lunes, 31 de octubre de 2022

«La puerta del infierno», de Teinosuke Kinugasa, una explosión de belleza.

 

El amor fou de un samurái en una eclosión cromática incomparable.

 

Título original:  Jigokumon (Gate of Hell)

Año: 1953

Duración: 88 min.

País:  Japón

Dirección: Teinosuke Kinugasa

Guion: Teinosuke Kinugasa, Masaichi Nagata. Obra: Kan Kikuchi

Música: Yasushi Akutagawa

Fotografía:  Kohei Sugiyama

Reparto: Machiko Kyô, Kazuo Hasegawa, Isao Yamagata, Yataro Kurokawa, Kotaro Bando, Jun Tazaki, Koreya Senda, Masao Shimizu.

 

         Si hay un mundo digno de ser explorado ese es el de la cinematografía. Atendiendo a que en nuestro planeta apenas queda rincón inexplorado, y que incluso tribus que viven en la edad de piedra han sido ya filmadas, el mundo de la cinematografía no deja de sorprender al aficionado que se interna en él con total ausencia de prejuicios. Si hoy toca esta joya del cine japonés, en el que las hay a docenas, por cierto, dentro de unos días tendré el placer de criticar Cuidado con el coche, de Eldar Ryazanov, una sátira muy divertida del cine negro usamericano desde una perspectiva costumbrista deliciosa, aunque es posible que le dedique un monográfico con tres películas del ya fallecido director ruso.

         La puerta del infierno quizás signifique metafóricamente la puerta del amor, en el que, una vez se ha entrado, todo puede ser maravilloso, anodino  o infernal, en función de la fortuna que se derive de esos lances con, a menudo, insólitos desenlaces. En el contexto de una guerra civil contra el emperador, un samurái que se mantiene leal al emperador, y que ha de enfrentarse con su hermano, que capitanea a los rebeldes, es encargado de proteger a una mujer que se hace pasar por la hermana del soberano para atraer a los enemigos y dejar el campo libre para la huida de la verdadera. Arriesgando su vida en el empeño, Moritoh, el samurái, pone a buen recaudo a la «impostora», quien, al liberarse de los ricos manteos que la ocultan al conocimiento ajeno, expone ante Moritoh una belleza que lo fulmina con el ansia de poseerla a toda costa, una codicia que no va a ceder ni siquiera ante la noticia de que la mujer está casada, felizmente casada. Una vez que la sublevación es dominada, el Emperador otorga recompensas a sus leales, pero Morito no quiere ningún otro bien que el de que le sea concedida la mano de Kesa, dama de la Emperatriz. Todos los guerreros sonríen burlonamente de semejante pretensión, pero los méritos del samurái inclinan al emperador a organizar un encuentro entre Moritoh y la mujer, y «todo lo demás» dependerá de él, aunque le prohíbe el uso de la fuerza.

         Kase, citarista exquisita, toca el instrumento para el Emperador, pero, en un momento dado, este se retira y la deja sola. Al poco aparece Moritoh, quien, desesperado de amor, rabioso, henchido de una pasión que no va a poder calmar hasta que haga suya  a la mujer, requiebra de amores a Kesa, quien se refugia en su estado de casada para tratar de hacer entrar en razón al impetuoso samurái, quien, avanzando hacia ella con el ímpetu de su pasión, acaba pisando y destrozando la cítara, en perfecta metáfora de a lo que conduce su pasión desenfrenada. La sutileza del lance de amor, entre el amor pacífico de su marido y el impetuoso de Moritoh, se aprecia en la ambigüedad con que Kesa escucha al pretendiente, y ello permitirá durante toda la película mantener el interés del espectador, quien baraja desenlaces sin saber a qué carta quedarse, pero, eso sí, atrapado en la red de belleza cromática, de vestuario y de puesta en escena que nos regala Kinugasa con una sensibilidad que puede perfectamente ponerse en parangón con las mejores películas en color de Kurosawa, por supuesto, y de otros clásicos japoneses, entre los que ha de figurar esta película universalmente admirada: ganadora del Oscar a la mejor película extranjera y de la Palma de Oro del festival de Cannes.

         No estamos ante una obra de cámara, pero casi, porque el contraste de los exteriores, usualmente al anochecer o al amanecer, ¡con unos azulescasinegros portentosos!, y con las salas diáfanas donde se recogen los personajes, ¡esa maravillosa austeridad de la decoración japonesa!, como si el abigarramiento fuera el peor pecado que se pudiera cometer contra la belleza, maravilla a cualquier espectador, por más que le pueda irritar la morosa solemnidad de los protocolos japoneses de la convivencia. No voy a adelantar nada, por supuesto, pero la película tiene un desenlace extraordinario en el que se enfrentan dos concepciones distintas del amor, y que merece ser visto con el respeto que merece una reflexión tan oportuna.

         La historia del amor impetuoso de Moritoh es la propia del amour fou del surrealismo, pero en un contexto histórico lejano, lo que hace aún más singular el desarrollo de esa pasión. Chocante es para el espectador occidental, con todo, que Kesa sea la encarnación de una belleza capaz de provocar el estado de Moritoh, pero ahí hemos de tener en cuenta el dispar criterio de los cánones de belleza en las diferentes culturas, un reconocimiento que nos permitirá empatizar mejor con los protagonistas. Dicho eso, las interpretaciones justifican sobradamente la categoría de obra maestra que se le adjudica al film y que este crítico comparte ampliamente. Solo hay que pensar en la importancia que la composición fotográfica tiene en obras como La asesina, de Hou Hsiao-Hsien, para darnos cuenta de que la tradición esteticista cinematográfica tiene, en la sensibilidad artística oriental, un pilar fundamental. Piénsese en Adiós a mi concubina, de Chen Kaige, por ejemplo, entre tantas otras.

         Es cierto que el ritmo en el desarrollo de los acontecimientos no puede ni remotamente asemejarse al que solemos estar acostumbrados en las películas occidentales, y menos aún con esas tan aburridas que se llaman «de acción», pero, como espectadores, nos conviene dejarnos seducir, y aun empapar, por ese ritmo lento, casi ritual, de la vida oriental. No necesariamente el ritmo lento garantiza la profundidad emocional o reflexiva, pero ambas se dan en esta película con sobradas dosis. ¡Que la disfruten!

martes, 25 de octubre de 2022

«Smile», de Parker Finn, o el terror de «susto» y poco más…

 

Confundir el cine de terror con los golpes de efecto amerita mediocridad narrativa… Un cine de «terror» para adolescentes…

 

Título original: Smile

Año: 2022

Duración: 115 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Parker Finn

Guion: Parker Finn

Música: Cristobal Tapia de Veer

Fotografía: Charlie Sarroff

Reparto: Sosie Bacon, Jessie T. Usher, Kyle Gallner, Caitlin Stasey, Kal Penn, Rob Morgan, Judy Reyes, Gillian Zinser, Kevin Keppy, Scot Teller, Nick Arapoglou, Sara Kapner, Setty Brosevelt, Jerry Lobrow, Perry Strong, Vanessa Cozart, Shevy Berkovits Gutierrez.

