viernes, 30 de diciembre de 2022

«Tros», de Pau Calpe, una ópera prima soberbia.

 


Una tragedia rural como mandan los cánones desde que Tespis se echó al camino…

 

Título original:  Tros

Año: 2021

Duración: 83 min.

País España

Dirección: Pau Calpe

Guion: Marta Grau. Novela: Rafael Vallbona

Música: Bernat Vivancos

Fotografía Gina Ferrer

Reparto: Roger Casamajor; Pep Cruz;  Annabel Castan; Ana Torguet; Eduard Muntada; Iván Caelles;  ; Ramon Bonvehí; Belén Gallego; Xavi Iglesias; Montserrat Trepat.

 

         Confieso que el atractivo cartel anunciador de la película, dos figuras emergiendo entre la niebla tradicional de la provincia de Lérida, sosteniéndose una en la otra, me hizo concebir esperanzas de que pudiera ver una obra que «compitiese» con Alcarràs, dado el espacio, la lengua y la ocupación del protagonista. Pensé incluso en la tan hermosa como triste película de Bela Tarr,  El caballo de Turín. Ese tros del título remite a la aparcería tradicional, a la “parte” que explota el aparcero para vivir de lo que rinda el terreno, lo que en Murcia se denomina «terraje», por ejemplo.

         Tomando como pretexto los robos en las explotaciones agrícolas, que desesperan a los agricultores, la película nos habla del «somatén», las patrullas de propietarios que vigilan de noche sus explotaciones al margen del muy escaso desempeño de las autoridades, de un pueblo que, en una de sus batidas, uno de los agricultores acaba atropellando mortalmente en su huida a uno de los ladrones.

         Previamente, hemos conocido al hijo del protagonista, quien tiene una relación pésima con su padre, no pega ni golpe, porque se dedica al trapicheo de droga, y está, además, preocupado por las «ausencias» mentales de su progenitor, como dejarse el gas de la cocina abierto, por ejemplo. Dada la pésima condición física del padre, decide acompañarlo en su ronda de vigilancia, justo cuando el padre acaba matando al ladrón, aunque desde ese mismo momento se inicia un extraño juego en el que el padre parece dispuesto a endosarle el asesinato a su hijo.

         La película interrumpe la línea cronológica narrativa con unos flashbacks que permiten ir perfilando la historia del padre y del hijo, pero el verdadero conocimiento «total» de esa relación envenenada no lo tendremos hasta el mismísimo momento del sorprendente y muy conseguido desenlace.  La mezcla de tiempos se revela, en alguna ocasión, confusa, porque el espectador tarda unos momentos en situar en el tiempo lo que ocurre; pero, en general, el retrato de los personajes se perfila adecuadamente.

         Desde el momento del asesinato, la acción toma una deriva clásica de la persecución del criminal, o del sospechoso, por parte de las fuerzas del orden. Si a ello se suma que el hijo es buscado a su vez por su proveedor de droga, a quien le ha estafado el importe de un alijo, tenemos una doble persecución de la que padre e hijo se escapan, en principio, con cierta habilidad, lo que implica un conocimiento del terreno y la ayuda de la vecina con quien el padre, tras la muerte de su mujer, mantiene una relación sentimental que el hijo ignoraba; una relación con un momento muy logrado cuando ambos, el vecino amante aún un fugitivo, bailan el bolero Regálame esta noche, que en uno de sus fragmentos dice, ¡nada menos!: «regálame esta noche, retrásame la muerte…».

         Si sumamos la búsqueda de padre e hijo por parte de los integrantes del somatén para que se entreguen a la autoridad, acabamos de sumar las adversidades que se oponen a la fuga de los malavenidos. Con todo, la casi fratría secreta de los agricultores en un pequeño pueblo nos permite conocer unos códigos de conducta que van más allá de los deberes ciudadanos para con la autoridad. Hay hechos que son juzgados desde otras leyes, y a esas se atienen los personajes, algo que queda muy claramente expresado en la reacción de los policías cuando llegan al escenario final de la historia.

