sábado, 28 de noviembre de 2020

«Gambito de dama», de Scott Frank, o la genialidad como incierta defensa psicológica.

 

Entre el cuento de hadas gótico y la forja de la fortaleza de una superviviente accidental.

 

Título original:  The Queen's Gambit aka

Año:  2020

Duración: 420 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Scott Frank (Creador), Allan Scott (Creador), Scott Frank

Guion: Scott Frank (Novela: Walter Tevis)

Música: Carlos Rafael Rivera

Fotografía: Steven Meizler

Reparto: Anya Taylor-Joy, Thomas Brodie-Sangster, Bill Camp, Harry Melling, Isla Johnston, Moses Ingram, Chloe Pirrie, Janina Elkin, Marielle Heller, Marcin Dorocinski, Patrick Kennedy, Matthew Dennis Lewis, Russell Dennis Lewis, Rebecca Root, Christiane Seidel, Millie Brady, Akemnji Ndifernyan, Eloise Webb, Murat Dikenci, Alexander Albrecht, Tatsu Carvalho, Michel Diercks, Rebecca Dyson-Smith, Reda Elazouar, Sam Gilroy, Hubertus Grimm, Charlie Hamblett, Madeline Holliday, John Hollingworth, Tim Kalkhof, Raphael Keric, David Masterson, Steffen Mennekes, Alberto Ruano, Kyndra Sanchez, Sarah Schubert, John Schwab, Ricky Watson, Martin Müller.

 

         Socialmente parece que hemos recibido esta serie como una demostración pueril de que “el ajedrez ayuda a triunfar”, del mismo modo que en la dictadura se quiso convencer al pueblo de que “un libro ayuda a triunfar”. No sé si aquella campaña logró aumentar la venta de libros; pero esta serie ha conseguido que se acaben en los almacenes los juegos de ajedrez, no, sin embargo, los muchos libros necesarios sobre él que son indispensables para conseguir ser un “modesto” jugador de ese juego desquiciante. Lo que sí deseo es que no corra la misma suerte el consumo de antidepresivos, está claro…

         Hemos de distinguir en esta serie dos elementos muy marcados: por un lado, la frágil e hipercompleja circunstancia personal de una niña, cuyo origen, además, no se desvela hasta casi el final de la película, razón por la cual pondré un candado en mis falangetas; y, por otro, el envoltorio formal de la producción: cuidadísimo. A mi modo de ver, el hecho de que se trate de una miniserie con solo siete capítulos de una hora de duración, permite verla, a razón de dos capítulos diarios. y una generosa propina en la última sesión, en tres días consecutivos, lo que recomiendo fervientemente, porque la serie no es episódica, sino que tiene una continuidad narrativa propia de una película que se ha querido alargar mediante una generosa descripción de ambientes, de cuidados dibujos de los personajes y de una morosa fase infantil de la protagonista que, gracias a la soberbia interpretación de Isla Johnston, se convierte poco menos que en lo mejor de la película, sin desmerecer con ello el trabajo excelente de la protagonista, Anya Taylor-Joy, capaz de la mirada más tenebrosa y de la sonrisa más dulce. La vida de la niña gira en torno a dos hechos que se producen en el arranque de su vida, tras ser internada en un orfanato después de sobrevivir a un accidente de coche en el que ha muerto su madre: la adicción a los ansiolíticos y, por aburrimiento, el gran descubrimiento de su vida: el ajedrez, del que el encargado de mantenimiento del orfanato es un adicto. ¿El resultado?, la suma de dos adicciones: el reto intelectual del juego y la necesidad de una tranquilidad psíquica que, enseguida, ella asocia a la lucidez con que puede desarrollar las estrategias del juego. Las imágenes invertidas, en el techo, de la coreografía de las piezas sobre el tablero es uno de los grandes aciertos de la película, sin duda, aunque esta está llena de ellos. Particularmente, como jugador aficionado que fui en un club de Gracia, allá por los 80, me parece que lo que va a calar en la sociedad es más la estilizada capacidad de triunfar de la protagonista que el amor al estudio del juego y la obsesión por el perfeccionismo que guía a cualesquiera que están «dotados» para el juego. La comparación con la música sería lo más apropiado. En este sentido, la película, que ha sido asesorada por Garri Gaspárov -¡inolvidable su rivalidad con Anatoli Kárpov!- refleja muy adecuadamente, aunque con algún exhibicionismo simpático, como el campeón de estilo cowboy, el mundo cerrado de quienes no tienen entre ceja y ceja más que aperturas, cierres y desarrollos de partidas que almacenan como otros almacenan recuerdos autobiográficos con pelos y señales.

         Destaca, desde el inicio, la vertiente estilizadísima de la puesta en escena, que incluye detalles como el propio vestuario de la protagonista que, en una competición oscariana se llevaría el premio, sin duda. Solo hay que reparar, por ejemplo, en la puesta en escena casi gótica del orfanato, y en el cambio de decoración que sufre su casa cuando, después de ser adoptada, su madre adoptiva muere sorpresivamente en el transcurso de un torneo en el que participa. A todo ello le acompaña un deslumbrante repertorio de planos, sobre todo primeros planos, explotados con una habilidad extraordinaria, gracias a la capacidad de comunicación de sus estados íntimos de la protagonista, y de secuencias rodadas con una poderosa sensibilidad, aunque en algún momento resulten incluso predecibles, pero eso cae ya del lado de la veteranía de los espectadores. No me malinterpreten, sin embargo, porque la serie va desgranando poco a poco los diferentes motivos dinámicos de la historia, y muchos de ellos, como el de la adopción, están tan bien plasmados que, aun formando parte de la película, bien hubieran dado de sí para convertirse en una película individual. El personaje de la madre adoptiva, interpretado por una exquisita Marielle Heller, es, también, uno de los grandes aciertos de la serie, toda ella, como ya se va viendo, un dechado de buen hacer. La historia del encuentro de esas dos mujeres que vienen de mundos cuya conexión se les escapa: la música y el ajedrez, nos depara un retrato ácido de dos personajes unidos por el dolor, la devastación y el consumo de drogas que permitan sobrellevar dicho destino adverso; porque, más allá del triunfo que refuerza la insolencia y la propia autoconfianza, el desgarro que produce en las personas el vacío, la incomprensión de sus circunstancias y saberse víctimas del destino, sobre todo en el caso de Beth, la protagonista, basta para sentirse absolutamente desamparado. Ya he dicho, por lo que he leído, que la serie ha sido tomada por el lado de lo anecdótico, el triunfo y el glamour a él asociado; pero la película nos cuenta la historia de una persona víctima de un destino cuyos orígenes, propiamente la búsqueda de ellos, la atormentará durante buena parte de la vida que se cuenta en la película, a través de un flash-back de muchas horas. La recreación del mundo de los 50 y 60, con la perfección propia de las series inglesas en el lado de la ambientación esmeradísima, me ha recordado la recién vista Endeavour, y cómo a través de los capítulos de la serie va cambiando la realidad británica desde finales de la Segunda Guerra Mundial hasta los años 70.

