jueves, 10 de julio de 2025

«Los pecadores», de Ryan Coogler, o los vampiros folcloristas.

 

Más allá del género de los vampiros, la respiración jadeante del mal.

 

Título original: Sinners

Año: 2025

Duración: 137 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Ryan Coogler

Guion: Ryan Coogler

Reparto: Michael B. Jordan; Hailee Steinfeld; Miles Caton; Wunmi Mosaku; Delroy Lindo;

Jack O'Connell; Jayme Lawson; Omar Benson Miller; Lola Kirke; Peter Dreimanis; Yao;

Li Jun Li; Gralen Bryant Banks; Saul Williams; Deneen Tyler; Christian Robinson; Ja'Quan Monroe-Henderson; Michael A. Newcomer.

Música: Ludwig Göransson

Fotografía: Autumn Durald.

 

          Reconozco que el avance de la película me hizo albergar esperanzas de sumergirme en el mundo de los inicios del rhythm and blues tal y como nos lo presentó Scorsese en su magnífico documental, The Blues, en el que participaron directores como Wim Wenders, Clint Eastwood o Mike Figgis, porque ese cobertizo convertido en sala de baile con música de blues prometía lo suyo. La historia, sin embargo, ha ido por otros derroteros, y la última mitad supone una incursión en el género de los vampiros, o de los muertos vivientes, porque se cruzan ambos, que está enfocada desde una perspectiva musical digna de elogio. La presencia de los tres vampiros ante el cobertizo, interpretando una pieza del folclore tradicional blanco irlandés va más allá del desafío, para convertirse en un extraño elemento de unión más allá del color de la piel de cada cual. La música, con todo, tiene una función primordial en la película y todas las interpretaciones rayan a gran y emotiva altura, sobre todo por parte del joven guitarrista Sammie, interpretado por el cantante y actor Miles Caton, con una hermosa voz de barítono.

          Vayamos al principio. Un hombre malherido que agarra el mástil de una guitarra, último vestigio de lo que fue el instrumento, se presenta en la iglesia donde su padre celebra el oficio religioso del domingo. A partir de ahí se inicia un flashback que nos va a recontar lo sucedido en la jornada previa y cómo hemos llegado al presente. Dos dandis de Chicago, hermanos gemelos, con evidentes antecedentes de haberse dedicado a negocios al margen de la ley, acaso con tintes mafiosos,  llegan a su localidad natal para invertir su dinero en un local dedicado a la música y al baile para la población negra que, mayoritariamente, trabaja en las plantaciones de algodón. Su irrupción en ese mundo sumiso, va a suponer un contraste con la resignación de sus familiares y amigos. Los vemos haciendo un negocio con quien les vende el almacén, un supremacista blanco cuyas intenciones intuimos cuáles han de ser nada más verlo. Habremos de esperar hasta el final de la aventura del negocio de la música para volverlo a ver, y será una de esas escenas de acción milimétricamente ejecutada, casi con ritmo musical en un crescendo que acerca más la película a otros géneros. La violencia extrema de los dos hermanos, dispuestos a desenfundar y disparar a la más mínima, se ejecuta en cualquier sentido, sin distinciones, como vemos cuando dos negros intentan robar los bienes que tienen en su camión. Sentado el precedente de su nulo talante permisivo o negociador, el recorrido de los dos hermanos va a permitirnos un conocimiento de ellos y de sus múltiples relaciones en el pueblo, incluido el servicio de comida y bebida con los chinos propietarios de esos negocios en el pueblo.

          La irrupción de un hombre en la casa de unos granjeros, perseguido por quienes quieren acabar con su vida, una partida de indios choctaw, introduce la presencia de los vampiros en la historia, porque los indios avisan a la mujer, que sale a recibirlos con la escopeta presta a ser disparada, de que ese fugitivo es el mal más allá de todo lo conocido. La presencia de los ropajes del ku-klux-klan en una silla de la casa nos sindica rápidamente en quién han depositado su confianza los granjeros: quien acabará convirtiendo a ambos esposos en miembros de su trío folclórico irlandés. Lo digo así, con un deje de sorna, porque, a pesar de las muy crudas escenas en que la película se recrea, como corresponde al género en que se incluye, no deja de haber en ningún momento un sutil hilo humorístico en la película, no como si no se tomara en serio el género, sino el propio de quien toma cierta distancia para destacar algunos aspectos llamativos, como el de que blancos, negros y chinos superen sus diferencias raciales perteneciendo al mundo de ultratumba de los vampiros, y así se lo comunican a quienes, relacionados familiarmente con ellos, se resisten a dejarse «atrapar» por sociedad tan permisiva…

          En la medida en que la primera parte discurre sobre todo en exteriores, me parece de obligado cumplimiento destacar los planos y la fotografía con que se han recogido los campos sin fin de algodón, una delicadeza fotográfica que contrasta, obviamente, con la explotación de quienes lo recogen. No será el único espacio hermosamente filmado, porque, aunque básicamente en escenas nocturnas —será el sol, más las preceptivas estacas de madera… los que acaben con los vampiros, de acuerdo con a tradición sólidamente establecida—, la película tiene toda ella una calidad estética que la eleva muy por encima de otros productos «genéricos» por el estilo de esta. Los pecadores presenta la particularidad del enfoque musical y racial poco o nada frecuentado en otras incursiones en el género de los vampiros, aunque recuerdo con mucho agrado la película de Jarmusch Solo los amantes sobreviven, en la que el protagonista es un músico, o El ansia, de Scott, esta vez interpretada por un músico, David Bowie.

          La película solo decepciona, parcialmente, a quienes esperábamos una orgía musical, en vez de una orgía sanguínea, pero, superada esa decepción, la trama, con abundante presencia de una sexualidad tremendamente sugestiva, y mezclada, en ocasiones, con el propio vampirismo, avanza de forma potente hacia un final apoteósico de sangre, violencia y heroicidad, de la que se beneficia el joven guitarrista, pero los pormenores de esa apoteosis han de verlos los ojos agradecidos de los espectadores.

          Ah, y atentos al final de los títulos de crédito, porque hay un regalo musical final…

 

jueves, 3 de julio de 2025

«No esperes demasiado del fin del mundo», de Radu Jude o el exceso.

 

Alambicada critica de nuestro presente, con raros guiños al pasado o el cine feísta excesivo…

Título original:  Nu astepta prea mult de la sfârsitul lumiiaka

Año: 2023

Duración: 163 min.

