martes, 31 de enero de 2023

«Aguas oscuras», de Todd Haynes o el imprescindible cine de denuncia.

 


El cine al servicio del combate contra los estragos deletéreos de la industria y el culto al beneficio por encima de todo.

 

Título original: Dark Waters

Año: 2019

Duración: 126 min.

País:  Estados Unidos

Dirección: Todd Haynes

Guion: Matthew Carnahan, Mario Correa, Nathaniel Rich. Artículo: Nathaniel Rich. Biografía: Rob Bilott

Música: Marcelo Zarvos

Fotografía: Edward Lachman

 Reparto:   Mark Ruffalo; Anne Hathaway; Tim Robbins; Bill Camp; Bill Pullman; Victor Garber: William Jackson Harper; Mare Winningham; Kevin Crowley; Trenton Hudson;

Marc Hockl;  Lyman Chen; Courtney DeCosky; Scarlett Hicks; Lea Hutton Beasmore; Denise Dal Vera; Louisa Krause; Daniel R. Hill; Chaney Morrow; Lisa DeRoberts; Brian Gallagher; John Newberg; Wynn Reichert; Tera Smith; Tyler Craig; Barry G. Bernson; Amy Morse; Jeffrey Grover; Teri Clark; Rob Bilott..

 

         Teniendo en cuenta que la primera película de la historia del cine es, según lo comúnmente aceptado, la salida de los obreros de una fábrica, no nos ha de extrañar que todo lo relacionado con el mundo del trabajo haya tenido una presencia continuada en la producción cinematográfica. Son innúmeras las películas que se abren con secuencias de los modos de producción de ciertas industrias y muchas de ellas centran la trama en relaciones laborales. Dentro del cine usamericano es, además, frecuente inspirarse en crónicas periodísticas que llevan al gran público asuntos de extrema gravedad y que logran sobresalir entre la hojarasca de lo que englobamos bajo el marbete de «política», que tantas pasiones suele levantar entre los seguidores de ese viejo arte del embaucamiento.

         Aguas oscuras, traducción literal del original inglés, se ajusta a ese género cinematográfico sobre asuntos sociales que derivan de crónicas periodísticas y que tienen que ver, como en este caso, con los excesos criminales de grandes compañías cuyos inventos tienen un lado perjudicial del que, habitualmente, quieren exculparse por los beneficios logrados con sus inventos. No sabía nada de la película, pero la autoría reputada de Todd Haynes me ha empujado a verla, y mi sorpresa ha rayado a la altura del interés que despierta enseguida la película, y en ello tiene toda la responsabilidad el producto fabricado, vendido en todo el mundo, y la actuación más que sobresaliente de Mark Ruffalo en lo que podemos considerar un tópico propio del cine usamericano: el hombre corriente y moliente que deviene un héroe ético contra todo pronóstico.

         A un bufete de abogados de grandes empresas llegan dos ganaderos en busca de representación legal para denunciar a una empresa cuyos vertidos tóxicos están produciendo la muerte del ganado y una inusitada aparición de diferentes tipos de cáncer entre la población. Los envía la abuela del protagonista,  uno de los abogados que trata de abrirse paso en la profesión. A partir de ese momento, el abogado se desplaza a la localidad para interesarse por el asunto y sugerir a los afectados que busquen a alguien que «domine» ese tema, que a él le resulta totalmente ajeno. No tarda, sin embargo, en extraer algunas cintas del material que han puesto a su disposición para comprobar el terrible alcance de la contaminación de un as aguas cercanas a su explotación ganadera y de la que beben sus reses. La película se abre, sin embargo, de modo premonitorio con la aventura de unos jóvenes que acaban su noche de fiesta saltando las vallas que protegen ese pequeño lago para bañarse en sus aguas, hasta que son echados por los vigilantes con cajas destempladas.

         Se inicia una película de denuncia social que logra demostrar el envenenamiento producido por la multinacional DuPont en la fabricación de uno de sus productos estrella: el teflón. Exacto, el revestimiento del fondo de las sartenes que impide que se peguen los alimentos que se cocinen en ellas. Que se trate de un producto tan conocido y usado por todos obliga a seguir la enrevesada trama de los componentes usados en su fabricación para demostrar con evidencias jurídicas dichos mortíferos elementos colaterales.

         No son pocas las películas de denuncia de las malas prácticas de las grandes corporaciones industriales, y la película demuestra con total claridad que los creadores del producto eran sabedores de los efectos negativos de uno de los componentes:  el «ácido perfluorooctanoico», comúnmente conocido como PFOA o C8, cuya presencia, tras la épica luchad el abogado contra la empresa, se ha detectado en el corriente sanguíneo del 99% de los usamericanos e imagino que del resto del mundo, porque ¿quién no ha cocinado con alguna sartén revestida de Teflón? Los severos efectos nocivos del C8 se manifiestan, sobre todo, en la contaminación de los acuíferos que abastecen al ganado y a la población.

         Lo usual en este tipo de películas es concentrarnos de tal manera en la historia asombrosa que tendemos a perder de vista los aspectos estrictamente cinematográficos, pero, para disfrute del espectador, Todd Haynes y su director de fotografía, Edward Lachman, han conseguido un acabado de película de autor que se centra en la tormentosa experiencia personal de un abogado que ha de elegir entre el ultimátum de su jefe o desafiar al sistema de grandes corporaciones para defender sus convicciones éticas, lo que pone en peligro su propia vida, la familia incluida,  y, por supuesto, su carrera. Sí, por supuesto, se trata de la tópica lucha individual usamericana contra el sistema, pero, como se deja bien claro en la película: nadie nos protege, ni la Justicia: solo nosotros podemos protegernos a nosotros mismos. Ello se debe a la capacidad jurídica de las grandes empresas para no solo dilatar los procesos, sino entorpecerlos o buscar acuerdos con los damnificados que eviten la responsabilidad de los grandes desastres medioambientales y su nefasta exposición pública. El estreno de la película logró que las acciones de la empresa bajaran más del 7%, por ejemplo, y es que el apasionante desarrollo de la investigación del abogado Rob Bilott, que aparece en pantalla al final de la película tiene auténtico espíritu de refinada investigación policial.

         Sí, en la mente de cualquier espectador habrá emergido la última película que cosecho un éxito de público total, Erin Brockovich, dirigida por Steven Soderbergh, un autor propenso a este tipo de cine, como la magnífica La lavandería, en la que denuncia los paraísos fiscales. Quizás el papel de Julia Roberts tenía algo más de «rompedor» que el de este abogado discreto, tenaz y convencido, pero Ruffalo consigue, con todo, emocionar con su actuación «discreta».

 

jueves, 26 de enero de 2023

«Exterior noche», de Marco Bellocchio, que vuelve, con total lucidez, sobre Aldo Moro.

 

La mejor vena del cine político italiano acerca de la extraña omertá trágica sobre el «sacrificio» de Aldo Moro al dios Estado.

Título original:  Esterno notte

Año; 2022

Duración: 300 min.

País:  Italia

Dirección: Marco Bellocchio

Guion: Marco Bellocchio, Stefano Bises, Ludovica Rampoldi, Davide Serino

Música: Fabio Massimo Capogrosso

Fotografía: Francesco Di Giacomo

Reparto: Fabrizio Gifuni; Margherita Buy; Toni Servillo; Fausto Russo Alesi; Daniela Marra; Gabriel Montesi; Bebo Storti; Federico Torre; Mattia Bisonni; Fabrizio Conti; Francesco Rossini; Gloria Carovana; Davide Mancini; Emmanuele Aita; Lidia Vitale; Jacopo Relucenti; Mattia Napoli.

