martes, 29 de septiembre de 2020

«Las tres noches de Susana» y «La chica no puede remediarlo», de Frank Tashlin, un excelente y olvidado autor de comedias.

El sutil arte de la comedia ligera ambientada en el mundo del cine y el de la música; dos muestras excelentes del humor visual para un entretenimiento perfecto. 

Título original:Susan Slept Here

Año: 1954

Duración: 98 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Frank Tashlin

Guion: Alex Gottlieb (Obra: Steve Fisher, Alex Gottlieb)

Música: Leigh Harline

Fotografía: Nicholas Musuraca

Reparto: Dick Powell, Debbie Reynolds, Anne Francis, Alvy Moore, Glenda Farrell, Horace McMahon, Herb Vigran, Les Tremayne 

 

Título original: The Girl Can't Help It

Año 1956

Duración 99 min.

País:s Estados Unidos

Dirección: Frank Tashlin

Guion: Frank Tashlin, Herbert Baker (Novela: Garson Kanin)

Música: Leigh Harline, Lionel Newman

Fotografía: Leon Shamroy

Reparto: Tom Ewell, Jayne Mansfield, Edmond O'Brien, Julie London, Ray Anthony, Barry Gordon, Henry Jones, John Emery, Juanita Moore, Fats Domino, Little Richard, The Platters, Gene Vincent and His Blue Caps, The Treniers, Eddie Fontaine, The Chuckles, Abbey Lincoln, Johnny Olenn, Nino Tempo, Eddie Cochran.

 

         ¡Bueno, bueno, qué dos sorpresas de mi buen amigo Frank Tashlin, a quien Jerry Lewis debe no poco de su genialidad fílmica, pues fue él quien dirigió algunos de sus grandes éxitos primerizos, como Loco por Anita, El ceniciento, Lío en los grandes almacenes, Caso clínico en la clínica o Tú, Kim y yo!, sentando las bases de un modo de hacer en el que el predominio del gag visual domina la historia, junto con una tonalidad sentimental de fondo que Lewis explotó con mucha frecuencia y no poco éxito.

         Estas dos películas son una muestra excelente de un género, la comedia, en el que los directores usamericanos o afincados allí sobresalieron con una personalidad inequívoca y perfectamente reconocible, por las endemoniadas tramas de enredos vodevilescos, por la fortuna de los gags visuales y por el desempeño de unos actores que daban la talla como pocos. Estoy a punto de acabar, por cierto, Un gran reportaje, de Lewis Milestone, uno  de esos directores eclipsados pero con logros excepcionales como El extraño amor de Martha Ivers, por ejemplo, la primera versión fílmica de The front page, y hay en ella una agria mordacidad y una «autoría» en la realización que  no me parece que hayan sido superadas ni por Hawks ni por Wilder.

         Por su proximidad en el tiempo, ambas películas comparten una estética muy próxima, y el uso del color en ambas, muy estridente, contribuye a ello, aunque en la primera, Susan slept here, casi siempre el título original les hace mayor justicia, hay un desbordamiento cromático que, junto con la exquisita puesta en escena, destaca frente a la más reciente, mucho más sobria, a pesar de los llamativos modelos que luce la explosiva Jayne Mansfield, pretexto para un par de gags antológicos, por cierto. En el arranque de la primera, toma la voz la estatuilla de los Oscars, quien se encarga de presentarnos al guionista que ha sido agraciado con uno de ellos, un original punto de vista que da una idea del tono liviano y alegre que predominará en toda la obra, de trama tan endeble como eficaz narrativamente. Unos policías le dicen al guionista que le traen una joven para que pase en su compañía la Navidad, porque o alguien se hace cargo de ella o acabará en un reformatorio: se trata de una joven delincuente, un «tipo social» sobre el que el galardonado quiere escribir su próximo guion.

         La presencia de Dick Powell es, para mí, siempre una garantía de que la película ha de tener algún interés, pero si se le suma la presencia de una jovencísima Debbie Reynolds -quien ya había triunfado dos años antes  en Cantando bajo la lluvia, tenemos un dúo que nos puede garantizar no poca diversión. Hay algo que falla en este casting desequilibrado y que le resta a la película esa verosimilitud que, sin ser un requisito sine qua non, tanto hace por complacer las exigencias del espectador: me refiero a que el romance que se gesta entre la joven indómita y el bachelor que está a punto de ser llevado al altar por una bellísima vampiresa de manual, Anne Francis, también una experimentada actriz, nos dice que él tiene 30 años y ella, 17, lo cual, si se nos apura, aún podría tener un pase; ¡pero cuando la edad real del actor es de 50, y relativamente mal llevados!, la cosa como se complica un poco. Pero da igual, de verdad, porque el desarrollo de la trama es muy ingenioso y los actores lo bordan, creando gags estupendos, cuando no maravillosas secuencias de payasería de altos vuelos cuando la protagonista, ya casada con el bachelor, ve unas películas de este con la novia a la que se lo ha robado. Tashlin tiene un especial sentido del timing y sabe preparar los gags con antelación para sacar de ellos toda su rentabilidad, aunque como casi toda la acción transcurre en interiores, es redundante el plano fijo teatral ante el que evolucionan los intérpretes con no poco acierto. A la rivalidad entre las dos mujeres le ocurre algo parecido a lo de la diferencia de edades entre la pareja protagonista, si bien la trama se ceba en la diferencia entre la sofisticación de la high class y la espontaneidad de la lower class, lo que da pie a no pocas escenas divertidas. Hay un punto de unión entre ambas películas, porque en un sueño de la joven protagonista se representa un número musical en el que tanto Powell -que recuerda en los primeros compases a Gene Kelly- como Reynolds están a la altura de su triángulo amoroso representado en la coreografía, en la que Anne Francis aparece en el apogeo de sus dotes seductoras, como una araña que atrae a su víctima…; y la otra tiene una base musical evidente, sobre la que gira la trama.

