miércoles, 29 de mayo de 2019

«Cagliostro», de Gregory Ratoff y Orson Welles, un curioso divertimiento.



Entre la «capa y espada», el folletín y la usurpación, Cagliostro entretiene sin trascendencia y regocija sin pasión. 

Título original: Black Magic (Cagliostro)
Año: 1949
Duración: 105 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Gregory Ratoff,  Orson Welles
Guion: Charles Bennett, Richard Schayer (Novela: Alejandro Dumas)
Música: Paul Sawtell
Fotografía: Ubaldo Arata, Anchise Brizzi
Reparto: Orson Welles,  Nancy Guild,  Akim Tamiroff,  Frank Latimore,  Valentina Cortese, Silvana Mangano,  Raymond Burr.

No es extraño que Welles confesara que el rodaje de esta película era lo más divertido que había hecho jamás en el cine. Quiero imaginar que se embarcó en el viaje por su amistad con Ratoff y la libertad que tuvo para reescribir el guion y rodarse a sí mismo en mucha de sus escenas, de ahí que ahora le adjudiquemos la autoría compartida de la película. Ratoff, ruso emigrado, pero prosoviético en aquellos años de histeria anticomunista, ya había dirigido la adaptación de otro clásico de Dumas, Los hermanos corsos, lo que imagino sería el aval para acabar dirigiendo esta otra adaptación de Dumas, Joseph Balsamo, que recrea la figura del farsante Cagliostro, un masón, hipnotizador y seductor personaje real que paseó por toda Europa su fama de excéntrico personaje misterioso de oscuros orígenes que daban pábulo a toda suerte de relatos fantásticos sobre su persona. Que a Welles le atrajera interpretar a “ese” personaje está fuera de toda duda, y, de hecho, intuimos que no poco de ese hechizo por Cagliostro es llevado después a Arkadin, en una de su larga serie de obras maestras. La película tuvo varios candidatos, tanto para el rol central como para la dirección, el penúltimo, antes de Ratoff y Welles fue ¡nada menos que Douglas Sirk y George Sanders!, quienes a buen seguro que nos hubieran ofrecido una pieza magistral. Con todo, Welles se desempeña a la perfección en este papel de villano vengador y revolucionario intrigante a través del poder mental con que, materializado en su capacidad para hipnotizar a cualquiera, pretende aspirar a conseguir el poder en Francia sustituyendo a la reina María Antonieta por su doble exacto, con quien él se ha casado, contra la voluntad de ella, que está enamorada de un capitán de la guardia del Rey. La película fue rodada en Italia, en estudio, y  tiene una puesta en escena lujosísima, tanto en los decorados como en el vestuario, lo que contribuye poderosamente a darle el empaque de película “histórica” que recrea a la perfección la corte francesa. No hay, claro está, grandes escenas de exteriores ni de masas, excepto hacia el final, cuando «el pueblo» se rinde al poder de sugestión de Cagliostro e intuye en él poco menos que un «libertador» de la opresión real, en lo que es una prefiguración de la inminente Revolución que acabará con el Antiguo Régimen en Francia. La introducción en la trama del científico, Franz Anton Mesmer, descubridor del supuesto «magnetismo animal», nos sitúa ante una supuesta doble impostura, aunque ello no se recalca en exceso en la película: la de Cagliostro, ignorante de su poder hasta que Mesmer le habla, anacrónicamente, sin embargo, de la hipnosis -porque el término lo inventa tiempo después James Braid, un cirujano escocés, en 1842- y la del propio Mesmer, que dejó Viena para instalarse en París, donde vivió 7 años hasta que una comisión científica, en la que estaba integrado Benjamin Franklin concluyó que no había ni rastro objetivo del magnetismo animal que Mesmer decía que albergamos en nuestro cuerpo, y que era la base de su práctica médica, que lo hizo rico. Convencido, pues, a través de Mesmer, de que sus poderes mentales eran extraordinarios, Joseph Balsamo, el hijo de gitanos que habían sido condenados a la horca y él mismo a ser azotado y a que se le cegara, se convierte en el «mago» Cagliostro que, con su troupe recorre Europa cimentando su fama. La historia del personaje se cruza con uno de los motivos de otra novela de Dumas, El collar de la reina, una intriga en la que, a través de una doble exacta de María Antonieta, Cagliostro quiere apoderarse del poder del trono. Está claro que el retrato del mentalista ha de tener un magnetismo en la mirada que, en el caso de la actuación de Orson Welles, está garantizado. Sus innegables dotes de actor, casi a la misma altura que su  genio para la dirección, proveen al personaje central de un aura de misterio que acentúa no solo el vestuario, sino la modulación de su voz y el fulgor de su mirada. Mucho más allá de cualquier planteamiento serio sobre el tema de la venganza por el agravio racista sufrido, el protagonista es gitano, hijo de gitanos ahorcados por una falsa acusación, estamos ante una película de aventuras en la que, además, no falta una poderosa intriga, sobre un asunto nimio, ni las peleas con espada, las persecuciones e incluso la presencia de un coro, en este caso el pueblo, que magnifique los intereses en juego. Y a Welles se le ve disfrutar en cada secuencia, en cada plano, muchos de ellos rodados por él o entre él y Ratoff, con la aquiescencia de este, que tampoco se iba a atrever a discrepar, digo yo, de un reconocido genio del séptimo arte como Welles, con su historial. La dimensión  embustera del personaje, la suplantación de personalidad y el recurso a los poderes maravillosos -el título original es Black Magic, «Magia negra»- conforman un trío de rasgos muy próximos al interés por la impostura que le llevaría a Welles a rodar una de sus películas más extrañas de Welles: F for Fake, traducida por Fraude, sobre el falsificador Elmyr de Hory, cuyas falsificaciones de los grandes genios de la pintura no podían ser distinguidas por los máximo especialistas mundiales en esos artistas. ¡Cómo no iba a disfrutar Welles con un protagonista, Cagliostro, que se cree el rey todopoderoso del mundo, gracias a sus poderes de «encantamiento» a través de la hipnosis. Y ahí hallamos otro de los grandes temas que preocuparon siempre a Welles: el poder, y el poder absoluto específicamente. Cierto que la película acaba mal, por supuesto, a nadie se le escapa que no fue Cagliostro, ciertamente, quien encabezó la Revolución Francesa, pero las andanzas de este personaje intrigante por París le permitieron a elles meterse en la piel de un personaje que no estaba tan alejado de lo que han sido sus intereses temáticos en el mundo del cine. Aquí su labor está supeditada al funcionamiento de la historia como cine de entretenimiento, ¡y a fe que lo consigue!, porque estamos ante una de esas películas que elevan muchísimos enteros lo que todos conocemos como programa «de doble sesión», en los que tantísimas horas de nuestra adolescencia y primera juventud hemos empleado los aficionados al cine. A título anecdótico, quiero dejar constancia de que Vicente Huidobro, creador del «creacionismo» escribió sobre el personaje lo que él llamó una «novela-film», Cagliostro, (Ed. Cátedra), y que ya estoy deseando leer, si bien nació inicialmente como un guion.

martes, 28 de mayo de 2019

«Dobles vidas», de Olivier Assayas o cuando no encuentras la postura en la butaca…



¿De verdad es necesaria una estructura narrativa tópica, aunque simpática, para imitar harto endeblemente a Rohmer y a Allen?

Título original:Doubles vies 
Año:2018
Duración: 107 min.
País: Francia
Dirección: Olivier Assayas
Guion: Olivier Assayas
Fotografía: Yorick Le Saux
Reparto: Juliette Binoche,  Guillaume Canet,  Olivia Ross,  Christa Theret,  Antoine Reinartz, Pascal Greggory,  Violaine Gillibert,  Vincent Macaigne,  Nora Hamzawi.