 

         ¡Quién quiere enemigos, si tiene compañeros de partido? Así podría resumirse, muy sintéticamente, el desgraciado caso del secuestro y muerte del presidente de la Democracia Cristiana Italiana Aldo Moro, a cargo de las Brigadas Rojas. Acerca de ese hecho hay, hasta donde he visto, tres obras imprescindibles: Buenos días, noche, del propio Marco Bellochio; Il Divo, de Paolo Sorrentino y la presente serie, que bien puede verse y enjuiciarse críticamente como lo que es, una película extremadamente larga, pero totalmente unitaria, por más que en cada película se centre la acción en un personaje distinto de los pocos que componen esta tragedia: una pareja terrorista, Pablo VI, Francesco Cossiga, Giulio Andreotti, la mujer de Aldo Moro, Eleonora, y, por supuesto, el propio Aldo Moro.

         La película deja claro que hay hechos y personajes que responden a la realidad y que cualquier parecido es deseado, pero, igualmente, los guionistas han rellenado buena parte de los flecos de misterio que dejó el trágico suceso. Así pues, podemos y debemos de hablar de una serie de ficción que se basa en lo verosímil, además de en los hechos incontrovertibles. Lo excepcional es, en todo caso, que en ningún momento tengamos la impresión de que el congtexto de los sucesos no se desarrollara como vemos en la serie. Tiene tal alto grado de veracidad el desarrollo de los diálogos y de las emociones y reflexiones que nos ofrecen los personajes, que diríase que han hecho un pacto con el diablo para saber qué diablos, en efecto, pasó durante esos larguísimos cincuenta y cinco días de cautiverio, y qué se dijo en todos los escenarios en los que se vivió un secuestro que acabó, como es bien sabido, en tragedia, aunque, muy hábilmente, la narración juega con la ficción de un rescate con vida del secuestrado, para sorpresa y contrariedad de sus «afligidos» compañeros de partido.

         El parecido muy logrado del actor protagonista, y una descripción familiar de su vida, repartida entre su amor distante por la familia y especialmente por su nieto, su devoción religiosa y su alta responsabilidad política como forjador de la primera coalición de gobierno entre la DC y el PCI de Enrico Beringuer, frustrada por el secuestro, son una pieza fundamental de la verosimilitud de la historia, así como una visión muy ajustada de una personalidad concreta, la de Aldo Moro, un político sin responsabilidades ejecutivas, pero destacado y arriesgado ideólogo de una renovación de la estancada política italiana, llena de vetos en los que también interviene el Estado vecino, el Vaticano. Que Toni Servillo haya sido escogido por Bellocchio para representar a Paulo VI en vez de repetir su magna interpretación de Andreotti en la película de Sorrentino ya nos pone en la pista de la función complementaria de las otras dos películas que he mencionado que concede Bellocchio a esta serie. Si en su propia película la acción se centraba en el cometido de los terroristas, aquí el foco se desvía a la particular figura de Moro, quien aparece en facetas «privadas» de su vida, como la docente y la familiar, que trazan un perfil, diríamos, «inédito» para el gran público, poco conocedor, como yo mismo, de su peripecia vital íntima. Una persona ordenada hasta la manía, propensa al insomnio, de maneras suaves y afectuosas, cristiano «de base», esto es, un católico practicante y comulgante, un hombre previsor que incluso poco antes de su secuestro ha adquirido un panteón donde serán enterrados, si así lo desean, todos los miembros de su familia.

         La serie nos es bien familiar a los espectadores españoles por la descripción descarnada de la locura terrorista de las Brigadas Rojas que aquí adquirió la forma de un nacionalismo etnicista de orígenes más integristas que marxistas, por lo que la voluntad de incidir en el juego político italiano de aquellos jóvenes asesinos los distingue del objetivo independentista de la organización ETA. No otra explicación hay para que se alargara tanto el secuestro como la «necesidad» estratégica de una victoria política como la de sentar a negociar un intercambio de rehenes entre los terroristas y el Estado, algo a lo que se niegan los correligionarios de Aldo Moro, encabezados, sin duda, por la calculada estrategia del maquiavélico Giulio Andreotti, de quien se sospechaban inicuas relaciones con la delincuencia organizada y a quien nunca judicialmente se le probó nada. Otro punto fuerte de la película es el retrato de quien, desbancando a Andreotti, se convertiría en jefe del gobierno, Francesco Cossiga, de quien Aldo Moro habla como de un «bipolar» impredecible, a pesar del afecto paternal que le tiene. Su figura como Ministro del Interior es clave en aquellos días en que la seguridad del Estado está totalmente desorientada respecto del posible paradero de Moro, algo que le afecta de un modo incluso físico: la secuencia de su retiro a un cuarto oscuro donde poder permanecer aislado, en total silencio y oscuridad no sé si es un invento de los guionistas, pero es todo un acierto.

         La serie tiene una capacidad de evocar los escenarios políticos y religiosos con una fidelidad que nos hace sentirnos auténticos mirones e intrusos en sitios donde, teóricamente, nunca entran las miradas de los profanos. Léase la reunión del comité ejecutivo de la DC con el extraño resultado de que quien se opone radicalmente a la entrada del PCI acaba aplaudiendo fervorosamente a su Presidente, Aldo Moro, cuando, sin nombrarlos, habla del coraje de gobernar al servicio de los demás y salir de los círculos viciosos por lo que ha discurrido la política italiana hasta ese momento. Pasa lo mismo con Pablo VI, a quien se nos muestra como, hasta que se murió, nunca lo había visto mientras vivió: delicado como los papas actuales, Juan Pablo II, el emérito recién fallecido y el actual, que va camino, también, de la dimisión. ¡Impagable, la elección de la cruz para el Vía Crucis! Es realmente impactante la visión, encima de una amplia mesa, de los millones de liras que el Vaticano está dispuesto a pagar a los terroristas para liberar al «caro»  hermano Moro. La imagen nos trae a la memoria, por extraña asociación, el cubo inmenso de dinero que Walter White se ve obligado a guardar en un garaje porque ya no sabe ni dónde meterlo. Están a punto de abonar el dinero, pero sospechan seriamente de que hábiles estafadores quieren aprovecharse de la situación y desde el Vaticano se ordena inmediatamente detener la entrega del dinero.  En la revisión de las dependencias estatales, destaca la red de escuchas del Ministerio del Interior, que Cossiga sigue atentamente, a la espera de un hallazgo que les permita detener a los secuestradores, algo que no consiguen hasta casi un año después del asesinato.

