a los jugadores en el hechizo del tapete y sus amargos sueños, pasamos a la apertura de las cortinas que inundan de luz el local: una barbería en la que aparece el dueño del Flamingo para que lo afeiten, marcando, de paso, la distancia del quién manda frente, al menos, dos de sus empleados, un guardaespaldas y un barman, ¡nada menos que el  ganador del Oscar Victor McLaglen, actor fordiano por excelencia, y aquí un roba escenas de marca mayor, porque, a su lado, Raft parece un verdadero aficionado.

         Como la historia está construida con los mimbres de la humillación y la pusilanimidad del protagonista, que, aunque tuvo agallas para enfrentarse a puñetazos a su rival —un flash-back de esos en que los departamentos de maquillaje y vestuario se las ven y se las desean para convertir a un mocetón cincuentenario en un joven  con aire de estudiante de college—, ahora no quiere enajenarse, por esa vía violenta, la posibilidad de que la protagonista acabe eligiéndolo a él, en vez de al rico rival, ha de ser su amigo del alma y compañero de cartas, McLaglen, quien  planee un atentado para deshacerse de su jefe, quien usa el negocio como tapadera para otros más lucrativos. Lo que no esperan  ni uno ni otro de los emboscados es que Mary, la Gardner, descubra el plan y evite que el protagonista «se pierda».

         La historia de complica cuando los dos amigos van a hacer las paces con el rival y lo encuentran muerto en el suelo, cuando ambos iban camino de la iglesia para asistir a la boda de la hermana de Raft; pero el camino que falta para llegar al desenlace, lleno de algunos giros de guion bastante aceptables, lo han de recorrer los espectadores por ellos solos.

         Lo que no quiero dejar de mencionar es que, como buena película de intriga que se precie, hay algunas secuencias muy notables en una feria, lo que convierte ese espacio festivo en un escenario privilegiado en el mundo del cine. Algo de foro tiene la feria y de microcosmos donde se revelan las pasiones humanas, y ahí es donde, por ejemplo, se produce la agria ruptura del protagonista con la novia que había sustituido a Mary, lo que dará pie, posteriormente, a una excelente secuencia en el hospital, pero ya lo irán viendo.

         Finalmente, quede constancia de que, a pesar de esos pequeños «desajustes» de guion, la película se sigue con notable fluidez e interés, algo de lo que se percató Tarantino, sin duda, uno de los principales valedores de la cinematografía de Moguy.

domingo, 22 de agosto de 2021

«Máscaras», de Claude Chabrol, el maestro de las miniaturas.

El homenaje a Hitchcock de un artesano de las depravaciones cotidianas provincianas.

 

Título original: Masques

Año: 1987

Duración: 100 min.

País:  Francia

Dirección: Claude Chabrol

Guion: Claude Chabrol, Odile Barski

Música: Matthieu Chabrol

Fotografía: Jean Rabier

Reparto Philippe Noiret, Robin Renucci, Bernadette Lafont, Monique Chaumette, Anne Brochet, Roger Dumas, Pierre-François Dumeniaud.

 

 

         Con una obra tan extensa, no es extraño que, de vez en cuando, Chabrol nos devuelva a emociones cinematográficas como las que nos despertaron sus mejores obras, renovadas, pues, a poco que uno se interne en ese corpus que pasa de las cincuenta películas. Máscaras es una de ellas, sin duda. Los primeros compases parecen pertenecer a la esencia del mal gusto, porque se pone en escena un concurso para viejos aspirantes a cantantes y bailarines, presentado por un carroñero sentimental con una puesta en escena que tira de espaldas, pero que se corresponde, en la realidad, con un programa de éxito que le permite a su presentador un ritmo de vida con un pequeño palacete en el campo y una fama social a la altura de la depravación emocional de su programa. El vestuario, los colores, la provecta edad de los concursantes y los típicos premios: ¡el viaje al Caribe!, ¡el viaje alrededor del mundo!, que ponen la guinda del anzuelo para incautos.