Lo dicho, no encontrar la postura en la butaca es el primer y definitivo síntoma de que lo que ocurre en la pantalla no te imanta de ninguna de las maneras y corres el riesgo de que te acometa, de nuevo, el Síndrome de Piernas Inquietas (enfermedad de Willis-Ekbom), y que hayas de levantarte y seguir la película de pie, desde el fondo de la sala o, en el peor de los casos, haber de abandonarla para ejercitarte en la caminata o la carrera. Es mal terrible para un cinéfilo, en efecto, pero peor son la afecciones oculares, desde luego, como los principios de cataratas y las famosas moscas volantes. Viene esta introducción a cuento de una película que se reclama en la línea de autores «locuaces» como Rohmer o Allen, pero que, de ninguna de las maneras, llega al seductor encanto de ninguno de los dos. L película quiere ser una ceebración del diálogo, desde luego, y abundan las escenas de reuniones de amigos o de encuentros a dos para dar pie a una incesante verborrea que, lejos de apasionar, al menos  este espectador, consigue importunarlo con semejante despliegue de lugares comunes, propuestas a medio desarrollar y temores a medio cumplir. Todo «muy francés», por supuesto; lo cual implica una suerte de calco estricto del tópico para que el simulacro sea creíble. No voy a discutir que el elenco de intérpretes no esté a la altura de ese costumbrismo francés que en tantas ocasiones nos ha deleitado en numerosas películas corales, porque esta, a su manera, también es coral, y aun generacional, excepto que los juegos de cama, en alguna ocasión, sirven, precisamente para enfrentar dos generaciones muy distintas: la del libro y la del e-book; la letra impresa y los bytes. Lo simplifico, pero más aún lo simplifican en la película, desde luego, porque, al final, con tantos contertulios, el nivel del debate se diluye hasta la irrupción de obviedades poco gratificantes para el espectador interesado. El principal peligro de la película lo acabo de enunciar implícitamente: ¿Qué diablos le importan las cuitas del mundo editorial a un público espectador que ha desterrado de sus hábitos el de la lectura, si es que alguna vez lo tuvo? Al hilo de ese tema nada apasionante para la mayoría se teje una red de engaños matrimoniales que parecen contar con el beneplácito de todos los participantes, como si el matrimonio y el placer estuvieran divorciados o fuera imposible hallarlo en una pareja con algunos años de supervivencia matrimonial. Acompaña al debate sobre el futuro de la edición, por obra y gracia de un novelista a quien edita el protagonista, un Guillaume Canet muy discreto, y hasta soso, quien se dedica a contar en sus novelas sus historias personales de amante con quienes después, al verse reflejadas en sus obras, ponen el grito en el cielo, por más que él se empeñe en que no se trata de «autoficción», sino de ficción pura y dura. La presentación de una de sus obras y una entrevista con la prensa dan pie para que se plantee el tema con  las limitaciones propias de un película que pretende, sobre todo, ser amable, no herir, crear una atmósfera no tensada, y en la que los puntos de vista no pasan de ser los propios de una esgrima argumental que en modo alguno pretende llegar al final de la cuestión, por interesante que pueda ser el tema planteado. Este del uso de las personas con su propio nombre y reconocibles como tales en una estructura de ficción, ¿es censurable? ¿Cuáles son los limites de lo que el autor pueda hacer o dejar de hacer con esos «personajes» que, al mismo tiempo, son también personas reales, de carne y hueso? No hace mucho, Víctor Érice montó literalmente en cólera cuando la novelista Elvira Navarro noveló partes de la vida de quien había sido su mujer, la también novelista Adelaida  García Morales. A su parecer, poco menos que sobre la fallecida novelista había que pedirle permiso a él. Escribí sobre ese caso aquí. El asunto sí que hubiera merecido algo más que una visión superficial y jocosa, y, de alguna manera, el título de la película, Dobles vidas, hace referencia a ese desdoblamiento entre la ficción y la realidad, más que a una hipocresía que propiamente no es tal, porque da la sensación de que los personajes aceptan tácitamente que en el matrimonio no se acaban las relaciones amorosas y que cada cual puede buscarse la vida por su cuenta para huir del famoso tedio matrimonial, por más que funcione la solidez de una estructura familiar que ningún miembro de la pareja está dispuesto a romper. Dado el planteamiento, al que se le dota de cierta intriga con la posible venta del grupo editorial, lo que llevaría al protagonista al paro, no hay, en realidad, ningún asidero para el espectador, quien va surfeando las pobres olas del metraje con harto fastidio, algún aburrimiento y una sensación de vacío quizás no merecido, porque pone todo de su parte pero la cinta no acompaña. Ni siquiera los muy interesados en la materia de la edición, como yo mismo, que he recurrido al micromecenazgo para una publicación, podrán seguir con interés lo que se les cae de los ojos, como de las manos se nos caería, probablemente, cualquier libro del coprotagonista que solo sabe contar lo que le ocurre, hasta que se reconcilia con su pareja con la esperanza de la maternidad de por medio. Hay, ya digo, una suerte de banalidad general en toda la trama que en modo alguno contribuye a darle relieve a la película. No hace mucho vi un versión francesa, Le Jeu, de Fred Cavayé, de la pelicula italiana Perfetti Sconosciuti' de Paolo Genovese, también versionada por Álex de la Iglesia, Perfectos desconocidos, y he de decir que la presente, a pesar de la entidad del director, palidece frente a aquella. En fin, de tostones también está lleno el paraíso de los Lumière…

domingo, 26 de mayo de 2019

«Pelle, el conquistador», de Bille August o «los santos inocentes» suecos.



Otro capítulo más de la historia universal de la infamia: la forzada «huida»  del campesinado sueco a Dinamarca o la eterna emigración que no cesa… 

Título original: Pelle erobreren  
Año: 1987
Duración: 138 min.
País:  Dinamarca
Dirección: Bille August
Guion: Bille August (Novela: Martin Andersen Naxo)
Música: Stefan Nilsson
Fotografía: Jörgen Persson
Reparto: Max von Sydow,  Pelle Hvenegaard,  Astrid Villaume,  Lars Simonsen,  Erik Paaske, Kristina Tornqvist,  Björn Granath,  Troels Asmussen,  Karen Wegener,  Sofie Gråbøl, Buster Larsen,  John Wittig,  Troels Munk,  Nis Bank-Mikkelsen, Lena-Pia Bernhardsson,  Anna Lise Hirsch Bjerrum,  Thure Lindhardt.

En su momento no la vi, e ignoro por qué razones, pero vista hoy, cuando el fenómeno migratorio se ha convertido en uno de los grandes asuntos que afectan a Europa y a tantos otros espacios, como la Usamérica de Trump, esta película adquiere una importancia que va mucho más allá de la que ya obtuvo en su momento y que la llevó a ganar el Oscar a la mejor película extranjera.
         Lo más chocante, desde el mismo inicio, es la emigración de los suecos para luchar contra la hambruna y la falta de trabajo que no palía la incipiente industria que comienza a desarrollarse en el país y que lo llevará, andando el tiempo, a convertirse en referente político para cualquier sociedad. Esta película se centra en los momentos en que los campesinos suecos tuvieron que emigrar en busca de trabajo y alimento, por esclavo que fuera el primero e insuficiente el segundo. Algunos optaron por lo más próximo: Dinamarca, como los protagonistas de esta película. Otros, por el sueño lejano del «nuevo mundo» para repoblar como colonos el centro y el oeste usamericanos.
         Un padre y su hijo, él demasiado mayor para tener un hijo tan pequeño -por la edad parece más el abuelo- llegan al mercado de trabajo danés en busca de trabajo, refugio y comida. Son contratados como mozos de establo para dormir en el propio establo y trabajar propiamente por la comida y poco más. A partir de ese momento, la película se centra, casi como si fuera un documental en la descripción de las durísimas condiciones de vida de los trabajadores de la finca y en cómo Pelle va asumiendo el sueño de hacerse a la mar para «conquistar» otras tierras donde ser libre y labrarse un porvenir, y cómo su padre no aspira sino a contraer matrimonio con quien pueda cuidarlo en la ya inmediata vejez que se le viene encima como una maldición.  Cuando cree hallar esa «salida» en brazos de una supuesta viuda, pues desde hacer tres años nada sabe de su marido, un marino, este regresa y aborta las aspiraciones del viejo sueco La relación entre el padre, incapaz y borrachín, aunque amante de su hijo y de que asista a la escuela para «formarse» forman el núcleo duro de la película, aunque la extensión de la misma, dos horas y casi media, dan par que se desarrollen otras historias paralelas que enriquecen notablemente, con esas perspectivas distintas, la terrible situación de quienes están sujetos a las arbitrariedades del capataz, ante la complacencia de un amo putero a quien su esposa, abandonada y marginada por las aventuras galantes del cacique, acabará castrando a modo de venganza por haber seducido incluso a su sobrina, que vivía con ellas y en quien la esposa confiaba como ayuda también para su cercana vejez.
         Es muy posible que Bille August viera tres años antes de hacer su película Los santos inocentes, de Camus, porque la película tuvo un éxito internacional muy sonado y porque, sin ir más lejos, hoy que está de actualidad el premio del festival de Cannes a Antonio Banderas, fueron también premiados en él ex aequo Paco Rabal y Alfredo Landa, quienes dieron dos recitales interpretativos, sin duda, en dicha película, que, sin el componente de la inmigración, refleja la explotación de los campesinos en las grandes dehesas extremeñas, propiedades de la aristocracia.
         Aquí también hay una nítida división entre el mundo refinado, exquisito  y lleno de comodidades de los dueños de la finca y el mundo miserable de los labradores y encargados de cuidar y alimentar las vacas y otros animales. La interrelación entre ambos mundo a través de la esposa abandonada del cacique, que controla el alcohol  que Pelle pretende hacerle llegar a escondidas de él, es una de las pates más líricas de una película en la que abunda el dramatismo de la crueldad, a veces gratuita, como sucede siempre en el ejercicio arbitrario del poder. Hay otra historia, de las muchas paralelas que se cuentan en la película, que llega, por su dramatismo al corazón partido de los espectadores: la historia de amor entre un joven danés y una campesina sueca, con embarazo de por medio y un final tan trágico como realista.. Y, además, cuando hay un conato de rebelión contra el capataz, la mala suerte se ceba en el cabecilla, reduciéndolo a la condición de retrasado mental por un golpe en la cabeza que impide que la consume. La película recuerda mucho la de Ermanno Olmi, El árbol de los zuecos, porque, a pesar de las circunstancias terribles que afectan a los personajes, incluso la alegría auténtica, sincera, y un  casi injustificado optimismo vitalista es capaz de hacer acto de presencia. Ni siquiera, y esa es la más hermosa lección de la película, en tan adversas circunstancias es capaz de desaparecer el sentido del humor, como en la historia del padre de Pelle con la supuesta viuda.
         Comparada con Los santos inocentes -una auténtica joya literaria, de Delibes, acaso no lo suficientemente valorada por la crítica-, nada nos sorprende en esta película tan triste como desesperada, y la sucesión infinita de agravios que sufren los personajes, solo en parte los compensa un doble final irreprochable, y lo revelo porque acaso sea de los pocos que la han vista tan tarde desde su estreno y el logro de su Oscar: el padre se queda en la finca, sin fuerzas para ningún desafío más, y Pelle, finalmente, se lanza a la aventura de embarcarse para conquistar mundos que le permitan salir de la humillación constante, de la esclavitud hiriente. Como el Quirze de la obra de Delibes, que a la que puede se escapa de la opresión de los terratenientes; Pelle sigue el mismo camino, si bien este, a diferencia de aquel, sí que pasa por todas las humillaciones imaginables, tanto en la finca como cuando comienza a ir a la escuela y los compañeros le cogen ojeriza y lo maltratan casi hasta la muerte hacia la que se lanza para escapar de ellos. Todas las secuencias de la escuela, con la figura del profesor que en todo recuerda a aquellos de los que en España se decía que alguien pasaba más hambre que un maestro de escuela, son excepcionales, la muerte del mismo incluida.
         La dureza del clima invernal de la isla danesa donde transcurre la acción la siente el espectador en cada plano, y los harapos y la falta de defensa de los protagonistas contra las inclemencias atmosféricas dibujan una línea de sufrimiento a la que es difícil que el espectador se hurte. La alternativa de las estaciones permite, eso sí, planos de poderosa belleza cromática; o la oposición, a menos de cincuenta metros entre el lujoso interior de la mansión y la miseria del establo donde viven los protagonistas.
Se trata, en definitiva, de una película que tiene hoy mucho más sentido que cuando se estrenó, cuando aún las migraciones masivas no se habían enseñoreado de las primeras páginas de los medios de comunicación. Ver cómo los campesinos suecos son tratados despóticamente por los terratenientes daneses en todo es equivalente a la explotación que tantos inmigrantes sufren en las explotaciones agrícolas de nuestro país, dejadas de la mano de la inspección del Ministerio de Trabajo y del de Sanidad. Triste. Todo, en efecto, muy triste. Y actualísimo.


