lunes, 29 de noviembre de 2021

«Spencer», de Pablo Larraín, un cuento de terror.

 

Prisionera de su fantasía; esclava de su realidad: La vida  tormentosa de Lady Di.

 

Título original: Spencer

Año: 2021

Duración: 116 min.

País: Reino Unido

Dirección: Pablo Larraín

Guion: Steven Knight

Música: Jonny Greenwood

Fotografía: Claire Mathon

Reparto: Kristen Stewart, Jack Farthing, Timothy Spall, Sally Hawkins, Sean Harris, Richard Sammel, Amy Manson, Ryan Wichert, Michael Epp, Wendy Patterson, Niklas Kohrt, John Keogh, Shaun Lucas, Marianne Graffam, Olga Hellsing, Jack Nielen, Ben Plunkett-Reynolds, Matthias Wolkowski, Oriana Gordon.

 

         Pablo Larraín de quien critiqué hace poco dos excelentes películas, Ema y El refugio, dirigió entre ambas Jacqueline, sobre la esposa de John Kennedy. Ahora, «repite», en cierto modo, la película, porque ha fijado su atención en un personaje que vivía extramuros del estrecho círculo familiar en el que entró como, en una historia de vampiros, para renovar con su sangre fresca las viejas momias arrugadas de la institución monárquica inglesa a la que, tras su divorcio, posterior emparejamiento con Dodi Al-Fayed y sorprendente muerte en accidente de coche en París, estuvo a punto de llevarse, poéticamente, por delante. De hecho, uno sospecha que esa muerte impedirá proclamarse rey al eterno príncipe Carlos —empeñado, no menos poéticamente, en superar en edad a su propia madre…— salvo para abdicar en el hijo de Lady Di, Guillermo. En cualquier caso, Larraín toma el personaje en un momento muy concreto, la celebración de unas Navidades con los Windsor al completo en un castillo que se convierte en un escalofriante espacio gótico para una cinta de terror en la que no faltan ni los fantasmas que recorren, bailando, los sombríos pasadizos o bajan a las frías cocinas adonde lleva de su mano la bulimia a la infeliz princesa para reponerse de sus vomitonas entre y tras las comidas con una sociedad secreta en la que no ha sido admitida y de la que están deseando marginarla, porque un divorcio del príncipe heredero supone, aun a pesar de su «historial» familiar, un descrédito del que les costaría recuperarse; pero la cosa fue, como todos sabemos, incluso con pelos y señales, mucho peor de lo que hubieran podido imaginar.

         Larraín escoge ese momento decisivo en la vida de la princesa en que ha de elegir entre un futuro que se anuncia como de inmersión tenebrosa en la locura o en la liberación, vía expeditiva del divorcio, de la trampa en la que su ingenuidad y bobaliconería anciene régim la metió, sin que hubiera ni siquiera sospechado cuáles eran los designios de la famiglia que la escogió como inversión publicitaria a la que incluso tantos años después de su muerte, aún le sigue sacando cierto partido, para lo  bueno, tener un heredero, y para la polémica, su hermano Harry.

         He de reconocer que en la serie The Crown los episodios relativos a Lady Di son muy buenos, y, en cierto sentido, le habrá costado a Larraín distanciarse de ellos, porque no puede ser que no los haya visto. En este sentido, el abordaje de Larraín tiene una estructura muy bien definida y abre y cierra la historia de un modo brillante, al estilo del cierre de esos cuentos cortazarianos que tanto nos gustan.

         La anécdota es la reunión familiar navideña que se abre con la metáfora, bien traída, de la Princesa que se ha perdido con su descapotable por esos enrevesados caminos rurales ingleses hasta que el cocinero de la mansión la orienta para descubrir que tiene el palacio a tiro de piedra. Pero lo que ella ve es un espantapájaros al que despoja de la chaqueta para llevársela con ella y ordenar al servicio que la limpie. Aparentemente, ese gesto abona la tesis, que se confirmará con otros actos suyos posteriores a lo largo del desarrollo de la película, del desequilibrio mental de Diana, y. en efecto, apenas entra en la mansión ya choca con esa suerte de Caronte que viene a representar, con el pesaje de los miembros de la familia real, el óbolo mediante el cual tienen acceso las almas al Hades. Porque lo que representa para Diana ese castillo es, en efecto, un infierno, con el colorido inframundo de la tentación de los platos con que saciarse tras las vomitonas. Que le retiren la compañía de una sirvienta con quien ella se lleva especialmente bien forma parte de esas adversidades que, a modo de invitaciones al descontrol, va recibiendo de parte de la familia, como la entrevista que mantienen ambos esposos, con una mesa de billar por medio y un elemental sentido figurado al alcance de todos los públicos.

         Especialmente interesante es el abismo que hay entre la concepción que sobre la educación de los príncipes Guillermo y Harry tienen los esposos y que se resolverá al final de la película, del cual no adelanto nada porque corona estupendamente la estructura narrativa  tan sólida que ha construido Larraín. Columna vertebral de este episodio postrero del matrimonio de Lady Di es la lectura de una biografía sobre Ana Bolena y su trágico destino, lectura que Diana hace desde una perspectiva que ningún otro mortal puede tener, razón por la cual forma parte del tejido narrativo y tiene, también su culminación en el último plano que cierra la película. Entre esos fantasmas que recorren los lóbregos espacios del castillo no falta, por supuesto, el de la desdichada Ana Bolena, que juega un papel determinante en el desarrollo de la trama. La relación con los hijos, y el mayor ya percibe que su madre tiene comportamientos que se apartan terriblemente de la normalidad, es un capítulo importante en la película, porque está en juego si ambos han de someterse a los exigentes dictámenes de la famiglia o ella puede tener un papel decisivo en su formación. Todo ello se va preparando, adecuadamente, para que, al final, todas las líneas argumentales de la historia coincidan en ese final.

         He de confesar que a mí, personalmente, el «personaje» de Diana Spencer siempre me ha parecido un triste caso de alienación romántica mal entendida, al que ella se prestó con toda la ingenuidad e inexperiencia de sus muy pocos años, y, aunque convertida en mito popular, tuvo, sin embargo, los arrestos suficientes como para huir de esa jaula dorada y recobrar la libertad a la que cualquier persona libre, en una democracia, tiene absoluto derecho. Hay en su historia, por tanto, un antes y un después marcados por su determinación de, mediante el divorcio, poner tierra de por medio con ese infierno de lujo, etiqueta y frialdad que representaban para ella los Windsor, y del que hemos tenido oportuno conocimiento crítico mediante la excelente serie de The Crown. En Spencer la famiglia queda en un segundo plano, homogénea toda ella como los oscuros de los caravaggios, quizás para resaltar con mayor precisión la lucha contra la insania de quien acabó convirtiéndose en una heroína popular, y merecimientos para ello había hecho, desde luego.