 

         Por azares que no vienen al caso vimos, mi Conjunta y yo, esta película en un cine de Calatayud, en parte porque estaba de la mano de Azar que lo hiciéramos para, a la salida, al pasar por la Colegiata, poder asistir a un concierto, gracias al cual la pudimos visitar, pues apenas hay días en que tal cosa pueda hacerse. La Colegiata, ¡fantástica! Smile, una decepción profunda más en este género de terror que parece haber perdido el oremus desde el advenimiento de Viernes 13 y Freddy Krueger, entre otras; pero no es el momento de sintetizar aquí la historia de un género en el que bien podrían entrar obras maestras como Repulsión, de Roman Polansky, desde luego, sino de advertir que los sustos, el uso de la música como instrumento privilegiado para crear tensión, etc, no justifican la adscripción al género, o lo hacen, en todo caso, como una posible serie B. El cine estaba lleno de adolescentes, y la acomodadora, como si regentara un colegio, hubo de emplearse a fondo para atajar sus inocentes desmanes...

         El estreno en la dirección de Parker Finn, así pues, no ha sido muy brillante, a mi juicio, pero en la película hay algunos planteamientos que nos indican que podía haber sido «otra cosa» muy distinta, porque la figura de la psiquiatra de urgencias que ha de lidiar con casos extremos en muy pocos minutos, y de cuya decisión incluso puede depender conservar o no la vida de los pacientes daba de sí no poco para captar y mantener la atención de los espectadores. Derivar, como hace, hacia las teorías de las conjuras, las cadenas paranormales de posesión y, finalmente, la explicitud de lo maligno en modo alguno contribuye a dotar ala película de la credibilidad que, en otros momentos, se había logrado, como en el enfrentamiento entre ambas hermanas acerca de la responsabilidad de cada cual en el suicidio de la madre, un hecho determinante de la trama y que se nos muestra desde el inicio de la película, o el enfrentamiento entre la pareja que convive antes de plantearse un próximo matrimonio.

         La trama se inicia a partir del suicidio de una paciente en la consulta de urgencias de un hospital, un hecho cometido ante la impasible y aterrorizada doctora a la que no deja de extrañarle la sonrisa con que la joven ingresada lleva a cabo su propia degollación. A partir de ese momento, y sin duda traumatizada por lo que ha visto, decide «escarbar» en el pasado de la joven, gracias a la ayuda del policía con quien estaba comprometida y a quien abandonó para iniciar una nueva vida. Coinciden, de nuevo, cuando él ha de interesarse, como policía, por las circunstancias del suceso, si bien ella no recurre a él hasta que su percepción de la realidad comienza a alterarse y se siente en peligro, amenazada no sabe exactamente por qué o por quién. De hecho, asistimos a un proceso de posesión que la propia doctora contempla entre perpleja y necesitada de saber todos los extremos de lo que está ocurriendo, porque hay una «cadena» de suicidios cuyos eslabones han muerto todos con la mueca de la sonrisa impresa en la cara.

         En esta película, como en cualquier otra en la que el terror se vehicula a través de lo inesperado, en forma de sustos, violentos movimientos de cámara, lentas aproximaciones de esta o el uso de la música que nos va preparando para lo esperado y, al mismo tiempo, inesperado, porque lo propio del género es sorprender al espectador con lo que menos imagina, hay un detalle que no puede pasar desapercibido al espectador, por zote que sea: la insistencia de la protagonista en repetir por activa y por pasiva que no está «loca» cuando todos sus actos indican justo lo contrario, y a ello se añade  la total  impasibilidad de los colegas y de su novio, que no aciertan a internarla para ser ayudada con las propias armas de la psiquiatría y/o el psicoanálisis. Reconozco, eso sí, que una técnica empleada en la trama: la presencia ante ella de la persona con quien habla por teléfono tiene la virtud de generar un estupendo desasosiego en el espectador. Pongamos por caso cuando recibe la visita de su psiquiatra y, tras descolgar el teléfono para responder a la llamada entrante, se da cuenta de que le está hablando al otro lado de la línea quien tiene delante, en cuya faz se dibuja una sonrisa que es preludio de «lo peor».

         Ignoro por qué la película ha derivado hacia modelos tan estandarizados del género, como la cabaña aislada donde ella se negó a ayudar a su madre para que le hicieran un lavad de estómago que la salvara, una decisión tan liberadora en su momento como esclavizadora en la vida adulta, porque jamás ha podido desprenderse de aquella culpa que ha dirigido, desde los cimientos, la construcción de su biografía.

         Aunque a ciertos críticos ni les ha convencido la actuación de Sosie Bacon, hija del actor Kevin Bacon, se ha de reconocer el considerable esfuerzo de la actriz por dotar de credibilidad la angustia del personaje, muy acertado en el proceso de desequilibrio que sufre, aunque cargue las tintas en exceso y tenga extraños momentos de lucidez que no se compadecen con el proceso de enajenación que está viviendo. En su conjunto, los recursos extranarrativos de que se vale el director para generar los sustos bien pudieran haber servido para otra cosa bien distinta si hubiera profundizado más en el «caso clínico» de la protagonista y, entonces sí, hubiera tenido total sentido el miedo de su pareja a saber con quién está conviviendo, porque el temor a la locura de ella por parte de él queda totalmente inexplorado, y es, sin embargo, una veta narrativa de indiscutible interés, porque la marginación que sufren los enfermos mentales es uno de los actuales problemas sociales que exigen una solución.

         A pesar de que, en resumen, resulta más efectista que especial, lamento mucho que el director haya desperdiciado tan buenos mimbres como tenía entre manos si no hubiera tenido que «perderse» por esas conjuras de medio pelo y por un final tan barroco como desperdiciado… Recuerden los espectadores que siempre tienen la opción de ver El hombre que ríe, de Paul Leni…

lunes, 24 de octubre de 2022

«Competencia oficial», de los «ilustres» Gastón Duprat y Mariano Cohn.

Espléndida sátira sobre algunas fatuidades del Séptimo Arte en un clásico botón de muestra que las combate.

Título original: Competencia oficial

Año: 2021

Duración: 114 min.

País: España

Dirección: Gastón Duprat, Mariano Cohn

Guion: Gastón Duprat, Mariano Cohn, Andrés Duprat

Fotografía: Arnau Valls Colomer

Reparto: Antonio Banderas, Penélope Cruz, Oscar Martínez, Irene Escolar, José Luis Gómez, Manolo Solo, Nagore Aranburu, Pilar Castro, Juan Grandinetti, Koldo Olabarri, Melina Matthews, Ken Appledorn, Karina Kolokolchykova, Daniel Chamorro, Stephanie Figueira, Xana del Mar.

