domingo, 30 de octubre de 2016

Vida corriente, bostezo batiente: “Verano en Brooklyn”, de Ira Sachs





La vida sin subrayados o las relaciones de poder al desnudo: Verano en Brooklyn, de Ira Sachs, o la confusión entre la sutileza y lo plúmbeo.


Título original:  Little Men
Año: 2016
Duración: 85 min.
País:  Estados Unidos
Director: Ira Sachs
Guión: Ira Sachs, Mauricio Zacharias
Música: Dickon Hinchliffe
Fotografía: Óscar Durán
Reparto: Theo Taplitz, Michael Barbieri, Greg Kinnear, Jennifer Ehle, Paulina García, Alfred Molina, Talia Balsam, Mauricio Bustamante.

No vi El amor es extraño, aunque pensé que quizás pudiera estar bien, pero el cinéfilo propone y las tareas de los días ajetreados disponen. La presencia de Alfred Molina siempre es un argumento de peso, pero al final no fui. En este Verano en Brooklyn aparece en un papel minúsculo e intrascendente por el que ni siquiera se puede juzgar su actuación, escuetamente instrumental. A pesar de lo que otros quieran ver, mucho me temo que actuaciones como las del excelente actor Greg Kinnear, espléndido en Little Miss Sunshine o Mejor…imposible, teñida de esa “normalidad” sin aspavientos de la actuación “que no se note”, por puro calco de la realidad no distorsionada, acabe resultando, como toda la película en general, un algo más que insípida y anodina, aun a pesar, no lo niego, de algunas escenas en las que consigue sacar del sopor al espectador que, en errónea decisión, decida asistir a la primera sesión, estando aún el proceso digestivo en plena ebullición. Con todo, el trasfondo de la película está muy de moda, sobre todo en la Barcelona turística en la que se lucha a muerte entre el negocio y la fisonomía y el carácter de la ciudad. La trama es tan sencilla como el caso corriente y moliente de los herederos que quieren sacar un beneficio a un local heredado del padre, quien lo tenía arrendado a una modista que pagaba un precio muy por debajo del precio de mercado, aunque como eran amigos y tenían una relación estrecha e intensa no le importaba en absoluto. Digamos que recibía una parte del alquiler en dinero y la otra en especie. ¿Qué ocurre cuando se rompe esa relación con los nuevos propietarios? Que la antigua relación sentimental no pesa nada, pero es que ni lo más mínimo, a la hora de serle revisado el contrato por los nuevos propietarios, quienes, ¡para acabar de agravar la situación!, pasan ciertos apuros económicos. Claro que Brooklyn se ofrece al espectador como un barrio “humano”, “ético”, donde las relaciones basadas en el afecto y no en el interés pudiera parecer que tienen su asiento “natural”, al lado de la Manhattan depredadora y ferozmente capitalista en la que parece justificado explotar al máximo cualquier local, sea para viviendo o para negocio. El director, de manera tosca, por excesivamente obvia, nos quiere decir que estamos acabando con un tipo de vida, el de la vecindad solidaria y cooperativa, parta instalar una visión estrictamente economicista que solo nos llevará a la degradación de las relaciones humanas, a la soledad y a la insolidaridad. Esa pequeña anécdota inmobiliaria se vehicula, sin embargo, a través de la hermosa amistad entre los dos hijos de quienes comparten el inmueble: el hijo del copropietario, un actor de poco éxito, casado con una mediadora social que es, en realidad, quien permite con su trabajo que la familia salga adelante, y el hijo de la modista, que aspira a ser actor. Mediante la observación bien narrada de esa amistad de la primera adolescencia, el director nos acerca al drama social que supone el hecho de tener que abandonar el propio local de negocio y a la quiebra sentimental que implica, para los jóvenes, tener que renunciar a su amistad simplemente porque han de primar los ingresos sobre los afectos, dicho de manera tan simple como la película lo presenta. Sí, el lector ha intuido perfectamente que estamos ante una de esas películas en las “que no pasa nada” y en la que los críticos nos dicen que pasan, sutilmente, enmascaradamente, cosas sustanciales y de mucho peso. En todo caso, son los sentimientos de los adolescentes los que se ven afectados y duramente alterados, porque los adultos, aun a pesar de la “tibieza” del actor ante la decisión firme de su hermana de iniciar el proceso de desahucio de la inquilina por retrasarse en el pago de los recibos, no se mueven ni un jeme de la decisión inicial de echar a la modista, de origen sudamericano, por cierto. La película, diría yo, se nos presenta como una muestra del rito de paso de la adolescencia a la primera madurez de la juventud, con lo que ello tiene de transformación dolorosa, y por esos terrenos se mueve un desenlace de carácter nostálgico, entristecido y resignado ante el principio de realidad. La película es de formato pequeño, esto es, una narración sin excesivos adornos de puesta en escena, y en la que todo se fía al buen hacer de actores y actrices para transmitirnos ese minúsculo anecdotario de la vida que, sin embargo, tanta trascendencia, a menudo, suele tener, como es el caso.  Privilegiar, con todo, el punto de vista de la familia usamericana frente al de la inquilina sudamericana no deja de ser una opción harto discutible, desde lo que el planteamiento de la película parece querer dar a entender. No estoy muy seguro de que las poderosas razones de la modista y modesta inquilina hayan encontrado eco adecuado ni metraje suficiente para contrarrestar la visión del asunto de la otra parte contratante. Salir del cine tan “apagado”, tan próximo a la indiferencia, no dice nada bueno de una película, y menos en estos tiempos de tan feroz competitividad y precios tan caros en las salas.

lunes, 24 de octubre de 2016

La identidad, el medio, la memoria y la familia: “La propera pell”, de Isaki Lacuesta


Adolescencia, memoria,  ficción y culpa: La propera pell, un drama realista, contundente, plurilingüe y de altura. 

Título original:La propera pell
Año: 2016
Duración: 103 min.
País: España
Director: Isaki Lacuesta, Isa Campo
Guión: Isa Campo, Isaki Lacuesta, Fran Araújo
Música: Gerard Gil
Fotografía: Diego Dussuel
Reparto: Àlex Monner, Emma Suárez, Sergi López, Bruno Todeschini, Igor Szpakowski, Mikel Iglesias, Greta Fernández, David Arribas, Pablo Rosset, Guillem Jorba.