viernes, 24 de mayo de 2019

«La casa número 322», de Richard Quine: el debut de una diosa del cine: Kim Novak.



Un thriller perfecto, pero acaso olvidado: La casa número 322 , del sólido Richard Quine, o un lugar de privilegio entre Perdición y La ventana indiscreta.

Título original: Pushover
Año: 1954
Duración: 88 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Richard Quine
Guion: Roy Huggins (Novela: Bill S. Ballinger)
Música: Arthur Morton
Fotografía: Lester White (B&W)
Reparto: Fred MacMurray,  Philip Carey,  Kim Novak,  Dorothy Malone,  E.G. Marshall, Allen Nourse,  Phil Chambers,  Alan Dexter,  Paul Richards,  Ann Morriss.

Me he aficionado a revisitar viejas películas mientras corro en la cinta en el gimnasio y el otro día me salió al paso atlético esta de Richard Quine, Pushover, en el original, porque, por suerte para mí, las veo en versión original sin subtítulos, que tanto distraen. Podría haberse llamado perfectamente Desire, porque es la ley del deseo la que dicta los pasos hacia la corrupción de un policía, Fred MacMurray, que vigila a una sospechosa con quien, haciéndose el encontradizo, a la salida del cine, entra en contacto para acabar perdiendo algo más que la integridad en la cortísima distancia que separa una anatomía de otra.
El debut de Kim Novak en el cine dicen que pasó desapercibido para la crítica de la época, 1954, lo cual puede inducir a pensar que hubo alguna epidemia de ceguera aquel año en el gremio de los críticos cinematográficos, porque, de otro modo, es imposible sentarse en un cine para ver esta película y no sentirse inmediatamente presa de un respeto reverencial hacia la belleza, el magnetismo y la escultura biológica, amén de a una voz asedada que en modo alguna se extraña nadie de que el afortunado Fred MacMurray pierda, como antes dije, bastante más que la ética policial.
A partir de un dispositivo simple, la vigilancia desde un ala del edificio de lo que ocurre en la otra, donde vive la sospechosa, justo al lado de una enfermera, Dorothy Malone, que borda su personaje de seductora dispuesta a no dejar escapar una de sus últimas oportunidades cuando entra en contacto, a su vez, accidentalmente, con el compañero de patrulla del protagonista,  un Philip Carey que ni pintado para una thriller, con su poderoso físico, su rostro anguloso y una voz llena de secos matices irónicos.
Son muy pocas las secuencias diurnas en la película, lo que permite desarrollar una estética de claroscuros que el uso de las gabardinas y los sombreros acentúa de forma muy notable; del mismo modo que en el interior de la casa de él, de MacMurray,  mientras esperan que arreglen en el taller el coche de la sospechosa que el propio policía ha averiado, el juego de luces y sombras permite una creación propiamente escultural de una actriz literalmente explosiva, y a quien privaron de su inicial Marilyn para no competir con la Monroe, competición de la que en modo alguno sale perdiendo. El juego de seducción alcanza unos niveles eróticos soberbios gracias a la colocación de la cámara y a su tenue movimiento alrededor de la atracción fatal que se inicia desde el mismísimo momento en que él se ofrece para acompañarla, any suggestion?, hasta que le arreglen el coche en el taller. ¡Cómo iba a extrañar a nadie que, después de rodar Pushover y Picnic, de Joshua Logan, la escogiera Hitchcock para esa oda a la seducción que es Vértigo!
A pesar de esa construcción de la mujer fatal, papel del que, por su buen hacer interpretativo, logró evadirse Kim Novak, la película se centra con buen criterio en el operativo para lograr capturar al amante de la sospechosa y llegar hasta el dinero robado en el banco por este, tras haber asesinado al guardia de seguridad que se opuso heroicamente al robo. El hecho de que se crucen las dos historias amorosas de la pareja policial y de que buena parte de la acción transcurra en el bloque donde viven ellas y donde ellos vigilan, permite una concentración narrativa extraordinaria.
De forma paralela, una vez que el protagonista ha «escogido», y la escoge a ella, ambos planean cómo quedarse con el botín del robo y deshacerse del amante bandido, que diría Bosé. La tensión, a partir de ese momento, entre la misión policial y los intentos de boicoteo de la misma por parte el protagonista irán generando una tensión que se resuelve en un final previsible, pero no por ello menos logrado, puesto que hasta el ultimísimo momento no descubren el juego sucio del protagonista. Como en cualquier thriller que se precie, aparecen ciertos espacios, trajes, vestidos, bares, apartamentos y despachos que se ajustan como a un guante a los requerimientos canónicos de un género por el que Quine se mueve con total seguridad y dominio, aunque a ello contribuye muy notablemente el cuarteto protagonista.
 Es muy probable que alguien saque a colación el paralelismo entre La ventana indiscreta y la presente película de Quine, pero ha de decirse que se trata de una mera coincidencia argumental en el tiempo, porque, aunque estrenadas en el mismo años, Pushover se estrenó antes que La ventana indiscreta. En todo caso, el voyeurismo de esta película tiene un nítido sentido policial, y está inscrito en los métodos clásicos de investigación, como hemos visto en infinidad de películas. Mirar a los vecinos, a las vecinas…, forma parte de los usos cinematográficos desde los inicios del cine. Igual que la literatura privilegia a los lectores como personajes, no ha de ser extraño que el cine privilegie a los observadores, o mirones, y ahí está Peeping Tom, de Michael Powell, que no me dejará mentir…
Richard Quine embrida a la perfección la historia y no hay plano que no sea una aportación indispensable para la narración rigurosa del «caso», incluidos los de alto voltaje de la seducción que han de justificar la decisión de ponerse fuera de la ley del protagonista. Es curioso, pero desde que el protagonista escoge el atajo de la vida fácil, pierde por completo el aplomo que hasta entonces tenía y actúa más como un perseguido a punto de quedar acorralado que como quien, desde el doble juego, a uno y otro lado de la ley, se permite controlar los movimientos propios y entorpecer los ajenos. La suma, pues, de torpezas y excesos de celo permiten que ciertos errores, como el del asesinato de un compañero del servicio de vigilancia (a quien chantajeaba, tras matar al atracador que ambos habían detenido, alegando que este había querido matarle cuando teóricamente se había abalanzado contra el para hacerse con el botín del banco) vayan estrechando el círculo de las sospechas sobre él. Cuando descubre que la enfermera ha revelado que lo vio en casa de la sospechosa, y que la policía lo sabe, se precipita un final que lo lleva a una situación desesperada, porque toda la manzana está rodeada por la policía. Ya, ya, si alguien no la ha visto, le chafo el final, lo sé. Pero hay clásicos cuyo valor intrínseco va mucho más allá de saber cómo acaba la historia que da pie a una realización cuyas secuencias se saborean como las figuras centrales o periféricas de una obra maestra pictórica que vemos completa ante nuestros ojos. MacMurray estaba genial en Perdición, de Wilder, sin duda; pero aquí repite papel con ese grado  de buqué exacto que da la veteranía y que justifica que la mujer fatal se sienta también atraída por él. Un thriller preciso, contundente y con una fogosidad elegante y abrasiva.

