jueves, 30 de abril de 2020

«Código 46», de Michael Winterbottom, o los virus del futuro…



La vida bajo control en la época de la genética y el libre uso de los virus o un viaje al amor imposible…en los tiempos peligrosos del futuro inmediato.


Título original: Code 46
Año:  2003
Duración: 90 min.
País: Reino Unido
Dirección: Michael Winterbottom
Guion: Frank Cottrell Boyce
Música: David Holmes
Fotografía: Marcel Zyskind, Alwin Kuchler
Reparto: Tim Robbins, Samantha Morton, Om Puri, Jeanne Balibar, Togo Igawa, Essie Davis, Nina Fogg, Bruno Lastra, Emil Marwa, Nabil Massad, Taro Sherabayani, Christopher Simpson, Benedict Wong.

No tiene suerte Samantha Morton con los directores de renombre. Trabajó con Woody Allen en uno de sus bodrios, Acordes y desacuerdos, y poco tiempo después con Winterbottom en la presente. Seguramente no hubiera hecho la crítica de esta película si hace unos días no hubiera visto Antiviral, de Brandon Cronenberg y si no estuviéramos bajo arresto domiciliario “por nuestro bien”, “para nuestra seguridad”, como defiende el autoritarismo cool del gobierno social-comunista para evitar ser diezmados por un agresivo virus cuyo origen aún se desconoce, lo cual da pie a todas las fantasías imaginables.
La película tiene sus años, pero Winterbottom es uno de esos directores a los que les gusta arriesgar y es poco amigo de repetir éxitos. En este caso se embarca en una aventura futurista -¡para aquel entonces, que no para hoy, con lo que estamos viviendo!- ubicada en lo que parece que será el centro del mundo de aquí a poco, China, concretamente en Shanghái. Es cierto que se desplaza de Seattle en un plis plas y que el mundo es, pues, pequeño como el clásico pañuelo, pero la acción se centra en Shanghái y, después, cuando acceden al mundo no protegido, en lo que parece una extensión desértica no identificada. La puesta en escena huye de la visión apocalíptica y nos ofrece dos mundos perfectamente definidos: el de los que tienen “acceso” mediante identificaciones que tienen en cuenta su carga genética y los que no, que sobreviven, como pueden, en la miseria en las áreas que circundan ese mundo exquisito de privilegiados. El mundo de los privilegiados es espectacularmente limpio y de trazo futurista que no difiere gran cosa de lo que hoy es Abu Dhabi, por ejemplo, o la propia Shanghái. La gente está muy mezclada y ser habla una suerte de koiné que suma al tronco general del inglés, muchas palabras y expresiones del castellano, del italiano y del francés, en lo que parece una suerte de deferencia cortés del Director hacia el viejo mundo en el que se hunden sus raíces culturales.
La trama es simple: un agente ha de investigar el robo de tarjetas de identificación que faculta para viajar fuera de los lugares permitidos a personas que, por su condición genética, jamás podrían disponer de ellas. En el proceso, el agente, Tim Robbins, entra en relación con María, la empleada de la empresa de credenciales y acaba teniendo una relación sexual con ella que va más allá del comercio carnal, algo que capta su esposa cuando regresa de la misión sin haber tenido éxito. Su jefa, sin embargo, que conoce la excelencia de su empleado sostiene que ha habido algún procedimiento irregular en esa actuación del subordinado y lo envía de nuevo para remediar la situación e impedir que se cometan las sustracciones que el protagonista había «permitido» en prueba de lealtad a la mujer que ha despertado tan exacerbadamente sus sensaciones. Para más paralelismos con nuestra situación actual, María le saca una credencial a un amigo que desea ir a investigar unos murciélagos en un área para la que nadie tiene acceso. Al volver a Shanghái no tarda en descubrir que el investigador ha muerto por el contagio de unos virus en un área en la que los locales están inmunizados, pero no los visitantes, razón por la cual sufre el contagio mortal el joven investigador. ¡Si la película llega a sugerir que hacían sopa con esos murciélagos, ahora mismo sería el mayor éxito en todas las pantallas del mundo!
La trama deriva hacia una huida fuera de las regiones reservados por las que se mueven los privilegiados y acaba con la pareja protagonista huyendo por parajes exóticos, lejos de la «civilización». Ella, sin embargo, como se ha operado de un dedo, se percata, al escapar con él, de que la han programado para rechazarlo físicamente, de lo que se deriva una petición de violación contra su planificación corporal a través de los virus. Desde el comienzo, sin embargo, el personaje se presenta como una suerte de sabelotodo telepático, capaz de adivinar los secretos de los demás, lo que nos demuestra al llegara la empresa, en cuya recepción ha de identificarse. Más tarde sabremos que esas dotes adivinadoras son producto de un virus que se ha inoculado el protagonista.
Hay, con todo, y quizás como corresponde a ese futuro en el que las emociones acaso jueguen mucho menos papel del que tienen ahora, una frialdad  general que se manifiesta en la pulcritud de los espacios, en la poca gente que circula por ellos, y los que lo hacen es de manera muy ordenada, y en unas relaciones interpersonales que solo levemente se acercan a los códigos de las nuestras de hoy. Es distinto cuando huyen a «las afueras» de ese mundo, pero hasta él llega el poder controlador de las instituciones que tienen códigos estrictos, como el 46, para evitar relaciones genéticas «defectuosas» o susceptibles de acabar en fracaso.
Es complicado acertar con la visión verosímil y realista -tenga los límites que tenga, genéticos o de otra naturaleza, esa «realidad»- cuando se trata de imaginar un futuro en el que, como vemos en esta película, la información genética y los virus determinan incluso nuestras posibilidades de relación; pero estoy convencido de que la circunstancia de estar confinados para defendernos de un virus logrará que se vea esta distopía con suma atención. La película es «floja», pero el interés, «enorme».


martes, 28 de abril de 2020

«Frances Ha» y «The Meyerowitz Stories» de Noah Baumbach, o la transparencia de las fuentes…




Entre Allen y Rohmer, una exploración de los destinos humanos y la desorientación vital… 

Título original: Frances Ha

Año: 2012
Duración: 86 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Noah Baumbach
Guion: Noah Baumbach, Greta Gerwig
Fotografía: Sam Levy (B&W)
Reparto: Greta Gerwig, Mickey Sumner, Adam Driver, Michael Esper, Grace Gummer, Charlotte d'Amboise, Michael Zegen, Patrick Heusinger, Justine Lupe 

Título original:  The Meyerowitz Stories
Año: 2017
Duración: 110 min.
País:  Estados Unidos
Dirección: Noah Baumbach
Guion: Noah Baumbach
Música: Randy Newman
Fotografía: Robbie Ryan
Reparto: Adam Sandler, Ben Stiller, Dustin Hoffman, Grace Van Patten, Elizabeth Marvel, Emma Thompson, Candice Bergen, Adam Driver, Sakina Jaffrey, Rebecca Miller, Danny Flaherty, Mickey Sumner, David Cromer, Andre Gregory, Matthew Shear, Annabelle Dexter-Jones, Adam David Thompson, Sigourney Weaver, Ronald Peet, Hannah Mitchell, Judd Hirsch, Josh Hamilton, Gibson Frasier, Jordan Carlos, Benjamin Thys, Lyne Renee, Gayle Rankin, Michael Chernus, Cindy Cheung, Mandy Siegfried, Victor Cruz, Joel Bernstein, Jerry Matz, Carlos Jacott.