         La realización de Larraín saca un partido extraordinario de la puesta en escena, porque hay en los espacios de dicha dinastía una relación muy estrecha con su propia manera de concebir las relaciones humanas. En ciertos momentos, la sátira adopta un aire de comedia bufa, casi esperpéntica, que contrasta fuertemente con el drama personal de la protagonista, sometida a un carrusel de emociones y de desesperaciones que pueden acabar con la estabilidad psíquica de cualquiera. En este sentido, y desde el inicio tan metafórico de la película, asistimos a un crescendo en el que apenas ha lugar para tiempo muerto ninguno y sí para revelaciones, como la de la ayudante personal suya, capaces de hacerla reconsiderar cómo es la verdadera vida frente al estereotipo familiar que, supuestamente, estaba obligada a aceptar. No hay, con todo, afán justiciero ninguno en el punto de vista de Larraín, y a pesar de la invitación constante a la delimitación de responsabilidades, dado que, al fin y al cabo, estamos ante la protagonista de lo que se acabaría convirtiendo en una tragedia, la película se nos ofrece desde el afligido y conflictivo puno de vista de la protagonista, porque, en la mezcla de géneros que utiliza Larraín, también podemos ver Spencer como una película de evasión carcelaria, por supuesto.

         Como me decía mi Conjunta, Spencer es una película que te va gustando más a medida que vuelves sobre ella, después de haberla visto, y sí, tiene razón. La interpretación de Kristen Stewart es espléndida y favorece mucho la verosimilitud de lo narrado, por supuesto, aunque conviene no olvidar personajes secundarios, como el del mayordomo Timothy Spall, o su ayudante y confidente encarnado por la eficacísima Sally Hawkins.

sábado, 27 de noviembre de 2021

«How to Be Very, Very Popular», de Nunnally Johnson, nunca estrenada en España.

 


Una comedia disparatada llena de gags magníficos e irreverencias con aguda perspicacia crítica, a cargo del guionista de Las uvas de la ira y director de Las tres caras de Eva

 

Título original: How to Be Very, Very Popular

Año: 1955

Duración: 89 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Nunnally Johnson

Guion: Nunnally Johnson, Howard Lindsay, Lyford Moore, Harlan Thompson. Novela: Edward Hope

Música: Cyril J. Mockridge

Fotografía: Milton R. Krasner

Reparto: Betty Grable, Sheree North, Robert Cummings, Charles Coburn, Tommy Noonan, Orson Bean, Fred Clark, Charlotte Austin, Alice Pearce, Rhys Williams, Andrew Tombes, Noel Troy, Emory Parnell, Harry Carter, Jesslyn Fax, Jack Mather, Michael Lally, Milton Parsons, Janice Carroll, Joan Holcombe, Iona McKenzie, Howard Petrie, Harry Seymour, Jean Walters, Stanley Farrar, Willard Waterman, Anthony Redondo.

 

         Empecemos con dos afirmaciones atrevida: esta comedia es un claro y parcial precedente de Con faldas y a lo loco, de Billy Wilder  y una parte de su banda sonora fue la inspiración de Mancini para el tema de La pantera rosa, de Blake Edwards… y a la película me remito. Ese carácter primicial de How to Be Very, Very Popular, no le concede a esta ningún mérito especial, más allá de los propios, que no son pocos, aunque en modo alguno puede competir con esas dos obras magníficas que son muestra acabada de la mejor comedia usamericana de todos los tiempos, especialmente la de Wilder. Con todo, y dentro de un género tan peculiar como el de la comedia alocada, la screwball comedy, tan cercana al espíritu surrealista que invade una realidad común, transformándola de tal manera que aceptamos que todo tenga sentido por disparatado que sea, esta película de Nunnally Johnson tiene méritos que quizás no se supieron ver en su momento, aunque, a juzgar por las críticas de IMDB, tampoco en nuestros días. En FilmAffinity ni siquiera tiene espectadores que la hayan visto o criticado, salvo servidor, que la ha calificado como se merece, porque si una película te arranca la carcajada uno ha de estar ultra agradecido a esa historia y a su director. He de decir que el  crescendo del encadenamiento de absurdos es de tal naturaleza que la película acaba teniendo un ritmo vigoroso que no decae en ningún momento: no hay tiempos muertos en esta comedia (¡algo imperdonable en cualquier de ellas, sea disparatada o no!) y sí unos comediantes de tanta envergadura como  Charles Coburn y Fred Clark, dos auténticos pesos pesados del género. Esta película, a pesar de los buenos ratos que deparará a quien se siente a verla (está disponible en YouTube) con ganas de reírse, que es actividad revitalizadora donde las haya, es conocida por haber sido rechazada por Marilyn Monroe, a quien los estudios que la tenían contratada castigaron con un año de inactividad por negarse a hacerla. La sustituyó una espléndida Sheree North, pero he de confesar que, como hipnotizada, estado en el que el personaje está casi toda la película, Marilyn le hubiera conferido una dimensión cómico-erótica a la que la escogida, a pesar de su competencia y buen hacer, no llega. Llámenme «exigente», pero hay algo en el rostro de Marilyn que Sheree North es incapaz de expresar.

         La historia comienza en un cabaret en el que dos bailarinas de «danza interpretativa» deciden salir por piernas y en traje de actuación, más un abrigo que las cubre por entero, después de que un psicópata haya disparado contra la artista de strip-tease, matándola en el acto. El autobús las deja en la localidad hasta donde cubría el importe con que sacaron el billete, Bristol,  y, tras muchas horas sin comer, aciertan a refugiarse de una intensa lluvia junto a la ventana de una residencia universitaria. La inmortal Betty Grable, aquí Stormy Tornado…, en su última aparición en el cine, se adentra en la residencia y acaba en la habitación de un estudiante cuarentón que tiene un plato de pollo frito, al que es inmediatamente invitada. Cuando se acuerda de su compañera, esta ya había entrado y se había detenido en la puerta de una habitación en la que un estudiante de psicología está intentando hipnotizar a un compañero de universidad que ha sido expulsado por conducta indecorosa, pero quien acaba resultando hipnotizada es la bailarina. A partir de ese momento, y dado que el estudiante no asistió a la segunda conferencia del ciclo, en la que se explicaba cómo se sacaba al hipnotizado de su trance, la bailarina continuará en ese estado casi el resto de la película, porque solo al final, con otro terremoto, saldrá del «encantamiento». Al mismo tiempo, el rector recibe una carta del alumno expulsado en la que le dice que acudirá a la fiesta de graduación de su hijo. Cuando el padre llega al aeropuerto, una ráfaga de aire le arrebata el sombrero y se lo lleva tan lejos que no pierde el tiempo en ir a buscarlo. Como en las comedias no se dan puntadas sin hilo, uno se pregunta a cuento de qué viene ese capricho de que pierda el sombrero. El espectador solo saldrá de la duda cuando se acerque el final y se descubra lo que se tiene que descubrir, que el asesino de la bailarina de striptease es calvorota…, y que se presenta en la ceremonia de graduación para completar su obra psicopática aun rodeado de policías… Por el medio, está claro que los gags se suceden de un modo a veces casi vertiginoso y que los diálogos, al menos en inglés, exigen un oído alerta para que no se escapen en réplicas tan ingeniosas como rápidas, como la de Yvonne De Carlo, un guiño de complicidad entre gente de la profesión, por ejemplo.