         La chica no puede remediarlo, comedia diseñada para la mayor gloria fílmica de Jayne Mansfield, supuesta competidora de Marilyn Monroe, al menos por lo que al físico se refiere, y buena parte de la película gira en torno a los estragos que dicha anatomía provoca en los hombres, es también una comedia, como la anterior, pero menos original, pues la trama es un calco, mutatis mutandis, de la de Nacida ayer, de George Cukor, aunque hay una gran diferencia entre ambas películas, porque en esta hay un elemento con el que me encontré de sopetón y que, por sí mismo, ya invitaba a ver toda la película sin perderse ninguna actuación de las grandes estrellas del Rock and Roll en sus inicios. Pues sí, un gánster «reformado», interpretado a la perfección por un Desmond O’Brien desmelenado, ¡y aun travestido!, al estilo de Cary Grant en La fiera de mi niña, quiere cumplir una promesa que le hiciera a un compinche en prisión: convertir a su hija en una artista famosa. El gángster, que adora el Rock, quiere convertirla en una cantante de ese género del que él mismo ha escrito no pocas canciones. Para tal fin, el gángster, en una escena cachonda donde las haya, contrata los servicios de un agente en sus horas bajas y alcohólico, por el abandono ¡nada menos que de Julie London!, representada suya, quien se le aparece en sus delirios románticos cantándole su gran hit I cried a river over you, una canción espectacular y sensual hasta el límite, y a la que la voz rasgada de Julie London le sirve de impresionante  vehículo idóneo. Tom Ewell, el representante, interpreta aquí un papel muy parecido al que le supuso su consagración como actor en La tentación vive arriba, de Billy Wilder, aunque ya le había hecho famoso la representación teatral de la misma. El trío protagonista, O’Brien, Ewell y Mansfield transformaron esta película también en un éxito. Imagino que por esos años el Rock and Roll ya había entrado en el mainstream de la sociedad usamericana, a juzgar por la recepción que se tributa a sus intérpretes en las salas donde actúan, incluido el «peligroso» Little Richard… La película, con ese aliciente roquero, no solo gana, sino que se convierte en algo así como una trama paralela. Vemos con agrado el desarrollo de la historia amorosa entre la cantante sin voz que rompe bombillas y el agente fracasado en el amor, pero agradecemos que en su recorrido por las salas de fiesta por donde el agente la «exhibe» para «anunciarla», se nos regalen apariciones de Eddie Cochran, Fats Domino, The Platters o Gene Vincent.

         La apertura y el cierre de la película constituyen dos momentos muy divertidos de la película, y se advierte en ellos un sentido del humor que Jerry Lewis supo cultivar en muchas de sus grandes películas. Estén atentos. En fin, la mezcla de dos géneros, el musical y la comedia, sin que podamos hablar de que la película pertenece al género del musical, porque los números en ningún modo se entretejen con la trama, salvo en dos ocasiones, cuando el protagonista echa de menos a Julie London y cuando, desaparecido el «hechizo» de esta, es sustituido por el de la aspirante a cantante, quien, al final,  le borda una canción que lo conmociona, en un desenlace que sabe culminar a la perfección la leve incursión en el gangsterismo al que parece haber renunciado el mecenas de la cantante. 

         Una detrás de otra constituyen un programa doble del que se sale con la sonrisa en los labios y en los ojos, la única, esta última, que nos permite mostrar la mascarilla.

lunes, 28 de septiembre de 2020

«María Estuardo», de John Ford o la magnificencia.

Una soberbia puesta en escena para una obra de interiores sobre la intimidad de la realeza, sus exigencias y el amor prohibido…

Título original: Mary of Scotland

Año: 1936

Duración: 123 min.

País: Estados Unidos

Dirección: John Ford

Guion: Dudley Nichols (Obra: Maxwell Anderson)

Música: Max Steiner

Fotografía: Joseph H. August (B&W)

Reparto: Katharine Hepburn, Fredric March, Florence Eldridge, Douglas Walton, John Carradine, Robert Barrat, Gavin Muir, Ian Keith, Moroni Olsen, William Stack, Ralph Forbes, Alan Mowbray, Frieda Inescort, Donald Crisp, David Torrence, Molly Lamont, Anita Colby, Jean Fenwick.

 

         Sorprendente película del género histórico a cargo de John Ford: María Estuardo, la historia de una mujer desdichada que fue reina consorte de Francia, en el exilio, posteriormente reina de Escocia, en lucha contra los nobles escoceses que no admitían la pérdida de su poder e influencia en los asuntos del reino, y, finalmente, destronada y encarcelada por su rival, Isabel I de Inglaterra, a quien, tras haber muerto sin descendencia, sucedió su hijo Jacobo VI de Escocia y I de Inglaterra. María fue juzgada y acusada de intentar asesinar a Isabel I, sinrazón por la cual fue decapitada. Un género en el que resulta extraño contabilizar a John Ford y quien, sin embargo, no solo da la talla, sino que consigue algunas secuencias antológicas, amén de sacar de los intérpretes unas actuaciones vigorosas.

         Con una inequívoca base teatral, muy pocas tomas de exteriores y algún rudimentario efecto espacial, como la voladura del castillo donde se aloja el rey consorte de María, Enrique Estuardo, quien muere en ella. Acusada de la muerte de su marido, por su amor al noble Bothwell, con quien se acabaría casando, la impopularidad de María se extendió por el reino. No olvidemos, además, que uno de los principales conflictos que supuso el regreso de María al trono fue su condición de católica en un reino en el que el protestantismo había desterrado casi definitivamente al catolicismo.

         Con no pocas licencias poéticas que buscan huir de la complejidad de las relaciones de poder acreditadas históricamente, la película arranca desde el regreso en barco de María a Escocia y su presencia en el castillo donde su hermano y los nobles se han repartido el poder en su ausencia. La presencia de una reina inesperada interfiere gravemente en sus planes, si bien no tardan en tratar de maniobrar para conducirla por la vereda por la que ellos quieren, como sucede con la insistencia en que se ha de casar y alumbrar un heredero para el trono. Antes de seguir, afirmemos la extraordinaria actuación tanto de Khatharine Hepburn como de Fredric March en su papel de noble enamorado romántico que sabe anteponer a su amor las conveniencias de la condición real de su enamorada.

         El mundo de las intrigas palaciegas, que no acaban con su matrimonio con un primo hermano, Lord Darnley, de quien tiene un hijo, Jacobo, quien devendrá, con el tiempo, Jacobo VI de Escocia y I de Inglaterra; sino todo lo contrario, nos plantan ante una película con voluntad de “serie” mucho antes de que tal concepto se hiciera dominante o de remitirse a las producciones clásicas del cine mudo como el Napoleón, de Abel Gance o Intolerancia, de Griffith. Si aludo a las series es porque este mundo de las intrigas palaciegas, de las luchas cortesanas, de los amores de conveniencia y los idealizados está muy cerca de aquella joya que fue Yo, Claudio, sobre las novelas de Robert Graves.

         La peripecia de María está contemplada aquí desde su fidelidad a su sangre real y a sus derechos monárquicos irrenunciables, por un lado, y a su conflicto amoroso entre sus obligaciones y su devoción. Escena tras escena la observamos, en un mundo de hombres ambiciosos y sin escrúpulos, defender su corona, renunciando, con una abnegación solo reconocible en el compromiso de los monarcas con su alta misión, a su amor por Bothwell, con quien  acaba casándose, lo que provoca una revuelta de los nobles que determinará su salida del trono y la entronización de su hijo, de quien acabará siendo regente su hermano, es decir, volviendo a la situación original anterior a su regreso a Escocia. Su refugio es un compositor de origen italiano que le sirve de consuelo y como confidente, un magnífico papel interpretado por John Carradine.