País:  Rumanía

Dirección: Radu Jude

Guion: Radu Jude

Reparto: Ilinca Manolache; Ovidiu Pîrsan; Nina Hoss; Uwe Boll; Dorina Lazar; Katia Pascariu; Sofia Nicolaescu; László Miske.

Fotografía: Marius Panduru.

 

          Primera película que veo de Radu Jude, premiado en Berlín con su anterior película Un polvo desafortunado o porno loco. Este título es más elocuente del tipo de película que se alarga hasta e infinito con el título apocalíptico con que nos llega. No he visto la premiada, pero reconozco que me ha costado lo suyo acabar de ver la presente, a pesar, con todo, de los muy buenos mimbres con que ha sido concebida, de la espectacular actuación de Ilinca Manolache y de la alternancia entre dos películas que configura la trama: la actual en blanco y negro y la película de Lucian Bratu, Angela merge mai departe («Ángela se mueve», de acuerdo con el título en inglés), no parece que estrenada en España, una película en color sobre una taxista que espera tener una relación convencional, tradicional, en la época comunista, una relación «ordenada». La protagonista, de idéntico nombre, Angela, también es conductora, pero, en este caso, trabaja para una productora que está elaborando unos anuncios institucionales sobre la seguridad en el trabajo, y la labor de la conductora sobreexplotada es localizar a las víctimas de accidentes de trabajo y grabar su historia, porque esos testimonios serán la base que ayude a crear la campaña.

          Con esa poderosa trama argumental, podríamos esperarnos una película de denuncia social, y es lo que vemos, en efecto, porque a la productora le importa un comino la situación individual de cada afectado y menos aún las circunstancias en que se produjeron los accidentes laborales que no supusieron condena alguna para las empresas y un muy magro subsidio para los impedidos. La productora solo va detrás de que esas víctimas reciten el manual elaborado por el gobierno: que hay que protegerse con todos los adminículos que la ley exige para los trabajadores y que han de ser facilitados por los empresarios.

          El hiperprotagonismo de la Angela actual, constantemente al volante a todas horas y en todas direcciones, enfrentada, además, a una pluralidad de situaciones que le permiten al director construir esa suerte de visión apocalíptica de nuestros días, y en ese sentido la visita a un director de cine usamericano es un perfecto botón de muestra; ese exceso de protagonismo es una virtud, pero al mismo tiempo lastra también la película, y de ahí la creación de un alias de la trabajadora incansable, Bobita, que ella representa con una caracterización de supermacho rijoso y parafascista, que solo piensa en follar, en vejar a las mujeres y en admirar a Viktor Orban, un alter ego, por lo tanto, que le permite a la protagonista liberarse de la tensión que ha de soportar durante jornadas laborales que nunca se acaban. Cuando ella piensa que tiene la posibilidad de retirarse a descansar, recibe el encargo de ir a esperar a la directiva de la casa austriaca que produce el anuncio institucional. Se trata de la elegante y bellísima actriz Nina Hoss, a quien admiramos en Ave Fénix, de Christian Petzold y en Tár, de Todd Field, que en la  película aparece como chozna (hija del tataranieto) de Goethe, quien tiene un hermoso y acerado diálogo con Angela durante el recorrido del aeropuerto al hotel.

          La película tiene un dinamismo absoluto, no solo porque nos pasamos más de la mitad de ella dentro del coche de Angela, sino porque son tantas las experiencias que se viven a lo largo del periplo profesional de la protagonista, sexo rápido en el taxi incluido, ¡y no sin humor!, que no hay tiempo ni para reposar el contraste entre las dos películas que se alternan a lo largo del metraje.

          La visión de la sociedad rumana es hipercrítica, y nos muestra una suerte de ruina de los excesos del capitalismo y el chapucerismo económico de los partidos políticos, no sin momentos líricos como el recorrido de las cruces que jalonan una peligrosa carretera donde ha habido muertos casi a cada quilómetro: ¡qué excelente corto dentro de la película! Igualmente, las relaciones tensas de Angela con los conductores que tienden a meterse con ella por ser mujer, o las relaciones compasivas que le suscita la frecuentación de los inválidos laborales a los que quiere y no puede prometerles que serán elegidos y que tendrán una recompensa económica que los alivie en parte de sus difíciles situaciones. Estamos, como se lee, inmersos en una película de alto contenido social, pero hay, a mi parecer, un exceso de ambición narrativa que conduce al amontonamiento de asuntos, lo cual entorpece la percepción de la línea nítida que quiere hacernos llegar el director. No puede entenderse, del hecho de que la película antigua sea en color y la presente en blanco y negro muy agresivo, que hay una suerte de añoranza del viejo régimen dictatorial de los Ceaușescu, porque en la historia se valora la iniciativa individual y la terrible lucha por la vida, esto es, por unos ingresos mínimos, por parte de la protagonista.

          En una crítica de FilAffinity he leído que el desagradable personaje de «Bobita», con el que Angela redondea sus ingresos a través de los famosos likes,  es un personaje satírico, inspirado en Andrew Tate, un americano machista, homofóbico, misógino y antivacunas al que han expulsado de varias redes sociales, una «joya» en cuyo terrorífico perfil de Wikipedia figura lo siguiente: «En 2022 fue arrestado en Rumanía acusado de haber cometido tráfico sexual en una unidad de crimen organizado que, presuntamente, secuestró a dos menores, las violó y las usó en vídeos pornográficos». Es cierto que ese desdoblamiento de la protagonista pudiera tener un afán crítico, pero no queda muy clara la distancia entre ella y su sosias, sobre todo por las críticas sociales a la inmigración y la defensa de Orban y otros machirulos del Poder.

          En fin, no se trata de una película para todos los paladares, y yo ya he reconocido que me llevó unas tres sesiones el hecho de acabarla, porque tenía fuertes tentaciones de desertar de su visionado, pero también reconozco que tiene un «algo» que me atrapó hasta un final esperpéntico y triste que se alarga hasta el infinito, aunque me parece un final de esos que llaman apoteósico, dado todo lo anterior…

 

 

 

miércoles, 2 de julio de 2025

«Un retazo de azul», de Guy Green, o el neorrealismo tardío.

La encomiable exaltación de la bondad frente a la degradación moral.