Baumbach es un director «de moda» por su última película Historia de un matrimonio, sobre el proceso de divorcio de una pareja de artistas a la búsqueda del éxito individual. Como ya la he criticado en este Ojo, no insistiré sobre lo que, a mi entender, es una obra fallida, con una sola escena de las de descubrirse ante los intérpretes... Prefiero centrarme en dos películas, una reciente, coral, y la otra más antigua, aunque Baumbach es, en términos de Historia del Cine, un autor recentísimo. Su ascendencia autoral está definida por Woody Allen, de un lado y por la Nouvelle Vague y Eric Rohmer, por otro. De hecho, uno de sus hijos, ignoro si por esa devoción, se llama Rohmer. 
Señalado el marco “artístico” y centrados en un escenario propio de Allen, Brooklyn, Nueva York, cualquier espectador ya sabe lo que puede esperar de unas historias centradas en la clase media alta de profesiones liberales y artísticas. En The Meyerowitz Stories, Baumbach nos cuenta la historia de un artista importante, pero no lo suficientemente reconocido, en cuyo domicilio se instala uno de sus hijos con supuesta vocación artística pero con un inequívoco fracaso social para mantener su independencia económica respeto del hogar familiar.
El artista, además de ser una persona que va auténticamente “por libre” sin  obedecer ningún convencionalismo social y ser emocionalmente inestable, también está seriamente enfermo, razón por la cual los tres hermanos habrán de lidiar con su responsabilidad para con él, mucha poca o nada, en función de las diferentes vidas que han llevado.
A pesar de no tener más sustancia que las relaciones familiares que, con motivo de un homenaje retrospectivo al padre, se someterán a una crisis de identidad, la película parece una película de acción, a juzgar por la cantidad de travelines que la salpican, porque el artista está constantemente en marcha, ni se sabe hacia dónde, pero sí que a un buen ritmo. Hoffman cumple las expectativas con total fiabilidad, y el resto del reparto, a pesar del marcado tono que tiene la película de haberse rodado sobre improvisaciones, levanta la verosimilitud de esta familia de frustrados que consigue crear un mínimo de interés hacia los entresijos de la big family que es (el padre ha tenido cinco matrimonios…).
Es la primera vez, creo recordar, que soy capaz de seguir una película en la que aparece Adam Sandler y con un protagonismo tan marcado, aunque enseguida las réplicas de Ben Stiller y de Hoffman suavizan, para el poco aficionado, la presencia de Sandler. Recordemos que el hijo, Sandler, necesita un trasplante de cadera de forma urgente, o sea que se suma a la inestable condición física del padre, y todo ello para recaer, como un fardo, en el hijo “no artista” de la familia que acude al rescate familiar como el Banco Central Europeo lo hizo al rescate de España en la última crisis.
Como el argumento gira en torno a las pequeñas cosas que forman la historia de una familia, no destaco nada, para que los espectadores se sumerjan en la vida de los “artistas” cuya saga alargará  en el tiempo la hija del hijo (Sandler) del escultor, Eliza (GraceVan Patten) quien se dedica a las películas pornográficas antisistema. No son pocos los guiños permanentes a la «vacuidad» y el fracaso de un buen número de los personajes, pero todo transcurre con el tono amable de las comedias de Allen y a nadie asusta nunca nada de la que cualquiera se proponga hacer en la vida. Otra cosa es que estemos ante una colección de almas sufrientes con muy poco recorrido vital, pero eso hay que verlo.
         En la línea de como he cerrado la critica de la familia Meyerowitz, Frances Ha[lladay] es una película que explora, casi sin piedad alguna, el fracaso existencial de una joven que a sus casi 30 años ha de reinventarse a través del recorte de sus ambiciones y el reconocimiento de su realidad, dejando de lado la pretensión común de, años después de haber abandonado la universidad, estar en camino de convertirse en alguien destacado, en este caso en el mundo de la danza, que es el escogido por la protagonista para tratar de «sacar cabeza» en un mundo competitivo hasta la extenuación y en el que solo los mejores, y con no poca ayuda de la suerte, llegan al estrellato.
La película, rodada en un blanco y negro extraordinario, con una banda sonora perfecta, tiene un defecto: la actriz principal, eje de la película, Greta Gerwig, excelente directora de Lady Bird y en menor medida de la última versión de Mujercitas, representa tan extraordinariamente bien la impotencia del personaje, su incapacidad para destacar y su personalidad anodina y nada interesante que el espectador realmente «sufre» con ella, un o tras otro, todos los tropiezos vitales que la llevan a ir reduciendo el horizonte de sus expectativas personales para realizar sus «anhelos de juventud».
Con ciertos tintes biográficos, Sacramento, donde viven sus padres, escenario de la «rebelde sin causa» Lady Bird, simboliza el regreso al punto cero, el fracaso absoluto, porque en Usamérica salir para el College significa iniciar la vida independiente, y «volver» acaba de los padres, sin expectativa de llevar esa vida independiente, se considera un fracaso. Los padres le dejan claro, por supuesto, que ellos no pueden mantenerla y, por lo tanto, ha de volver a la «jungla» neoyorquina donde intentar «establecerse».
La película se abre con ese modo entre superficial, frívolo y anticonvencional que se gastan los jóvenes que comparten piso y que van cambiando de residencia en función de los intereses de los colegas con quienes conviven, los amoríos o los cambios de estatus profesional. Frances Ha es, también, la historia de dos amigas que se distancian porque la propia vida de cada cual las lleva por distintos caminos y que van reencontrándose a lo largo de la historia de la protagonista, cuya soledad radical tiene tanto que ver con su radical inseguridad y la mínima confianza que tiene en sí misma, acomplejada siempre ante el éxito de los demás, pero, eso también se advierte, sin la disciplina para «forjarse a sí misma». En vez de una road movie, bien podríamos decir que Baumbach ha dirigido una room movie, porque el principal objetivo de la protagonista es tener «una habitación propia» en el mundo, es decir, un proyecto vital. Todo ello, además, se simboliza en el título de la película, un juego conceptual metafórico que cierra brillantemente una película en la que se sufre mucho, porque la mediocridad, si bien representada, suscita dolor y compasión en el espectador. Flaubert concibió Bouvard y Pécuchet como una obra «divertida», pero emana una tristeza de ella muy difícil de ser vencida por la risa circunstancial. Así pues, y a pesar de que el humor quiere colarse en la película, la triste historia de la joven, ¡tan transparentemente interpretada por Greta Gerwig, además!, domina las reacciones de este espectador, al menos. 
Como deudora de la Nouvelle Vague -la protagonista incluso llega a realizar un viaje a París, dentro de la estrategia del «darse pisto» que en modo alguna la satisface-, la película tiene muy hermosos exteriores de la ciudad de Nueva York, y, como propina, para sus seguidoras, Adam Driver tiene un papel hasta cierto punto relevante, de joven recién salido de Stranger than Paradise, de Jarmusch, muy distinto, físicamente, del que ha dominado la atención de las espectadoras con Paterson, del propio Jarmusch e Historia de un matrimonio, del director que nos ocupa.
A pesar del sufrimiento que supone ver durante hora y media cómo todo le va mal a un personaje incapaz de reconocer su propias limitaciones, un ser sencillo y emocionalmente fiel que recibe desplantes y desaires de quienes lo rodean, hay algo del viejo espíritu alternativo de Cassavetes en esta película, el de Sombras, de su debut en 1959. El contenido, ese diálogo permanente sobre las pequeñas cosas del vivir cotidiano es ya, sin embargo, herencia absolutamente francesa. Es decir, formalmente sus raíces son usamericanas y el contenido diegético de la historia de ascendencia europea. Sin ser una película redonda, es un camino que Baumbach, a juzgar por la otra película aquí criticada, decidió no seguir explorando. Digamos que su «musa» le tomó el relevo con la magnífica Lady Bird.
        

domingo, 26 de abril de 2020

«Attila Marcel», de Sylvain Chomet, estreno en España, solo en Filmin…


El realismo maravilloso entre el dibujo de animación y el melodrama: una fábula encantadora sobre la memoria salvífica…

Título original: Attila Marcel
Año: 2013
Duración: 106 min.
País: Francia
Dirección: Sylvain Chomet
Guion: Sylvain Chomet
Música: Sylvain Chomet, Franck Monbaylet
Fotografía: Antoine Roch
Reparto: Guillaume Gouix, Anne Le Ny, Bernadette Lafont, Hélène Vincent, Luis Rego.