         Fílmicamente, se saca mucho partido de la sobria pero majestuosa puesta en escena, pero hay un pequeño detalle de «autor» en esta película que muestra bien a las claras quién estaba al mando del proyecto. Así que María acaba aceptando a Lord Darnley como esposo, este quiere que ella selle el compromiso besándolo. En ese tira y afloja, de repente, una sombra crece sobre la pareja, desde el suelo hasta la altura de los ojos, de modo y manera que solo la mitad de la cabeza, de ojos para arriba resulta iluminada, por lo que queda ensombrecido, ¡en realidad oculto”, el solemne beso del compromiso.

Más tarde, hacia el final de la película, volvemos a encontrarnos con una escena, la del juicio de María, que parece prefigurar lo que será, muchos años después, El proceso de Welles. La puesta en escena de un tribunal que roza el techo de la sala frente a una reina diminuta a sus pies y junto a un trono donde se sienta «simbólicamente» Isabel I de Inglaterra consigue crear un espacio onírico, distorsionado, impactante; del mismo modo que la ascensión por la escalera que la lleva al poyete donde se extinguirán sus días, en un picado vertiginoso consigue todo el efecto de verla ascender hacia la gloria, en vez de hacia el martirio. Recordemos que incluso Stefan Zweig le reconoce a María Estuardo un halo de santidad que comparten muchos de quienes han visto en ella, realmente, una reina mártir.

         La película es larga, y en algunos momentos farragosa, por las relaciones de poder que se establecen entre los diferentes nobles y por la rivalidad con Isabel I, Florence Eldridge, la esposa entonces de Fredric March, por cierto, quien cumple con creces tan difícil papel. Y estoy convencido de que debió de ser una de las películas favoritas de Manuel Fraga, porque cada aparición de Bothwell va precedida por una banda de gaiteros que lo anuncia, y lo hacen a menudo en la película. De hecho, esa irrupción de los gaiteros viene a sustituir, casi metafóricamente, las luchas que en ningún momento aparecen en la película, y que acaso le hubieran gustado más a Ford que los enredos dinásticos de la protagonista, a cuyo servicio, sin embargo, pone sus cámaras para sacarla esplendorosa, especialmente con el peinado corto rizado que le añade los años que la extrema juventud e Hepburn necesitaban hacia el final de la película, tras casi veinte años de cautiverio, antes de ser decapitada. Me tomo la libertad de arruinar el final porque es de dominio común su desgraciado final, por supuesto.

miércoles, 23 de septiembre de 2020

«El prado», de Jim Sheridan, una tragedia mítica.

La tierra es de quien la trabaja, no de quien la posee: una tragedia al más puro estilo de las Comedias Bárbaras de Valle Inclán, pero en Irlanda.

 

Título original: The Field

Año: 1990

Duración: 107 min.

País: Irlanda

Dirección: Jim Sheridan

Guion: Jim Sheridan (Novela: John B. Keane)

Música: Elmer Bernstein

Fotografía: Jack Conroy

Reparto: Richard Harris, John Hurt, Sean Bean, Jenny Conroy, Tom Berenger, Brenda Fricker, Sean McGinley, Frances Tomelty, John Cowley, Noel O'Donovan, Jer O'Leary.

 

         Durante mucho tiempo, en la cultura occidental se impuso el análisis psicológico de los “tipos” humanos, en la medida en que definían idiosincrasias que luego veíamos repetidas hasta la saciedad, el celoso, el soberbio, el déspota, el  avaro, el idiota, etc., han sido una y otra vez llevados a diferentes artes con la convicción de que la «base» de esos personajes era algo de dominio común,y que el reto estribaba en individualizarlos de tal manera que se acertara a convertirlo en paradigma del género.

         Bull McCabe tiene un apodo que ya indica, desde buen comienzo el tipo de personaje que en vez de pensar «embiste», que diría Machado. Estamos hablando de un hombre como un templo, enérgico, duro, autoritario, déspota incluso, que impresiona a cualquiera que viva cerca de él, como se demuestra en la película cuando la propietaria de un campo que la familia de McCabe ha cultivado durante toda su vida en arriendo quiere sacarlo a subasta para irse se la casa, al lado del campo, en la que el hijo de McCabe y un compinche idiotizado le hacen la vida imposible, y se encuentra con que nadie se atreve a pujar «contra» McCabe por lo que ello lleva implícito.

         La cuestión se complica cuando aparece un usamericano que, en la tierra de sus antecesores, pretende hacer negocio, cubriendo el campo de cemento y convirtiéndolo en una plataforma desde donde operar para extraer un mineral rentable de una sierra cercana.

         El régimen de terror en que vive su hijo, a las órdenes del padre, que tanto recuerda la figura del despótico Juan Manuel Montenegro de las Comedias Bárbaras de Valle-Inclán, constituye uno de los ejes narrativos de la película, pero enseguida se complica con la extraña relación con su mujer, la madre de su hijo, con quien convive sin haberse dirigido uno al otro la palabra desde hace 20 años, los mismos en que su primer hijo decidió colgarse para escapar de la tiranía paterna.

         Estamos ante una obsesión primitiva y muy humana, ante una identificación casi mística entre la tierra y el hombre que la cultiva. No se trata de una apología del ecologismo, porque la vida humana no está entre las realidades que le merezcan un sacrosanto respeto al protagonista, desde luego, quien, parta defender su prado es capaz de cualquier cosa, insisto, de cualquier cosa.

         No estamos hablando de un terrateniente, sino de un hombre sin dinero que depende exclusivamente de sus escasas posesiones, unas cabezas de ganado y unas pocas tierras donde cultivar el forraje para esos animales, y  quien se ve en la necesidad de vender alguna vaca para poder reunir las cien libras de las que parte la subasta por el campo, por el que él considera “su” campo.

         La línea narrativa del enfrentamiento entre el padre y el hijo, quien, para mayor mortificación de su padre, racista hasta los tuétanos, decide emparejarse con una gitana progresa en un sentido trágico que nos muestra un terrible enfrentamiento entre ambos hombres, con la mediación inútil de la madre, quien se dirige al marido por primera vez en veinte años. Que el hijo no avale al padre en las pretensiones de quedarse a toda costa con ese prado por el que el padre lucha con la única intención de que pase a su hijo, de modo que este, a su vez, lo traspase al nieto, etc.; esa discrepancia, digo, emponzoñará las reacciones del padre y lo llevará casi a la locura.

         Dije que estábamos ante una tragedia, no ante un mero desencuentro. Bull McCabe se rige por valores primitivos que poco o nada tienen que ver con las aspiraciones de su propio hijo, quien contraría sus deseos y sus ordenes y, además, queda en inferioridad de condiciones físicas cuando es obligado a pelear con el pujador usamericano, en un intento salvaje de disuasión. Solo desde dentro del delirio del protagonista cabe entender a este; solo desde una identificación tan primaria y salvaje con la tierra puede entenderse la ceguera del padre y su obsesión. Y todo ello nos conduce inexorablemente a una tragedia en la que -estamos en la católica Irlanda- se interpone la iglesia católica, para terminar de complicar la situación, con la perspectiva religiosa.