         Un joven periodista ha apalabrado con el presentador la escritura de su biografía, razón por la que el presentador televisivo invita al joven a su retiro en el campo para poder trabajar a gusto con la información que ha de facilitarle para poder escribir una biografía autorizada que redunde en la fama inmortal del presentador. A partir de este momento, y con el detalle escabroso del cáncer de lengua que ha padecido el chófer y que le impide hablar, se inicia la presentación de una galería de personajes que acabarán «descolocando» al joven periodista, quien, no tardamos en descubrirlo, no es tanto un periodista como un  pseudoinvestigador privado que va siguiendo el rastro de una joven cuyos pasos se pierden en ese palacete donde el presentador vive con otro personaje, sumamente misterioso, la sobrina del presentador, aquejada de un padecimiento visual que la obliga a llevar gafas de sol para proteger su vista. Esta joven no tarda en presentarse, de noche, clandestinamente, en la habitación del investigador y establece un contacto amoroso con tintes desesperados que desconcierta rápidamente al joven. La sobrina del presentador tiene una relación de dependencia de su tío, sin que ella sepa que su secretaria para todo se encarga de mantenerla drogada gran parte del día, lo que explica sus largas ausencias.

         La acción, pues, se presenta con una doble perspectiva: la sospechosa vida del tío, con la amenaza de su pequeña corte de sirvientes/sicarios hacia el joven biógrafo, y la inquisición que este lleva a cabo acerca de la verdadera vida del presentador, de quien no tarda en descubrir que tiene dos caras muy diferentes.

         En la medida en que se trata de un caso detectivesco en el que a la verdad le irá costando lo suyo abrirse paso, y ello con avances y retrocesos que alimentarán situaciones muy próximas a la desesperación, no conviene que yo estropee el disfrute de esos progresos, porque en ellos reside buena parte del interés de la película, y no me perdonaría arruinárselos a los futuros espectadores.

         Sí cabe decir, sin ningún riesgo, que el planteamiento y el desarrollo que nos propone Chabrol pertenece a ese microcosmos que son las relaciones personales más allá de la ley en una localidad pequeña, en este caso sin siquiera salir de la casa y los jardines de la misma, donde se van perfilando unos caracteres que se retratan a partir de pequeños detalles, y ello contando que algunos parecen metidos con calzador en la trama, como el sumiller y la pitonisa, que se revelarán trascendentales en la resolución de la trama, sin embargo.

         ¡De qué diabólica manera es capaz Chabrol de generar una intriga repleta de amenazas! La insólita aparición de la pistola en la maleta del biógrafo invitado es ya la primera pista de que nada de lo que vamos a conocer es directamente lo que es, sino algo muy distinto. La relación entre apasionada y conflictiva de la sobrina y el joven periodista va a arrojar unos misterios que solo el transcurrir de la historia será capaz de desvelarnos, hasta hacernos tomar partido y desear que los peores augurios no se cumplan y haya un final feliz que nos compense por tantas penalidades como habremos de vivir en el desarrollo de la acción.

         De hecho, todo discurre con la placidez de un fin de semana en un entorno privilegiado, y cuanto ocurre lleva puesto una máscara que el joven biógrafo habrá de remover para enfrentarse a la verdad de lo que está ocurriendo. Y, entre medias, la vida cotidiana en todo su esplendor se convierte en la excusa perfecta para diseccionar una mentalidad de «triunfador» compasivo y acogedor que nos ofrece una interpretación magistral de Philippe Noiret, curiosamente la primera y última con un director como Claude Chabrol, para quien Noiret es algo así como el epítome del  «buen ciudadano» a quien adornan tantas virtudes como depravados vicios. El reducido reparto, cada uno muy puesto en su papel, están a la altura del gran Noiret y consiguen, en conjunto, una de esas magníficas miniaturas de la naturaleza humana en las que Chabrol se especializó con una narrativa sin perifollos, pero con una sorprendente eficacia.

         Véanla, si quieren pasar una velada estupenda. Verán que todo discurre un poco al modo Hitchcockiano y que, como en las películas del mago del suspense, en esta hay también un desenlace que actúa como broche de esas joyas «de provincias» que fueron la especialidad de Chabrol. Que la disfruten.

viernes, 20 de agosto de 2021

«Incidente en Ox-Bow», de William A. Wellman, una película redonda.

Poco más de una hora de cine en estado puro: el retrato de la barbarie y sus «sin leyes que valgan»: la masa en su estado más pernicioso.

 

Título original: The Ox-Bow Incident

Año: 1942

Duración: 72 min.

