jueves, 29 de abril de 2021

«El fantasma invisible», «Mi nombre es Julia Ross» y «Terror en una ciudad de Texas» de Josep H. Lewis, la grandeza de la serie B con mayúscula.

Tres títulos escogidos al azar del verdadero maestro de la serie que nos enseñó a ver Bien el cine en las dobles sesiones de barrio: Joseph H. Lewis, director de directores…

 


Título original: Invisible Ghost

Año: 1941

Duración: 64 min.

País:  Estados Unidos

Dirección: Joseph H. Lewis

Guion: Al Martin, Helen Martin

Música: Johnny Lange, Lew Porter

Fotografía: Harvey Gould, Marcel Le Picard

Reparto: Bela Lugosi, Polly Ann Young, John McGuire, Clarence Muse, Terry Walker, Betty Compson, Ernie Adams.

 







Título original: My Name Is Julia Ross

Año: 1945

Duración: 65 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Joseph H. Lewis

Guion: Muriel Roy Bolton . Novela: Anthony Gilbert

Música: Mischa Bakaleinikoff

Fotografía: Burnett Guffey

Reparto: Nina Foch, Dame May Whitty, George Macready, Roland Varno, Anita Bolster, Doris Lloyd, Joy Harington, Leyland Hodgson, Olaf Hytten, Marilyn Johnson, Queenie Leonard, Charles McNaughton, Harry Hays Morgan.

 







Título original: Terror in a Texas Town

Año: 1958

Duración: 80 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Joseph H. Lewis

Guion: Dalton Trumbo, Ben Perry

Música: Gerald Fried

Fotografía: Ray Rennahan (B&W)

Reparto: Sterling Hayden, Sebastian Cabot, Carol Kelly, Eugene Martin, Nedrick Young, Victor Millan, Frank Ferguson, Marilee Earle.

 

         


De la cinta de correr, donde me quedé a seis minutos de acabar la más que interesante Mi nombre es Julia Ross a mi mesa de trabajo donde he visto seguidas, una tan barata como curiosa producción con una vieja gloria del cine de terror, Bela Lugosi, El fantasma invisible, y una auténtica rareza, creo que muy poco vista, con guion de Dalton Trumbo y actuación estelar de Sterling Hayden, actor fetiche de los mejores directores imaginables: Kubrick, Huston, Nicholas Ray, Coppola, Robert Wise, Mankiewicz,  Terror en una ciudad de Texas, me he dado un buen atracón de un director de quien ya había visto dos con enorme placer cinéfilo, El demonio de las armas y Agente especial, dos auténticos clÁsicos (sic, sí, de serie muy A) del cine negro.

         El fantasma invisible narra un caso de trastorno mental transitorio por parte de un marido, Bela Lugosi, cuya mujer teóricamente ha muerto en un accidente, en compañía del hombre con quien lo engañaba, pero a quien él sigue rindiendo culto. Cuando él, usualmente en noche de tormenta presiente que se presenta su fantasma a quien ve a través de las ventanas de la casa, sin saber que ella realmente existe, que no ha muerto, y que está siendo ocultada y cuidada por el jardinero de la mansión, el hombre sufre un fiebre asesina que lo lleva a matar a quien primero se cruce en su camino. Del primer crimen, una doncella que servía en la casa, acusan al novio de la hija porque había mantenido una relación anterior con ella y el mayordomo negro de la casa, interpretado por Clarence Muse, uno de los grandes secundarios del cine usamericano y, en esta película, uno de sus mejores valores, le oye decir que no él no va  a permitir que ella, la criada, se interponga entre él y su novia. Suficiente para morir colgado. Luego llega el hermano gemelo, interesado en descubrir cómo ha sido posible que su hermano haya sido acusado y ejecutado, y su presencia servirá como catalizador para orientar las pesquisas hacia la actuación psiquiátrica, porque una bata usada por el amo de la casa incrimina al criado negro.  Más allá de ciertas inconsistencias del guion, lo maravilloso de esta cinta es la planificación de Lewis y el modo como consigue generar una tensión a través de planos como los de la mujer en el exterior de la casa, el trance del protagonista, Lugosi, que poco menos que se transforma en un prudente remedo de Nosferatu o el intento de asesinato de su propia hija del que lo «despierta» un rayo en la feroz noche de tormenta en que se siente «obligado» a matar a alguien. Ya digo, nadie se espere una película de mucha enjundia, pero le va a pasar como a mí, se la va a «tragar» de un tirón. Lewis se especializó, salvo las excepciones de rigor, en películas que iban de la hora a la hora y diez, un metraje especial para los programas dobles. Con poquísimos exteriores, hay que reconocer la extraordinaria habilidad de Lewis para conferir el dinamismo que tiene a esta película.

         Mi nombre es Julia Ross es una película de intriga, muy en la línea de situaciones muy parecidas a las de las películas de Hitchcock y a otras de temática parecida, de tortura psicológica, como Luz de gas, de George Cukor. El cuidado de la fotografía y la iluminación se advierten ya desde los títulos de crédito superpuestos a una mujer que camina de espaldas por una calle en una noche de lluvia, que lega a la pensión y, con la patrona arrodillada en el sueño, limpiando el suelo al fondo del pasillo, la cámara aún no ha descubierto el rostro de la mujer, hasta que recoge un sobre que es, en realidad, como le anticipa la patrona, una invitación de boda. Después  descubre en el periódico  una oferta de trabajo a la que va a escribir cuanto antes para probar suerte. La dueña de la agencia la recibe y le hace una breve entrevista en la que, sobre todo, se interesa por si tiene relaciones familiares o sentimentales que la «aten». Tras la entrevista con la señora para quien ha de trabajar y ser aceptada, llega a la pensión y descubre que su antigua pareja, quien iba a casarse, no lo ha hecho y ha vuelto a quedarse soltero y sin compromiso, aunque ella, recién aceptado el trabajo, le dice que se debe a él, aunque queda para que la recoja al día siguiente en lo que espera que sean sus horas libres. Cuando él llega a la casa se entera de que allí no vive nadie, como le informa un policía. El siguiente plano nos muestra a la protagonista en una casa sobre un acantilado, al lado del mar, en la cama, y siendo visitada por su marido, que la llama por el nombre de Marion, y la madre de este, solícita, que la intenta convencer de que ella es quien es, Marion, la esposa de su hijo, pero que ha sufrido un episodio traumático de amnesia. Prisionera, pues, de esos desconocidos, se inicia el tortuoso camino para la liberación de quien no tardará en saber que su rígida prisión la impide entrar en contacto con el exterior y avisar a la policía de su situación. No quiero arruinar el interés por lo que ocurre, porque esa es la tensión que alimenta la película, pero lo que es evidente es el peligro que corre su vida, porque está fuera de toda duda que su supuesto marido es un psicópata, como advierte en tres ocasiones en que él destripa un sofá con una navaja -su madre le va quitando todas las armas blancas y las guarda bajo llave en un cajón- o la intenta besar y lo abofetea, lo que provoca incluso un intento de asesinato que a muy duras penas  reprime… Mi nombre es Julia Ross, representada a la perfección, en toda la angustia de la situación, por Nina Foch, quien, después de aparecer en algunas películas muy famosas, como Los diez mandamientos, Un americano en París o Espartaco, derivó su carrera a la televisión y a la docencia teatral. El escenario, la mansión sobre el acantilado y a sus pies un mar amenazador que invita a que alguna tragedia suceda, así como los ingredientes de la historia no son en absoluto novedosos, ni siquiera la trampilla en la pared que la lleva a otra habitación en la que madre e hija charlan sobre cuál ha de ser su futuro…; pero Lewis tiene un don especial para crear la tensión narrativa, y de ello se beneficia enormemente la película, que se sigue con la angustia que la situación genera. Tengamos en cuenta que Lewis rodó no pocas películas ajustadas a la hora de duración y muy pocos minutos más, lo que exige una síntesis narrativa que te impide perderte en alambicamientos fuera de lugar.