         Jim Sheridan es autor de dos obras aclamadas por la crítica y el público: Mi pie izquierdo y En nombre del padre, ambas brillantísimas; pero El prado tiene una dimensión antropológica e incluso mítica que, gracias a la excepcional actuación de Richard Harris, convierte la historia en una suerte de mito irlandés para explicar la unión entre esas tierras verdes y sus habitantes, apegados a ella con un vínculo totalmente umbilical. Por demás está decir que todos los paisajes descritos en la película son de una belleza arrebatadora, y que Sheridan ha sabido jugar con ellos y con la trama de un modo magistral. No solo por esas tomas idílicas casi de gran angular, sino también por la cercanía de los personajes a la misma y la plena relación con el barro, con las algas que sirven de abono, con las olas del mar que rompe contra los acantilados próximos, con los caminos enfangados… En todo momento la conexión entre las personas y la naturaleza esta presente… De ella, puramente como el mítico Anteo, parece emerger Bull McCabe para enfrentarse a lo inexorable: el avance del progreso en detrimento de los modos tradicionales de supervivencia, como se deduce de la alianza del párroco con el usamericano que pretende «invertir» Enel pueblo. Desde esa perspectiva, no está de más recordar que el único amigo de McCabe y de su hijo es un pobre retrasado mental, fiel a quien él cree que es su único amigo y quien no duda, llegado el caso, en traicionarlo, si de salvar a la familia se trata. John Hurt, un actor sobresaliente, compone un papel extraordinario, al que le da un fondo de verdad absoluto: entre la ingenuidad total y la malicia irresponsable.

         Sheridan ha disfrutado, se advierte enseguida, siguiendo los pasos de ese toro gigante que es McCabe, quien gana más enteros en las escenas en interiores, sobre todo en las que comparte secuencia con su mujer, interpretada por Brenda Fricker, de quien nos hubiera gustado que hubiera tenido algo más de papel en la historia. En esos interiores en casa, en el bar o en la iglesia, por ejemplo, Sheridan consigue arrancar del personaje una complejidad que nos da noticia exacta de la dimensión de su tormento interior y de sus urgencias, así como de su delirio.

         La película es de 1990 y conserva fresquísimo el enorme interés y agrado con que la hemos visto mi Conjunta y yo, estremecidos en todo momento. Tiene todas las papeletas para ser considerado un clásico…

 

«Miss Dalí», de Ventura Pons o Salvador Dalí visto por su hermana.



La familia Dalí por dentro desde el punto de vista de Anna Maria Dalí; un mala estructura para una excelente  historia con magníficas interpretaciones.

 

Título original: Miss Dalí

Año: 2018

Duración: 165 min.

País: España

Dirección: Ventura Pons

Guion: Ventura Pons

Música: Joaquim Badia

Fotografía: Tito Arcas, Andalu Vila-San-Juan

Reparto: Claire Bloom, Sian Phillips, Vicky Peña, Josep Maria Pou, Joan Pera, Joan Carreras, Berta Castañé, Eulàlia Ballart, Allan Corduner, Rachel Lascar, José Sospedra, Karme Málaga, Mercé Pons, Daniel Medrán, Marta Angelat, Minnie Marx, Martha Carbonell, Carme Sansa, Artur Trias, Ernest Serrahima, Hector Vidales, Matthieu Duret, Joan Fibla, José Carmona.

 

         Lo que pintaba como miniserie de dos o tres capítulos, se quedó en película de casi tres horas que podría ser aligerada si el ego (de tan pocas letras, pero de discursos eternos…) lo permitiera. La película puede verse, y los aficionados a los biopics de gente célebre disfrutarían  mucho con ella, no solo porque se centre en la familia Dalí, especialmente en Salvador y su hermana Anna Maria, y la compleja relación que hubo entre ambos, sino porque se aprovecha la visita que hizo Lorca a su enamorado y la relación con Buñuel para el rodaje de El perro andaluz, o sea, auténticos iconos de nuestra cultura más reciente.

         La película se centra en Cadaqués, lugar de veraneo de la familia Dalí, y donde Salvador ubicará el centro neurálgico de su imperio surrealista incluso durante la dictadura franquista, con la que mantuvo, así como con la realeza sucesoria -que luego salió “rana”, desatando lo bien atado-, excelentes relaciones. Con el  pretexto de acercarse a un personaje secundario, la hermana pequeña del pintor, como un cofre de secretos inexplorado, Ventura Pons, con una premiosidad extrema, plantea la narración en dos tiempos muy marcados: las interminables conversaciones entre Anna Maria y una amiga suya que viene a visitarla desde Londres, y la representación del pasado: las primeras en color y la segunda en blanco y negro. La elección de Siân Philips, como Anna Dalí, la inolvidable protagonista de la serie Yo, Claudio, no parece la más adecuada, aunque la de Eulàluia Ballart para la Anna Maria joven es mucho más acertada, del mismo modo que la elección de Joan Carreras para interpretar a Dalí es el mejor acierto de la película, con diferencia. José Carmona tiene el difícil cometido de hacer verosímil la presencia de Lorca, y, a pesar de un cierto amaneramiento andalusí, lo consigue. Recordemos que Lorca es granadino y tiene un acento muy distinto de otras zonas de Andalucía más llamativas por el seseo o el ceceo, como Sevilla, Córdoba.

         La vida de Anna Maria, estrechamente unida a la de su hermano, con quien compartía una intimidad extraordinaria, sufrió una quiebra profunda con la aparición de Gala en la vida de Dalí. Nada fue igual desde entonces. La autobiografía de  Anna Maria, para contrarrestar las, a su juicio, falsedades que contenía La vida secreta de Salvador Dalí, mucho tuvieron que ver también con ese distanciamiento que se alargó cuarenta años, hasta las muertes de cada uno de ellos.

         La película gana en la recreación del pasado todo lo que pierde en la larguísima conversación anodina del presente, aunque en todo momento, en este o en aquel, el nivel de perfección formal es idéntico, aunque a mí particularmente me convence más la recreación del pasado. Los bellísimos paisajes de la Costa Brava, por otro lado, que aparecen, a veces,  marcando los cambios de uno a otro tiempo, son siempre epectaculares.

         La experiencia de la Guerra Civil tuvo, para la familia Dalí, en la persona de Anna Maria una consecuencia trágica, porque, más allá de la posición republicana y catalanista del padre, notario en Figueras, Anna Maria fue acusada en 1938 de ser una “espía franquista”, por lo que fue detenida por los milicianos, llevada a Barcelona y torturada cruelmente. Eso sí, Ventura Pons censura en su película que la protagonista fue varias veces violada, y que solo un ataque de demencia logró que fuera puesta en libertad, lo que le permitió salvar la vida. ¿Cómo va a extrañarnos de que luego apareciera vestida de falangista o de que el otrora republicanísimo padre salude con fervor la “entrada” de los franquista en Cataluña para “poner orden”? Hay ahí algo de llamémosle censura interior que a Ventura Pons no le ha permitido ser totalmente fiel a la verdad, ¡sobre la Segunda República!, que acaso él, como tantos otros, tiene idealizada acríticamente. Desde esa perspectiva se entiende, está claro, que Salvador Dalí se moviera dentro del régimen franquista con esa apabullante seguridad. Anna María sostiene que él no tiene ninguna ideología, que era, simplemente, daliniano.