         Si en Alcarràs había un esteticismo paisajístico muy de agradecer, en Tros no lo hay menos, aunque la niebla y el frío no sean tan esplendorosos como  el estallido vital del verano, pero sí, al menos para mi gusto, más impactante, porque la respiración de la tierra parece sacar muy de dentro la humareda de un fuego que quema las entrañas y nubla las emociones. Salvo algunos espacios neutros, como las casas, el bar o la estación de autobuses, tratados con el realismo que destaca lo modesto, la escenografía natural está conseguidísima, incluso en las tomas nocturnas de las secuencias que muestran las luces de los coches del somatén trazando laberintos en los trossos cultivados. La cámara está perfectamente colocada para encuadrar a los personajes en el medio en que viven, porque, en efecto, ¿qué es, sobre todo el padre, lejos de su tros? El desgarro por tener que abandonarlo para huir de las autoridades, y en ese contexto se produce el baile con la amante al compás del bolero, nos va a llevar al magnífico desenlace de la historia, si bien los aristarcos pueden aducir que la policía, y más por tratarse de una pequeña localidad, bada molt, va muy despistada.

         Como en las buenas tragedias y en las películas de intriga policial, un buen desenlace lo cura todo, y eso es lo que tiene esta magnífica ópera prima de Pau Calpe.

         El capítulo de la interpretación brilla poderosamente, porque el naturalismo de los secundarios enmarca a la perfección las muy destacadas actuaciones de Pep Cruz, de Roger Casamajor y, aunque en papel demasiado breve  para sus muchas cualidades, de Annabel Castan, quien saca destellos diamantinos a la imposible novia del bala perdida sin remedio.

         Este Tros bien puede ponerse en relación con As bestas, de Sorogoyen, porque en ambas cobra protagonismo la suerte de bestialidad humana que parece crecer en la lucha contra el medio, en lugares poco habitados, como lo reflejaron  a la perfección dos autores tan portentosos como Pardo Bazán en Los pazos de Ulloa y La madre naturaleza y Valle-Inclán en sus Comedias Bárbaras

           Lo propio hubiera sido que esta película tan soberbia hubiera recibido algún Goya en justo reconocimiento a sus muchos valores, pero advierto que no hay ni rastro de su paso por esos premios. O sea, todo dentro de lo "normal" en este país en que tan grueso se hila a la hora de reconocer los méritos. A ver qué pasa con la próxima...

jueves, 29 de diciembre de 2022

«El fósil», de Masaki Kobayashi, entre Visconti y Antonioni, con «Ikiru» al fondo...

 

El vuelo agorero de lo fatal en las postrimerías: un viaje a Europa y al corazón atormentado de una biografía.

 

Título original: Kaseki

Año: 1975

Duración 200 min.

País: Japón

Dirección: Masaki Kobayashi

Guion: Shun Inagaki, Takeshi Yoshida. Novela: Yasushi Inoue

Música: Tôru Takemitsu

Fotografía: Kôzô Okazaki

Reparto: Shin Saburi; Mayumi Ogawa; Keiko Kishi; Komaki Kurihara;  Haruko Sugimura;

Hisashi Igawa; Tetsuo Hasegawa; Seiji Miyaguchi.

 

         Continúo con mi inmersión en Kobayashi para conocer el pasado y la evolución de una filmografía que rozó la perfección con Harakiri y La condición humana. Como si fuera obra de la predestinación, la Filmoteca de Cataluña ha programado un enero del 23 Kobayashi/Sirk para el que ya hemos reservado los días y las horas preceptivas mi Conjunta (sirkiana de pro) y yo.

Esta vez le toca el turno a una película de su última época y supone un cambio radical respecto de las ya vistas, no solo por el uso del color, sino por la elección del protagonista, un empresario que acaba de enviudar y que no sabe si haber dedicado su vida tan intensamente al trabajo, a la creación y expansión de su empresa, ha sido una equivocación. Un viaje de dos meses a Europa lo encara como un descanso y, a la vez, como un periodo de reflexión. Va acompañado de un ayudante con quien mantiene la distancia pero a quien agradece su solícita dedicación, aunque el jefe le reproche el celo y le recrimine que parece “su esposa”, cuando, en realidad, el hombre ha visto síntomas en el comportamiento del jefe que le hacen sospechar de que algo malo le pasa o está a punto de pasarle.