Me chocó, ante la taquilla, que la película se anunciara subtitulada en castellano, pero quise entender que, ¡así lo espero!, no habrá una “versión” en castellano para el resto de España y que, en consecuencia, aun siendo tan fácilmente comprensible el catalán de la misma -salvo cuando habla Sergi López, un caso singular de antivocalización cinematográfica, da igual que sea en catalán que en francés que en castellano (aunque en este caso la tosquedad del personaje parece que requiera ese registro ininteligible)-, los poco dados a hacer esfuerzos de comprensión tengan una referencia más o menos exacta de lo que se dice, aunque tampoco, dado el realismo cotidiano que respira la película durante la mayor parte del metraje sea de vital importancia lo que se dice, frente a lo que se hace y, sobre todo, frente a lo que se calla. Es muy de agradecer que, como suele ocurrir en lugares de frontera, las lenguas convivan armoniosamente, porque el afán comunicativo se impone sobre torpes y estériles debates identitarios. Así, francés, catalán y castellano se usan en la película con esa naturalidad de quien ni siquiera repara en el hecho, lo cual otorga a la historia un plus de realismo que beneficia mucho a la cinta. La historia es, hasta cierto punto, sencilla: el encargado de un centro de internamiento de jóvenes con problemas cree haber podido rastrear con una mínima dosis de certidumbre el origen familiar de uno de los internos y le propone el regreso al hogar del que ha desaparecido desde los 9 hasta los 17 años actuales, para sorpresa, lógicamente, de una madre que lo daba por desaparecido y quizás por muerto, por el modo como desapareció, a través de las montañas del Pirineo un día de invierno. El regreso de Martin Guerre y su remake Sommersby se nos vienen enseguida a la memoria, pero, ¡afortunadamente!, pronto advertimos que la trama sigue otro rumbo, el de la dificultad de asumir la memoria de un pasado traumático y el del enfrentamiento con los demonios familiares a los que el protagonista, el joven Gabriel, Leo en su “exilio” francés, porque llevaba una camiseta de Messi cuando lo encontraron y con ese nombre se quedó, ha de enfrentarse desde esa suerte de doble personalidad que refuerza la presencia del encargado francés que lo acompaña durante unas semanas para garantizar la viabilidad del reencuentro. A lo largo de la película se juega constantemente con la ambigüedad y ni siquiera cuando se produce el desenlace sale el espectador de la sala convencido de que el joven no sea un impostor, por más que haya imágenes de inequívoco significado que parecen indicios más que convincentes. Desde la llegada del joven al pueblo de alta montaña donde transcurre la acción, la historia va acumulando, en un crescendo perfectamente dosificado, extrañas contradicciones que mantendrán la alerta de los espectadores respecto de lo que se le propone en pantalla, aun siendo, a veces, más que sorprendentes, como la atracción homosexual entre los primos, por ejemplo, de tan súbita irrupción en la trama, muy diferente de la previsible relación entre el tío y la madre del protagonista, por ejemplo, o la insinuación de seducción incestuosa en un par de escenas, en el baile de la fiesta de entrega de trofeos al mejor cazador y cuando la madre está apoyada en el regazo del hijo mientas ven películas familiares de su infancia. La película comienza, como suele ocurrir en las buenas películas, y esta lo es, sin duda, con una poderosa imagen metafórica: el deshielo de los carámbanos en unas rocas, ese lento gotear del hielo de las cumbres que acaba alimentando los ríos, los de la naturaleza, pero también los de la vida, con sus vueltas y revueltas, sus rápidos y su discurrir tranquilo, sus turbiedades y sus transparencias. La puesta en escena en un pueblo de alta montaña, con estación de esquí, con un tipo de vida centrada en el contacto con la naturaleza, con relaciones humanas adensadas en pasiones acaso condicionadas por el propio medio, con aficiones como la caza, tan presente a lo largo de la película, con una manera de tratarse unos a otros algo arisca, etc.; esa presencia poderosa del medio como, si de una película “naturalista” a lo Zola se tratase, me induce a poner en relación esta película con la más que magnífica de Joaquim Jordà Un cos al bosc, que he visto no hace mucho, y de ahí que la tenga tan presente. Ambas, y  esta aún más por la presencia de esa variante francesa de la trama, me parecen de inequívoca estirpe chabroliana, lo cual ha de entenderse como un merecido elogio. Hay ciertas tosquedades en la historia y algunas escenas, sobre todo la de los jóvenes y las fantasías que el protagonista despliega ante su auditorio “paleto”, como él dice en un momento, que tienen un ligero toque de impostura, de ausencia de naturalidad que, sin embargo, se recupera, por ejemplo, con todo su poder de convicción en la aventura homosexual de los primos en compañía de la novia del primo del protagonista. La relación entre madre e hijo y la desconfianza lógica del tío, que es amante de su cuñada, hacia el aparecido casi como por arte de magia, compone un trío de relaciones cuya evolución mantiene en vilo al espectador. Curiosamente, Emma Suárez, que en la última película de Almodóvar representa una madre con una historia muy parecida a la de esta, realiza aquí una interpretación brillantísima, muy alejada de la artificiosidad del personaje de la del manchego que, a mi entender, no se creía de ninguna de las maneras, y de ahí que su actuación, allí, se resintiese tanto y aquí, sin llegar a conmover, porque ni siquiera lo pretende, sí consiga auténticas escenas que conectan enseguida con el espectador. Alex Monner, por su parte, sobre quien descansa toda la película, sale del paso con una solvencia que ya quisieran muchos veteranos. Seis años de rodajes le han dejado un poso de buenas maneras que aquí alcanzan una cumbre interpretativa particular que lo catapultará al Goya a la mejor interpretación, me imagino. Lacuesta, además, explota visualmente su fotogenia y consigue primeros planos por los que no pocos actores y actrices estarían dispuestos a trabajar gratis. La voz ronca y “maltratada”, en consonancia con esa supuesta vida llena de experiencias insólitas con las que impresiona a sus jóvenes convecinos, contribuye no poco a la dimensión transgresora de un personaje atormentado, con terribles problemas psicológicos que calma con autoagresiones físicas. El personaje es complejo, y Monner sabe transmitir convincentemente esa mezcla de orfandad y prepotencia que se van alternando a lo largo de la historia. Que hasta Sergi López quede algo eclipsado a su lado en el duelo interpretativo que ambos mantienen creo que ya lo dice todo. Me gustaría extenderme por esos recovecos oscuros que la trama siembra con una dosificación extraordinaria y que conducen a un desenlace impactante, pero, por encima de mis deseos está no desvelar aquello que ha de ser recibido tras la morosa preparación de la hora y media previa. Aun siendo tan poderosa la trama, en el plano de los sentimientos y en el de la reflexión sobre la identidad, lo que, al final, se queda en la memoria de la retina del espectador es la magnífica fotografía de la montaña en invierno, y esa suerte de niebla húmeda que otorga a la vida del pueblo un aire de fantasmagoría que se cruza, en parte, con la propia historia de Gabriel, un nombre simbólico sobre el que, a buen entendedor…, me abstengo del más mínimo comentario. Que conste, para acabar, que la otra película que vi de Lacuesta, el documental sobre Ava Gardner, La noche que no acaba, me aburrió solemnemente; me pareció tan soporífera como estimulante y visualmente impactante me ha parecido La propera pell.

domingo, 23 de octubre de 2016

Una grata sorpresa de serie B: “El hombre sin alma”, de Harry Lachman


Un cruce afortunado entre Frankenstein e Informe para una Academia: El hombre sin alma, de Harry Lachman, y de la serie B de buenísima, para espectadores fieles a la inocencia del terror primordial.

Título original: Dr. Renault's Secret
Año: 1942
Duración: 58 min.
País: Estados Unidos
Director: Harry Lachman
Guión: William Bruckner, Robert F. Metzler (Novela: Gaston Leroux)
Música: David Raksin
Fotografía: Virgil Miller (B&W)
Reparto: J. Carrol Naish, Shepperd Strudwick, Lynne Roberts, George Zucco, Carmen Beretta, Eugene Borden, Ann Codee, Ray Corrigan, George Davis, Jean Del Val, Charles La Torre, Mike Mazurki, Louis Mercier, Jack Norton, Bert Roach, Arthur Shields, Charles Wagenheim, Max Willenz.