Primera película que veo de un director, Sylvain Chomet, ya aclamado por la crítica en su vertiente del cine de animación, donde triunfó con Bienvenidos a Belleville, otra fábula sobre el desarraigo emocional que guarda ciertas concomitancias argumentales con esta película, muy en la línea de un tipo de cine como El gran hotel Budapest, de Wes Anderson, pero sin llegar al barroco extremo de Delicatessen, de Jean-Pierre Jeunet y Marc Caro. El realismo tradicional se sustituye por ciertas situaciones que rozan lo fantástico, como ese piso que se abre en mitad del tramo de escalera, al modo como se abría un piso entre otros dos en Cómo ser John Malkovich, de Spike Jonze, y se estiliza la puesta en escena hasta conseguir una realización de interior de estudio que, mediante la escenografía, la iluminación, el vestuario y el maquillaje consigue un efecto narrativo de cuento fantástico, tanto como lo es la historia del protagonista, quien, tras ver una sucesión de malos tratos entre su padre y su madre, contempla la muerte de ambos, un suceso que lo traumatiza antes de romper a habar y que lo deja mudo de por vida, al cuidado de dos tías aristocráticas que se empeñan en convertirlo en un virtuoso del piano, carrera para la que lo educan desde que queda huérfano.
El niño, ahora un adulto de 33 años, vive sumido en una tristeza metafísica y se conduce maquinalmente, casi como un autómata, resueltamente mudo, siguiendo la vida que le «marcan» sus dos «madres», sobreprotectoras hasta la extenuación.
Por azar ¡-esa mano que escribe recto sin los renglones de los cuadernos de caligrafía!-, un disco que se le ha caído al ciego afinador de piano que mantiene afinado el suyo, el mudo protagonista acaba entrando en ese piso misterioso entre dos rellanos, el de Madame Proust, cuyo nombre nos indica claramente la función narrativa que va a cumplir en la historia.
La señora Proust es una budista ecologista que ha convertido su casa en un auténtico huerto feraz donde cultiva casi de todo. El afinador va a visitarla porque dicha señora tiene una virtud especial: mediante una infusión de hierbas de su cosecha, y mojando una magdalena en ella, al tiempo que se escucha una música escogida por el «cliente», este entra en un trance catatónico que le permite un viaje a sus más preciosos y ocultos recuerdos, aquellos que el tiempo ha erosionado de tal manera que le es a la persona imposible recordarlos. Con esta estrategia tan sencilla, pero tan eficaz, asistiremos a la «reconstrucción» de la vida de los padres de Paul, un guion existencial que tendrá las suficientes vueltas y revueltas como para mantenernos intrigados respecto del trauma sufrido por el niño y que le causó la mudez.
Como estamos ante una película poética, muy lírica, pero no exenta de un humor sutil que se articula a través de las tías, está claro que las interpretaciones son decisivas para poder mantener la «magia» de semejante relato. Y ahí, en la línea de Odette, una comedia sobre la felicidad, de Eric-Emmanuel Schmitt, como sucede con Catherine Frot, capaz de hacer verosímil lo más fantástico, las interpretaciones del elenco central de la película, sobre todo del cuarteto protagonista, con el doble papel de padre e hijo del protagonista, nos convencen totalmente de la verosimilitud de esas vidas en apariencia tan extravagantes, pero tan realistas, dentro de lo que cualquier peripecia vital permite.
La relación con la vecina budista, la señora Proust se irá estrechando, no solo por su interés vital en los viajes *anagnóricos, sino porque su modo de vida, ¡tan alejado de la aristocracia revenida y apergaminado de sus tías!, le supone una inyección vital que él agradece en lo que vale semejante apertura al mundo, más allá de la vida estrechísima que le han marcado sus tías y que él, en ausencia de una historia fiable de si mismo, es incapaz de rechazar.
La película, así pues, es un viaje a la identidad, a los estratos profundos de la memoria y a la posibilidad de tener una vida propia, todo lo cual parece, cuando conocemos al personaje, que sea imposible de conseguir. El azar, no obstante, de modo muy poético, irá trazando su camino para que el protagonista ni se dé cuenta de que se lo marca…
Hay algunos números musicales, pero la película no puede considerarse en sí misa, estrictamente, un musical. Con todo, Chomet demuestra tener muy buenas maneras para abordar uno en cuanto le dé la gana, porque los mimbres los tiene, a juzgar por los números que se incluyen en el metraje. A poco que tenga una buena banda sonora, sería capaz de reeditar los viejos éxitos de Jacques Demy con Miche Legrand…
Ahora, forzosamente he de buscar algunas otras películas del autor, sobre todo la citada ut supra, porque, aunque no sea yo muy aficionado al cine de animación, la historia del ciclista -muy parecida a la de este pianista, Paul- a buen seguro que me hará pasar un rato tan excelente como el que he pasado viendo esta fábula. A lo largo de la crítica he ido ofreciendo las referencias que permiten contextualizar la deriva artística de Chomet, y a nadie a quien le interesen los cineastas citados puede dejar de ver la presente. Le sorprenderá muy favorablemente. ¡Menudo servicio está prestando la plataforma Filmin a los buenos aficionados a todos los cines, no solo al de la todopoderosa factoría usamericana!


sábado, 25 de abril de 2020

«On approval», de Clive Brook, chispeante comedia wildeana ignorada.



Una wit comedy llena de ingenio, brillantez y con un principio y un final antológicos. Si la hubiera firmado Lubitsch, hoy la aclamaríamos como una joya.

Título: On approval
Año: 1944
Duración: 80 minutos.
País: Inglaterra
Director: Clive Brook
Guion: Clive Brook  (sobre una obra de Frederick Lonsdale)
Música: William Alwyn
Fotografía: C. Friese-Greene
Reparto: [Narrador: E.V.H.Emmett.] Clive Brook, Beatrice Lillie, Googie  Withers y Roland Culver.