         Esa capacidad sintética se manifiesta de forma ejemplar en la última película de estudio de su vida, Terror en una ciudad de Texas, una rareza poco conocida y que se abre con algo absolutamente inusual en el mundo del western: un duelo a muerte entre un pistolero y un arponero sueco, el primero con sus pistolas y el segundo con su enorme arpón ballenero, ¡lo nunca visto!, podría haberse anunciado, porque lo insólito de la situación se lleva la palma. En ese momento en que el arponero, con todo el pueblo detrás, se enfrenta al malvado pistolero, casi una caricatura del prototipo: todo de negro inmaculado, hasta el caballo, se inicia un flash back que nos cuenta la historia por sus pasos cronológicos contados. Así, sabemos que el rico del pueblo les está comprando a todos los habitantes del lugar sus tierras, y a quienes se niegan a vender, el pistolero los liquida sin contemplaciones y, a ser posible, sin testigos. En el caso del padre del protagonista, un Sterling Hayden que encarna a un rudo sueco con un defectuoso inglés que es una delicia de composición lingüística, el crimen ha sido contemplado por su vecino, un mejicano con dos niños y otro que está en camino, y al que, por esas desgracias de los guiones, nunca va a conocer. La estructura de la historia es tan simple y transparente como el didactismo filocomunista de su guionista, Dalton Trumbo, del pistolero encarnado por  Nedrick Young y, por supuesto, de su protagonista, Sterling Hayden, de quien Trumbó tomó los datos biográficos del personaje, porque, en efecto, Hayden fue marinero y dio, en calidad de tal, la vuelta al mundo. Sin duda ese componente biográfico, además de la caracterización mediante el vestuario adecuado, le aporta una verosimilitud al personaje que favorece mucho esta historia centrada alrededor del miedo individual frente al poderoso y de la necesidad de la unión de los damnificados para plantarle cara y no dejarse robar las tierras que les pertenecen y en las que, ese es el quid de todo, han descubierto petróleo. Siguiendo el modelo típico del western, el del héroe humillado que parece sucumbir ante la fuerza de los malvados, poco a poco, el “sueco” va sembrando entre los habitantes del pueblo la semilla de la solidaridad mediante la que cosechar el fruto de la unión sin la que cualquier esfuerzo será en vano, aunque el verdadero impulso para que crezca tan benéfica planta es el ejemplo individual de quien, como el sueco, está dispuesto a enfrentarse solo contra el pistolero y con un arma tan en apariencia ineficaz contra la rapidez deletérea de las balas. La emocionante historia de los vecinos de origen mejicano que acogen tan familiarmente al hijo de su vecino y amigo, completa la motivación vengativa del protagonista, quien, en cuanto descubre el asesinato del amigo de su padre, no duda ni un minuto en armarse con el arpón y salir a la búsqueda de su destino, sea cual sea. Y ahí he de dejarlo, por fuerza, si bien hay una trama complementaria, la de la mujer del pistolero, que se debate entre la lealtad a la única persona que la acepta, la incipiente vejez que le lastra las esperanzas y su indignación moral ante los asesinatos cometidos por el pistolero… Rodada en gran parte en exteriores, y con muy bajo presupuesto, como nos muestran esas escenas en un Hotel y Saloon literalmente vacíos, Lewis construye un relato con tintes heroicos que no excluye ciertas delicadeces de orden ético incluso en el pistolero; pero es mejor que se acerquen a esta breve obra de serie B con guionista, intérprete y Director de serie A, para tener su propia opinión. Lewis recordaba el rodaje, en aquellos duros años, como una contribución necesaria a la supervivencia de los afectados por la locura anticomunista que se instauró en Usamérica gracias al senador McCarythy, de infausta memoria. A título anecdótico, Marilee Earle, a quien vimos hace nada en la película de Jacques Tourneur, Los intimidadores, tiene aquí un brevísimo papel, nada comparable con el estelar, dentro de lo que cabe, de Carol Kelly, el único que tuvo en su discreta carrera. En fin, he querido ofrecer al curioso espectador que se pasea de vez en cuando por este Ojo cosmológico, una triple muestra poco conocida de un Director que va creciendo en interés para los cinéfilos a cada nueva generación. B de Excelente, as a matter of fact

        

miércoles, 28 de abril de 2021

«La balada de Buster Scruggs», de Joel y Ethan Coen, fragmentos crueles y surrealistas del western…

 

Episodios del western con un fondo, entre lírico y burlesco, de aquilatado humor negro: una joya digital de los hermanos Coen.

 

Título original:  The Ballad of Buster Scruggs

Año: 2018

Duración: 132 min.

País: Estados Unidos Estados Unidos

Dirección: Joel Coen, Ethan Coen

Guion: Joel Coen, Ethan Coen. Historia: Jack London, Stewart Edward White

Música: Carter Burwell

Fotografía: Bruno Delbonnel

Reparto: Tim Blake Nelson, Zoe Kazan, Tom Waits, James Franco, Liam Neeson, Harry Melling, Bill Heck, Brendan Gleeson, Tyne Daly, Jonjo O'Neill, Saul Rubinek, Clancy Brown, Willie Watson, Ralph Ineson, Grainger Hines, David Krumholtz, Stephen Root, Sam Dillon, Jesse Luken, Chelcie Ross, Danny McCarthy, Thomas Wingate, Tim De Zarn, E.E. Bell, Alejandro Patino, Tom Proctor, Clinton Roberts, Matthew Willig, Jesse Youngblood, J.J. Dashnaw, Mike Watson, Brian Brown, Michael Cullen, Austin Rising, Paul Rae, Jefferson Mays, Prudence Wright Holmes, Eric Petersen, Doris Hargrave, Thea Lux, Rod Rondeaux.