Supongo que mi fidelidad a los cines de doble sesión, donde vi miles de películas mucho antes de devenir cinéfilo, y con total delectación las de mi predilecto género de terror, me condicionará para emitir un juicio sobre esta película que reúne todos los ingredientes de las películas clásicas de un género en el que ajustarse escrupulosamente a las convenciones asegura, cuando menos, el respeto de los aficionados: el forastero que llega al hotel, la casa en apariencia “maldita” del Dr., a la que no puede viajarse de noche, el criado misterioso, la joven enamorada que vive en medio del peligro sin saberlo… el laboratorio subterráneo de extraordinarias dimensiones donde se alinean las probetas donde se mezcla la ciencia con la taumaturgia, la policía que investiga un asesinato cometido por equivocación…, el peligro que flota permanente en el ambiente, el gran secreto que rompe los límites de la ética y la deontología, la criatura creada que llega a la lucidez y se rebela contra el creador… Sí, ese cruce de influencias literarias de Shelley y de Kafka explican a la perfección la historia de El hombre sin alma, cuyos méritos no serían los mismos sin la excelente interpretación de un increíble J.Carrol Naish (J por Joseph y a veces Carrol o Carroll) que logra, me imagino, una de sus mejores interpretaciones. Cuando se descubre el secreto a voces de que no estamos ante un ser humano “normal”, nos sorprende que el actor haya sido capaz de realizar semejante labor de recreación de su personaje para ajustarlo a lo que el guion exige y él supo ofrecer con creces. Hay en este tipo de películas de la serie B una cantidad tan grande de interiores que permiten jugar tan bien con la iluminación y la puesta en escena que, a menudo, tienen un poco el aire de aquellos rancios decorados de los Estudio 1 televisivos de mi juventud, o de los de la Hora 11, menos recordada, acaso, pero en la que pude ver tantos clásicos excelentes en adaptaciones teatrales muy dignas. El hombre sin alma, una película ambientada en Francia, pero con protagonistas usamericanos, aun siendo deliberadamente una producción barata, sabe darle una trascendencia a lo que se cuenta que consigue dotar al film en sus momentos estelares, como en el enfrentamiento entre el creador y la criatura, de un aire de gran película, muy por encima de sus limitaciones de partida, porque es francamente interesante ese momento en que advertimos que se abriendo paso la lucidez del razonamiento en la antigua bestia, ahora humanizada, y enuncia con total claridad que la esclavitud de su metamorfosis no está al servicio de una supuesta humanización bienintencionada, sino al más rastrero del orgullo y la vanidad científica del sabio que, por amor a la ciencia, es capaz de traspasar los límites que la ética impone a sus practicantes. El subtema de la bella y la bestia, por ejemplo, en otro plano, adquiere momentos líricos de una gran emoción; del mismo modo que el rescate de la chica por parte de “la bestia”, cuando es raptada por un exconvicto, también empleado del doctor, como la “bestia”; un rescate, digo, tan ajustado a los cánones de los modelos tradicionales del género, que se reviste, en el escenario del molino abandonado, de una dimensión clásica que nos trae a la memoria, sin ir más lejos, el recuerdo de El Jorobado de Notre Dame (Esmeralda, la zíngara, de Dieterle, en España) en soberbia interpretación inolvidable de Charles Laughton. Carrol Naish, por su parte, es capaz, en todo momento, por el arte que derrocha, de convencernos de su extraño papel, para el que se necesitaba un actor como él, sin excesiva caracterización de maquillaje, pero con una capacidad expresiva en la mirada, los gestos, los andares y el uso del habla, mediante el que mantiene durante buena parte del metraje el enigma de su condición, que bien hubiera merecido, al menos, alguna nominación. La consiguió por Donde nacen los héroes, basada en una narración de Steinbeck, película por la que ganó un Globo de Oro al mejor actor secundario. Aunque la película gira, desde el comienzo, en torno a la misteriosa condición de Noel -y ya se advierte en el nombre, Natividad, de natalis, ‘nacimiento’, el desafío implícito de la ciencia a la religión- y enseguida se revela la poderosa fuera de su protagonismo a lo largo del film, no es menos cierto que desde la pareja de novios, el joven doctor que ha venido para casarse con la hija del doctor que encarna el orgullo demoniaco del conocimiento, hasta el propio doctor taumaturgo, pasando por los policías, el dueño del hotel y acabando en el exconvicto que planea el secuestro de la joven, el nivel de actores y actriz es el adecuado para dar réplica a la fantástica interpretación de Carrol Naish. He de decir que la vertiente jocosa de las fuerzas de la ley en la trama aportan un delicioso contraste con la parte dramática, y que ambas perspectivas se funden en la reacción del metamorfoseado Noel en la fiesta popular a la que la joven lleva a quien su padre acababa de enjaular para evitar problemas. Se trata, en definitiva, de una obra canónica, rigurosa, filmada con una perspectiva expresionista que, de todos modos, no acentúa los claroscuros hasta ese extremo, y menos aún retuerce los planos de los decorados de la puesta en escena para ofrecer un vértigo que el solo asunto de la trama se basta y sobra para conseguir. Ya lo saben los amigos del género: dispónganse a disfrutar con esa mirada del espectador ingenuo de quince años que luego a los veinte, como a mí me ocurrió, quizá asistió fascinado a la interpretación de José Luis Gómez del Informe para una Academia, de Kafka.

martes, 18 de octubre de 2016

Una comedia marxista de Rouben Mamoulian: “El alegre bandolero”.



Un bandolero mejicano de antología: el melómano y pronorteamericano Braganza, en la disparatada El alegre bandolero, de Rouben Mamoulian, una comedia notabilísima, sobre todo a nivel filológico.


Título original: The Gay Desperado
Año: 1936
Duración: 86 min.
País: Estados Unidos
Director: Rouben Mamoulian
Guión: Wallace Smith (Argumento: Leo Birinski)
Música:
Alfred Newman
Fotografía
Lucien N. Andriot (B&W)
Reparto
Nino Martini, Ida Lupino, Leo Carrillo, Harold Huber, James Blakeley, Stanley Fields, Mischa Auer, Adrian Rosley, Paul Hurst, Frank Puglia.