«Vampyr, la bruja vampiro», de Carl Theodor Dreyer, la perfección incomprendida en el inicio del género.



Una atmósfera y unas interpretaciones made in Dreyer para una película de terror singular: Vampyr o las mutaciones del mal.
Título original: Vampyr - Der Traum des Allan Grey
Año: 1932
Duración: 68 min.
País: Alemania
Dirección: Carl Theodor Dreyer
Guion: Carl Theodor Dreyer, Christen Jul (Novela: Sheridan Le Fanu)
Música: Wolfgang Zeller
Fotografía: Rudolph Maté (B&W)
Reparto: Julian West,  Sybille Schmitz,  Henriette Gérard,  Jan Hieronimko,  Maurice Schutz, Rena Mandel.

Aunque ya Murnau había formalizado la escritura canónica del género cinematográfico de las películas de vampiros en su Nosferatu, y a pesar de que Tod Browning filmó su Drácula, con Béla Lugosi un año antes,  Dreyer rescató para su incursión en el género el relato sobre el vampirismo, Vampyr, de un autor, Sheridan Le Fanu, que influyó notablemente a Bram Stoker para su célebre Drácula, de la que tantísimas versiones se han hecho en la Historia del cine. Carmilla es la novela corta escrita por Le Fanu, y en ella se narra la historia de la vampira que centra el relato de Dreyer. La obra pertenece al volumen de cuentos titulado In a Glass Darkly, de 1872.
Esta película jamás se hubiera filmado si Dreyer no hubiera entrado en contacto con un mecenas, Louis Alexandre de Gunzburg, quien la financió a cambio de convertirse en el actor principal. En los títulos de crédito aparece como Julian West, pero el barón de Gunzburg es todo un personaje cuya propia biografía da pie para una película. Recordemos, por ejemplo, que uno de sus parientes, el barón Dimitri de Gunzburg fue, a su vez, mecenas de los famosos Ballets Rusos de Diaghilev, en los que bailaba el incomparable Nijinsky, la biografía fílmica del cual, Nijinski, de Herbert Ross. es una más que aceptable aproximación biográfica al inmenso bailarín ruso. Gunzburg, después de su medida interpretación, guiado siempre de cerca por Dreyer, quien arrancó de él una memorable interpretación próxima al surrealismo y a lo que luego sería la teoría del «cinematógrafo» de Bresson, trabajar con actores no profesionales, acabaría su vida en Usamérica, como editor de revistas de moda, Harper’s Bazaar y Vogue  entre ellas, y como protector de jóvenes talentos como Oscar de la Renta y Calvin Klein.
La película de Dreyer es, sencillamente, una maravilla, desde los primeros planos del campesino que se embarca en la ribera del río portando una guadaña, símbolo de la muerte, hasta cualquiera de las secuencias que conforman una narración mesmerizada, hipnótica. El protagonista, un joven naturalista que llega a una extraña casa atravesada de silencios, miedos y personajes misteriosos irá descubriendo, poco a poco, la red de maldades que se va tejiendo a su alrededor, según las páginas de un libro que descubre y en el que se cuenta la historia de la aparición de los vampiros en la zona, para peligro de todos; son las páginas que lee el protagonista, sobrecogido, y que sirven como información para describir la existencia de los vampiros: sus usos y costumbres, y que le permitirán descubrir, no sin ciertas tenebrosas alucinaciones de por medio, los tejemanejes de un servidor de las fuerzas del mal, un doctor que rescata a las víctimas de la vampira para engrosar el ejército de sus sirvientes. Vale decir, a título anecdótico, que me quedé de piedra cuando vi al doctor representado en la película, porque Roman Polanski hizo un calco de él, aunque en versión cómica, para su inspiradísima película El baile de los vampiros. No es el único cruce cinematográfico relevante, porque el final escogido para “castigar” al malévolo doctor, obediente servidor de la vampira, tiene lugar en un molino mecanizado, cuyo mecanismo industrial de ruedas dentadas que activan el engranaje parece actuar simbólicamente como el mensaje de que solo la ciencia puede desterrar las creencias en los vampiros. Atrapado en el receptáculo donde se vierte la harina molida, el doctor tendrá que ir contemplando, en su desesperación, como llegará el momento en que morirá enterrado bajo el puro alimento esencial bendecido en el Padre nuestro… El mismo final es el escogido por Peter Weir para su excelente thriller Único testigo. A quienes le tenemos pánico a la muerte por asfixia, se trata de dos secuencias hiperimpactantes.
Dreyer concibió la película como una película muda, aunque después se añadieron unas líneas de diálogo reducidas a la mínima expresión, lo que provocó, imagino, la negativa recepción popular que tuvo una película totalmente incomprendida en su momento, y que supuso un periodo de sequía artística de Dreyer de más de una década. ¡Incomprensible!
Es cierto que el terror que se muestra en la película es indirecto, a través de las reacciones de los personajes, pero hay suficientes elementos, como la animación de las sombras esclavas o como la propia muerte del protagonista, quien asiste, desdoblado en sombra, a su propio entierro, amén de la más que inquietante presencia del malévolo doctor en la casa en la que una de las hijas del propietario ha sido vampirizada y contra la que el protagonista y los sirvientes hacen lo imposible para salvarle la vida. He de reconocer que, a pesar de la lentitud con que transcurre la acción, Dreyer se inventa un tempo lento al que se acomodan todos los personajes,  que recalca el dramatismo de ciertas escenas y que acentúa la atmósfera de terror que se va apoderando de las vidas de todos. La galería de miradas expresivas, de enfoques de los rostros amenazados por el pavor y el miedo es espléndida, y a la cabeza puede situarse al propio protagonista, quien deambula por los escenarios de la trama como una auténtica alma en pena, atenta, sin embargo, a cuanto sucede, si bien sin aparente capacidad para alterar el desarrollo de los acontecimientos. De hecho, toda la película parece ser una pesadilla terrorífica del protagonista, algo que sí se materializa hacia el final de la misma. La fotografía de la película, en un blanco y negro que recuerda el mejor de las mejores películas de Dreyer es obra, en esta ocasión, de un maduro Rudolph Maté que acabaría dirigiendo obras tan singulares como D.O.A. (Con las horas contadas), un thriller afortunadísimo en cuanto al planteamiento de la historia. Los efectos especiales, mínimos, pero muy efectivos, conseguidos a través de  la superposición de imágenes en diferente matiz del negro, nos permiten meternos de lleno en la trama de la reina vampira a con la que no se puede acabar sino de la manera ortodoxa que se acaba con ella, hincándole, en este caso un hierro, no una estaca, en el corazón; momento en que se libera el alma de la hermana vampirizada, quien recobra la vida. A quienes somos aficionados al cine de terror -incluyendo decepciones tan sonoras como la recientemente vista Videodrome, de Cronenberg-, Vampyr es un auténtica gozada, máxime cuando encontramos en ella un buen número de recursos dreyerianos usados en sus películas mayores: Ordet, La pasión de Juana de Arco o Gertrud










domingo, 19 de mayo de 2019

«Canciones del segundo piso», de Roy Andersson o «Amanece que no es poco» en Suecia.





El deprimente y magnífico humor negro sueco en una comedia más apocalíptica que surrealista: Canciones del segundo piso o el Goya moderno de los Disparates.