 

         Sin haber pasado por los cines, la última película de los hermanos Coen la descubro en Netflix, con un título y una imagen de cartel que no invitan precisamente a adentrarse en ella, a ese arriesgado nivel se ve uno obligado a juzgar cuando el tiempo ha pasado de ser enemigo a mortal enemigo, pero, finalmente, ¡qué diablos!, me digo que los Coen son los Coen y que solo he huido de una de las suyas, O Brother!, y entramos, mi Conjunta y yo, en ella con el interés de siempre y las mejores expectativas, que, me adelanto, se cumplen de un modo absoluto.

         Un western con historias de los Coen inspiradas en lecturas clásicas universales, como la de Jack London, o locales, como la de Stewart Edward White, se nos presentan como extraídas de un viejo manuscrito cuyos capítulos dan pie a las seis historias cortas, de muy distinta naturaleza, aunque todas ellas ambientadas en el mundo del western. La película es, si no he recibido mal la información, el primer rodaje digital de los Coen y a fe que ello se nota perfectamente en la puesta en escena en general y en la creación de unos efectos de imagen que, a menudo, dan la impresión de haber superpuesto un primer plano de acción a un decorado pregrabado. En todo caso, los efectos cromáticos y de iluminación de la película me parecen uno de sus grandes atractivos, al margen, por supuesto, del humor negrísimo de la mayoría de los episodios, de la atmósfera surrealista de algunos y, en general, de unas interpretaciones que convierten en verdaderas gemas individuales cada uno de los episodios de este western con tan marcada unidad de tono sombrío en el que florecen no pocas risas de los espectadores.

         La capacidad de los hermanos Coen para mezclar géneros y, sobre todo, para el uso de la parodia, en la que tanto destacan, se pone de manifiesto en este repertorio de historias muy pero que muy singulares. Ninguna de ella, a pesar de las inverosímiles situaciones de algunos episodios, nos invita a contemplar con condescendencia lo que ocurre, aceptando el posible disparate a la espera de algún momento de naturaleza cómica, estética o dramática que lo justifique. Han cuidado mucho que cada episodio tenga su propia especificidad. Y así es. Nada se repite. Cada situación es completamente distinta de lo visto hasta entonces, y si, entre todas, alguna destaca por apartarse aún más, entre las seis, esa es el fragmento Meal Ticket, interpretado por Liam Neeson y Harry Melling, conocido por la serie de Harry Potter. Un feriante va de aldea en aldea llevando su espectáculo: un homúnculo, sin brazos ni pies, vestido a la moda romántica que recita fragmentos de origen muy diverso, con una exquisita pronunciación expresiva que representa ante sobrecogidos aldeanos que, después, dan o no su caridad. Me resisto a decir nada del episodio porque es un auténtico cuento de terror del que conviene no saber nada, excepto que los surrealistas jamás se hubieran cansado de verlo…Como el orden de los factores no altera el desarrollo del largo, ni tampoco están ordenados de un modo que haya una suerte de juego dialéctico entre unos y otros episodios, aunque sí una innegable marca estética de belleza que recorre todos los episodios y que parecen concentrarse singularmente en la atmósfera sombría de lo poco que  cae fuera de campo del último episodio, un homenaje indirecto a dos clásicos: La diligencia, de Ford, y La carreta fantasma, de Victor Sjöström.

         Pero volvamos al principio. La película se abre con La balada de Buster Scruggs, en la que un amable pistolero cantante nos va a deparar una hilarante ensalada de tiros en una taberna perdida en medio de la nada y en el típico Saloon, donde se las verá con el inolvidable sacerdote fanático de Carnivàle, Clancy Brown. El desenfadado tono de comedia loca, con toques surrealistas incluidos, como la ascensión al cielo del imbatible pistolero. Sigue con Near Algodones, un escenario teatral en el que una oficina bancaria en pleno desierto, sin nada ni nadie a muchos kilómetros a su alrededor recibe la visita de un atracador… Estoy convencido de que a nadie le sorprenderá, una vez visto, que a mí se me ocurra que parece un fragmento de Alicia en el país de las maravillas… Sigue Meal Ticket, y ya está todo dicho. Después florece el valle idílico con un río en el que el clásico buscador de oro nos da una lección de cómo hacer catas prospectivas para encontrar un filón. Hollar esa prístina  naturaleza virgen no puede despertar sino el demonio de la ambición, al que el brillo del oro parece reclamar… Vea cada cual lo que sucede y admire la labor interpretativa de un Tom Waits como buscador de oro tan crepuscular y eficaz como Jason Robards en La balada de Cable Hogue, y bien pudiera ser que hubiera, también, otro homenaje encubierto en el que caigo una vez lo he formalizado. La penúltima, The Gal Who Got Rattled, ambientada en el mundo de las caravanas que se adentraban en el Oeste parta colonizarlo parece una «miniatura fordiana», aunque el sentido del humor se lleva, francamente, hasta esa variante del humor negro que recorre toda la película como una suerte de leit motiv permanente. Tanto las escenas con indios de Near Algodones como las de este episodio, están muy conseguidas. La última, The Mortal Remains, de título tan explícito para quienes viajan en una diligencia que parece desplazarse por un espacio ignoto, a juzgar por el tenebrismo con que se insinúa el paisaje exterior a través de los planos en los que se recuadra en la ventana un resplandor naranja y algunas sombras… es una suerte de diálogo «hacia la muerte» de tres personajes que viajan con un personaje de apariencia totalmente mefistofélica y una suerte de hipnotizador musical que vence a las piezas antes de ser cobradas para llevarlas a su última morada. Los tonos fúnebres del conjunto, la iluminación que potencia el interior de la cabina frente al espacio exterior, la incomodidad de los tres personajes en su asiento corrido, frente al desahogo de sus interlocutores, todo parece indicarnos que estamos en «el estrecho de la muerte» que decían los clásicos, ese «pasaje angosto» que lleva a tres pasajeros muy distintos y de distinta nacionalidad a un hotel ciertamente solo apto para novelas de terror…

         La película es larga, pero ello se debe a que sus directores se han recreado con un «espíritu de largo» en cada una de estas breves joyas. Y el resultado es una de las películas más cuidadas de los Coen, por la puesta en escena, por el resultado cromático de la película y por unas interpretaciones extraordinarias, a las que, nada más vista la película, ya apetece volver.

martes, 27 de abril de 2021

«I’ll Give a Million» y «Luces de candilejas», de Walter Lang, revisitado…

 



Un verosímil antecedente de Plácido, de Berlanga y un  musical clásico con un número es-pec-ta-cu-lar de Marilyn Monroe…

 

Título original: I'll Give a Million

Año: 1938

Duración: 70 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Walter Lang

Guion: Boris Ingster, Milton Sperling. Argumento: Giaci Mondaini, Cesare Zavattini

Música: Cyril J. Mockridge

Fotografía: Lucien N. Andriot (B&W)

Reparto: Warner Baxter, Marjorie Weaver, Peter Lorre, Jean Hersholt, John Carradine, J. Edward Bromberg, Lynn Bari, Fritz Feld, Sig Ruman, Christian Rub, Paul Harvey, Charles Halton, Frank Reicher, Frank Dawson, Harry Hayden, Stanley Andrews.