         En resumidas cuentas, porque los gags se han de ver, no de leer, esta excelente obra debería de tener la excelente acogida del público que creo que merece, el único modo de que, poco a poco, vaya escalando en la estimación popular para ocupar ese lugar de honor que merece, no solo como antecesora de dos obras maestras, sino porque las interpretaciones y las situaciones creadas por la trama lo ameritan. Es cierto que lo del humor es algo muy personal, y que unos se ríen con lo que a otros aburre y viceversa, pero lo que me parece innegable es que la construcción de ciertos gags y su eficacia puede evaluarse al margen de nuestro particular sentido del humor. La escena de la colocación de las sillas en el auditorio, por parte de Jerry Lewis en El botones, la primera película/obra maestra que dirigió Lewis, forma parte del cuadro de honor de los gags del cine cómico de todos los tiempos, y a esa objetividad apelo.

 

miércoles, 24 de noviembre de 2021

«El día de los forajidos», de André De Toth, «westernista» tuerto...

  El verdadero sentido del marbete «crepuscular» para los westerns o de cómo ninguna película más tenebrosa que la llena de nieve… 

Título original: Day of the Outlaw

Año: 1959

Duración: 96 min.

País: Estados Unidos

Dirección: André De Toth

Guion: Philip Yordan

Música: Alexander Courage

Fotografía: Russell Harlan (B&W)

Reparto: Robert Ryan, Burl Ives, Tina Louise, Nehemiah Persoff, Jack Lambert, Alan Marshal, Elisha Cook Jr.

 

         Aunque temáticamente distan mucho, mientras veía esta exhibición de concisión narrativa, creación de una atmósfera morbosa y magnífico duelo de interpretaciones de dos personajes crepusculares, el pistolero justiciero y el viejo militar convertido en bandido, me venía constantemente a la memoria otro peliculón en el que la nieve es personaje central: El rastro de la pantera, de William A. Wellman, y di en pensar que elemento tan asociado a la pureza, a lo inmaculado,  como la nieve, era, en estas dos películas, el paisaje más tenebroso que concebirse quepa. El día de los forajidos bien podría considerarse un western de serie B, porque la acción transcurre en un poblado de una veintena de casas y se centra en la necesidad de un grupo de bandoleros de atender a su jefe, el inmenso Burl Ives, herido gravemente de bala, la cual tiene alojada en el pecho; apenas tiene decorados de mérito y muy pocos extras, dados los pocos vecinos que se alojan en esas pocas casas. De salir con vida de la intervención, el jefe  promete que  seguirán su camino y que nadie recibirá daño alguno. Para asegurarse, lo que hacen es tomar el control del pequeño pueblo y garantizar que nadie saldrá de él, que todas las armas de que disponían han sido eliminadas y que el veterinario, porque no tienen Doc, le extraerá la bala al jefe. Las órdenes del militar son expeditivas, ni alcohol ni abuso de las mujeres, que son los dos objetivos tras de los que van sus hombres así que entran en el villorrio. Se genera, así pues, una situación en cierto modo parecida a la de Horas desesperadas, de William Wyler, que critiqué hace bien poco en este Ojo y que parece haber servido de modelo argumental para la presente. Encerrados en una las sencillas casas de la pequeña localidad, que hace las veces de hotel y saloon, comienza a tejerse un clima de desasosiego que conducirá a una suerte de rebelión contra el jefe por parte de sus secuaces, porque no han dado un golpe de muchos miles de dólares para no poderse permitir el lujo de disfrutar de la bebida y del sexo, aunque sea por la fuerza.

Antes de la situación de secuestro que define la historia, la película se abre con la narración del enfrentamiento entre un ganadero y un agricultor que ha decido vallar sus terrenos para impedir el paso del ganado que le destroce sus cosechas. Se da el caso, además, de que el agricultor se ha casado con quien fuera la novia del ganadero, antiguo hombre de armas que liberó a la población del asedio de los bandidos como los que ahora se han apoderado de la villa. Y esas dos vías narrativas operan simultáneamente incluso tras la invasión de la banda de forajidos, aunque de las posiciones iniciales, que incluyen el ofrecimiento de la mujer de volver con el ganadero si renuncia a ajustar cuentas con su marido, a quien quiere proteger a toda costa, la situación sufrirá una evolución que solo han de descubrirla los espectadores. En todo caso, no revelo nada del otro mundo si adelanto que el ganadero, un curtido Robert Ryan en la cima de su carrera —fue nominado al Oscar al mejor actor de reparto, algo a todas luces injusto, dado su protagonismo indiscutible en la cinta—, llegará a un pacto de caballeros con el militar renegado, si bien el mismo estará sometido a todo tipo de conatos de rebelión por parte de los hombres de su partida sedientos y excitados ante la posibilidad de abusar de algunas mujeres hermosas. El pacto del jefe con sus hombres incluye una suerte de compensación alternativa: la celebración de un baile que les permita desfogarse dentro de un «orden». La película está llena de secuencias estupendas, pero esta del baile, con una música machacona de zanfoña y gaitas es de lo mejorcito que he visto últimamente; en ese haber ha de contabilizarse también la extracción de la bala por parte del tembloroso veterinario sin que medie anestesia y sin que el militar exhale la más mínima queja por la carnicería de que está siendo víctima. El verismo de la película nos ofrece, en consecuencia, un repertorio de crudas secuencias que otorgan a la cinta un carácter realista que va más allá de cualquier tentación de endulzamiento o de idealización. La galería de personajes depravados es tan excelente que la historia y los planos, sobre todo los primeros de esos rostros castigados por la abstinencia, generan, se quiera un no, un desasosiego en el espectador que permite al director ir modulando una suerte de crescendo dramático del que se beneficia la película. Hay lugar, en efecto, para la irrupción del bien, aunque en las dosis necesarias para no desvirtuar el retrato de la maldad integral que se apodera de la pantalla, y que incluye una lucha a puñetazos difícil de olvidar. De Toth había sido cinematografista, antes de devenir director, de ahí que use la nieve con un sentido de la composición estética que deslumbra al espectador, sobre todo en el último tramo de la película, en la que hay escenas verdaderamente impactantes, pero eso se ha de ver, no se puede recontar, porque ninguna descripción hace justicia a esas imágenes en la nieve a través de montañas, una nieve que tiene más de tenebrosa amenaza que de esperanza de futuro bienestar, una vez alcanzado el camino de la «civilización». Esas secuencias sí que son en todo momento parangonables con las de El rastro de la pantera.