 

         Conociendo al dúo Duprat-Cohn, por haber disfrutado de lo lindo con  su antepenúltima  película, El ciudadano ilustre, o penúltima de ambos, porque la anterior a esta,4X4, la dirigió Mariano Cohn en solitario, me imaginaba que la vería con agrado. La presencia de Cruz y Banderas, no obstante, me echaba un poco para atrás, porque rara vez los he visto actuar  con la calidad que de ellos se pregona. Me anticipo a decir que en esta, sin embargo, y acaso porque sea la película una hija de ambos, más  de José Luis Gómez y de Oscar Martínez, que la han producido, han echado, literalmente, «el resto»; quizás porque al tratarse de una sátira sobre actores, directores y el mundo del cine en general, han sabido autoparodiarse y parodiar a otros con mucho sentido del humor, con mucha perspicacia crítica y, sobre todo, con mucha «verdad», sin la cual, a pesar de su muy disparatado guion, no funcionaría en absoluto; esa «verdad» que la leonina directora exige de sus dos actores, los mejores del país, enfrentados por sus papeles y por sus egos descomunales, para sacar adelante uno de los más raros encargos que le hayan han hecho: adaptar una novela de un Premio Nobel para hacer «la mejor película», por la que se recuerde eternamente a su productor, quien quedaría «inmortalizado» al asociar su nombre con ella. El productor, José Luis Gómez, un riquísimo empresario farmacéutico, habla con su secretario —un Manolo Solo en breve pero inmensa contribución, como es habitual en él—  de los modos posibles de pasar a la posteridad, para ser recordado por la gente, que ahora solo lo ve como un podrido rico, a pesar de sus fundaciones, etc. Dos proyectos se barajan: construir un puente que lleve su nombre y producir una película con los artistas más destacados del país. Oírle a Penélope Cruz contarle al empresario el argumento de la obra —que él no ha leído: «No soy una persona muy lectora…»— y pensar automáticamente en esos enrevesados argumentos melodramáticos y casasecanos que se le ocurren a Almodóvar, es todo uno. Con todo, en modo alguno parodia Cruz, como directora, al manchego, aunque algo hay de su mundo en parte de la puesta en escena.

         ¡Palabras mayores, la puesta en escena! La cuarta pata del banco, las otras tres son la directora y los dos actores, es, por méritos propios, una puesta en escena grandiosa, en la que los espacios nos recuerdan tomas del cine clásico, con perspectivas infinitas y una suntuosidad que en este caso hemos de asociar más con el estilo zen, diáfano. Se lleva la palma el más que discutido y megalómano Teatro Auditorio San Lorenzo del Escorial, de los arquitectos Rubén Picado y María José de Blas, que, en esta película, tiene un protagonismo absoluto, porque las tomas en su interior y exteriores, y en el propio escenario son apabullantes y de una hermosura rara de conseguir.

         La película es la historia de los ensayos entre la directora y los actores, previos al rodaje de la misma. Nueve sesiones, a lo largo de las cuales, tomando como pretexto la rivalidad entre dos hermanos, uno de los cuales ha provocado la muerte de los padres de ambos en un accidente, se enfrentarán dos actores en una lucha de gallos en la que no faltará ni el derramamiento de sangre… La intención de la directora, y he de reconocer que Penélope está magistral en ese papel de directora transgresora y un sí es no es esperpéntica, consiste en llevar al límite a ambos actores para que saquen de dentro toda la famosa «verdad» que sus personajes necesitan como motor para adquirir vida. Los recursos que va empleando la directora, algunos de ellos irónicos, otros crueles, algunos surrealistas, van consiguiendo su objetivo y preparan a los actores para meterse hasta el fondo en sus papeles, de tal modo que, una vez dentro de ellos, su relación personal se verá contaminada por esa rivalidad que narra la novela. Resumido así, bien parece que estemos hablando de Las amargas lagrimas de Petra von Kant, pongamos por caso de actualidad, pero, en el fondo, la sátira se acerca mucho más a la estupenda El método Kominsky, de Chuck Lorre y, en cualquier caso, el tono dominante es el del humor satírico empleado con maestría, ingenio y acierto. Si a eso le añadimos lo que el espacio le permite construir dentro del plano a los directores, tenemos escenas magistrales, como la de la piedra de muchas toneladas suspendida por una grúa y bajo la que los actores, sintiendo esa terrible gravedad, han de dar rienda suelta a las emociones pertinentes de sus papeles, o como algunas en las que las distancias y la presencia hierática de los auxiliares/esclavos de la directora nos parecen presenciar un cuadro gigantesco de De Chirico, digamos; del mismo modo que la piedra suspendida recordaba a Magritte. La interactuación con el espacio es, pues, uno de los principales valores de la película, como sucedía con el museo de la película The Square, de Ruben Östlund, por recordar alguna próxima en el tiempo. Duprat y Cohn ya han experimentado esa dimensión de rodar en obras de arte, porque su película

El hombre de al lado fue rodada en la casa Curutchet diseñada por Le Corbusier, por ejemplo.

         Lo que más va a sorprender a los espectadores, además de las interpretaciones de muchos quilates del cuarteto protagonista, no olvidemos a José Luis Gómez, siempre exquisito en cada una de sus intervenciones y modelo, siempre, de actores, y más allá del desnudamiento de tres personalidades tan distintas entre sí, la de la directora y las de los dos «grandes» actores, es que, en el fondo, lo que haya de ser la película para la que se ensaya se va infiltrando poco a poco en la trama hasta que, en el rodaje preparatorio de la última escena de la futura película, hecha un poco «a lo Dogville», de Lars von Trier, el espectador, por indiscutible arte del guion y, sobre todo, del arte de los actores, vive ese desenlace que se firma con un grado de sensibilidad que sorprende ácidamente, como un estallido dramático, frente a la sátira constante en que nos hemos movido durante toda la historia de los ensayos para la película. Me da que Banderas se debe de haber sentido muy cómodo, porque, de alguna manera, el planteamiento es muy similar al de A Chorus Line, de Richard Attenborough.

         Soy consciente de que hay muchos espectadores que han desarrollado fobia al cine español, así dicho, con una generalización que mete espanto y abre las carnes del sentido crítico, y se niegan en redondo a ver nada que «respire españolidad» por los cuatro costados… Bien, quédense tranquilos: se trata de una película dirigida por dos argentinos que, eso sí, en modo alguno son inclinados a regodearse en su «argentinidad»: la directora y los dos actores son arquetipos, digámoslo así, y los hechos narrados perfectamente trasplantables a cualquier cinematografía allende nuestras fronteras, porque de lo que aquí, en Competencia oficial, se habla es de las grandezas y miserias de los profesionales del cine, y ello nos llega con un aroma de verdad inalienable, de ahí que la película sea tan extraordinaria, y divertida.

miércoles, 19 de octubre de 2022

«Giro al infierno», de Oliver Stone o el «neonoir» cachondo…


 Violencia desmadrada en un rincón recóndito del desierto o asaltar la banca de los tópicos con mucho humor, y  no pocas nueces…

 

Título original: U-Turn

Año: 1997

Duración: 125 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Oliver Stone

Guion: John Ridley. Novela: John Ridley

Música: Ennio Morricone

Fotografía: Robert Richardson

Reparto: Sean Penn, Jennifer Lopez, Nick Nolte, Billy Bob Thornton, Jon Voight, Powers Boothe, Claire Danes, Joaquin Phoenix, Bo Hopkins, Richard Rutowski, Abraham Benrubi, Brent Briscoe, Liv Tyler, Sean Stone, Julie Hagerty, Aida Linares, Valery Nikolayev, Ilia Volok, Laurie Metcalf, Sheri Foster.

