martes, 30 de marzo de 2021

«The Capote Tapes», de Ebs Burnough: anatomía de la provocación.

 

Indagación en aquel palimpsesto que respondía al artificioso nombre de Truman Capote: la creación del personaje que se devoró a sí mismo.

 

Título original: The Capote Tapes

Año: 2019

Duración: 91 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Ebs Burnough

Guion: Holly Whiston, Ebs Burnough

Fotografía: Antonio Rossi

Reparto: Documental, (intervenciones de: Truman Capote, Kate Harrington, George Plimpton, Norman Mailer, Jay McInerney, Lauren Bacall, etc.).

 

         Los docubiopics son un género que sigue ganando adeptos y realizadores. Cualquier pretexto es bueno: descubrir algo manuscrito, algunas cintas grabadas, una entrevista inédita, unas imágenes nuevas por olvidadas, las declaraciones de alguien allegado que nos ofrece una nueva perspectiva…, todo sirve para lanzarse a la reescritura de una vida que, como en el caso de Capote, fue, si acaso, excesivamente pública. Y si de algo se resiente este acercamiento biográfico, al margen de las «novedades», de muy relativo alcance, la verdad sea dicha, es lo poco que aporta sobre su intimidad, sobre el reducto al que, en vida, nadie tuvo nunca acceso, por lo que se ve.

Truman Capote, originalmente Streckfus Persons, bien podía haber adoptado su segundo apellido, Persons, por lo que tiene etimológicamente de máscara, como pseudónimo artístico, pero prefirió el sugestivo “Capote” del segundo marido, de origen español, de la madre. Ni siquiera se plantea en el documental el porqué de dicha elección, y si en ella tuvo algo que ver alguna admiración especial por aquel hombre cuyo apellido le pareció oportuno llevar. Recordemos que su apasionada homosexualidad es un factor determinante no solo de su personalidad, sino de la construcción de su personaje, porque no era fácil en aquellos tiempos cercanos a la posguerra reivindicarla públicamente como él no perdía ocasión de hacer. Hablamos, por lo tanto, de un auténtico pionero que desafió la moral de su tiempo y «naturalizó» una desviación de lo estándar como lo más natural del mundo.

Su afición a la máscara forma parte de su solitaria educación antes e ir a Nueva York a vivir con su madre, cuando fue vecino de Harper Lee, la autora de Matar a un ruiseñor, quien lo incluyó en su novela como un personaje más, algo que fue y no fue del gusto de Capote, dadas las complejas relaciones que acabó teniendo con ella, la envidia de no haber conseguido el Pulitzer entre ellas, por supuesto. Desde su inclinación sexual, su belleza juvenil, su escasa estatura y su exhibicionismo congénito, además de su pasión por la literatura y, posteriormente, el periodismo, Capote fue construyendo un personaje excesivo e insobornablemente libre que logró escribir, al menos, dos obras hoy consideradas clásicas, Desayuno en Tiffany’s y A sangre fría, sobre todo la segunda, que le ganaron no solo la reputación que tuvo, sino un lugar en la crónica social, dada su frecuentación de la misma, e incluso, en alguna ocasión, como el célebre baile de máscaras del 66 en el Hotel Plaza, en su organizador: un autentico «promotor» de las celebridades y sus códigos de excepción, los mismos que en su última novela, inacabada, acabó privándole de muchas de sus relaciones, que se sintieron traicionadas por haberse convertido en trasuntos literarios de su acerada pluma implacable, porque a Capote le distinguía la lengua afilada y el juicio sumarísimo de los demás, no la crítica sosegada o el estudio ecuánime.  Capote era una persona impulsiva, con filias y fobias que no respondían sino a la arbitrariedad de su carácter inestable, cambiante. Mantuvo a lo largo de su vida, sin embargo, ciertas fidelidades que lo honran, y entre ellas ha de figurar, porque así lo destaca el documental, a una hija de un amante suyo, con quien mantuvo una larguísima relación de índole protectora, paternal.

A pesar de la constante vida social de Capote, insisto en que el reducto de su Sancta Sanctórum queda aún virgen, tras este documental. Constatamos, sí, cómo creó y moldeó su personaje, incluso hasta desfigurarlo en sus últimas entrevistas televisivas, cuando ya la provocación, que fue su arma favorita, se convirtió en parodia de sí mismo, que es el último paso que ha de dar un narcisista antes de perderse en el olvido de con quienes construyó su vida. Murió relativamente joven, para un escritor, pocas semanas antes de cumplir los 60 años de edad, pero una vida de exhibición pública tan intensa por fuerza había de pasarle factura. Supongo que sus conflictos personales con sus amistades influyeron en la imposibilidad de que acabara su última novela, Plegarias atendidas, pero ni siquiera eso nos permite intuir el documental. Dada su excentricidad y el tiempo que dedicaba a la promoción de su propia persona, una auténtica «marca» publicitaria en sí misma, el espectador devoto de la literatura echa de menos que no le dediquen el tiempo que merece sus procesos de trabajo creativo, sus métodos, sus hábitos, sus espacios, las pequeñas cosas que en el mundo de un escritor son definitorias de su manera de hacer y crear. Se nos hurta al escritor y se abusa del exhibicionista social cuya interés para los media está fuera de toda duda.

Sobre Capote se han hecho dos películas muy buenas, la primera, Capote, de Bennet Miller, protagonizada por el malogrado Philip Seymour Hoffman, quien ganó el Oscar por esa interpretación, y la segunda, no menos interesante, de Douglas McGrath, Infamous («Historia de un crimen» en España), con una suerte de doble del escritor, Toby Jones. Ambas nos permiten un acercamiento al personaje desde el biopic más profundo que este documental, aunque las imágenes reales que aquí vemos tienen suficiente entidad como para verlo con auténtica delectación, porque Capote construyó su personaje a partir de su interactuación con los media y basándose siempre en el exceso y la libertad sobre todas las cosas, lo que le acarreó tantos incondicionales como detractores, por supuesto. Lo que pocos pueden decir es que, lo odiaran cuanto lo odiaran, él era el autor de A sangre fría, por supuesto.

 

«Tiempo de amar, tiempo de morir», de Douglas Sirk: el amor en la derrota.

 

El amor en tiempos difíciles: el arrepentimiento de la barbarie en el desmoronamiento del régimen nazi.

 

Título original: A Time to Love and a Time to Die

Año: 1958

Duración: 133 min.