Título original: Sånger från andra våningen (Songs from the Second Floor)
Año: 2000
Duración: 98 min.
País: Suecia
Dirección: Roy Andersson
Guion: Roy Andersson
Música: Benny Andersson
Fotografía: István Borbás, Jesper Klevenas
Reparto: Lars Nordh,  Stefan Larsson,  Bengt C.W. Carlsson,  Torbjörn Fahlström, Rolando Núñez,  Sten Andersson,  Lucio Vucina,  Per Jörnelius,  Peter Roth, Klas-Gösta Olsson,  Nils-Åke Eriksson,  Hanna Eriksson,  Tommy Johansson, Sture Olsson.


El milenarismo y su apocalipsis pertinente parecen encarnarse filmicamente en esta obra de Andersson rodada en el cambio de centuria. La perspectiva sombría del final de todo lo que conocemos, encarnada en el trabajador al que despiden de su empresa, quien tiene un hijo que se ha vuelto loco por escribir poemas y que decide meterse en el negocio de vender crucifijos, tiene un arranque genial que, contra todo pronóstico se extiende hasta el último minuto de la proyección. A mí me resulta evidente que Andersson es un devoto de la extraordinaria película de José Luis Cuerda Amanece que no es poco, porque lo comparte todo con ella. Hecha la preceptiva  búsqueda de información acerca del autor, me llevo la sorpresa de que, aun sin ver citado a Cuerda, el autor reconoce, como he anticipado en la entradilla de la crítica, que Goya es una de sus principales inspiraciones, lo cual me produce un subidón de autoestima crítica sobre el que no insistiré…, pero sigo echando de menos esa vinculación con Cuerda. Seguiré intentando encontrarla. La película de Andersson se nos ofrece como una comedia negra muy singular, porque el patetismo se eleva a categoría estética para la composición, además, de gags en que la crueldad, el desarraigo y, sobre todo, el absurdo conforman una visión de la realidad entre sorprendente y crítica que dejan al espectador estupefacto. No hay una historia clásica con sus tres unidades básicas: planteamiento nudo y desenlace. Cada escena abre la puerta, de la mano de un plano fijo en la mayoría de las ocasiones, si no en todas,  a un mundo completo en el que la alteración del orden lógico, la suspensión del causalismo y otras virguerías conceptuales de esa condición, nos dejan a los espectadores frente a situaciones en las que hemos de penetrar escudriñando todos sus rincones, porque, dado el plano fijo, no estamos, sin embargo, ante el estatismo o el hieratismo, sino que en diferentes distancias del plano se agita una suerte de vida larvaria a la que conviene prestar atención, porque emerge de ese juego de perspectivas una realidad muy próxima a la nuestra. Usualmente asociamos con los suecos la seriedad, el rigor, la impasibilidad, el silencio, la reconcentración y, por qué no, también la crueldad psicológica. A partir de esos prejuicios, de tal visión superficial o ajustada al tópico, Andersson va a ir descomponiendo el reputado “modelo de éxito” social sueco para ofrecernos una agria visión de la existencia, atenuada en todo momento por un sentido del humor negrísimo que tan emparentado lo advierto con el de Buñuel o el propio de Cuerda. Para los aficionados al cine de Aki Kaurismäki, la sorpresa del cine de Andersson no será tan grande como para los que no. Hay un nexo evidente en la “manera” de plantear la escena entre Kaurismäki y Andersson: el plano fijo, el silencio pétreo, el minimalismo gestual de los intérpretes, etc. Pero son muchas, también, las diferencias, sobre todo porque en Kaurismäki aún pervive una narración, que está ausente en los planteamientos de Andersson. Por decirlo de un modo gráfico, pictórico, pues el propio Andersson es un enamorado de la pintura: imaginemos una película que transcurra en los escenarios de los cuadros de Magritte o de El Roto… Algo parecido advertí, para mi satisfacción en la película Monsieur Hire, de Patrice Leconte, por ejemplo. A lo largo de las muchas escenas de la película, a cual más disparatada, hay verdaderas bellezas que quedan grabadas en la mente del espectador. Distingamos los chistes más o menos discretos, pero muy efectivos, como el del mago que sierra al voluntario del público, después de haberlo introducido en los cajones que le van a permitir “separarlo” en vida,  y acaba llevándolo de urgencias al hospital con todo el vientre en carne viva…, y recordemos la espectacular escena en que se abren las puertas que dan acceso a un enorme pasillo, ofrecido en diagonal, y que los viajeros han de atravesar, llevando, a durísimas penas sus monumentales equipajes, como los de los árabes en los coches con que atraviesan la península para volver a sus países de origen, y asistimos a un titánico esfuerzo por desplazarse hacia los mostradores ocupados por impasibles dependientas…. Recordemos, asimismo,  la suerte de auto de fe en que se condena a una niña a ser arrojada al precipicio con los ojos vendados, y la posterior escena de quien la empuja intentando auparse a un taburete en la barra de un bar repleto de gente… Hay, para disfrute del espectador, tal cantidad de información en cada plano que no se trata de una película que solo se haya de ver una vez, sino que exige varios visionados, porque se descubren siempre nuevos detalles que enriquecen la obra; del mismo modo que la película de Cuerda, Amanece que no es poco, es imposible verla una sola vez y decir que “ya la has visto”. Se trata de obras en constante crecimiento, y que requieren, como digo, de más visionados. Hay mucho de los Brueghel, como hay mucho de El Bosco en la película de Andersson, y conviene no perder ripio del complejo mundo de referentes pictóricos y fílmicos que ha sabido destilar para crear una obra muy, pero que muy personal. Los espectadores pueden verla tantas veces como deseen en Filmin, cuya selección de películas con el título What the fuck! nos permite ver obras, como esta de Andersson, incatalogables. Son muchas las situaciones de la vida social a las que presta atención Andersson en su obra, y hay en ellas algo así como una síntesis narrativa extrema que nos ha de inducir a verlas como gemas autónomas que no necesariamente, salvo por su acumulación, construyen una narrativa. La falta de subrayados y la “naturalidad” con que las tales se suceden a lo largo de la obra es lo que más me lleva a emparentarla con Amanece que no es poco.  La puesta en escena, como no podía ser de otro modo, es determinante, así como la increíble fotografía que consigue unos efectos espectrales sorprendentes. Se advierte en esa "composición" la condición de cineasta publicitario de Andersson, porque todo está cuidado al milímetro, en cada una de las secuencias que conforman la película. Nada hay dejado al azar, no les ocurre, a dichas secuencias, lo que sí a los personajes de las mismas: que han de sufrir la fatalidad, el Hado, sin siquiera poder componer una figura heroica que se oponga a él: casi todas las escenas nos hablan del ridículo de los personajes, de su destrucción o de su muerte. Los espectadores tienen la última palabra, pero no creo que discrepen de la sólida reputación de cineasta singular que ha cultivado quien se estrenó con una obra muy notable: Una historia de amor, y ha acabado construyendo una de las obras más libres y atractivas del cine europeo.

sábado, 18 de mayo de 2019

«Confidencias de medianoche», de Michael Gordon o un clásico de la comedia sentimental.



Humor blanco roto para un guion excepcional con algunos gags desternillantes: Confidencias de medianoche o el glamour del cine at its best: Una pareja perfecta, Day & Hudson con la mejor carabina del mundo: Tony Randall, y una actriz de reparto mítica: Thelma Ritter.

Título original: Pillow Talk
Año: 1959
Duración: 105 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Michael Gordon
Guion: Stanley Shapiro, Russell Rouse, Clarence Greene, Maurice Richlin
Música: Frank De Vol
Fotografía: Arthur E. Arling
Reparto: Rock Hudson,  Doris Day,  Tony Randall,  Thelma Ritter,  Nick Adams,  Allen Jenkins, Lee Patrick,  Marcel Dalio,  Mary McCarty,  Julia Meade.