De verdad que nunca se me ocurriría hacer una crítica de una película, sea positiva o desfavorablemente, si no considerase que hay razones de peso para hacerlo, y más si se trata de una auténtica rareza que, sin embargo, puede verse en YouTube con total facilidad, lo cual me anima aún más a hacerla, puesto que los amables lectores de este Ojo Cosmológico podrán acceder a ella si mis razones o preferencias le parecen suficientes para hacerlo. De entre esas razones de peso que me animan a hacer esta crítica está, sobre todas, la del fenomenal divertimento que es la película en su conjunto y aun en el detalle de no pocas escenas que deberían pasar a las antologías de las secuencias humorísticas. Vaya por delante, para que se me entienda bien, que la historia es un disparate morrocotudo y que en esa suerte de surrealismo de partida está buena parte de la gracia total de la película. Que el director sea Rouben Mamoulian, autor de El signo del zorro, de El hombre y el monstruo, una versión de El Dr. Jeckyll y Mr. Hyde solo comparable al Testamento del Dr. Cordelier, de Jean Renoir, una visión hipersingular de la obra de Stevenson, y de Las calles de la ciudad, uno de las películas fundadoras del género negro, es suficiente garantía para saber que, aun siendo una película que se avanza a la invención de la “astracanada” teatral de La venganza de don Mendo, de Muñoz Seca, se ajusta a ella de forma incomparable. El comienzo es fabuloso: una impecable escena de cine de gánsters con la mitad de la banda en un coche y un rival al que apuntan cinco pistolas con la petición de que “desembuche” si no quiere ser liquidado, lo que ocurre en pocos segundos. La cámara va alejándose de esas cenas de cine negro y sale de la pantalla para recorrer el cine mejicano donde una pandilla de bandoleros está viendo arrobada esas técnicas delictivas de las que el jefe dice que han de tomar buena nota. Desatada en el cine una pelea al más puro estilo de los westerns, la irrupción de un cantante de ópera en escena, cantando una canción típica mejicana, logra apaciguar los ánimos de los contendientes. El jefe de la banda, enamorado de la voz de Chivo, el cantante, lo rapta y lo lleva a una emisora de radio, donde le obliga a cantar “para todo el mundo”. A partir de ese momento lo adopta y lo hace miembro de su banda. Camino de su guarida raptan a una pareja de americanos que atraviesan el desierto con su coche camino de un fin de semana pasional. Él resulta ser el hijo de un millonario y la banda decide seguir el consejo de una banda de gánster americanos con quienes van a entrevistarse para dedicarse al negocio de los secuestros. A partir de ahí, el cantante se enamora de la acompañante del joven; los norteamericanos se percatan de que tienen al hijo del millonario y quieren quedarse con él, para lo que se desplazan a la guarida de los mejicanos, con quienes acabarán enfrentándose por la posesión del joven para conseguir el rescate. Como el cantante deja escapar a los jóvenes, que luego acaban siendo recapturados, es condenado a ser fusilado, aunque se salva gracias a una canción. Poco a poco los múltiples enfrentamientos se van resolviendo y, al final, el cantante y la acompañante se confiesan estar enamorados el uno de la otra, después de una escena de cine mudo slapstick graciosísima. Supongo que este torpe resumen le habrá hecho levantar la ceja a más de uno, pero a poco que entren en la película y comiencen a advertir el tono marxista, yo creo que deliberado, de la cinta, verán cómo no pueden dejar el visionado hasta que acabe, y cada vez con mayor satisfacción, no solo por la encantadora mezcla de inglés y castellano constante a lo largo de la obra, sino por unas interpretaciones con una comicidad desbordante, del mismo modo que los números musicales del cantante de ópera Nino Martini son la mar de efectivos, dada la calidad musical del mismo. Ida Lupino hace lo que puede en medio de esa suerte de screwball comedy y da la réplica con una soltura digna de su calidad interpretativa, por más que parezca escapársele constantemente la risa por el disparate que está rodando. Leo Carrillo, por su parte, hace un tontorrón jefe de la banda, Pablo Braganza, desternillante, cuyos diálogos con su segundo alcanzan niveles de comedia “a lo Wilder”, de puro descerebrados. En su conjunto, así pues, este The gay desperado, en titulación original, rodado en un blanco y negro con el que el director se permite algunos juegos casi expresionistas, como el de las sombras en la pared donde va a ser ejecutado el cantante, depara al espectador un rato tan agradable que agradecerá mi recomendación. La sabia combinación entre exteriores, el desierto, e interiores, el cine, la guarida de los bandidos,  le confiere a la película una variedad en la puesta en escena que garantiza una excelente amenidad en el desarrollo del trama; pero, sin duda, gran parte del humor de la película se deriva de la mezcla de idiomas y de la más que particular idiosincrasia casi antidelictiva de la banda, a juzgar por la personalidad buenista, melómana y mitómana de Braganza, el jefe de la misma. De mí sé decir, al menos, que me divertí de lo lindo, y que Mamoulian tuvo mucho que ver con ese tono de comedia disparatada, marxista, que logró imprimir a una historia tan ridícula. Una joyita que merece un visionado atento.



La pasión que lleva al abismo: "El abrazo de la muerte", de Robert Siodmak





Un clásico poderoso del cine negro: El abrazo de la muerte, de Robert Siodmak o la fuerza destructiva del ciego amor apasionado.
 Título original: Criss Cross
Año: 1949
Duración: 88 min.
País:  Estados Unidos
Director: Robert Siodmak
Guión: Daniel Fuchs
Música: Miklós Rózsa
Fotografía; Franz Planer (B&W)
Reparto:  Burt Lancaster, Yvonne De Carlo, Dan Duryea, Stephen McNally, Tom Pedi, Percy Helton, Alan Napier, Griff Barnett, Meg Randall, Richard Long.


Robert Siodmak, autor de lo que todos consideran una obra maestra del género negro, Forajidos, una adaptación del cuento The killers, de Hemingway, dirigió tres años más tarde, otra película, esta, El abrazo de la muerte, que, a mi modo de ver, no solo puede competir con aquella, sino que incluso me parece que tiene mayores alicientes. No, quizá, en la perfección formal del uso de la luz y del juego casi expresionista del blanco y negro, así como de algunos encuadres espectaculares, como el del gran espejo en cuyo fondo se sigue, desde donde están sentados los personajes que se entrevistan, el investigador, el extraordinario Edmond O’Brien de Con las horas contadas y Ava Gardner, famosa por tantas y tantas películas de obligada visión, la evolución de la amenaza que pretende acabar con el investigador y con la amante del jefe de la banda. El abrazo de la muerte, con un inicial trávelin aéreo espectacular que se resuelve en un descenso hasta el apartamento donde los protagonistas, Burt Lancaster e Yvonne DeCarlo se besan apasionadamente en el aparcamiento del local de baile del marido de ella, un gánster celoso de que ella pueda volver a reunirse con quien fue su primer marido y de quien se separó para casarse con él, comienza, pues, in media res, lo que alimenta el interés del espectador desde ese inicio, y lo mantendrá hasta el desenlace, porque la técnica del flash back, también usada en Forajidos, permite construir la historia como un mecano cuyas piezas van encajando para enorme satisfacción de quien sigue esa construcción dramática. A título anecdótico, y antes de entrar en materia, quiero dejar constancia del schock estético que produce el traje con que aparece en escena Burt Lancaster, quien tiene un tipo que soporta incluso ese atentado. La historia de un amor fou se mezcla con un atraco que le pueda permitir al enamorado, recién regresado a su Los Ángeles natal para intentar recuperar a su exmujer, aunque el pretexto sea cuidar de sus padres una vez que el hermano menor se case y se vaya del hogar familiar, conseguir dicho objetivo, recuperarla, y ser capaz, además, con el botín, de iniciar una nueva vida lejos de allí y pudiendo mantener el exigente ritmo de vida de su exmujer. El ingenuo enamorado, porque vive ciego por su pasión, se pone a disposición de la banda de un eficacísimo Dan Duryea, quien borda el papel de elegante criminal celoso, de modo que, tras haber entrado a trabajar como agente de seguridad de furgones blindados, planea lo que puede entenderse como un “robo limpio” que, como es de rigor, se complica con alguna muerte y con la tensión propia de esos robos en los que no pocos de sus participantes tienen ideas diferentes sobre el reparto del botín. La perfecta descripción de los personajes, sobre todo del protagonista, viene reforzada por una puesta en escena medidísima y ajustada a los cánones del mejor cine negro, con una barra de bar aneja a la sala de baile llena de sabor delictivo, donde un barman, Percy Helton, tiene una escena extraordinaria con el recién llegado que duda entre llamar o no a su ex, ante la sorpresa del dependiente. Cuando se produce, dentro del flash back, el primer encuentro entre Lancaster y DeCarlo, si uno presta atención a la pareja de baile de DeCarlo, no le costará trabajo reconocer a un jovencísimo Tony Curtis en un papel tan fugaz como el de Glenda Jackson en la película de Anderson, El ingenuo salvaje, idéntica primera aparición en pantalla. Es curioso tener noticia de cuándo fue la primera aparición en pantalla de quienes luego se convierten en auténticas estrellas. La trama, a partir del irremediable reflechazo de ambos excónyuges, progresa de forma clásica en este tipo de películas, y en modo alguno quiero estropear a los espectadores la sorprendente evolución de la misma, pues en ella radica lo esencial de la película. En cualquier caso, y si se me hace, caso, puedo garantizar que nadie se verá defraudado por la película, llena de tensión dramática, erótica, policiaca y emocional. La dirección de Siodmak, en la línea de Forajidos, potencia el claroscuro y se apoya efectivamente en la poderosa música de Rosza, el mismo compositor que usó para Forajidos, capaz de reforzar tanto el suspense propio de la trama delictiva como, principalmente, la tensión amorosa de quienes quieren huir para iniciar una nueva vida, salvo que el destino depare sorpresas, que las depara. Felicidades a quienes aún no la hayan visto. Yo tendré que esperar unos diez años para que se me desdibuje y poder volver a disfrutar con ella.