País:  Estados Unidos

Dirección: Douglas Sirk

Guion: Orin Jannings (Novela: Erich Maria Remarque)

Música: Miklós Rózsa

Fotografía: Russell Metty

Reparto: John Gavin, Liselotte Pulver, Jock Mahoney, Keenan Wynn, Don DeFore, Erich Maria Remarque, Klaus Kinski, Dieter Borsche, Barbara Rutting, Thayer David, Dorothea Wieck.

 

         No está entre los grandes melodramas de Douglas Sirk, a quien mi Conjunta y yo amamos cinematográficamente desde que vimos aquel maravilloso ciclo en La 2 dirigido por Antonio Drove, autor, sobre todo, de un corto genial: ¿Qué se puede hacer con una chica?, y de varios largos casi irrelevantes; pero Tiempo de amar, tiempo de morir, basado en la novela de Erich Maria Remarque, un autor odiado por los nazis, especialmente por Goebbels, adquiere una dimensión histórica que se sobrepone a la historia de amor y permite rememorar una de las páginas más terribles de la historia de Europa y del mundo. Si Sin novedad en el frente, de Lewis Milestone, fue boicoteada por los escuadrones nazis en Berlín, hasta conseguir que el moribundo gobierno de la República de Weimar prohibiera la película por «antialemana», no quiero ni pensar qué hubieran hecho si esta película se hubiera rodado y estrenado mientras aún aterrorizaban al mundo.

         La historia comienza en el frente ruso, ya en plena desbandada llena de miserias del ejército derrotado, por más que entre los soldados haya fervientes creyentes en la superioridad del ejército alemán y otros desengañados del patético papel que les ha tocado jugar, pero, en la guerra, no hay tregua para el horror, e incluso sabiéndose en desbandada, si toca fusilar a supuestos civiles enemigos, se les fusila. Uno de los soldados está esperando el permiso para regresar a casa, pero cuando llega, se encuentra con que lo que era su casa no es más que un montón de ruinas. Busca a sus padres y en esa búsqueda acaba encontrándose con la hija de unos vecinos cuyo padre ha sido internado en un campo de concentración por disidente. No tarda en  aparecer el amor que une a los jóvenes hasta el punto de llevarlos al altar para que, si le pasa algo a él en el frente, ella tenga la paga de 300 marcos que le permita sobrellevar los tiempos duros que se avecinan para todos en la ruina y el desamparo. El contraste entre la destrucción y la ilusión juvenil de los amantes recién casados es una de las líneas de fuerza dramática de la historia, un contraste que permite apreciar tanto la pureza virginal del poder del amor en dos jóvenes que se entregan a él con toda su confianza en el futuro, como, enfrente, la destrucción que no conoce ni de Historia ni de arte ni de belleza: todo perece bajo las bombas que arrasan las ciudades donde vivieron generaciones y generaciones, como si todo hubiera de ser aniquilado para comenzar desde cero.

         El color de la película, muy vivo, y la excelente puesta en escena, tanto del frente como de la ciudad bombardeada, permiten planos de una gran fuerza y de una gran belleza. La cámara sigue a los personajes por esas ruinas desoladoras y poco a poco los protagonistas emergen como verdaderos héroes de la esperanza frente a un régimen político fracasado que ha llevado a un pueblo a su total perdición. El clima represivo que se manifiesta en el temor con que se relacionan con las autoridades los protagonistas es ya indicio de la sociedad de la sospecha que se ha creado, y en la que los delatores ocupan un lugar central. No obstante, hay personajes de una integridad moral extraordinaria, como el profesor que esconde a un judío para evitar que sea deportado a un campo de concentración donde seguramente morirá, o de una bondad- natural como la de la patrona de la casa donde se alojan los recién casados que desafían los avisos de las sirenas para acudir a los refugios porque no quieren pasar su primera noche de bodas en ellos.

         Para los amantes de lo anecdótico, Klaus Kinski, el inmortal Aguirre de Aguirre o la cólera de Dios, de Werner Herzog, aparece por segunda vez en pantalla encarnando a un soldado burócrata en cuya mirada esquizoide se advierte la perversidad del régimen totalitario en el que se mueven personajes que despiertan a la lucidez y al arrepentimiento, como el protagonista y otros, como específicamente un rival suyo de armas al que acaba matando para evitar que asesine a unos prisioneros antes de retirarse en la desbandada que les hace abandonar Rusia.

         John Gavin no es precisamente un actor con grandes recursos expresivos, y de ello se resiente la película, pero es capa de estar a la altura de Liselotte Pulver y construir una pareja de enamorados capaz de seducir con su ilusión y esperanza a los espectadores, que asistimos realmente acongojados a unas expectativas de felicidad que el presente de la derrota sin paliativos parece negarles.

         La película tiene una atmósfera espectral muy particular, tanto en el frente como en la retaguardia bombardeada, y trae a la memoria las excelentes películas rodadas en las ruinas de Berlín, como Alemania, año cero, de Rossellini.

 

 

lunes, 29 de marzo de 2021

«Fraude criminal», de Godfrey Grayson, o el reputado estilo Hammer.

Una interesante película rodada en buena parte en el interior de la Tate Gallery.

Título original: The Fake

Año: 1953

Duración: 80 min.

País: Reino Unido

Dirección: Godfrey Grayson

Guion: Patrick Kirwan, Bridget Boland (Historia original: James Daplyn)

Fotografía: Cedric Williams (B&W)

Reparto: Dennis O'Keefe, Coleen Gray, Hugh Williams, Guy Middleton, John Laurie, Gerald Case, Seymour Green, Eliot Makeham, Stanley Van Beers, Ellen Pollock, Morris Sweden, Dora Bryan, Arnold Bell, Philip Ray, Michael Ward, Leslie Phillips, Billie Whitelaw, Clifford Buckton, Marianne Noelle, Joe Wadham, Beatrice Kane.

 

         Me asomo a este Ojo un momento para recordar la existencia de estas películas británicas en las que la aparición de estrellas menores usamericanas, como Lloyd Bridges en The limping man, de Cy Endfield o Coleen Gray, a quien vemos, con gusto, de forma repetida, pues la vi hace nada en El beso de la muerte, de Hathaway,  le conceden un parentesco efectivo con el potentísimo cine negro usamericano de los años 40 y 50, si bien en el caso del cine británico asumimos esa suerte de cuota especifica de la idiosincrasia inglesa que tan excelentes películas y directores nos ha deparado.

         Como Denis O’Keefe es el protagonista se esta cinta y quien corre con el peso de la historia, se diluye en parte ese efecto británico, que queda reducido al rapapolvo que recibe el protagonista cuando un sospechoso aparece ahorcado y él sospecha que asesinado: En este país esperamos que los ciudadanos colaboren con su policía, le dice el inspector de Scotland Yard al detective encargado de vigilar un cuadro de Da Vinci cedido en préstamos a la Tate Gallery, después de que otros dos cuadros del autor hayan sido robados.