El otro día TVE rindió homenaje a la recién fallecida Doris Day, una leyenda del cine, con una de sus mejores películas, Confidencias de medianoche, junto al galán con quien formó pareja en algunas películas de éxito, Rock Hudson. No hacía mucho que había revisitado otra de las película de la pareja, Pijama para dos, una suerte de Mad Men “sin acritud”, del mismo modo que la presente es una versión , ¡aún más light!, de la guerra de sexos, de La costilla de Adán, de Cukor, con otra de las grandes parejas del cine, Hepburn & Tracy, y no estaba muy seguro de si la volvería a ver  o no. Me pudo más la gratitud hacia la gran artista ¡y cómo acerté! No tardé ni diez minutos en “ser metido” en situación con unas maneras de gran comedia glamurosa, que  es el género que sustituyó a la comedia combativa y ácida de los 40 y 50. Está claro que no nos movemos en clave realista de ninguna de las maneras, y que hay una dimensión de gran espectáculo de Broadway que se apodera de la puesta en escena, del vestuario e incluso de los gags, preparados con una minuciosidad que optimizan su potencial cómico al máximo. No es menos cierto que  tampoco estamos en el terreno de la psicología, ¡y mucho menos en el de la fisiología! Lo suyo sería calificar la obra como un vodevil, como una comedia de enredo con trasfondo romántico, en el que lo importante es cómo funcionan todas las piezas en ese delicadísimo mecanismo de relojería que nos va dando las horas y los cuartos con una precisión jocosa y gozosa inimaginable. No es fácil, para los actores, darle vida propia a un tipo, en vez de a un personaje, y persuadir a los espectadores de la ilusión de realidad necesaria para no distanciarse de la trama y considerarla como una tontería insufrible e indigna de sr seguida, es decir, como si a los musicales de los años 30 y 40 les suprimieran de pronto todos los maravillosos números musicales y se empeñaran en que siguiéramos la historia y asintiéramos a, por lo general, argumentos que de puro ridículo serían infumables.
El punto de partida, que un cruce de línea telefónica permita a dos abonados usar la misma línea con total  indiscreción, y que uno de ellos sea un compositor y don Juan, y la otra una mujer profesional e independiente, pero avanzando peligrosamente en la soltería hacia el cruel punto que marca el giro coloquial español del «para vestir santos», ya nos indica la mucha credibilidad que los guionistas nos exigen a los espectadores. Ambos tienen un complemento cómico, como los criados de nuestro teatro barroco, que constituirán factores decisivos en la construcción cómica del enredo: ella, una señora de la limpieza borrachina, cuyas salidas del ascensor, y su relación con el ascensorista son siempre un motivo de sano humor; y él un mecenas de su música, Tony Randall, que está enamoradísimo de la diseñadora, quien también, en parte, trabaja para él, pues, de hecho, funciona más como asesora de arte que, propiamente, como decoradora, aunque esta profesión suya adquirirá relieve, ¡y qué relieve!, en el desenlace  de la película. Por  confidencias de su jefe, el compositor sabe quién es su enamorada, pero hasta una escena en una sala de espectáculos no acaba “descubriendo” quién es la “curvilínea” personalidad de la persona con quien comparte la línea telefónica y el mal rollo que supone tener que aguantar las impertinencias de una, en apariencia, casta y digna señora “mayor” que le reprocha su donjuanismo impenitente. Lo primero que se le ocurre, y es uno de los grandes aciertos de la película, es buscarse una personalidad alternativa para no ser reconocido por ella, ¿y qué se le ocurre? ¡Pues nada menos que convertirse poco menos que un cowboy de Texas con esa entonación propia el sur,  a medio camino entre el paleto de campo y  la ingenuidad personificada; algo así como la espectacular creación de Don Murray -un urbanita neoyorquino- para su cowboy en Bus Stop, de Joshua Logan, con Marilyn Monroe. Aunque Rock Hudson es algo tosco  de maneras, la clave paródica de la película, tanto para el don Juan como para el cowboy, le permiten salir más que airoso de la dura prueba, y crear esa verosimilitud imprescindible para asentir al monumental enredo que se va gestando ante nuestras narices. Una vez que el jefe del seductor descubre el pastel, se propone por todos los medios impedir esa relación que acabará con sus pocas esperanzas de conquistar a la decoradora, quien ya le ha dado calabazas cariñosas prácticamente desde el comienzo de la película. La historia se articula en función de la progresión del enredo y del ingenio del compositor para mantener la ficción del noble novio tejano que respeta a quien puede ser su futura mujer  de un modo, y ahí hay un giro con una segunda lectura solo para el pequeño círculo de “conocedores”, en aquella época, de la homosexualidad oculta de Hudson, que le llevan a creer a la protagonista que tanto respeto puede encubrir una tendencia efectivamente homosexual…Está claro que vistas esas escenas en clave íntima, en la época de su estreno, distaría mucho la apreciación de las mismas de quienes creyeron a pies juntillas  la larga vida de la ficción de Rock Hudson como el sexy symbol de millones de espectadoras de todo el planeta, el “galán” por antonomasia. Vista hoy, con la información delante, se aprecia mucho mejor la picante ironía del actor en la representación de esa posibilidad que horroriza a su «futura». Es absurdo que yo ahora me empeñe en hacer poco menos que una clasificación de los mejores gags de la película, porque de poco valdría, salvo  de aguarles la fiesta a los espectadores. Sí hay dos, sin embargo, que valen su peso en oro: el de la competición etílica entre Ritter y Hudson  y el del gato al ver la decoración del apartamento de “soltero” que le rediseña la protagonista. Ambos pueden aspirar, por derecho propio, a figurar en la antología de los mejores gags de la Historia del Cine. El del gato además, cierra con todos los honores la película, un final apoteósico. Insisto, que a nadie se le ocurra ponerse las gafas del realismo para ver esta comedia. Aunque sin la acidez de Wilder, o el «toque» de Lubitsch, no nos movemos lejos de ese arte de la comedia que ellos elevaron a la perfección. ¡Relájense y a disfrutar!

lunes, 13 de mayo de 2019

«Il divo», de Paolo Sorrentino, en la mejor tradición del cine político italiano.



Retrato implacable del PODER y su complejidad autobiográfica: Il divo o la biografía imaginativa y acerada de Giulio Andreotti

Título original:  Il divo
Año: 2008
Duración: 110 min.
País: Italia
Dirección: Paolo Sorrentino
Guion: Paolo Sorrentino
Música: Teho Teardo
Fotografía: Luca Bigazzi
Reparto: Toni Servillo,  Anna Bonaiuto,  Piera Degli Esposti,  Paolo Graziosi,  Giulio Bosetti, Fanny Ardant,  Flavio Bucci,  Carlo Buccirosso,  Giorgio Colangeli,  Alberto Cracco, Lorenzo Gioielli,  Gianfelice Imparato,  Massimo Popolizio,  Aldo Ralli, Giovanni Vettorazzo.