 

Título original: There´s No Business Like Show Business

Año: 1954

Duración: 117 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Walter Lang

Guion: Phoebe Ephron, Henry Ephron. Historia: Lamar Trotti

Música: Irving Berlin

Fotografía: Leon Shamroy

Reparto: Ethel Merman, Dan Dailey, Donald O´Connor, Marilyn Monroe, Johnnie Ray, Mitzi Gaynor, Hugh O´Brian, Frank McHugh.

 

         Walter Lang no es uno de esos directores que suelan tener los cinéfilos en un altar, aunque bien pudiera ser considerado un excepcional autor de comedias satíricas y de musicales clásicos como Can-Can, la presente que aquí traigo, Luces de Candilejas y El rey y yo, todos ellos parte de la memoria sonora de los aficionados a ese género que aún nos ofrece grandes obras, y que ha resultado tan imperecedero como el western o el cine negro. Con anterioridad, critiqué en su día Niñera moderna, que me pareció una comedia llena de ingenio, con un guion medidísimo, y, en esa línea, si bien por la parte de la comedia sofisticada, hemos de encuadrar una obra como I’ll give a million, no estrenada en España y una película, a juzgar por la ausencia de comentadores y evaluadores de la misma en FilmAffinity muy poco o nada vista, aunque es el remake usamericano de la película italiana Darò un milione , de Mario Camerini, con Vittorio de Sica, que  o he tenido oportunidad de ver aún, salvo algunas escenas sueltas.

         La historia arranca en un yate en el que su millonario poseedor está atravesando una crisis existencial debido al profundo aburrimiento vital que le provoca estar forrado de millones, digámoslo en términos vulgares. Incluso una antigua novia se le acerca insinuándosele de nuevo para que nombre director de alguno de sus negocios a su marido, un auténtico inútil. Después de haber brindado por la amistad con quien considera que es el único amigo que le queda en el mundo, su viejo mayordomo, sale a tomar el aire a cubierta, y entonces reclaman su atención los gritos de socorro de alguien que se ahoga. No lo duda, se lanza al agua y acaba llevando hasta la orilla a quien, sin embargo, quería suicidarse, un vagabundo que había decidido poner fin a su vida. Estamos en la Costa Azul, en Francia. El millonario acaba confesando a su «salvado» que estaría dispuesto a dar un millón de francos a quien hiciera algo desinteresado por él. A la mañana siguiente del salvamento, el vagabundo descubre que su salvador ha desaparecido, llevándose sus ropas y que él tiene las suyas y el mucho dinero que llevaba en sus bolsillos.

Baste decir que el «salvado» es Peter Lorre en pleno uso de sus facultades interpretativas, quien ennoblece artísticamente la película con su sobresaliente actuación. Tras ser detenido y descubierto por un periodista, que le «arranca» la historia del millón de francos que donará a quien haga algo desinteresado por él, irreconocible bajo su nueva personalidad de vagabundo, la ciudad de la Costa Azul sufre una transformación: de repente, todos la codiciosa población local se vuelca en atenciones a los mendigos y, como en Plácido, casi cada familia, el gobernador incluido, se lleva un pobre a casa y lo trata a cuerpo de rey por si se diera la casualidad de que «el elegido» fuera el millonario disfrazado. La trama se refuerza con un crescendo que se magnifica por el «efecto llamada» que atrae a la ciudad a la auténtica Corte de los Milagros, entre los que se encuentra un brillante John Carradine, con inusitada vis cómica, si nos atenemos a los usuales papeles de villano que se le encomendaban, y lejos aún de su magnificente aparición en La diligencia, de Ford.

El millonario, por su parte, acaba tropezando con una joven a quien se le ha escapado el mono, parte del circo en el que vive y en el que el protagonista acaba recalando y conociendo aquello que buscaba: la bondad desinteresada y, de soberbia propina, el amor de su vida. Claro que, como un buen guion que se precie exige, todo se complica de un modo absolutamente estupendo para que las diversas tramas paralelas acaben coincidiendo en un final como exigen las normas escritas de las grandes comedias. Y esta lo es. No por producción ni por un plantel de excelentes actores y actrices que, aun destacados en aquello años, como el ganador del Oscar, Warner Baxter, que trabajó con Ford en la estupenda Prisionero del odio, apenas tardaron unos pocos años en dedicarse a producciones B entre las que bien podría considerarse esta, aunque su Director sabe elevarla muy por encima  de la media y ofrecernos una aguda crítica social de la avaricia y el interés que  Berlanga llevaría en Plácido a la excelencia.

Aunque haya algo de envaramiento en el protagonista, lo cierto es que la creación de tramas paralelas, en una de las cuales Peter Lorre justifica por sí mismo la película, permiten una variedad que va más allá e la anécdota y se consiguen escenas no solo de gran comicidad, sino de acerada crítica social e institucional. A todo ello contribuye una fotografía muy expresiva, sobre todo de los rostros de los mendigos, como en el reconocimiento policial para que Lorre descubra quién es el millonario disfrazado, momento en el que emerge con total protagonismo, aunque breve, John Carradine. En fin, una comedia clásica que gustará a quienes estén de acuerdo conmigo en que las comedias usamericanas «fijaron» indeleblemente un género en el que, paradójicamente, han destacado directores de origen europeo.