Llama la atención cómo se produce una suerte de extraño «pacto de caballeros» entre el ganadero y pistolero justiciero y el militar convertido en forajido, no obstante,  hay en ambos un sentido innato del honor y de lo que este impone y exige que no existe, sin embargo, en los secuaces del militar, y de ahí las tensiones que se viven a lo largo del desarrollo de la historia. Mínima, si bien con una densidad dramática espectacular.

Por más películas que uno vea, a veces le cuesta entender cómo se produce el milagro de una obra perfecta con unos medios limitados, pero El día de los forajidos no es la crónica de un secuestro, sino una batalla moral que determina el curso de los acontecimientos. Se suele hablar de «economía de medios», aunque, en este caso, yo prefiero hablar de concentración e intensidad, y de cómo De Toth ha sabido extraer de un paisaje nevado y unas casas aisladas un drama que bordea constantemente la tragedia. Si se cae en ella o no es algo que decidirá el espectador, por supuesto.

 

Lista de «éxitos»…

 


Sobre gustos…

Con gran sorpresa he buscado en el ingente archivo de críticas de este Ojo, casi ciclópeo ya, a juzgar por las más de mil películas criticadas, cuáles han sido las que más entradas han recibido —aunque no soy tan ingenuo como para creer que todas ellas se corresponden con lecturas efectivas, claro— y no he podido por menos que maravillarme de cómo ha sido posible que, tras haber criticado obras mayores de Bergman, Dreyer, Ford, etc., haya resultado una clasificación como la que a continuación reseñaré. Los caminos de los espectadores son mucho más enrevesados que los del altísimo, por supuesto, y uno se hace cruces de que ciertas películas mediocres atraigan la atención masiva del público y otras, geniales, pasen prácticamente desapercibidas. ¡Misterios de la comunicación audiovisual que no están lejos de esos otros misterios, no menos audiovisuales, del éxito de algunos políticos —y ahí están Trump y Johnson, que no me dejarán mentir— y la indiferencia ante otros de más fuste y seriedad!

Hela (la lista)

1.      Shadowman

https://elojocosmologicodejuanpoz.blogspot.com/2019/01/shadowman-de-oren-jacoby-el-reverso-de.html

2.      Un ángel pasó por Brooklyn

https://elojocosmologicodejuanpoz.blogspot.com/2017/12/neorrealismo-magico-y-poetico-un-angel.html

3. La hija del predicador

https://elojocosmologicodejuanpoz.blogspot.com/2018/12/la-hija-del-predicador-de-martin.html

4.The one I love

https://elojocosmologicodejuanpoz.blogspot.com/2019/04/the-one-i-love-de-charlie-mcdowell-un.html

5.Canciones del Segundo piso

https://elojocosmologicodejuanpoz.blogspot.com/2019/05/canciones-del-segundo-piso-de-roy.html

6.En la playa de Chesil

https://elojocosmologicodejuanpoz.blogspot.com/2018/12/en-la-playa-de-chesil-de-dominic-cooke.html

7.El ingenuo salvaje

https://elojocosmologicodejuanpoz.blogspot.com/2016/10/el-ingenuo-salvaje-de-lindsay-anderson.html

8.No matarás

https://elojocosmologicodejuanpoz.blogspot.com/2020/01/no-mataras-de-krzysztof-kieslowski-una.html

9.El unicornio

https://elojocosmologicodejuanpoz.blogspot.com/2017/01/por-hermes-que-se-bebio-fumo-e-inyecto.html

10.La propera pell

https://elojocosmologicodejuanpoz.blogspot.com/2016/10/la-identidad-el-medio-la-memoria-y-la.html

Lo confieso, es una lista de «éxitos» capaz de desconcertar al más pintado. Renuncio a la formulación de hipótesis que nos ayuden a comprender cómo ha sido posible una lista tan absolutamente heterogénea, porque está claro que ni son todos los que están …(retruécano). Digamos que los lectores son soberanos y yo me limito a constatar, de momento, y dada la escasa (pero selecta) atención lectora que recibe este empeño crítico, sus gustos. Hasta ahí, por lo tanto, nada que objetar.

Algo muy diferente es que me lanzara a hacer una crítica de esos gustos, pero pecar de descortés y desagradecido no está entre mis muchos defectos. Quizás lo propio fuera que yo hiciera mi propia lista, aunque ello iba a llevarme tanto tiempo y tan sesudas elucubraciones que, de momento, prefiero atenerme a la cantidad ajena que a la calidad subjetiva de mis preferencias. Dejo constancia de que es una poderosa tentación a la que es posible que no logre hurtarme, sin embargo,  ahí lo dejo, como apunte de intenciones. En todo caso, los pocos lectores de este Ojo sí que son muy dueños de elaborar la suya propia de entre todas las aquí publicadas, y para mí, lo adelanto, sería muy placentera lectura, ¡y acaso provechosa!, porque la valoración de las películas exige también un cierto consenso para soslayar la inevitable parcialidad de la que nacen dichas clasificaciones.

Y hasta aquí la breve «noticia» de una parte de los entresijos de este Ojo, siempre abierto a la belleza, perfecta o imperfecta, del séptimo arte.

 

lunes, 22 de noviembre de 2021

«Los duelistas», de Ridley Scott, el más prometedor de los comienzos…

El «odio fou» o los escenarios de la fijación: una ópera prima deslumbrante.

 

Título original: The Duellists

Año: 1977

Duración: 101 min.

País: Reino Unido

Dirección: Ridley Scott

Guion: Gerald Vaughan-Hughes. Novela: Joseph Conrad

Música: Howard Blake

Fotografía: Frank Tidy

Reparto: Keith Carradine, Harvey Keitel, Edward Fox, Albert Finney, Cristina Raines, Robert Stephens, Tom Conti, Diana Quick, John McEnery.

 

         ¡Qué ganas tenía de volver a ver Los duelistas, después de lo mucho que me impactó en la juventud esta suerte de western extraño en el que el escenario pesa tanto como la propia rivalidad de dos hombres, sobre todo de uno de ellos, que ha hecho de la «cuestión de honor» una suerte de asunto religioso que no admite componendas, paripé ni transacciones de ningún tipo! En su momento no caí en ello, a pesar de mi inveterada afición al cine, iniciada en la niñez, pero mientras volvía a verla no dejaba de hacerme una pregunta tan recurrente como la repetición de los enfrentamientos de estos dos duelistas franceses: ¡qué capacidad de seducción tan enorme no hubo de tener Ridley Scott para convencer a los productores de que invirtiesen tantísimo dinero en una ópera prima que, además, parecía dirigida a un sector muy minoritario de la audiencia, dado el desarrollo argumental, el minimalismo del tema y el esteticismo asociado a unos exteriores de marcado cariz romántico, como la lucha final en las ruinas! La respuesta, sin embargo, choca muchísimo con la idea de la gran superproducción: No llegó ni al millón de dólares la producción, básicamente de la Paramount, pero lo que sí se cumplió fue el fracaso de taquilla. Solo con la relativamente reciente edición en DVD, la compañía ha recuperado el dinero que invirtió hace tantísimos años. ¿Cuál fue el secreto? La experiencia de Scott en el mundo de la publicidad, lo que le da un dominio de la puesta en escena tan apabullante que aparenta el gasto que no hubo. De esos orígenes publicitarios, de los que Scott está tan orgulloso, proviene la estructura de la película, en forma de breves cortos que suceden en espacios distintos para marcar los enfrentamientos que a lo largo de 15 años los dos oficiales napoleónicos mantuvieron, un auténtico tour de force en el que empeñan algo más que su integridad física, porque, al menos a D’Hubert (Keith Carradine) no deja de planteársele como un insoluble enigma la obcecación, fijación y determinación asesina de Feraud (Harvey Keitel). En ese largo proceso de enfrentamientos, D’Hubert acaba muy maltrecho, físicamente, y Feraud, por su extrema lealtad a Napoleón, a punto de ser ejecutado, muerte de la que es salvado por la intercesión de su contrincante, lo cual aún espolea con mayor intensidad la voluntad ciega de Feraud de batirse con él para «dejarlo en el sitio».

