martes, 13 de agosto de 2019

«Trilogía de Noriko», de Yasujiro Ozu, ¡el cine!



Una cumbre (accesible) de la Historia del cine: Primavera tardía, El comienzo del verano y Cuentos de Tokyo: la vida cinematografiada con toda fidelidad, belleza y emoción. 

Título original: Banshun (Late Spring)
Año: 1949
Duración: 108 min.
País:  Japón
Dirección: Yasujirō Ozu
Guion: Kazuo Hirotsu, Kogo Noda, Yasujirō Ozu
Música: Senji Ito
Fotografía: Yuuharu Atsuta (B&W)
Reparto: Setsuko Hara,  Chishu Ryu,  Hohi Aoki,  Masao Mishima,  Kuniko Miyake, Haruko Sugimura.

Título original:  Bakushû
Año: 1951
Duración: 130 min.
País: Japón
Dirección: Yasujirō Ozu
Guion: Yasujirō Ozu, Kogo Noda
Música: Senji Ito
Fotografía: Yuuharu Atsuta (B&W)
Reparto: Setsuko Hara,  Chishu Ryu,  Chikage Awashima,  Kuniko Miyake,  Ichiro Sugai, Chieko Higashiyama,  Haruko Sugimura,  Kuniko Igawa.

Título original:  Tokyo monogatari
Año: 1953
Duración: 139 min.
País:  Japón
Dirección: Yasujirō Ozu
Guion: Yasujirō Ozu, Kogo Noda
Música: Takinori Saito
Fotografía: Yuuharu Atsuta (B&W)
Reparto: Chishu Ryu,  Chieko Higashiyama,  Setsuko Hara,  Sô Yamamura,  Haruko Sugimura, Kuniko Miyake,  Kyôko Kagawa,  Eijirô Tono,  Nobuo Nakamura,  Shirô Ôsaka, Hisao Toake,  Teruko Nagaoka,  Mutsuko Sakura,  Toyo Takahashi,  Toru Abe, Sachiko Mitani.
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Entrar en el cine de Ozu requiere hacer lo que todos sus personajes hacen nada más llegar a  casa: descalzarnos y pisar con levedad sobre el tatami en el que no tardaremos en sentarnos para compartir el espacio con los personajes que, en el interior de esas geometrías que Ozu capta como cuadros con insólita profundidad de campo, van a hablar entre ellos de eso que todos los cineastas quieren «atrapar» y que a muy pocos de entre ellos les es dado hacerlo: la vida. Ozu se invento un lugar para la cámara que funciona como una declaración de intenciones: el tatami shot: a escaso medio metro por encima del tatami donde se sientan o se estiran los protagonistas, la cámara de Ozu, usualmente en planos fijos que a los buenos aficionados les recordará el cine de Bresson y sus números discípulos, Rosales entre ellos, se limita a crear una atmósfera, un ambiente, un espacio lleno de pequeños detalles propios de la vida cotidiana en el que los personajes se instalan o en el que entran o del que salen. No son infrecuentes los espacios vacíos en las películas de Ozu, porque la casa que acoge la vida familiar tiene, también, un papel protagonista en sus películas. Reconozco que las películas de Yasujiro Ozu me hacen mejor, y, de alguna manera, me siento partícipe de la extrema cortesía ceremoniosa con que, desde el pozo nutritivo de la tradición, se conducen los personajes, sobre todo a la hora de saludarse con esas inclinaciones de cabeza y unión orante de las manos que repiten una y otra vez, buscando la humildad definitiva de las buenas maneras que le ceden al interlocutor la preeminencia. Lo curioso es que Ozu inicia su larga serie de obras maestras justo después de la guerra, cuando la sociedad japonesa, derrotada humillantemente en la guerra,  ha de reinventarse como «nueva sociedad» y escoge, entonces, la imitación del vencedor, Usamérica, en vez de incubar un resentimiento nacionalista que alentara un posible futuro enfrentamiento. Ahí está el cine de Ozu, en esa encrucijada de caminos, y en el centro de ellos, una mujer, Noriko, que aparece como protagonista en dos de las películas de la trilogía y como personaje secundario, pero fundamental, en la tercera, la afamada Cuentos de Tokyo, una joya como las dos anteriores, pero que tuvo más fortuna en todo el mundo. Siempre se han hecho muchas comparaciones entre el cine de Kurosawa y el de Ozu, quizás por ser diametralmente opuestos, pero ambos comparten muchas cosas, y late en las películas de ambos un universalismo que va más allá de la estricta circunstancia de ser «cine japonés» el suyo. Claro que hay una lucha constante entre el progreso y la tradición, ¿pero en qué sociedad no existe ese conflicto?  