Lo que más llama la atención de esta película es lo mismo que me hizo gratísima la de David Lean, Summertime, que transcurre en Venecia, filmada con una sensibilidad artística, más que turística, que acaba descubriéndote una visión insólita del más conocido de los destinos turísticos del mundo. Lo mismo ocurre aquí en tres espacios perfectamente identificados: París, España [Granada y Córdoba] y la Borgoña. En París es donde el empresario instala su cuartel general, en un hotel antiguo y señorial en el que reina la tranquilidad y está el cliente rodeado de belleza. En un parque aledaño al hotel es donde el protagonista se cruza con una mujer japonesa que la impresiona por su presencia, más que por su belleza, aunque también acredite esta. Esa mujer madame Marcellin se acaba convirtiendo en una suerte de obsesión para él, y acaba identificándola, además, con la presencia de la muerte que parece haber sido enviada a buscarlo. En España, los dos viajeros se desplazan a Granada, para conocer la Alhambra, y a Córdoba, para conocer su Mezquita. La ciudad de Córdoba le parece una joya llena de silencio y tranquilidad, muy acorde con su taciturna personalidad. Llama la atención la visita al tablao en el que, a pesar del ritmo frenético de las bulerías que interpretan las bailaoras, el protagonista se queda profundamente dormido en su silla. El viaje a Borgoña lo hará con ella y con un joven empleado de su empresa en París y su esposa, y en la visita a los templos románicos de la zona se le cruzarán las dos presencias, la de Marcellin y la de la muerte, porque halla en esos templos desiertos una paz que le parece el lugar escogido para dejar de existir.

Esta tendencia mortal no es un estado de ánimo, sino que, a lo largo del viaje, sus dolores de vientre acaban resolviéndose en una visita al médico a la que lo fuerza a ir su ayudante, porque se teme lo peor, que es lo que sucede. Una llamada al ayudante que él contesta haciéndose pasar por él, le descubre que sufre un cáncer de colon que necesita una segunda opinión y una urgente hospitalización para determinar si es operable o no. Un diagnóstico que, como todo lo referido a su persona, hurta al conocimiento de su ayudante, a quien le da permiso para que haga solo la etapa italiana del viaje, mientras él acude a visitar la Borgoña.

La morosidad narrativa es la señal más destacada de la película, porque el hermetismo del protagonista va a la par con su introspección y su necesidad de aislamiento. Días enteros los pasa en su cuarto, y a veces sufre los fuertes ataques de su dolencia que dan con él por los suelos. La resistencia típica del luchador que ha construido un imperio comercial: «este cáncer no va a poder conmigo» contrasta con el impacto emocional que le produce saber que sus expectativas de vida pueden no superar el año, lo que, sin apenas cambiar la expresión de su rostro, lo va a llevar, eso al menos le parece al espectador, a considerar la idea del suicidio.

El regreso a casa abre un nuevo tramo de la película, porque, siguiendo con la exploración de lo que ha sido su vida, ahora ha de enfrentarse a un nuevo diagnóstico, a sus hijas, una de las cuales no tarda en dar a luz, a su madrastra, con muestras de demencia senil, a su hermano, un doctor, y a un viejo compañero de armas de la guerra con quien tiene la más emocionante conversación que da título a la novela, porque le enseña un muro de un local que no es de piedra, sino una suerte de roca fósil en que se han depositado miles y miles de años de vida orgánica, en una analogía con los recuerdos que se van acumulando en nuestra vida y que, en cierto modo, la definen.

Hay algo del Ikiru de Kurosawa en esta introspección psicológica en un personaje en las antípodas de los héroes habituales de las películas de Kobayashi, porque se trata, también, de un personaje que busca la redención y la esperanza. Si me he atrevido a relacionarlo con los dos grandes directores italianos, ello se debe al especial mimo con que Kobayashi filma la belleza del arte francés y español, y sus paisajes, y al silencio hermético en que se refugia el protagonista, dado a la incomunicación en parte por soberbia, en parte por desconocimiento de sí mismo. ¡Ay, la fragilidad impenetrable de los hombres decididos!