         Tenemos heroína, sí, y en cierta forma, un cuento de hadas sobre cómo se llega a la cima del ajedrez mundial desde un orfanato en Kentucky; pero esa es la parte superficial del asunto; la difícil y enrevesada personalidad de la protagonista, sin embargo, discurre, como su iniciación en el juego, por los sótanos de un alma destrozada por la ignorancia y el desamparo, y no todo es tan sencillo como el mero desconocimiento de sus propios orígenes, como el desenlace de la película pone de manifiesto. Una personalidad sin sólidos anclajes en el afecto,  crecerá siempre hacia el delirio y la entropía, de ahí el complicado camino que ha de recorrer Beth Harmon no tanto para ser ella mismo cuanto para deshacerse de quien ha llegado a ser porque no sabía quién era. Un difícil equilibrio entre la construcción y la autodestrucción de sí misma que encandilará, como ya hay pruebas estadísticas de ello, a cualesquiera espectadores, sean o no aficionados al ajedrez; sean o no aficionados a la música; sean o no aficionados al psicoanálisis… ¡Que la disfruten”.

viernes, 27 de noviembre de 2020

Los viajes de Sullivan» y «El milagro de Morgan Creek», de Preston Sturges, el elogio de la comedia terapéutica.

 

El arriesgado elogio de la comedia de “evasión” y los peligros sorteados de la comedia alocada. 

Título original: Sullivan's Travels

Año: 1941

Duración: 90 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Preston Sturges

Guion: Preston Sturges

Música: Leo Shuken, Charles Bradshaw

Fotografía: John F. Seitz (B&W)

Reparto: Joel McCrea, Veronica Lake, Robert Warwick, William Demarest, Franklin Pangborn, Porter Hall, Eric Blore, Robert Greig, Jimmy Conlin, Ray Milland.

 

Título original: The Miracle of Morgan's Creek

Año: 1944

Duración: 98 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Preston Sturges

Guion: Preston Sturges

Música: Leo Shuken, Charles Bradshaw

Fotografía: John F. Seitz (B&W)

Reparto: Eddie Bracken, Betty Hutton, Diana Lynn, William Demarest, Porter Hall, Emory Parnell, Al Bridge, Julius Tannen, Victor Potel, Brian Donlevy, Akim Tamiroff, Joe Devlin, Nora Cecil, Eddie Hall, Georgia Caine, Esther Howard, Hal Craig.

 

 

         Preston Sturges, a pesar de su relativamente corta obra, es uno de los grandes creadores de la comedia usamericana junto a autores como Capra o Wilder, más jóvenes que él. Sturges era un guionista de éxito, muy cotizado, que pasó al campo de la dirección para que no le estropearan sus guiones, precediendo a autores como Wilder o Huston. Y así comenzó una carrera de éxitos entre los cuales figuran estas dos películas sobre las que escribo hoy, pero todas sus obras tienen un marchamo de calidad que las equipara y hace inconfundiblemente suyas desde la primera que dirigió: El gran McGinty, en la que la crítica social y política tiene un peso decisivo. Sturges tenía predilección por lo que se llama la screwball comedy, la comedia alocada, uno de cuyos máximos exponentes es La fiera de mi niña, de otro gran genio de la comedia: Howard Hawks. Los viajes de Sullivan podría entenderse, al viejo estilo hermenéutico, como una “película de tesis” ejemplarmente desarrollada: Un autor de comedias sufre una crisis de responsabilidad social y decide dirigir una película en que se muestre el sufrimiento humano para conmover a los espectadores y lograr cambiar la sociedad para conseguir un mundo mejor. ¿Qué sabe él, sin embargo, del sufrimiento de los pobres? Nada. ¿Solución? Hacerse pasar por uno de ellos, convivir con ellos, empaparse de sus desgracias y narrar, después, desde la experiencia. Los compromisos con los estudios lo obligan a admitir ciertas condiciones que  desnaturalizan totalmente su “noble” intento, caricaturizándolo de un modo cruel y esperpéntico. La acidez crítica de Sturges, perfectamente entendido por un actor, Joel McCrea, en estado de gracia, consigue que un a idea disparatada se convierta en un perfecto retrato de las miserias humanas. En esas idas y venidas al y del mundo de la miseria, volverá en una de ellas, con una aspirante a actriz, la consagración de Veronica Lake, con quien acaba formando un dúo de vagabundos de opereta que redobla el interés de la infatuada aventura del director: un experto en hacer reír reconvertido en un aspirante a hacer llorar… La trama estállenla de episodios magníficos que acabarán llevando al protagonista a un severo penal donde, reprimido por el alcaide con la mano dura del terror de sus castigos, acabará enterándose de que “se ha suicidado”… Es un clásico, pero como es en blanco y negro imagino que miles de jóvenes han rechazado asomarse a la pantalla para, siquiera por curiosidad, saber de qué va una de las grandes comedias del cine. Ahí les estará esperando con un humor irreverente y unos gags magníficos que en modo alguno pueden ni siquiera compararse con las bobadas que, hoy en día, quieren hacernos pasar por comedias. La obra es, en el fondo, una apología de la comedia, y creo que la mejor que se haya rodado nunca, porque lo que era una película de tesis, confirma esta de modo irrefragable. Las interpretaciones son vitales para poder transmitir la carga corrosiva, y a menudo ingenua, que hay en el guion. Por ello, Sturges recurre a secundarios que aparecen una y otra vez en sus películas, porque le «garantizan» la comicidad con unos recursos tradicionales ya en las películas mudas. Es el caso, por ejemplo de William Demarest, que tiene en El milagro de Morgan Creek un protagonismo evidente y magnífico.