Luces de candilejas, por su parte, es un clásico del cine musical, con un cinemascope que da cabida en el plano a la más inverosímil de las coreografías. Y en esta película   no solo las hay magníficas, sino incluso tan innovadoras como el trío entre Donald O´Connor, Marilyn Monroe y, Mitzi Gaynor, en el que se conjuga la sensualidad explosiva de Monroe y la comicidad innata del dúo Gaynor O’Connor. La historia, sin embargo, tiene un aire de crónica de la evolución del musical desde el tiempo del vodevil y las actuaciones casi en barracas de feria que es como nació el género en las que se sumaban a los números musicales los casi circenses y, sobre todo, los números concebidos como pequeñas historias, así como cualesquiera virtuosismos de todo tipo. La familia Donahue es una típica familia de cantantes y bailarines que va recorriendo el país con sus números, en los que van incluyendo a los hijos desde bien pequeños, hasta que deciden dejarlos internados para que reciban una educación que, sin embargo, no los apartará, una vez crecidos, de volver a los escenarios. Marilyn Monroe es una joven aspirante a convertirse en estrella y su camino se cruzará con el de los Donahue, lo que dará pie a la deriva emocional que se intercala, como la vocación religiosa de uno de los hijos, entre número y número, pero sin estorbar demasiado, aunque los padres, Ethel Merman y Dan Dailey, son dos profesionales como la copa de un pino e incluso en los momentos más melodramáticos de la historia saben dar el tipo para conferir a la historia una verosimilitud total. A pesar de su venerable edad, la película se sigue viendo con gusto, no solo porque la música sea de Irving Berlin, clásico entre clásico, como Cole Porter, sino porque hay números que han pasado a la historia del género, como el que da título a la película en inglés There´s No Business Like Show Business  o el seductor e incandescente con que Marilyn abre su participación en la película: After You Get What You Want You Don't Want It. Los aficionados al género saben que no se han de gastar muchas palabras para convencerlos de que la película es un estallido controlado de luz, color, ritmo, coreografía y melodías inolvidables, y todo ello con una visión del espectáculo por dentro que nos habla bien a las claras de lo que ha sido y sigue siendo el mundo del teatro en el mundo nuestro de cada día, pandemias aparte…

domingo, 25 de abril de 2021

«La madre del blues», de George C. Wolfe un electrizante alegato antirracista.

 




El pretexto de un biopic sobre la cantante  Ma Rainey para una reflexión de altura sobre la herida aún abierta del salvaje racismo usamericano.

 

Título original: Ma Rainey's Black Bottom

Año: 2020

Duración: 94 min.

País: Estados Unidos

Dirección: George C. Wolfe

Guion: Ruben Santiago-Hudson. Obra: August Wilson

Música: Branford Marsalis

Fotografía: Tobias A. Schliessler

Reparto: Viola Davis, Chadwick Boseman, Glynn Turman, Colman Domingo, Joshua Harto, Taylour Paige, Jonny Coyne, Jeremy Shamos, Michael Potts, Scott Matheny, Dusan Brown, Phil Nardozzi, Daniel Johnson, Roger Petan, Ron L. Haynes, William Kania, Gregory Bromfield, Jordan Rhone, DaJuan Rippy, Antonio Fierro, Tony Amen, Shane McNair, Jacob Wright, Chris McCail, Malik Abdul Khaaliq, Sierra Stewart, Patrick Raffaele, Brent Feitl, Eric Sharpe, Remington Sinclair.

 

         ¡Cómo engaña esta película en la que, aparentemente, vamos a ver una biografía parcial de los últimos años de la cantante de blues Ma Rainey y se acaba convirtiendo en una mirada compleja, y a veces desgarradora, no solo sobre la gran vergüenza usamericana, su racismo atroz, despiadado, contra la raza negra, sino, por obra y arte del mismo guion, del fino análisis psicológico de una diva caprichosa (valga la redundancia) del blues, su sexualidad lésbica transgresora y las abismales diferencias de clase entre los propios negros: al sobrino de la cantante le pagan veinte dólares por la introducción hablada de una canción, tras infinitos intentos, y el consiguiente gasto en material con cada toma fallida, para superar su tartamudez, y a los excelentes músicos que la acompañan durante toda la sesión de grabación, apenas veinticinco. Los músicos, además, han de ensayar en un sótano en paupérrimas condiciones.

         La película se abre con una excelente canción de la protagonista, interpretada gestualmente por una genial Viola Davis, pero cantada por quien en los títulos de crédito merecía ser destacada como corresponde, Maxayn Lewis, contratada por quien ha sido el «alma» musical de la película, el saxofonista Brandford Marsalis, hermano mayor del conocido trompetista, también de Jazz, Wynston Marsalis. Lewis fue cantante del coro que acompañaba a Ike y Tina Turner, The Ikettes, y a fe que su potente y rica voz llena de matices es uno de los grandes placeres de la película, por más que no se trate propiamente de una película musical en el sentido tradicional del término o de una biografía de una cantante que «exigiría», acaso, que apareciesen más interpretaciones suyas. En todo caso, lo que no podrían haber sido utilizadas son las grabaciones que la cantante hizo en los años 30, el periodo de su biografía que recoger la película, porque las condiciones de reproducción no lo permiten. Oírla a ella en persona es oír el pasado lejano que vuelve, como, en el ámbito operístico, oír las viejas grabaciones de Caruso o de Lanza.

         De la actuación en directo, en un ámbito propio del blues, la película enseguida se centra en el proceso de grabación de unas canciones de la diva. Lejos de mostrárnosla como la exclusiva protagonista de la historia, esta escoge a los músicos que la acompañan para, a través de ellos, no solo ofrecernos un contexto social distinto del estatus de la gran diva, rica y caprichosa, sino, uno por uno, un análisis de la situación de los negros en una urbe a la que afluyeron desde los estados del sur, Chicago. Lo que sucede es que todos ellos arrastran experiencias dolorosísimas de una opresión con unos niveles de brutalidad que todos hemos conocido en  la vieja serie Raíces y en la reciente  12 años de esclavitud, de Steve McQueen. El joven trompetista Levee, la última y espectacularísima actuación del recientemente fallecido Chadwick Boseman, quien murió por un cáncer en agosto del pasado año, lleva buena parte del peso de la historia, no solo desde el punto de vista de la innovación que representa para darle al blues una dimensión más lúdica y animada, sino, sobre todo, y ese es el gran secreto que se esconde en la historia, por la narración de su historia familiar: un relato escalofriante que solo se puede escuchar en su voz, y del que, por supuesto, no revelaré absolutamente nada. Ese monólogo suyo vale por toda la película y lo hace acreedor al Oscar para el que está nominado y que, sin duda, merece a título póstumo.

         La primera parte, antes de iniciar la grabación se alarga de tal manera que bien parece una obra de teatro al viejo estilo sartriano, con unos personajes obligados a estar en un espacio hostil en el que, dejando por un largo momento su profesión, la música, entran en una dialéctica en la que acaban emergiendo tensiones propias de quienes han sufrido en vida, propia y ajena, la más terrible de las marginaciones; Levee, por otra parte, trata de abrirse paso en el mundo de la música con sus propias composiciones, algunas de las cuales le ha vendido al productor del disco de Ma Rainey, si bien es paradójico lo que acaba sucediendo, tanto en su relación con la cantante, como con el productor blanco de los discos, porque tanto él como el representante de Rainey son blancos, eso sí.