         Una visión humana, muy humana, es la de la familia de Moro, convencida de que el partido de su marido ha decidido abandonarlo a su aciaga suerte, de que no van a mover ni un dedo para salvarlo. Ese lado del caso eminentemente político nos deja, conmovidos, ante una esposa que, en confesión —lo cual prueba la calidad de los guionistas—, expresa su lamento por el matrimonio desigual que le ha tocado en suerte, porque ser esposa de un político dedicado a tiempo total a su «vocación» no es una bicoca ni romántica ni social. Es el caso desgraciadamente habitual de los esposos «ausentes», tan propios de nuestra sociedad de adictos al trabajo. El peso de la casa, de los hijos, la soledad propia… ; todo se le vuelve amarga a Eleonora, y de ahí el desahogo. Algo parecido le ocurrirá a Moro en su última confesión, pero mejor no lo adelanto, para que se aprecie lo que significa para un auténtico cristiano un conflicto entre sus deseos y sus creencias, perfectamente representados en ese acto último que precede a su vil asesinato. Que, antes de su muerte, el único desplazamiento familiar conjunto haya sido al cementerio para ir a conocer el panteón familiar, añade un levísimo humor que, con diferentes tonalidades, también aparece en la película, como cuando el insomne Moro se empeña en querer hablar con su mujer, que pretende dormir.

         La conexión norteamericana en el caso aparece muy de refilón, porque tampoco se trataba de hacer una serie que tratara exhaustivamente un asesinato que conmovió a todo un país, aunque la familia, tras el desenlace fatal, no quiso un funeral de Estado que sí se le dedico, pero sin el féretro de Moro, una ausencia que se convirtió en el más absoluto desprecio, en la más elocuente recriminación  hacia quienes se conchabaron con la «razón de Estado» para abortar los nuevos caminos de la reconciliación y la cogobernabilidad con el eurocomunismo que auspiciaba Aldo Moro y que, en España, años después facilitaría la Transición a la democracia.

         La producción de la serie, cuidada hasta el más mínimo detalle, aporta un valor casi documental a los hechos que no opaca la brillante imaginación de los guionistas para adentrarnos en los entresijos lamentables de los poderes, en plural, los políticos, los militares y los religiosos, así como en la ebriedad violenta de unos jóvenes sanguinarios que, mediante la extorsión y el asesinato, pretendían conseguir una Italia «nueva». Hoy, en las ruinas de aquella demencia criminal, gobierna un partido de inspiración mussoliniana. Y en España también cuecen habas coligadas…

miércoles, 25 de enero de 2023

«El alucinante mundo de los Ashby», de Freddie Francis o el estilismo del terror.

 

Terror psicológico en depurado blanco y negro con un exquisito estilo más allá del propio género.

 

Título original: Paranoiac

Año: 1963

Duración: 80 min.

País: Reino Unido

Dirección: Freddie Francis

Guion: Jimmy Sangster

Música: Elisabeth Lutyens

Fotografía: Arthur Grant (B&W)

Reparto:   Janette Scott; Oliver Reed; Sheila Burrell; Maurice Denham;  Alexander Davion; Liliane Brousse; Harold Lang.

 

         He vuelto a ver Paranoiac, un título que ya da pistas al espectador, y no ese remedo de anuncio publicitario que es la invención española de la distribuidora, porque, como comprobé enseguida, el último visionado fue anterior a la apertura de este Ojo y, en consecuencia, no había escrito la crítica pertinente. Con esta, pues, son ya tres las películas de Francis que ocupan un destacado lugar en este espacio ocular, abierto a todos los géneros, y también al del terror, que fue uno de mis predilectos en mi adolescencia, cuando veía, absorto, este y otros títulos de la Hammer en los cines de doble sesión.

         Rodada en blanco y negro, con una elegancia absoluta, de la que ya es preludio la primera imagen de un acantilado sobre la que aparecen los títulos de crédito, la película se abre con el servicio religioso con que la familia Ashby honra a los padres muertos en un accidente y al hijo que se suicida tirándose, supuestamente, desde ese acantilado, y cuyo cuerpo no pudo ser encontrado. Una tía de la familia gobierna la casa en la que viven un hijo con inclinaciones alcohólicas y su hermana, trastornada mentalmente, quien, durante el servicio religioso, se desmaya porque cree haber visto en una entrada de la iglesia la figura de su hermano ahogado. Súmesele la joven enfermera contratada por el hermano, y de quien no tardamos en saber que no es enfermera pero sí su amante, lo que despierta los celos de la tía, protectora enamorada de su sobrino, de temperamento algo más que «difícil».        

         La situación es sencilla; el albacea testamentario guarda los dineros de la herencia hasta que se cumpla el plazo en que ha de hacerles entrega de él, según el testamento, a los hijos, y justo en ese ínterin la trama da un giro inesperado, y anunciado en las dos apariciones que sigue viendo la hermana, lo que sirve para avalar la opinión de su trastorno mental que exigirá un internamiento, lo que dejaría la herencia exclusivamente para el hermano: cuando la hermana decide suicidarse tirándose al mar desde el acantilado, el hermano regresado de entre los muertos la rescata del agua y la lleva a casa, identificándose como tal, a pesar de que la tía y su hermano están convencidos de que es un impostor. Este pasa, sin embargo, la prueba hecha por el notario albacea y es admitido en el seno de la familia. No obstante, ese tramo a lo «Martin Guerre» está perfectamente pautado por el guion y nos movemos por la casa, siguiendo los pasos del supuesto impostor, siempre al acecho de que se delate en cualquier momento, lo que añade un misterio de mucha fuerza a la historia. Quien sale ganando con la llegada del hermano desaparecido es la hermana, quien parece haber superado de golpe todos sus malestares psicológicos.

         El desarrollo de la trama me impide revelar más extremos de la trama, pero, aun a riesgo de cometer una torpeza, me voy a atrever con uno que la propia película desvela hacia la mitad, arruinando lo que podría haber constituido el desenlace de la misma, y amparado en ese anticlímax me atrevo yo a revelarlo: el hermano «resucitado» es, realmente, un impostor, y el urdidor de su aparición es el hijo del notario, tan ambicioso como el hermano alcohólico, quien va detrás de la considerable parte de la herencia que le tocará en suerte. Gracias a él sabemos que han sido sus informaciones, porque él ha sido compañero de juegos de los dos hermanos, las que le han permitido pasar el examen del notario con sobresaliente.  El problema surge cuando el impostor, recibido tan cariñosamente por su hermana, y viendo cómo su tía y su hermano quieren trastornarla con innobles fines, se enamora de esta y comienza a dudar de su criminal cometido en la trama. Y ahí lo dejo, porque este saber no es decisivo para la evolución de la trama, que se orientará hacia las tinieblas del trastorno mental y hacia un planteamiento gótico que se compadece plenamente con la casa aristocrática en la que ocurre buena parte de la acción, aunque los exteriores, y recordemos que está filmada en cinemascope,  son de una belleza muy lograda, y no hay más que fijarse en la secuencia del pic-nic y la caída del coche por el acantilado, del que logra salvarse la hermana absolutamente in extremis.

         Llama mucho la atención la sobriedad, la elegancia y el rendimiento que le sacan Francis y su director de fotografía, Arthur Grant, a la puesta en escena y al uso del blanco y negro, una rareza absoluta en las muy coloristas producciones de la Hammer. Recordemos, no obstante,  que Francis fue un excelente director de fotografía, a quien se debe la «factura» de películas tan sobresalientes como Un lugar en la cumbre, de Jack Clayton o El hombre elefante, de David Lynch. Sin desvelar nada, les pido a los posibles espectadores que estén atentos, hacia el final,  a un asesinato rodado con una exquisitez y una imaginación que lo acreditan como uno de los más líricos y sugestivos de que yo guarde memoria. Solo por esa secuencia, ya hubiera dado yo por bueno el visionado de la película, pero, por suerte para los espectadores, toda la historia está llena de secuencias así. ¡Y todo ello en solo 80 minutos! Tal condensación permite hablar de un guion perfectamente desarrollado, a partir de una novela de Josephine Tey (Elizabeth Mackintosh), de quien Hitchcock llevara a la pantalla Inocencia y Juventud, en su época británica.