         Hace menos de quince días que critiqué en este Ojo la película Crack-up, de Irving Reis, con la que la presente comparte temática, aunque desarrollen sus historias de muy diferente manera. El mundo del arte y de las falsificaciones ha recibido bastante atención por parte del cine, y el título de la presente nos recuerda el famoso documental de Wells F de falso (F for Fake), sobre el extraordinario copista Elmyr de Hory, algunas de cuyas imitaciones, según él, son copias que pasan por auténticas en no pocos museos. En la inauguración de la exposición, una de las empleadas de la Tate, desciende a los sótanos del edificio y busca una puerta de servicio por la que introduce a un viejo en dicha celebración, no sin que al «eficaz» detective le pase por alto la maniobra. Al final, su chasco se deriva de que es el padre de la protagonista quien ha entrado con ella, y que el tal es un excelente pintor pero sin reconocimiento alguno. Como pasa en estas películas, y le pasaría a cualquiera con Coleen Gray, el detective se siente intensamente atraído por la joven y decide cortejarla, aunque aún ignora que el padre está envuelto en la trama de las falsificaciones.

         Uno de los principales méritos de la película es haber recibido el permiso singularísimo para rodar muchas secuencias de la película en el interior de la Tate Gallery, lo cual contribuye notablemente a la veracidad de la historia, además de permitirnos seguir la acción en unos interiores que llaman la atención, sobre todo cuando se produce la persecución de quien ha sustraído el cuadro de Da Vinci y ha dejado una copia en su lugar. Ese recorrido por las salas sin gente, en penumbra, con la salida a los tejados desde donde el ladrón se descuelga hasta la calle tienen una potencia visual notabilísima, y se relacionan íntimamente con las técnicas clásicas del género negro.

         En su cortejo, el detective le encarga al padre, que siempre parece ir necesitado de dinero, un cuadro de su hija, lo que facilita su entrada en la casa y tener una cena privada con ella, pues el padre sale a la calle con un vulgar pretexto. Antes, por supuesto, ella le ha puesto las cosas difíciles, y todo se complicará más cuando ella crea que la corteja solo para poder investigar la desaparición de los cuadros. La aparición del padre ahorcado complica enormemente la situación y quiebra la relación entre la hija y el detective, quien ha de enfrentarse a los responsables del museo por la sustracción del Da Vinci que él había de vigilar.

         Denis O’Keefe, aunque algo envarado, da perfectamente el papel de detective «paleto» que no entiende nada de arte, ni le interesa, pero ello le permite recibir distendidas  lecciones de la hija del pintor, en el sofá, en lo que parece un imparable progreso de su relación, hasta la aparición efectista del cadáver del padre. La visita a un albergue de gente sin recursos y sin techo, donde buscan a un pintor callejero que conoce al padre, forma parte de esas escenas sociales en que se muestra el otro lado del sistema, la cara desfavorecida de quienes se quedan atrás en la lucha por la vida.

         La película, insisto, no es una maravilla, pero la puesta en escena, a la que se suma haber escogido la suite de Mussorgsky, Cuadros de una exposición, como banda sonora, le da un cierto empaque que se acrecienta en el magnífico desenlace de la película, aun a pesar de que sea muy parecido al de Crack-up. Lo cierto es que quien decida verla, pasará un buen rato.

domingo, 28 de marzo de 2021

«The limping man», de Cy Endfield, otro represaliado del macartismo.

 

Un thriller narrado con nervio, excelente puesta en escena y unos exteriores sugestivos, pero con un final deplorable que no anula todo lo anterior.

 

Título original: The Limping Man

Año: 1953

Duración: 76 min.

País: Reino Unido

Dirección: Cy Endfield (Acreditado como Charles de Latour)

Guion: Ian Stuart Black, Reginald Long, Anthony Verney

Música: Arthur Wilkinson

Fotografía: Jonah Jones (B&W)

Reparto: Lloyd Bridges, Moira Lister, Alan Wheatley, Leslie Phillips, Hélène Cordet, Andre Van Gyseghem, Tom Gill, Bruce Beeby, Rachel Roberts, Lionel Blair, Charles Bottrill, Robert Harbin, Verne Morgan, Marjorie Hume, Raymond Rollett, Jean Marsh.

 

         Estoy descubriendo una veta del cine inglés muy curiosa, la de los directores que, exiliados por obra destructiva e inquisitorial del macartismo, hallaron refugio en Gran Bretaña y contribuyeron a la creación de un estilo de cine negro que, respetando los grandes aciertos del cine usamericano, incorporaba un «toque» propio, relacionado, como es obvio suponer, con los hábitos de investigación de esa institución de renombre universal que es Scotland Yard, cuyo nombre, para los curiosos, tiene que ver con el edificio que ocupaba la policía, en ningún caso con Escocia. Cy Endfield firmó algunas de sus obras con pseudónimo, como esta en la que usó el de Charles De Latour. Por un crítico de FilmAffinity sé, además, que la referencia de la novela y del novelista en la que supuestamente se inspira la película son un referente falso, lo que induce a pensar en que la historia sea obra suya o de otros represaliados por la inquisición anticomunista que se enseñoreó del Senado usamericano en los años 50.

         Que el protagonista sea Lloyd Bridges, padre de dos famosos actores en nuestros días, Jeff y Beau, añade un punto de curiosidad al visionado, porque vamos fijándonos en la herencia fisionómica que dejó en sus hijos y en los gestos, miradas o sonrisas que delaten la descendencia. La historia comienza en un avión en el que un exmilitar regresa a Inglaterra para reunirse con la mujer de la que se enamoró perdidamente cuanto estuvo destinado en Inglaterra. Han pasado seis años y, nada más bajar del avión, el pasajero que caminaba delante de él hacia el control de pasaportes y la retirada del equipaje cae abatido por los disparos de un tirador que, desde una notable distancia hace un blanco exacto. Retenido por la policía, inmediatamente vemos los modos de acción de una pareja de investigadores de muy distinta naturaleza, y entre los que la disparidad de criterios alimentan una esgrima verbal que parece prometer lo suyo, además de que uno de ellos, el más joven, se pasa la película insinuándose a todas las sospechosas de buen ver a las que han de entrevistar, lo que le da un punto de humor británico que se agradece. La enamorada del piloto ha sido la amante durante de este tiempo de un mafioso a quien haber sido dado por muerte le resuelve el problema del acoso policial, pero se lo oculta al recién llegado, quien no acaba de comprender lo que pasa, aunque intuye el peligro en el que se halla su enamorada. La puesta en escena londinense está muy bien buscada, y las escenas en el pub al lado de un callejón que da al río recuerdan poderosamente, la excepcional Promesas del este de Cronenberg, por ejemplo. Como el supuestamente fallecido era el marido de una actriz que se dedica a los trucos de magia y a la canción, la trama se interna en el siempre sugerente espacio de los camerinos, los bastidores y la tramoya teatral, donde siempre se encuentran rincones y ángulos que permiten enfoques sorprendentes para la acción de los protagonistas.  Lo que prevalece es la implicación del enamorado en la búsqueda del modo como salvar a su futura mujer del peligro cierto que la acecha, razón por la cual la policía pretende «atarlo en corto». Finalmente, la colaboración entre ambos llegará hasta el primer y autentico desenlace en el anfiteatro de la sala, el espectacular remate de un descubrimiento que supone un giro de guion no por utilizado menos efectista, pero ahí quiero yo que lo vean los aficionados.