Elio Petri, Francesco Rosi, Marco Bellocchio, Mario Monicelli y tantos otros son un referente inequívoco de la grandeza cinematográfica que el cine político ha alcanzado en Italia, y me refiero al cine que tiene como objetivo la realidad política o cómo se cuece esta en la sociedad italiana, porque la vertiente social del cine italiano es una constante de su cinematografía y va bastante más allá de lo que ahora y aquí, en esta crítica y a propósito de esta película de Sorrentino acotamos como “cine político”. Tengo muy presente, porque no hace mucho que la vi, esa joya de este tipo de cine que es Las manos sobre la ciudad, de Francesco Rosi,y que ya tuve ocasión de criticar en este mismo Ojo hace un par de años o poco menos. La diferencia notable, y de la que se beneficia enormemente la película de Sorrentino, es la restricción que ha ejercido el autor sobre su materia: se ha centrado en los últimos años de un personaje al tiempo siniestro y seductor: Giulio Andreotti o “el gran urdidor” de la política italiana, un personaje indispensable par entender los entresijos de la política italiana casi en toda la segunda mitad del siglo veinte. La composición que hace Toni Servillo de él, a través de una curiosa caracterización física, va más allá del realismo para caer en la interpretación irónica del personaje, porque, cinematográficamente, al menos, es imposible no pensar en el Nosferatu de Murnau, y ahí está ese mundo de sombras, penumbras, noches en vela, estancias cerradas y escasamente iluminadas, para identificar un referente «maligno» que contrarreste el marcado sesgo católico militante del protagonista de buena parte de la historia política italiana. Hay, a mi entender, una dimensión más teatral que cinematográfica en la construcción del personaje. Su manera de andar, lo untuoso de sus gestos y maneras, su cortesía exquisita, y, sobre todo, el poderosísimo cinismo que desgrana el autor a través de unas réplicas que condensan un saber no impropio de Maquiavelo y totalmente congruente con el de Guicciardini, nos ofrecen una imagen del personaje que está a mitad de camino entre la repulsión y la seducción. Sí, existe la inteligencia política, un arte con el que se nace pero que solo se desarrolla apropiadamente cuando se llega a la cima del poder como llegó Andreotti. La esencia de su acción política es la suavidad de las formas con la dureza en el mantenimiento de sus posiciones ideológicas, o lo que es lo mismo, el cumplimiento estricto del viejo adagio jesuítico: suaviter in modo, fortiter in re (suave en las formas, duro en el fondo). El paradigma de ello es la resistencia numantina que se autoimpuso frente al chantaje de las Brigadas Rojas cuando el secuestro de Aldo Moro puso en jaque al Estado italiano, justo cuando Andreotti iba a ser elegido Jefe de Gobierno con los votos sumados a la Democracia Cristiana del Partido Comunista de Berlinguer, lo que se denominó, entonces, el “compromiso histórico”. La película de Sorrentino ahonda, a lo largo de todo el metraje, en la ambigua posición de Andreotti en muchos de los asuntos que conmovieron a la política italiana no solo con el secuestro de Moro, sino también con los suicidios aparentes de personajes como Roberto Calvi, el famoso “banquero del Vaticano”, que amaneció colgado de un puente, en Londres o con no pocos asesinatos de la mafia en represalia por la acción de los jueces y los carabinieri contra ellos. La supuesta conexión de Andreotti no solo con la mafia, sino con la enigmática logia P2, dirigida por Licio Gelli, no solo arrojaron serias sombras sobre su acción política, sino que incluso fue llevado a juicio varias veces, aunque siempre fue absuelto por falta de pruebas concluyentes de su participación en esas redes oscuras de intento de dominación de los aparatos del Estado. La película de Sorrentino, muy íntima, en la medida en que pueda hablarse de «intimidad» respecto de un político tan enigmático, críptico y oscurantista como Andreotti, se centra en una labor de descripción de su modus operandi político que refleja en todo momento la concepción caciquil e incluso mafiosa de la política, porque no son pocas las ocasiones, sobre todo en su relación con la gente del pueblo que su «generosidad» adopta un vago aire de modo corleonesco, paternal como el don Vito de Marlon Brando en El padrino. La composición de Servillo, que peca algo de paródica, limita mucho la evolución «natural» del personaje, que siempre aparece forzadísimo, rígido y relajado en la intensificación de su característica «chepa». Las maneras vaticanistas se adueñan del personaje y tanto en las relaciones políticas como en la familiar con su esposa, por ejemplo, apenas distinguimos la más mínima variación en los gestos o los énfasis: Andreotti era un ser humano de una pieza, o al menos eso nos transmite la película. Las escenas del Parlamento, cuando se somete con serenidad estoica al desprecio de su persona para ocupar el alto cargo de Presidente de la República al que aspira como culminación de su carrera política, mientras sus «delegados» despliegan por los pasillos todo un abanico de recursos seductores para lograr los votos que le permitan auparse a esa dignidad institucional son impagables. Y recuerdan vivamente los de Las manos sobre la ciudad: captan una manera tan especial de entender la vida democrática que no me extraña que el cine político constituya un capítulo tan vigoroso en la cinematografía italiana. El espectador quiere suponer que, mutatis mutandis, hay una línea de continuidad histórica entre el lejano senado romano y el parlamentarismo italiano actual, una vívida imagen entre histórica y antropológica que nos permite asistir con interés a la proyección. Andreotti ha pasado a la politología como el creador de una expresión que no es, propiamente, invención suya: manca fineza…, toda una declaración de principios de quien siempre se impuso desde esa untuosidad en las maneras y unas férreas convicciones que ni siquiera en el caso del secuestro de Moro le inclinaron a abrir una negociación con los terroristas para salvar la vida del máximo exponente de su partido, la Democracia Cristiana. Conviene recordar que esta película nos remite a otra, no menos política, Buenos días, noche, de Marco Bellocchio, que narra el cautiverio y la muerte de Aldo Moro desde el punto de vista de los terroristas de las Brigadas Rojas. De más está decir que el trabajo de Toni Servillo está a la altura de sus grandes personajes en el cine, como el del cínico escritor de La gran belleza, y que en buena parte a él se debe la capacidad de revelación psicológica del protagonista a través de sus miradas, la beatitud de sus maneras devotas y, sobre todo, del laconismo de unas apostillas con las que bien pudiera crearse un prontuario de excelentes aforismos políticos. Recordemos, para acabar, que el mismo Toni Servillo sirvió de excepcional vehículo interpretativo a Roberto Andó para su película política Viva la libertad, en la que Servillo interpreta a unos hermanos gemelos, uno de los cuales, filósofo “en eterna crisis”, sustituye al triunfador de la familia: el político. Otra muestra más de este inagotable capítulo de una cinematografía tan fecunda como la italiana.

«Canino», de Yorgos Lanthimos, o el retoño de Buñuel.



Canino o algo más que el heteropatriacado… La familia como secta; la secta como tótem; el tótem como la vida… perra. 

Título original: Kynodontas (Dogtooth)
Año: 2009
Duración: 94 min.
País:  Grecia
Dirección: Yorgos Lanthimos
Guion: Efthymis Filippou, Yorgos Lanthimos
Música: Varios
Fotografía: Thimios Bakatatakis
Reparto: Christos Stergioglou,  Michelle Valley,  Angeliki Papoulia,  Mary Tsoni, Hristos Passalis,  Anna Kalaitzidou.

Pues sí, también se ruedan películas como Canino cuya seña de identidad evidente es, en primer lugar, desconcertar al espectador y someterlo a una incomodidad radical ante una historia muy alejada de su realidad cotidiana. Se trata, por supuesto, de enfrentar mundos desde una perspectiva extrañamente lúdica: un  juego de semejanzas y diferencias que nos atrae lo suficiente como para creer que entendemos algo de cuanto ocurre ante nuestros ojos asombrados, e incluso de que poseemos una lógica que nos permitirá dar razón  clara y ordenada de cuantas realidades hemos visto, por más que repugnen a esa misma razón y nos obliguen a desistir de acudir a ella para tratar de sacar el agua clara de unos comportamientos que nos desbordan, que nos superan, que nos llenan de estupefacción, cuando no de horror, de disgusto e incluso de repugnancia. La genealogía del autor está clara, al menos por la situación y la transgresión de ciertos códigos sociales y de ciertas instituciones, la familia en este caso: Luis Buñuel es la primera memoria que acude a la mente del espectador desasosegado de esta historia; después Haneke y su impasibilidad glacial ante la inevitabilidad del ejercicio del mal; y después Ferreri y otros autores, Cronenberg entre ellos, sin duda, en quienes las historias tienen un nexo evidente con nuestra realidad, pero se disparan hacia desarrollos que nos dejan descolocados, como si estuviéramos contemplando una vida que no es de este mundo, sino de otro de otra galaxia, un versión deplorable de nuestras contradicciones y nuestras irracionalidades. La situación es elemental: un empresario vive en una casa aislada con su mujer y sus tres hijos, con quienes forma una sociedad regida por unas leyes de relación entre ellos y unas costumbres «caninas» que en modo alguno dejan indiferentes a los espectadores. Rigen leyes extrañas y advertimos comportamientos insólitos. Eso sí, el padre, la única persona que entra y sale de la casa, frente a los otros cuatro, la mujer y los tres hijos, que viven en permanente reclusión, ejerce una autoridad despótica sobre los miembros de la familia, no exenta de violencia. Digamos que él provee a las necesidades materiales de la familia y los demás han de aceptar sumisamente ese dominio del hombre sobre el perro, en este caso cuatro perros, su mujer y sus tres hijos. La película se inicia con la llegada a la casa de una guardia de seguridad de la fábrica que llega a la casa del “jefe” con la única misión de tener relaciones sexuales con el hijo de este. De forma clandestina, ha entrado en la casa un vídeo que llega a manos de una de las hijas, razón por la cual, el padre se venga en ambas de esa “irregularidad”, y lo hace con una violencia descomunal, que forma parte del rígido gobierno despótico que ejerce sobre los miembros de la familia. Que la condición para salir de esa suerte de “habitación”  sea la caída de uno de los dientes caninos llevará, en una de las hijas que ya no soporta la presión de la vida que les toca vivir bajo el imperio de un padre tiránico, a unas durísimas escenas de automutilación para conseguirlo. La película está rodada de tal manera que, a veces, se confunde con un documental sociológico, algo así como si se tratase del estreno de Gran Hermano en la televisión holandesa por primera vez, para estupefacción de los televidentes, que no daban crédito al espectáculo de unas vidas en ningún momento ajenas a la observación de la cámara que registraba todos y cada uno de sus actos en cualesquiera espacios de una casa. El show de Truman, de Peter Weir y La habitación, de Lenny Abrahamson, serían dos películas, desde una perspectiva infinitamente más comercial, que podríamos relacionar con este Canino respeto de la que Langosta, por ejemplo, es una concesión al gran público; algo que se acabó confirmando en la última película del autor, La favorita. El director no hace la más mínima concesión a la inquietud que genera en el espectador, es más, se complace en ahondar en ella, en provocarle una extrañeza que le hace contemplar lo que transcurre en la pantalla como un cuento cruel, como una relectura de los cuentos de terror infantiles que, con tanta alegría, les contamos a los niños. Las inesperadas relaciones entre los miembros de la familia a través de lametazos, la sexualidad incestuosa de los tres hermanos, la realidad que inventa la madre con cada frase para desrealizar lo que es evidente, la frigidez expresiva de todos los miembros, el silencio que lo inunda todo como una marea pestilente de aguas residuales…, la sumisión al patriarca, la incómoda sensación de estar prisioneros por su propia voluntad o, en su defecto, por la ausencia de voluntad para dejar de serlo…; todo, en la película, se le ofrece a los espectadores como un reto hermenéutico que estos harán bien en no secundar, porque lo que ocurre en esa casa solo ocurre en esa casa. Es verdad que se admiten a posteriori todas las lecturas que se deseen, pero no olvidemos que, cuando aparecen las tomas de la fábrica, adonde se dirige el padre en busca de la hija que se ha escapado mediante una treta que no descubriré, esos espacios están absolutamente vacíos, sin vida, como si se tratara de un escenario postapocalítico. ¡Qué espectacular imagen, con todo, ante la deserción de uno de los miembros del clan, la de los otros tres llegándose a la puerta de la finca, sin traspasarla y comenzando a ladrar a la luna a cuatro patas!, mientras el padre sale, con el coche, en busca del miembro  «perdido». No negaré que la película, como aquellas «viejas glorias» del Walerian Borowczyk de mi primera juventud, dan para mil y una interpretaciones simbólicas, pero eso lo dejo ya al arbitrio de los espectadores, que ellos ya sabrán con qué lectura quedarse de las muchas que la película alimenta. La frialdad de las relaciones humanas dentro de la historia se corresponden, eso sí, muy fielmente, con la neutralidad de una cámara que, muy a menudo con plano fijo, permite que evolucionen los personajes ante nuestros ojos sorprendidos. No descarto que la película sea capaz de provocar un cabreo monumental en algunos espectadores poco fogueados en películas de este tipo tan singular, pero serán los menos. Lanthimos narra lo inenarranable y sabe atraernos al corazón secreto de la distopía con una facilidad asombrosa.