         Las actuaciones son de una calidad altísima y las relaciones entre los distintos personajes son muy convincentes, no hay más que pensar en la reacción de desprecio de sí misma de la hermana tras el beso apasionado  a quien ella cree que es su hermano regresado,  antes de que este la saque del error y le  diga que es un impostor. Oliver Reed brilla convincentemente, desde que, fumando, se nos presenta como el organista de la iglesia en el servicio de homenaje a sus padres y hermano.

         Lo cierto es que las claustrofóbicas relaciones familiares van degenerando hacia un final que nos deja una sensación agridulce que no altera sustancialmente, sin embargo, el buen gusto que nos deja el visionado de la película. ¿Qué película de terror hay a la que no se le pueda poner un pero? Pues dicho queda.

domingo, 22 de enero de 2023

«Performance», de Donald Cammell y Nicolas Roeg, un desafío a la Warner.

Del asesinato como una de las bellas artes, la música y la psicodelia en el Londres de la «Década Prodigiosa», con un Mick Jagger estelar.

Título original: Performance

Año: 1970

Duración: 100 min.

País: Reino Unido

Dirección: Nicolas Roeg, Donald Cammell

Guion: Donald Cammell

Música: Jack Nitzsche

Fotografía: Nicolas Roeg

Reparto: James Fox; Mick Jagger; Anita Pallenberg; Michèle Breton; Ann Sidney; Johnny Shannon; Anthony Valentine.

 

         De la más que interesante serie documental sobre la historia del cine de Mark Cousins rescato esta primera película de Nicolas Roeg en colaboración con Donald Cammell, Performance. Con lo del «desafío» a la Warner me refiero a que la productora imaginaba que financiaba una película con los Rolling Stones en la onda de ¡Qué noche la de aquel día!, de Richard Lester, pero cuando vieron el sombrío y provocador resultado final la archivaron durante más de dos años en el cuarto oscuro de los proyectos irreformables hasta que ciertos cambios en la dirección permitieron su estreno, y desde entonces parece que el crédito de la misma no ha hecho sino ir subiendo hasta convertirla hoy, al menos en palabra de Mark Cousins, en uno de los grandes referentes del cine británico de finales de los 60.

         La historia es relativamente sencilla: un gánster primoroso, atildado y con espíritu de artista al servicio de sus ominosos trabajos decide actuar contra un rival sin percatarse de que el capo para quien trabaja no va a respaldarle y sí permitir que se venguen en su persona, unas escenas de una violencia poco conocida en el cine con tanta explicitud, aunque, al final, el galán mafioso consigue disparar a su rival y matarlo. A partir de ese momento se convierte en el objetivo de su propio capo y de la policía, por lo que ha de esconderse urgentemente. Sobreoye la dirección en la conversación  de un músico y allá que se dirige, haciéndose pasar por artista, y es aceptado, aunque con serios recelos, para ocupar la habitación del sótano.

         Lo que ha empezado como una película tradicional de gánsters continúa ahora como una inmersión onírica en un mundo psicodélico en el que habitan un músico decadente y dos mujeres con quien mantiene relaciones, además de una niña que aparece y desaparece y que se conduce con  insólita cordura en ese ambiente literalmente descentrado, con una decoración propia de una película de horror y con unos personajes que dan la sensación de estar continuamente colocados, algo que comprobamos más adelante con la repetida ingestión que hacen de setas alucinógenas, estado al que van a ir atrayendo al gánster, quien se deja llevar, movido por la necesidad y por la atracción que, enseguida, surgirá entre él y el músico, Turner (recordemos que, en ingles turn on es excitarse…).

         A pesar de que el gánster se pone en contacto con un amigo fiel al que le pide que le ayude a conseguir un pasaporte falso para salir del país, dada la doble amenaza que sufre, lo cierto es que en el ínterin se deja seducir por las dos mujeres y por el músico, y, poco a poco, va ocupando un lugar en esa puesta en escena casi gótica, en total penumbra —Turner se preocupa, en una escena, de cerrar las pesadas cortinas que, entreabiertas, permitían entrar un sol casi amenazador—, si no en noche perpetua. Vista esta película, está claro que de ella han bebido muchos directores, y el más sobresaliente Jim Jarmusch, cuya película Solo los amantes sobreviven diría que está directamente inspirada en esta de Roeg y Cammell. Trama, lo que se dice trama, hay más bien poca, en esta segunda parte llena de pequeños detalles de enfrentamiento psicológico, de confusión de sexualidades y de serias dudas sobre la propia identidad y las ajenas. Nicolas Roeg se encargó de la fotografía, y hay que reconocerle un mérito total, porque logra crear una atmósfera que, unido al sistema de rodaje, con un montaje casi frenético de planos sucesivos que apenas permiten un desarrollo en secuencias de la película, salvo en las secuencias eróticas, aunque no deja de haber un encadenamiento de planos que acaban consiguiendo un efecto casi alucinatorio.

         La presencia de Anita Pallenberg, pareja de dos miembros de los Rolling, cuyas escenas eróticas  con Jagger, pasadas de intensidad, dejaron alguna que otra herida entre Richards y Jagger, casi eclipsa, en cierto modo la del cantante de los Rolling, a pesar de que las metamorfosis del cantante en la película tienen un innegable atractivo y constituyen una demostración elocuente de sus innatas cualidades interpretativas. Hace poquísimo lo vi en Una obra maestra, de Giuseppe Capotondi, donde interpreta a un coleccionista de arte, y estaba estupendo. James Fox, a quien acabo de ver en Pasaje a la India, de Lean, compone un elegante gánster del South London preciso, contundente y despiadado que acaba cayendo, sin embargo, en la sima resbaladiza de la inseguridad ontológica, de tal manera que, al final de la película, acaba experimentando una metamorfosis sorprendente. La película tiene una puesta en escena virtuosa, tanto en la parte gansteril como en la psicodélica. El retrato de Van Morrison en una pared, un libro de Borges abierto en el suelo, una funda en el suelo de Otis Redding… todo son señales de una época convulsa y muy libre que va camino de acabarse cuando la película se estrena, por eso bien puede ser considerada como una reliquia de una época cultural  en la que el consumo de drogas creaba una realidad paralela. Que, además, confluyan dos mundos tan distintos y distantes como el de las pequeñas mafias locales y la música pop otorga a la película un valor testimonial de primer orden.

         Quizás la película, cinematográficamente, no valga tanto como Cousins sostiene, pero desde el punto de vista de la realización, está claro que podemos contemplar escenas, como el del disparo en la cabeza, cuya «modernidad» aún sigue sorprendiendo; del mismo modo que Roeg y Cammell no dudan en tomar de Bergman una superposición de identidades que el director sueco había plasmado en un fotograma de Persona, como indica Cousins.

         Los aficionados al cine tienen una cita con esta película, porque, más allá de la paralización de la trama desde que llega a la casa donde se esconde, la película bien puede decirse que comienza entonces y que lo anterior es un prólogo que presenta al protagonista de forma extensa para comprender mejor su posterior metamorfosis.