Descubrí a Clive Brook  en La ley del hampa, de Sternberg, que acabo de criticar hace poco en este Ojo. Enseguida me llamo la atención el empaque físico a lo Cary Grant, la elegancia del actor de origen inglés, su dicción exquisita y un parecido inusual, en algunas tomas de esa película, con Edward Norton. Leí sobre él y descubrí que, además de sus 103 películas como actor -curiosamente la última fue El último de la lista, de John Huston, también aquí criticada, tras un parón de casi 20 año en su carrera-, Clive Brook había escrito y dirigido una película, esta, On approval. Tuve la suerte de que estuviera en YouTube y he tardado un suspiro en ver de qué era capaz tan exquisito e inteligente actor.
La respuesta no ha podido ser más satisfactoria. On approval es un delicioso juguete cómico, una wit comedy, al estilo de las obras de Oscar Wilde y con un planteamiento muy moderno y crítico, en la línea de maestros de la comedia como Lubitsch o Wilder. Después de una hilarante introducción sobre la evolución de las costumbres sociales y cómo se va definiendo el apresurado, el veloz mundo moderno -la película se abre con unas imágenes de guerra y enseguida la voz en off aclara que no, que no va a ser «otra» película de guerra más (estamos en 1944,  no lo olvidemos)- el narrador fija su atención en unos personajes pertenecientes al viejo mundo que cambiaría radicalmente con la Gran Guerra y nos sitúa ante dos bachelors  arruinados, uno de los cuales, el décimo duque de Bristol es invitado a su propia mansión para una fiesta dada por la anfitriona, una viuda norteamericana que se lo tiene alquilado.
En cuanto los dos bachelors se unen, uno de ellos le comunica al otro que va a tratar de casarse con una viuda rica, amiga de la anfitriona, para solucionar su delicada situación económica. El duque trata de disuadirlo, pero, finalmente, los dos futuros comprometidos acuerdan un original «periodo de prueba»: convivir durante un mes en la casa escocesa de la Viuda, en una pequeña isla a la que hay que llegar con un bote de remos desde el continente, esto es, desde la Gran Bretaña. El atrevimiento de semejante periodo matrimonial llama la atención de la viuda usamericana, quien se alía con el duque para «acompañarlos» en tan «singular» aventura, para contrariedad de los dos «tórtolos», aunque la decepción del aspirante es manifiesta cuando la futura novia le dice que tendrá que retirarse a dormir a la posada que hay al otro lado de la pequeña isla. Al final, aparecen los cuatro en la casa, porque el hostal donde habían reservado habitaciones está lleno y, en consecuencia, han de hospedarse todos en ella, lo cual, dado la «anómala» situación, dos solteros durmiendo bajo el mismo techo que dos viudas, obliga a la ama de llaves a irse de la casa, llevando consigo toda la servidumbre.
A partir de ese momento, la descripción de la idílica vida en común de los cuatro personajes, cada cual con sus flaquezas, se irá complicando, como los típicas comedias de enredo, hasta tal punto que las situaciones se invierten para provocar los celos de los contrarios, lo que da pie a unas situaciones muy graciosas en las que el equívoco constante provoca las sonrisas continuas de los espectadores, dada la especifica idiosincrasia de cada uno de los personajes. Lo novedoso de la situación, respecto de otros planteamientos es que la voz cantante social la llevan las mujeres, cuya posición de dominio económico sobre los hombres bien puede llevarnos a entender la obra como una película particularmente feminista, dada la parodia que se hace constantemente de los viejos «nobles» arruinados, como el décimo duque que no duda en venderse a sí mismo a través del título, a falta de adornos personales de mayor fuste.
Es evidente que estamos ante una película ingeniosa en la que las respuestas rápidas y llenas de ironía, y hasta sarcasmo, son la salsa de la representación. Todos, los cuatro, hombres y mujeres, las reparten por igual, y con la misma eficacia. Es, por lo tanto, sustancial no perder ripio del juego de réplicas y contrarréplicas que se suceden en cada escena y que satisfacen el gusto del paladar más exigente, y ahí Clive Brook, el padre de este proyecto y su verdadero impulsor, tiene una responsabilidad total. Me recuerda otra película única de un actor igualmente único: La noche del cazador, de Charles Laughton, salvando las distancias, y los géneros, por supuesto.
Como dije con anterioridad, la película tiene un prólogo que marca desde el comienzo el fino humor de todo el desarrollo de la historia, pero tiene un final onírico en clave de parodia que es una delicia absoluta. Seguro que los amables lectores de estas críticas me agradecerán que les haya descubierto esta joyita ignorada, perdida en esos anaqueles de YouTube en los que tanta calidad fílmica ignorada aguarda aún, como el arpa de Bécquer, una mano que descubra la música que hay en esos títulos «polvorientos».
A modo de aperitivo, transcribo, gracias IMDB, una muestra del tipo de diálogos que pueden seguirse en la película:
George, 10th Duke of Bristol: She's not crying because I said she was forty-one. She's crying because she is forty-one.
                                               oOo
George: You needn't try to lock your door, Maria. Only the rain will want to come in.
                                                oOo
George: [affectionately] There is only one woman in the world I would ask to be the Duchess of Bristol.
Helen Hale: That's very interesting.
George: If you ask me who she is, I will tell you.
Helen: [lovingly] Who is she George?
George: You, Helen.
Helen: I'm very touched and very flattered.
George: And I am very happy.
[George leans in to give Helen a kiss, when Helen tilts her head at the last minute to avoid it being a kiss on the lips]
George: Ahh.
Helen: Thank you, George. I suppose there's only one woman in this world who'd refuse to be the Duchess of Bristol, and if you ask me who she is...
George: Who is she then?
Helen: Me, George dear.
George: Do I hear correctly?
Helen: You're hearing perfect.
George: You refuse to be the Duchess of Bristol?
Helen: I do.
George: May I ask why?
Helen: Only because you happen to be the Duke.
                                       oOo

George: Did you know her late husband, Arthur Wislack?
Richard: Did I know him? Did I watch him with murder in my heart? Treating that divine creature with cruelty and neglect, and eventually die of drink.
George: He hated drink.
Richard: Then why did he?
George: He chose it as the most agreeable way of being unconscious while waiting his release.
                                            oOo

viernes, 24 de abril de 2020

«Antiviral», de Brandon Cronenberg, magnífica «Opera ex filio».


En tiempos del covid-19, nada como asomarse a un futuro en el que el mercado de virus, unido a la alienación de la fama, abre un nicho escalofriante de negocio…

Título original: Antiviral
Año: 2012
Duración: 110 min.
País: Canadá
Dirección: Brandon Cronenberg
Guion: Brandon Cronenberg
Música: E.C. Woodley
Fotografía: Karim Hussain
Reparto: Caleb Landry Jones, Sarah Gadon, Malcolm McDowell, Douglas Smith, Joe Pingue, Nicholas Campbell, James Cade, Lara Jean Chorostecki, Lisa Berry, Salvatore Antonio.

Sé que es mucho pedir a los amables lectores de este Ojo que se pongan delante de la pantalla para ver una película cuyo tema, la compraventa de virus de enfermedades de famosos para ser inoculados en los fans de los mismos, no es precisamente la más indicada para el actual confinamiento en que vivimos todos. Se trata de una variación sobre las películas de epidemias que tiene todos los visos de constituir una suerte de homenaje intrafamiliar, dado que el director que debuta con esta «opera ex filio», podríamos macarronear, rememora una de las especialidades familiares: la pandemia, el contagio…
Aquí se trata de la feroz lucha entre empresas suministradoras de virus de las enfermedades de los famosos, de la competencia desleal e incluso de la industria adyacente, como la composición de tejidos orgánicos a partir de dichos virus para servirlos como comida a los fans, dispuestos a cometer una suerte de canibalismo de sus ídolos, cuya «materia orgánica» les sirve de alimento. Se advierte, pues, una suerte de típico planteamiento distópico para un futuro inmediato.
La historia escoge como vehículo narrativo a un trabajador de una de las empresas que controlan la patente de sus virus para inoculárselos a los clientes. Este trabajador no solo «prueba» algunos de esos virus, sino que se los inocula para actuar como «camello» y facilitárselo a empresas menores, como la de la alimentación ya mencionada. El gran problema surge cuando una de las artistas tiene una enfermedad, que él trabajador se ha inoculado, y para la que no se ha hallado un antiviral que pueda revertir la situación, y por ahí seguirá una trama muy compleja de empresas de las que el trabajador se convierte en juguete y cobaya de sus experimentos. Confieso paladinamente que en algunos momentos de la trama me he sentido algo perdido, como suena, es decir, que me ha sido imposible determinar con claridad meridiana alguna de las famosas seis uves dobles del periodismo:  what, who, where, when, why and how…, porque estamos en presencia de una película más muda que hablada, y no siempre la claridad es la virtud máxima del guion.
Contra esa turbiedad argumental se levanta una puesta en escena en la que domina el blancor inmaculado de los espacios en los que se venden los virus, y a ese blancor almidonada se suma el del propio protagonista, Caleb Landry Jones, cuya piel blanca, casi albina, y pecosa hasta parecer la noche estrellada sobre un pergamino reluciente, constituye casi un subtema propio de la película. Si le sumamos la belleza convulsa del actor, su capacidad para constituirse en un enigma vivo, advertimos que tenemos unos ingredientes fílmicos de primera magnitud, porque los planos que consigue el director del actor son una maravilla pictórica llena de sugerencias y, cuando la enfermedad progresa hasta la efusión sanguínea, y él está confinado -¡ay, la palabra tabú!- en una habitación que de puro blanco pierde la definición de sus contornos, entonces el contraste entre el rojo vivo de la sangre y el blanco convierte la pantalla poco menos que en un lienzo y la sala donde veamos la película en un museo… Bien puede decirse que la película solo tiene un protagonista, el actor, quien sobrelleva con éxito todo el peso de la misma. ¡Menudo chollo ese rostro, ese cuerpo y esa soberbia capacidad interpretativa para cualquier director!
De más está decir que la sociedad en la que se vive de ese modo apenas nos es descrita, como si la aventura del personaje sucediera extramuros de la misma: una ciudad de la que solo conocemos el tráfico, algunas colas, como la del restaurante y poco más. Se trata, en consecuencia, de una aventura individual en un mundo de altísima tecnología y de grandes divos y divas del espectáculo cuyas vidas orgánicas, no sus peripecias sentimentales, son el objetivo de los fans. Y la película comienza así, con un cliente que va a la empresa del protagonista para que le inyecten el herpes de una cantante por la que siente algo más que admiración el cliente.
Cuando el protagonista consigue acceder a la «diosa» cuya enfermedad él mismo está «disfrutando» y se percata de que es una enfermedad irremediable, aparece un verdadero monstruo de la pantalla: Malcom McDowell -cuyo hijo, por cierto, también es un prometedor director, tal y como he criticado en este Ojo-, un actor cuya sola presencia le confiere una entidad al relato que compensa la indeterminación, la nebulosa del mismo. Al proceso de deterioro físico que acompaña al protagonista, quien parece envejecer a ojos vista, lo cual se traduce en el uso obligado del bastón, por el deterioro que sufre por haberse inoculado un virus peligroso -dado que, para entendernos, el protagonista sería algo así como un yonqui de los virus, siempre pendiente de «inyectarse» lo más excitante que aparece en el mercado, después de centrifugar la sangre en una suerte de máquina expendedora de las distintas sensaciones producidas por el virus- se suma el hecho de haberse convertido en una mercancía viva para los replicantes clandestinos de virus, quienes se aprovechan de semejante material precioso para sus negocios.
Poco a poco acaba cayendo en la red de quienes crearon un virus que la empresa del protagonista alteró hasta  convertirlo en una enfermedad mortal que acabó con la estrella infectada y amenaza con acabar también con el protagonista, quien se embarca en un intento de búsqueda de un antiviral que pueda sanar a la artista… Y desde ahí sí que no puedo progresar más…
En todo caso, el contraste entre el mundo oscuro de la especulación fuera del sistema, con esos callejones y sótanos oscuros y cochambrosos, y el blancor de la fachada impoluta del sistema revela la lucha, no entre el bien y el mal, sino entre dos males perversos y aterradores…