         El milagro de Morgan Creek es un ejercicio de cine funambulista, típico de un autor que roza constantemente la inverosimilitud para construir una historia en la que, a fuera de disparates argumentales, acaba dando forma a una crítica del cinismo social muy considerable, por más que se manifieste, como digo, en pequeños detalles. El motivo dinámico de la narración es la salida nocturna de una joven empleada en una tienda de discos para despedir a los jóvenes soldados que marchan al frente al día siguiente. La complicidad de su joven enamorado, quien sabe que no puede competir con nadie por el amor de la protagonista, de quien está enamorado desde que ambos eran niños, permite la salida, burlando el control de un padre policía que vela por la «integridad» de su hija, a pesar de que la sabihonda hermana pequeña es una convincente aliada de la mayor contra su doble «autoridad». El caso es, y así arranca la película, que la joven queda embarazada y casada sin que se sepa quién es el marido y padre de la futura criatura. El título mismo de la película, con la inclusión de la palabra «milagro» para referirse a una concepción «sin padre conocido» era, en 1944, un atrevimiento transgresor descomunal. Es decir, que la película se ha de ver teniendo presentes los estándares morales de aquellos años, no los actuales, porque, desde estos, el edificio entero de la película se derrumba como una «tontería» infumable. Construir, por lo tanto, con esos delicados mimbres una historia en la que prime el buen humor es un desafío muy notable. Reconozco que algunos de los recursos slapsticks de la película, por manidos, ni nos inmutan, pero otros, de más calado, como la flojera de piernas del “soldado” novio de la chica ante el juez que los casa o el del regreso de la fiesta de la joven, tras haberle abollado el coche a su cómplice, son estupendos. El contraste de las hermanas y la relación de ambas con el severo padre autoritario depara también muy buenos momentos, sobre todo por la excelente interpretación de la hermana menor, Diana Lynn, de exitosa carrera posterior. La puesta en escena de estudio,  en un pequeño pueblo perdido en el inmenso «continente» usamericano, facilita mucho la labor de recreación de ese «microcosmos» que se altera cuando la noticia de lo sucedido alcanza una difusión nacional y se convierte en un «imperativo ético» camuflar socialmente  la situación. He de reconocer que el protagonista, Eddie Bracken, contribuye notablemente a que el disparate argumental se encauce por unos terrenos realistas que les permitan a los espectadores seguir con interés la trama en busca del desenlace; pero no es menos cierto que representa un papel que Jerry Lewis hizo suyo con muchos mejores recursos. Aquí da la talla, desde luego, porque ser el indesmayable enamorado de quien ni siquiera se percata de tu presencia es algo ciertamente difícil, y él lo escenifica a la perfección. De hecho, Jerry Lewis, como ya dije en la crítica de Yo soy el padre y la madre, representa ese papel en la versión muy libre y musical que hizo Frank Tashlin de esta historia de Sturges. Con sus enormes aciertos y sus mínimas debilidades, es este un programa doble que satisfará a cualesquiera espectadores dispuestos a disfrutar con los primeros y a ser tolerante con las segundas.

lunes, 16 de noviembre de 2020

«Kuhle Wampe» (“Estómago vacío”), de Slatan Dudow, con guion de Bertolt Brecht

 

Cine comunista militante en 1932, un año antes de la llegada de Hitler al poder. Denuncia social y optimismo histórico a partes iguales… 

Título original: Kuhle Wampe oder: Wem gehört die Welt?

Año: 1932

Duración: 74 min.

País: Alemania

Dirección: Slatan Dudow

Guion: Bertolt Brecht, Ernst Ottwald

Música: Hanns Eisler

Fotografía: Günther Krampf (B&W)

Reparto: Hertha Thiele, Ernst Busch, Martha Wolter, Adolf Fischer, Lili Schoenborn-Anspach, Max Sablotzki, Alfred Schaefer, Gerhard Bienert, Martha Burchardi, Carl Heinz Charrell, Helene Weigel.

 

         Por pura chiripa de otras investigaciones de tipo literario, me he tropezado con esta película de 1932 avalada por la autoría del guion, del autor de La ópera de los tres reales, Bertolt Brecht y por la descripción que en ella se hace de lo que se conoció en su momento como «los campamentos del hambre», donde vivían todos aquellos cuantos eran expulsados, por el paro y la indigencia, de la ciudad de Berlín. La película, adscrita al realismo socialista, si bien con una técnica de objetivación para evitar la lectura «sentimental» de la historia, comienza con el recorrido diario de los jóvenes en busca de un trabajo que no encuentran, a pesar de recorrer en sus bicicletas la ciudad. Recriminado por su padre por el hecho de no «aportar» nada al hogar familiar, el hijo adolescente decide suicidarse. Se quita el reloj y se lanza por la ventana desde un piso elevado del edificio donde vive. El único comentario que se escucha en el corro de curiosos es el de «un parado menos». La situación social en Alemania, a pesar de la tímida recuperación que se había producido por la superación de la hiperinflación, era una auténtica olla a presión, que acabó estallando del modo mas inesperado: con la llegada de los nazis al poder. En la película se advierte el entusiasmo de la clase obrera alemana frente a la adversidad, y se trazan dos retratos muy opuestos: el de los «derrotados» que se ahogan en alcohol y el de los jóvenes que, a través del deporte y de la vida sana, serán quienes «conquisten el futuro».

         La película no esconde una voluntad militante casi didáctica y no duda en potenciar determinados valores que se simbolizan en el himno Solidaritätslied, de Ernst Busch, con su clásico Vorwärts, «¡Avanza!», el estribillo de la canción que era, curiosamente,  la cabecera del diario del SPD, y que se canta  como broche de oro de unas competiciones deportivas llevadas  a cabo por la juventud de los campamentos. Los juegos deportivos de las juventudes entusiastas suponen un ejercicio de realización fílmica muy notable y pretenden reflejar – e insuflar en los espectadores- esa suerte de optimismo histórico en la «misión renovadora» de la sociedad que tenía la sana juventud comunista, tan llena de esperanza y de ideales como ignorante de las fuerzas oscuras que estaban trabajando, históricamente, para que un energúmeno mesiánico como Hitler llegara al poder apenas un año después de la filmación de esa inyección de optimismo a partir de la degradación económica de la clase obrera.

Esa objetividad que se busca roza en buena parte del metraje con el espíritu documental, aunque las técnicas de montaje soviéticas sirven para contraponer imágenes que refuerzan el discurso ideológico, como cuando el ocioso padre de familia está leyendo en el periódico las aventuras de la espía Mata-Hari y la mujer está haciendo cuentas en la libreta de lo que cuestan los alimentos básicos que necesitan para sobrevivir.

         La hija de la familia, que se queda embarazada y se encuentra con la sorprendente negativa de su novio a comprometerse con ella, se ve en la necesidad de abortar, porque ella sola no puede hacer frente al embarazo y a aportar una nueva carga a la familia que ya ha sido desahuciada de su piso y se ha visto obligada a trasladarse a los campamentos del hambre, en los bosques de la ribera del lago Müggelsee. El camino de la joven hacia el médico está jalonado por imágenes de bebes usados por la publicidad de marcas de sobra hoy conocidas, como Nivea o Nestlé, un ritmo frenético de impresiones subjetivas que chocan dialécticamente con la decisión firme de la joven, en cuyos sentimientos hacia su novio indeciso no parece influir tal decisión, y esa fue una de las razones, entre otras, que condujeron a prohibir la película durante nueve meses, aunque luego fue autorizada su exhibición.

         La película, desde su comienzo, tiene muchas virtudes fílmicas, y se le han de reconocer, sobre todo porque nos ofrece un visión de la época ultrarrealista y podemos hacernos una idea muy cabal de lo que supuso el final trágico de la República de Weimar, que aquí se escamotea, porque no se trataba de hacer un discurso derrotista, sino optimista y esperanzador para quienes sufrían una realidad tan adversa como la existencia en esos propios campamentos. Vista hoy, está claro que peca de ingenuidad por os cuatro costados, pero no deja de tener, como digo, un alto valor documental. Los planos del barrio obrero, muy probablemente el del barrio de Neuköln, al suroeste de la ciudad, al otro lado del aeropuerto Templehof, que era, como se ve en la película, un laberinto de casas de seis pisos. La gente los llamaba Mietkasertnen, cuarteles de alquiler, por su color gris y su aire de fortaleza. Y no faltan ni siquiera los viejos veteranos de guerra que, para ganarse la vida, tocaban piezas musicales en los patios de vecinos, con la esperanza de sacar algunos céntimos con los que subsistir.