        

«El hombre de la torre Eiffel», de Burgess Meredith, una curiosa rareza.

Un «Simenon» siempre es un «Simenon», y si además hay un homenaje a París de por medio y un plantel de intérpretes tan exquisito como en esta película, la ocasión hace al pecador.

 

Título original: The Man on the Eiffel Tower

Año: 1949

Duración: 97 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Burgess Meredith

Guion: Harry Brown. Novela: Georges Simenon

Música: Michel Michelet

Fotografía: Stanley Cortez

Reparto: Charles Laughton; Franchot Tone; Burgess Meredith;

Robert Hutton: Jean Wallace; Patricia Roc; Belita; George Thorpe; William Phipps;  William Cottrell; Howard Vernon.

 

         Todo en eta película suena a homenaje a París y al creador de Maigret, Georges Simenon, por parte del mundo anglosajón. El hecho de que Laughton encarne un Maigret que obviamente se expresa en inglés, pero que actúa muy muy en francés, de acuerdo con lo que todos conocemos del personaje, leído y releído, confirma esa voluntad tributaria. En los títulos de crédito se convierte a la ciudad de París en un personaje más de la historia, y no se trata de retórica, sino de un hecho verificable.  No me refiero a la omnipresencia del símbolo por excelencia de París, la torre Eiffel, sino a la infinidad de toma de la ciudad, puentes, plazas, el Sena, panaderías y, por supuesto, sus famosos cafés, como Les Deux Magots, convertido aquí, ¡váyase a saber por qué extrañas negociaciones de la producción!, en Aux 2 Magots, lugar privilegiado en la trama, porque  en él arranca la historia y se sella la alianza criminal para «aliviar» los problemas económicos de un ocioso galán con la desaparición de su rica tía, de la que él es único heredero. La escena inicial, muy de Simenon, nos muestra al heredero entre sus dos mujeres, a la que quiere dar puerta y de la que está enamorado, justo cuando la segunda le sugiere que le comunique a la primera cuál es la nueva situación. Una nota, caída en el suelo, que le facilita un camarero, le indica un contacto para «realizar» su pensamiento homicida.

         Justo antes de entrar, una escena costumbrista nos muestra a un afilador a quien su joven mujer le exige que lleve dinero a casa de una vez por todas. El azar quiere que el afilador cegato entre a robar en la casa señorial donde va a tropezar con el cadáver de la tía y de su criada. Cuando sale a duras penas, el asesino no solo le endosa las muertes, sino que se ofrece a llevarlo a su casa, porque no ve tres en un burro, y, posteriormente, a sacarlo de la cárcel. Así que la noticia llega a los diarios, entra en acción el inspector Maigret, junto con su auxiliar, Janvier, y no tardan en capturar a Heurtin, el afilador, a través del resto de las gafas que le ha roto el asesino. Maigret no ve otra solución que permitir la «huida» de Heurtin para seguirle los pasos y que les conduzca hasta el verdadero responsable.

         Maigret vuelve al café para ver qué ocurre, y entonces contempla una escena provocada por el asesino para, al darse a conocer, desafiarlo. Radek, un estudiante de medicina sin posibles, protagonizado por un ajustado Franchot Tone, quien fue también productor, y a quien aún le aguardaba una de sus mejores interpretaciones en Tempestad sobre Washington, de Otto Preminger, entabla un duelo de inteligencias con Maigret, convencido de que puede acabar con la reputación del inspector y precipitar su caída.

         La historia se desarrolla según el canon de las que le hemos leído decenas de veces a Simenon, con un Maigret que, literalmente, parece que no hace nada, pero que, a espaldas de los protagonistas, reúne evidencias que es un contento. No tardamos en saber que Radek es un maniaco-depresivo que tan pronto está eufórico como derrotado, lo que hace más difícil el trabajo de Maigret, quien ha de estar atento a que el asesino, al que no puede detener por falta de pruebas, dé un paso en falso. La labor policial consiste, básicamente, en la educación de la paciencia, algo que distingue, como todos los lectores saben, al Maigret de Simenon.

         Aún no he hablado del extraño color que se «inventó» Stanley Cortez para la ocasión, Ansco Color, un color lleno de ocres y con una luminosidad tan marcada que nos recuerda  los primeros ensayos del color o los documentales bélicos coloreados. En cualquier caso, a mí me ha gustado mucho: y, de hecho, me ha recordado el color que usa Jacques Tati en Mon Oncle para la descripción lírica del París tradicional, opuesto al «moderno» que describe a continuación y que tanto regocijo depara a los espectadores. La vida de las calles, de los parques y de los cafés, escenarios en los que siempre aparecen parejas besándose, como otro homenaje al tópico de «la ciudad del amor», tiene una verdad que lo acerca al documental en ciertos momentos, como ciertas tomas panorámicas en las que se distingue a Maigret atravesando un puente, recorriendo algunas calles o en la hermosamente fotografiada persecución a través de los tejados de París, un acierto singular. Más estándares son los planos de la Torre Eiffel y desde ella, porque también hay una persecución escalofriante a través de la estructura de hierro que se sigue con notable angustia, sobre todos los que padecemos de acrofobia. Recordemos, si acaso, que para su única y extraordinaria película, La noche del cazador, Charles Laughton trabajó con Stanley Cortez.

         Hay algo más que hace de esta película una rareza: tuvo tres directores. Irving Allen fue el primero, pero a las pocas secuencias, Laughton amenazó con desentenderse del proyecto si no lo dirigía Meredith, quien aceptó, pero cuando este actuaba, fue Laughton el encargado de la dirección, aunque el peso de la película recae básicamente sobre Burgess Meredith, un extraordinario actor que solo dirigió dos películas, esta y otra totalmente estrafalaria llamada El yin y el yan del Dr. Go, de cuyos cinco primeros minutos no he podido pasar… En esta, sin embargo, vemos cómo domina los resortes del cine policiaco y sabe salir con bien del «embolado» en que lo metió la impericia de Allen. No son pocas las adaptaciones de obras de Simenon a la pantalla, y todas tienen, solo por el autor, interés; pero esta tiene un encanto especial, además de actuaciones francamente notables y momentos a los que podríamos calificar de «espectaculares».

sábado, 21 de enero de 2023

«Pasaje a la India», de David Lean o la mirada anticolonial.

El espectáculo exótico de India frente al colonialismo tóxico británico.

Título original: A Passage to India

Año: 1984

Duración: 163 min.

País: Reino Unido

Dirección: David Lean

Guion: David Lean. Novela: E. M. Forster. Obra: Santha Rama Rau

Música: Maurice Jarre

Fotografía: Ernest Day

Reparto:  Judy Davis; Victor Banerjee; Peggy Ashcroft; James Fox;

Art Malik; Alec Guinness; Nigel Havers; Richard Wilson; Antonia Pemberton;

Roshan Seth; Saeed Jaffrey; Michael Culver; Clive Swift; Ann Firbank; Rashid Karapiet;

Dina Pathak.