 

         A algunos les va a costar entender que estemos ante una comedia negra disfrazada de thriller violentísimo que no nos ahorra ninguna muerte tremebunda y que, en vez de acongojarnos, nos desata la hilaridad. Bien puede decirse, para corroborar lo anterior, que Stone no se ahorra ningún tópico de las que definen el espacio asfixiante de una pequeña localidad en medio de la nada, rodeada de desierto y con seres tan peculiares como el increíble taxidermista de Cut Bank, de Matt Shakman, en esta representado por el mecánico de coches que tan decisiva importancia acaba teniendo para el devenir de la trama, un Billy Bob Thornton literalmente irreconocible, como le pasaba a Michael Stuhlbarg en Cut Bank.

         Un delincuente de tres al cuarto, que va hacia Los Ángeles para pagar una deuda que, si no la abona, puede costarle la vida —de momento le ha costado dos dedos cortados— , se pierde con su coche sobrecalentado por el incendió climático del desierto de Arizona en un pequeño pueblo donde ha de esperar unas horas a que el estrafalario mecánico se lo arregle. El título original es U-Turn, «cambio de sentido», y a fe que eso es exactamente lo que le ocurre al protagonista, quien, desde que aparece en la polvorienta ciudad, muy al estilo del viejo far west, incluso con un indio relativamente ciego no menos estrafalario que el mecánico, va a comprobar cómo el destino se escribe con renglones torcidos, muy sinuosos y claramente envenenados. Desde el mismísimo momento de su aterrizaje en la nada municipal donde ha recalado, se cruza con la tentación más sensual que recuerda haber visto en mucho tiempo, una Jennifer López a quien sorprende ver con tanta convicción interpretativa, sin necesidad de maquillaje alguno para destacar una belleza de rasgos indígenas y con una voz rasgada que recuerda, en cierta manera, la sedosa de Marilyn Monroe. Enseguida es invitado a darse una ducha en su casa y allí el intrépido y presumido delincuente se encontrará con el marido de ella, un Nick Nolte tan sorprendente como casi todo el reparto, y de quien va a recibir una oferta que no puede rechazar: asesinar a su mujer, de cuyas infidelidades se ha hartado. Recordemos que, nada más llegar, cuando ayuda a la protagonista a llevar unos bultos, se cruzan con el sheriff, dejándole al espectador otro cabo suelto: la infidelidad de la mujer con la autoridad competente, a jugar por las inconfundibles  miradas de esta que lo revelan.

         La dirección de Oliver Stone tiene muy presente el medio en que se desarrolla la acción, y los paralelismos con la fauna que vemos desde el inicio de la película nos hablan de esa fusión entre psique y medio que va a determinar el juego constante de contrastes de primerísimos planos con animales o con objetos relaciones con ellos o con los instintos que andan sueltos por el metraje, de muy diversa naturaleza, pero con un solo denominador común: nadie confía en nadie. En ese «avispero» acaba entrando el personaje, más aún cuando, en un inocente asalto a un supermercado, la encargada saca un potentísimo rifle y dispara unos cartuchos como para matar elefantes a los asaltantes, llevándose por medio la bolsa del dinero con que iba el protagonista, Sean Penn, a pagar su deuda. La idoneidad de Sean Penn para el papel protagonista es una de las mejores bazas de la película, porque si hay un infeliz al que le lluevan los palos de todos lados y no sepa cómo hurtarse a ellos, ese es el rostro entre necio y sobrado de Sean Penn, con quien se atreve hasta un descerebrado vaquero que cree que todos los hombres intentan sobrepasarse con su novia, Joaquin Phoenix y Claire Danes, ambos en dos interpretaciones antológicas, sobre todo Danes, perfecta en su papel de ingenua colegiala seductora, aún lejos de su complejo papel absoluto en Homeland, de Gideon Raff. Una vez perdido el dinero, hecho añicos por el disparo, a Bobby, el protagonista, no le queda más remedio que aceptar el encargo asesino del marido de la protagonista para poder hacer frente a su deuda. De hecho, cuando le revela al acreedor que su dinero se ha «volatilizado», no le queda más remedio que enviar un sicario para despachar al deudor a la lista oscura de los impagados...

         En estas…, la esposa del vendedor inmobiliario, Nick Nolte, decide encargar a Bobby el asesinato de su esposo, quien abusa de ella como antes abusó de su madre hasta que esta apareció muerta en un barranco… ¿El fundamento de su propuesta? Que debajo de la cama, oculto en el suelo, el abusador esconde una caja fuerte con más de cien mil dólares, a los que tendrán acceso cuando se lo cargue… La tentación, en este caso, no vive arriba, sino en el mismo colchón donde Bobby tiene un anticipo de los placeres que le aguardan, además del dinero con que conseguirse los que quiera…

         Dado el inmenso lío en que se mete el infeliz delincuente, quien va recibiendo golpes y palizas a medida que transcurre el metraje, todo él es, físicamente, un poema, como suele decirse; ello dado, decía, los espectadores llevan mucho ganado, pero aún les espera lo mejor, porque el desenlace de este enredo es de antología. Esos planos fijos combinados de Stone crean una suerte de aceleración psicológica que parecen extraídos de las películas de terror psicológico, en las que una sombra, un ave disecada, un rostro en claroscuro o una llave colgando de un cuello adquieren unos relieves casi de cine expresionista.  Es decir, estamos ante una obra mayor, aunque muy gamberra, si se me permite la expresión, de un director polémico donde los haya y de opiniones normalmente a contracorriente.

         Supongo que muchos se lo pasarán en grande con esta orgía de violencia y terror psicológico, por eso les recomiendo a los «neoblandengues» que se abstengan del visionado de este neonoir desvergonzado... Quien avisa…

«Cut Bank, de Matt Shakman, un thriller «neorrural»…

Deudor de Fargo y del realismo de la Usamérica profunda, un thriller entre cómico y crítico que tiene más miga de lo que parece…

 

Título original: Cut Bank

Año: 2014

Duración: 92 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Matt Shakman

Guion: Roberto Patino

Música: James Newton Howard

Fotografía: Ben Richardson

Reparto: Liam Hemsworth, Teresa Palmer, John Malkovich, Billy Bob Thornton, Bruce Dern, Joyce R, Michael Stuhlbarg, Oliver Platt, Christian Distefano, Sonya Salomaa, Peyton Kennedy, Ty Olsson, Chilton Crane, Holly Turner, King Lau, Tom Carey, Aiden Longworth, Mandie Vredegoor, Marie Zydek, Kris Loranger.

        

         Sigo pensando que quizás debería desgajar de este Ojo todas las óperas primas que he criticado para dedicarle un blog específico a ese momento crucial en la vida de los directores de cine, porque nunca se sabe qué vendrá después, si una larga y fecunda carrera o el largo y serpenteante camino del olvido. Matt Shakman ha sido durante muchos años, y aún lo es, un director de episodios de series, y entre ellas las hay tan famosas y espectaculares como Mad Men o Six Feet Under, y otras tan célebres como Game of Thrones o The Good Wife. Para su estreno en el largo ha escogido una historia de Roberto Patino, de quien  he visto solo algunos momentos de Sons of Anarchy, ¡horrorosa serie que veía mi hija!En este caso, sin embargo, ha construido una historia con mucha miga y un gran enredo, tanto que la acción se le vuelve laberíntica al espectador hasta que descubre el «engaño» en que todo se basa y que salta por los aires cuando entra en acción un personaje demente al que el resto del pequeño pueblo de Cut Bank, el más frío de Usamérica, fronterizo con Canadá, y con poco más de 1280 almas…, daba por muerto, lo que lleva a que cada uno con quien se tropieza en su intento de recuperar un paquete que llevaba el repartidor de correos que ha sido asesinado se lleve una sorpresa mayúscula.