La película, si alguien echa de menos una acción exterior que aquí no va a encontrar, bien puede ser apreciada por su valor «documental» de un arte europeo que trasciende, por supuesto, la trama y se ofrece al espectador con todo su diamantino simbolismo. Perderse en los paisajes y en las joyas arquitectónicas que nos muestra la película, incluso en detalles magníficos, como la Eva de piedra de la catedral de Saint-Lazare o el espectacular recorrido por el museo Rodin en París, que bien valen, por sí mismos, el visionado de esta película intimista y emocionante, porque lo que está en cuestión es una trayectoria vital que, identificándose socialmente con el «éxito», no ha deparado a su protagonista sino una vejez sombría y desolada.

«Pesadilla diabólica», de Dan Curtis, el mejor terror de los 70.

 


Las casas vivas del terror psicológico y la inocencia torturada.

 

Título original: Burnt Offerings

Año: 1976

Duración: 116 min.

País:  Estados Unidos

Dirección: Dan Curtis

Guion: William F. Nolan, Dan Curtis. Novela: Robert Marasco

Música: Bob Cobert

Fotografía: Jacques R. Marquette

Reparto: Karen Black; Oliver Reed; Bette Davis; Lee Montgomery;  Burgess Meredith;  Eileen Heckart; Dub Taylor.

 

         Quizá la dedicación de Dan Curtis al circuito televisivo, para el que dirigió buena parte de sus proyectos, lo haya apartado del conocimiento general de los aficionados al cine, pero Pesadilla diabólica es una película que puede depararle ese gran público que quizás incluso ignore, como yo mismo, que esta película existe y ha resistido perfectamente el paso del tiempo, lo que no es poco para un género, el del terror, en su variante psicológica y de posesión, en el que el tiempo suele causar estragos en buena parte de las películas que acaso tiempo atrás lograron levantar escalofríos en la audiencia y no pocos temblores de mandíbulas y rodillas. Confieso que la he visto en Filmin porque el gancho publicitario era potente: “La película de terror favorita de Stephen King”. ¡Cualquiera la pasa por alto! Conceder el beneficio de la duda no me cuesta nada, y comienzo muchas películas de las que acabo desertando mucho antes de cumplirse siquiera el cuarto de hora.  En esta, sin embargo, y a pesar de que la estética e los 70 no es muy agradable para la vista, no solo he permanecido ese cuarto, sino todo el metraje, a pesar de que se alarga excesivamente. Todo sea por que el previsible final llegue cuando debe, esto es, cuando va a coronar todos los momentos dramáticos de los que parecía que la familia iba a librarse…

         Las casas del terror, góticas, por definición, tengan el estilo arquitectónico que tengan, suelen remitirnos a siglos pasados o a templos de pasiones prohibidas, pero la de esta película tiene un profundo aire sureño e incluso tiene una piscina que se convertirá en uno de los espacios terroríficos por excelencia en, al menos, dos ocasiones. Lo importante, para el espectador, es que no se trata de un montón de materia inerte, sino de un organismo vivo, capaz de influir en los comportamientos de quienes la habitan, desde los profundos misterios que esconde y que van a condicionar la totalidad de la trama, sin que nunca sepamos exactamente qué clase de fenómenos normales o paranormales están sucediendo, porque nuestro punto de vista coincide siempre con el de los personajes, que asisten, con muy diversas conductas, a cuanto ocurre.

         Una familia de clase media, con la vieja tía incluida, alquila una mansión lujosa por un precio ridículo que hace sospechar al marido, pero todo se aclara cuando saben que ese precio se debe a que los hermanos que la alquilan dejan a su cargo a su inválida y vieja madre, a quien tienen que servirle la comida, pero que raramente saldrá de su cuarto, por lo que podrán hacer su vida de forma cómoda e independiente de la inquilina.

         Poco a poco, la vida normal en la casa, que incluye la limpieza de la piscina para volver a llenarla de agua y poder disfrutar de ella, o el invernadero en el que todo está mustio y descuidado, discurre con una sola excepción: la única que atiende a la inquilina heredada es la mujer, quien se encarga de llevarle la comida y retirársela y, muy raramente, entra a verla. Ni el marido, ni la tía, ni el hijo suben jamás al último piso donde habita la matriarca de una familia por cuyos retratos a través de las generaciones se pasea la cámara con morosidad propia de estos relatos de terror. En el desenlace, sin embargo, hallaremos la justificación de esos barridos de cámara.