         La estética de la película, al menos por lo que se refiere a los interiores, es deudora total de una película que, a ese respecto técnico, marcó un antes y un después, Barry Lyndon, de Stanley Kubrick. Los exteriores, concienzudamente buscados para potenciar desde su belleza el absurdo de la intención deletérea de los combatientes, son de una belleza extraordinaria y tienen un peso específico de capital importancia en el desarrollo de la relativamente monótona acción, aunque los enfrentamientos, en esos escenarios, se convierten en una suerte de dramático ballet de esgrima que cautiva la atención del espectador. No hay más que recordar la escena de la campaña napoleónica en Rusia para percatarnos del mimo con que se han cuidado todos los detalles de la puesta en escena, de modo que Scott consigue un impacto poético notabilísimo. Ese es el gran contraste de la película. Por en medio hay varias historias de pasiones soldadescas de las de un amor en cada país, sin excluir los de pago, pero incluso a los fieros militares franceses que aterrorizaron media Europa les llega el tiempo del sosiego y la vida doméstica. Eso le ocurre a D’Hubert cuando su hermana le organiza un casamiento que es de su entero agrado. La escena de la declaración, mientras él intenta controlar los impulsos de su caballo, tiene un cariz cómico que no aparece, salvo muy parcialmente, en el resto de la película, cuya acción gira única y exclusivamente en torno a las oportunidades de que pueden disfrutar ambos contendientes para batirse en el campo del honor.

         La estructura de pequeñas miniaturas preciosistas le quita, es cierto, agilidad narrativa a la película, aunque gana en profundidad estética, de modo que la fotografía de Frank Tidy adquiere un protagonismo determinante en el desarrollo de la misma, y recuerda notablemente a algunas de las películas de asunto histórico de Eric Rohmer, como La marquesa de O  o La inglesa y el duque, por ejemplo. Tidy formaba parte del equipo con el que trabajó Scott en el cine publicitario, lo cual debió de permitir un entendimiento cuyo fruto a la vista está, para deleite de los espectadores.

         Estamos ante la ópera prima de Scott, pero creo que pocas hay tan prometedoras como la suya, porque en modo alguno lo parece, sino lo contrario, una obra de madurez a la que se ha llegado tras no pocas horas de rodaje. En el caso de Scott esa experiencia fue adquirida, sin embargo, en la publicidad. Cualquier aficionado a bucear en este Ojo sabe lo mucho que me interesan las óperas primas de los cineastas, y hasta he llegado a pensar en exportar todas las críticas de las mismas a un blog complementario de este Ojo. No sé. Todo a su debido momento. En cualquier caso, lo determinante es que esta película deslumbrante le abrió a Scott las puertas para ulteriores producciones con una entidad mayor, aunque no siempre con resultados como los de este brillante inicio suyo.

         La película sigue fielmente la historia de Joseph Conrad, una novela corta que llegó a tener tres títulos, basada a su vez, al parecer, en una historia real y documentada, algo que, intuitivamente, se puede percibir en el carácter demasiado humano de esa fijación absurda, capaz, sin embargo, de condicionar, de algún modo, la existencia de una persona. Podríamos hablar, en cierta manera, de un carácter narcisista alimentado por la violencia de su obsesión. Tampoco es descartable pensar esta relación de los contendientes como una deturpación del entusiasmo romántico, dada la melancolía que provoca en el protagonista, Feraud, la contrariedad final de sus fieros deseos.

         Las interpretaciones de, en aquel año, dos jóvenes actores como Carradine y Keitel son magníficas, sobre todo la del oscuro y enrevesado anímicamente Feraud (Keitel), soberbio en todo momento.

domingo, 21 de noviembre de 2021

«Mr. Jones», de Agnieszka Holland, autora de «Europa, Europa»…

Un retrato fidedigno de la hambruna ucraniana (Holodomor en ucraniano), considerada parte del genocidio de Stalin, y descubierta para el mundo de la prensa libre por un periodista gales, Gareth Jones.

 

Título original: Mr. Jones

Año: 2019

Duración: 114 min.

País:  Polonia

Dirección: Agnieszka Holland

Guion: Andrea Serdaru Barbul

Música: Antoni Lazarkiewicz

Fotografía: Tomasz Naumiuk

Reparto: James Norton, Vanessa Kirby, Peter Sarsgaard, Joseph Mawle, Kenneth Cranham, Michalina Olszanska, Beata Pozniak, Celyn Jones, Richard Elfyn, Krzysztof Pieczynski, Edward Wolstenholme, Christopher Bloswick, Oleh Drach, Patricia Volny, Julian Lewis Jones, Billy Holland.

 

         Si Europa, Europa nos dejó clavados en la butaca por la inteligencia con que su autora exploró un caso singular de impostura durante la época nazi para sobrevivir, desde la condición de judío, a aquella barbarie racista, la presente película, Mr. Jones, vuelve a escoger un régimen dictatorial y genocida para contarnos la historia de un periodista de los que ya no se estilan, desgraciadamente, en nuestros días, que descubrió, arriesgando su propia vida para ello, la hambruna que asoló Ucrania y que dejó un saldo de entre millón y medio y cuatro millones de víctimas, aunque otras fuentes lo elevan hasta los doce millones. El planteamiento narrativo e ideológico es tan simple como la propia brutalidad de los hechos, porque esa hambruna se produjo cuando se iniciaron, por vía expeditiva, las colectivizaciones agrarias: se va a contrastar el lujo y la opulencia de las clases dirigentes con la hambruna sufrida por el pueblo. A ese respecto, ninguna secuencia tan elocuente como la del tren, cuando el periodista galés viaja a Ucrania en compañía de un alto cargo del Partido y se le ocurre abrir una puerta de otro vagón del tren y descubre, con horror, un mundo en blanco y negro frente al lujo luminoso del otro vagón, y en ese vagón grisáceo una naranja, luminosa como un sol en el ocaso, es mirada por los viajeros como el bien más preciado sobre la Tierra. Gareth Jones fue un periodista cuya madre había vivido en Hughesovka , ciudad fundada por el industrial galés John Hughes, como institutriz de sus hijos, ciudad que fue rebautizada como Stalino en la época del dictador. Su madre quiso que aprendiera el ruso, y gracias a ese conocimiento se desplaza a Moscú con la intención de entrevistar a Stalin, para renovar el éxito periodístico que había tenido, meses atrás, cuando se coló de rondón en el avión que llevó a Hitler a Frankfurt tras ser nombrado canciller y ofrecer la primera entrevista del canciller. En Moscú se cruza con un renombrado escritor al servicio de la propaganda del Partido hacia Occidente, Walter Duranty —encarnado a la perfección por Peter Sargsgaard—, cuyas crónicas en el New York Times le valieron un Pulitzer, si bien el diario ha reconocido que su negación de la hambruna en Ucrania fue una de las peores manchas en el historial del diario, y aunque hubo llamamientos para que le retiraran el Pulitzer a Duranty, tal cosa aún no ha sucedido. Ya veremos si esta película lo logra…