         La película, así pues, va bastante más allá de la vida de la protagonista, y aun diría que es un brillante pretexto para vehicular un contenido que no conviene olvidar nunca, porque la historia de los negros en Usamérica, como dije al principio, y aun a pesar de cuanto se ha avanzado, sigue siendo uno de sus principales capítulos deplorables. Eso sí, que nadie espere ningún mitin ni moralina ni homilía ni maniqueísmo, porque lo que la película nos ofrece es un complejo entramado de relaciones sociales y personales que se nos muestra en toda su crudeza, sin que el color de la piel sea un atenuante para la indignidad, la ambición, la traición, la ira, el odio, el servilismo o la injusticia. Una película, pues, muy digna de ser vista y disfrutada, aun a pesar de lo terrible que en ella se nos cuenta; pero la espectacular puesta en escena del estudio, y el ambiente opresivo que se consigue, sobre todo con el motivo recurrente de la puerta sellada que el protagonista quiere a toda costa «forzar», nos indican bien a las claras la poderosa impronta metafórica con que el director nos hace llegar la historia. Esa puerta no es la única «apuesta» visual trascendente de la película, por supuesto, pero sí la más obvia. Las otras, descúbralas cada espectador…

 

 

miércoles, 21 de abril de 2021

«Ciudad sin piedad», de Gottfried Reinhardt, con guion de Trumbo y un Kirk Douglas en la cima de su arte.


 Una violación en “manada” y un juicio que revela las miserias de una ciudad de provincias. 

Título original: Town Without Pity

Año: 1961

Duración: 105 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Gottfried Reinhardt

Guion: Silvia Reinhardt , George Hurdalek, Jan Lustig , Dalton Trumbo. Novela: Manfred Gregor

Música: Dimitri Tiomkin

Fotografía: Kurt Hasse

Reparto: Kirk Douglas, Barbara Rutting, Christine Kaufmann, E.G. Marshall, Hans Nielsen, Ingrid van Bergen, Robert Blake, Richard Jaeckel, Frank Sutton, Karin Hardt, Gerhart Lippert, Mal Sondock, Alan Gifford, Max Haufler, Rose Renée Roth.

 

         Gottfried Reinhardt, ahora me entero, al hacer la crítica de esta película suya, fue hijo de Max Reinhardt, el gran innovador de la dramaturgia en el siglo XX en Alemania, y se avanzó a su padre, con 19 años al viajar a Usamérica para estudiar -allí un año, donde sus padres se reunirían con él, tras la toma del poder por Hitler. Empezó en la industria como ayudante de Lubitsch, se ejercitó, después como guionista y productor y llegó, finalmente a la dirección. Esta es la primera película suya que veo y he de confesar que tiene todo el empaque del mejor cine clásico de drama social  hecho en Usamérica en los años 40 y 50, del cual puede verse a esta película como una suerte de síntesis lograda.

         La historia, crudísima, no puede ser de más actualidad: una joven que pasa la tarde en el río con su novio algo puritano, cruza el río, tras un desencuentro con él, llega a la otra orilla, se quita la parte superior del biquini y cuatro soldados, ¡una manada!, en su día libre,  la descubren y la violan. El alto mando militar organiza enseguida, de forma ejemplar, un juicio, con todas las formalidades de rigor, para castigar a los culpables. El padre y las autoridades no se contentan con menos de la pena de muerte. Pero llega el abogado defensor de los acusados, un papel ingrato para un actor, pero desempeñado en toda su complejidad moral con la excelencia de un actorazo como Kirk Douglas, y la cosa comienza a cambiar. Tras la inquisición previa a la joven y la confirmación in situ, en el hospital, por parte de ella, de los implicados en el delito, los abogados, se reúnen con la autoridad y el padre e intentan negociar la petición de pena que pudiera «satisfacer» a la parte agraviada y proponen la expulsión del ejército y veinte años de cárcel. El padre y la autoridad municipal exigen, sin embargo, una ejemplar condena a muerte. El abogado defensor lanza, entonces, un aviso: el interrogatorio que él haga a la víctima, en el estrado, no será tan complaciente como el del fiscal ni tan considerado, si de lo que se trata es de salvar a sus clientes de morir ahorcados.

         Estamos, pues, ante un drama judicial clásico, en el que el abogado defensor ha de buscar una línea de exculpación de sus defendidos que, en dura pugna con sus principios morales, pasa por tratar de presentar a la acusada como una joven «ligera de cascos» y propensa al placer del cuerpo y específicamente del sexo, lo que, poco a poco, a través de los diferentes testimonios que consigue reunir, acaba destruyendo la reputación de la chica y confirmando, en la convicción de sus vecinos, la existencia de una cierta «provocación» a los soldados, por más que los hechos con los que se inicia la película dejan bien a las claras que se trata de una salvaje violación en grupo. No sucede como en Una joven prometedora, en donde la violación se da a entender mediante las voces de la grabación, pero el espectador no ve nada ni puede juzgar por sí mismo; del mismo modo que en el juicio célebre sobre la «manada» primigenia, la de Pamplona, solo el tribunal pudo ver lo que se grabó de los hechos y, a partir de ahí, se llegó al polémico fallo judicial.

         La película tiene un blanco y negro tan especial como el de los grandes clásicos, y el guion nos lleva de la evidencia del mal absoluto a la degradación social de la malicia conciudadana, a la envidia, al puritanismo mal entendido y al machismo militante que exculpa a cualquiera de la todopoderosa e irrefrenable tentación de la carne… La salida de los soldados de una base polvorienta en su día libre de servicio, abre la película con un retrato de su aburrimiento fuera del servicio en un bar de la localidad alemana donde está instalada la base de posguerra, pero esa misma banda sonora de Tiomkin, un consumado especialista, se vuelve insufrible en otras partes de la película, y especialmente en el supuesto subrayado dramático del interrogatorio de la joven. Al margen de esa inadecuación, la película se sustenta en la poderosa interpretación de Kirk Douglas, quien lleva el peso de la película en su tarea de investigación en los entresijos de la pequeña localidad para buscar el lado menos favorable de la víctima que pueda suspender la pena de muerte contra sus defendidos. La poderosa mitología de la familia unida bajo la autoridad del patriarca se resquebraja de un modo inapelable ante los ojos cómplices de quienes incluso defienden a los soldados, como las prostitutas del burdel de la localidad. Entre los soldados culpables hay, sin embargo, no pocas diferencias, y eso anima también el juicio, porque en la declaración inicial de si se consideran culpables o inocentes, uno de ellos insiste en declararse culpable, el único que, al contemplar el cuerpo yacente y violado de la joven desnuda, le puso su camisa sobre él, como si quisiera paliar el daño perpetrado, antes de alejarse del lugar para no ser reconocidos ni asociados con su delito.