 

         A pesar de tener un referente de contrastada calidad, como E.M. Forster, autor de quien James Ivory cuajó una adaptación de altísima calidad en Una habitación con vistas, y a pesar de contar con una producción a la altura de sus éxitos precedentes, Lawrence de Arabia y Doctor Zhivago, hay en esta película de Lean algo que nos entibia el entusiasmo con que uno se sienta a verla, quizás por un exceso de expectativas, porque, vista la película en su totalidad, está claro que hay momentos de enorme fuerza cinematográfica que, sin embargo, se pierden en la confusión deliberada del incidente que provoca el agrio enfrentamiento entre un rendido admirador de los británicos que, por esa confusión, ni siquiera malintencionada, se ve en el brete de someterse a un juicio del que puede depender su propia vida.

         El «modelo» seguido para la película ambientada en Italia se sigue en esta que sucede en India, al menos en cuanto al vehículo narrativo que constituyen la señora Moore, madre del juez de la localidad adonde van, y su joven nuera. Ambas viajan en compañía del nuevo Gobernador, con quienes comparten una cena en la que se advierte enseguida el racismo propio de los colonizadores británicos, que consideran a los indios poco menos que como seres netamente inferiores. A ese respecto, la actitud anticolonialista del director no engaña, porque cuando llega el tren que lleva al Gobernador, hay un recibimiento popular entusiasta que contrasta, en un plano calculado, con los rostros serios de un grupo de mujeres que no parecen entender a cuento de qué vienen esas manifestaciones de alegría en el recibimiento. Mrs Moore y su futura nuera, Adela, llegan a India con un espíritu absolutamente romántico, el de los viajeros que buscaban emociones y sensaciones extremas en el contacto con otros pueblos y culturas. No hay diferencia entre los viajeros románticos ingleses que recorrieron España en el siglo XIX y la de las dos mujeres que arden en deseos de entrar en contacto con los «nativos»,a quienes quieren acercarse desde el respeto y la curiosidad. Accidentalmente, el doctor Aziz entra en contacto con la señora Moore, y, a partir de ahí, y a través del Director de la escuela británica, defensor del entendimiento con los indios, se estrecha una relación que permitirá, a las mujeres y a los espectadores, adentrarnos en el conocimiento de una situación social que en nada se diferencia del racismo usamericano respecto de los negros. La figura del profesor, que tiene a su servicio a una suerte de santón hindú, también profesor —encarnado por Sir Alec Guinness de un modo que hoy resultaría denunciado por el wokismo radical como una vejación incalificable—, sirve de intermediario entre el doctor indio que admira a los ingleses y sus traiciones y las dos mujeres. Estas van a aceptar enseguida la propuesta de expedición turística a unas cuevas dignas de verse, y que, anticipadamente, hemos tenido ocasión de ver en la oficina donde Adela está sacando los billetes para el largo viaje a Oriente. La excursión le supone al complaciente doctor una inversión que le obliga a endeudarse, pero su agradecimiento por haber sido «distinguido» por el trato con las dos inglesas, y muy especialmente por la señora Moore, lo lleva a cometer semejante exceso. El espectador lo agradece, sin duda, porque esa parte «turística» de la película, en escenarios naturales grandiosos es un aliciente de primera magnitud. De hecho, el colorido, las costumbres, los adornados elefantes en que las llevan, las propias cuevas en las que los juegos del eco crean una atmósfera intimidadora, casi sobrenatural, forman parte de lo mejor de la película. Lo que sucede, sin embargo, es que la señora Moore sufre un ataque de ansiedad y ha de salir a duras penas de la cueva, dado el cortejo que las acompaña, y, cuando Aziz y Adela deciden subir a la parte alta donde hay otras cuevas dignas de verse, de repente, mientras Aziz busca a la joven, la vemos salir corriendo de una cueva, llena de rasguños inexplicados y correr ladera abajo hasta un coche que la recoge y la devuelve al pueblo, donde es custodiada por dos británicos que la amparan y apoyan su denuncia contra Aziz por violación.

         La película, a partir de ese momento, da un giro espectacular, porque hemos pasado de la visión idílica de la confraternización entre ingleses  y nativos a un enfrentamiento que acaba adquiriendo, dada la popularidad del médico entre sus vecinos, un sesgo político que apreciamos en el desarrollo del juicio.

         Sellada queda mi voz en el relato de los acontecimientos, porque, así que se convoca el juicio, los enfrentamientos se producirán incluso en el seno de la comunidad británica, lo que aporta una brizna de esperanza y permite entrever que, tarde o temprano, un régimen coloquial manu militari tiene los días contados.

         Ha habido momentos de la película en la que me han venido a la memoria imágenes de la prodigiosa película de Jean Renoir, El río, ambientada en India también y llena de un colorido que tiene mucha similitud con el de esta película que, sin alcanzar el virtuosismo de otras obras suyas anteriores, es todo un espectáculo que no desagradará a ningún espectador, por exigente que sea.

 

jueves, 19 de enero de 2023

«La mamá y la puta», de Jean Eustache, una obra mayor (y maltratada).

 

Un «tratado» que no data sobre el deseo, el amor, el sexo y la conciencia que gira, desolada, sobre el desencanto, la máscara, la pasión y el vacío.

 

 

Título original: La Maman et la Putain

Año: 1973

Duración: 215 min.

País: Francia

Dirección: Jean Eustache

Guion: Jean Eustache

Música

Wolfgang Amadeus Mozart

Fotografía

Pierre Lhomme, Jacques Renard, Michel Cenet

Reparto: Jean-Pierre Léaud; Françoise Lebrun; Bernadette Lafont; Pierre Cottrell; Isabelle Weingarten; Jean Douchet; Jean-Claude Biette; Jean Eustache; Jacques Renard.

 

 

         No sé si puede hablarse, con propiedad, de Jean Eustache como de un director «maldito», pero no cabe duda de que esta su primera película no ha seguido la trayectoria ni comercial ni de difusión entre los aficionados que merecería haber tenido, de otro modo no se concibe que casi medio siglo después se estrene con todos los honores en la plataforma Filmin, en una edición remasterizada por el hijo del director. Vista la película, con una creciente entrega al planteamiento derrotista del autor, que vuelca parte de su biografía en ella, confieso que el personaje de Alexandre, encarnado por un Jean-Pierre Léaud en estado de gracia, no lo he podido disociar de un verdadero maldito español: el poeta Leopoldo María Panero, quien fue, también, como actor, figura central en dos películas tan admiradas como sobrecogedoras: El desencanto, de Jaime Chávarri y Después de tantos años, de Ricardo Franco. La mamá y la puta tiene mucho de «documento», dada la terrible veracidad con que la historia afronta las vidas de tres personajes que forman un peculiar trío: Alexandre, Veronika, una enfermera de origen polaco, y Marie, la dueña de una boutique en cuya casa «acoge» a un desnortado Alexandre que es expresión máxima de la desorientación vital, ideológica, estética  y sentimental, que sigue a la eclosión pseudorrevolucionaria de mayo del 68 y que Godard llevó al cine en obras como La Chinoise, por ejemplo.

         La película, con una duración no apta para espectadores poco amantes del cine reflexivo, dialéctico y estático, se rueda en un brillante blanco y negro que, mediante planos estáticos y encuadres nada alambicados, va a acercarnos a esos tres personajes, más algún figurante que sirve de transición y para generar un contexto «de época» —el propio Eustache entre ellos—, porque los líos amorosos, sexuales e ideológicos de los tres personajes, y sobre todo del personaje central, Alexandre, constituyen la esencia de la película, pero hay en ellos algo del retrato de una época. En nuestros tiempos del moderno poliamor, las relaciones «abiertas» y la indeterminación sexual, esta película nos viene a revelar que nada nuevo hay bajo el sol, y que muy parecidos conflictos había en la Francia de 1973, como los hubo antes en el Berlín de los 20 y 30, en la República de Weimar, antes de que la ola totalitaria del fascismo represor puritano (de puertas afuera) llegara a instalarse socialmente como la ideología dominante incluso después de su derrota.