         Del segundo desenlace no digo ni mu, salvo lamentar que lo hubieran rodado. La película es muy potable y no merecía ese chafarrinón que algo la ensombrece.  Como recuperación, no obstante, de un cine que tuvo su época y su público, que creó unos modos de contar que rescatamos en obras mayores de autores como Losey, por ejemplo,  no es tiempo perdido verla y pasar un rato estupendo de buen cine, por más que pase por B, por su producción, que no por las buenas artes derramadas en ella.

viernes, 26 de marzo de 2021

«La Venus rubia», de Josef von Sternberg «ad maiorem Dietrich gloriam».


 

Un intenso melodrama, algo deslavazado, al servicio de la creación de un mito del celuloide: Marlene Dietrich. 

Título original: Blonde Venus

Año: 1932

Duración: 93 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Josef von Sternberg

Guion: Jules Furthman, S.K. Lauren

Música: W. Franke Harling, John Leipold, Paul Marquardt, Oscar Potoker

Fotografía Bert Glennon (B&W)

Reparto: Marlene Dietrich, Herbert Marshall, Cary Grant, Dickie Moore, Gene Morgan, Rita La Roy, Robert Emmett O'Connor, Sidney Toler, Morgan Wallace, Dennis O'Keefe.

 

         Supongo que este tipo de películas clásicas en blanco y negro, parte muy viva de los procesos cinematográficos de la creación de estrellas que han dejado su nombre y su obra en la memoria de las generaciones, será hoy un capítulo inexplorado para las nuevas generaciones de aficionados al cine, pero espero que no para los cinéfilos que descubrirán en películas como esta su razón de ser.

         Rodada íntegramente en Usamérica, adonde la Dietrich literalmente huyó de Alemania la misma noche del estreno de El ángel azul, con un suculento contrato bajo el brazo, La Venus rubia es la sexta película que Josef von Sternberg rodará con quien fue su amante y su descubrimiento al elegirla para encarnar la Lola/Lulú en El ángel azul, donde, literalmente, se comió cinematográficamente a Emil Jannings, para el lucimiento del cual fue concebida la película, sin embargo. Ese mimo, ese cuidado para con su «joya», halla en esta película su máxima expresión. Desde el atrevido inicio, con unas actrices bañándose desnudas en un río adonde llegan unos excursionistas entre los que se encuentra quien, tras un romance excesivamente elíptico, acabará convirtiéndose en su marido y viviendo con él en Nueva York, donde él descubre que sufre una enfermedad provocada por la contaminación de elementos químicos con los que trabaja. Sin recursos con los que hacer frente a su viaje a Alemania para ser tratado con una técnica novedosa, ella se ve obligada a retomar su carrera como cantante, algo a lo que su marido, pendiente de descubrir una patente que los hará ricos, se niega. El modo como ella se inicia de nuevo en el mundo del cabaret refleja perfectamente el ambiente sórdido en que se ha de medrar para conseguir el dinero que su marido necesita. Que en su camino se cruce un millonario arrogante, encarnado por Cary Grant en uno de sus primeros papeles relevantes, en un año, 1932, en el que el actor llega a aparecer en siete películas distintas. Sucede lo que ha de suceder, de acuerdo con los cánones del melodrama y ella consigue el dinero que necesita su marido, 1.500$, pero ella y su hijo, Johnny, acaban viviendo con él.

         El marido regresa por sorpresa con quince días de antelación y se encuentra la casa vacía, por lo que sospecha lo peor, para acertar. Entonces toma una decisión radical: separar al niño de su madre y exigirle que se aparte de ambos. Está claro que en un melodrama el instinto maternal tiene tanto poder como el sexual, lo que lleva a la madre a secuestrar a su hijo e iniciar una huida que la lleva de teatro en teatro y de ciudad en ciudad, mientras la policía se moviliza para iniciar una persecución que devuelva al hijo con el padre, a instancias de la denuncia de este. En ese largo camino lleno de riesgos y huidas precipitadas, la actriz llegará incluso a la prostitución para poder sobrevivir, aunque, al final, viendo el más que incierto camino que se abre ante ella, decide, en una secuencia extraordinaria en la que seduce al policía que la persigue, sin que este ni siquiera sospeche que es ella la fugitiva, devolver el hijo al padre.

         Con un cheque de 1.500$ que el marido le devuelve, tras malvender su patente, la cantante acaba en un albergue para mujeres sin hogar y, en una escena ambigua, en la que una mujer vieja y desgreñada le dice que no va a tener mañana porque al día siguiente piensa suicidarse, la protagonista le regala el cheque que le ha dado el marido y desaparece en un mutis que hace presagiar lo peor; pero eso ha de descubrirlo ya el espectador, no he de revelárselo yo.

         En todo caso, la película está enfocada al lucimiento exclusivo de la Dietrich, de quien Sternberg consigue planos extraordinarios, con iluminaciones indirectas de todo tipo, con tocados que le ocultan parcialmente el rostro, o, como en su primer número, cuando reinicia su carrera, emergiendo del disfraz de un orangután que ha causado cierto temor entre los asistentes al cabaret donde conocerá al joven millonario. La belleza de la actriz, aún no tan delgada como en épocas posteriores, su mirada seductora e incluso el toque masculino del frac blanco con que interpreta una canción, todo ello, se pone al servicio del estrellato de la actriz, quien le sacó una inmensa rentabilidad.

         La película usa la elipsis constantemente, pero ello nos alivia y nos permite centrarnos en esas imágenes de una calidad excepcional que, sin llegar, quizás, al lirismo detallista de Ophüls, crean un ambiente de glamur en el que la intérprete se mueve con absoluta soltura y propiedad. Herbert Marshall, por su parte, contribuye de un modo muy veraz a potenciar el melodrama, porque el nexo entre ambos, el hijo amado por los dos de un modo irracional, es lo que los une y separa al tiempo.