         El núcleo ideológico de la pieza se reserva, sin embargo, para una escena muy teatral en el tren que lleva a la ciudad y que, al parecer, dirigió el propio Brecht. Es lo más brechtiano de la película y adquiere la importancia de esas reflexiones propias del autor, porque, tomando como pretexto una noticia sobre la quema de excedentes de café en Brasil para poder mantener los precios, la discusión entre los pasajeros deriva hacia una dialéctica inevitable entre mantener el statu quo o transformar la sociedad de arriba abajo. Y todo acabó como ya sabemos…

Nota bene: La película se encuentra en YouTube, pero en Alemán. También se halla la escena final con subtítulos en inglés.

viernes, 13 de noviembre de 2020

«Travesía peligrosa», de Joseph M. Newman, una sorpresa en el ancho mundo del suspense…



Plantada en la noche de bodas por un heredípeta, en un trasatlántico y sola frente a la locura de no ser creída: Un tour de force interpretativo de Jeanne Crain.

 

Título original: Dangerous Crossing

Año: 1953

Duración: 75 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Joseph M. Newman

Guion: Leo Townsend (Historia: John Dickson Carr)

Fotografía: Joseph LaShelle (B&W)

Reparto: Jeanne Crain, Michael Rennie, Max Showalter, Carl Betz, Mary Anderson.

 

         Que YouTube es una suerte de cofre de tesoros para los aficionados al cine solo hay que verlo en la cantidad de películas que, ignoradas por casi todos, se nos ofrecen como un terreno virgen en el que explorar rincones poco o nada frecuentados. La producción usamericana de los 30  y 40 fue tan febril, se trabajaba tan a destajo, que incluso muchos productos de los filmados “en serie” acaban dándonos, muchos años después, muy gratas sorpresas.

Eso me ha sucedido con esta película en la que recalé tras haber destacado el trabajo de la protagonista en Pinky, de Elia Kazan. Llegué a ella y desde la primera toma en la que la cámara baja rodeando parte del escenario hasta acercarse a la protagonista que espera en el muelle la llegada de su marido para embarcar en el buque que les lleva, tras su boda, a su destino, a partir de ahí, tras separarse mínimamente al acceder por la escalera al interior del buque, el matrimonio se instala en su camarote y él se acerca al bar donde espera que ella, tras cambiarse, se reúna con él. Ella llega al bar, pero no encuentra a su marido. Y ya no lo va a encontrar hasta el desenlace.

En efecto, se trata de una película de intriga o suspense -según se mire desde el punto de vista del realizador o del espectador- que obliga a la protagonista a adueñarse de la cinta, porque son muy pocos los planos en los que ella no está siempre presente, y tratar de superar lo que acaba intuyendo que pretenden hacer con ella: convencerla de que está loca y que es una ficción todo lo relativo al marido y a su embarque en el buque con él. Suerte que la expresión de ciertos rostros, entre conchabadas y malignas, le permiten al espectador agarrarse a ellas, como a un clavo ardiendo, para saber que el calvario que va a pasar la protagonista es una obra concienzuda de expertos y deleznables malhechores que urden toda la trama como una red en la que la mujer, para su desesperación, ha caído con total inocencia.

A poco de iniciarse la travesía, el buque entrará en un persistente banco de niebla que convierte las escenas rodadas en los diferentes exteriores del buque en lo más parecido al fantasmal Londres del smog, lo cual, unido a la tétrica sirena que alerta de la presencia del buque en ella y que se convierte poco menos que en un elemento fundamental de la banda sonora de la película, se logra crear una atmósfera entre el suspense y el terror muy conseguida. Dada la situación, la mujer no tiene billete ni pasaporte ni nada que acredite que tiene derecho a estar donde está, aunque al final sí que se encuentra su equipaje, si bien en un camarote distinto del en que ella insiste que entró con su marido, antes de que este «desapareciera», el capitán del buque encarga al doctor, el apuesto secundario Michael Rennie, una cara popularísima para cualquier espectador, que cuide de la pasajera y que impida que provoque alguna escena que pueda alterar la vida cotidiana del resto del pasaje, porque, en efecto, el proceso de enloquecimiento de ella va progresando poco a poco, pero de manera muy efectiva, a lo largo de la película. En este sentido, el hecho de transmitir sus pensamientos con voz en off, para permitirnos seguir el curso de sus pensamientos, nos acerca íntimamente a ese proceso de enloquecimiento.

Poco más debería contar sobre la película, porque tengo la impresión de haber contado demasiado. A partir de donde yo dejo la situación, al espectador le encantarán los primeros planos de Jeanne Crain, no estoy tan seguro de que le guste el vestuario que va cambiando a menudo, y le cautivará el poder de sugestión del interior de un gran buque y, sobre todo, el sobrecogedor ambiente de sus cubiertas inundadas de niebla. Cuando la locura deviene en una suerte de conato de paranoia, todo se vuelve amenazante para la protagonista, y ahí es cuando descubrimos la gran lección de Hitchcock sobre cómo crear una suerte de tejido de sensaciones inquietantes que acorralan a la protagonista: espacios, caras, pasos, miradas, bastones, y el inocente círculo con que se juega en cubierta a una especie de Badminton que acerca a la protagonista al borde de una de las amuras del buque con caída libre al mar, a poco que el pasajero se descuide. En ese sentido, la película no defraudará a nadie, porque la trama se va «despejando» con una perfecta dosificación. Incluso cuando todas las cartas están ya sobre la mesa y el espectador sabe a qué atenerse, aún le esperan no pocos momentos muy emocionantes.

Un barco en alta mar, aunque sea un trasatlántico con todas las comodidades, es un espacio cerrado del que un director puede sacar un provecho como el que sacaba Hitchcock de ciertas casas, por ejemplo. Por suerte, la trama, centrada en un heredípeta, nos aleja de las novelas de Agatha Christie, porque el personaje del Dr. tiene las suficientes dosis de ambigüedad como para mantenernos siempre a la espera del dato que nos confirme que él está «en el ajo» de cuantos infortunios le acaecen a la recién casada.

En fin, que se trata de una de esas clásicas películas tan bien realizadas que nos resistimos a dejarla olvidada en la eximia categoría B y les damos el certificado de excelente producción de serie A. Para una sobremesa o una velada entretenida, en efecto.

La cadena infernal que lleva de unas películas a otras, me ha llevado ahora a intentar volver a ver una que tengo muy olvidada y en la que Michael Rennie tuvo un papel destacado, dirigida por Robert Wise, Ultimátum a la Tierra, un Robert Wise de quien ayer mismo veía Mujeres culpables, por cierto…


jueves, 12 de noviembre de 2020

«Niebla en el pasado», de Mervyn LeRoy o la emoción genuina.