lunes, 17 de octubre de 2016

Las dos caras de Bergman: el neorrealismo y la comedia moral: Ciudad portuaria y Una lección de amor.



   

Dos películas de Bergman tan poco vistas (me imagino) como tan excelentes: Ciudad portuaria, un punzante drama social, y Una lección de amor, una deliciosa e inteligente comedia matrimonial.


Título original: Hamnstad
Año: 1948
Duración: 99 min.
País: Suecia
Director: Ingmar Bergman
Guión: Ingmar Bergman, Olle Länsberg (Novela: Olle Länsberg)
Música: Erland von Koch
Fotografía: Gunnar Fischer
Reparto: Nine-Christine Jönsson, Bengt Eklund, Mimi Nelson, Berta Hall, Birgitta Valberg, Sif Ruud, Britta Billsten, Harry Ahlin, Nils Hallberg.


Título original: En lektion i kärlek
Año: 1954
Duración: 96 min.
País: Suecia
Director: Ingmar Bergman
Guión: Ingmar Bergman
Música: Dag Wirén
Fotografía: Martin Bodin (B&W)
Reparto: Eva Dahlbeck, Gunnar Björnstrand, Yvonne Lombard, Harriet Andersson, Åke Grönberg, Olof Winnerstrand, Birgitte Reimer, John Elfström, Renée Björling, Dagmar Ebbesen, Sigge Fürst