Claro que los límites de nuestra libertad y la afirmación de nuestro yo están siempre sujetos al juego de fuerzas familiares o sociales que están más allá de nuestro poder, ¿pero en qué civilización no se ha dado siempre la misma situación? Ozu, a diferencia de Kurosawa, encarna, digámoslo así, la retórica menor, la de la cotidianidad, la del silencio que rodea a la felicidad que pasa casi desapercibida, como le ocurre a la Noriko de Primavera tardía, una joven que es feliz con la vida que lleva, cuidando de su padre viudo, manteniendo su trabajo, y a quien le supone casi un terremoto existencial la idea de tener que buscar marido por exigencia del padre, a quien asusta, lógicamente, la idea de que ella quede sola tras su muerte. Como resulta que ella está secretamente enamorada del asistente de su padre -ambos trabajan en la redacción de una enciclopedia-, la exigencia del padre le supone un doble dolor: renunciar a su amor platónico y aceptar a un extraño en su vida. El cine de Ozu se apodera de estos conflictos y sabe construir con ellos una cadena de imágenes que, para el buen cinéfilo, reaparecerán más tarde en autores como Rohmer, por ejemplo. Tomemos, por ejemplo, la salida en bicicleta de los dos jóvenes, con los planos alternantes de él y de ella, llenos de felicidad ciclista que es interrumpida, de repente, por un plano fijo de un cartel que indica, abruptamente, Drink Coca-Cola y señala el camino; a ellos les suceden dos planos con que concluye la «escapada»: primero, las dos bicis solas, una al lado de la otra; inmediatamente después,en primer término las dos ruedas delanteras de las bicis junto con parte del cuadro de las mismas, y al fondo, los dos jóvenes de pie en una duna elevada sobre la playa, ella vestida con pantalones, por cierto…, y todo ello con un blanco y negro deliberadamente grisáceo, como si una calima súbita se hubiera apoderado de la escena. No sabemos de qué hablan, pero ese encuadre nos habla de una armonía entre ellos que va incluso mucho más allá del amor; una «estampa» llena de un romanticismo en el que habita, sin embargo, la amarga semilla del desengaño. Es típico de Ozu, además de los planos interiores, en los que tanto nos sorprenden los encuadres que aspiran a captar geometrías como en punto de fuga, espacios acogedores que los moradores respetan con una delicadeza que los españoles deberíamos hacer nuestra; es típico, decía, además de esos planos, que, súbitamente, una conversación o una escena de grupo se vea interrumpida por unos planos descriptivos de motivos que solo indirectamente tienen que ver con la acción en curso: espacios naturales agitados por el viento; encuadres fijos de calles y casas; playas, trenes que se alejan, barcos que cruzan una bahía, piezas de ropa blanca tendidas a secar; fachadas de templos -¡ah, la bella kyoto captada por Ozu!-, escaleras majestuosas, jardines de piedras y arena… todos ellos motivos cuya relación con la trama en curso ha de deducir el espectador, aunque, en la mayoría de las ocasiones, Ozu suele transmitirnos con ellos la presencia de lo eterno, la constancia de lo ajeno a nuestra humana contingencia y la persistencia del tiempo, del que no somos sino ridículos accidentes sin casi importancia y, sin embargo, preciosas unidades irreemplazables, porque el tiempo está hecho de la vida de las personas, y Ozu, con su cámara, es capaz de captarlo y entregárnoslo de un modo que nos tranquiliza, sí, pero también nos decepciona e incluso puede llegar a angustiarnos. El cine de Ozu no está lleno, sin embargo,  de pasiones arrebatadas, sin duda, y los dramas, como el de la hija que no entiende que