 

Título original: A Patch of Blue

Año: 1965

Duración:105 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Guy Green

Guion: Guy Green. Novela: Elizabeth Kata

Reparto: Elizabeth Hartman; Sidney Poitier; Shelley Winters; Wallace Ford; Ivan Dixon; Elisabeth Fraser; John Qualen; Kelly Flynn; Debi Storm; Renata Vanni; Saverio LoMedico.

Música: Jerry Goldsmith

Fotografía: Robert Burks (B&W).

 

          Hacía tiempo que quería ver, con calma, esta película de Guy Green, de quien ya he criticado cuatro excelentes obras en este Ojo, lo cual es indicativo de que no estamos en presencia de un autor menor, sino de un director «discreto», pero muy apreciable y digno de mayor reconocimiento. Green ejerció también como director de fotografía, y se recuerdan, sobre todo, sus trabajos para David Lean, un autor minucioso, exigente y exquisito.

          Un retazo de azul puede inscribirse en el cine social que cultivo Green, en el que filmó obras como Amargo silencio, con Richard Attenborough y Pier Angeli. En este caso, a la terrible opresión social que vive la protagonista una joven de veintidós años a quien la madre ha dejado ciega accidentalmente, y quien fue violada por un cliente de la madre, que ejerce la prostitución, se suma la complejidad de las relaciones interraciales en la Usamérica de mediados de los 60, en pleno auge de la lucha por los derechos civiles plenos de los negros, cuando algo paree que comienza a cambiar en el seno de la sociedad usamericana. Recordemos que dos años después de esta película, en la que destaca poderosamente el papel de Sidney Poitier, Stanley Kramer dirigirá, con el mismo actor,  uno de los grandes éxitos del cine que aborda el tema interracial: Adivina quién viene esta noche.

          Si hay destinos adversos para una criatura, ninguno tan terrible como el de haber nacido de una madre prostituta, soez y tiránica, y convivir con un abuelo alcohólico con quien la hija vive en pelea continua, aunque el hombre guarde algún resto e ternura para con la nieta. Wallace Ford, actor fordiano, se despedía del cine con esta actuación memorable, mientras que Elizabeth Hartman se iniciaba y se convertía, en aquel año, en ser la nominada más joven al Oscar a la mejor interpretación, que no ganó, pero sí Shelly Winters, en el papel de su madre, como mejor actriz de reparto. La situación familiar es tan tremenda, por injusta, que por ello he hablado en el título de «neorrealismo» tardío. Una habitación para tres, con cocina y baño casi portátiles. La joven ciega obligada a servir a su madre y a su abuelo, en una ingratísima labor de cenicienta que, al margen de haber sido violada por un cliente de la madre, jamás ha ido a la escuela y nunca sale de casa. Finalmente, el abuelo accede a dejarla en el parque cercano al domicilio, bajo un gran árbol para que se dedique a su «trabajo», porque, además de criada en el miniapartamento, ha de ensartar cuentas para collares de bisutería de un comerciante que accede, también a llevarla al parque. El contacto con la naturaleza tiene tales efectos sobre la joven que no ha de extrañarnos que sueñe que ve y puede recorrerlo y disfrutar del entorno. En ese escenario acaba entrando en contacto con un joven negro que pasa por el parque y a quien le llama la atención la joven, más aún cuando se percata de que es ciega y de que no paree que sea muy bien cómo valerse. Por esa bondad a la que aludía en el título, el joven, que identifica enseguida la radical soledad de la joven y su fresca rapidez intelectual sin educar, frecuenta a la joven y establece un contacto de auténtica amistad desde el punto de vista de la joven, y, al principio, de generosidad y compasión por su parte, si bien a medida que va conociendo la verdadera realidad de la joven y emergen unos sentimientos confusos en él, dada la diferencia del color de su piel, la situación se complica por ambas partes, por la de ella, sujeta a un trato violento por parte de su madre, y por la de él, porque su hermano descubre que ha llevado una mujer blanca a la casa que ambos comparten. Los diálogos en ambos casos, de franca crudeza, permiten comprender, por un lado, la brutal explotación de los inocentes —la madre quiere irse con una amiga a otro apartamento, abandonando a su padre, para explotar sexualmente a su hija— y, por otro, la tensión que generan dos formas  de entender el racismo y la política, encarnadas por cada uno de os hermanos.

          La película progresa de modo que la joven, angustiada, es capaz de salir sola a la calle para ir al parque donde espera encontrarse con su «amigo». El trayecto de ella a través de esas pocas calles supone una inmersión tremenda en la ceguera sin recursos, y nos genera una angustia increíble, por la excelente actuación de Hartman. ¡Ninguna crueldad mayor de la madre que la de no llevar a la hija a una escuela para ciegos para que pueda valerse por sí misma! Se suceden las escenas que acentúan el dramatismo de la situación de la protagonista, como cuando le cae una tormenta de noche y su abuelo no ha pasado aún a recogerla, porque se demora siempre en los bares… ¡Suerte de que al protagonista se le pasa por la cabeza que ella puede estar allí sin que nadie haya ido a buscarla, como en realidad sucede! Todo francamente emotivo, lo confieso, pero en ningún momento la película incurre en lo edulcorado ni en el sentimentalismo. Es sobrecogedora la escena en la que ella le confiesa que quiere que le haga el amor; él se ríe, porque cree que usa palabras cuyo referente no conoce, y acaba sabiendo lo de la violación… Y no menos emocionante es cuando, no sabiendo él como decirle que es negro, ella le reconoce el rostro y le dice que es hermoso, y que ya sabe que es negro, porque se le han reprochado la madre y la amiga, las mismas que quieren «secuestrarla», llevársela con ellas para tan perversos fines.

          He leído algunas críticas en la que se habla de final anticlimático, cuando, en realidad, podríamos hablar de un final hiperrealista y muy convincente. Lo dejo al parecer de los muchos espectadores que espero tenga esta bellísima película, con un blanco y negro que consigue planos espectaculares, como todos los del parque. Por cierto, algunos críticos acusan cierta inverosimilitud cuando el protagonista ampara a la joven y la aparta de la madre ante la indiferencia de los transeúntes, alegando que sería imposible, en la realidad, esa indiferencia ante la visión de un negro llevándose una mujer blanca contra la voluntad de la madre, pero me parece que Green ha querido expresar en esa secuencia lo mucho, y para bien, que estaba cambiando la sociedad usamericana.