Pensé en dedicarle una crítica a cada película, pero, por no abusar de la paciencia de los atrevidos lectores de este impertinente Ojo cosmológico, he decido agruparlas como las dos caras de una misma moneda, la del director sueco, usualmente encasillado en la parte sombría de la experiencia humana, como sus películas más famosas nos han casi obligado a hacer, desde El séptimo sello hasta Fresas salvajes, pasando por Persona, Secretos de un matrimonio o Gritos y susurros. Pero la obra de Bergman va mucho más allá de ese encasillamiento, no solo porque es más prolífica de lo que muchos creen, sino, sobre todo, porque hay en el director sueco un gusto por la comedia y un saber hacerla que sus buenos aficionados estimarán como yo lo hago, porque una película como Lección de amor tendrá una continuación espléndida, rayando en la perfección, en El ojo del diablo (1960), una recreación divertidísima del mito de Don Juan, una auténtica joya, esta sí que me parece que desconocida incluso para cinéfilos de pro, y que, gracias a mi filmoteca particular, esa especie de cueva de Alí Baba de los tesoros cinematográficos, descubrí hace algunos años. Hoy cumple, sin embargo, detenernos en este par de películas de lo que no sé si podríamos llamar, en puridad, primera época, porque las constantes en el cine de Bergman parecen trazar una línea continua que imposibilita la percepción de esas posibles etapas de su cine. Tan Bergman, por los encuadres, la puesta en escena, el uso maravilloso del primer plano, el blanco y negro de contrastes suavizados o enconados, en función del contenido de la escena, la impecable naturalidad de sus actores, etc.; tan Bergman es el de estas dos películas, entre las que hay die años de diferencia, como el de sus títulos emblemáticos. Ciudad portuaria, entramos ya en materia, es un drama que se abre con el intento de suicidio de una joven que, por rebeldía contra sus padres, un matrimonio que anda siempre a la greña y se desentiende de ella, ha salido del reformatorio adonde ha sido llevada por denuncia expresa de su propia madre, incapaz de “dominarla”. Los intentos de la joven por llevar una vida “normal” se ven frustrados por el peso de sus experiencias traumáticas desde que ingresó en el reformatorio y, después, por los fracasos sentimentales que la hacen desconfiar instintivamente de que cualquier aproximación amorosa a un hombre pueda acabar teniendo un final distinto del de la separación, del fracaso. La película narra, pues, la posibilidad de redención de esa joven a través de la relación con un marinero sin excesivas ambiciones que se enamora de ella y de quien se aleja por la enrevesada psicología de la joven, dominada por el miedo a ser abandonada y por la inminente reunión de sus progenitores, después de que la madre acepte la vuelta del marido del que se había separado. La vida cotidiana en las fábricas, en el puerto, en los bailes, en la escapada de fin de semana como falso matrimonio, etc., parece que nos hable de un enfoque tipo crónica social, pero, al modo naturalista, la película es el “estudio” de la protagonista, a quien sigue la cámara prácticamente durante todo el metraje de la película, una excelente Nine-Christine Jönsson que sabe transmitir en todo momento la angustia existencial en la que vive, así como también la iluminadora experiencia amorosa que tanto le cuesta aceptar sin el miedo a ser burlada y abandonada. La película muestra el tipo de vida que se tenía en los reformatorios y, a través de una de las amigas de ese internado, un caso de aborto que acaba con la muerte de la paciente, después de haber abortado de forma clandestina y en unas pésimas condiciones. La película presta especial atención a las relaciones laborales en las que el acoso a las empleadas forma parte de las “maneras tradicionales” de los jefes y empleados, por ejemplo, quienes buscan cambiar favores profesionales por relaciones sexuales, es decir, nada que, a más de 70 años de distancia, haya cambiado lo más mínimo, a juzgar por las noticias. Bergman, con exquisita sensibilidad , sobre todo a través de la interpretación de la protagonista, tanto en exteriores como en interiores sabe conseguir esa veracidad que permite al espectador asistir a una de esas tranche de vie que decía Zola, un trozo de vida representado ante sus ojos con una capacidad de impresionar que no le permite al espectador refugiarse en distancia alguna: Bergman tira del espectador y lo mete de hoz y coz en la pantalla, para seguir, casi tocando las narices a los protagonistas, totalmente entregado la dramática peripecia vital de sus personajes, seres corrientes, vidas ordinarias, conflictos eternos. Llama mucho la atención un diálogo entre un marinero viejo y otro joven. El viejo sale a bailar, para pasar la tarde del domingo. El joven dice que se queda a leer y le pregunta al viejo si él no lee. Leía, pero he dejado de hacerlo: los libros lo complican todo, le responde, momento en el que el coprotagonista lanza el libro sobre el colchón y decide salir también. Ciudad portuaria es una obra sobre la clase obrera y la puesta en escena lo refleja con especial propiedad. No solo en la humilde casa de la protagonista, sino también en espacios comunes como la playa, el transporte público, la sala de baile o los espacios laborales, como la fábrica donde la protagonista se machaca las manos en su cometido o el puerto donde el estibador trabaja al aire libre. Se suma, pues, Bergman, a un afán casi documentalista que levanta ata de las condiciones de vida de la clase trabajadora, de sus frustraciones, de sus miserias y, dado el final optimista, tras tantas decepciones, también de sus esperanzas. Una lección de amor, por el contrario, hemos de situarla en la pequeña burguesía profesional, personas con sólida formación y un tipo de vida rutinaria que acaba convirtiéndose en una monotonía que fulmina la ilusión de vivir, aunque asegure la tranquilidad. El conflicto se centra en un matrimonio en el que él, un ginecólogo e investigador, se siente atraído por una paciente que lo seduce en su consulta, devolviéndole, en esa peligrosa mediana edad por la que atraviesan todos los matrimonios en exceso acomodaticios, una alegría y una vitalidad que creía definitivamente perdida en aras de la paz hogareña, de la crianza de los hijos y de la atención a los padres. La mujer descubre la infidelidad y sorprende al marido en el hotelito de fin de semana donde, bajo  pretexto de las típicas sesiones del no menos típico y soporífero congreso profesional, se resarcía de la monotonía de su matrimonio. A partir de ese momento, y con un divorcio de por medio, se inicia la reconquista del bien que solo se echa de menos cuando se pierde. Aunque siempre domina el tono de comedia inteligente y sofisticada, la película es toda una radiografía del aburrimiento conyugal burgués, al mismo tiempo que una encendida loa de dicha institución, gracias a los flash back a que nos envía un viaje de ambos esposos separados, camino una de un nuevo matrimonio con el mejor amigo de ambos, con quien ya estuvo a punto de casarse una vez, frustrada ceremonia nupcial, cura de por medio, que constituye una de las mejores secuencias de la película, y camino él de torpedearlo con sus mejores artes estratégicas. Ambos actores, en total estado de gracia interpretativa, sobre todo la inconmensurable actriz  Eva Dahlbeck, cuya interpretación llena de gracia, picardía, ironía, ternura y naturalidad es la mejor baza de la película; secundada, claro está por Gunnar Björnstrand, actor emblemático de Ingmar Bergman, pues aparece en la mayoría de sus películas más famosas. Aquí, ambos, componen una especie de guerra de sexos en un guión ingenioso y perfecto que mantiene interesado al espectador a lo largo de la película, todo ello con un ritmo perfecto para dosificar no solo los gags sino también esa visión levemente ácida que Bergman, entre sonrisas, deja escapar casi como una necesidad, no vaya a ser que, por el tributo genérico, la comedia, van a pensar que el matrimonio es un camino de rosas, en vez del de espinas que él ha sabido retratar como nadie: “El amor es una mueca que acaba en un bostezo”, le dice la mujer al marido, para cortar de raíz cualquier presunción de que pudiera volver con él. “Devuélveme tu amor y lo conservaré como una reliquia”, le dice él, inflamado de amor, teniendo presente todos y cada uno de los momentos en que ella ha colmado el presente tranquilo que siempre ha deseado vivir, y del que ella le dice, cuando él le pregunta por sus deseos más profundos, “que nada cambie, que todo siga igual”…, con la única excepción de querer volver a ser madre; todo ello en una escena en primer plano llena de intimidad conyugal naturalísima, como tantas y tantas otras en que la cotidianeidad de la vida en pareja es captada con una espontaneidad maravillosa, como cuando pasean por el bosque fumando y el humo parece solidificarse fugazmente entre la vegetación. La comedia aborda desde una suave crítica a la institución lo que de poderoso vínculo tiene entre dos seres humanos, su capacidad para forjar una sólida unión que vaya más allá de las tentaciones fugaces o de la posible propia inclinación al abandono y la rutina. De hecho, el marido abandonado ha de conseguir sacar su mejor inventiva para convencer a su esposa de que aún es digno de seguir siendo amado por ella, a quien ha defraudado, y con quien él se ha defraudado a sí mismo. No sé si puede considerarse una herejía  poner en relación Una lección de amor con el afamado toque Lubitsch, pero los diálogos ingeniosos de la película y la desprejuiciada ironía derramada con donosura a través de cualquier situación, llegando incluso a la irreverencia, me parece que tienen en Lubitsch un referente adecuado para entender la gracia desbordante de esta película de Bergman. De hecho, si la actuación de Eva Dahlbeck se hubiera de comparar con la de otra actriz famosa, no dudaría en compararla con la Jeanette MacDonald de El desfile del amor, en cuanto a nivel de frescura, gracia y espontaneidad. En fin, deseo que todos aquellos a quienes Bergman les ha sobrecogido el alma en no pocas ocasiones, vean cuanto antes esta Lección de amor o, en su defecto, El ojo del diablo, para agradecerle pasar un rato tan estupendo, tan agradable y, por supuesto, inolvidable.

lunes, 10 de octubre de 2016

“El ingenuo salvaje”, de Lindsay Anderson: La emoción placada.





Un drama amoroso y social ambientado en el rugby con un Richard Harris “a lo Brando” en un poderoso blanco y negro de Lindsay Anderson: El ingenuo salvaje.

Título original: This Sporting Life
Año: 1963
Duración: 129 min.
País: Reino Unido
Director: Lindsay Anderson
Guión: David Storey (Novela: David Storey)
Música: Roberto Gerhard
Fotografía: Denys Coop
Reparto: Richard Harris, Glenda Jackson, Rachel Roberts, Alan Badel, William Hartnell, Colin Blakely, Arthur Lowe, Vanda Godsell.