         Viejas películas de viejas épocas con viejos valores, pero un festival cinematográfico de primera magnitud.

«El beso de la muerte», de Henry Hathaway o la eclosión de Richard Widmark.

Cine negro de excelente calidad parcialmente lastrada por la moralina. 

Título original: Kiss of Death

Año: 1947

Duración: 94 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Henry Hathaway

Guion: Ben Hecht, Charles Lederer (Historia: Eleazar Lipsky)

Música: David Buttolph

Fotografía: Norbert Brodine (B&W)

Reparto: Victor Mature, Richard Widmark, Brian Donlevy, Coleen Gray, Karl Malden, Taylor Holmes, Mildred Dunnock.

 

         ¡Lo que me dan de sí mis carreras estáticas! No conocía esta cinta de Hathaway, autor excelente de obras como A 23 pasos de Baker Street , La hechicera blanca y Barreras de orgullo, que he criticado en este Ojo, El póker de la muerte, Sueño de amor eterno y, por supuesto, Niágara, con Marilyn Monroe, entre otras. Director muy versátil, tocó muchos géneros y todos ellos con una seguridad y un estilo que, aun no deparándole ningún sonado galardón, lo han colocado entre los favoritos del público, a fuer de recordado y visto. Cualquier película de Hathaway tiene una profesionalidad que roza la excelencia. Criado en el mundo del espectáculo desde niño, sus padres eran actores, pasó pronto a convertirse en auxiliar de Dirección, donde aprendió los fundamentos de su oficio junto a Victor Fleming y, sobre todo, con Josef von Sternberg, a quien asistió en La ley del hampa, uno de los primeros ejemplos del cine de mafias, criticada también en este Ojo y donde descubrí a Clive Brook, de quien también critiqué la única y notable película que dirigió.

         La historia de El beso de la muerte es ciertamente sencilla: un atraco fallido a resultas del cual un hombre ha de afrontar la cárcel, separándose de su mujer y de sus dos hijas, por quienes siente auténtica pasión. La policía le ofrece ventajas procesales si delata a los compañeros que lo acompañaron en el atraco y, sobre todo, si denuncia al jefe de la banda. El hombre se niega y pasa tres años en la cárcel. Le renuevan la oferta y  al final, accede, aunque el trato incluya que haya de subir al estrado para acusar al jefe, a quien el jurado, sin embargo, exculpa por falta de pruebas concluyentes, lo que deja al protagonista y a su familia expuestos a la venganza del jefe.

Victor Mature jamás ha sido un actor de mi predilección, a fuerza de su inexpresivo hieratismo y su escaso repertorio de emociones, aunque aquí destaca en la expresión de la angustia que le provoca la separación de sus hijas. Muy destacables son dos escenas: cuando las visita en una institución, porque consideraron a la madre poco idónea para educarlas y cuando, haciendo vida de delator reintegrado a la sociedad, escenifica una capacidad de seducción sexual que Coleen Gray, quien hace su debut como protagonista femenina, nos transmite con mucha gracia y delicadeza. Esta película tiene la fortuna de contemplar el debut de dos figuras de diferente dimensión, la propia Coleen Gray, de relativamente discreta carrera,  y quien devendría una superestrella de Hollywood: Richard Widmark, quien encarna al despiadado delincuente Tommy Udo, capaz de lo más atroz —atentos a una escena que ha pasado a la historia del cine como una de las de mayor crueldad jamás vista, mucho antes de que apareciera Tarantino en este mundo del séptimo arte— y cuya risa nerviosa, reflejo del sadismo del personaje, emparenta su personaje con el de Joker, de quien parece una prefiguración. Esa actuación no sirvió para encasillarlo en papeles de perturbado, como le ocurrió a Anthony Perkins tras roda Psicosis, de Hitchcock, y no tardó en mostrar una versatilidad enorme, lo que le deparó papeles del otro lado, el de la ley, o westerns tan famosos como El Alamo, entre tantos éxitos como consiguió a lo largo de una extensa carrera.

         La película mezcla con extraordinario oficio los momentos de tensión con los típicos del cine auténticamente negro, y de ahí el generoso uso del claroscuro para muchas escenas. La estética propia de los noir de los 40 tiene cabida en esta película: las gabardinas largas, los sombreros de ala ancha, los pantalones con pinza, los coches clásicos de las películas de gánsters, las celadas policiales y los errores impulsivos de los delincuentes mentalmente trastornados, como Udo. Al frente de la policía, un veterano, Brian Donlevy, el inolvidable doctor Quatermass o el protagonista de Los verdugos también mueren, de Fritz Lang. Esa solvencia en el reparto es lo que consagra esta película como una obra excelente, muy ceñida al desarrollo del caso y poco propensa a perderse en intermedios que nos apartan de la acción, salvo los necesarios para marcar el contraste entre la vida redimida del soplón y el peligro constante de ser asediado por quien busca venganza a toda costa: esas escenas familiares de quien quiere dejar atrás su turbulento pasado son un magnifico contrapunto a la sórdida relación entre Bianco y Udo, perfectamente ambientada en lugares públicos donde Udo humilla a quienes lo rodean, sean amantes o sicarios. La narración se ajusta escrupulosamente a la terrible decisión de convertirse en soplón, y esa condición de colaborador de la Justicia marcará al personaje a lo largo de la historia, que se convierte en una emocionante «caza del hombre» por parte del mafioso traicionado.   

         Se trata, pues, de una película marcada por el género al que pertenece y en el que destaca, si acaso, la aparición de un villano como hacía tiempo que no se veían en el cine negro; un villano entre refinado y demente que hará las delicias de cualquier aficionado al cine negro.

miércoles, 24 de marzo de 2021

«Réquiem por un sueño», de Darren Aronofsky o el descenso al infierno.

 


Los sueños, las drogas y la alienación: el cóctel deletéreo… 

Título original: Requiem for a Dream

Año: 2000

Duración: 102 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Darren Aronofsky

Guion: Darren Aronofsky, Hubert Selby Jr. (Novela: Hubert Selby Jr. )

Música: Clint Mansell

Fotografía: Matthew Libatique

Reparto: Jared Leto, Jennifer Connelly, Ellen Burstyn, Marlon Wayans, Christopher McDonald, Louise Lasser, Marcia Jean Kurtz, Janet Sarno, Suzanne Shepherd, Dylan Baker, Keith David, Peter Maloney.