País:  Estados Unidos

Dirección: William A. Wellman

Guion: Lamar Trotti. Novela: Walter Van Tilburg Clark

Música: Cyril J. Mockridge

Fotografía: Arthur C. Miller (B&W)

Reparto Henry Fonda, Dana Andrews, Mary Beth Hughes, Anthony Quinn, William Eythe, Harry Morgan, Jane Darwell, Frank Conroy, Harry Davenport, Matt Briggs, Leigh Whipper.

 

         Tras la recomendación entusiasta de Julio Murillo, me he instalado en la cinta de correr para entrar en esta película tan sabiamente elogiada. Nada que ver con Solo ante el peligro, de Fred Zinnemann, su apodo en Gorjeolandia,  y sí todo con el hipotético título que le correspondería a esta película: Solos ante la turba. Estamos ante una película en apariencia poco ambiciosa, pero que, a medida que avanza, desarrolla una tensión dramática de muy alto voltaje. Para los poco habituados a los detalles, quiero recordarles que presten atención al comienzo y al final de la película: dos jinetes tranquilos y bienhumorados llegan a un pueblo. Apenas entran en el plano, un perro cruza por delante de los caballos, de izquierda a derecha, en diagonal; al final, los dos jinetes se van del pueblo por el mismo camino pero con antitético estado de ánimo, y detrás de las grupas de los caballos, el mismo perro rehace el mismo camino del inicio en sentido contrario. Apertura y cierre forman un broche estructural perfecto. Y eso no puede ser accidental, sino parte de un experimento formal que Wellman ha querido subrayar con esa coincidencia. La película, pues, tiene más una estructura de «cuento» que de «novela». Los caracteres se cuentan con los dedos de la mano y su evolución queda marcada en el desarrollo de la brevísima acción.

         El supuesto protagonista, Henry Fonda, llega con un amigo y compañero de aventuras a un pequeño pueblo donde espera hallar a la mujer con quien se había comprometido. Estando allí, y tras unos dimes y diretes que acaban en una pelea en el bar, llega la noticia de que han hallado muerto a un ranchero de la localidad, sin que se tengan noticias de su ganado. Enseguida aparece un viejo militar sudista que arenga a los parroquianos para formar una patrulla que persiga a los asesinos y los despache por la vía rápida de la incívica ley de Lynch. Como el sheriff no está, el juez toma juramento a todos los integrantes de la patrulla para convertirlos en ayudantes del sheriff. Los dos recién llegados se unen al grupo para disipar cualquier sospecha de que hayan podido ser ellos los autores de la muerte del ranchero.

         Y se inicia la persecución vengativa, que cuenta, además, con la presencia de una sola mujer, mayor y radical en cuanto a las medidas que se han de tomar con los asesinos cuando los encuentren. De camino, el grupo se cruza con una diligencia a la que obligan a parar para controlar el pasaje. De ella baja la mujer a quien el protagonista había ido a buscar al pueblo, que exhibe su matrimonio con un personaje de tahuresca catadura y riñón bien cubierto, quien, ante el intercambio de miradas incendiadas entre el desconocido y su mujer, se presenta a este para reafirmar su condición de «propietario» legal de la mujer.

         La búsqueda se detiene cuando detectan en un recodo del camino a tres hombres que duermen plácidamente sobre sus mantas de viaje alrededor de una hoguera que los calienta. Con sumo cuidado, van despertando uno por uno a tres personajes muy dispares: un hombre viejo, un comprador de ganado, que aseguro haber comprado las reses al ranchero que ha sido asesinado, si bien no tiene más comprobante que la palabra con que sellaron l venta, y un mejicano que, en principio, alega no poder hablar ni una palabra en inglés, aunque, más tarde, se descuelga con un inglés perfecto, para desconcierto de los perseguidores. A pesar de las protestas de los tres hombres, y ahí se demora su tiempo la historia para que los espectadores oigan sus razones y puedan, con tan escasos datos, decantar el juicio hacia la culpabilidad o la absolución, la turba perseguidora ya ha dictado sentencia desde que arrancó la persecución, y no parece que tan sólidas razones como las esgrimidas por un padre de familia, interpretado con extraordinario vigor por Dana Andrews, sean capaces de contrarrestar la determinación salvaje de los perseguidores. Menos aún, las razones del tahúr interpretado por un Anthony Quinn perfecto en su papel altanero y desafiante.