Un melodrama perfecto con uno de los más emotivos finales de la Historia del Cine: directa al corazón, sin intermediarios… 

Título original: Random Harvest

Año: 1942

Duración; 125 min.

País: Estados Unidos Estados Unidos

Dirección: Mervyn LeRoy

Guion: George Froeschel, Arthur Wimperis, Claudine West (Novela: James Hilton)

Música: Herbert Stothart

Fotografía: Joseph Ruttenberg (B&W)

Reparto: Ronald Colman, Greer Garson, Philip Dorn, Susan Peters, Henry Travers, Reginald Owen, Bramwell Fletcher, Rhys Williams, Una O'Connor, Aubrey Mather, Margaret Wycherly, Arthur Margetson, Melville Cooper, Alan Napier, Jill Esmond, Marta Linden, Ann Richards, Norma Varden, David Cavendish, Ivan Simpson, Marie De Becker, Charles Waldron, Elisabeth Risdon, Peter Lawford.

 

         La he visto tres veces, con esta, y en ninguna de las tres ocasiones ha dejado de emocionarme de un modo que consigue sacarme las lágrimas de lo más profundo y genuino de la emoción. Durante mucho tiempo olvidé el título e incluso los actores, pero cuando la «recuperé» ya se me quedó grabada como una de las películas que conmueven las entretelas del alma. A muy distinto nivel, pero con idéntica reacción, me sucedió lo mismo que con otros clásicos excelsos muy particulares en mi biografía de aficionado al cine: El momento de la resurrección en Ordet, de Dreyer o el momento en que, en la fuente, Helen Keller asocia palabra y cosa en El milagro de Ana Sullivan, de Penn. Son auténticos «momentos mágicos» y, como esos, ya digo que cada cual en nivel, mi vida está salpicada de ellos, forman parte de mi *emocionografía, si se me permite el barbarismo. Yo lo llame arte verdadero, porque hay, en efecto una catarsis como la que la primitiva tragedia griega buscaba conseguir en el espectador.

         De un libro de éxito, del autor de Adiós, Mr. Chips, James Hilton, llevado con éxito a la pantalla por Sam Wood con idéntico título y misma protagonista femenina que en esta, Greer Garson, Mervyn LeRoy, tomándose no pocas licencias respecto del original de Hilton, «reconstruye», podríamos decir,  una historia cuyo interés da un salto espectacular hacia la mitad de la película y que ya no abandonará, en un crescendo emocionante, hasta ese soberbio final. La película va camino de ser octogenaria, pero , aun así, me abstendré de revelar el final, dada la importancia que tiene.

         En lo que si voy a hacer hincapié es en la soberbia construcción del guion y en la realización de un autor cuya obra, a medida que voy «cubriéndola», me parece propia de uno de los grandes del cine, por más que a muchos aún les siga pareciendo la excelencia del «artesano». En esta ocasión, sin embargo, una obra fundamentalmente de estudio, consigue unos planos, una iluminación y unas secuencias que agigantan la película. He de confesar que la elección de Ronald Colman, a pesar de su magnífico quehacer, no es, sin duda, para mi gusto, la mejor opción posible, porque con 51 años, y aun a pesar de ser un oficial, se lleva demasiados años con la coprotagonista, una joven cuya súbita atracción por un hombre envejecido y aquejado de amnesia por el fuego enemigo en la Primera Guerra Mundial resulta no inverosímil, pero sí algo difícil de aceptar. Con todo, reconozco que la química que hay entre ambos funciona estupendamente y consiguen hacer creíbles sus papeles y su historia, porque, de otro modo, la película no podría apelar, con tanta convicción a tocar la fibra sensible del espectador.

         Tras haberse escapado del hospital donde esta recluido, sumido en una amnesia que impide su identificación, es “recogido” en la fiesta de celebración del final de la contienda por una actriz de variedades que lo «acoge», lo ampara y se acaba encargando de él, hasta que logran crear una vida en común, llegada de un hijo incluida, después del matrimonio preceptivo, claro, y construida sobre la dedicación literaria del protagonista, a quien le ofrecen un puesto de trabajo fijo en un diario en Liverpool. Al ir a entrevistarse con el editor, es atropellado por un vehículo y, por efecto del golpe, recobra instantáneamente la memoria. Ello lo lleva, ignorando qué diablos podría estar haciendo en Liverpool, a regresar a su antigua casa familiar, en la que el padre acaba de fallecer y los hermanos lo reciben, con no poca suspicacia, inicialmente, pues aparece justo cuando se va a dar lectura pública al testamento. Instalado en «su» casa de siempre, decide tomar las riendas del negocio familiar y ahí es cuando la película da ese cambio espectacular que deja boquiabiertos a los espectadores: el magnate llama a su secretaria para despachar un asunto y en ese momento entra su mujer, con quien había tenido un hijo. Se hablan y despachan el asunto como lo que son: extraños el uno para el otro; por más que en la retina del espectador las imágenes anteriores a ese encuentro sean las de un matrimonio feliz que se despide porque él va en busca de un trabajo estable y una mejora económica. El impacto psicológico es descomunal, porque te revela, con total y dramática normalidad, lo que significa la amnesia, un asunto que, particularmente, siempre me ha resultado muy atractivo y con una potencia dramática y narrativa de primer orden. Tanto en la humilde casa donde vivía la pareja, como en el caserón donde se instala tras recobrar la memoria, LeRoy ha optado por unos encuadres muy físicos, en los que los protagonistas parecen tocar el objetivo de la cámara, haciéndonos partícipes de su intimidad, porque esa es la sensación que los planos medios consiguen en esta película: involucrarnos casi físicamente en esa intimidad en la que la mujer lleva la voz cantante frente a una personalidad solo definida por la amnesia y que se va perfilando poco a poco. De hecho, el protagonista abandonó los estudios literarios por la guerra, y, en vez de retomarlos, algo que la edad real del actor desaconseja para no tener que rodar con el personaje de espaldas en la universidad, como hubo de hacer John Ford con él en Dr. Arrowsmith.

         Volverla a ver me ha permitido fijarme en la puesta en escena, con una leve influencia expresionista que se advierte en la toma del despacho del doctor en el manicomio donde está internado, en la que  un ventanal de dimensiones infinitas junto a una austera mesa parece irrealizar la escena, dotándola de una perturbación espacial que simboliza la perturbación mental del protagonista, hasta que la cámara se va acercando y reequilibrando los elementos del plano para devolvernos al realismo tradicional. Hay, en la relación matrimonial con la actriz algo de feérico, y esa es la impresión que nos produce el lirismo acentuadísimo de la casa donde se instalan al lado de un riachuelo sobre el que se tiende un puente por el que discurre la carretera. La relación con otros miembros de la comunidad tiene ese aire «capriano» de comunidad pequeña y bien avenida que contribuye a crear esa ambientación como «de cuento» del que la protagonista «despierta» al conseguir colocarse como secretaria de su exmarido a quien incluso contribuye a dar por muerto, tras haber pasado los años preceptivos de su desaparición, de modo que el protagonista pueda «rehacer» su vida. Lo que nunca abandona al protagonista es el contacto con la llave que llevaba en el bolsillo y que acaba llevando siempre con él, como si intuyera que alguna vez esa llave abrirá una puerta por la que vuelva el pasado que ha olvidado. Diez candados pongo en mis dedos en este momento y dejo solos a los espectadores con este melodrama que deseo que les emocione como consigue emocionarme a mí cada vez que, con años entremedias, lo vuelvo a ver.