          No se la pierdan. Consagró a Sidney Poitier, pero no impidió que Hartman tuviera un triste final, al suicidarse tras haber sufrido durante muchos años una depresión crónica. Curiosamente, lo mismo le pasó a otra actriz, Pier Angeli, con la que trabajó en Amargo silencio.

lunes, 30 de junio de 2025

«El príncipe de los actores» y «Calle Frederick, 10» de Philip Dunne, un ilustre desconocido.

 

Título original: Prince of Players

Año: 1955

Duración: 102 min.

País; Estados Unidos

Dirección: Philip Dunne

Guion: Moss Hart. Libro: Eleanor Ruggles

Reparto: Richard Burton; Maggie McNamara; John Derek; Raymond Massey; Charles Bickford; Elizabeth Sellars; Eva Le Gallienne.

Música: Bernard Herrmann

Fotografía: Charles G. Clarke.

 



Título original: Ten North Frederick

Año: 1958

Duración: 102 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Philip Dunne

Guion: Philip Dunne. Novela: John O´Hara

Reparto: Gary Cooper; Diane Varsi; Suzy Parker; Geraldine Fitzgerald; Tom Tully; Ray Stricklyn; Philip Ober; John Emery; Stuart Whitman; Linda Watkins; Barbara Nichols.

Música: Leigh Harline

Fotografía: Joseph MacDonald (B&W).

         

Un drama histórico sobre una saga teatral del XIX en Usamérica y un melodrama de primera.

 

 

Philip Dunne no suele estar entre los nombres de los directores que aparecen en las conversaciones de los cinéfilos o de los buenos aficionados, a pesar de que, como reputado guionista,  su nombre permanecerá por siempre unido a películas inmortales como Qué verde era mi valle, de John Ford y El fantasma y la señora Muir, de Joseph L. Mankiewicz, por ejemplo, por no hablar de éxitos de público como La túnica sagrada, de Henry Koster o películas tan singulares como Pinky, de Elia Kazan. Sumémosle su valiente posición combativa contra el comité de actividades antinorteamericanas y su decisión de colaborar con algunos represaliados por McCarthy, y tendremos, entonces, el retrato de un hombre de cine sobre cuyos valores profesionales se necesita urgentemente una reevaluación que le sitúe donde le corresponde.

          De las dos películas que he visto, la primera a renglón seguido de haber visto la segunda, un melodrama majestuoso con una extraordinaria actuación de Gary Cooper, es El príncipe de los actores la más singular, no solo porque creo que, tras su estreno en España en 1959, muy poca memoria quedó de ella, sino porque, a pesar del rechazo que Richard Burton sintió hacia la película, me parece una obra muy estimable e históricamente muy interesante, porque la saga de los Booth, actores chespirianos en los tiempos heroicos del teatro en el Far West, por ejemplo, incluye un miembro, John Wilkes Booth, que ha pasado a la historia por el magnicidio que cometió contra Abraham Lincoln. Aquí está interpretado por John Derek, quien expresa magníficamente su fanatismo sureño que lo lleva, acabada la guerra, a vengar al Sur vencido. La película, no obstante, no se centra en ese terrible episodio, que es marginal en la historia, aunque da pie a un final magnífico.

          Un poco al modo de El viaje a ninguna parte, de Fernán Gómez, una obra magistral, esta película de Dunne cuenta la historia del patriarca de la saga, interpretado por Raymond Massey de un modo soberbio, porque la locura alcohólica del patriarca está muy ligada a su magnífico desempeño profesional y a sus excentricidades, como la de hacer esperar al público, a sabiendas de que enfurecerlo era el preludio de maravillarlo con su actuación. Le acompaña su hijo mayor, quien, además de asistir al padre como ayudante, recita, al tiempo, todos sus papeles, de ahí que, en la madurez, se convierta en su heredero, no sin competir con su otro hermano, John, a quien, finalmente, acaba superando. Los escenarios improvisados, los camerinos inverosímiles, las cantinas-refugio, los públicos analfabetos…, todo colabora para mostrarnos los tiempos heroicos de la profesión teatral, aunque, también, con el viaje a Londres, se nos ofrece la otra cara de la profesión. Quizás el mayor atractivo —que en la crítica del estreno el crítico del New York Times consideró un defecto: «demasiado Shakespeare»— sea, precisamente, la abundante cantidad de textos de obras de Shakespeare recitados por actores de tantísima categoría como Massey o el propio Burton. No quiero dejar de mencionar que la mejor escena de la película se produce, curiosamente, fuera del teatro, cuando la joven Julieta, ¡excelente y seductora Maggie McNamara!, va a buscar a Romeo para acudir a un ensayo. Invirtiendo los lugares de la clásica escena, Romeo en lo alto, Julieta en lo bajo, en el patio donde se hospeda el actor, comienzan ambos a recitar una escena de la obra, dicha con tal delicadeza, pasión y sutileza armónica, que el espectador vibra en cada una de las conocidas expresiones de ese amor inmortal. Me pareció una feliz ocurrencia llevar la escena fuera de las tablas, porque se corresponde con el proceso amoroso que se inicia entre ambos y que desembocará en un matrimonio que supone cierta estabilidad para el levantisco actor, tan dado a los cambios de humor, siguiendo, en parte, lo que él reconoce como la «maldición paterna», cuyo máximo exponente es el magnicidio cometido por su hermano. Richard Burton, a pesar de sus reticencias, realiza una interpretación magnífica, porque Shakespeare en su voz adquiere una dimensión entrañable, incluso en el conocido grito del Ricardo III, My kingdom for a horse!, por no hablar del monólogo de Hamlet o de otros papeles que interpreta a lo largo de la obra.

          La película tiene una dimensión histórica innegable, no solo por el descubrimiento de la saga de actores, sino por ofrecernos un retrato, creo que bastante fidedigno, del teatro en Usamérica a lo largo del siglo XIX. La dirección está muy atenta a la evolución de los personajes, y no desperdicia ni un solo plano de a hermosa y trágica historia de amor entre Burton y McNamara, actriz esta de extraña carrera profesional y triste final, tras dedicarse profesionalmente a la mecanografía, los últimos años de su vida, antes de suicidarse con una sobredosis de pastillas. Recordemos que McNamara fue nominada al Oscar por su actuación en La luna es azul, de Otto Preminger, ya criticada en este Ojo.