         La película es una denuncia radical del nulo respeto a los procedimientos legales que exigen, siempre, un juicio justo. Y en esa turba hay varios elementos, como el militar y la mujer que no están dispuestos a permitir esa oportunidad al ejercicio de la jurisprudencia: lo suyo es aplicar la ley del Talión, y aquí paz y después gloria: se venga el asesinato de un justo con el ahorcamiento de quienes ni se sabe si lo son o no, justos. El enfrentamiento entre el militar y su hijo, a quien acusa de cobardía por negarse a ser la mano ejecutora que asuste a los caballos para que se produzca el linchamiento de los tres sospechosos contrasta con el placer sádico del asentimiento de la mujer y del propio militar, así como la indiferencia cómplice de quienes, pudiendo decantarse por la aplicación de la ley, que sugieren los dos recién llegados al pueblo, asienten a la determinación justiciera del militar.

         En un escenario que ni pintado, con un árbol con una rama que se extiende lateralmente, creando como un marco para la presencia de las caballerías y los jinetes, la turba se entera, por voz del sheriff, de que el ranchero en cuestión aún sigue con vida, lo que provoca un escalofrío mortal en todos los presentes, cuya culpabilidad comienza a confundir su acción con lo que propiamente ha sido: un asesinato ritual en nombre de la ley de la masa frente a la masa articulada de la ley. Y el desenlace, visualmente extraordinario, lo dejo para que disfruten de él los espectadores que, sin duda, harán bien en revisar esta joya escueta, sin grandilocuencias, directa como un crochet, ejemplar como una hagiografía y crítica, muy crítica, con el hecho de tomarse la justicia por su mano, tan propio de los bárbaros. Con todo, mucha atención a la fotografía tenebrosa en blanco y negro y a esos cielos nublados contra los que se recortan los personajes: una puesta en escena conseguida, además de por la propia naturaleza, por una fotografía que genera una atmósfera de opresión que advertimos en los diversos enfrentamientos que se producen entre los personajes en el lugar fatal donde son detenidos los tres sospechosos.

miércoles, 18 de agosto de 2021

«El padre», de Florian Zeller y «Loca por la vida», de Raphaël Balboni y Ann Sirot

 

Título original: The Father

Año: 2020

Duración: 97 min.

País:  Reino Unido

Dirección: Florian Zeller

Guion: Florian Zeller, Christopher Hampton. Obra: Florian Zeller

Música: Ludovico Einaudi

Fotografía: Ben Smithard

Reparto: Anthony Hopkins, Olivia Colman, Imogen Poots, Rufus Sewell, Olivia Williams, Mark Gatiss, Evie Wray, Ayesha Dharker.

 




Título original: Une vie démente

Año: 2020

Duración: 87 min.

País: Bélgica

Dirección: Raphaël Balboni, Ann Sirot

Guion: Raphaël Balboni, Ann Sirot

Fotografía: Jorge Piquer Rodriguez

Reparto: Jo Deseure, Jean Le Peltier, Lucie Debay, Gilles Remiche.

          

Dos aproximaciones a las dos caras de la demencia senil: la depresión y la euforia: Una obra mayor, El padre; una obra amable, Loca por la vida.


Reconozco que, por proximidades familiares, me daba un cierto reparo ir a ver El padre, porque contemplar procesos de deterioro cognitivo que vas viendo cada día en seres próximos y queridos no plato de buen gusto. Finalmente, claro, lo que se ha de ver se ve, y aunque no me veía con ánimos para hacer la crítica, la contemplación reciente de una obra en cierto modo parecido a El padre , Loca por la vida, me ha animado a juntar ambas y hacer una crítica.

         El comienzo de El padre nos llenó de escalofríos a mi Conjunta y a mí, porque advertimos en los detalles de esos compases iniciales ciertas manifestaciones que se corresponden con la situación actual de su madre, aunque ni de lejos está próxima al deterioro que manifiesta el protagonista de la película, pero que esos detalles pudieran ser un aviso de lo por venir era ya suficiente para generar congoja y profundo temor. Hay algunos críticos a los que la película más les parece del género de terror psicológico que propiamente del cine de patologías incurables y abnegaciones filiales varias. Lo primero que se ha de reconocer es la impecable estructura de la historia y el hecho relativamente novedoso de haber escogido el punto de vista del enfermo para contarnos la historia tal y como él la ve, lo cual no puede sino generar desconcierto en unos espectadores que, con los súbitos cambios de identificación que hace el padre, no saben propiamente a qué atenerse, ni cuáles son sus hijas reales, ni si el piso donde vive es propio o de los hijos y ni tan siquiera si su enfermedad tiene el alcance que parece tener, dada la relativa autonomía individual de que es capaz el personaje, cuyas salidas lúcidas nos engañan una y otra vez.