jueves, 23 de abril de 2020

«La ley del Hampa», de Josef von Sternberg: Otelo en los bajos fondos…



Primera película de gánsters y ya obra maestra del género, aunque el demonio de los celos puede más que la ambición del beneficio y el poder. 

Título original: Underworld
Año: 1927
Duración: 80 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Josef von Sternberg
Guion: Charles Furthman, Ben Hecht
Música: Película Muda
Fotografía: Bert Glennon (B&W)
Reparto: George Bancroft, Evelyn Brent, Clive Brook, Fred Kohler, Helen Lynch, Larry Semon, Jerry Mandy.

Josef von Sternberg fue un austriaco cuya familia emigró a Usamérica, pero a la que no le acompañó la fortuna que a otros emprendedores, razón por la cual el joven tuvo que ganársela vida de muchas maneras antes de entrar en contacto con una industria auxiliar del cine que, poco a poco, por sus propias luces naturales, le abrió las puertas a más altos menesteres, hasta llegar incluso a la dirección. En 1927 realiza esta película de gánsters en la que, como sucede siempre en su cine, son las relaciones personales entre los protagonistas las que más acaben inter4esándole a él y, por supuesto a los espectadores. Dicen los historiadores que inaugura el género de las películas de gánsters, y es cierto que muchos de sus rasgos aparecerán después en infinidad de películas, pero no es menos cierto que la intensidad dramática con que plantea el trío amoroso que se forma de una manera espontánea bien parece preludiar lo que serían más tarde sus grandes éxitos: El ángel azul, con «su» cescubrimiento, Marlene Dietrich, Marruecos o El embrujo de Shangái, entre otras que son «de dominio común».
Una baza determinante del interés de la película es la creación tan definida de los personajes: el gánster especializado en bancos y joyerías, Bull Weed, George Bancroft, el inolvidable Marshall de La diligencia, de Ford, una eterna carcajada en su boca y una seguridad en sí mismo aplastante, y, con él, su fiel Plumas McCoy, una actriz espléndida, Evelyn Brent, con un recorrido fílmico por debajo de su calidad, y, finalmente, el más complejo de los tres, Rolls Royce Wensell , un Clive Brook exquisito que escribió, produjo y dirigió una fábula wildeana, On approval , que los aficionados al cine inglés, porque la película tiene una fina ironía británica, encontrarán en YouTube.
Un  encuentro fortuito del vagabundo borracho Wensell con el atracador Weed se consolida cuando aquel, que trabaja como mozo de limpieza en un bar frecuentado por los hampones de los bajos fondos, es sujeto de un intento de humillación por parte de un gánster rival de Weed, quien le arroja un billete de diez dólares a la escupidera, aunque el mozo los desprecia, lo que enfurece al matón. El hombre es defendido por Weed y se va con él del local. No sabe por qué, pero el borracho le cae bien y le da dinero para que se adecente y colabore con él. Poco después, el gánster lleva a su novia a un piso que ha sido el refugio del atracador en los momentos difíciles y les abre la puerta poco menos que un elegante y distinguido sir británico que deja impactada a la novia del atracador. El contrato entre los dos hombres incluye que el nuevo colaborador del gánster deje la bebida y vuelva a ejercer su profesión de abogado al servicio de su nuevo patrón.
Mientras Weed da un golpe en una joyería para «sorprender» a Feathers con un collar que había visto pocos días antes, la pareja se queda sola en el piso y se inicia un juego de seducción que va a marcar el resto de la película, porque enseguida advertimos que el trasfondo gansteril no deja de ser un decorado muy elaborado de un triángulo amoroso lleno de cruces de miradas y de sospechas y de tórridas declaraciones de amor y de arrepentimientos y de desaires y, sobre todo, de unos celos descomunales trastornan por completo al gánster que se siente traicionado y que está dispuesto a cualquier cosa para vengarse de quienes le han traicionado aunque le vaya la libertad y posiblemente la vida en ello.
Uno de los puntos culminantes del relato es la fiesta anual de los gánsters de la ciudad en un bar en el que se celebra un baile en el que se elige a la reina del mismo, acto en el que los diferentes jefes se involucran personalmente  mediante la compra de los votos necesarios para que sea elegida su pareja. La fiesta es uno de esos momentos cumbre de la dirección de la película, porque en ella, con una magnífica puesta en escena, con el decorado lleno de confetis, serpentinas, globos, etc., que los protagonistas arrastran al desplazarse entre ellos como si fueran las dunas de una playa, se sustancian dos asuntos trascendentales: la rivalidad de dos «capos» y la elección amorosa de Feathers.
Lo mejor de la película lo vamos a encontrar en una multitud de detalles que, a través de los primeros planos, todos ellos de potente contenido psicológico, sobre todo de las miradas inquisitivas y patológicas de Weed, nos avisan de que la historia ha derivado hacia Otelo y de que una pluma en la cartera de su subordinado, el fino inglés que las mata callando…, actuará como el pañuelo de Yago, y que incluso, más tarde, parecerá otro pañuelo con muy distinto fin pero inequívoca alusión.
En la fiesta, momento central de la película, con unos movimientos de cámara que aprendieron Ophüls y Coppola con mucho esmero, se produce la «encerrona» a Feathers para entregarle  la banda de honor como reina del baile. Se trata de la devolución de «jugarreta» de Weed, quien dejó una prueba incriminatoria de su rival en el atraco a la joyería. Despertado de su borrachera por la pareja de su rival, Weed se tambalea hasta donde sorprende a su rival intentando abusar de Feathers, razón por la que le mata.
Weed que ha seguido el desarrollo del cambio de actitud de Rolls Royce y de Feathers, está, en el juicio que lo condena a muerte, más preocupado por el consuelo que su lugarteniente le ofrece que por la pena que le ha caído. Y aquí voy a tener que suspender la sinopsis de la historia, con un guion ejemplar de Ben Hecht, el autor de un guion que le valió el primer Oscar de la historia de los mismos en 1929 y creador de la obra The front page que dio lugar a películas como Luna nueva, de Hawks o Primera plana, de Wilder. Es cierto que en este último tercio de la película es donde se concentra la acción real de la historia, rodada con un nervio que parece mentira que estemos hablando de la primera película del género, a juzgar por los aciertos que complacerán a los espectadores, a quienes les dejo in albis respecto de cómo se resuelven ambas historias, la del condenado a muerte y la del celoso…
Ojo al metraje, 80 minutos, purita concentración narrativa, pues…






domingo, 19 de abril de 2020

«Encontré al diablo», de Kim Jee-woon y «Confession of Murder», de Jung Byung-gil, dos variaciones coreanas sobre la venganza.