          Calle Frederick, 10 es una película filmada en poderos cinemascope, que ensancha el plano hasta lo panorámico en interiores y dota al relato de una suerte de estatus social acorde con la familia protagonista, la muerte de cuyo fundador abre la historia para retroceder con el flashback pertinente a la vida de la familia «noble» y los avatares no siempre dignos que esconde cualquier fachada familiar distinguida. La relación privilegiada entre padre e hija, que no soportará la triquiñuela barata de comprar al músico que se casó con ella con una suculenta oferta si se divorciaba; la exigencia, al hijo, de ir a estudiar leyes antes de dedicarse a la música, disciplina para la que está más que cualificado, y el desapego hacia su esposa, interesada exclusivamente en que su marido haga carrera política, el paso previo de la cual es invertir una generosa suma de dinero para ser escogido candidato por el partido republicano, se entiende, conforman las líneas maestras de una historia que constituyó un éxito de ventas para la novela en la que se basa, y que amplía los orígenes a la familia del protagonista, tan rota como acaba siéndolo la suya. La descomposición se advierte, desde el inicio, en la llegada del gobernador al funeral, cuando los fotógrafos le piden una sonrisa: «Chicos, esto es un funeral…», dice, justo antes de esbozar la sonrisa de rigor.

          Lo sorprendente es que el declive de la vida del protagonista comience a partir de su quincuagésimo aniversario, una edad que hoy nos parece, francamente, casi el inicio de la madurez. Es evidente que su unión matrimonial no fue el fruto de una relación apasionada, porque ni siquiera hay rescoldos de aquel matrimonio, sino muy frías cenizas que incluyen, en una de esas conversaciones de matrimonios que tan rentables son, en términos dramáticos, en los melodramas, una relación adúltera de la esposa, que se sentía abandonada por a dedicación a sus negocios del marido.

          En una visita a su hija, quien trabaja en Nueva York, acaba conociendo a su compañera de apartamento, con quien, por sus pasos contados, y casi de forma inercial, acaba entablando una relación que no tarda en convertirse en una relación amorosa muy particular: es la primera vez que el protagonista se enamora real y verdaderamente, lo que convierte su matrimonio en un simulacro, de donde se infiere que la frialdad, la distancia y el interés de figurar políticamente de su mujer constituyen un proyecto ajeno completamente a sus propios intereses. De hecho, sigue el juego de la dedicación política hasta que en una reunión se sugiere que el matrimonio de su hija con un músico de orquesta itinerante es un desdoro para un candidato, una situación que solo puede restarle votos. Esa aventura política es importante en la medida en que nos permite escarbar en el sistema de captación y encumbramiento de candidatos a través de la fortuna personal y el éxito social de cada cual. De hecho, son «amigos» suyos quienes lo promocionan, conscientes de que tienen un mirlo blanco, a fuer de honesto, al que pueden dirigir sin que se dé cuenta, pero, al final, no le cuesta caer en la cuenta de la inmensa deshonestidad de los propietarios de la doble moral.

          La historia de amor, a pesar de la diferencia de edad, es creíble y está perfectamente pautado su desarrollo para llegar a un desenlace sobre el que los espectadores habrán de pronunciarse. No se le pida a la película, de 1958, planteamientos de hoy, ni se vea con otros ojos que con los de la época en que se filmó, porque los personajes, sus costumbres, su moral y sus estándares éticos son los que son, y desde ellos se ha de juzgar si actúan adecuadamente. La dirección en modo alguno subraya los acontecimientos, ni siquiera para destacar ciertas situaciones conflictivas. Todo transcurre, dentro de lo que cabe, con una asombrosa naturalidad, y es ese el valor dominante, y el que nos permite valorar ciertas entregas y ciertas renuncias. Sí, estamos en presencia de un melodrama, porque todas las vidas equivocadas, construidas sobre la indiferencia hacia lo que no sea el desempeño de la propia labor profesional, están usualmente abocadas al drama que obliga a replanteamientos y a decisiones insospechadas. Descubrirse a uno mismo a partir de la cincuentena no es bocado de gusto para nadie, porque a nadie le gusta la implacable sensación de haber vivido con el piloto automático puesto y, por ello mismo, haber hecho infelices a los más cercanos, a los integrantes del núcleo familiar. Pecado, arrepentimiento y cierta penitencia son fases de ese proceso de recuperación de lo que quede de la identidad perdida o gastada. Esta película, vista desde nuestro presente de 2025, puede hasta parecernos risible o, como poco, muy trasnochada, pero Dunne ha sabido transmitir honestamente la aguda crisis de conciencia y de identidad del protagonista, y Gary Cooper ha sabido interpretarla como el gran actor que era cuando tenía un papel en el que poder volcar sus generosas dotes interpretativas, con un encanto que solo podía competir con el de Cary Grant, por cierto.

viernes, 27 de junio de 2025

«El destino también juega», de Fielder Cook o el precedente de «El golpe», de Roy Hill.

Una perfecta comedia de enredo en torno al verde tapete, los naipes galos y los avatares humanos…

 

Título original: A Big Hand For the Little Lady

Año: 1966

Duración: 96 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Fielder Cook

Guion: Sidney Carroll

Reparto: Henry Fonda; Joanne Woodward; Jason Robards; Charles Bickford; Burgess Meredith; Paul Ford; Robert Middleton; Kevin McCarthy.

Música: David Raksin

Fotografía: Lee Garmes.

 

          Autor de El precio del triunfo y, en el reverso de la exigencia, de Cómo salvar un matrimonio,  un drama corporativo aún vigente y una comedia de enredo tan perfecta como políticamente incorrecta en nuestros días, Fielder Cook es un director muy desigual , pero cuando tiene una perita en dulce entre manos, sabe cómo sacarle el mejor de los partidos y dejar al espectador archicomplacido. Ese es el caso de esta delicada pieza de orfebrería montada en tono de comedia en torno a la pasión por el juego, al amor a las tradiciones y a la entronización de la partida de póker como institución de la vida usamericana, como se demuestra en acaso cientos de películas en las que la trama se articula en torno a esas partidas, algo que, como acabamos de decir, trasciende el género del western y se extiende a otros muchos, desde la comedia hasta el género de gánsteres. Por recordar dos, citemos un clásico, El póker de la muerte, de Henry Hathaway y un éxito comercial, Maverick, de Richard Donner.