         A pesar de ese laberinto de suplantaciones, lo que queda claro es la fragilidad del protagonista, su dependencia de otros y la escasa ductilidad de carácter que lo lleva a rechazar a las diferentes personas que contrata la hija para tenerlo atendido mientras ella trabaja y prepara su salida del país, porque ella también ha de intentar seguir con su propia vida. El conflicto es universal: los padres se pierden en la niebla de una demencia que los desconecta cada vez más de la vida, aislándolos en un mundo reducidísimo en el que, además, pretenden ser autosuficientes, y los hijos asisten impotentes al triste espectáculo de la degeneración que aleja a esos frágiles seres de ellos, hasta que llega el punto de no retorno en que no son absolutamente nadie para quien acaso un día lo fueron todo.

         La película está básicamente rodada en interiores, en una casa de espectaculares dimensiones y bellamente amueblada que permite unos movimientos de cámara, unas perspectivas y unos encuadres que permiten lograr un ritmo cinematográfico que potencia el juego de falsas identidades que vive el anciano. Y aquí entra la prodigiosa interpretación de un oscarizado Anthony Hopkins que pone sobre los planos una suerte de sabiduría infinita para lograr unos registros de «ausencia» solo comparables a los de la «seducción» de una nueva cuidadora que, como sus predecesores, acabará también fracasando, porque el protagonista ha de defender la realidad en la que vive frente a la que le quieren «vender» como la auténticamente real. Sus vidas ficticias son para él su vida, y aun como cantante y bailarín es capaz de reconocerse ante una nueva extraña que invade sus «posesiones». Frente a él, Olivia Colman, una actriz llena de recursos, le da una réplica perfecta en la que se mezclan la compasión, la desesperación, el amor y la decepción a partes iguales.

         La película esta llena de detalles que nos permiten ir atando cabos sobre las confusiones del protagonista, y vamos descubriendo, poco a poco, intentando salir de su prisión, las líneas maestras del quién es quién y de cuál será el futuro de ese hombre aislado en su penumbra, pero aún lleno de una vitalidad que él confunde con la estabilidad mental.

         El desenlace de la película hay que verlo para darse cuenta exactamente del dolor que hay detrás de esas demencias seniles que nos arrebatan a quienes, aun siéndonos tan queridos, nos ignoran completamente.  Ya digo, aun a pesar de ciertos golpes cómicos iniciales, la historia toma pronto la senda de la tristeza y la compasión, que ya no deja hasta ese final.

         Loca por la vida, aun tratando el tema de la demencia senil, no está enfocada desde ese tono «de postrimerías» desde el que se enfoca El padre, y hay, en todo el desarrollo de la película, aun a pesar de lo que les hace cambiar a la pareja protagonista su vida, un desarrollo hasta cierto punto de comedia ligera que se resuelve del mejor modo posible: integrando esa demencia en la vida cotidiana de la pareja, quienes, en una casa con jardín, se las ingenian para «seguirle la corriente» a la madre  y aceptarla «como es».

         Una mujer activa, a la que le pirra interferir en la vida de su hijo, comprándoles cosas, comienza a tener confusiones y olvidos de los que se acaba enterando el hijo. Así, resulta que la mujer está jubilada y, al mismo tiempo, trabajando como encargada en una galería de arte que organiza exposiciones, de lo cual se acaba derivando, por hacerlo sin comunicarlo al Sistema de Salud, una multa de 30.000 €. La alegría con la que la mujer gasta el dinero, sumada a ciertas confusiones inexplicables llevan al hijo a solicitar una revisión psicológica de la madre: unas entrevistas que son de lo mejorcito de la película, porque a través de ellas se advierte con plausible claridad el proceso de deterioro mental de la madre.