         La película está llena de viejas y nuevas luminarias, Bette Davis y Burgess Meredith, entre las primeras, y Oliver Reed y Karen Black, la diosa bisoja del terror, entre las segundas. Meredith tiene un papel cortísimo, pero viene a ser como un prólogo que advierte a los espectadores de lo que les espera a los incautos veraneantes, y la Davis, con su habitual presencia, inspiradora de inusuales contratiempos, contribuye a crear una atmósfera desasosegante que es el primer mandamiento del género, porque o el presentimiento de «lo peor» flota alrededor de las vidas de los personajes, como un aura fatídica, o la película no cumple los objetivos mínimos del género.

         La primera señal del lento progreso hacia el caos es el baño inocente que padre e hijo se dan en la piscina, ante los ojos angustiados de la tía, impotente para intervenir, dado su frágil estado de salud. De repente, las ahogadillas típicas se van convirtiendo en  un intento muy serio de ahogar a la criatura, ¡el rictus de Reed, junto a su perversa mirada fija en los abismos de la maldad nos meten un escalofrío en el cuerpo que nos dejan de muy mal cuerpo!, pero la oportuna intervención de la madre que se lanza a la parte profunda de la piscina para rescatar a su hijo logra evitar el desastre, pero no que, poco a poco, los acontecimientos tomen una deriva que, sin grandes alardes de sustos, música ad hoc o ridículas presencias infernales, nos convencen de que lo peor aún está por llegar.

         La muerte de la tía, con un dramatismo que la Davis borda, nos sitúa ante una pesadilla que tiene el padre, la presencia constante en su recuerdo de un conductor en el entierro de su propio padre, con uniforme, gorra, gafas negras y eterna sonrisa que remite ipso facto a la presencia de la muerte, disfrazada, paradójicamente, de lacayo.

         La acción transcurre muy morosamente, porque los efectos de la mansión sobre la familia van apareciendo muy poco a poco y siempre con la alternativa de una huida que, cuando quiere emprenderse, es ya demasiado tarde, porque los poderes paranormales de la mansión se extienden incluso a la naturaleza que aborta el intento del padre de huir con el coche y el hijo, como si algo le dijera que o era en ese momento o ya no sería nunca. La imponente construcción permite un juego de perspectivas entre la planta baja y la buhardilla donde está instalada la matriarca que reflejan a la perfección la indefensa situación de los habitantes frente a la «mole» con vida propia. Desde que el padre se convence de que están a merced de poderes incontrolables, que incluyen una secuencia excepcional del «cambio de piel» del edificio, como si fuera la serpiente del Paraíso que tienta a Eva, todo deriva ya hacia un final que, si no imprevisible, porque la experiencia es un grado a la hora de ver películas de terror, sí que sorprende por la contundencia del mismo y su carácter expeditivo.

         Después de verla, no me extraña que Stephen King la tenga por una de sus favoritas, porque, de algún modo, ese juego de maldiciones y poderes está en El resplandor, tan maravillosamente adaptada por Kubrick a la pantalla.

 

 

 

martes, 27 de diciembre de 2022

«La condición humana: 1.No hay amor más grande. 2. El camino a la eternidad y 3. La plegaria del soldado», de Masaki Kobayashi: una trilogía maestra solo comparable, en grandeza, a la «Trilogía de Apu», de Satyajit Ray.

 

Título original: Ningen no joken I

Año: 1959

Duración: 208 min.

País:  Japón

Dirección: Masaki Kobayashi

Guion: Masaki Kobayashi, Zenzo Matsuyama. Novela: Jumpei Gomikawa

Música: Chuji Kinoshita

Fotografía: Yoshio Miyajima (B&W)

Reparto: Tatsuya Nakadai; Michiyo Aratama; Ineko Arima; Chikage Awashima; Keiji Sada;

Sô Yamamura;  Akira Ishihama; Koji Nambara; Seiji Miyaguchi; Toru Abe; Masao Mishima; Eitarô Ozawa.