         Estamos ante una película en la que el sheriff del pueblo parece un calco, en hombre, de la embarazada sheriff parsimoniosa e inteligente de Fargo. De hecho, en cuanto contempla el vídeo del asesinato del repartidor de correos, al que todo el pueblo conoce y aprecia, ha de ir a vomitar al lavabo, por supuesto. Poco debería decir de la trama, que se complica cuando, no demasiado avanzada la película, ocurre el brutal asesinato del cartero y luego descubrimos que ha sido un plan urdido por el inexpresivo joven que quiere huir del pueblo con su novia, candidata a la reina del pueblo en el festival en el que las inscritas han de mostrar sus habilidades. Como en el «fregado» entra un indio mudo de la destartalada reserva próxima al pueblo, además del cartero, el habitante demente, que es taxidermista y amigo y compañero del padre del protagonista, quien lo cuida tras haberse quedado inválido por el ataque de una osa, adquiere un relieve excepcional en la trama, porque su búsqueda del paquete que esperaba lo convierte, involuntariamente, y sustituyendo al sheriff, en el investigador privado, e interesado, que, con expeditivos métodos, se va abriendo paso hasta conseguir su único objetivo: el paquete. No digo ni qué contiene ni para qué es, porque ahí entra en juego un giro de guion excepcional que casi justifica toda la historia. He de reconocer que, tras el disfraz con que aparece, me ha sido imposible reconocer al gran actor que es Michael Stuhlbarg, a quien debería adjudicársele el protagonismo de la película en los carteles anunciadores de la obra, porque el soso soseras de Liam Hemsworth es absolutamente insípido, y no creo, además, que el mero físico haya de dar para tanto estrellato. A su lado, Bruce Dern, John Malkovich, Billy Bob Thornton y Oliver Platt, por secundarios que sean sus papeles, excepto el de Malkovich, encarnan la excelencia interpretativa a la que jamás llegará el atlético australiano.

         Hay una potente tradición de cine usamericano que juega con lo que significa vivir en una localidad tan pequeña, tan fría y tan perdida en el mapa, que casi constituye un género, como vimos en Fargo, de los Coen, por eso no insistiré más en ese aspecto de la trama. Construir una narración sobre el sólido sustento de los tópicos siempre ayuda a seguir con paso firme los acontecimientos y a añadir los «toques» extravagantes necesarios para atrapar al espectador y hacerle creer que está viendo algo radicalmente nuevo. En este caso, claro está, la vuelta de tuerca estriba en convertir al taxidermista en el detective que resuelve la trama, al margen del policía delicado de estómago y del agente de seguros de Correos. Donde sí innova, hasta cierto punto, la película es en el desenlace, desde luego, incorrecto políticamente en grado sumo. Digamos que para que el inicio y el final se sigan con la lógica del «objetivo conseguido» se ha de haber atropellado un sinfín de pequeñas tramas que reflejan una sociedad, de acuerdo, pero también la maldición, como se dice expresamente en la película, de vivir en el pueblo más frío de Usamérica. La canción final es francamente divertida, porque acompaña los títulos de crédito con esa perspectiva gélida. Cut Bank Montana, de Han Williams Jr., «más frío que los tobillos de un pocero»…, es una joya del country, aunque toda la banda sonora, desde Van Morrison a Chopin, contribuye poderosamente a acentuar la calidad de las secuencias. Porque eso sí que ha de reconocerse:  Shakman, como buen debutante, intenta dar el do de pecho en una planificación, que, más allá del ritmo narrativo, consigue planos verdaderamente espectaculares, como el de la pradera florida en cuyo fondo se desarrolla el asesinato mientras el protagonista saca bonitas «tomas» de su enamorada, a pesar de haberle confesado con notoria frialdad que está hasta las narices de su villorrio y de tener que cuidar de su padre enfermo. Todo se va enlazando para acabar urdiéndose una trama llena de costumbrismo visto críticamente y de pequeñas maldades con atroces resultados. Un autor al que se ha de seguir, desde luego.

        

        

lunes, 17 de octubre de 2022

«Como tú me deseas», de George Fitzmaurice o «la Garbo».

 

Cuando un nombre, Garbo, basta para llenar una trama y las salas…

 

Título original: As You Desire Me

Año: 1932

Duración: 70 min.

País:  Estados Unidos

Dirección: George Fitzmaurice

Guion: Gene Markey. Obra: Luigi Pirandello

Música: Herbert Stothart, William Axt

Fotografía: William H. Daniels (B&W)

Reparto: Greta Garbo, Melvyn Douglas, Erich von Stroheim, Owen Moore, Hedda Hopper, Rafaela Ottiano, Warburton Gamble, Albert Conti, William Ricciardi, Roland Varno.

 

         Lo más sorprendente de esta película de «la Garbo» es haber tomado como pretexto una obra de Pirandello, Como tú me deseas,  como vehículo para su lucimiento, porque la desfiguran de tal modo, la obra de teatro, que casi me atrevo a decir que el escritor, a cuatro años de su muerte, ni siquiera quiso ver esta adaptación cinematográfica. Si lo hubiera hecho, pleito hubiera habido, desde luego… Con todo, esa traición a la letra de la obra no tiene la más mínima importancia, porque, desde que entra Greta Garbo en el primer plano en que aparece en la película, los ojos de los espectadores ya no van a apartarse de su figura ni un instante, y solo los cinéfilos, me atrevería a decir, los desviarán de vez en cuando para rendir homenaje a esa institución del Séptimo Arte que fue Erich von Stroheim, con su inseparable monóculo, su gesticulación de cine mudo y la irónica distancia con que representaba cualquier personaje: ¡un espectáculo! En este caso, y dada la proximidad en el tiempo, he multiplicado mi atención crítica para examinar el desempeño de un actor, Melvyn Douglas, en sus verdes comienzos, y a siete años de reencontrarse con la Garbo en una de las mejores comedias de todos los tiempos: Ninotchka, de Ernst Lubitsch, de la que casi veinte años después hizo Rouben Mamoulian una versión musical, La bella de Moscú, ¡nada menos que con Cyd Charisse y Fred Astaire. Hace pocos días que tuve ocasiónn de verlo, a Douglas,  en Nunca canté para mi padre, de Gilbert Cates, en un papel de anciano auténticamente espectacular.