         Como en toda recreación histórica, una asignatura pendiente de nuestro cine, hay muchas escenas en que la impostación se abre paso y deja en ridículo a los personajes, por sobreactuación, sea al hablar del catalanismo, sea en la exaltación de Lorca, sea en el modo británico como se conduce la Anna Maria vieja, etc. Sin embargo, la película destaca muy notablemente por la excepcional actuación de Joan Carreras, puestísimo en su papel, y con un dominio de los recursos del personaje apabullante. Mientras él es el centro de la representación, sigue el espectador embebido sus evoluciones; cuando desaparece, la película decae lamentablemente. No me atrevo a decir que el director hubiera debido optar solo por la filmación del pasado, porque él quería hacer la película que ha hecho, pero que hay un gran desnivel entre una y otra parte de la narración es archievidente. He leído que planean, con el metraje sobrante que se conserva, convertirla en una miniserie, que es a lo que más se parece la versión actual. Deberían hacerlo. Imagino que, entonces, tendría una mayor proyección internacional.

         En términos generales, y aunque solo sea por el interés que suelen tener las biografías de personas célebres o de las personas cercanas a ellas, la película tiene el gran acierto de mostrarnos la intimidad de la familia Dalí y la relación privilegiada entre los hermanos con un nivel de documentación muy acertado y con una puesta en escena muy cuidada, sobre todo del pasado, claro. Digamos que las clásicas fotografías de Lorca y Dalí en Cadaqués han inspirado la puesta en escena y la película ha sabido “traducirlas”.

         Dalí tiene tantos detractores como defensores, pero que se trata de un genio no cabe duda alguna. La película recoge las muertes de Gala y Dalí, un final en consonancia con la extravagancia constante y estudiada que fueron sus vidas y que mantuvieron a distancia a la que, en sus días de juventud, era la hermana privilegiada del pintor. Mientras que en los tramos retrospectivos la hermana de Dalí tiene una cierta personalidad marcada, aunque nunca deja de ser “la hermana de”; en el presente se desdibuja completamente su personalidad para asumir, meramente, la de cronista.

         Salvando esas «dificultades» que he señalado, creo que la película es muy digna y merece ser vista. Resulta extraño que no se haya hecho hincapié en la construcción del Museo Dalí, en Figueres, que, en la medida en que alberga sus restos, tiene algo, también, de panteón; pero si con lo que se cuenta ya ha dado para casi tres horas, ni se sabe para cuánto daría lo que se ha quedado sin narrar…

jueves, 17 de septiembre de 2020

«Dr. Bull», de John Ford, o la excelsa virtud del altruismo y las convicciones científicas contra la ignorancia popular..

La magia costumbrista de Ford en una fábula sobre las pequeñas comunidades y las grandezas y miserias que en ellas se cobijan: Los pros y los contras de las medidas profilácticas para luchar contra una epidemia de tifus…

 

Título original: Doctor Bull

Año: 1933

Duración: 77 min.

País: Estados Unidos

Dirección: John Ford

Guion: Paul Green, Philip Klein, Jane Storm (Novela: James Gould Cozzens)

Música: Samuel Kaylin

Fotografía: George Schneiderman (B&W)

Reparto: Will Rogers, Vera Allen, Marian Nixon, Howard Lally, Berton Churchill, Louise Dresser, Andy Devine, Rochelle Hudson, Tempe Pigott, Elizabeth Patterson, Nora Cecil, Ralph Morgan, Patsy O'Byrne, Veda Buckland, Effie Ellsler.

 

         Después de una exitosa El doctor Arrowsnith, a pesar de su serio problema de casting, porque Ronald Colman era demasiado mayor para estar en la universidad, a punto de ser abuelo…, de ahí que aparezca de espaldas en la primera secuencia en la que se le ve como estudiante que quiere optar por la investigación, Ford rodaría dos años después otra película sobre un doctor, el Dr. Bull, muy distinta de la anterior, que estaba basada en la exitosa novela de Sinclair Lewis, el primer Nobel de literatura usamericano. Mientras en la primera Ford hubo de amoldarse a un proyecto de la productora, diseñado con todo mimo para convertir la reputada obra de Lewis en un éxito popular; en la segunda, el Dr. Bull, Ford debió de trabajar totalmente a sus anchas, sin sentirse cosntreñido ni por el estudio ni por las exigencias comerciales. Y se nota. A mí, particularmente, la segunda me gusta más, porque está dentro de ese género de comedia costumbrista amable, sin estridencias dramáticas, que Ford rodaba con una naturalidad envidiable.

         El protagonista es Will Rogers, con quien rodaría otras dos películas más, Barco a la deriva y El juez Priest, las dos tan estupendas como la presente, un prodigio de naturalidad interpretativa en la línea de nuestro inmortal Pepe Isbert y sobre quien recae todo el peso de la película, que sostiene con una profesionalidad magnífica y una convicción que le otorga a la película una dosis de realismo extraordinaria.

         La película es circular, comienza con la llegada del tren, cuya saca de correo es lanzada al andén para que la encargada lo recoja y se lo lleve a la oficina que comparte con la telefonista que maneja la centralita del pueblo. Justo allí conocemos a una protagonista indirecta, una comadre del pueblo abonada a la moral victoriana y a los chismes sobre cualquier alma viviente y, especialmente, sobre el doctor Bull, que suele visitar a horas poco decorosas a una viuda con quien comparte amistad y algo más que nunca acaba de declararle. El marido de la telefonista está enfermo en cama, aquejado de una extraña parálisis para la que el Dr. no deja de buscar una explicación y, sobre todo un remedio.

         El personaje del Doc, como núcleo de una comunidad, la persona «sin horas», «abierta» las veinticuatro del día para cualquier emergencia, como el nacimiento que ha de atender y que es una secuencia robada a El doctor Arrowsmith, con el único cambio de que en la primera se trata del primer hijo del inmigrante italiano y en la segunda, es el sexto o el séptimo, una suerte de guiño a los espectadores de la primera película; ese personaje es, además, una suerte de cúmulo de virtudes que lo convierten en un hombre comunitario, sin vida personal más allá de su abnegación en la tarea de velar por la salud de sus vecinos, de sus conciudadanos.

         Cuando estalla una epidemia de fiebre tifoidea, lo que confirma un laboratorio adonde ha llevado una muestra para que sea analizada, ha de enfrentarse a la indignación del pueblo, por las medidas profilácticas que adopta para luchar contra la misma: la vacuna de los niños en la escuela y el aislamiento de la población, amén de la implantación de severas medidas higiénicas. Todo ello, además de la «indignación moral» de las beatas oficiales del lugar y sus pusilánimes maridos, se resolverá en una asamblea ciudadana en la que se acuerda prescindir de los servicios del Dr. lo que este acoge con la altivez y la satisfacción de quien se siente liberado de un serio compromiso que había cumplido escrupulosamente sin haberlo formado: dedicar su vida a las de los demás. La defensa pública de la viuda…     Me callo, hagan cábalas…, que acertarán.