          La película de Cook juega en la división de la de Hathaway, está claro. Y un pequeño detalle nos orienta ya sobre el juicio favorable que pudiera merecernos antes de verla: la participación de Joanne Woodward, porque no era actriz que hiciera cualquier cosa, y supongo que el hecho de compartir estrellato con Henry Fonda, un inmortal del cine, debió de convencerla para aceptar un papel que borda como lo hacen todos los demás intérpretes, una auténtica constelación, con los ya nombrados: Bickford, Robards, Meredith… ¡Esa es la gran baza de la película, junto con un guion milimétrico que nos va atrapando en una espiral de angustia y suspense hasta que… Eso ya han de verlo por ellos mismos, los espectadores. Bien puede decirse que esta es una de esas películas en las que se avisa al espectador de que no divulgue el desenlace para no arruinarles el disfrute a quienes entren a verla. Y ello demuestra, además, que un buen final ennoblece casi cualquier película.

          Lo sorprendente es la habilidad del guion, de los intérpretes y de la dirección para que disfrutemos de la historia mucho antes de llegar al desenlace, porque, de hecho, el grueso de la cinta se sustancia en esa fase previa en la que se sigue un crescendo potentísimo que nos lleva detrás como arrastra a los bailarines la exaltación rítmica del Bolero de Ravel [Por cierto, acabo de ver un biopic sobre Ravel y la creación de ese Bolero más que satisfactorio…], por ejemplo.

          La película se abre con la exigencia de que los jugadores autoconvocados a la partida el año dejen todos sus quehaceres en el acto, aunque sea la boda de la propia hija, y se presenten en el reservado de la cantina donde van a encerrarse para jugarse auténticas fortunas, porque los convocados son, en efecto, los hombres más ricos de la comarca. Todo el mundo está al tanto de lo que se cuece en ese reservado y se presiona al cantinero para que, por sus entradas al lugar para servir a los reunidos, bebida y comida, les diga quiénes pierden y quiénes ganan, ¡y cuánto!

          Estando ya la partida comenzada, irrumpe en el hotel una familia del Este que busca hospedaje: Henry Fonda, Joanne Woodward y el hijo pequeño de ambos, Jean-Michel Michenaud. Su atuendo, sus maneras educadas y pulidas, su forma de hablar presentan un contraste absoluto con los lugareños y  no tardamos en descubrir, acaso porque uno de los participantes en la partida le echa el ojo a la hermosa señora, que su marido ha superado una fortísima adicción a los naipes y no puede ni acercarse a ellos, porque su debilidad podría ponerlos en un aprieto. Es sublime el modo como Henry Fonda no solo acaba metiéndose en el reservado, sino la transformación vital que experimenta al contacto con el hecho de una partida, de las que se supone que lleva ya un largo tiempo apartado. Se ha de ver esa súbita aparición de la fiebre por las apuestas, por el contacto con la tersa superficie de los naipes y la emoción de quienes llevan una mano con la que poder hacer maravillas, sea cual sea, porque es bien sabido que el póker y el farol son dos realidades que se exigen la una a la otra: crear un envite convincente es una obra de arte. y perseverar en él, sin desmayo y con tesón, otra…

          Como sabemos de antemano que estamos hablando de colonos que van a usar sus ahorros para comprar un terreno cultivable, es lógico adelantarnos a los acontecimientos: el hombre sufre el hechizo de las cartas, se ciega y va a perder los ahorros en la partida. Y sí, claro, el guion nos lleva precisamente a ese punto con absoluta naturalidad dramática, porque todos sabemos lo que es la adicción, la recuperación y la recaída, y nos parece completamente normal la fragilidad de una persona que, cegada, puede echarlo todo a rodar porque cree tener una mano imbatible, algo con lo que, en el póker, todos sus jugadores sueñan, y da igual qué mano sea, si una escalera de color o un repóker de ases, porque bien puede ser un full o un trío más la inspiración de que los demás contemplan basura en sus manos. Todo ello se vive, sin embargo, con un dramatismo que no excluye ni el ataque al corazón que dará pie incluso a un cambio de reglas, votado, para la partida: que pueda sentarse en ella ¡una mujer!

          Como se advierte, se multiplican las vicisitudes y no solo será esa regla la que se quebrante, porque todos los participantes en la partida irán en procesión hasta el banquero de la localidad, ante quien la poseedora de esa mano «imbatible» pedirá un crédito, al interés pertinente, para poder seguir apostando y honrar al marido en riesgo de muerte…

          Como comedia, es excelente, y buena parte de la responsabilidad cae en los actores que sacan adelante papeles que rozan a veces el esperpento, como el de Jason Robards, quien convence al novio de su hija para que no se case con una «carga» como acabará siendo para él, una de las grandes escenas de la película.

          Como nada puedo decir del desenlace, aunque algo, por alusiones, ya he dicho, siéntense a verla los candidatos a querer pasar un buen rato, sin más, ¡ni menos!

miércoles, 25 de junio de 2025

«El confidente», de Jean-Pierre Melville, el «polar» más usamericano.

Un espléndido guion sobre los severos códigos del hampa.

 

Título original: Le doulos (The Finger Man)

Año: 1962

Duración: 108 min.

País: Francia

Dirección: Jean-Pierre Melville

Guion: Jean-Pierre Melville. Novela: Pierre Lesou

Reparto: Jean-Paul Belmondo; Serge Reggiani; Michel Piccoli; Monique Hennessy; Jean Desailly; René Lefèvre; Carl Studer; Marcel Cuvelier; Philippe Nahon.

Música; Paul Misraki

Fotografía: Nicolas Hayer (B&W).

 

          ¡Qué enorme placer, el de ir descubriendo poco a poco, sin prisas ni pausas, las grandes películas de mis directores favoritos! Aun siendo consciente del paso vertiginoso de los días, ¡con qué gusto me relamo en la visión de obras aún no descubiertas! Es el caso de El confidente, con un actor Jean-Paul Belmondo, que, en las antípodas del estilismo de Delon en El silencio de un hombre, compone un personaje, a medio camino entre el pícaro, el justiciero y el hombre fiel a ciertos principios sagrados del código de honor de los maleantes, que atraviesa la película con una presencia soberbia, un experto nadador en las aguas bravas de la colaboración con  la policía y en las salvajes de los delincuentes sin escrúpulos.