         Diagnosticada, comienza el baile de la selección de candidatos para tratarla, hasta dar con el que parece idóneo, porque es capaz de imponerle límites a la demencia expansiva y arrolladora de la madre, una suerte de hiperactividad insufrible, casi imposible de soportar, de tal modo que, burlando la vigilancia, la madre es capaz de escaparse y de colarse en la casa de unos vecinos para poder satisfacer un capricho gastronómico que en casa le está prohibido. La desesperación del hijo único va en aumento día tras día, porque la capacidad de la madre para hacer trastadas, como si de una criatura se tratara, es infinita. De hecho, él y su mujer estaban dispuestos a ser padres, pero, al final, él se echa para atrás porque el estado de su madre se le representa una carga insoportable de llevar si, al mismo tiempo, ha de afrontar la responsabilidad de la paternidad. Y en esas se debaten los protagonistas: si seguir o no con su vida, tal como la tenían proyectada o lamentar que la enfermedad mental de la progenitora se convierta en la realidad que anula las demás realidades.

         Ya digo que el tono de comedia, que potencia el lado gracioso de las reacciones de la madre, como cuando le pide a una mujer por la calle el número de teléfono para que quede con su hijo, que es «un buen partido», permite ver la enfermedad de la madre desprovista de las aristas más desagradables de cualquier enfermedad mental, excepto la de la desesperación del hijo, que se ve arrollado por esa suerte de ciclón hiperactivo atolondrado en que se ha convertido su madre. Gracias a ese tono amable la cinta se ve con gusto y los directores potencian la comicidad de las escenas con una narración ágil que no se pierden en momentos muertos. La narración fluye muy dosificadamente hacia un final que acaso peca de ingenuo o de «buenista», pero que entra, desde luego, no solo en lo verosímil, sino incluso en las tendencias psiquiátricas que piden «normalizar» socialmente ciertos trastornos relativamente benignos que no deberían exigir el aislamiento radical de los enfermos, su segregación de la comunidad.

         Dada la índole e cada una de estas películas, diría que forman, juntas,  una estupenda sesión doble de humanidad frágil que deberíamos ver con mucha atención y mayor empatía.

 

domingo, 15 de agosto de 2021

«Stardust», de Gabriel Range o la cara oscura del astro.

 

El De profundis de David Bowie antes de renacer, eterna ave fénix, como Ziggy Stardust. 

Título original: Stardust

Año: 2020

Duración: 109 min.

País:  Reino Unido

Dirección: Gabriel Range

Guion: Christopher Bell, Gabriel Range

Música: Anne Nikitin

Fotografía: Nicholas D. Knowland

Reparto: Johnny Flynn, Jena Malone, Marc Maron, Aaron Poole, Roanna Cochrane, Anthony Flanagan, Lara Heller, Jorja Cadence, Annie Briggs, Ryan Blakely, Allie Dunbar, Drew Moss, Derek Moran, Myles Dobson, Jeremy Legat, Jennifer Murray, Milan Carmona, Olivia Carruthers, Brendan J. Rowland.

 

         No era de extrañar que los herederos de Bowie se opusieran a este biopic que caricaturiza en parte sí, al ídolo musical mundial en que se convirtió con sus muchas metamorfosis, y la prohibición de usar su música lastra sobremanera el resultado final. No obstante, haber escogido aquel momento decisivo de su vida en que hubo de renacer como el ave fénix para poder seguir alimentando la creación de su propio mito y competir en igualdad de condiciones con luminarias de la música pop de la talla de la que brillaban en aquellos momentos supone, para los espectadores, el acercamiento a ese lado oscuro de la fama en la que aún no se sabe si esta acabará llegando ni en qué medida, de las muchas que tiene su caprichosa vara de medir.