viernes, 10 de mayo de 2019

«Tres páginas de un diario», de George Wilhelm Pabst o un singular melodrama innovador.



Una página inexplorada del melodrama: Tres páginas de un diario o la visión corrosiva, dramática y sentimental de la ingenuidad traicionada. 

Título original: Tagebuch einer Verlorenen (Diary of a Lost Girl)
Año: 1929
Duración: 104 min.
País: Alemania
Dirección: Georg Wilhelm Pabst
Guion: Rudolf Leonhardt (Novela: Margarete Böhme)
Música: Otto Stenzeel (Película muda)
Fotografía: Fritz Arno Wagner, Sepp Allgeier (B&W)
Reparto: Louise Brooks,  André Roanne,  Josef Rovenský,  Fritz Rasp,  Vera Pawlowa, Franziska Kinz,  Arnold Korff.

No acabo de entender que las nuevas -¡y buena parte de las viejas!- generaciones le hayan dado la espalda al cine mudo. Todo un mundo por descubrir y del que gozar con una intensidad que ya quisieran algunos “productos” que flagelan las pantallas con una simplicidad argumental y estética que avergüenza al aficionado más lerdo. Claro que tiene que haber cine de masas y cine para cinéfilos, y es muy posible que sin el primero no pueda existir el segundo, aunque no estoy muy convencido de ello. Antes, en el cine mudo, no se hacía, al menos, esa distinción: todas las películas aspiraban a ganar el favor del público mayoritario La decantación de los públicos por unas u otras películas es lo que ha ido constituyendo, a lo largo del tiempo, el cine de mayorías y el inevitable cine de minorías; el cine como espectáculo y el cine como obra de arte, si bien ambas características pueden aparecer en la misma película, por supuesto. Georg Wilhelm Pabst fue un director polémico en su tiempo porque se acercó al erotismo de una manera más o menos franca y supo llevar a la pantalla heroínas transgresoras como la Lulú de Wedekind en La caja de Pandora o la Thymian de la que nos ocupa en este momento. Pabst tiene en su haber el singular mérito de haber sido el primer cineasta en tratar de llevar al cine las teorías freudianas mediante le película Misterios de un alma, para la que fue asesorado por los dos máximos representantes de las teorías freudianas en Berlín, Karl Abraham y Hanns Sachs. Parte del éxito de las dos películas de Pabst se deben a la presencia en ellas de un auténtico sex-symbol de su época, Louise Brooks, de ultra agitada vida que no excluyó ni siquiera la prostitución de lujo, y cuyo peinado característico causó furor durante años. Con todo, que Brooks tenga hoy en día la consideración que tiene se debe a la devoción de los cinéfilos franceses que la “rescataron”, como tantas otras realidades de aquel cine, hacia los años 50 del siglo pasado. La película de Pabst mezcla a partes desiguales una historia folletinesca, una crítica feroz de la hipocresía burguesa, un desinhibido acercamiento al mundo del erotismo y el sexo y una denuncia de instituciones represivas como el reformatorio donde ingresan a la protagonista después de haber tenido un hijo fuera del matrimonio sin que ella haya sido consciente de haber transgredido nada, porque, como le pasará en otras ocasiones, a lo largo de la trama, en el momento en que va a ser seducida, cae en un prolongado desmayo que permite dichas relaciones sexuales sin que ella haya dado su consentimiento ni pueda, en buena lógica, resistirse. La presencia de un joven conde desheredado por su padre, por su incapacidad para dedicarse a una profesión o seguir unos estudios, que mezcla su destino con el de la joven, quien, finalmente, cuando muere el padre, hereda el dinero de la farmacia cuya hipoteca paga el empleado para quedarse con ella, añade a la película una deriva decadente que, cuando la joven desheredada llegue al burdel, sumará una dirección que, súbitamente, torcerá el ambiente festivo que hasta entonces tenía su presencia, hacia la tragedia realista, con el suicidio del joven; porque, cuando el conde se las prometía tan felices por el dinero con el que iniciarían una nueva vida, ella le da el dinero a la criada con quien se acabó casando su padre y teniendo dos hijos, hermanastros suyos, pues,  la principal agente de su expulsión de la casa y de su ingreso en el reformatorio, lo que precipita el final del joven, sin oficio ni beneficio y desheredado por su padre, como ya dijimos. Nos movemos, como se aprecia, en el ámbito del folletín, pero el sesgo expresionista desde el que se nos presenta la vida torturada de las jóvenes que viven sometidas a la férula sádica y  dictatorial de dos seres perversos que rigen la institución, ¡un acierto de reparto, de interpretación y de calidad fotográfica!, le concede a la película una dimensión muy actual, al menos desde la valoración estética que tenemos hoy en día del expresionismo. La realización de Pabst con un blanco y negro que nos acerca más al realismo social crítico que al expresionismo propiamente dicho, está llena de soluciones visuales que nada tienen que envidiar a las de Dreyer, en El amo de la casa, quizás una película poco vista, pero muy instructiva sobre el arte del director danés, que llegaría a su consagración en Ordet y Gertrud; ni tampoco a las de Max Ophüls, con quien, a mi modesto entender, comparte una misma visión del melodrama, aunque el movimiento de cámara de Ophüls nada tiene que ver con la escasa movilidad de la de Pabst, más amigo de la cámara fija frente a la que evolucionan los personajes. La película sería muy otra sin la interpretación de Brooks, quien gana mucho más en los primeros planos donde mostrar su estudiada ingenuidad pícara, su inocencia pecaminosa, que en los planos más amplios, donde aparece de cuerpo entero, dado que su físico no es, precisamente, ni voluptuoso ni como el de los sex-symbol que vendrán tras ella, como Marilyn Monroe, por ejemplo. Solo tenemos que pensar en la escena más jocosa de la película, cuando la protagonista dice que puede dar clases de gimnasia “a domicilio”, en el propio burdel, para ganarse la vida y se le presenta un cliente descrito con una gracia que ya quisieran muchas comedias del propio cine mudo o de las del hablado. La composición visual del mismo, su gesticulación, la escena bufa en la que se acaba convirtiendo el intento de seducción de la joven cándida a través de la clase de gimnasia, que ella propone siguiendo el modelo de las que “sufrió” en el internado, a manos de la desquiciada gobernanta que probablemente influyera en el “diseño” de la directora del internado de Muchachas de uniforme de Leontine Sagan y  Carl Froelich, una popularísima historia de amor lésbico que el régimen nazi intentó hacer desaparecer, quemando todas las copias existentes. El giro que da la película, cuando el Conde, que ha sufrido el suicidio de su hijo, decide adoptar a la dulce Thymian, se adentra ya por los trillados caminos de la ingenuidad recompensada que, sin embargo, aunque rebajan la tensión dramática, no desmerecen en modo alguno del desarrollo e la historia, cuyos cabos se acaban cerrando satisfactoriamente. A mí me parece una estupenda película que quizás mereciera una revisión a fondo, porque son muchos los detalles a los que en una crítica no se les pude prestar atención y que, no obstante, deberían de tener cabida en ella. Quizás con ocasión de otra película del autor tenga esa oportunidad.