         Si hablamos de un «toque Lubitsch» para la comedia, no sé por qué diablos no hacemos lo mismo para este tipo de comedias sentimentales de Ford, que han sido modelo inequívoco para las de Frank Capra: pocos directores tan capacitados para cogerle el puso a la vida de las pequeñas comunidades como John Ford, a través de personajes a los que extrae toda la vida auténtica posible sin que caigan en el prototipo o la caricatura. El cierre circular de la película incluye el cierre de una línea argumental que ha ido subrayando el tono de comedia desde el principio, a cargo de un «característico», Andy Devine, a quien los buenos aficionados a Ford identifican de inmediato con la gran obra maestra del director: La diligencia.

         Bucear en la obra completa de un autor capital en la Historia del Cine tiene a veces recompensas tan espectaculares como la genial sencillez de una historia que Ford nos contará una y mil veces consiguiendo siempre un brillantísimo resultado: y ahí está El sol siempre brilla en Kentucky para recordárnoslo… ¡Otro placer más! Y van…

«Dirty God», de Sacha Polak o la venganza musulmana del ácido…

 


El intimismo impactante de la desfiguración: entre  El hombre elefante y La bella y la bestia: la poética de la devastadora diferencia traumática.

 

Título original: Dirty God

Año: 2019

Duración: 104 min.

País: Países Bajos (Holanda)

Dirección: Sacha Polak

Guion: Susie Farrell, Sacha Polak

Música: Rutger Reinders

Fotografía: Ruben Impens

Reparto: Vicky Knight, Katherine Kelly, Rebecca Stone, Bluey Robinson, Dana Marienci, Eliza Brady-Girard.

 

         El arranque de la película, cómo van apareciendo las cicatrices que desfiguran parcialmente el rostro y el cuerpo de la protagonista de la película, ya nos indica que vamos a ver una realidad cruda, muy dura y difícil de soportar como “espectáculo” que en modo alguno es, aunque tampoco sea un documental, por supuesto, sino una película de ficción en la que una joven madre ha sido atacada por su pareja con ácido, lo que la ha desfigurado. Salir del hospital con el trauma de verte en el espejo como la protagonista de una película de horror, mientras los médicos te dicen que las operaciones que te han practicado han sido todo un éxito, augura un futuro inmediato plagado de tensiones, hundimientos y desesperaciones. Si añadimos a la situación el rechazo que manifiesta su hija pequeña, incapaz de reconocerla como su «mami», podemos empezar a pensar que la película será un vía crucis hacia la depresión o el suicidio.

         La joven pertenece a una familia que vive en un barrio desfavorecido de Londres, es una adolescente amiga de las fiestas y alejada de la educación como vía de ascenso social. De hecho, el único trabajo que encuentra es como operadora telefónica y no tardará en tener problemas a los que solo sabrá responder a través de la violencia, de la agresividad; en parte, como vía de manifestación de los sentimientos negativos que le ha deparado la violencia sufrida a manos de su ex; en parte, porque en el mundo de relaciones primitivas en que transcurre su vida, la agresividad sustituye a la palabra y al razonamiento.

         La película, con todo, es una película intimista que nos muestra el modo como le cambia la vida a una joven desfigurada por el ácido, como las muchas jóvenes que en los países islámicos son atacadas así por sus parejas despechadas, celosas o simplemente dominantes, tal y como nos mostró una de las exposiciones fotográficas más duras que haya visto jamás. Las quemaduras funcionan, en realidad, como una metáfora de la «otredad», del diferente, del extraño, con quien se establece una relación de escarnio como reacción defensiva frente a lo que se teme, sin saber siquiera por qué. Sentirse «un bicho raro», a pesar de la hermosa risa que aparece alguna vez en la boca de la protagonista, lleva a esta a querer «protegerse» del medio hostil en que ha de moverse, lo que la lleva, en una divertida escena, a pesar de los pesares, a vestirse con un remedo de burka, de modo que pase desapercibida su desgracia. El susto que se lleva la madre al verla así al entrar en casa corona el gag.

         La protagonista, Vicky Knight, sufrió quemaduras en el 33% de su cuerpo a causa de un incendio intencionado en su vivienda, a consecuencia del cual murieron tres personas. Ello significa que las quemaduras del cuerpo no son producto del maquillaje, sino quemaduras reales. A pesar de la vergüenza que confesó haber sentido al verse filmada, fue tal el impacto visual que le produjo el lirismo con que están filmadas las mismas, que confiesa que acabó sintiéndose orgullosa de ellas. Las del rostro sí que son una verdadera joya de las técnicas de maquillaje.

         La desesperación de la joven la lleva a forjar la idea de que ha de encontrar el cirujano que sea capaz de revertir esas cicatrices y devolverle el esplendor de la belleza que una vez tuvo. Deviene una obsesión y, al final, acaba contactando con una clínica en Marruecos donde, supuestamente, le garantizan el éxito de dicha operación. Tras robarle el dinero a su madre, ¡todo su dinero!, decide emprender un viaje a Marruecos en compañía de su mejor amiga y el novio de este, pero hasta ahí puedo y debo llegar.

         La directora, a la que podríamos encuadrar en ese cine heredero del realismo social(ista) de Ken Loach, no pretende, sin embargo, poner el acento en la circunstancia social de su personaje, sino en la durísima vivencia psicológica que supone haber de vivir con esa desfiguración, con la inmensa rabia de haber sido atacada y destrozada por la persona con quien tuvo un hijo, y estar dispuesta a «soportar» la marginación, cuando no el insulto o, en el mejor de los casos, la indiferencia, como ocurre con el galán al que invitan para salir con su amiga y su pareja. Una escena, con la despedida de él en el metro, sin siquiera volverse para mirarla, que nos llena de congoja y nos permite comprender el trauma descomunal que está viviendo la joven.

         Como espectadores de tan dura realidad, está claro que lo que, al menos a mí, más me ha hecho sufrir más es la contemplación de las limitaciones intelectuales de la joven, su incapacidad para buscar otras vías de salida que no sean repetir la misma vida que llevaba antes y en la que le cuesta horrores encontrar su propio sitio. El conato de acercamiento afectivo y sexual con el novio de su mejor amiga es uno de esos momentos culminantes de la película, rodado, además, con una exquisitez brillante. ¡Cómo vamos a extrañarnos de que a la propia actriz le haya parecido incluso bellas sus cicatrices! Porque eso sí que lo tiene la película: la contemplación asidua durante todo el metraje de las cicatrices de la actriz nos acaban «familiarizando» con ellas y nos parece que, en efecto, la operación salió bien y está en condiciones de empezar una nueva vida, porque siempre habrá alguien cuya caricia las recorra no con la compasión, sino con el deseo.