         Tras el relativo éxito de Space Oddity, ahora, ya, un clásico de la música pop, renovada por la versión que hizo Chris Hadfield , un astronauta, en uno de sus vuelos, y que ha sido vista por decenas de millones de personas en todo el mundo, David Bowie entró en una especie de callejón oscuro en el que no parecía acabar de encontrar el camino musical que quería seguir. La película lo coge en ese momento en que aún no es la estrella que llegaría a ser, pero habiendo conseguido establecerse como músico en un ambiente tan sumamente competitivo como el de Gran Bretaña, donde surgen cantantes y grupos por cada esquina, casi como las amapolas en mayo; en ese momento en que parece renovarse, a causa del internamiento de su hermanastro e iniciador musical, Terry Burn, en un siquiátrico, sus dudas acerca de su propia salud mental, porque su tendencia a desafiar las convenciones parece acercarse mucho a esa rebeldía de Terry contra el mundo, que tanto lo impresiona y que aquí se expresa perfectamente cuando su psiquiatra le invita a verlo participar en una reunión de grupo que, por aquellos años, finales de los 60, comenzaron a hacerse populares en la psiquiatría, como Ken Kesey nosmostró en Alguien voló sobre el nido del cuco.

         ¿Cómo salir del impasse en el que ha entrado el autor, sin un claro respaldo de su productor, sin una línea clara de actuación y tras un matrimonio —del que nacería su único hijo, Duncan, director de cine— en el que su mujer parece llevar las riendas de su propio proyecto artístico? ¡Una gira por Usamérica!  Y aquí es donde la película da ese giro potente hacia el retrato de una estrella emergente que pareciera no tener nada que decir, salvo el de una pose estilística en la que se acentúa el androginismo del autor mediante el uso de trajes femeninos, particularmente uno que le sienta al protagonista que ni diseñado por su peor enemigo, pero que, y en eso la película parece apartarse, por mor de la intensificación del dramatismo de la desorientación del personaje, ligeramente de la realidad, cayó en gracia a los periodistas usamericanos que lo entrevistaron en lo que resulta ser, al final, un tour de promoción, más que un tour de trabajo, porque, por atávicas razones que el personaje no acaba de entender, le está vedado actuar profesionalmente en el país.

El periodista de la casa discográfica que le sirve de chófer durante la gira por diferentes estados, en los que este ha de ir tratando de conseguir citas que permitan promocionar el trabajo de Bowie, casi un desconocido en Usamérica, es el «antagonista» de un personaje que se siente estafado, porque está bastante más por debajo del estatus de estrella del rock de lo que él podía llegar a imaginar: se ha de alojar en la casa familiar del promotor y, cuando viajan, lo hacen en hospedajes de tercera. Eso sí, el hombre se empeña en conseguir lo mejor para él porque cree en él y en su potencial; el cantante, sin embargo, es ajeno a esos esfuerzos y está hipercentrado en su propia rumiadura, muy, pero que muy perdido, tanto en su presente como en la influencia de su pasado inmediato que se le cruza constantemente por la mente, desorientándolo aún más. Solo cuando el chófer se eleva, mediante acertadas reflexiones de tipo moral y estético a la condición de persona digna de ser tratada de tú a tú, sin el «protocolo» artístico que se gasta como estrella sin brillo donde está, y a ese respecto son humillantes dos «intervenciones» musicales que le consigue, en las que el artista naufraga en el mar de la indiferencia ambiente que lo rodea; solo en ese momento, la historia parece progresar hacia lo que será el devenir del artista: su asistencia a un concierto de Lou Reed y el desdén con que es tratado por Warhol parecen devolverle a la crudeza de una realidad en la que, por aquel entonces, Davir Bowie aún no era «nadie». El «sé otra persona, si tan difícil e insoportable te resulta ser «tú mismo», de su promotor, es la clave de bóveda de lo que lleva al cantante, a la vuelta a Inglaterra, a forjar una de sus muchas máscaras, ni la mejor ni la más duradera, pero una sin la que es difícil entender su evolución: Ziggy Stardust, invención que daría pie al álbum que lo entroniza en ese lugar de excepción de la música pop del que no se movió, ya, hasta su fallecimiento:  The Rise and Fall of Ziggy Stardust and the Spiders from Mars.

La puesta en escena de la película, con esa función de contraste con sus sueños de estrellato es magnífica, y tiene momentos verdaderamente cómicos, del mismo modo que son biográficamente muy estimulantes para el espectador el roce de Bowie con la enfermedad mental y una desorientación que tiene más de fase vital que de penumbra artística. En cualquier caso, ya dije al principio que la imposibilidad de usar la música supone un terrible lastre para la película, pero esta tiene los suficientes ingredientes biográficos como para que los espectadores la sigan con notable interés, y agradecidos por la novedad de ese enfoque bastante desconocido, imagino, excepto entre los devotos del artista.