         Si la palabra glamour admite ser usada con fundamento, qué duda cabe que ello ha de ser con motivo de la actuación de Greta Garbo; del mismo modo que «rendido admirador», porque película en la que ella intervenga está claro que el resto del cartel tiene un mero carácter instrumental. Es importantísima la labor del director de fotografía, porque no hay plano de ella, ¡su fotogenia es total, no admite lados buenos o menos buenos…!, que no sea una gozada para la vista. Ahí es donde William H. Daniels tiene una labor preeminente, porque era el director de fotografía «personal» de la Garbo, y ganó un Oscar en su especialidad por La ciudad desnuda, de Jules Dassin. Su primera película sonora se anunció con «¡Garbo habla!» y puedo dar fe, eones después…, de que la voz ronca y rasgada de Greta Garbo se debió de convertir en una suerte de atractivo erótico de primera magnitud. No solo es ya cómo mira, a su enamorado correspondiente, sino cómo esa voz de celofán llega a sus oídos, y a los de los espectadores, como la más intensa muestra de intimidad sensual imaginable. Hay algo de equívocamente masculino en su voz, como si el excesivo contacto con los hombres de la protagonista la hubiera contagiado, acostumbrada a bregar con los galanes que intentan seducirla fuera del escenario desde donde los vuelve loquitos…

         En esa atmósfera de gran diva del Burlesque asediada por los admiradores, se presenta un embajador de su antiguo marido, de quien la guerra la separó durante diez años y a quien su antigua familia daba por muerta, menos él, que reconstruyó la casa destruida por la guerra arruinándose, para que cuando ella volviera la encontrara tal y como la dejó al estallar la guerra, ser raptada por las tropas austríacas y perderse en la vorágine infamante de los acontecimientos posteriores. Su actual pareja no está dispuesto a renunciar a ella, pero, estando ella a disgusto con él, María, ese es su viejo nombre (Lucía en el original de Pirandello), decide lanzarse a la aventura de un reencuentro que, ante sus ojos, se reviste con los ropajes de lo disparatado e incierto. Con todo, entra en el juego y se presenta en el palacete de su marido, decidida a no dar pábulo ni por un momento a la superchería de su «renacimiento». Y bien claramente que se empeña en declararlo, a pesar de que sus tíos y su marido la reconocen, y su marido dice que es idéntica al retrato inmensa de ella que cuelga en una pared del salón.

         Estamos, pues, ante un caso de posible suplantación de personalidad, una trama muy del gusto de los dramas sentimentales que se estilan en aquellos años. La tensión entre la seguridad del marido y la inseguridad de ella respecto de sí misma constituye una vuelta de tuerca de los planteamientos habituales, y ahí es donde las dotes seductoras del joven marido se plasman en planos muy subidos de romanticismo que contribuyen a forjar el mito de la Garbo devoradora de hombres, aunque no necesariamente, como en este caso, desempeñe papeles de vampiresa.

         Camino del desenlace, se presenta Salter, el escritor con quien vivía en Berlín y que no está dispuesto a perderla. Para ello, organiza una representación con una enferma a la que presenta, con el aval de un médico vienés que lo acompaña, como la verdadera esposa del joven marido, aunque la enferme solo atina a recordar el nombre de la tía…

         Aunque de forma confusa —o bien porque yo me hice un lío, lo reconozco…— la protagonista acaba revelando que su marido quiere que ella sea la «resurrecta» porque, de otro modo, las tierras y la casa pasarían a manos de la hermana de ella, un extremo que el rechaza vehementemente, porque él no reconoce a la enferma que les han presentado, sino a ella, y ella entonces, sin decidir si es o no es la antigua mujer, accede a que su marido la reinvente como él quiera, como desee, porque, dado el hastío que le producía su anterior vida,, mil veces prefiere que el marido moldee a su gusto la María que ella ha de ser en el futuro… Y colorín colorado este cuento se ha acabado, aunque, como dije al principio, se traiciona así, totalmente, la obra de Pirandello, pero Hollywood tiene sus propias reglas y, por supuesto, sus propios finales.

«Manos peligrosas», de Samuel Fuller, el cine negro en esencia.

 

Entre carteristas, confidentes  y comunistas, un thriller impecable y contundente del maestro Fuller, Samuel Fuller.

 

Título original: Pickup on South Street

Año: 1953

Duración: 80 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Samuel Fuller

Guion: Samuel Fuller. Historia: Dwight Taylor

Música: Leigh Harline

Fotografía: Joseph MacDonald (B&W)

Reparto: Richard Widmark, Jean Peters, Thelma Ritter, Richard Kiley, Murvyn Vye, Milburn Stone, Willis Bouchey, Harry Tenbrook, Parley Baer, Virginia Carroll, Wilson Wood.

         El otro día, por primera vez en mi vida, me robaron en el autobús, el móvil. Dejo para otro blog la explicación de la cara de gilipollas y el cabreo que me pesqué, porque en estos tiempos un móvil es, per se, un ordenador y se almacena en él mucha información «sensible». Lo `rimero que se me vino a la memoria fueron tres películas: los comienzos de Nueve reinas, de Fabián Bielinsky, Manos peligrosas, de Samuel Fuller y Pickpocket, de Robert Bresson. La que quise ver enseguida fue Manos peligrosas, porque, a su manera, es la más parecida a lo que a mí me pasó, aunque en mi atraco trabajaron al menos dos personas sumamente coordenadas y realizaron un trabajo limpio y eficaz, no tan angustioso como el del ladrón cuasi místico de Bresson, que se lleva todas las simpatías del respetable.

         Samuel Fuller mezcla muy hábilmente a un carterista que trabaja en el metro con una red de espías soviéticos y una correo que no levanta sospechas para pasar unos negativos con secretos de carácter militar, ¡nada meno que en 1953!, en plena época de la década de histeria anticomunista en Usamérica. De ese equívoco, el raterillo, un inconmensurable Richard Widmark, dando voz, pose, gesto y estampa a una presencia definidora del género, se va enterando poco a poco, y convenciéndose, además, de que ha encontrado su gran tesoro, el que, poco menos, lo sacará de pobre. Pobre casi de solemnidad lo es el ratero, que vive en una barraca en el puerto, y guarda su botín en una trampilla de la caja en la que tiene permanentemente cervezas en remojo para enfriarlas. Quienes seguían a la correo con los negativos eran agentes del Gobierno, no policías, de ahí que se genere una disonancia entre los métodos de unos y otros, porque el raterillo resulta ser el enemigo público número 1 del comisario de policía, quien quiere detenerlo con las manos en la masa una vez más para mandarlo a la sombra una larga temporada.

La película arranca con el primer golpe que da nada más salir de una condena leve, y se asombra de que un «golpe» tan discreto, el bolso de la joven, levante semejante alboroto. Una chivata «oficial», magistralmente representada por Thelma Ritter, a quien acabo de volver a ver en The Misfits, de John Huston,  ad maioren marilyn gloriam, ayuda a la policía, si bien indirectamente, a descubrir al sospechoso. Se trata de una anciana que simplemente recauda dinero para tener un entierro digno y no ser arrojada, tras morir, a la fosa común, y a la que incluso los mismos denunciados disculpan o perdonan, como es el caso del carterista encarnado por Widmark. La célula comunista se afana por recuperar los negativos para evitar, además, ser descubierta y desarticulada. Como el antiguo novio de la correo es el responsable, él, sin embargo, deriva en la mujer la gestión ante el raterillo para evitar exponerse a ser detenido. Ella acaba dando con la confidente y, tras pagar el peaje consiguiente, con el raterillo. ¿Qué sucede, entonces? Pues lo que ha de suceder si ella es Jean Peters, de aire desgarrado y arrufianado, y él el figurín Richard Widmark: que echan chispas así se rozan, si bien desde el desprecio, el machismo, la dureza y el sarcasmo con que la trata quien se las da de señor del hampa y no pasa del pobre raterillo del tres al cuarto, con pocas luces, pero con estupendo instinto de supervivencia; o sea, justo todo lo contrario del publicitado «hombre blandengue» a gusto y antojo de sus consumidoras parafeministas. ¡Qué escenas tan soberbias entre ambos!