Encontré al diablo
Confession of Murder


Entre la violencia extrema y la extrema inteligencia: dos planteamientos opuestos y similares sobre el gran fundamento del western: la sed de venganza.

Título original: Angmareul boatda (I Saw The Devil)
Año: 2010
Duración: 144 min.
País: Corea del Sur
Dirección: Kim Jee-woon
Guion: Park Hoon-jung
Música: Mowg
Fotografía: Lee Mo-gae
Reparto: Lee Byung-Hun, Choi Min-sik, Jeon Gook-hwan, Oh San-ha, Kim Yun-seo, Choi Moo-sung, Kim In-seo

Título original: Naega Salinbeomida (Confession of Murder) (I'm A Killer)
Año: 2012
Duración: 119 min.
País: Corea del Sur
Dirección: Jung Byung-gil
Guion: Jung Byung-gil, Won-Chan Hong, Kim Dong-Kyu
Música: Kim Woo-geun
Fotografía: Kim Gi-tae
Reparto: Jung Jae-young, Park Shi-hoo, Jung Hae-kyun, Kim Yeong-ae, Choi Won-young, Jo Eun-ji, Jong-gu Kim, Oh Young, Woong Park, Bae Sung Woo, Mi-ja Jang, Jung-Hee Nam, Ji-a Min, Jae-seung Ryu, Jang Gwang, Lee Jae-Goo, Kim Do-Yeon, Son Jong-hak.

         He de reconocer que la primera de estas dos películas no es manjar apto para todos los paladares y que la mucha crudeza de sus imágenes puede provocar no solo un fuerte rechazo, sino también alguna reacción gástrica no controlada, dependiendo de la sensibilidad ante el furioso e incontenible derramamiento de sangre, unido a otros extremos de violencia que llevaron a la película a ser prohibida en su país de origen, hasta ser estrenada con una versión expurgada. Ello no obsta, sin embargo, más allá del gore, innecesario, desde mi punto de vista, para que Encontré al diablo sea una magnífica película en la que la atracción nietzschana del abismo se apodera, finalmente, de quien quiere limitarse, en principio, a vengar la muerte de su mujer a manos de un psicópata asesino en serie, con quien acaba entablando un juego sádico que pretende reproducir el dolor, el sufrimiento y el horror que sufrió la víctima a manos de su asesino.
Un agente secreto, siempre atareado, recibe la llamada de su mujer, quien se ha quedado detenida en su coche, por un pinchazo, y está esperando la llegada de la grúa para que se lo reparen. En esas aparece el psicópata y la secuestra, para torturarla y, posteriormente, descuartizarla. En el proceso a ella le cae el anillo a la alcantarilla por donde desagua la sangre, como única prueba de que estuvo allí y allí fue asesinada. Ella es hija de un comisario de policía retirado, con quien se conchaba para que su yerno investigue la autoría de tan cruel asesinato e incluso «ejecute» al responsable completamente al margen e la ley.
Una vez que el protagonista, silencioso, eficaz y contundente, acaba descubriendo al asesino, lo maltrata hasta la extenuación y después le obliga a beber un chip que le permite al protagonista seguir sus movimientos, de modo que siempre aparece justo cuando está a punto de seguir cometiendo sus horrorosos asesinatos. En ese momento aparece y vuelve a tundirlo y a destrozarle alguna extremidad que merma su capacidad física, en un plan diabólico para irlo reduciendo poco a poco a la inutilidad.
Lo que está claro es que el proceso de transformación interior del protagonista, quien, enfrentado a un «compañero» de su perseguido, antropófago por más señas escalofriantes, es calificado por los maltratados salvajes como «uno de los nuestros», por el retorcimiento mental de disfrutar exacerbadamente con el sufrimiento ajeno, abre una perspectiva de conflicto interior que asoma muy acusadamente en el último tercio de película, cuando la trama se complica, porque el asesino logra defecar el chip, lo que hace imprevisible sus movimientos; esa «invasión» de la maldad en sí mismo, esa devoción al culto satánico que supone recrearse en el poder de infligir el dolor ad libitum, genera una angustia con la que no puede por menos de empatizar el espectador, aunque, al mismo tiempo, por la propia tradición de estas películas de “venganza”, desea igualmente que el malvado se lleve su merecido, y es capaz de justificar moralmente semejante perversión incluso dentro de un sociedad sometida a las leyes: ¡los códigos cinematográficos!, que no necesariamente coinciden con  los reales.
La película cumple muy satisfactoriamente con los propósitos de este tipo de aventuras vengadoras: el protagonista no ceja en su empeño -aunque en esta juegue con notable ventaja- y la narración incorpora suficientes dosis de suspense como para mantener al espectador acongojado por el destino de algunos personajes secundarios que…Ahí lo dejo. Digamos, bíblicamente, que de la roca brota el manantial y espero que así nos entendamos in quedar yo como un chivato chafador…
Confession of murder , no estrenada comercialmente en España, salvo en su versión de vídeo -ambas se pueden ver en Filmin- es muy distinta de la anterior, básicamente porque se añade una dimensión espectacular y un cierto y controlado sentido del humor que están completamente ausentes en la anterior, todo un ejercicio de concentración, ¡casi de mindfulnes!, en la determinación vengativa del protagonista. En la presente, hay un guion mucho más estructurado y con unos giros argumentales que recuerdan, vagamente, eso sí, a House of  Games, de David Mamet. Destacan, por otro lado, las secuencias de acción, verdaderamente magistrales y en las que el sentido del humor, casi de comedia del género slapstick del cine mudo, divierte muy legítimamente, sin apartarnos de la escalofriante historia de sadismo criminal que hay detrás. Digamos, en todo caso, que en Confessions of Murder estamos más cerca de una película de intriga al estilo de los planteamientos clásicos del whodunnit?  que de la película de asesinos psicópatas en serie, a la que pertenece Encontré al diablo («dentro de mí», podrían haberla subtitulado, al estilo de la novela de Jim Thompson…).
Un inspector de policía persigue a un asesino en serie que, tras una persecución vertiginosa, no solo logra escapar, sino que también lo desfigura cortándole la cara en la que le deja una cicatriz permanente que, a pesar de algunas sugerencias que se oyen de que se la arregle con cirugía, el protagonista prefiere mantener casi como un compromiso vital constante para acabar dando con el asesino.
Pasados los quince años a que se ha reducido la pena del asesino, este sale de la cárcel, escribe un libro en el que cuenta sus crímenes y se convierte en un star system de la redención, lo que nos lleva a una dimensión social de la película, la reacción de la sociedad y de los medios de comunicación que convierten a un asesino en una estrella mediática, un símbolo del triunfo individual a pesar del lastre de su pasado, lo que incluye hasta un club de fans femenino, porque el mozo, todo ha de decirse, es joven y guapo como cualquier actor de cine o cantante de moda. Los programas de televisión sensacionalistas no dudan en explotar la rivalidad que ha surgido entre el asesino y el detective que le persiguió sin suerte, y convocan un enfrentamiento en un plató televisivo muy bien diseñado, porque continúa haciendo progresar la acción con una tensión narrativa muy digna y nada tramposa. En esto, sin embargo, cuando están en pleno enfrentamiento televisado, se cuela una llamada telefónica de una persona que reivindica ser el asesino al que el detective buscaba y que, por supuesto, está en libertad y a punto de que expire el plazo para la prescripción de sus delitos, lo cual le permite reivindicar el protagonismo que no quiere que se lleven ni el ahora falso escritor de las Memorias de un asesino, ni el detective incompetente que no logró encarcelarlo…Como se advierte, estamos, pues, ante un juego de verdades y mentiras que garantizan la atención de unos espectadores subyugados por él y por las posibilidades que se abren con tantos giros en el guion. Y hasta aquí, claro, el resto ya cae del lado del placer individual o en grupo… de los espectadores. Sí he de decir que la realización de las secuencias de acción no tienen nada que envidiar a las mejores del cine usamericano, con las que compite de tú a tú, y que son de lo mejorcito de la película, porque, además, afectan al desenlace… Bueno, en estos casos no diría de la primera, «a disfrutarla», porque el carácter hipersanguinario de la misma no lo permite; pero sí de la segunda,  sobre todo por esa crítica implícita al fenómeno de la creación de ídolos sociales en una sociedad de consumo que incluso consume asesinos supuestamente rehabilitados, a pesar de la atrocidad de sus crímenes. Por descontado que en la segunda hay, también, una historia de amor muy intenso, como en la primera, y que detrás de ese asesino no solo va el inspector, sino también la familia de la víctima, que juega el rol a medias cómico y a medias trágico en la historia. Me parece una buena muestra de la calidad de un cine, el surcoreano cuya realidad han reconocido los Oscar este año pasado. Por cierto, del director de Parásitos, Bong Joon-ho, los aficionados pueden ver una película estrechamente relacionada con estas dos, con lo que vería una perfecta trilogía del nuevo cine negro asiático: Memories of Murder («Crónica de un asesino en serie»), con una realización sensibilísima y unas interpretaciones que ya auguraban la calidad de las de Parásitos.


jueves, 16 de abril de 2020

«El intrépido», «Río arriba» y «La salida de la luna», de, pónganse de pie, por favor…, JOHN FORD.