 

miércoles, 11 de noviembre de 2020

«Pinky», de Elia Kazan, la película de la que despidieron a John Ford…








Una brava película sobre el racismo a partir de una mulata demasiado «clara»: Pinky o un melodrama sureño con reivindicación racial. 

Título original: Pinky

Año: 1949

Duración: 102 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Elia Kazan

Guion: Philip Dunne, Dudley Nichols (Novela: Cid Ricketts Summer)

Música: Alfred Newman

Fotografía: Joseph MacDonald (B&W)

Reparto: Jeanne Crain, Ethel Barrymore, Ethel Waters, William Lundigan.

 

         Que un productor como Darryl F. Zanuck despida a John Ford tras visionar el metraje grabado en una semana me parece, se mire como se mire, un exceso de soberbia que me deja totalmente confundido, aunque ya se sabe que el mundo del cine es territorio abonado. Habiendo sabido el dato, además, ya no se me va de la cabeza lo que podría haber hecho Ford con una trama que se le ajustaba como un guante, porque su sensibilidad para con la minoría negra hubiera garantizado una película tan combativa como la de Kazan, quien, a pesar de los pesares, hace suya la película y la convierte en una continuación, con otros personajes, de su película anterior, La barrera invisible, sobre el antisemitismo en amplios círculos de la sociedad usamericana, un tema no excesivamente tratado en el cine, pero existente, aunque no en el grado del racismo contra los negros, por supuesto. Era conocida, sin embargo, la “visión” del productor Zanuck para decidir si tal o cual película, producida por él, podía o no ser un éxito, y más aún su intervencionismo en los proyectos que producía. Que conste que a Ford le produjo unas siete películas…, y entre ellas la excepcional Las uvas de la ira

         La trama es simple: una chica mulata, pero de piel clarísima -tan clara en el caso de la excelente protagonista, la bella y expresiva Jeanne Crain, que cuesta no poco aceptar que sea mulata- vuelve a casa de su abuela tras haberse graduado como enfermera. Como un doctor que ignoraba su condición racial se enamoró de ella, no quiere quedarse en el arrabal negro donde vive con su abuela y quiere marcharse lejos. La tensión con la abuela se produce cuando ella le dice que la necesita, después de haberla ayudado a graduarse trabajando duramente, día y noche. Le pide que cuide a una mujer enferma a cuyo servicio ella ha estado muchos años, una Ethel Barrymore inconmensurable, dueña de unos registros de voz y gesticulación, miradas sobre todo, que valen por toda la película. Al principio no se entienden de ninguna de las maneras, porque la protagonista odia repetir lo que ya hizo su abuela, estar a sus órdenes un si es no es despóticas. La relación progresa hacia el entendimiento a la que ambas respetan la independencia de cada cual y se “reconocen”. En calidad de habitante del arrabal, la protagonista incluso sufre un conato de agresión sexual del que logra zafarse con no poca dificultad. El doctor enamorado, como no podía ser de otra manera, llega al arrabal para pedirle que e case con él y abandone ese lugar que “no es su sitio”, momento en el que otra nueva tensión, la de su pertenencia a una u otra raza, se erige con el protagonismo que continuará hasta el final. La muerte de la anciana que cambia su testamente para dejarle el palacete y la casa donde ha vivido, desentierra el hacha de guerra de una prima suya que se cree con derecho a la herencia y que la acusa de no ser “legal” un testamento que alteraba el que la fallecida ya había hecho. La escena en que la prima llega a la tienda donde la “negra” está siendo atendida, exigiendo que dejen de atenderla, “si es que aún se trata en ella a los “blancos” como se debe” es una de las mejores de la película, porque, a pesar de que las dos Ethel, Barrymore y Waters, esta última la abuela de la protagonista, compiten en excelencia, Evelyn Varden nos demuestra el poder sin techo de los “secundarios” los “actores de carácter”, como ya la vimos en Llama un desconocido, de Jean Negulesco.

         El juicio no responde a la expectativa creada, porque se “despacha” con relativa rapidez, desaprovechando una tradición genérica usamericana que tan buenas películas nos ha deparado. Ahí está el de Matar a un ruiseñor, de Mulligan, por ejemplo, el de Sargento Negro, de Ford o Doce hombres sin piedad, de Lumet; pero se queda en la retina del espectador el cartel que se enfoca en el que se anuncia el juicio “Pinky (colored)”, reza, "versus Wooley", que es la prima de la fallecida.

         Elia Kazan ha buscado la recreación de un arrabal negro de marcado carácter realista, en el que emergen ciertos personajes con un grado muy notable de verismo, lo que contribuye a darle a la película una perspectiva casi neorrealista que podemos relacionar con películas de Ford como Tobacco Road, por ejemplo. Hay una suerte de aceptación fatalista del dominio blanco y de la subordinación negra que se superponen al conflicto íntimo, de clase y de raza, de la protagonista, que es el que, al cabo, acaba dominando, sobre todo tras la aparición de su prometido, quien promete ayudarla, sin juzgarla, hasta que ella tome una decisión, pero eso ya pertenece al desenlace que cada espectador ha de juzgar por sí mismo.

         La película fue controvertida en su momento, y se le reprochó al productor, Darryl F. Zanuck que no hubiera escogido a una mulata auténtica para hacer el papel. Elia Kazan consiguió arrancar de Jeanne Crain una interpretación emocionante y conmovedora que le valió una nominación al Oscar a la mejor actriz, a pesar de que Kazan no asumió el relevo de Ford con mucha convicción, dada la elección de la actriz; pero la profesionalidad de la actriz acabó convenciéndolo de sus bondades interpretativas. La cuestión racial aún era tabú en el cine, y la película llegó a estar prohibida en algunos estados. De entonces acá ha llovido mucho y hemos visto verdaderas maravillas sobre el tema en el cine, pero bien conviene tener memoria de la valentía con que abrieron paso películas pioneras como esta de Kazan y, sobre todo, del productor, Zanuck, factótum    de la Fox durante prácticamente toda su vida, con un nivel de intervencionismo en “sus” películas que bien le acreditan como cocreador de todas ellas.

domingo, 8 de noviembre de 2020

«París nos pertenece», de Jacques Rivette, entre la conjura fantástica y la «nouvelle vague»…


 

Una realización impecable para una trama insoportable, a fuer de pretenciosa.

 

Título original:  Paris nous appartient

Año: 1961

Duración: 141 min.