         Jones inicia, pues, su viaje, como un testigo «dirigido» por el Partido, pero tan pronto como logra escaparse de ese férreo control y decide descender en la actual Donetsk, pero en aquellos días Stalino —ahí hay un fallo de documentación, y la referencia parece estar pensada más en términos de identificar el lugar para los espectadores actuales que en los de ser fieles a los datos: se conoce a la ciudad por su nombre de Donetsk desde 1961, que fue rebautizada por Nikita Jrushchov—, comienza un viaje al centro del horror que, en un paisaje nevado y espectral, va a ir en un in crescendo difícilmente soportable. Ser conscientes de que todos esos sucesos eran sistemáticamente negados por Stalin y su camarilla, y por acomodados «compañeros de viaje» como Duranty, constituye un contraste que deja al espectador al borde del colapso. Que el periodista sea conocedor de primera mano del canibalismo con que se intentaba sobrevivir a la hambruna nos deja estupefactos. Con anterioridad, en ese paisaje, hemos asistido, sobrecogidos, al desfile tenebroso de la carreta de la muerte que va recogiendo los cadáveres en la nieve, y me ahorro otro horror en esa misma secuencia porque almas muy sensibles serían incapaces ya de sentarse a ver esta película-documento que, sin embargo, me parece de necesaria visión. Sobre todo tras haber comprobado la banalidad con que dirigentes actualmente en el gobierno siguen glorificando un régimen criminal como el de la URSS que, ¡afortunadamente!, ha sido condenado en estricta igualdad de condiciones con el régimen nazi por las autoridades europeas; pero se ve que Spain is different, ¡aún!

         La peripecia del periodista por ese paisaje devastado es difícil de soportar, y la directora no se recrea excesivamente en él, pero sí es cierto que nos ofrece una visión muy próxima, íntima, de cómo Jones, por amor a la veracidad de los hechos y a su responsabilidad como periodista, se expone a perecer en el intento. Como se le cerraron las puertas del periodismo y de la política —después de su entrevista con Hitler había llegado a ser asesor para asuntos exteriores de quien fuera años antes Prime Minister, David Lloyd George,  Jones consiguió publicar su reportaje en las páginas de los diarios de Randolph Hearst, lo que suscitó una controversia en la que Duranty, desde su poderosa situación, logró salir airoso y convencer a los poderosos poco menos de que Jones había escrito un reportaje sensacionalista y mentiroso. Infatigable en su labor de periodista apegado al terreno de los acontecimientos, y tras serle prohibida la entrada en la URSS, Jones se interesó por los conflictos en Oriente y acabó siendo asesinado a instancias del régimen soviético, al decir de todas las fuentes.

         Reservo para el final un detalle estructural de la película que podría equivocar a los espectadores, porque cuando Jones habla de volver a donde vivieron sus padres, en Ucrania, la película nos ofrece un contrapunto con la redacción, en Inglaterra, de una novela que denunciaría de una vez por todas el totalitarismo soviético: Animal Farm, y su autor, George Orwell, aparece físicamente en la película porque comparte editorial con Jones y el editor reúne a ambos. Conviene decir, no obstante que ya en aquellos años de incipiente denuncia del régimen asesino soviético, aún se suscita en algunos intelectuales la «duda» de si semejante denuncia no deja sin esperanza al proletariado de Occidente para cambiar el ominoso sistema de explotación capitalista, que en Inglaterra conocen a la perfección desde los inicios de la Revolución Industrial.

         En todo caso, la película es honesta e impactante, y conviene no solo verla, sino difundirla, para ver si de una vez por todas, se instala en la conciencia social de nuestro país que la URSS y la ideología que la creó son flagrantes aberraciones en el camino de la justicia social.

 

 

 

 

 

 

sábado, 20 de noviembre de 2021

«Enemigos, una historia de amor», de Paul Mazursky o el enamoramiento fatal.

Una historia de pasiones, desamores, engaños y apariciones en el marco de la comunidad judía neoyorquina: el mundo de Singer, Roth y, al fondo, el recuerdo de Allen…

 

Título original: Enemies: a Love story  

Año: 1989

Duración: 120 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Paul Mazursky

Guion: Roger L. Simon, Paul Mazursky. Novela: Isaac Bashevis Singer

Música: Maurice Jarre

Fotografía: Fred Murphy

Reparto: Ron Silver, Anjelica Huston, Lena Olin, Malgorzata Zajaczkowska, Alan King, Judith Malina, Paul Mazursky, Rita Karin, Phil Leeds, Elya Baskin, Henry Bronchtein, Tyrone Benskin, Rummy Bishop.

 

         Un traumatizado superviviente del Holocausto convive en Manhattan con la criada polaca que lo ayudó a sobrevivir, escondido,  en el altillo de una granja durante la época del dominio nazi, pero, al mismo tiempo, porque está con ella por puro agradecimiento, se enamora de una mujer de rompe y rasga, impulsiva hasta casi el trastorno mental, y, de repente, apenas transcurrido un tercio de la película, aparece su mujer, como un espíritu que lo deja sin aliento, porque entendía que ella y sus hijos habían perecido en la feroz persecución de judíos de los nazis. Con ese panorama, la película de Mazursky va a seguir las andanzas de un escritor de medio pelo que sobrevive gracias a sus colaboraciones con un rabino, a quien le escribe los sermones, por más que él sea un descreído. La doble relación amorosa que mantiene, a la que se añade la extraña aparición de su mujer, con quien nunca acaba de entender qué relación tiene, porque se llevaban a matar, aunque, al reencontrarse, revive en ellos un simulacro del amor que algún día debieron de tenerse y que los llevó a casarse, va a convertirse en un carrusel de situaciones de todo tipo, desde la comedia tipo Allen, hasta la tragedia y, por supuesto, la descripción privilegiada de un hombre enamoradizo que se ha de plantear a qué ha de obedecer, si a su instinto o a su responsabilidad.