         No nos llamemos a engaño: el personaje de Alexandre es de todo menos, en principio, atractivo. Diría más, la oscilación entre la repulsión y la atracción en que se ve inmerso el espectador, como si el director nos hubiera subido a un péndulo que va y viene con el paradójico resultado de que el tiempo no se mueva, consigue imantarnos al discurrir de esas vidas como si, secretamente, algo de las nuestras dependiera de ellas. El «nihilismo» es un concepto asociado al existencialismo, y en esta película la burla de Sartre deja claro que mejor debemos hablar de «negacionismo» y aun de desesperación y, sobre todo, de insatisfacción, que es el concepto que mejor define al protagonista. De hecho, la película comienza con la salida temprana de Alexander para ir a encontrarse con su última pareja, antes de ser protegido por Marie, con el deliberado intento de seducirla de nuevo, pero ella, con buen criterio, después de los meses pasados sin verlo, sabe positivamente que nada en el mundo la hará cambiar de opinión, a pesar de que él también sabe que  es a él a quien ama, no al otro, con quien, andando la película, sabremos que va a casarse. ¿He dicho ya que Alexandre no tiene oficio ni beneficio ni ganas de tenerlos? Desengañado de todo, se nos presenta como un «vividor» por cuenta ajena que hace gala de su cinismo, su simpatía, su ingenio y sus raíces culturales: un conquistador en quien vemos El amante del amor, de Truffaut, por más que fuera Charles Denner el protagonista, y por más que muchos viéramos en él, en el tiempo de su estreno, un torpe sustituto de Jean-Pierre Léaud.

Del modesto apartamento a las casas de los amigos y a los cafés: Flore, Deux Magots…, todos ellos sede de intelectuales decrépitos, la vida de Alexandre se complica cuando su mirada se cruza con la de Veronika, a quien sigue hasta que consigue su teléfono, de todo lo cual habla con Marie con la libertad de quienes juegan con ella sin estar muy seguros. Poco a poco Veronika va invadiendo la privacidad de la pareja y comienza a gestarse un nada sólido triángulo que amenaza ruina de manera alarmante, porque entre el tedio existencial de Alexandre y la emocionante confesión de Veronika frente a la cámara, defendiendo que el hecho de no darle ninguna importancia a las relaciones sexuales, a las que se entrega con cualquiera en cualquier momento, no la convierten, de ninguna de las maneras, en una puta, la desconcertada Marie no acaba de encontrar ni su sitio ni la manera como retener a «su» hombre. Y metáfora de ello es el intercambio de posiciones en el colchón cuando los tres se acuestan juntos.

No hay secuencia de la película que no contenga o un diálogo o un monólogo de muy marcado ingenio y, en el caso de Alexandre y de Veronika, dos monólogos confesionales alcanzan una cota de sinceridad dramática que lleva la película a una altura por la que Bergman se mueve con total facilidad. Porque los personajes no viven en sus acciones, sino en sus palabras, «son» sus palabras, y de ahí el estatismo realizador que preside la película, tan llena de desengaño como de tristeza. Y llama la atención lo que hoy podría considerarse como un discurso «reaccionario»: que solo existe el amor entre dos personas cuando se aman con la intención de engendrar un hijo, una «teoría» que ha ido precedida de una condena del aborto que llama mucho la atención, en el contexto «liberador» de las relaciones entre los tres personajes, ajenos a la moral social dominante.

La interpretación de Léaud entra, para mí, en el olimpo de las grandes creaciones cinematográficas, porque el modo personalísimo que tiene de hacer suyo el personaje, dotándolo de un repertorio de gestos, entonaciones e incluso narraciones retomadas tiempo después de haberse perdido en su propia evocación consiguen hacérnoslo atractivo y ver ese punto de humor satírico, irónico, mordaz y profundamente triste de quien ha hecho de la autocrítica su mejor arma: Tiene la dignidad de no tener dignidad, dice él de sí mismo, y eso lo manifiesta en cada réplica y contrarréplica que le sirven en bandeja sus interlocutores, como cuando a Veronika, al poco de conocerla, le dice que a él le encanta que sus amantes tengan habitación o piso propio, porque, si no, ¿qué iba a ser de él, un pobre paria? Y permítaseme decir que hay en la película una decidida voluntad de austeridad, y aun casi de pobreza, en la puesta en escena que sirve para derivar el foco de atención a los actos y sobre todo, las palabras de los personajes.

Aunque Eustache habla de Dreyer, Bergman, Bresson o Mizogouchi como de sus referentes, yo me he pasado la película pensando en que Eustache había bebido sobre todo en el fresco y claro manantial de las películas de Rohmer, porque en ningún otro cineasta tiene la palabra, el diálogo, el peso que en sus películas, si bien nada del optimismo vitalista de Rohmer aparece en esta película, en parte «claustrofóbica», de Eustache. El alcohol, referente inequívoco de una generación, como las drogas lo será de la siguiente, corre con tanta fluidez como los propios discursos, si bien con unos efectos confesionales que los espectadores agradecen. Paradójicamente, Veronika confiesa que cuando está borracha camina totalmente en línea recta, como demuestra ante los ojos atónitos de Alexandre. No voy a desvelar cómo termina una película que podría haber seguido otras tres horas con el mismo interés, pero a buen seguro los espectadores no solo admirarán el rotundo final, sino que harán la imprescindible lectura metafórica.

Cuando una película desnuda el alma de los personajes de un modo tan visceral, lúcido y agudo, está claro que se produce una liberadora catarsis en el espectador del drama, y es cierto que, tras ver La mamá y la puta, las dos caras no necesariamente opuestas del amor, queda uno como purificado de ciertas inclinaciones que pueden confundirse con los caminos ciegos de la esperanza.

No creo que tarde en volver a verla.

lunes, 16 de enero de 2023

«Lawrence de Arabia», de David Lean, o la majestuosidad.

 
El espectáculo y el intimismo psicológico en la edad de oro de las superproducciones: la atracción abismal del desierto.

 

Título original: Lawrence of Arabia

Año: 1962

Duración: 222 min.

País: Reino Unido

Dirección: David Lean

Guion: Robert Bolt, Michael Wilson

Música: Maurice Jarre

Fotografía: Freddie Young

Reparto:  Peter O'Toole; Omar Sharif; Alec Guinness; Jack Hawkins;  Anthony Quinn;

Anthony Quayle; Claude Rains;  Arthur Kennedy; José Ferrer;  Donald Wolfit; I.S. Johar;

Gamil Ratib; Michel Ray;  John Dimech; Zia Mohyeddin; Howard Marion-Crawford; Jack Gwillim; Fernando Sancho; Hugh Miller; Jack Hedley.