          Ya el trávelin del comienzo, que sigue a un personaje, Maurice Faugel a través de un camino en las afueras de París, junto a las vías del tren, camino del refugio de un compañero de atracos, preludia una película intensa, densa, capaz de generar atmosferas de las que atrapan al espectador y lo conducen a interesarse profundamente por los motivos de las conductas de los distintos personajes. De piedra nos quedamos cuando Varnove, el depositario de las joyas de un atraco perpetrado no hace mucho, quien recibe con los brazos abiertos a Faugel, es asesinado por este, tras haberle indicado previamente el futuro cadáver dónde estaba el arma que el otro pretextaba necesitar para entrevistarse con un colega, y aun a pesar de no gustarle el hecho de ir armado. Tras la ejecución impasible, le roba cuanto dinero tiene, las joyas y, junto con la pistola, lo entierra todo bajo una farola, no muy lejos de la casa, una escena entre londinense y romántica, con fuerte poderío visual, una composición fotográfica que continuaremos viendo a lo largo de la película en numerosas ocasiones, ya sea en plano estático, ya en persecución automovilística, ya en los trávelin que recuerdan el del inicio, cuando se acerca el ingenioso desenlace de la historia. De hecho, la «recuperación» del tesoro escondido, esta vez a cargo de Silien, el supuesto confidente, va a mejorar, estéticamente, la primera imagen.

          La irrupción del protagonista, Silien, en casa de Faugel, a quien entrega las herramientas para cometer un robo en la caja fuerte de un hombre que vive solo en un caserón, nos permite conocer las «maneras» intempestivas del protagonista, pues, tras haberse despedido, vuele al piso de Faugel, donde vive su amante, y tras golpear inmisericordemente a la joven, la ata a un radiador y la convence de que tiene dos opciones: revelarle la dirección de donde se producirá el atraco, casa que ella ha vigilado en un coche previamente, o sufrir una violencia que acaso pueda incluso desfigurarla. La policía, lógicamente, se presenta en el lugar del atraco y los dos ladrones han de huir a la carrera. Se enfrentan, a tiros, a la policía, y uno de ellos es herido de muerte. Faugel, también herido, logra escapar y cuando ya pierde el conocimiento, para a su lado un coche que lo recoge y o lleva a un médico que lo asiste y cura.

          Nada sabe Faugel de quién lo ha salvado, pero de lo que está seguro es de que quiere vengarse de Silien, el «confidente». Para hacernos a la idea de lo que significa ser tachado de «confidente» en el mundo del hampa, solo tenemos que pensar en esa maravillosa película de John Ford titulada El delator, si bien esas delaciones tienen como referente el mundo de la política revolucionaria irlandesa contra los británicos. A efectos prácticos, delator o confidente, política o hampa, el mismo rechazo moral sufren quienes son etiquetados de ese modo.

          Me parece que, de toda la obra de Melville, esta es la película más usamericana de todas, no solo por la trama y por un virtuosismo del guion que habrá de ver el espectador que se deje seducir por esta crítica  y que le permitirá ver el desarrollo de la trama desde una perspectiva que ni siquiera había imaginado, y ahí es donde entra la fatalidad para convencernos de que nunca ningún relato construido por los seres humanos es capaz de atar todos los cabos. A esa filiación trasatlántica contribuye el mismo vestuario, las gabardinas largas, los sombreros, las luces indirectas, la penumbra y sobre todo los dos coches tipo Cadillac que «marcan» los orígenes genéricos de este polar que lo es, fundamentalmente, en la relación de Silien con los policías, cuando lo amenazan con enchironarle si no colabora con ellos.

          La parte del león de la película tiene que ver con el desenlace que no presenciamos en  directo, sino en diferido, cuando todo lo que ha sucedido resulta conforme con el minucioso plan trazado por Silien para ajustar unas cuentas a varias bandas sobre cuyo resultado ya he dicho que no revelaré nada. Y, francamente, la primera sorpresa es reconocerle a Silien la capacidad de urdirlo y ejecutarlo con tanta precisión y limpieza.

          Jean-Paul Belmondo luce el palmito canalla de sus primeras películas y domina la escena con una naturalidad que parece haberse criado entre rufianes y ser capaz de mantener una simpatía natural que no excluye, obviamente, la «necesidad» de hacer cuanto mal convenga a sus intereses, aunque todo su afán consiste en dejar inmaculado su nombre y rechazar el remoquete de «confidente» que tanta importancia tiene, sin embargo, en el dinámico y extraordinario desenlace de la película. Una manera perfecta de acabar una historia como la de este brillante polar usamericanizado.

martes, 24 de junio de 2025

«Sirāt», de Oliver Laxe o los «graves» del fin de los tiempos.

 

Viaje muy accidentado a ninguna parte: una road movie apocalíptica.

 

Título original: Sirāt

Año: 2025

Duración: 114 min.

País:  España

Dirección: Oliver Laxe

Guion: Oliver Laxe, Santiago Fillol

Reparto: Sergi López; Bruno Núñez; Jade Oukid; Stefania Gadda; Richard Bellamyun; Tonin Javier; Joshua Liam Herderson; Kangding Ray.

Música: Kangding Ray

Fotografía: Mauro Herce.

 

 

«Cualquier experiencia es mejor que ninguna experiencia», nos dice la protagonista de Song to Song, de Terrence Malick al inicio de su aventura estéticoexistencial, una película que se abre con una danza salvaje en buena parte similar a la que abre la película de Laxe. En Malick estamos en el mundo de los conciertos «ordenados»; en Sirāt, en el de las rave, fiestas salvajes con música electrónica en las que se danza con afán orgiástico en busca del trance, al que se llega a través de la profunda vibración, básicamente, de los bajos cavernosos de la música, amplificada hasta el ensordecimiento por potentes columnas de sonido. Y en una de ellas, en Marruecos, aparece un padre con su hijo repartiendo fotografías de su hija, a la que busca desesperadamente, porque ha huido de casa y quiere reintegrarla a la vida familiar, y en un momento dado el hijo, de unos doce o trece años, insiste en que su hermana se alegrará de verlos, a él y a su padre. La situación exige un buen acopio de buena voluntad asentidora para permitir que la historia —y ese mínimo esqueleto es, en realidad, «toda» la historia— continúe hasta donde podamos entender qué se ventila en ella.