 
Los comienzos del Ford sonoro, con Bogart y Tracy por primera y última vez juntos,  y una joya ignorada de su pasión irlandesa: La salida de la luna. 

Título original: Born Reckless
Año: 1930
Duración: 82 min.
País:  Estados Unidos
Dirección: John Ford, Andrew Bennison
Guion: Dudley Nichols (Novela: Donald Henderson Clarke)
Música: Peter Brunelli, George Lipschultz, Albert Hay Malotte, Jean Talbot
Fotografía: George Schneiderman (B&W)
Reparto: Edmund Lowe, Catherine Dale Owen, Frank Albertson, Marguerite Churchill, William Harrigan, Lee Tracy, Warren Hymer, Ilka Chase, Ferike Boros, Paul Porcasi, Joe Brown, Ben Bard, Pat Somerset, Eddie Gribbon, Mike Donlin, Randolph Scott.

Título original: Up the River
Año: 1930
Duración: 92 min.
País: Estados Unidos
Dirección: John Ford
Guion: Maurine Dallas Watkins, William Collier Sr., John Ford (Historia: Maurine Dallas Watkins)
Música: Joseph McCarthy
Fotografía: Joseph H. August (B&W)
Reparto: Spencer Tracy, Claire Luce, Warren Hymer, Humphrey Bogart, William Collier Sr., Joan Marie Lawes, George MacFarlane, Robert Emmett O'Connor, Steve Pendleton, Sharon Lynn, Noel Francis, Goodee Montgomery, Bob Burns, John Swor, Louise Mackintosh.

Título original: The Rising of the Moon
Año: 1957
Duración: 81 min.
País: Irlanda
Dirección: John Ford
Guion: Frank S. Nugent (undefined: Frank O'Connor, Martin J. McHugh, Lady Gregroy)
Música: Eamon O'Gallagher
Fotografía: Robert Krasker
Reparto: Tyrone Power, Maureen Connell, Eileen Crowe, Cyril Cusack, Maureen Delaney, Donal Donnelly, Frank Lawton, Edward Lewy, Jack MacGowran.