 









Título original: Ningen no joken II

Año: 1959

Duración: 181 min.

País: Japón

Dirección: Masaki Kobayashi

Guion: Masaki Kobayashi, Zenzo Matsuyama. Novela: Jumpei Gomikawa

Música:  Chuji Kinoshita

Fotografía: Yoshio Miyajima (B&W)

Reparto: Tatsuya Nakadai; Michiyo Aratama; Kei Sato; Minoru Chiaki;  Keiji Sada; Kaneko Iwasaki; Kokinji Katsura; Michio Minami; Taketoshi Naitô; Kenjirô Uemura; Mayumi  Kurata;  Hideo Kidokoro; Yoshiaki Aoki; Rô Ose; Tamotsu Tamura; Ryôji Itô; Sen Hará;

Sen Yano;  Tôru Takeuchi; Mareo Abe; Akio Miyabe; Takashi Ebata;

 








Título original: Ningen no joken III

Año: 1961

Duración: 190 min.

País:  Japón

Dirección: Masaki Kobayashi

Guion: Masaki Kobayashi, Zenzo Matsuyama, Koichi Inagaki. Novela: Jumpei Gomikawa

Música: Chuji Kinoshita

Fotografía: Yoshio Miyajima (B&W)

Reparto:

 

¡Una revelación sobrecogedora! Imposible dejar de ver esta película hipnótica de casi diez horas… Una cima absoluta de la Historia del Cine.

 

¿Qué es un hombre rebelde? Un hombre que dice no. Pero negar no es renunciar: es también un hombre que dice sí desde su primer movimiento. (...) El rebelde (es decir, el que se vuelve o revuelve contra algo) da media vuelta. Marchaba bajo el látigo del amo y he aquí que le hace frente. Opone lo que es preferible a lo que no lo es.

                                                                  (Albert Camus)

 

 

«No haber visto el cine de [Satjayit] Ray es como estar en el mundo sin haber visto el sol o la luna», dijo Kurosawa, ¡nada menos que él!, de la Trilogía de Apu, de Ray, una de las películas más emocionantes que he visto en mi vida, junto con un puñado de ellas entre las que destaca Ordet, de Dreyer, Sunrise de Murnau, Ikiru, del propio Kurosawa, y algunas otras que están en la memoria de cualquier devoto aficionado al Séptimo Arte. Mi buen amigo, el poeta Manolo Marcos, Tácticas de payaso, pongamos por caso, entre otras joyas, siempre me insiste: «¿Pero de verdad que aun no has visto nada de Kobayashi, Juan? ¡No me lo puedo creer!» Y yo, que no suelo ir a «buscar» nada, sino que aguardo a que Azar me lo brinde, he tenido la oportunidad, ¡finalmente!, de «desembocar» mi pasión cinematográfica en el hondo y agitado piélago del cine de Kobayashi.

 Aún estoy sobrecogido y maravillado por la genialidad que acabo de ver, no diré de un tirón, porque la vida cotidiana tiene muchas exigencias, pero sí en tres días consecutivos. No se trata de una serie, obviamente, sino de una película que mantiene la línea cronológica, la unidad  argumental y los personajes a lo largo de una historia dramática que se inicia con la renuncia de un pacifista y socialista  a luchar con el ejército japonés en la invasión de Manchuria y que lo llevará no solo a trabajar para el ejército en una mina donde se explota miserablemente a los trabajadores/prisioneros chinos, sino a ser llamado a filas como represalia militar, a las que se incorpora contra su voluntad, para acabar, finalmente, participando en actos de combate y luchando, a veces despiadadamente por la propia supervivencia.

La historia de Kaji, un pacifista que es trasunto del propio Kobayashi, quien participó en la invasión japonesa de Manchuria hacia el final de la Segunda Guerra Mundial, enfrentado a una mentalidad militar cuya descripción en la película nos remite inmediatamente a la mentalidad nazi, y no hemos de olvidar que Alemania y Japón fueron aliados en esa guerra, se convierte en una suerte de historia-río que va a llevarnos de emoción en emoción y de lucidez en lucidez hasta el final casi metafísico que corona la singular aventura humana de un hombre de bien enfrentado a la más perversa manifestación del «mal».