País:  Francia

Dirección: Jacques Rivette

Guion: Jean Gruault, Jacques Rivette

Música: Philippe Arthuys

Fotografía: Charles L. Bitsch (B&W)

Reparto: Betty Schneider, Giani Esposito, Françoise Prévost, Daniel Crohem, Jean-Claude Brialy, François Maistre, Brigitte Juslin, Noëlle Leiris, Monique Le Porrier, Malka Ribowska, Louison Roblin, Anne Zamire, Paul Bisciglia, Claude Chabrol, Jean-Luc Godard.

 

         Primera película que veo de Jacques Rivette, una de esas «asignaturas pendientes» que todos tenemos con la Historia del Cine, porque una vida no basta para ver todo lo imprescindible que se ha rodado, desde luego. Y si uno llega tarde no a la afición, sino a la devoción, el asunto se complica, porque el tiempo apremia. No creo que exista arte en el que se hayan producido tantísimas obras de interés como en el del cine. Estoy tentado de decir, aunque sin fundamento, que ni en la música, que ya es decir… Se trata de su primer largo, aunque decir «largo» de una cinta de dos horas y veinte minutos para quien las ha realizado de 13 no deja de parecer una ironía…

         Rivette pertenece a la Nouvelle Vague, y fue amigo y colaborador, en Cahiers du Cinéma,  de Truffaut y de Jean-Luc Godard, quien en esta película interpreta un pequeño papel, muy de su agrado, imagino, porque la trama de la película tiene algo de su propio mundo. Ya en el título he dejado huella de mi juicio sobre la película: una trama infumable y una realización exquisita, aunque ajustada a unos medios mínimos. Rivette no es director de grandes presupuestos, sino de mucha imaginación, lo que significa que exprime de forma inteligente todos los recursos que permiten sacar adelante sus obras sin un gasto excesivo. Rodar en exteriores es uno de ellos, sin duda, y forma parte, además, del ideal del movimiento al que pertenece. Sin embargo, mientras otros directores recogen la calle en su verdadera dimensión de realidad cotidiana, Rivette la usa más como puesta en escena para sus personajes atormentados, conjurados o endemoniados. Le gusta rodar encuentros en la ciudad con pocos «extras» entrando o saliendo del plano. De hecho, cuando un taxi recorre la ciudad  con una protagonista angustiada por creerse inductora del suicidio del protagonista, diríase que París lo hubieran cerrado para poder filmar una ciudad desierta.

         La película arranca con una reunión de intelectuales existencialistas en la que se suceden diversas tensiones que estallan en la figura de un “exiliado” del macartismo que lamenta el suicidio de un artista español también exiliado, Juan, un virtuoso de la guitarra, cuya desaparición va a convertirse en el eje temático alrededor del cual girarán los personajes, sobre todo la hermana de un personaje secundario con una relación extraña con ese mundo de intelectuales, de pose estirada y altivo gesto trascendente que está en el secreto de una realidad misteriosa a la que los simples mortales no tienen acceso. La hermana acabará entrando en relación con un director de teatro, Gerard, que acabará invitándola a participar en su aventura de representar el Pericles de William Shakespeare. Esa parte de la trama irá apoderándose de la atención de los espectadores, porque Rivette fue, sobre todo, y antes que nada, un hombre de teatro, el cual, como sucede en la película-documento Out 1, de casi 13 horas de duración que recogen la aventura del montaje de las obras de Esquilo: Los siete contra Tebas y Prometeo encadenado, y que, parcialmente, tiene una relación inequívoca con la presente, porque en Out 1 también se intenta descubrir la existencia de una sociedad secreta como la que persigue a los atormentados protagonistas de la película, que recuerda, por momentos, la muy lograda de Hugo Santiago, Invasión, escrita por Borges y Bioy Casares.

En París nos pertenece, el Pericles, adaptado por Gerard, se ensaya donde buenamente pueden, porque el grupo no dispone de local, y algún ensayo incluso se hace en un auditorio en un parque. La novia del escritor usamericano, Terry, es ahora la principal impulsora del montaje del hombre de teatro, otro «genio» como la fuera Juan; pero no tardaremos en saber, o mejor dicho, sí que tardaremos, porque se descubre casi al final,  que ambos están al corriente de la existencia de esa conjura dispuesta a acabar con nuestra civilización occidental, y que, para entendernos, ha sido la responsable del suicidio de Juan y busca, también, el exterminio del novelista usameriano y, más tarde, el  de Terry, de Gerard y, en un rizo final, el del propio hermano de la protagonista, Anne, cuyo inextinguible candor encarnado en una casi adolescente roza lo naíf. y del propio director.  La labor de indagación de la joven ingenua, cuya dedicación académica queda en suspenso por la atracción que ejerce sobre ella el mundo adulto misterioso que va conociendo, lleva al espectador de unos a otros personajes, hieráticos la mayor parte de ellos, que nos ofrecen un «retrato» de la inquietud artística e intelectual del principios de los 60 en París muy lejana de la colorista, exaltada y festiva que, a la vuelta de muy pocos años, se convertirá en la Revolución del 68, que tanto impresionó a Godard, hasta el punto de significar un punto de inflexión en su cinematografía, auspiciada, desde entonces, pero por corto tiempo, por el espíritu del cine colectivo, llevado a la práctica bajo el nombre artístico del documentalista ruso Dziga Vertov.

No está clara la filiación social o política de la amenaza exterminadora a la que hacen frente los «señalados», para su mal, pero suena a algo así como al rearme del nazismo, infiltrado en los mecanismo de poder de las sociedades que lo vencieron, lo cual se suma al «pavor» social que en aquellos años despertó la creación de las bombas nucleares, contra las que se articuló una defensa cívica que tuvo un importante papel social en Inglaterra. En aquellos años, el temor a un cruce de explosiones de bombas nucleares generó un miedo social que provocó no pocas ansiedades e incluso algún suicidio. Ese es, imagino, el caldo de cultivo que alimenta el miedo de los protagonistas de la película y que los obliga, hasta cierto punto, a vivir en una alerta perpetua y muy próximos a la clandestinidad. Es tan abstracta la amenaza, sin embargo, que al espectador le cuesta tanto creerla como le hubiera costado, en los años 20, comulgar con la famosa conjura de los Protocolos de los sabios de Sion

Con todo, lo que no tiene desperdicio es el festival imaginativo de Rivette, con unos enfoques muy singulares, entre ellos el paseo de Gerard por el techo del teatro donde, finalmente, van a representar su Pericles, del que acabará «desertando» porque se lo modifican todo, desde una «instancia superior», la del  productor que ordena y manda desde el palco, y unos planos estudiadísimos con unos juegos de profundidad extraídos de un espacio tan exiguo que no parece permitirlos o el paseo nocturno con los dos protagonistas de la escena iluminados de forma uniforme y permanente… Es difícil resistirse al poder de esas imágenes, que nos dicen mucho más de las bondades de la película que una trama muy anticuada y casi disparatada, a fuer de imprimirle una perspectiva dramática que solo los personajes viven, si hacérsela vivir a los espectadores.