         La película está ambientada en la zona de Coney Island, cuya feria preside, de forma omnipresente, muchas de sus escenas, con la Wonder Wheel emergiendo sobre el entramado de casetas, y quién sabe si esas escenas no habrán sido, desde la memoria de las mismas, una inspiración para la Wonder Wheel, de Woody Allen. De hecho, la puesta en escena y la ambientación son extraordinarias y, a medida que veía la película, echaba de menos constantemente la iluminación de Vittorio  Storaro. Para hacernos a la idea, solo se me ocurre comparar esta ambientación con la de Días de radio, también de Allen. Se trata de una producción muy cara, pero a la que se le saca un provecho magnífico, porque todos los detalles están cuidadísimos y tenemos una impresión de realidad absoluta. Hay mucho extra y muchos secundarios de gran valía, no obstante, la película gira en torno a los cuatro personajes principales cuyas particulares psicologías se toma su tiempo Mazursky para describirlas, de modo que los espectadores no se quedan con estereotipos, sino con personas muy individualizadas, aunque a veces nos cueste aceptar como normales sus reacciones. La historia se mueve entre el costumbrismo bienhumorado y la tragedia de las personas que han vivido el holocausto y sobrevivido a él, lo cual implica ciertas vivencias imborrables que reaparecen en sus sueños o en momentos de estrés como a los que se somete el protagonista, que va de una mujer a otra sin saber exactamente si está haciendo «lo que debe», aunque está claro que el nítido impulso sexual que lo guía le indica el camino que ha de seguir, aunque vaya de chasco en chasco y escandalizando a propios y extraños.  

Pudiera deducirse, por lo que llevo escrito de esta crítica, que la comicidad inherente a un buen puñado de situaciones incline la película hacia la comedia, pero, a pesar de las generosas situaciones cómicas, como la polaca que lo protegió y que quiere, a toda costa, por amor a él, convertirse al judaísmo, lo propio sería incluir la historia en la tragicomedia que es la vida misma, tan plural, como la historia del corazón de Rubén Darío, pródiga en amores. Que el ambiente judío lo presida todo tiene que ver con la adaptación de la obra de Isaac Bashevis Singer, el Nobel autor de El mago de Lublin, una de las primera novelas que leí y en la que, como en esta, los conflictos pasiones son el eje vertebrador de la trama. Quien sea adicto a los novelistas judíos norteamericanos, Bellow, Roth, Singer y tantos otros, advertirá enseguida un cierto espíritu de familia en los conflictos de los personajes, sobre todo los de carácter amatorio y, como no podía ser de otra manera, los de su polémica relación con la religión judía, omnipresente en esta película de Mazursky. Con todo, el conflicto pasional del protagonista, más allá del marco social y de su relación con una religión concreta, es universal y afecta a todo ser humano.

Dejo para el final el merecido elogio a las interpretaciones del cuarteto protagonista al que se ha de sumar la breve, pero intensa, de Judith Malina, quien fuera durante tantos años el alma viva del proyecto teatral del Living Theatre, junto con Julian Beck, a quien sobrevivió. Curiosamente, Malina actuaba también en Días de radio, de Allen. Si alguna actriz, en esta película, destaca sobre todas, aun a pesar del excelentísimo trabajo de Anjelica Huston, poderosa de principio a fin, es la sueca Lena Olin, interpretación premiada por el Círculo de escritores cinematográficos de Nueva York, a quienes deslumbró como a cualquiera que vea la película. Fue nominada a Mejor actriz de reparto, pero no ganó el Oscar. En esta película aparece como una mujer torturada, apasionada, frágil, trastornada y muy unida, paradójicamente, a su madre. Su turbulenta relación con el protagonista nos ofrece momentos memorables, como las cortas vacaciones en una suerte de campamento de vacaciones solo para judíos.

No conocía esta obra de Mazursky, de quien aprecié mucho Bob, Carol, Ted y Alice y Escenas en una galería, donde trabajó con Allen y Bette Midler, pero es muy posible que Enemigos, una historia de amor, sea una de las más redondas que haya dirigido.

 

viernes, 19 de noviembre de 2021

«La loba», de William Wyler y «La otra cara del bosque», de Michael Gordon una misma historia en dos tiempos distintos.

 

Título original: The Little Foxes

Año: 1941

Duración: 116 min.

País: Estados Unidos

Dirección: William Wyler

Guion: Lillian Hellman. Obra: Lillian Hellman

Música: Meredith Willson

Fotografía: Gregg Toland (B&W)

Reparto: Bette Davis, Teresa Wright, Herbert Marshall, Patricia Collinge, Carl Benton Reid, Richard Carlson, Russell Hicks, Charles Dingle, Lucien Littlefield, Hooper Atchley, Dan Duryea, Al Bridge, Charles R. Moore, Tex Driscoll, Lew Kelly, John Marriott.

 

Título original: Another Part of the Forest

Año: 1948

Duración: 107 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Michael Gordon

Guion: Vladimir Pozner. Obra: Lillian Hellman

Música: Daniele Amfitheatrof

Fotografía: Hal Mohr (B&W)

Reparto: Fredric March, Dan Duryea, Edmond O'Brien, Ann Blyth, Florence Eldridge, John Dall, Dona Drake, Betsy Blair, Fritz Leiber, Whit Bissell, Don Beddoe.

 

Los bajos instintos y la descomunal avaricia en el deep south usamericano: una historia de Lillian Hellman adaptada a la pantalla por ella misma y, en la «precuela», por Vladimir Pozner: dos cumbres del melodrama para el mejor programa doble.    

 

Como desconocía la existencia de la segunda, La otra cara del bosque, la vimos no solo porque aparecían actores tan reputados como Fredric March, Dan Duryea, Edmond O’Brien o Betsy Blair, entre otros, sino también porque la dirige Michael Gordon, autor de un auténtico clásico ignorado: El secreto de Convict Lake, o de comedias tan perfectas como Confidencias de medianoche, y ahí se me generó una confusión tremenda, porque, no recordando la fecha de La loba, creí que esta había sido rodada con posterioridad, cuando fue al revés y esta es una «precuela» de la primera, aunque ambas basadas en obras de la misma autora Lillian Hellman, la primera con guion de ella y la segunda con una exquisita  adaptación escrita por Vladimir Pozner (con quien nada tengo que ver, aunque nada me importaría...).