su padre no entienda, a su vez, que ella solo es y será feliz cuidándolo a él, que él es el mejor destino posible para su vida, por encima de cualquier marido, por buen partido que fuera el que la solicitase, solo se alzan del respeto y la cortesía al desgarro en algunas agrias expresiones del rostro o en la necesidad de salir corriendo lejos de la presencia del agraviador, aunque sea el padre, que amenaza a la hija con volver a casarse para que esta acabe decidiendo, por intercesión de su tía, aceptar el candidato que le han propuesto. Es significativo, además, que no acepte sugerencias de una amiga que, además, es una divorciada, y que le parezca «sucio», así  se lo dice a la cara, que un amigo de su padre se haya casado por segunda vez. Muy, muy levemente, en una conversación entre los dos amigos se desliza un dato escalofriante: Noriko es víctima de la guerra, cuando había de ir a buscar comida para la familia en un duro tiempo de posguerra, escasez y derrota. A la aceptación final de ella, vestida con un magnífico traje de boda tradicional, le sigue un final tristísimo: el del padre, solo en la casa, pelando una pieza de fruta y dejándose llevar por un dolor no por contenido menos profundo y sentido: una delicadeza extrema y un sentimiento insondable.
         El comienzo del verano casi podría entenderse como una continuación de la anterior, aunque la situación tiene suficientes elementos distintos como para considerarla una pieza singular, de igual modo que la que cierra la trilogía, Cuentos de Tokyo. No lo he dicho antes, pero lo digo ahora: la gran responsabilidad de la compleja red de sentimientos que se manifiesta en la primera película de la Trilogía de Noriko se debe, ¡faltaba más!, a la actriz que la representa: Setsuko Hara, de cuya mirada y sonrisa ¡es tan difícil no enamorarse! Bien puede decirse que, desde entonces, esta actriz se convirtió en la verdadera musa de Ozu, un hombre que no se casó nunca y que vivió siempre con su madre, por cierto. Lo que está claro es que ese deslumbramiento del director le dio para tres películas, todas ellas largas, además, pero el cine de Ozu por fuerza ha de ser largo, porque apenas hay ni resto de lo que en otras latitudes denominan «acción» y menos aún «acción trepidante». De hecho, hasta dudo seriamente que Ozu iniciara el rodaje de cada secuencia con la palabra «acción». Para mí que la suya debió de ser «entramos», a juzgar por la calma con que comienzan, en plano fijo, a iniciar su lento camino de serenidad y vida los fotogramas, muchos de ellos, además, sin rastro de presencia humana. La película se abre con una jaula de pájaros en el exterior y después con otras dos en un interior en el que un hombre que se dedica a su cría hace algo, se supone que relativo al asunto, de forma muy concentrada. Pero eso es otro de los rasgos del cine de Ozu:  cuando sus personajes hacen algo, lo hacen concentrados cien por cien en lo que hacen. Del mismo modo que en la película anterior, también en esta todo gira en torno al casamiento de una hija “mayor”, de esas que, como se decía en la España pretransicional «se quedaba para vestir santos». Ella y una amiga están orgullosas de ser solteras, y tienen otras dos amigas que están casadas, con quienes mantienen un duelo casadas vs solteras, muy gracioso. Sí, a pesar de todo lo dicho, en la vida cotidiana de la familia de clase media japonesa de la posguerra también había sitio para el humor, y un humor muy fino, además, que no llega, sin embargo, al sarcasmo ni a la agresividad. La cuñada es la encargada de ir “preparando” a la hija de la familia para que acepte el candidato que le han buscado, aunque tenga 40 años, doce más que ella. Noriko, por su parte, se espabila y acaba encontrando en un doctor amigo de la familia y compañero de su hermano, que los visita con frecuencia, al marido