En cuanto el ejército detiene la rave en curso y exige que todos regresen a sus autos y los sigan en caravana, se entiende que hasta la ciudad o pueblo más próximo, dos camiones deciden, en un momento dado, perderse por un camino lateral que los separa del grueso de la caravana. El padre no sabe si seguir la caravana o seguirlos a ellos, quienes, en el breve intercambio de palabras que tuvieron en un receso de la rave, le dijeron que pudiera ser posible que su hija estuviera en otra rave que se iba a celebrar no lejos de en la que estaban. Guiado por esa promesa, decide seguirlos y desaparecer con ellos, se entiende que porque lo pueden llevar junto a su hija. Y aquí comienza, de hecho, la película.

Pasamos del inicio descriptivo de una realidad común, las raves y sus devotos asistentes —no es un fenómeno extraño a nuestra realidad nacional, porque son frecuentes en pueblos recónditos de nuestra geografía, donde, casi de la noche a la mañana, se organiza una a la que pueden llegar a asistir seis o siete mil personas, con los consecuentes problemas que generan en las localidades adyacentes, y el dispositivo policial que los acordona para impedir que vaya a más, impidiendo el acceso, pero sin entrar a disolver para evitar mayores problemas—; pasamos, digo,  a una película que podría clasificarse de road movie en un terreno tan bello como inhóspito —el desierto y lo que parecen ser las estribaciones primeras del Atlas (localizados en Marruecos, Teruel y Zaragoza)—y en el que habrá levísimos apuntes de película psicológica sin explicaciones que nadie pide y nadie da, porque ese grupo de vidas al margen de la sociedad, llevan una existencia alternativa que cifra sus momentos gloriosos en las raves, en la música, en la danza y en la conciencia alterada mediante el uso de alucinógenos.

El juego de contrastes es evidente: por un lado, una «tribu» con códigos transgresores entre quienes hay dos tullidos, un manco y un cojo, dos mujeres muy recias y esqueléticas y un par de colegas; por el otro, el padre y el hijo, absolutamente tradicionales. De hecho, Sergi López tiene tan poco papel, que pasea casi ofensivamente su look a lo Depardieu sin saber exactamente ni cuál es su lugar, ni su papel ni estar preparado, interpretativamente,  para el golpe traicionero al espectador que sobreviene cuando menos este se lo espera: la pérdida del hijo, en el curso de una travesía por caminos de tierra en una altísima sierra en la que los camiones tienen serios problemas, como si en El salario del miedo, de Clouzot, estuviéramos. El proceso de acercamiento entre ambos mundos  viene dictado por la necesidad, aunque el «egoísmo» del padre con sus víveres es más forzado  que la admiración que siente el hijo por esa forma de vida libre y «molona» de unos seres desafiadoramente marginales, y es de obligada reseña que uno de ellos, el manco, vista una camiseta con un fotograma de Freaks, de Tod Browning. El hijo  incluso se arregla  el pelo al estilo de sus anfitriones, mientras que el padre, al final de la película, se iniciará en los primeros pasos de la danza orgiástica.  Gracias a ellos, oímos en la radio que se ha declarado la Tercera Guerra Mundial, o que está a punto de declararse —¡menudo problemón el del sonido directo en las películas españolas, no hay quien entienda nada…!—, no me quedó claro.

Ello deja a nuestros protagonistas en terreno de nadie, yendo hacia ninguna parte y encontrándose las huellas del conflicto aquí y allá, escasos como van de provisión de gasolina. Perdidos en la inmensidad del desierto, parece algo retorcido que, sin comerlo ni beberlo, los protagonistas se vean en un terreno desértico lleno de minas —¡pero qué frente estratégico en tierra de nadie son toneladas de arena en medio de la nada…!—. Como si intuyeran un final apocalíptico o verse forzados a cumplir las simbologías que exige el guion, descargan los altavoces de uno de los camiones y de nuevo la música propia de las raves —he tenido que informarme para determinar que suele ser una mezcla de  acid house, new beat, breakbeat,  hardcore rápido y alguna forma de techno…—, tras haberse «colocado» con unas semillas, atruena en el desierto para que contemplemos la danza liberadora a la que se entregan los protagonistas. ¡Y comienza el baile de las explosiones! Hasta llegar al tren que cruza el desierto velozmente, y con los tres supervivientes occidentales, gracias a una elipsis de obligado cumplimiento, sentados junto a los nativos marroquíes, por unos raíles cuyo final parece perderse en las propias arenas del desierto…

Doy fe de que, animado por el absurdo existencial de esas vidas a la deriva, he querido empatizar con los protagonistas, y hacerme cargo del mensaje apocalíptico que nos transmitía la historia: somos un detritus de la Historia, estamos condenados y no hay futuro para la especie sobre el planeta, porque de eso se trataba, ¿no?; pero no lo he conseguido: ajenos me han resultado todos, con no poca impostación y un mucho de absurdo realismo, muy lejos de aquel potente absurdo de Ionesco, de Beckett, de Jarry que seguí complacido en mi juventud. No he sentido en ningún momento el conato de interés que suele atarte a las historias de la pantalla, y me era indiferente su destino, porque no hay historia a la que ceñirse ni destino que justifique la trama de la vida, más allá de la supervivencia en un aquí y ahora muy adverso, pero que ni siquiera invita a la «rebelión», ni a la interior ni a la exterior. El conformismo conservador de los personajes,  con la clamorosa ausencia de «destino» o ficción que se le parezca, hace muy difícil «sentir» y «consentir» con y a esas vidas tan lejanas de la realidad común, como próximas no tanto el desengaño como al engaño artificial de su propia liberación.

Acaso en la indeterminación genérica, a medio camino de varios géneros: el familiar perdido, las «tribus» sociológicas, las road movie, el género apocalíptico, las películas de aventuras, etc., radique el desapego que este crítico ha sentido frente a situaciones un poco traídas por los pelos, y en las que apenas se profundiza —¿huye la hija?, ¿y de quién?, por ejemplo…— y que, lógicamente, generan no poca insatisfacción. Sí, sí, por supuesto, «hay lo que hay» y «es lo que es», pero… salvo tomas panorámicas nocturnas del viaje de la comitiva, hay muy poca poesía que nos permita acogernos al aquí y ahora de lo que no acabamos de entender y ante lo que no nos queda otra que la indiferencia. Una lástima, porque con una historia algo más potente y unos personajes mejor perfilados, bien hubiéramos podido disfrutar de una excelente película. Faltaban los mimbres, cierto.