Mientras veía la película no dejaba de pensar en que Kaji era una especie de alter ego de Bernard Rieux, el médico que, arriesgando su vida, lucha contra la peste que asuela Orán. La guerra es compañera de cabalgada de los otro tres jinetes del apocalipsis, y, a todos los efectos, tan devastadora como la mismísima peste que diezmó la población europea desde  1346. Veía la lucha épica y humanista del socialista Kaji en defensa de los explotados mineros chinos en Manchuria, a quienes quiere aliviarles la pesada carga de trabajo mediante la mejora de sus condiciones: mejor alimentación, prohibición de malos tratos, mejor alojamiento, lo que supondría un incremento de la producción, necesaria en tiempos de guerra, y no se apartaba de mi mente la filosofía de Abert Camus, especialmente la recogida en su concepto de «hombre rebelde». Kaji es, en efecto, el arquetipo de ese hombre rebelde descrito por Camus. Un civil en una explotación minera gobernada por militares a cuya mentalidad despótica ha de hacer frente, y siempre con el norte de considerar a los prisioneros seres humanos, con quienes pretende llegar a acuerdos razonables desde el respeto, no desde la imposición. Todo parece conjurarse contra él, sin embargo, y de ahí las mil y una penalidades que ha de sufrir, no solo por los condicionamientos externos, sino por sus propias contradicciones que lo tienen siempre en un estado próximo a la angustia, dada su impotencia frente al engrasado mecanismo de una institución como la del ejército japonés, verdadera destinataria de su odio, porque es ella, con sus severos códigos de obediencia debida e irracionalidad jerárquica, la que deshumaniza por completo a sus miembros y facilita sus comportamientos salvajes, inhumanos, amorales y despiadados. Tras haber sido eximido de ir al frente, Kaji accede a casarse con su novia, Michiko, y se van juntos a Manchuria. La compañía de su mujer, para un hombre tan introvertido y crítico con lo que lo rodea, no supone ningún alivio para el protagonista, sino todo lo contrario, como se advierte cuando ella se va unos días para disfrutar de un permiso del que Kaji no puede gozar  porque se han escapado algunos prisioneros y ha de hacer frente a su responsabilidad. El hiperrealismo casi documentalista con que Kobayashi nos narra la historia va a combinar la visión sociológica del fenómeno bélico, con una escalofriante crudeza, y la introspección psicológica en una personalidad atormentada que arrastrará a lo largo de las tres entregas de la historia las consecuencias de esa rebeldía a la que planta cara para que se la rompan una y otra vez.

La puesta en escena de la película, rodada en formato equivalente al cinemascope, usa los espacios desérticos donde está ubicada la mina para «encuadrar» la condena de los prisioneras mediante la indiferencia del paisaje, como cuando enfoca la larga hilera de los mismo dirigiéndose hacia la boca elevada de la mina o cuando regresan de ella. Recordemos que los dos esposos llegan a la explotación viajando en la parte trasera de un camión, entre arrumacos de recién casados, envueltos en el polvo del camino, cuya «luna de miel» va a chocar con la humillante realidad que muy pronto conocerá quien, aun ocupando un puesto de dirección en la explotación, es considerado como un intruso por el estamento militar, algunos de cuyos miembros se dedican a aprovecharse de los recursos escasos de que disponen para lucrarse, y para quienes los prisioneros chinos ni siquiera son seres humanos, sino fuerza de trabajo de «usar y tirar» a la que hay que maltratar para arrancarles la mayor productividad posible.

En esta primera entrega hay un momento especialmente doloroso que es el envío «generoso» de 600 prisioneros para dedicarlos a mejorar la producción de la mina. La escena en que los militarotes japoneses abren las puertas de los vagones para entregar a las autoridades de la mina a los futuros trabajadores nos retrotrae inmediatamente a los vagones llenos de prisioneros de los nazis enviados a los campos de concentración. Amontonados como cosas, desfallecidos, muertos de sed y de hambre, y con algunos cadáveres en  el interior delos vagones, los presos van cayendo por el talud del tendido férreo en una escena en la que los guardianes de la mina, Kaji entre ellos, han de impedir a latigazos que los prisioneros se lancen a los sacos de arroz cuya ingesta, en sus condiciones, podría incluso matarlos. No es la única escena aterradora que aparece en la película, y en las dos entregas siguientes se acentuará el terrible documento que Kobayashi ha filmado para vergüenza última de todos los nacionalismos supremacistas como el nazi, el fascismo y el imperio japonés, al que, en la última entrega, sumará el comunismo, a pesar del credo socialista del protagonista que lo ayuda permanentemente a seguir creyendo que la esperanza es posible y que el socialismo redimirá a la humanidad de su bestialidad sanguinaria.