La película tiene unos enfoques y una iluminación tan propias de un maestro de la luz que no es de extrañar que el director de fotografía sea el más que talentoso Joseph MacDonald, a quien se le haría justicia si se hablara de él en idénticos términos que del director, dada la amplia cuota de responsabilidad que tiene en la forma definitiva de una película. Con dar dos muestras de su reputación: La casa de bambú, también de Samuel Fuller, y Pasión de los fuertes, de John Ford, bastaría para justificar los elogios ut supra.

Resulta sorprendente la facilidad con que Fuller, un director que no rehúye la violencia ni el erotismo, conduce milimétricamente una intriga en la que las persecuciones de distinta índole acaban confluyendo en un personaje al que solo la relación con esa mujer tan valiente como enamorada va a salvar de cometer la tontería de arriesgar su libertad por un botín por el que los poseedores están dispuestos a todo para recuperarlo, porque les va su propia vida en ello. A través de espacios muy neutros, como el apartamento del comunista, la comisaría de policía o la astrosa cabaña del raterillo, amén de la humilde morada de la confidente, Fuller levanta una película de pasiones desatadas en la que el patriotismo elemental y casi instintivo de quienes han sido abandonados por esa misma patria a la que defienden acaba jugando un papel determinante para el devenir de la trama.

De Fuller se suele decir que es un director «con nervio» y se ha de reconocer que las persecuciones ciudadanas, la lucha a puñetazos en los raíles del metro, el mismo acto del robo de la cartera que abre la película y, por supuesto, las conversaciones llenas de excelentes réplicas de los protagonistas, van construyendo una película que se sigue con enorme placer, sobre todo porque el director conecta magníficamente con los espacios propios de la puesta en escena del género del thriller y todos los enfoques, como la toma en picado desde una buena altura de la cabaña de Widmark, nos sorprenden y nos deleitan. Una revisión que me ha deparado tanto placer como cuando la vi en al menos dos ocasiones anteriores, por eso he querido traerla a este Ojo, rescatándola de mi pasado de espectador.

miércoles, 12 de octubre de 2022

«La casa de Jack», de Lars von Trier o del asesinato como una de las bellas artes…

 

Un retrato complejo del mal, el arte y la culpa: entre lo gratuito y la trascendencia…

 

Título original: The House That Jack Builtaka

Año: 2018

Duración: 150 min.

País:  Dinamarca

Dirección: Lars von Trier

Guion: Lars von Trier

Fotografía: Manuel Alberto Claro

Reparto: Matt Dillon, Bruno Ganz, Uma Thurman, Riley Keough, Sofie Gråbøl, Siobhan Fallon, Ed Speleers, Osy Ikhile, David Bailie, Yoo Ji-tae, Marijana Jankovic, Robert G. Slade.

 

         Esta es una de esas películas que forzosamente he de ver solo, sin la siempre estimulante compañía de mi Conjunta. A ella le han gustado varias películas de Lars von Trier, Melancolía, especialmente, pero en cuanto  lee en el argumento «psicópata», «thriller sangriento» o «asesino en serie»…, huye como de la peste, y le alabo el gusto, la verdad, porque La casa de Jack es un supuesto «estudio» minucioso de un asesino compulsivo, ingeniero que quiso ser arquitecto, y diseña la construcción de su propia casa, y forzosamente ha de entenderse que «de los horrores», pero, por el desarrollo de la trama, descubrimos que es todo lo contrario: el espacio ideal de sus delirios artísticos; la culminación de la pura belleza creada por él. Mientras, ese «arte», y recordemos que en Grecia el arte era una τέχνη , «tekné», de donde viene técnica, lo deriva al asesinato de seres humanos ya sea mediante un ritual estudiado, ya, como en el primero de los cinco «incidentes», por una reacción falsamente defensiva. Que el asesino padezca de Trastorno obsesivo compulsivo, lo que se ve en el segundo incidente y está a punto de verse en el último, añade un ligero tono de comedia en clave de humor muy negro que no tarda en disiparse, la verdad, para dejar paso a la llana y simple constatación de la encarnación del mal en variadas manifestaciones que no excluyen ni siquiera el sadismo de manual, ante el que, solo una vez, mi sensibilidad me llevó a taparme los ojos, tras decidir no querer ver la terrible mutilación que se preparaba con tanta precisión quirúrgica.

         Mat Dillon le presta al personaje una expresión acorde exactamente con su demencia, pero su impecable actuación, aun admirable como es en términos artísticos, se asocia tan estrechamente a su demoniaca patología que más tiende el espectador a hacerla desaparecer de su memoria que a complacerse en el recuerdo de semejante atrocidad. Claro que es cine de terror, y, en no pocas ocasiones, un terror del que se etiqueta como «gore», porque el protagonista tiene alquilada una cámara frigorífica adonde va llevando a sus víctimas casi como el cazador adorna su salón con las cornamentas de los alces abatidos. El diálogo con una voz interior, que responde al nombre de «Verge», esto es, «Virgilio», a medio camino entre la voz explicativa del psicoanálisis y la sancionadora de la religión, consigue reproducir la lucha interior del individuo y nos permite comprender, en parte, sus obsesiones.  La aparición de Verge en el desenlace de la película, interpretado por Bruno Ganz, quien moriría un año después de haberla filmado, nos introduce en la mejor parte de la película, en una especie de reconciliación que, al tiempo, parece también una expiación del propio Von Trier.

Se ha de reconocer que el discurso del director y guionista es tan confuso como lo fueron, en su momento, sus reflexiones acerca de las «bondades» de Hitler y su régimen nazi. Ecos hay, es evidente, del «superhombre» nietzscheano en el personaje, quien se evade por los terrenos del arte para ajustarse al famoso título de De Quincey Del asesinato considerado como una de las bellas artes. La aparición, como motivo recurrente, de una grabación casera de Glenn Gould, interpretando, de un modo diríase que «perturbado», las Variaciones Goldberg , establece un paralelismo con el personaje  que no contribuye a definir con claridad la patología de este, dado que más parece un intento de poner en un mismo plano la excelencia artística y la excelencia. Que la arquitectura fascista y nazi sea otra de las referencias de quien quiere construir «su» casa como su «templo», en un idílico paraje junto a un lago, añade mayor confusión a ese discurso sincopado, atravesado por una de las más crueles representaciones del horror que se hayan filmado recientemente.