        

         Está claro, Lawrence de Arabia no es una película que admita ser vista en televisión, salvo que se vea por vez primera ahora y no la haya programado ninguna Filmoteca cercana. Las dimensiones colosales de la superproducción invitan a contemplarla en su formato panorámico original, rodada con cámaras de 65mm, en vez de las habituales de 35mm. No es de extrañar, desde esa perspectiva, la capacidad de la película para convertir la grandeza del desierto del sur de Jordania en un espectáculo en sí mismo. De hecho, y dando por sentado que la trama toma como referente la figura histórica de T.E. Lawrence, la historia se aparta bastante de la historicidad de la figura y nos sumerge en una película en la que adivinamos no pocas señas de identidad del género del western, aunque sean los camellos, aquí, tan elegantes como fotogénicos, las cabalgaduras que permiten, en las escenas de ataque, planos de muchísima fuerza exótica. David Lean es uno de mis directores favoritos, y hay una película suya, El déspota, que puede verse en Filmin, que es una joya poco vista, desde el punto y hora que ningún amigo cinéfilo me había hablado de ella, aunque Breve encuentro suele llevarse los aplausos de los entendidos, y La hija de Ryan la división de opiniones, aunque yo estoy entre los complacidos.

         Todo esto viene a cuento de lo inexplicable que me parece que un autor como David Lean, que fue creciendo en la industria del cine y aprendió el oficio de director en la sala de montaje, llamado a realizar un cine intimista y de carácter psicológico, acabara convertido en el campeón mundial de las superproducciones, pues recordemos que también dirigió otra dos con gran éxito: El puente sobre el rio Kwai y Doctor Zhivago. Dicen las crónicas que al principio no hizo buenas migas con Omar Sharif, pero al final acabó de protagonista de Doctor Zhivago, curiosamente. El papel de Lawrence pasó por varios actores, Marlon Brando entre ellos, hasta que el elegido fue Peter O’Toole, a quien se presenta como nuevo en el ruedo, si bien ya había trabajado en tres películas previamente. Por otro lado, el parecido físico entre el Lawrence real y O’Toole es asombroso, y la mirada del actor recuerda mucho la complejidad psicológica del personaje histórico, algo menos histrión, sin duda, que el cinematográfico, pero no menos extravagante, a tenor de la indumentaria árabe que acepta y asume desde la identificación con las tribus a las que quiere dotar de una conciencia «nacional» desconocida para ellas. Esa apertura hacia otras culturas, despreciando la mentalidad imperialista, es una magnífica escena en el bar de oficiales del Estado Mayor, vestido de árabe, sucio, andrajoso.

         Aunque el conflicto militar con el Imperio Otomano está en la base de los hechos históricos que se narran, la realidad ni de lejos fue tan espectacular como aquí la narra la película, centrada en la exaltación de Lawrence como un héroe que el periodismo se encargó de entronizar en su momento. Recordemos, no obstante, que Lawrence era, sobre todo, un scholar, un intelectual dedicado a labores de investigación arqueológica e histórica, y que su adscripción, en guerra, a la inteligencia militar formaba parte de esas típicas biografías británicas en las que se cruza el mundo apartado de los estudios con el público de la política o de la defensa militar, en este caso.

         La personalidad de Lawrence, finalmente, es lo que pretende reflejar la película, y ahí el director acierta de lleno, porque del choque de culturas entre occidente y oriente Lawrence va a salir transformado y no poco desengañado, aunque su obstinación por perseguir sus sueños de caudillo árabe lo empuja hacia un idealismo que acabará chocando frontalmente con la realpolitik. Las escenas del «triunfo» en Damasco, cuando son incapaces de hacerse cargo de la administración de la ciudad, porque la mentalidad tribal choca con el mundo «moderno», son ilustrativas de la endeblez de sus aspiraciones. Con todo, está claro que el conocimiento del desierto y la supervivencia en él, se aviene a la perfección con el torturado carácter soberbio de Lawrence: parecen haber nacido el uno para el otro. De ahí que, más allá de la fama periodística que tuvo en su día, sigamos con extraordinario interés su evolución o deformación psicológica. Hay en el personaje un cruce de místico y guerrero a cuyos abismos solo nos acercamos, y el episodio de su detención por las tropas turcas es ilustrativo de ello, muy de pasada, porque casi se ha de descifrar la pasión sexual que despierta en el jefe turco: un solo plano de los labios del oficial que salivan basta para entender que hubo, como sucedió en la realidad, un doble castigo, el de los azotes y el de la violación.

         La amistad con el hijo de una de las tribus sobre las que quiere edificar la nación árabe, tiene mucho del género del western, y más aún cuando se nos narra su aventura de la toma de Áqaba tras atravesar el desierto de Wad Rumi, un paisaje espectacular que lo tiene todo para seducir a cualquier espectador con la grandiosidad del árido paisaje. Las tomas superpanorámicas, además, que nos muestran a hombres y camellos como puntos indistinguibles en la lejanía, contribuyen a esa sensación de majestuosidad. Si ahí, metafóricamente, los personajes son engullidos por el medio, en el desarrollo de la película asistiremos al trágico momento en que uno de los dos jóvenes  sirvientes de Lawrence es engullido por un pozo de arena en una duna, que no, propiamente, arenas movedizas. Experiencias que van forjando la personalidad de Lawrence, al que trastorna, definitivamente, el hecho de convertirse en «verdugo» para no arruinar la expedición a Áqaba, por ejemplo.

         La película, curiosamente, es una película sin mujeres, algo de lo que nuestros tiempos nos hacen darnos cuenta con mayor naturalidad de la que en su día casi nos pareció normal porque se trataba de una película bélica, aunque la presencia de a quien se le llamó “el hombre más bello del mundo” algo debió de compensar en la taquilla, dado su éxito. Solo aparecen, como bultos, en la despedida de las tribus que marchan hacia Áqaba y como víctimas del ejército turco, lo que lleva a los árabes, al avistar al ejército turco en retirada, a decidir si se vengan o si siguen hacia Áqaba. La ferocidad vengativa, la electricidad del impulso asesino que se dibuja en esa escena en el rostro de Lawrence valen por toda la película, en efecto. La carnicería es despiadada; como lo será el asalto al tren de tropas turco, pero ahí se aprecia en Lawrence que disfruta como los caudillos antiguos que daban libertad a sus tropas, como recompensa, para saquear la ciudad.

         Es muy probable que el esfuerzo de producción de la película deslumbre tanto que opaque sus valores cinematográficos, pero estos son tantos y se repiten con tanta frecuencia en la realización que es muy difícil no percatarse de la sensibilidad estética, sobre todo, con que está rodada, ese mimo por el encuadre, por la luz, por la virtud del decorado y por el pasmo ante la belleza de los exteriores. Si a ello le sumamos una banda sonora celebérrima de un fuera de serie como Maurice Jarre, doble Oscar, por esta y por la de Doctor Zhivago, el placer del espectador llega, a menudo, al arrobo.

         Buena parte de la película se rodó en España, en Sevilla y en Almería, lo que añade otra dimensión a su visionado, por el partido excelente que los localizadores de exteriores —¡una de las más hermosas profesiones de la industria del cine!—  han sabido sacar de esos espacios que todos los espectadores españoles conocen o de los que han oído hablar.

         A muchos años de distancia del último visionado, está claro que la película aún tiene una capacidad de impacto visual absoluta, extraordinaria, y que el trío protagonista, O’Toole, Sharif y Anthony Quinn, lo bordan, sin hacer de menos a un plantel de secundarios muy notable.