por quien está dispuesta incluso a hacer frente al frío y a las privaciones -a él le han encargado hacerse cargo de un hospital en una provincia apartada de Tokyo- , además de encargarse de la hija de él, viudo. La familia de ella lo vive como una auténtica desgracia, y poco menos que la hacen responsable, por el hecho de irse lejos, de «romper» una familia que, hasta ese momento, había estado muy unida. Es emocionante la reflexión que hace Noriko sobre lo cerca que se tiene a veces la posibilidad de la felicidad y la facilidad con que puede pasarnos desapercibida por el hecho mismo de la propia proximidad. No me atrevería yo a calificar de «feminista» la posición de Ozu, pero se trata de uno de esos cineastas, como Ophüls, por ejemplo, que saben penetrar profundamente en la psicología de la mujer y ofrecernos una visión de ellas desde dentro de sí mismas. A ese efecto, el trabajo no solo de la protagonista, sino de todas las numerosas mujeres que aparecen en la película, porque son ellas quienes llevan la voz cantante de la historia, es determinante para entender el conflicto entre tradición y modernidad. Las bodas arregladas aún son hoy un serio problema para muchas jóvenes en España, hijas de inmigrantes asiático, cuyos padres las conciertan contra la voluntad de ellas. En esta película asoma también, de refilón, el asunto de la educación de los hijos, con nefastos augurios del problema en que las nuevas generaciones no educadas en la austeridad acabarán provocando en el seno de familias tan tradicionales. La visión metafórica de la familia como una «jaula» se contrarresta con la vida «urbana» de la mujer trabajadora en Tokyo.  Un reflejo de unos nuevos modos de vida que se van abriendo paso y que, como en el caso del restaurante donde toman un aperitivo, ella y su futuro marido -que aún ignora que lo será-  antes de ir a comer con su hermano, he encontrado planos que son el pan suyo de cada día de Aki Kaurismäki, quien ha de ser, hasta ahora ni me lo había planteado, un fiel admirador de Ozu, seguro.
         Cuentos de Tokyo pasa por ser una de las grandes películas de la Historia del Cine, y no seré yo quien le discuta el título, porque la película es una auténtica joya; pero no podemos ignorar que en 1937, bastante antes, y con guion de Viña Delmar -a quien no tardaré mucho en seguir la pista completa para dedicarle unas líneas-, Leo McCarey rodó Dejad paso al mañana, cuya trama es muy pero que muy similar a la de Cuentos de Tokyo. Ello no quiere decir nada, ¡faltaría más!, porque los estilo de McCarey y de Ozu están en las antípodas, pero la fama de la película de Ozu habría de servir para devolverle a la de McCarey la excelencia que, al menos para mí, siempre ha tenido: ¡una de las películas más tristes que he visto en mi vida! Me acongojó cuando la vi por vez primera, siendo yo joven; no quiero ni pensar de qué modo me acongojará ahora que voy acercándome a la edad de los protagonistas… En cualquier caso, la aventura del matrimonio japonés que va a Tokyo a visitar a sus hijos, y de camino han visitado a otro, y que acaban convirtiéndose, para sus ocupadísimos hijos, en un estorbo del que  no saben como librarse, nos permite asistir al estrechamiento de lazos entre ambos progenitores, unidos hasta la muerte de la madre, un duelo en el que el más sereno y quien menos expresa su duelo es quien más la quería: su esposo. Noriko, en esta película es la esposa viuda de uno de los hijos de la pareja, y es ella, curiosamente, no solo la que mejor los acoge, sino la que literalmente se «desvive» por ellos, a pesar de que el vínculo familiar podría haberse entibiado por la desaparición del marido. De hecho, son los suegros quienes se empeñan en recomendarle que vuelva a casarse, que siga con su vida, que no se cierre en el culto al marido fallecido. Noriko invita a dormir a su suegra