 

         Ahora que de todo hace 20 años, y para según qué edades, 40, visito de nuevo esa terrible sala del infierno de las drogas y la alienación que describió Aronofsky con una caligrafía de vanguardia para la más terrible y antigua de las condenas: la adicción. Pi me deslumbró por lo que tenía de poesía de la obsesión; pero Réquiem por un sueño me clavó en el asiento del mismo modo que lo ha vuelto a hacer 20 años después. De hecho, cuando me senté a verla lo hice porque creí que no la había visto en su momento, pero en cuanto la madre se escondió de su hijo mientras este le robaba el televisor para venderlo, de modo que pudiera comprar su dosis de heroína, me llegó, como las olas de calor de julio, la ola de horror que he vuelto a contemplar con el mismo horror y la misma compasión para con sus protagonistas, especialmente para con la madre, la figura más trágica de todas. De hecho, hoy como entonces, he recordado la temporada en que mis propios padres consumían, a principios de los 60, unas píldoras para adelgazar, Maxibamato, que eran purita anfetamina, como las que la madre del joven drogadicto y aspirante a camello al por mayor consume para lograr meterse en el traje rojo que marca su plenitud vital, de modo que pueda ir como invitada al concurso de televisión del que es espectadora adicta hasta la alienación. Ayer, además, en El País, ¡ya es casualidad!, se anunciaba la inminente aparición de una traducción de cuentos del autor del relato, Hubert Selby Jr., quien, por problemas de tuberculosis y otras complicaciones acabó él mismo convertido en un drogadicto para evitar los terribles dolores de su enfermedad.

         La película cuenta una historia desgarradora de degradación individual por el consumo de drogas, pero lo hace con una técnica de filmación que genera un ritmo sincopado de planos que producen el mismo vértigo en los protagonistas que en los espectadores. La elipsis se erige como fundamento narrativo de la película y son relativamente pocos los momentos de narración realista que nos permiten sosegarnos y seguir un relato en el que esos momentos son algo así como el paraíso que los protagonistas van perdiendo: los momentos de esperanza que serán conmutados por el degradado presente que los irá alcanzando a todos de un modo brutal e inhumano, porque lo que todos pierden es su propia dignidad, al devenir un mero homúnculo que necesita la droga para subsistir, aunque en ese camino lo pierdan todo.

Ellen Burstyn tiene una actuación descomunal, en un papel de madre y televidente que no puede evitar, ¡con consejo médico!, caer en la adicción a las anfetaminas, algo que detecta el hijo en una visita en que le anuncia que le ha regalado un nuevo televisor, cuando advierte que se muestra hiperactiva y que le castañetean los dientes. Su dieta de adelgazamiento deviene una específica película de terror en la totalidad del relato, y en ella el frigorífico acaba adquiriendo una personalidad propia e inquietante que, gracias, al montaje de las secuencias, consigue un efecto terrorífico en la mente alienada de la madre. En este sentido, la película de Aronofsky consigue momentos de una intensidad especial y acierta de llena en la plasmación visual del infierno en que los protagonistas acaban cayendo, uno tras otro: la madre, el hijo, su novia y el amigo de ambos y socio en el tráfico. Hay otra película que, hasta la visión de la presente, me había parecido una de las aproximaciones más escalofriantes al mundo de la droga: Pánico en Needle Park, de  Jerry Schatzberg, con dos actores en estado de gracia: Al Pacino y Kitty Winn, pero he de reconocer que la presente no tiene nada que envidiarle. Las imágenes de degradación humana de los cuatro protagonistas son escalofriantes y se requiere un buen estómago para verlas sin alterarse o sin que sintamos, como en el caso de Funny Games, de Haneke, ambas, la necesidad de salir de la sala para evitarnos el horror.

La coartada de Aronofsky es el excelente trabajo de puesta en escena y de dirección de actores, además de algunas escenas hiperrealistas, como las de los electrochoques a la madre o la gangrena del brazo acribillado a pinchazos del hijo que nos ponen en el límite de lo que podemos aceptar como espectadores. De todos modos, nada que la propia realidad de ciertos vídeos de YouTube sobre la teratología no nos haya permitido ver casi de un modo natural.

Como en toda película que exhibe un proceso de degradación, está claro que el ritmo como progrese es determinante para lograr un clímax final que no apabulle a los espectadores. En este sentido, está claro que la figura metafórica escogida por el director para ponerle un desenlace poético a la trama nos supone una cierta relajación y una suerte de Viaje a la semilla que ya hemos visto en otros textos y películas. Pero el trayecto hasta ese final es acongojante y doloroso, pero realísimo. Todos tenemos cerca casos similares, y, aunque aquí están llevados al extremo, Aronofsky se las ingenia para, con un ágil encadenado de planos sintéticos, ahorrarnos la repetición doliente de las miserias humanas que nos describe.

Cuando ya acababa de verla, pasó por delante mi hija y, al ver lo que veía, solo me dijo una cosa: “¡Uf, a mí me traumó!” Lo cierto es que renuncié a preguntarle a qué edad la vio, pero está claro que como choque pedagógico para desmitificar las drogas esta película no tiene precio…

jueves, 18 de marzo de 2021

«Un gran reportaje», de Lewis Milestone y «Roxie Hart», de William A. Wellman o «la» sátira.

 


Dos screwball  ácidas tan modernas como el día en que se estrenaron: La primera versión de The Front Page y, para Kubrick, una de las 10 mejores películas que vio jamás: Roxie Hart.

 

Título original: The Front Page

Año: 1931

Duración: 101 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Lewis Milestone

Guion: Bartlett Cormack (Obra: Ben Hecht, Charles MacArthur)

Fotografía: Glen MacWilliams (B&W)

Reparto:  Adolphe Menjou, Pat O'Brien, Mary Brian, Edward Everett Horton, Walter Catlett, George E. Stone, Mae Clarke, Slim Summerville, Matt Moore, Frank McHugh, Clarence Wilson, Fred Howard, Phil Tead, Eugene Strong, Spencer Charters, Maurice Black, Effie Ellsler, Dorothea Wolbert.

 

Título original: Roxie Hart

Año: 1942

Duración: 75 min.

País:  Estados Unidos

Dirección: William A. Wellman

Guion: Nunnally Johnson, Ben Hecht (Obra: Maurine Dallas Watkins)

Música: Alfred Newman

Fotografía: Leon Shamroy (B&W)

Reparto:  Ginger Rogers, Adolphe Menjou, George Montgomery, Lynne Overman, Nigel Bruce, Phil Silvers, Sara Allgood, William Frawley, Spring Byington, George Chandler.