Quien lea en el reparto el nombre de Glenda Jackson h de llamarse forzosamente a engaño. Tuve que visionar dos veces la película para descubrir su presencia en una escena colectiva en la que aparecía cantando el cumpleaños feliz a uno de los personajes centrales. Así pues, olvídese, a partir de ahora, el espectador, de aguardar su irrupción en escena porque no hay tal. En cambio, sí que tendrá la oportunidad de contemplar a lo largo de la película dos interpretaciones mayúsculas: la de Rachel Roberts y la de Richard Harris, ambos en un estado de gracia tal que la responsabilidad de la excelencia de la película, además de la excelente historia de David Storey recae en su maravilloso trabajo, lleno de fuera, verdad y expresividad contenida y desatada según lo exige el guion de sus amores imposibles. El título inglés This sporting life usa un adjetivo, sporting, con variadas connotaciones que se ajustan a la perfección al desarrollo de la trama: una vida arriesgada, una vida en la que se ha de apostar, una vida en la que hay que jugar limpio y, finalmente, una vida dedicada al deporte, claro: un minero que juega al rugby y que se aloja en una casa de huéspedes comienza a destacar en su deporte y es fichado por un club que le paga una ficha pareja a la condición de estrella en que la tal lo convierte. De ser un hombre anodino, introspectivo y callado, se convierte en protagonista deseado, por las mujeres, y admirado socialmente. Se trata de un ser bastante primitivo que está enamorado de su patrona, aunque esta, viuda, no quiere complicarse la vida con otro hombre después de la mala experiencia que tuvo con el padre de sus hijos. Accede a las pretensiones sexuales del ídolo, pero, trastornada por la mala experiencia que vivió, se resistirá a entregarle su corazón y el amor que, sin embargo, el jugador siente poderosamente por ella. En esa lucha casi titánica se suceden las alternativas de entrega y rechazo que acercan y separan a los amantes. La película se cuenta, en parte, a través de un flash back que llega hasta el presente, y desde el que va más allá, hacia el desenlace, que no es difícil intuir cuál será. El pequeño mundo de barrio y el ambiente de un deporte tan popular en Gran Bretaña como el rugby, con sus estrictos códigos de honor, contribuyen a hacer de la película un drama potentísimo que encuentra en el blanco y negro espectacular de Richardson un aliado imprescindible para transmitir la intensidad de una pasión como pocas veces se puede vivir a través de la pantalla. La historia del auge y la caída de un deportista no es un tema nuevo en el cine, desde luego; pero en este caso, tan doméstico, podríamos decir, tan de “andar por casa”, al tratarse no tanto de un deporte de masas, como de un rito social, nos permite vivir con interés antropológico y con profunda emoción esa historia tan vieja como el mundo y, sobre todo, la dureza implacable del amor maldito. Richard Harris, a quien hiciera mundialmente famoso la película Un hombre llamado caballo, una excelente película, exhibe en esta película un conjunto de registros que lo ponen a la altura de Marlon Brando en no pocas de sus célebres interpretaciones, pero, sobre todo, en Un tranvía llamado deseo y en La ley del silencio. Harris hace profundamente humano y convincente su personaje, un ser simple que ama desesperadamente y que se las ve y se las desea para sobrevivir frente a una sofisticación, como la seducción de que lo hace objeto la esposa del dueño del equipo, ante la que se siente desarmado. La camaradería deportiva, la vida de barrio, la lealtad a sus compañeros, la extraña relación con su padre y la inexplicable resistencia de su patrona a dejarse tentar por la vida feliz de hombre casado que él le ofrece, unido al triunfo y declive de su carrera deportiva conforman una película cargada de una emoción particular, intensísima, que se sigue en un arrobo literal, dejándose impresionar por las imágenes espectaculares del blanco y negro que Anderson usa con la intención de fusionar luz y sentimientos en esos contrastados claroscuros que acaban desgarrando al espectador. Sé que suena a viejuno, pero la verdad es que ya no se hacen películas así. Anderson está más cerca, en esta película, de Bergman que de ningún otro, por ejemplo; aunque está clara la filiación inglesa de este free cinema del que él es, acaso, su mejor representante.

Naturaleza contra Industria o el odio de clase en “Juego sucio” de Hitchcock.



Juego sucio: una película social y ecologista del primer Hitchcock sonoro.

Título original: The Skin Game
Año: 1931
Duración: 85 min.
País: Reino Unido
Director: Alfred Hitchcock
Guión: Alfred Hitchcock, Alma Reville (Obra: John Galsworthy)
Fotografía: Jack E. Cox (B&W)
Reparto: Edmund Gwenn, Jill Edmond, John Longden, C.V. France, Helen Haye, Phyllis
Konstam, Frank Lawtn.

Hitchcock tiene una historia cinematográfica lo suficientemente larga como para rastrear su genio artístico aun hasta en la, en apariencia, más intrascendente de sus películas. Es el caso de esta Juego sucio en la que, a pesar de su origen teatral, logra imprimir a las imágenes ese toque que después lo haría tan famoso. La historia de un enfrentamiento entre un terrateniente y un industrial, vecinos que se odian “cordialmente”, cuyos hijos están enamorados, por cierto, muy a lo Romeo y Julieta, y quienes, además, contemplan esas reyertas y odios como un pasado que ellos han de superar, logra atraer por completo la atención del espectador, quien no solo disfrutará con el planteamiento digamos ideológico de la película, muy de nuestros días, por su ecologismo militante y su crítica del progreso a toda costa, sino por escenas tan propias de Sir Alfred como la de la subasta, que a más de uno le traerá a la memoria la celebérrima de Con la muerte en los talones. Rodada en blanco y negro, Hitchcock describe con sobriedad las personalidades de los rivales, los altivos terratenientes y el campechano industrial, y la trama se complicará con un chantaje social que acabará en drama, para escarmiento de ambas familias, que quedarán igualmente destrozadas. Hitchcock se complace en la descripción de esa aristocracia rural decadente, capaz de la conducta más miserable para imponer su derecho de propiedad sobre la tierra, el paisaje y aun la historia, sin reparar en nada. Por otro lado, la descripción del grosero industrial que ha hecho de su desquite a través de su poder económico el único objetivo de su vida, adquiere un relieve en todo comparable al de los arruinados vecinos a quienes quiere privar de un paisaje emocional levantando una fábrica ante sus mismísimas narices. Que el idustrial esté interpretado por Edmun Gwenn poco le dirá en principio al lector de esta crítica, pero si le recuerdo que Gwenn fue el protagonista de Calabuch, de Berlanga o de Pero... ¿quién mató a Harry?, del propio Hitchcock, enseguida le vendrá a la memoria un prodigioso actor de la estirpe de nuestro admirable Pepe Isbert, por poner un ejemplo de absoluta naturalidad interpretativa. Gwenn lleva, propiamente, el peso de la película y es capaz, eficazmente ayudado por el resto, de concederle una verosimilitud a la película que se gana la credibilidad del espectador. A medida que avanza la historia, advertimos que los temas planteados en la película van más allá del mero entretenimiento de una trama más o menos discreta, como ocurre en algunas de sus películas más famosas, y exigen del espectador, y del propio director una posición ética que tome partido. Resulta difícil escoger entre dos muestras de odio y de venganza, sutiles o francos, y eso es lo que nos quiere dar a entender Hitchcock cuando, en la escena final, consumada la tragedia, los enamorados se dan la mano a hurtadillas, sellando mediante el amor la superación de las rivalidades que han hundido en la miseria moral a sus progenitores. Un detalle fílmico muy del Hitchcock célebre que vendrá, sin duda, y del que ya advertimos en este Juego sucio no pocas manifestaciones.



Extraña y parsimoniosa adaptación de "1280 almas" por Bertrand Tavernier.


Entre el magnetismo y el aburrimiento, Tavernier y el tempo desasosegante de 1280 almas.

Título original: Coup de torchon
Año: 1981
Duración: 128 min.
País: Francia
Director: Bertrand Tavernier
Guión: Bertrand Tavernier, Jean Aurenche (Novela: Jim Thompson)
Música: Philippe Sarde
Fotografía: Pierre-William Glenn
 Reparto:
Philippe Noiret, Isabelle Huppert, Jean-Pierre Marielle, Stéphane Audran, Eddy Mitchell, Guy Marchand.