cuando el marido se va una noche de «juerga» con antiguos camaradas de guerra, es decir, una noche de borrachera de la que vuelve a casa del hijo mayor completamente borracho, unas escenas que mezclan a medias la comedia y el drama del desengaño que sufren los antiguos guerreros respecto de sus hijos, en el que ellos, los progenitores no tienen cabida. Colocados en un balneario, hay una secuencia en la que se enfoca al matrimonio de espaldas -las tomas de los personajes de espaldas es una de las predilecciones del autor- y, cuando deciden incorporarse para seguir camino, a la mujer le es literalmente imposible pasar de la posición de arrodillada a la vertical… Sufre un mareo porque en el balneario, frecuentado por juventud, hay bailes que no les dejan dormir. “Perder a los hijos debe de ser terrible; pero vivir con ellos no es nada fácil”, reflexiona uno de los camaradas de armas del protagonista cuando se reúnen para recordar viejos tiempos, un reunión en la que uno le dice a él que es afortunado porque tiene unos hijos de los que sentirse orgulloso, es decir, todos los que consideran a sus padres un verdadera estorbo. La vieja querella entre los viejos y los jóvenes se reproduce al amor del sake y se llega a la desconsoladora conclusión de que los jóvenes no tienen carácter, pero que los viejos tampoco pueden estar satisfechos con sus vidas. Una vez que han decidido regresar a Onomichi, la mujer vuelve a recaer en sus mareos, cuando hacen noche a mitad de camino, de modo que, al llegar a su casa, la mujer acaba entrando en coma hasta que muere. Ello obliga a sus hijos a reunirse con sus padres para atender a los últimos momentos de la madre y al funeral. Solo la hija que vive en casa con ellos y Noriko muestran una verdadera tristeza por el desenlace fatal. Los hijos de Tokyo solo piensan en “lo mal que les va” dejarlo todo e ir al lecho de muerte de la madre. En esta película sí que la alternancia entre las tomas exteriores y la trama alcanzan una densidad dramática considerable Famosa es la secuencia en la que Noriko va a buscar a su suegro al jardín desde el que los dos contemplan, durante unos instantes la belleza del amanecer, poco antes de que el padre vaya a saludar al hijo que no ha podido llegar a tiempo al funeral de su madre. Contemplar una película de Ozu es introducirse en ella, formar parte de ese mundo de reverencias, ironías, pequeñas contiendas y, sobre todo, largos espacios de silencio y tomas del interior sin personaje ninguno que altere la geometría del espacio cotidiano donde la persona fragua su mundo o escapa de él, que de todo hay. Las vías del tren vacías, la playa con las olas rompiendo mansamente en la orilla, por la que vagabundea un perro…, hay, en Ozu, una poética de las cosas que se alía con el destino de las personas, y a ello ha de sumársele, sin duda, una banda sonora que afila el sentimiento hasta fundirse, imagen y sonido, en una unidad del sentir, más que del contemplar. Ozu, desde un punto de vista tan pegado al tatami, siempre apunta hacia lo sublime, y ahí la resignación estoica y el optimismo ante las manifestaciones del egoísmo más primario, son siempre el refugio lenitivo del espectador. Particularmente, en las películas de Ozu no me cuesta trabajo alguno imaginarme cruzando descalzo esos espacios ordenados y austeros y saludando con una reverencia a sus moradores, a quienes no parece importarles, ¡santa inocencia de la naturalidad!, cruzarse conmigo ni dejarme participar de sus silenciosos rituales y sus preocupaciones. Las películas de Ozu son un espacio amable donde habita también el desengaño, pero siempre es el optimismo de la vida sencilla y los buenos sentimientos, como los representados por Noriko los que arrojan una luz de esperanza sobre la existencia humana. Sayonara.

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