 

         El placer del cine acaba conmigo y es responsable, en parte, del lento progreso de mi obra literaria, pero confieso que veo películas que me impulsan, nada más haber visto el último plano, a venirme al ordenador y contribuir a que mis conciudadanos del mundo se apresuren a verlas para disfrutar como yo lo he hecho. Sin embargo, la primera, Un gran reportaje, la vi hace un año, más o menos, y no recuerdo por qué no hice su crítica, aunque quizás se debiera a ese soseras de Pat O’Brien que es, acaso, el único gran defecto de una película que, en conjunto, es mil veces superior a Luna nueva y a Primera plana, tanto cinematográficamente como desde el punto de vista de la ironía corrosiva que, en esta primera versión del clásico teatral de Ben Hecht, alcanza niveles de despiadada dureza y brutal cinismo al que no se acercan ni Hawks ni Wilder. La segunda, Roxie Hart, de Wellman —cuya biografía da para una película biográfica que nos recordara por qué lo apodaron Wild Bill…—, la acabo de ver ayer por la noche y, abriendo ahora este archivo para saber que tengo pendiente la crítica, ya no he podido resistirme y aquí estoy: deseando que todos los aficionados al cine la vean. Que figure en el puesto décimo de las mejores películas vistas por Stanley Kubrick algo querrá decir, ¿no?

         Ambas, además, cuentan con la inestimable firma del prodigioso Ben Hecht en la elaboración del guion, lo que las emparenta más allá de lo que en principio pueda parecer, porque ese estilo agresivo de las preguntas y respuestas cortantes e inmorales, la visión de unos medios periodísticos al servicio del sensacionalismo, no de la verdad, y la presencia de juguetes rotos sociales que sirven para satisfacer la sed de novedades de los lectores habituales de la prensa, cuando aún la televisión no existía, en el 31 y apenas tenía tres años de vida, en el 42, no se había hecho en exclusiva con las audiencias.

         Un gran reportaje nos cuenta lo mismo que ya nos contaron Hawks y Wilder, pero la manera de contarlo de Milestone, con un blanco y negro muy contrastado, de auténtico cine negro, y unos planos en los que los contenidos de la puesta en escena, detalle accesorios como los calendarios precódigo Hays, por ejemplo, incluidos, la descripción de los periodistas en un lugar de trabajo marcado por sus rutinas y un movimiento de la cámara que consigue un ritmo narrativo insólito para desarrollarse la acción en espacios cerrados y tan opresivos, consigue llevarnos a través del desarrollo de la historia con una agilidad incomparable. El propio arranque de la película, con la prueba de carga de la horca para la ejecución y el encuentro entre uno de los ejecutores y los periodistas de la sala de prensa nos indican, claramente, cuál ha de ser el tono de la comedia. De igual manera, la presentación del antagonista por excelencia, el implacable director del Diario donde trabaja Hildy, Walter Burns, con un trávelin excelente en la infraestructura del diario, buscando a sus matones para que encuentren al periodista perdido, crean ya un tono que no decaerá en toda la película, antes al contrario irá ganando interés a medida que avance la trama. Si Pat O’Brien es, prácticamente, un estorbo, la aparición de Adolphe Menjou y, en la sala de prensa del «remilgado» Edward Everett Horton, uno de los grandes actores del cine, y curioso director no acreditado de The Dad’s Choice, elevan el nivel del reparto, junto con los otros periodistas, acabados retratos de la frivolidad y el cinismo, a una excelencia que, en eso sí, está muy cerca de las otras versiones posteriores, porque la categoría de los actores y actrices de los que se ven en el cine usamericano es proverbial. El juego de primeros planos, de contra planos, de picados y contrapicados con que se desenvuelve Milestone en la sala de prensa del penal donde ahorcarán al acusado es un repertorio que consigue ese ritmo narrativo ágil y, en algunos momentos, vertiginoso, del que hablaba, sin mencionar esos encuadres con profundidad de campo que nos muestra la ciudad recortada, a lo lejos, por la ventana. El ritmo con que se interrumpe el plácido esperar de los periodistas cuando Williams se escapa, es una sucesión de primeros  planos,  de travelines y de zooms que parece dispararlo todo hacia un crescendo que atrapa al espectador como si nunca hubiera visto esa historia de la que ya se contabilizan cuatro versiones cinematográficas, aunque, a mi modesto parecer, ninguna tan vitriólica como la presente de Lewis Milestone, a pesar de Pat O’Brien, por supuesto, aunque también él se supera a sí mismo en el rush final de la película…

         Roxie Hart comparte con la anterior una visión nada favorable de la prensa, pero en este caso se suma un abogado, Adolphe Menju, que orquesta toda una representación emotiva para impedir que su clienta pueda ser acusada del asesinato que sí cometió.  La película es, toda ella, un largo flash back contado por un periodista que echa de menos aquellos reportajes y personajes de los años 29 y 30, tras el crack de la Bolsa, es decir, la historia contada en Un gran reportaje. Encabezando el reparto, junto a Adolphe Menjou, aparece Ginger Rogers en un papel de pizpireta bailarina, simple como una veta de tocino, pero llena de encanto físico y con una aptitud soberbia para el baile, del que ofrece dos muestras espectaculares en la película, aunque no sea un musical, sobre todo el número individual montado en las escaleras, en el más puro estilo de los bailes de Fred Astaire con objetos cotidianos, a los que era tan aficionado.

         En el apartamento que ocupa con su marido, alguien es asesinado. El marido se ofrece como culpable en defensa propia. Más tarde se entera de que su mujer lleva una doble vida como bailarina y entonces la acusa a ella de haberlo cometido. Su empresario y un periodista ven un gran negocio en una actriz sometida a un proceso popular que le dará un renombre del que, después se pueden beneficiar. Y aquí es donde entra el más «tramposo» de los abogados imaginables, un Menjou en plena posesión de sus facultades interpretativas para llevar adelante un «caso» que convertirá poco menos que en un folletín, maternidad e la prisionera incluida antes de llegar a la sala donde se celebrará el más esperpéntico de los juicios que haya visto en el cine.

         La película es una comedia cruel e irrespetuosa, una comedia negra en la que prácticamente no hay secuencia con unos diálogos corrosivos o gags tan impecables como el de la lucha de dos internas que soluciona expeditivamente la guardesa de la prisión donde la protagonista aguarda el juicio.