         Ciudad sin piedad es una película polémica, pero poco vista, por lo que indican las críticas y votaciones en FilmAffinity, y la presencia de una periodista de un medio sensacionalista que sigue muy de cerca el caso y al abogado defensor, con quien coquetea sin mayor trascendencia, nos indica que un caso así se convierte enseguida en una materia colectiva sobre la que nadie deja de tener o expresar su opinión.

         Es muy interesante observar la reacción cruel y sin compasión alguna de los jóvenes de la localidad, lo que, en cierto modo, prefigura un final que aún aumenta de forma considerable la polémica sobre el caso, y de ello tenemos una prueba fehaciente en el tratamiento mediático del caso de la «manada» de los Sanfermines. Así mismo, cuesta aceptar que a 60 años vista de este rodaje, hayan sido tan tímidos los pasos que las sociedades han dado respecto de delitos tan atroces y escalofriantes como el de una violación en grupo.

         Que Dalton Trumbo rehiciera el guion original fue una imposición de Kirk Douglas, uno de sus valedores en los duros tiempos de las represalias de McCarthy, y a fe que se nota en muchos tramos de la película, porque el desarrollo del juicio tiene un ritmo perfecto, y los golpes de efecto indispensables para el progreso del caso hacia la sorpresa y el arrepentimiento incluso del propio abogado defensor, que antepone el beneficio de sus clientes a sus propias inclinaciones morales y a su instinto compasivo ante la barbarie del delito cometido.

         Cine de emociones fuertes, pero también de ideas sobre lo que es la Justicia, el cometido y las exigencias de la misma. No deja buen sabor de boca, pero ensancha el campo de las ideas y remacha ciertas convicciones democráticas irrenunciables…

lunes, 19 de abril de 2021

«Kinsey», de Bill Condon, un estudio científico de la sexualidad.

El origen de la revolución contracultural de los 60 en Usamérica: lo que la ciencia ve, y lo que no ve, en la sexualidad humana.

 

Título original: Kinsey

Año: 2004

Duración 118 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Bill Condon

Guion: Bill Condon

Música: Carter Burwell

Fotografía: Frederick Elmes

Reparto: Liam Neeson, Laura Linney, Chris O'Donnell, Peter Sarsgaard, Timothy Hutton, John Lithgow, Oliver Platt, Tim Curry, Dylan Baker, Julianne Nicholson, William Sadler, John McMartin, Veronica Cartwright, David Harbour, Dagmara Dominczyk, Luke Macfarlane, Benjamin Walker.

 

         A pesar de haber repasado la filmografía de Condon, la vejez tiene estas cosas: pasas por alto datos evidentes y luego te pones la película de turno en el televisor y te llevas la sorpresa: ¡Otra de Condon! En fin, desatenciones propias, ya digo, de la edad provecta. La que sí sé que es suya es la de Mr. Holmes, que no sé si seguirá a esta o se verá pospuesta por otra. Mi Conjunta aseveraba que esta de Kinsey la habíamos visto, pero apenas recordaba nada de ella. Yo aseguro que no, porque no guardaba ni la más mínima memoria de plano alguno, algo muy raro en mí.

         La película de Condon es una biografía apresurada de la vida de uno de esos pioneros que van marcando la evolución de las sociedades desde, en este caso, un ángulo tan excéntrico en su momento, y tan cotidiano hoy, como el del estudio científico del comportamiento sexual humano.  Kinsey era un entomólogo reconocido cuando se ofreció para dar un curso universitario sobre la sexualidad, a raíz del cual inició un estudio estadístico muy cuestionado (tanto desde el punto de vista de la demoscópica como, sobre todo, del de la moralidad puritana de las instituciones usamericanas) sobre la sexualidad humana midiendo todo lo mesurable con un sano espíritu científico, y lo que la película nos muestra es cómo esa dedicación acabó afectando a su vida cotidiana y académica. La película alterna el blanco y negro de los inicios de su actividad y el color del presente en cada una de las etapas vitales del personaje, porque lo que se ha de reconocer es que Alfred Kinsey era «todo un personaje», caracterizado, como los grandes innovadores, por una fe ardiente y absoluta en que han sido predestinados para cumplir una misión que favorecerá la vida de sus semejantes, porque les aportará aquello de que carecían hasta su investigación: un conocimiento científico de una de las manifestaciones más sensibles, cotidianas y complejas emocionalmente de la especie humana: la sexualidad.

         La película no nombra, ni por equivocación, por ese «adanismo» usamericano tan acusado que padecen, a un precedente indiscutible de la labor de Kinsey, me refiero al Dr. Magnus Hirschfield, estudioso de la sexualidad, sobre todo la masculina, y específicamente la homosexual, quien desarrolló su pionera e importantísima labor contra los prejuicios del puritanismo occidental en el Berlín de los años 20 y 30, en la República de Weimar, al frente del Institut für Sexualwissenschaft, del que es una réplica el creado por Kinsey para acoger en un marco adecuado sus estudios, los que derivaron en sus informes famosos sobre la sexualidad delos hombres y de las mujeres. Hirschfield es una figura capital en el ámbito del estudio de la sexualidad, pero aún no ha tenido ni el reconocimiento ni la película que permita al gran público acceder a una vida que merece ser conocida. He visto una película sobre él en YouTube:  Der Einstein des Sex – Leben und Werk des Dr. Magnus Hirschfeld, dirigida por Rosa von Praunheim, pero «encuadrada» en el ámbito de las producciones específicamente LGTBI, lo cual la aparta del acceso a públicos mayoritarios. En todo caso, ilustra, sin demasiado arte cinematográfico la lucha de Hirschfield, su gran labor social —su consultorio atendía de forma gratuita a los pobres en épocas tan difíciles como las de la hiperinflación del 23 y la crisis económica posterior al crack del 29— y el modo como hubo de ir venciendo los prejuicios sociales tan arraigados frente al simple conocimiento de los hechos relacionados con la sexualidad, o la lucha política contra la desaparición de los artículos del código civil que penalizaban la homosexualidad y el aborto.

         Kinsey, magníficamente interpretada por Liam Neeson y quien encarna a su mujer, Laura Linney, además de la más que notable participación de ese excelente actor que es Peter Sarsgaard, es una película yo diría que «necesaria», porque nos permite abordar la sexualidad desde una ausencia de prejuicios religiosos de los que huyó enseguida el protagonista, al chocar contra el muro de una educación religiosa castradora por parte de su padre. Chocará a muchos que, además del olvido de Hirschfield, otro científico de la sexualidad como Sigmund Freud apenas sea citado a lo largo de la película, y ello se debe a que Kinsey centra su estudio en todo aquello que puede medirse científicamente, para proveernos de una base de datos que permita explicar ciertos comportamientos, aunque está claro que los fundamentos psicológicos de esos comportamientos sexuales hallan una interpretación más pormenorizada y fiable en la obra de Freud, quien solo muy tangencialmente dedica su atención a los aspectos estrictamente fisiológicos de la sexualidad.