Que conste que, antes de acometer esta crítica y para «empaparme» algo de Rivette, me quedaron ganas como para ver en Youtube La bella mentirosa, cuatro horas «inmortales» con Emmanuelle Béart en el apogeo de la belleza física del cuerpo de mujer y Michel Piccoli, tan extraordinario comme d’habitude… Una película emparentada con El sol del membrillo, de Víctor Erice, ¡una joya!, con El artista y la modelo, de Fernando Trueba y con Final Portrait: El arte de la amistad, de Stanley Tucci, sobre Giacometti. La bella mentirosa  es una delicatessen no apta para todos los paladares, porque se trata de una búsqueda, casi en tiempo real, de algo tan inalcanzable como la «obra perfecta», una película inspirada en el famoso relato breve de Balzac, tenido, precisamente, por una de sus obras maestras. No puedo alargarme aquí y ahora sobre ella, en un espacio dedicado a París nos pertenece, pero le auguro a los cinéfilos y amantes del arte y de la lucha agónica por la expresión que padecen los artistas, que no les va a defraudar…

miércoles, 4 de noviembre de 2020

«Viaje de novios», de León Klimovsky o una deliciosa bobada.

El humor blanco (roto) de Noel Clarasó para una historia *codornicesca

 

Título original: Viaje de novios.

Año: 1956

Duración: 88 min.

País:  España

Dirección: León Klimovsky

Guion: Noel Clarasó, José Luis Dibildos

Música: Odón Alonso

Fotografía: Godofredo Pacheco

Reparto: Analía Gadé, Fernando Fernán Gómez, Lida Baarova, Rolf Wanka, María Martín, Félix Fernández, Maria Piazzai, Manuel Monroy, Elvira Quintilla, Manuel Alexandre, Aurora del Alba, Rafael Alonso, Ángela Tamayo, Antonio Ozores.

 

         Me van a perdonar la debilidad, pero ya aviso desde el título para que nadie se llame a engaño. La película es una bobada monumental, pero muy estimulante por diferentes motivos, siendo los principales la puesta en escena, el extraordinario color saturado de la película y las notables interpretaciones de los actores, entre las que se ha de destacar el papel de recepcionista del hotel de Antonio Ozores, una imitación bien hecha de Groucho Mar, esto es, adaptando los tics del usamericano a la idiosincrasia propia del actor español, tan reconocible siempre por su manera original de interpretar el humor, y, para quien esto escribe, la excepcional interpretación de dos tortolitos recién casados, Elvira Quintillá y Manuel Aleixandre, cuyas apariciones provocan siempre una agradecida sonrisa e incluso alguna franca risa.

         He calificado el humor de la película de *codornicesco porque Clarasó puede considerarse parte de esa generación con un humor con leve compromiso político y con críptico pero mordaz acento social, que se articuló en torno a la revista La Codorniz (“La revista más audaz para el lector más inteligente”, un lema que aún podría usar una revista que aspirara a ocupar el trono que dejaron vacante ella y, mucho tiempo después, Hermano Lobo…). Clarasó es un escritor al que la crítica no ha hecho aún la justicia que merece, y del que, modestamente, he reseñado, en Diario de un artista desencajado,  algunas de sus obras que merecerían el lugar que, incomprensiblemente, no ocupa en nuestra literatura. El guion que sirve de base a la película tiene ingredientes básicos de su humor, si bien no es menos cierto que exige una suerte de «complicidad» por parte del espectador sin el concurso de la cual la obra puede parecer un auténtico disparate sin la más mínima gracia.

         Se trata, por lo tanto, de una propuesta que se ha de aceptar en sus términos exactos para no querer ver la película que uno desea, sino la que le están ofreciendo, y disfrutar de sus muchas cualidades. Que Juan (Fernando Fernán Gómez) vuelva de África con el sueño cambiado y se encuentre en el aeropuerto de Barajas con su esposa, Ana (Analía Gadé, una elegante y escultural argentina), con quien se ha casado «por poderes» a través de un casamentero encarnado a la perfección por Rafael Alonso (divertidísimo en su papel surrealista…), quien los lleva a un hotelito de la sierra de Madrid especializado en «lunas de miel» es algo así como una «petición de principio» que se ha de aceptar para que entremos en esa aventura estática de la parejita que, aun casados, no casa ni con cola, compartirán desde el enfrentamiento el inicio de su luna de hiel…, podríamos decir.

         A partir de la llegada al hotel, el espectador descubre, alrededor de la pareja central, otras parejas de recién casados que también disfrutan de su luna de miel, lo que llevará a que, poco a poco, vayan entrando en relación, conociéndose e incluso hasta intimando, de modo que, al final, estalle entre ellas y ellos lo que constituye el núcleo central de la relación de la pareja protagonista: la guerra de sexos como motivo temático central. Está claro que nadie puede esperar que le ofrezcan La costilla de Adán, aunque en punto a conservadurismo tradicional, poca diferencia hay entre una y otra película. En el hotel no falta la joven artista que imanta la atención de los hombres y que dará pie a alguna escena  chispeante de esa «guerra de sexos» y, por supuesto, la pareja mal avenida cuya decepción matrimonial sirve de contraste con las *lunamieleras que se inician en ese difícil arte de la vida en pareja…

         Con esos mimbres, León klimovsky, arropado, ya digo, por una puesta en escena que lo tiene todo de exquisito decorado teatral, y de unas interpretaciones sobresalientes, logra una película que yo he visto con complacencia aun a pesar de sus muchas limitaciones y reconociendo, sin empacho, la gran bobada de base que subyace en el argumento. Pero de eso justamente se trata, y eso la película lo satisface con auténtica excelencia. Soy parcial, parcialísimo, incluso, pero hay algo en ese humor que roza lo absurdo, cuando no cae de lleno en él, que recuerda las mejores comedias de Mihura, a quien seguro que Clarasó, como cualquiera de nosotros, admiraba.

         A pesar de la superficialidad tópica que define a la mayoría de los personajes, los intérpretes consiguen darles una dimensión, una densidad específica, de las que la historia no los provee, ¡o acaso sí y son ellos, precisamente, los que han sabido leerla adecuadamente? En todo caso, y sea lo disparatada que sea la situación, los actores consiguen arrancarnos una boba sonrisa de la que los primeros sorprendidos somos quienes nos descubrimos «asintiendo» a la propuesta de la película y pasando un rato del que en modo alguno hemos de avergonzarnos. Viaje de novios es una película que «hay que saber ver» con la tolerancia que a veces nos falta para acabar de juzgar sobre el valor de las obras artísticas. Insisto, nadie se espere una obra de mérito; pero todos deberían poder distinguir sin anteojeras, los muchos méritos que pueden advertirse en esta película que, en su momento, fue todo un éxito y posibilitó que Fernando Fernán Gómez y Analía Gadé hicieran otras muchas, como la que critiqué no hace mucho en este mismo Ojo: Solo para hombres, mejor que la presente, pero con un sutil hilo de unión entre ambas que ha de saber apreciarse…