         Dura, muy dura, la película; pero valiente y hermosa.

martes, 15 de septiembre de 2020

«Blues in the night», de Anatole Litvak o la apoteosis de Betty Field…



Del maestro de Max Ophüls, una mezcla de cine musical y cine negro con una femme fatale antológica, más la curiosidad de ver actuar a Elia Kazan. Un noir tan intenso como olvidado.

Título original: Blues in the Night
Año; 1941
Duración: 88 min.
País:  Estados Unidos
Dirección: Anatole Litvak
Guion: Robert Rossen, Elia Kazan (Obra: Edwin Gilbert)
Música: Heinz Roemheld, Ray Heindorf
Fotografía: Ernest Haller (B&W)
Reparto: Priscilla Lane, Betty Field, Richard Whorf, Lloyd Nolan, Jack Carson, Wallace Ford, Elia Kazan, Peter Whitney, Billy Halop, Howard Da Silva, Joyce Compton, Herbert Heywood, George Lloyd, Faith Domergue.

         Supongo que si a los jóvenes cinéfilos que salen de Tenet añadiendo a su vocabulario crítico el concepto «pestiño» les pusieran delante de Blues in the night  -con un presupuesto que en la de  Nolan no da ni para el catering…-no tardarían ni un cuarto de hora en reconciliarse con el cine y descubrir que una buena historia con unos buenos personajes es algo fundamental desde el nacimiento del género, por más que sus primeros pasos fueran documentales. Eso es lo que tiene esta película, escrita por dos grandes del cine: Robert Rossen y Elia Kazan. Hay demasiado talento acumulado en esta película como para que haya pasado tan desapercibida, aunque no fue estrenada en España comercialmente. Si a la historia, a pesar de las notorias debilidades argumentales que tiene, se le suman las interpretaciones, muy específicamente las de Lloyd Nolan, un todoterreno cuya última película, estrenada después de su muerte, fue Hannah y sus hermanas de Allen, y la más que sobresaliente de Betty Field que me dejó sorprendidísimo tras haber visto hace muy pocos días El sureño, de Jean Renoir, donde hace una interpretación en las antípodas de la de esta película.
         De buen comienzo, la película tiene la pinta de ser un musical, centrado, en este caso, en el intento de reelaborar musicalmente el blues como experiencia emocional, vital, de primera magnitud: el sueño de un pianista superdotado pero sin blanca que se decide a formar su propio grupo para abrirse paso, sobre todo en el sur de Usamérica, la cuna del estilo que quieren cultivar. Son jóvenes, alegres y tienen un ideal…Viajan en los vagones vacíos de los mercancías, sin pagar, con la aquiescencia de un encargado de revisar los trenes, hasta que ayudan a subir al tren a un perseguido que resulta ser un delincuente que ha salido de prisión, quien no duda en robarles el poco dinero que tienen. Admirado por que no lo hayan denunciado cuando ese revisor saluda al grupo de músicos, les propone ir a trabajar a un bar-casino de su propiedad. Y allí que aparecen. ¿Quiénes siguen allí? El resto de la banda que no hizo nada para evitar su detención: su exchica y dos compinches con quienes vuelve a reabrir el negocio. Cuando la cantante y mujer del trompetista sabe que está embarazada y que no puede seguir trabajando, el protagonista, a quien la ex del presidiario ya le había llamado la atención, decide «educarla» musicalmente para que la sustituya, y aunque ella, al final, desiste -las secuencias del aprendizaje son extraordinarias-, el pianista ya está imantado a esa mujer fatal que va exprimiendo a los hombres a los que se une para llevarlos, literlmente, a la «perdición». Si así será que, cuando el expresidiario la rechaza airadamente, él accede a «sacarla» de allí y, para ello, acepta un puesto como pianista en una orquesta de animación con números tan horripilantes como el que contemplan sus amigos cuando van a buscarlo para que regrese con ellos y sigan juntos su aventura…
         La deriva que toma la relación tóxica lleva a que el protagonista sufra una demencia que se representa en pantalla con unas técnicas de superposición y una puesta en escena avanzadísimas respecto de las que aparecen en una película impresionante sobre la locura del mismo Litvak, Nido de víboras(1948), o la famosa Recuerda(1945), de Hitchcock. Y hasta aquí llega el resumen de la historia; si bien lo verdaderamente importante de ella es el modo como Litvak,  través del uso de la luz va creando una atmósfera del mejor cine negro, no solo por las escenas del garito donde toca la orquesta, sino por los planos y contraplanos de unos personajes con muchísimas cuentas pendientes y con una violencia contenida a punto de desbordarse que genera una tensión electrizante. La jovial película de la alegre muchachada que busca abrirse camino en el mundo del show business va derivando poco a poco hacia un drama muy potente con ese trasfondo de la delincuencia que inscribe a la película, por derecho propio, en el cine negro. Y eso sí, si alguien quiere disfrutar con una interpretación soberbia, mayúscula, ahí está de la de la mujer fatal encarnada en la Betty Field a quien no hace ni dos días volví a ver, como madre dominante en Picnic, de Joshua Logan, tan excelente actriz como en las dos vistas recientemente, esta y El sureño.
         ¡Es una inmensa suerte que Filmin haya venido a sustituir a aquellos viejos programas de cine de La 2 en que se tiraba de archivo para ofrecernos auténticos clásicos inolvidables e imposibles de ver en las pantallas!

jueves, 10 de septiembre de 2020

«La mujer en la luna», de Fritz Lang o una obra de arte de la ingenuidad imaginativa. El origen, además, de la cuenta atrás espacial…


Entre las películas de espías y las de ciencia-ficción, La mujer en la luna es un hontanar cinematográfico del que han bebido desde Bergman hasta Kubrick, pasando, acaso, por Dreyer, Antonioni, Godard y Tarkovski… ¡Una joya insospechada!


Título original: Frau im Mond
Año:  1929
Duración: 165 min.
País: Alemania
Dirección: Fritz Lang
Guion: Thea von Harbou, Fritz Lang
Música: (Película muda)
Fotografía: Curt Courant, Oskar Fischinger, Otto Kanturek (B&W)
Reparto: Gerda Maurus, Willy Fritsch, Fritz Rasp, Gustav von Wangenheim, Klaus Pohl, Gustl Gstettenbaur, Tilla Durieux, Hermann Vallentin, Max Zilzer, Mahmud Terja Bey, Borwin Walth, Karl Platen, Margarete Kupfer, Alexa von Porembsky.