         Lo fundamental de la obra de Kinsey se desarrolla en una década, entre 1937 y 1947, en la que no es de extrañar que sus objetivos científicos escandalicen a la sociedad mojigata y puritana en que lleva a cabo sus investigaciones. Buena parte de la película se dedica a la descripción del método con que llevó a cabo sus estudios, en los cuales la entrevista personal para la realización de las encuestas era el eje sobre el que pivotaba el método; una técnica de encuesta cuyo perfeccionamiento se nos muestra en la película de un modo no exento de comicidad; del mismo modo que son cómicos muchos momentos en los que los encuestados expresan con total libertad sus miedos, sus prejuicios, sus ignorancias o sus perplejidades. Aún estamos lejos de la revolución beatnik y de la contracultura pop que se irá imponiendo a finales de los 50 y plenamente en los 60; pero lo que está claro es que sin el éxito mediático de los informes de Kinsey, que tanto revuelo armaron en su momento, no hubiera sido posible la tan rápida aceptación de una nueva vivencia de la sexualidad no basada en el respeto reverencial a las prohibiciones y censuras religiosas aún muy extendidas entre amplias capas de la población.

         Sí, es una película en la que la sociología y la ciencia se funden con los destinos de los personajes, y es el espectador quien sale beneficiado por un enfoque que combina con acierto no solo el color y el blanco y negro, sino los diferentes tiempos vitales del protagonista, cuyo arco vital se describe, desde la infancia hasta su prematura muerte. Y creó escuela, porque de todos es conocido el éxito que alcanzó el Informe Hite sobre la sexualidad femenina a finales de los 70.

 

domingo, 18 de abril de 2021

«La gran mentira», de Bill Condon, o la sempiterna herida abierta de la barbarie nazi.

 

Una trama medida al milímetro para una venganza que no caduca… 

Título: The Good Liar

Año: 2019

Duración: 109 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Bill Condon

Guion: Jeffrey Hatcher (Novela: Nicholas Searle)

Música: Carter Burwell

Fotografía: Tobias A. Schliessler

Reparto: Helen Mirren, Ian McKellen, Russell Tovey, Jim Carter, Mark Lewis Jones, Jóhannes Haukur Jóhannesson, Phil Dunster, Laurie Davidson, Michael Culkin, Aleksandar Jovanovic, Athena Strates, Bessie Carter, Celine Buckens, Sonia Goswami, Ruth Horrocks, Nell Williams, Stefan Kalipha, Dino Kelly, Jag Patel, Lily Dodsworth-Evans, Stella Stocker, Julian Ferro.

 

         Lo cierto es que he dudado mucho de si debería escribir o no la crítica de la última película de Bill Condon, que, como tantos otros estrenos, me pasó desapercibida en su día y que ahora, gracias a Filmin recupero, no solo por el buen sabor que nos dejó su aclamada Dioses y monstruos, también, como en esta, con Ian McKellen y un sorprendente Brendan Fraser, sino porque Helen Mirren es una de esas actrices que dignifica cualquier película en la que aparezca, como sucede en esta.

         El tonteo por un programa de citas entre solteros a través del ordenador lleva al encuentro, no sabemos si deliberado o fortuito de dos viejos que, finalmente, se conocen en el terreno neutral de un restaurante. Parecen avenirse y la película seguirá la evolución de sus citas con una información sorprendente sobre el veterano don Juan de turno: se dedica, con otros compinches, a realizar estafas de alto nivel con inversores que, supuestamente, buscan blanquear dinero. Esa actividad delictiva va adquiriendo, a medida que avanza la película, caracteres cada vez más siniestros, hasta que llega el momento en que incluso el asesinato emerge como un fogonazo, dada la edad del protagonista…

         La viuda, que convive con su nieto, va dejando entrar en su vida al galanteador que la colma de atenciones, si bien ella deja pronto bien claro que lo suyo no puede pasar de la consoladora amistad, del companionship, a las relaciones sexuales, para las que ella no está preparada, por el respeto a la memoria de su difunto y por la muy especial unión que mantenía con él.

Poco a poco, y en eso la dosificación urdida por el guionista es de una suma habilidad, supongo que en justa correlación con el original novelístico, nos vamos enterando, por interesadas conversaciones traídas a colación por el galán, de que ella posee un sabroso patrimonio que no tiene invertido en nada que le rente lo que su asesor bursátil consigue para el de él y que bien podría conseguir para el de ella. Con ese propósito, urde, pues, una trama con su compinche de estafas para presentarlo como su especialista en bolsa, capaz de sacarle al patrimonio conjunto de ambos una rentabilidad de casi el veinte por ciento, siempre y cuando se avengan ambos a reunir sus respectivos patrimonios en una sola cuenta a la que ambos podrían tener acceso, por supuesto.

Todo esto se nos muestra con la desconfianza del sobrino de ella, quien acaba reconociendo que la conducta del galán no se las merece y quien se suma, por sorpresa, al viaje que los dos «amigos» realizan a Berlín, para satisfacer un viejo deseo de ella de conocer esa capital europea. A lo largo de esa estancia en la capital del viejo imperio alemán, comienza el espectador a sospechar que hay algo que no encaja en el hermoso relato de amistad compartida de los dos viejos, porque él ya se ha instalado en casa de ella y comparte su vida como si de un matrimonio se tratase, por eso nos parece natural que, una vez ganada la confianza de ella, él perpetre la estafa morrocotuda que quiere llevar a cabo  para desvalijarla.

Y ahí, con la celebración con cava de esa pingüe inversión para el patrimonio de ambos, ahora unidos en una sola cuenta, comienza otra película de la que a este crítico le está vedado el hecho mismo de la sugerencia, la alusión o la muestra de indicios que permitan a los espectadores llegar a conclusiones a las que solo pueden llegar ellos por si mismos tras ver el desarrollo de los acontecimientos: una suerte de reedición de Casa de juegos, de Mamet, a juzgar por los intríngulis retorcidos y dramáticos que se esconden en la historia de los dos viejecitos afables, uno de los cuales está dispuesto a desvalijar a la otra. Con antelación al «gran golpe», hemos podido comprobar la conducta mafiosa del galán con sus ambiciosos colaboradores, lo que da a entender e peligro inherente a todo lo que con él tenga que ver.

Condon sabe templar perfectamente el desarrollo de la trama en su último tercio y el espectador ve, casi incrédulo, el giro total que da la película, pasando de una película alemana de sobremesa de La 1 de RTVE a un thriller psicológico más que cargadito de tintas…; pero, insisto, sobre todo ello me está vedado ni siquiera insinuar nada.

Véanla y disfrutarán no solo de una película inteligente, sino de una parte de la historia europea que aún no se ha clausurado y que tanto nos ha hecho sufrir.