Todo cambia, ¡afortunadamente!, al llegar al desenlace, en el que el don para la puesta en escena, el uso del cromatismo y los referentes judeocristianos, así como los propios de la mitología y el arte, nos llevan, ¡de la mano de Verge!, ya se pueden imaginar los lectores por dónde. La huida del protagonista de su delirio, sí que quise enseñársela a mi Conjunta, quien la vio absolutamente hechizada por las potentes imágenes, el significado de las cuales, de algunas de ellas, hube yo de explicarle sin entrar en escabrosos y escalofriantes detalles.

Anticristo sigue siendo una «cima» no superada, aunque se trate de un terror muy diferente del tradicional de La casa de Jack, pues hay, en esta, una suerte de complacencia en la técnica que no había en aquella, más dada al vuelo libérrimo de la imaginación. Con Von Trier casi no sabe uno a qué carta quedarse, porque la puerilidad del desafío al espectador, pretendiendo transgredir lo habido y por haber, para desafiar su tolerancia, raya a veces en lo absurdo, lo que deshumaniza y desfigura tanto a sus personajes que nadie, salvo en un plano metafórico o alegórico, puede asentir al desarrollo de lo que, en La casa de Jack, se nos ofrece como una obra maestra de la psicopatía. Es cierto que el desenlace le hace ganar mucho a la película, así como el macabro sentido del humor de algunos incidentes, pero, en conjunto, los delirios ideológicos y estéticos de Trier distancian notablemente al espectador común y no acaban de convencer al espectador «resabiado», curtido en la visión de muchos desvaríos fílmicos, como a cualquiera de nosotros nos ha sido dado ver a lo ancho y largo de nuestra pasión por el séptimo arte.

 

        

domingo, 9 de octubre de 2022

«Populaire», de Régis Ronsard, una amable y preciosista ópera prima.

 

Hay que reconocerle a Ronsard no solo una puesta en escena extraordinaria, sino haber descubierto para el gran público un mundo, el de la dactilografía, que él convierte en un espectáculo formidable…

 

Título original:  Populaire

Año: 2012

Duración: 111 min.

País: Francia

Dirección: Régis Roinsard

Guion: Régis Roinsard, Daniel Presley, Romain Compingt

Música: Emmanuel D'Orlando, Robin Coudert

Fotografía: Guillaume Schiffman

Reparto: Romain Duris, Déborah François, Bérénice Bejo, Shaun Benson, Mélanie Bernier, Nicolas Bedos, Feodor Atkine, Eddy Mitchell, Miou-Miou, Jeanne Cohendy, Frédéric Pierrot, Marius Colucci.

 

         Acaso sea porque heredé la Pluma 22 de Olivetti de mi padre, que lo acompañó en el frente de sus batallas en la Guerra Civil o porque mi entrada en el mundo laboral fue posible por mi destreza dactilográfica en una época, los años 70, en que tal habilidad parecía exclusivamente femenina, pero esta ópera prima de Régis Ronsard la he visto con inusitada complacencia, a pesar de sus defectos y de repetir esquemas trillados por autores de muchísimo más fuste que él, como Hitchcock, de quien se recrea una escena de Vértigo y de otras comedias de Wilder, por la imitación de la Monroe que hace la protagonista en algunas ocasiones. Todo ello, sin embargo, no le quita el encanto que la película atesora, porque no solo juega con el eco que el apellido de la protagonista tiene, Pamphyle, y que intuyo equivalente a nuestro «pánfilo» tradicional para describir la ingenuidad extrema, sino también con una felicísima recreación de los años 50, una producción que «luce» lo suyo y que no suele ser normal en la ópera prima de un director; no hay más que pensar en Cabeza borradora, de David Lynch, por ejemplo.

         La película es una comedia sentimental, vaya por delante, cuyo contexto añade alguna complejidad si consideramos que la joven aspirante a secretaria huye de un padre que quiere «concertar» su boda, al estilo de ciertos países árabes; que su jefe es un ser que no ha acabado de asimilar que su antigua novia eligiera a un marine norteamericano como esposo en vez de a él, y que su ambición social se cifre en «explotar» las dotes dactilográficas de las secretarias que va cambiando muy a menudo. La escena de la selección de secretaria en la oficina del protagonista no insinúa, desde el primer momento, por dónde van a ir los tonos bufos, en buena medida de la comedia que incluye el espíritu competitivo de los torneos para elegir la mecanógrafa más rápida y una suerte de atracción y sacrificio emocional y sexual que nos entretendrá durante buena parte del rodaje.

         Que nadie se llame a engaño. La película, como La familia Bélier, de Éric Lartigau, aunque sin la dimensión dramática de esta, es una película ideada y pensada para los grandes públicos, el equivalente del bestseller en literatura, pero tiene la virtud de descubrir una realidad ignorada en nuestros días: los concursos de mecanografía. La plasmación de los mismos, como si estuviésemos ante el dramático concurso de baile de Danzad, danzad, malditos, de Sydney Pollack,  es uno de los grandes aciertos de la película, que deriva, a través de ello, hacia el mito de Pigmalión, dado que su jefe, subyugado por la enorme velocidad que tiene la protagonista para teclear con dos dedos en la máquina —la mía, por cierto, es con cuatro, pero casi estoy por decir que mi velocidad es mayor, porque, en su momento, llegué casi a las 500 ppm, aunque está claro que el nivel de corrección de los escritos no podría compararse con el de las «profesionales» del teclado, por supuesto…—, decide convertirse en su «entrenador» para conquistar los títulos nacional y mundial de esas competiciones.

         No me extenderé mucho más, porque entro a este Ojo mío simplemente para revelarles a los escasos lectores de él, que Populaire es una de esas comedias francesas que, como Bienvenidos al norte, por ejemplo, de Dany Boon, se ven siempre con agrado, aunque no dejen un poso muy duradero. Pero todos tenemos esos días en los que no estamos para ver La casa de Jack, de Lars von Trier, sino algo «ligero», «chispeante», casi «vodevilesco», con lo que distraernos, sonreír, o reír, y dejarnos meter en una historia en la que los intérpretes nos introducen con una facilidad sorprendente, tanto Romain Duris como Déborah François, sobre quienes cae totalmente el desarrollo de la acción. De Duris había visto anteriormente varias películas y en ninguna de ellas me defraudó; de François solo había visto  El practicante, de Carles Torras, pero tenía poco papel y confieso que mientras veía esta no recordaba haberla visto antes.

         Se ha de reconocer la facilidad que tiene la cinematografía francesa para elaborar este tipo de productos que te llega tan fácilmente; pero que a los mandos de la cinematografía esté el oscarizado Guillaume Schiffman de The Artist, de Michel Hazanavicius,  es toda una garantía de que la perfección formal necesaria para que la cinta resulte atractiva está presente y obrante. ¡Y hay que ver lo que gana, con ello, la película! Al fin y al cabo, la reproducción de los 50 casi casi puede considerarse como parte de una película «histórica», o poco menos, ¿no?

         Que disfruten de ella. Y si quieren sentir las sensaciones reales de la película, habrán de dejar el ordenador a un lado, sacar la vieja máquina de escribir que hay en toda casa y teclear furiosamente para que se «impriman» los caracteres en la hoja en blanco…