         Llama la atención, ¡y muy poderosamente!, la capacidad del cine usamericano para conseguir estos retratos sociales de la sociedad usamericana que, sin lugar a dudas, han contribuido poderosamente a cimentar sus valores democráticos y su proverbial libertad de expresión. La ultima parte de la historia de Roxie, las sesiones del juicio, constituyen una auténtica obra maestra de la comedia, y no pierdan los espectadores el giro irónico final, cuando el narrador regresa del flashback a la actualidad y se nos ofrece el verdadero desenlace de la historia de Roxie…

         ¡Menudo programa doble, este de Milestone y Wellman, dos directores infravalorados respecto de las grandes estrellas que todos conocemos y cuyas películas admiramos! Prepárense para ver dos películas de 90 y 79 años más jóvenes, dinámicas y creativas que el 90% de los estrenos que puedan ofrecernos hoy las salas de cine. Les recuerdo a los espectadores que Roxie Hart es la segunda  versión de una obra de Maurine Dallas Watkins, Chicago, de la que se había rodado una versión muda en 1927, antes de  que se convirtiera en musical de la mano de Bob Fosse, versionado después en el cine por Rob Marshall, y galardonada con seis Oscar. Y, sin embargo, esa versión de Marshall es más que notablemente inferior a esta película de uno de los grandes del cine, Wild Bill A. Wellman.

miércoles, 17 de marzo de 2021

«Crack-Up», de Irving Reis un «thriller» en el mundo del arte.

Excelente guion para una trama sobre falsificaciones y robos de obras de arte, con un crítico de arte como insólito protagonista. 

 

Título original: Crack-Up

Año: 1946

Duración: 93 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Irving Reis

Guion: Fredric Brown, John Paxton, Ben Bengal, Ray Spencer

Música: Leigh Harline

Fotografía: Robert De Grasse (B&W)

Reparto: Pat O'Brien, Claire Trevor, Herbert Marshall, Ray Collins, Wallace Ford, Dean Harens, Damian O'Flynn, Erskine Sanford, Mary Ware.

 

         De Irving Reis ya hablé en la crítica a su espléndida adaptación cinematográfica de una obra de Arthur Miller, y decía lo cómodo que se siente uno con directores que estando en un segundo plano respecto de las grandes estrellas reconocidas nos ofrecen películas de la misma categoría y sin tanta devoción babeante de feligreses militantes. Crack-Up, que podríamos traducir por «Colapso» o, más expresivamente por «¿Me estoy volviendo loco?» es un thriller muy singular, porque en vez de fijarse en el hampa y alrededores se centra en el mundo del arte y de los museos, y tiene a un crítico y conservador del museo como protagonista-detective de una trama en la que se ve envuelto por su escrupulosidad académica. El papel le cae algo grande a Pat O’Brien, demasiado inexpresivo y envarado, pero poco a poco se hace con las riendas del personaje y seguimos sus peripecias con indudable interés.

         La película tiene un comienzo muy abrupto, porque un hombre, aparentemente desesperado o borracho o pendenciero entra en un museo tambaleándose y tropieza con una estatua a la que le arranca un apoyo antes de caer tendido en el suelo y ser apartado por un celador instantes antes de que la estatua clásica caiga justo a su lado, lo que probablemente hubiera acabado causándole la muerte. La policía insiste en arrestar al hombre, pero los miembros de la Junta Directiva del Museo, que estaban celebrando una sesión lo reconocen e interceden por él, porque ha de haber una explicación para un comportamiento tan insólito.

         Comienza, entones, un flashback que nos pone en antecedentes de lo que puede haber pasado. El crítico aparece dando una de sus lecciones de arte a los visitantes, comparando tendencias y pontificando respecto de las tendencias artísticas. Así, asistimos a una comparación entre El ángelus, de Millet y una burda imitación de un cuadro de Salvador Dalí, quien desde 1940 hasta 1948 tuvo una notable presencia en la vida usamericana. Lo curioso, además, es que los guionistas hayan querido contraponer a Millet con Dalí, cuando ese cuadro, El ángelus, era el favorito de Dalí. Durante esa clase magistral un asistente, con aire de artista bohemio francés protesta airadamente contra el desprecio del crítico, pero es sacado de la sala entre abucheos.

         Poco después, cuando el crítico manifiesta su interés en analizar concienzudamente la autoría de un cuadro del museo, recibe una llamada telefónica que le avisa de la súbita enfermedad de su madre. Coge el tren y, en unas escenas de brillante realización, ve en una curva venir hacia él la potente luz de una máquina de otro tren que acaba impactando contra el suyo, e inmediatamente después, lo único que recuerda es su irrupción violenta en el museo.

         Con el aval del director del museo, el crítico no es detenido y se retira a su apartamento, para recuperarse. Eso sí, el Consejo que dirige el museo decide prescindir de sus clases magistrales que, sin embargo, tanto público atraían a la institución.

         A partir de ese momento, liberado de sus obligaciones, no va a tener otro afán que tratar de reconstruir lo que sucedió y cómo ha sido posible que él no haya sufrido el accidente ferroviario que sufrió. Si en la primera parte, como crítico displicente y encumbrado estaba algo insoportable, Pat O’Brien, en la segunda parte, revestido de investigador privado, mejora su interpretación y, desde que la policía lo acosa por haber descubierto una posibilidad de fraude en los cuadros del museo, los espectadores seguimos con expectación sus andanzas. A ese respecto,  escenas como la de la trampa en el Museo, tras un asesinato del que resulta ser el primer sospechoso, la escena en la casa de apuestas y las tensas del buque donde descubre el contrabando de obras falsas, son muy meritorias; pero es la propia investigación de su accidente, con una repetición de sus movimientos desde que compra el billete que le confieren a la escena un aire de película surrealista, por la comparación constante entre uno y otro viaje, una atmósfera plenamente onírica que más tarde se resolverá en relación con la participación del crítico en la Segunda Guerra Mundial.

         Como se aprecia, la película tiene no pocos alicientes. Claire Trevor, que hace de periodista y novia «eterna» del bachelor renuente al matrimonio, quien está en conversaciones con un amigo inglés para colaborar con él profesionalmente. Se trata de Herbert Marshall, nada menos, uno de los grandes «elegantes» carismáticos del cine. Ambos pretenden disuadir al crítico de lanzarse a una investigación insensata, pero ella colaborará con él en cuanto pueda.

         Como hay un juego de personalidades fingidas, me abstengo de dar más pistas, para dejar que el espectador se lleve las mínimas sorpresas correspondientes a la trama. En todo caso, se trata de una película próxima a la serie Be, pero muy bien narrada por Reis, quien no desdeña ninguno de los recursos tópicos de las películas policiacas para mantener el suspense de los espectadores, quienes ven las amenazas al protagonista incluso entre sus más allegados…Véanla, merece la alegría de su ajustado metraje.