         He de reconocer que me he dejado seducir por la subyugante puesta en escena de esta película de Lang que reúne en una sola historia tópicos cinematográficos tan queridos como el científico loco y proscrito por la comunidad científica, cuyo manuscrito es buscado por una banda de malhechores, sabedores del potencial interés lucrativo del mismo; un excepcional viaje a la luna con intención de ajustarse a los avances científicos de su época, y un trío amoroso tan ambiguo como intenso. Todo ello aderezada con una estética minimalista en la interpretación, una imaginación desbordante para la parte técnica y escenas, como la persecución que emprenden el niño lector de tebeos de aventuras espaciales y el chófer del ingeniero protagonista, que recuerda en todo momento las últimas imágenes del Tintin de Spielberg, pero en 1929. Es decir, que la suma de ingredientes es lo suficientemente atractiva como para esperar lo que nos da: un peliculón. Eso sí, se han de tener ojos cosmológicos muy intensos para poder disfrutar de la ingenuidad, hoy un auténtico producto kitsch, de todo lo relacionado con la parte «técnica» de la película, porque, a pesar del enorme esfuerzo de lograr lo más cercano a la verosimilitud, la aventura espacial aún es más deudora de Meliès y de la serie B de películas espaciales que vendrán en los 40 y 50, que propiamente de los avanzadísimos efectos espaciales que nos sorprendieron tantísimo en 2001 Una odisea del espacio, de Kubrick. Pongamos por ejemplo la vara de zahorí con que el científico trastornado se lanza a buscar agua en la superficie lunar, una vez que descubre, al encender una cerilla, que hay oxígeno en la luna y puede desembarazarse de la escafandra de buzo con que había bajado a la superficie de nuestro satélite. No obstante, la cuenta atrás para el despegue de la nave, un espectáculo social radiado a todo el país, tuvo su origen en esta película de Lang.
         La historia es sencilla, un científico, el profesor Manfeldt,  defiende que en la luna no solo hay agua, sino inmensas cantidades de oro, lo que incita a los financiadores de la aventura espacial del protagonista a robar el manuscrito con las teorías del profesor y a plantear una negociación con el protagonista para que un hombre de la organización, Walter Turner, el villano por excelencia para Lang, el autor Fritz Rasp, el que robo los planos del ingeniero, vaya también en la nave espacial.
         Los dos compañeros del protagonista, que se acaben de prometer en matrimonio, son los otros candidatos para ir en el viaje. El protagonista, que está secretamente enamorado de la colega, una deslumbrante Gerda Maurus, actriz croata, en el papel de Friede Velten, sufre en silencio ese compromiso que se va a celebrar mientras se urden la trama del robo del manuscrito y de sus planos para hacer ese viaje a la luna.
         La película tiene dos partes bien definidas: la trama policiaca sobre el manuscrito del profesor y los planos del protagonista, el intermedio del despegue radiado y público de la nave, con unas tomas de los fotógrafos y del locutor excelentes, y el viaje a la luna propiamente dicho. Se acusaba a Lang de excesivamente premioso en la primera parte, pero, a mi entender, es una obra de arte del cine urbano de conjuras. La descripción de la miseria en la que vive el profesor proscrito científicamente, con ratón de compañía incorporado es impagable. Y no hay más que recordar la escena en la que le ofrece al protagonista, para cenar, su sillón cojo, que ha de calzar con libros para que uno pueda sentarse. Así mismo, el telescopio enfocado hacia el universo y la yacija donde duerme, amén de la ausencia de mobiliario en la casa, completan el retrato de dicha pobreza.
         El intermedio tiene que ver con la ceremonia del lanzamiento del cohete, un ritual muy pero que muy curioso, porque se les ocurrió nada más y nada menos que sumergir el cohete en un tanque de agua desde el que iniciaría el despegue, como así sucede. El interior de la nave casi solo es comparable a la versión rusa de Solyaris, de Lidiya Ishimbayeva y Boris Nirenburg, muy distinta de la de Tarkovski, y casi tan «ingenua», a todos los efectos,
técnicos y especiales, como esta de Lang. La retranmisión del lanzamiento casi como si de un concierto de un artista famoso se tratara tiene, sin embargo una poderosa actualidad, y las imágenes son muy potentes, como la del locutor que retransmite el acontecimiento por la radio e inicia la cuenta atrás para el despegue de la nave.
         La nave en sí, con las abrazaderas en el suelo y las agarraderas de autobús al alcance de la mano para vencer la falta de gravedad son tan encantadoras como las hamacas donde se van a atar las cintas de seguridad o los trajes de calle que llevan todos, con unos jerséis, ellos, por cierto, de actualísimo diseño. Un personaje, el villano, va caracterizado de tal manera que su flequillo recuerda poderosamente el del agitador, en aquel año de 1929, Adolf Hitler. Más adelante, cuando, en el transcurso del viaje, se descubre su doble personalidad, él fue el perpetrador del robo del manuscrito del profesor y de los planos del ingeniero, el actor realiza una remodelación de su apariencia y se convierte, casi por arte de magia, en el personaje que se presentó en casa del ingeniero como elemento de distracción y para guiar el robo de sus compinches. La escena trae a la memoria la variada caracterización de Sellers en la película de Kubrick: ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú. Una vez que han ido dejando atrás los diferentes módulos, acaban descubriendo, escondido en los trajes de buzo, al niño amante de los tebeos de aventuras espaciales, un elemento muy propio de un cine aún por venir, y que Lang plasma con un amor especial, porque él también era lector5 devoto de los tales. La presencia del niño, que ayudó en su momento al protagonista, cuando el robo, tendrá su importancia en el desenlace.
         La estancia en el arenal lunar, con unos planos extraordinarios de la soledad que rodea a los personajes, y con el Kitsch añadido del profesor zahorí a la búsqueda, con su varita detectora, de agua en la luna, no tiene precio. La sobriedad de los planos estáticos en que los personajes viven los momentos anteriores al despegue, tienen su reverso en la aventura lunar que se cobra la vida de… Ahí me detengo, por supuesto. Vale concluir, sin embargo, con la convicción de que a todos sorprenderá el desenlace y la seguridad de que se ha de tener poca imaginación para no disfrutar de la mucha que ha volcado en esta película Fritz Lang, en su despedida del cine mudo. Con lo aficionado que yo soy a las películas de monstruos y terror de la serie B, con ese encanto particular de sus deficientes pero ingeniosísimos efectos especiales, puedo garantizar que en la realización de Fritz Lang hay algo, no sé, casi como de operístico, como si sus imágenes hubieran sido creadas para que las acompañara la música de Strauss que luego acompañó las de Kubrick. En fin, no quiero acabar sin remitirme a los primeros planos de la imposible pareja protagonista, porque, alejados del histrionismo propio del cine mudo, constituyen casi un recital prebergmaniano. ¡Hay tanta pasión contenida en ellos!
         ¡A disfrutarla!
P.S. A otro tipo de crítica, acaso a la crónica de la vida artística, quedaría reservado el relato del estreno por todo lo alto que diseñaron Fritz Lang y la productora para el día del estreno en el UFA Palast am Zoo, teniendo a Albert Einstein de invitado especial, quien, a buen seguro, debió de reírse lo suyo con la ingenuidad científica de la película.La obra se estrenó en Usamérica con una reducción de metraje más que considerable. Pero esta versión original tiene mayores atractivos.