Sigo, lentamente, mi camino fordiano, el de la visión de todas sus películas, que no son pocas, ciertamente, pero, si el covid-19 y otros por venir me respetan, no quiero cerrar este Ojo sin haber cumplido este objetivo, a mi entender loable, y profundamente placentero. De una tacada, en días sucesivos, añado tres más a la colección. Dos de ellas pertenecen a los primeros momentos del sonoro, en esa eterna primera época de Ford que es como una inagotable mina de oro…con algo de ganga del aprendizaje inevitable del «oficio», y la tercera se rodó cinco años después de El hombre tranquilo, aunque, rodada en blanco y negro en su Irlanda querida y mitificada, parece preceder en dos décadas por lo menos a esa joya indiscutible que tanto ha contribuido a forjar su reputación de padre fundador del Séptimo Arte.
La primera, El intrépido, es la única «tosca» de las tres. Hay una creación del personaje central, el gángster a quien el Fiscal, pendiente de la reelección, le cambia una pena de cárcel por alistarse en el Ejército y participar en la Primera Guerra Mundial. Ello da pie a un tramo de la película, la parte militar, en Francia, en la que Ford ensaya la vena cómica que tanto le tiraba y en cuya clave rodó películas inmortales, por más que no haya pasado a la posteridad como autor de comedias, sino de westerns, básicamente, y de películas «con» aventureros y falsamente «de aventuras».
El jefe de la banda vuelve de la Guerra mundial para enterarse de que quienes quedaron en Usamérica han tomado decisiones gravosas para su reputación y para la vida de personas allegadas a él, como su propio cuñado, cuya muerte jura vengar, a pesar de las súplicas de su hermana, su ojito derecho, para que no arriesgue su propia vida y libertad por vengarse. Hay una inverosimilitud radical en la caracterización de  Edmund Lowe como un gánster italiano Loui Beretti, adorado por sus padres y su hermana y mimado por su madre, siguiendo todos los tópicos predecibles. La película tiene un ritmo muy vivo, para poder contar tanta historia en tan poco tiempo y su mejor tramo es, sin duda, el del reclutamiento del gánster y sus «hazañas» en Francia. Después, tiene momentos de excelente cine negro, como el enfrentamiento entre el jefe y su lugarteniente, el impecable Warren Hymer, de cuya biografía sorprende que, dado el papel de bruto e ignorante que le reservaba siempre Ford, fuera un graduado por la Universidad de Yale, cuando quedan en la barra del bar habitual de la banda y se disparan, fuera de plano, a un metro de distancia a través de las respectivas gabardinas… Esas soluciones propias de un genio de la realización.
La segunda, Río arriba -y es raro un título de película de Ford con «río» y que no sea un western-, tiene la particularidad de reunir en el reparto a dos «jóvenes», Spencer Tracy y Humphrey Bogart, ambos debutantes ante las cámaras con papeles de relieve, tras sus primeras apariciones irrelevantes en pantalla. Estamos ante una comedia que Ford saca adelante con una especial atención no tanto a los gags propiamente dichos, que los hay, sino al ambiente general de historia coral en la que las perspectivas cómicas se multiplican. El arranque, con un desfile del Ejército de Salvación y un extraordinario Warren Hymer lanzando un torpe discurso de converso para evitar que otros caigan en el pecado, y que se cierra con una pelea de la mejor ley cuando identifica al delincuente rival, nos introduce enseguida en la prisión donde va a transcurrir buena parte de la historia, una suerte de institución familiar en la que la hija del alcaide se pasea con su mascota por la prisión y se relaciona con los condenados como si se tratara de un fuerte militar en un western. En la vida de esa cárcel es más importante la celebración del inminente partido de béisbol de la liga intercarcelaria que cualquier cumplimiento de pena que atente contra él. La historia de amor de Bogart con una interna -la cárcel es de hombres, pero justo al lado está la de las mujeres y entre ellos se arreglan para comunicarse ingeniosamente- tendrá su continuación con la escapada de sus dos amigos y el intento de acabar con quien quiere chantajearlo para apropiarse de los ahorros de su madre, una señora encantadora a quien le parecen también encantadores, ¡y aun distinguidos!, los dos amigos de su hijo que pasarán el fin de semana con ellos. Resuelto el «caso», vuelven a la cárcel justo el día en que se celebra el gran partido, para el que ambos, sobre todo Tracy, son «determinantes». Forma parte de la mejor tradición fordiana este tipo de películas corales con secundarios magníficos que consiguen una atmósfera popular que a mí me recuerda el mejor cine español de los 50. No están muy lejos de esa atmósfera las películas de Capra, con las que comparte Ford la bonhomía y esa suerte de aire de cuento de hadas en el que, aun tratándose de una prisión, en este caso,  es imposible que el mal aparezca por las pocas esquinas que hay en una película tan redonda. Aunque no estamos en presencia del Ford de su mejores conquistas, como La diligencia o la mismísima El hombre tranquilo, tampoco estamos lejos de la que él consideraba su mejor obra: Siempre brilla el sol en Kentucky, aunque aun hay un trecho que le faltaba por recorrer al maestro en el dominio de sus recursos. Secuencias como las del partido de béisbol, con las gradas llenas de presos entonando las canciones de apoyo a su equipo o la llegada de los nuevos condenados a la prisión, sometidos a la revista que de ellos hacen los veteranos, nada tienen que envidiar a las de las mejores películas de Ford.
Finalmente, le toca el turno a una película que, al parecer de los cinéfilos, es poco menos que una obra maestra que ha pasado desapercibida. La salida de la luna es un conjunto de tres piezas breves, de temáticas muy distintas que constituyen un fresco muy fiel y bien humorado de la Irlanda mitificada por el Maestro. Presentadas por Tyrone Power como una suerte de introducción al mundo irlandés para el público norteamericano, lo cierto es que su presencia no estorba ni tampoco se alarga tanto como para que nos dé tiempo a desear que desaparezca su sosa presencia y podamos continuar con lo verdaderamente sustancial: las tres historias mediante las cuales John Ford vuelve a mostrarnos la idiosincrasia irlandesa, con su entrañable inglés de acento irlandés inconfundible y tan gracioso para los no duchos en los muchos reparos que los espectadores le ponen a esos acentos en las películas. De hecho, una de las mayores habilidades de los actores anglosajones es la de ser capaces de hablar, con toda naturalidad, en el acento del sur de Usamérica, en el cockney de la clase trabajadora londinense, el highbrow de los licenciados por Eton u Oxford o el “salvaje” -que diría Samuel Johnson- acento escocés… Como Ford no pudo contar con estrellas de relieve mundial para esta película, la presencia de actores nativos permite esa homogeneidad con total fidelidad. No son pocos los secundarios de El hombre tranquilo que aparecen en estos tres cuentos irlandeses de Ford.
El hecho de que la película fuera rodada en blanco y negro, frente al deslumbrante colorido de El hombre tranquilo, la avejenta, en el sentido de que el espectador, yo mismo, la cree anterior a la otra, cuando fue rodada cinco años después. La elección del blanco y negro, así pues, es estética, y se corresponde con ese carácter tradicional de las historias que expresan la idiosincrasia profunda de un pueblo por el que no hace falta recordar que Ford sentía un afecto extraordinario e incondicional, dada su condición de hijo de emigrantes irlandeses en Usamérica. De hecho, en la tercera de las historias, sobre uno de los héroes de la lucha por la independencia de Gran Bretaña, este se llama Curran, que fue, curiosamente, el apellido de soltera de la madre de Ford. Por otro lado, es posible que el proyecto no fuera del agrado de los productores, que siempre los buscan con grandes estrellas para mejorar su beneficio, y tuviera alguna dificultad para financiarla. Es curioso, pero en el mundo del cine, ni siquiera la maestría demostrada, como en el caso de Ford, Hitchcock, Buñuel y tantos otros, te garantiza acceder a la financiación para un proyecto.
El primer corto, protagonizado por Cyril Cusak, The Majestuosity of the Law, quien interpreta a un policía que le lleva una orden de detención a un viejo propietario que vive prácticamente en la miseria, y que ha de ir a prisión por la denuncia de un vecino con quien se peleó y a quien golpeó seriamente, es un ejercicio de nostalgia de los buenos tiempos perdidos. A los dos protagonistas se les suma un par de vecinos zascandiles que hacen las veces de diminuto y alegre coro griego de la nada trágica situación en que se encuentra el «hidalgo», quien se comporta con el policía con la hidalguía propia de su condición. La anécdota está tratada desde la vertiente descriptiva y, por lo tanto, llena de pequeños detalles que afloran en la conversación o en las acciones de los personajes, como cuando, delante de todos, el propietario levanta una baldosa del suelo para enseñarles que tiene dinero con qué pagar la multa en vez de ir a la cárcel, pero que su sentido del honor, que le indica que no ha cometido ninguna fechoría, prefiere arrostrar la pena de la condena que reconocer un delito no cometido. Incluso el agredido aparece al final ofreciéndose a pagar la multa de su bolsillo, para que no ingrese en prisión, pero el viejo propietario, fiel a sí mismo, se deja escoltar por el comisario para cumplir su pena
Está claro que una crítica no puede ni debe reproducir escenas de la película, ¡faltaba más!, pero me gustaría convencer a los escépticos sobre esta joya de Ford, de que en los meandros de conversaciones sin aparente trascendencia asistimos al desnudamiento de una idiosincrasia muy cercana al propio Ford. Algo así ocurre en el segundo episodio, A Minute’s Wait, de Martin J. McHugh, en el que un tren para en la pequeña estación del ficticio pueblo de Dunfaill, un pueblo olvidado cuya cantina, cuando paran los trenes, se convierte poco menos que un club social, a juzgar por la animación de la misma. Cuando llega el tren, una pareja de ingleses, entrados en años, a quienes el mozo de la estación toma por recién casados, por uno de los constantes equívocos que se producen en el tiempo infinito de la parada, es invitada a abajar para tomar un té, diciéndoles que el «minuto» de parada que anuncia el revisor es tan elástico como para eso y para más. Y así ocurre, durante una «eternidad» se suceden diminutos acontecimientos sociales que no excluyen ni siquiera un extraordinario romance entre la cantinera y un ferroviario, con un ritmo coral sostenido con ágiles movimientos de cámara que más nos dan a entender que estamos en una asamblea popular que en una estación de tren en la que se hacen los arreglos necesarios para seguir su camino. También se logran acuerdos matrimoniales, se recuerdan viejas historias de los antepasados, etc. A mí me ha recordado al tea-party de Alicia con la liebre de marzo…, y está claro que, sin llegar a las adivinanzas carrollianas, «¿en qué se parece un cuervo a una mesa de escritorio?», hay tal cantidad de ingenio, ¡sin olvidar la música!, además, que difícilmente puede pasar desapercibida una muestra tan brillante como la resumido en la poca duración de este cuento del auténtico carácter irlandés. Nos da, el cuento, tal sensación de vida, tal impronta de naturalidad casi documental, que seguimos con la sonrisa permanentemente en los labios la sucesión inacabable de minutos de espera que lanzan a os pasajeros de los vagones a la cantina y viceversa.
El tercero relato, The Rising of the Moon, de Lady Gregory, toma el título de una vieja canción revolucionaria con la que Ford abre la película. Decir «irlandeses» y que no haya canciones y cervezas de por medio, usualmente de tipo nostálgico, muy sentimentales, es decir un desvarío. Un héroe de la resistencia contra el dominio inglés en Irlanda espera en una celda el momento de ser colgado de la horca. La repentina aparición de la hermana monja del condenado variará los planes previstos por las autoridades, porque, con la complicidad pasiva e ingeniosa de los irlandeses que trabajan para los británicos en la Administración de la isla, cuando esas dos monjas salgan se habrá dado «el gran cambiazo», huyendo el condenado y quedando en la celda una ciudadana usamericana que exhibe ufana su pasaporte como una suerte de salvoconducto que la exonera de su acción delictiva. A partir de ese momento, la historia se mezcla con una representación teatral y, dada la orden de cerrar toda la ciudad, el prisionero ha de hallar el modo como burlar a las autoridades para escapar vía marítima. La acción se centra, dese el punto de vista de los personajes cotidianos que protagonizan los tres cuentos, en el matrimonio que forman un policía que custodia una de las puertas de la ciudad llamada, por cierto, Spanish Arch, y su mujer, quien le lleva la cena. Y ahí lo dejo. Eso sí, la querella matrimonial entre ambos es una delicia…
Los tres cuentos, por consiguiente, son una suerte de loa emocionada a un pueblo que Ford idealizaba y cuya pequeña mentalidad provinciana le parecía insufrible a otro gran intérprete del mismo: James Joyce. De todos modos, ambos creadores nos han legado un retrato fidedigno del mismo en obras inmarcesibles, por su belleza intrínseca y por su interés humano. Le recomiendo muy vivamente a quienes no hayan visto esta joyita olvidada que no pierdan el tiempo y la vean esta misma noche en que lean estas líneas (si alguien las lee, claro, que esa es otra…). La tienen en Filmin, ¡dónde, si no!