Dejemos de lado que en la edición francesa de 1280 almas estas quedasen reducidas a 1275, por un prurito contable del editor que se metió en contabilidades que no debía; pero lo más sorprendente de esta adaptación de Taverniere del clásico de Jim Thompson es su ubicación en África, en la Francia colonial, lo que añade a la historia ya conocida una dimensión que parece reescribirla, no solo por la propia historia del protagonista, sino por la de otros personajes que solo parecen entenderse en ese contexto colonial, como el protagonizado por una Isabelle Huppert a quien Bertrand Taverniere ya había dirigido antes de que esta se hiciera famosa por La encajera.  La película añade una visión del colonialismo opresor de los negros que el director toma de Viaje al fin de la noche, de Céline. La trama avanza con un tempo exasperantemente lento que ni siquiera se ve alterado por el inicio de los asesinatos con los que el único policía francés de la ciudad colonial pretende reivindicarse frente a quienes ponen de manifiesto su pusilanimidad, su miseria moral y su insignificancia social. Que en ese contexto, el personaje interpretado por Huppert sea capaz de agradecerle con su sumisión sexual el haberla librado del marido celoso y dominante al que se sentía ligada por estricta necesidad no llama la atención frente a la situación incestuosa de la mujer del protagonista y su hermano, un vividor sin recursos, que convive con ellos. La situación es grotesca de principio a fin, así como esperpénticas son las relaciones humanas y las situaciones en que se ven los personajes, acuciados por un clima y una marginación social respecto de la metrópolis que convierte sus vidas en auténticas fantasmagorías. La “rebeldía” autoafirmadora del policía asesino no implica que su resolución abone un cambio de actitud o un replanteamiento de sus inexistentes convicciones, más allá del dejar hacer y el dejarse llevar que caracterizan su existencia. Así pues, lastrada por ese tempo desasosegante que exige del espectador no poca inversión de paciencia para dejarse, literalmente, “empapar” por la deriva viscosa de la vida del protagonista, un ser absolutamente sin atributos, la película se alarga innecesariamente, perjudicando lo que podría haberse convertido en una auténtica joya cinematográfica, porque el escenario, Senegal, y el mimo con que Taverniere ha rodado en él, otorgan a la película una potencia visual singular. El lánguido deambular de protagonista por su existencia y por la de quienes lo rodean y lo vilipendian consigue abrumar al espectador, quien, como ya he dicho, ni siquiera cuando llega el tiempo de la venganza, consigue resarcirse de la morosidad infinita con que todo le está siendo contado, a pesar de las notabilísimas interpretaciones de todo el reparto. Es más, esta adaptación de 1280 almas,  una película de festivales, que una película para el público, sin duda; pero, y aunque solo sea como auténtica rareza, merece un visionado por parte del cinéfilo, que quede claro. Al aficionado al cine sin más, no se la recomiendo, la verdad sea dicha, a pesar, en este caso, de una excelente Huppert llena de verdad y de belleza interpretativas.



Un clásico del cine negro demasiado olvidado: "El reloj asesino", de John Farrow.



Cine negro pata negra: extraordinaria trama y mejor interpretación: El reloj asesino, de John Farrow.
  
Título original: The Big Clock
Año: 1948
Duración: 95 min.
País: Estados Unidos
Director: John Farrow
Guión: Jonathan Latimer (Novela: Kenneth Fearing)
Música: Victor Young
Fotografía: Daniel L. Fapp, John F. Seitz (B&W)
Reparto: Ray Milland, Charles Laughton, Maureen O'Sullivan, George Macready, Rita Johnson, Elsa Lanchester 
Cuando, llevado por mi devoción a Ray Milland, escogí El reloj asesino, dudaba si había visto o no alguna película de su director, John Farrow, acaso más conocido por haberle dado el apellido a Mia Farrow, protagonista inolvidable de La semilla del diablo. Ahora sé que he visto dos de Farrow con ese gran actor que fue Robert Mitchum:  Las fronteras del crimen y Donde habite el peligro, dos muestras de cine negro, con reparos, que se unen a este reloj asesino que me parece muy superior a esas otras dos, sobre todo por el perfecto acabado de la obra tanto desde el punto de vista de la puesta en escena, como de la interpretación y, por supuesto, de la historia. La trama está ambientada en el mundo del periodismo y se presenta como un argumento de falso culpable que, angustiado, ha de desarrollar su más vivaz ingenio para conseguir no ser acusado del asesinato que no ha cometido. La presencia de un inconmensurable Charles Laughton como director de un grupo periodístico con varias publicaciones, entre las que destaca la dedicada a los crímenes y escándalos, dirigida por Milland, es ya una garantía de que el proyecto no podía ser un proyecto cualquiera. Supongo que la presencia de Laughton había de incluir la de su mujer, Elsa Lanchester, en un delicioso papel como pintora que ha de revelar, con un retrato el verdadero rostro del protagonista, al que se conoce por un nombre falso; los aficionados no olvidamos el papel estelar que tuvo como enfermera de Laughton en Testigo de cargo, desde luego. Que la acción transcurra casi íntegramente en las dependencias del grupo periodístico permite una puesta en escena en que se acentúa la complejidad de la trama, con entradas, salidas, ocultamientos, amenazas, etc., que mantienen en vilo al espectador; además de potenciar el blanco y negro de una fotografía excelente, ajustadísima a la voluntad de thriller clásico de la cinta, rodada en pleno auge del género. El humor, constante a lo largo del desarrollo de la trama, permite ver la aventura de Milland como una suerte de autoparodia, porque el genial descubridor periodístico de exclusivas para resolver crímenes que traen de cabeza a la policía, se ve en la necesidad de descubrir al asesino de la amante del director, que no es otro que él mismo, a juzgar por los testimonios de quienes lo vieron entrar en casa de la asesinada con posterioridad a su estancia en ella. La trama, así pues, adquiere un valor primordial en el desarrollo de la película, contada a partir de un flash back que nos permitirá enlazar con el presente para asistir al desenlace de la trama cuando ya se le vuelve imposible al director de la publicación ocultar que el “desconocido” al que buscan, un tal Jefferson Randolph, no tiene otro rostro que el del director del magazine, Milland. Como línea argumental complementaria ha de tenerse en cuenta que la situación privada de George Stroud, a quien interpreta Milland, lo acucia para llegar a tiempo de tomar un tren con su mujer y su hijo para pasar las primeras vacaciones en seis años, sin ni siquiera haber tenido luna de miel, porque hubo de atender la petición de su editor para encargarse de un caso criminal que les reportaría inmensos beneficios y notoriedad. Después de perder el tren, Stroud acaba pasando la velada con la amante del editor y juntos urden un plan para vengarse de él, sin saber que el editor, llevado por la cólera en una de sus muchas discusiones acabará golpeándola con un reloj y matándola. El reloj asesino es una película más que notable y, sin embargo, poco celebrada, a mi parecer, porque con lo que a mí me gusta el cine negro y no tenía ni la menor idea de su existencia, lo cual no significa nada, dadas mis limitaciones, pero sí denota, una cierta marginación de la que me parece urgente que salga. Es evidente que no tiene la “densidad” específica de obras maestras del género, por supuesto, pero estoy convencido de que nadie que se siente a verla podrá negar que ha pasado un rato delicioso y que las interpretaciones rayan a una altura extraordinaria. Y no olvidemos esa línea sutil humorística que contrapuntea el desarrollo de la trama en todo momento, aun en los más comprometidos para el protagonista. En fin, una película sorprendente, y que no ha envejecido lo más mínimo. Ya están tardando…en verla.