 El dicho nos avisa de que «segundas partes…», pero pierdan los lectores de estas líneas, y futuros espectadores de una brillante película, cualquier recelo que pudieran tener, porque esta «precuela» está a la altura temática y estilística de la primera. Sí, es cierto que Bette Davis es mucha Bette Davis, pero esta evocación de la juventud de los hermanos en la que el padre de los tres tiene un papel principalísimo, nos deja la  actuación estelar de un bandido ilustrado encarnado excepcionalmente por Fredric March. Dada mi confusión, les rogaría a los espectadores que las vieran en el orden cronológico de rodaje. Primero La loba y, después de su vil presente, la indagación en su vil pasado, La otra cara del bosque, en la que Michael Gordon consigue unos resultados que parecen estimulados por la maravillosa realización de Wyler, con quien comparte un buen número de picados y contrapicados en los dos espacios de la casa, en interiores y, en este caso, también en el exterior, como una de las magníficas secuencias finales, cuando el primogénito, bajo amenazas de revelar el oscuro pasado de estraperlista del padre, acaba consiguiendo quedarse con su negocio, en el que el desalmado hijo es un simple empleado, como su hermano, miembro, además, del incipiente en aquellos años Ku-klux-Klan. En esta «precuela» solo un actor «repite», mi muy admirado Dan Duryea, quien, en una suerte de guiño a los complacidos espectadores de la primera, La loba,  hace de hijo tonto del hijo tonto que encarna en La otra cara del bosque, en ambos casos con una propiedad absoluta y un resultado a la altura de su encomiable capacidad interpretativa, si bien con la diferencia notable de que en La loba aquella inmensa tontería de la juventud se transforma en una madure avinagrada, con maltrato físico incluido a su mujer, quien adquiere un protagonismo que eclipsa al personaje de su marido, quien, con todo, es considerado un imbécil por sus hermanos, quienes, cuando deciden cómo se repartirán los porcentajes de la ganancia de la inversión con un capitalista del Este para el negocio que se traen entre manos, lo dejan a él con un exiguo 20%, aunque con la inconsistente promesa de «emparentar», a través de su hijo tonto, con la familia de Regina, propietaria de un banco.

         La otra cara del bosque es una historia coral en la que los personajes principales de la familia Hubbard son movidos por el egoísmo más primitivo y siempre desconsiderado. La lucha de un padre, que ha sabido conjugar el trabajo duro con la educación nocturna, de tal manera que lee en latín y en griego a los clásicos, con sus dos hijos sin luces y una persuasiva hija altamente sexualizada, aunque uno de ellos, el primogénito, con una fortísima ambición, va a desarrollar ante nuestros ojos un drama en  el que la situación inicial acabará girando 180º ante la indiferencia de una madre que, maltratada y ninguneada por el esposo, ve con horror que tampoco puede apoyarse en unos hijos tan abyectos que solo se ponen de acuerdo, hasta cierto punto, para desposeer al padre de sus bienes. Se trata de una historia sórdida y pasional en la que salvo la madre, los sirvientes y la hermana del prometido de la hija, que busca un préstamo del patriarca Hubbard para subsistir sin tener que hipotecar o vender su mansión y sus tierras, el resto de los personajes hacen imposible la más mínima empatía con ellos, dada la perfecta representación de la perversidad que los habita. Un drama de tales características se ha de fundamentar, para que el espectador asienta a lo que ocurre, en interpretaciones de altísima calidad, y es lo que Michael Gordon sabe extraer de su reparto. El resto ya lo pone él a través de unos planos y un movimiento de la cámara que nos retratan hasta los tuétanos esa piara de maldades que son los hermanos Hubbard.

         La loba, por su parte, apenas necesita crítica alguna, porque imagino que se trata de una de esas películas que todos tienen bien presente en su memoria. Desaparecido el padre, fundamental en la juventud de los tres hermanos, aquí los zorritos (The Little foxes en el original) se alían para desvalijar al marido y cuñado respectivamente, de modo que puedan hacer el gran negocio de su vida explotando a los obreros con el salario más bajo de los alrededores. La promesa de un matrimonio entre el nieto tonto y la hija dulce, tierna, hermosa e ingenua de la malvada Regina Hubbard, con que quieren compensar al hermano tonto de la primera, hallará aquí una enemiga a la altura de la propia Bette Davis, su cuñada Birdie, quien se opone a ese matrimonio que, por supuesto, hace reír ala hija de Regina, Alexandra, quien está enamorada de un periodista soñador y rebelde, con quien tiene, cuando la despide en la estación, una escena memorable. Ahora que menciona esta secuencia, caigo en la cuenta de que, mientras veía ambas películas, pero especialmente La loba, pensaba mucho en las abundantes similitudes de ambientación, tono, estilo e incluso retratos de los principales personajes, con la obra de Ford dedicada a la vida del Sur usamericano. El comienzo de La loba, por ejemplo, recuerda mucho el de El sol siempre brilla en Kentucky, por ejemplo, una de las mejores películas de Ford nunca reconocida como tal.

         Birdie, esposa maltratada de Óscar, el hermano tonto entre los tres, tiene una secuencia, la de la confesión de su alcoholismo, en el que se refugia de las adversidades con las que ha convivir a diario, que tiene la virtud de comenzar a abrirle los ojos a Alexandra. El espíritu sensible y cultivado de Birdie es un trasunto, en esta mezcla de características entre los personajes de las dos películas, de la esposa del padre en la precuela: ambas nos muestran el lado positivo de la vida cuando la sensibilidad la gobierna, y tiene su más alta recompensa cuando en la cena con el capitalista que se va a aliar con los tres hermanos es a ella a quien le dedica las mas delicadas atenciones, ante la sorpresa de su rudo y violento marido.

En cualquier caso, el carácter sensual de la Regina de la precuela, que no duda en coquetear con su propio padre para conseguir sus fines, se ha convertido en La loba, en el retrato de una mujer a la que solo mueve el interés por el dinero y una posición que muy probablemente de nada le sirva cuando… ¡bueno, y quién ignora que uno de los momentos cumbre de la película es cuando ella deja morir a su marido enfermo!, para nada le sirva al quedarse sola y más que sola, sin el consuelo de «dirigir» el destino de una hija que, horrorizada, se aleja de su lado nada más comprobar hasta dónde llega la maldad diabólica de su madre… A este respecto, ¡qué sabia Hellman al incluir en la «precuela» la maldición que arroja contra el hijo que se lo roba todo: «vivirás eternamente solo», que en La loba sigue vigente, porque el hermano mayor sigue soltero, pero a quien se dirigía era a quien representa la maldad absoluta, en este caso la hija, Regina, en quien se cumple aquella maldición.

         No he llegado a tanto como a ponerme las dos películas en dos pantallas al mismo tiempo, pero hay una unidad de realización entre ambas que les confieren un aire de familia que trasciende el origen teatral de ambos textos, como si Michael Gordon hubiera querido rendir un entrañable homenaje de admiración a William Wyler, por más que fuera coetáneo suyo,  ¡y a fe que lo ha conseguido!

         En todo caso, conviene alertar a los espectadores para que vean con mucha atención una secuencia inmortal: la del afeitado conjunto del padre y el hijo, cuando este revela los bonos que su tío guarda en la caja fuerte del banco donde ha sido empleado por estricta caridad, porque esa  muestra inequívoca de gran cine.