 El conflicto entre Kaji y los militares japoneses, tenso hasta la amenaza de una agresión que se ve inminente e inevitable, se reproduce a otra escala entre Kaji y los prisioneros, con quienes es capaz de sentarse a una mesa para negociar que no van a protagonizar más intentos de fuga. En las negociaciones entra, y eso me ha recordado mucho a Pantaleón y las visitadoras, de Mario Vargas Llosa, el acceso de los prisioneros, que viven en un espacio rodeado por alambrada electrificada, a las geishas de la localidad, lo que da pie, como contrapunto de la terrible historia a una historia de amor entre un prisionero y una de ellas que discurre de forma paralela a la propia del protagonista con su mujer, Michiko. La condición humana de un prisionero no respondería a nuestra especie si no tuviera en mente como una obsesión la idea de escaparse, y ahí es donde la labor mediadora de Kaji sufre un descalabro casi total y conduce a su relevo y al «castigo» militar, ¡su desquite!, de reclutarlo como soldado para ir al frente, aunque este siga estando en Manchuria, pero a ese campamento ya no podrá acompañarlo su mujer, quien arranca de él el compromiso de que ha de preservarse con vida para volver junto a ella.

La segunda parte de la trilogía nos muestra a Kaji en un barracón militar, ocupado en ser adiestrado para ser útil para el combate. Si la vida militar había sido descrita en la primera entrega como la despersonalización del individuo, de todo lo que lo hace humano, en esta segunda entrega el dominio de esa institución sobre la vida de los reclutas, con una severidad y una arbitrariedad fuera de toda medida, será el eje narrativo que seguiremos a lo largo de esas tres horas. Si alguna referencia emerge de esta parte no es anterior a esta película de Kobayashi, sino posterior, porque La chaqueta metálica, de Stanley Kubrick, bien puede decirse, sin exageración ninguna, que es un calco, no me atrevo a decir que «deliberado», de esta película de Kobayashi, pero sí evidente. Dicho de otro modo, es posible que el autor de la novela en la que se basa la película de Kubrick, Gus Hasford, que fue combatiente en Viet-Nam hubiera conocido la obra en seis volúmenes de Junpei Gomikawa, de igual título que la película de Kobayashi, una historia en parte biográfica. [Recordemos, a título anecdótico, que Hasford fue condenado a pena de cárcel por haber reunido una biblioteca de 10.000 volúmenes con obras sacadas de bibliotecas que no devolvía…] Sea como fuere, la columna vertebral de la película de Kubrick está, enterita, en la segunda entrega de La condición humana. Y antes que la película de Kubrick, a este crítico le viene a la memoria una impactante película de Marco Bellochio, Marcha triunfal, quizás hoy muy olvidada, donde la brutalidad y los malos tratos en el ejército coincidieron, en España, con una ola de objeción de conciencia al servicio militar y las terribles noticias de no pocos suicidios en ese periodo de conscripción obligatoria. Que yo mismo estuviera pendiente de hacerlo, tras las prórrogas por estudio no es factor ajeno a la impresionabilidad con que contemplé la proyección de esa película, seguro.

Las relaciones de poder, las vejaciones, la integridad, la conciencia de estar «secuestrado» por un ejército dispuesto a humillarte hasta la pérdida total de la dignidad forma parte de las relaciones humanas que vemos en esta preparación de Kaji, todo ello en el ambiente claustrofóbico de un barracón que en nada se distingue del de un campo de concentración con reglas draconianas. Cuando un oficial advierte que en el cubo del agua flota una colilla de cigarro, da un escarmiento de bofetadas y puñetazos a las soldados que constituirá un motivo recurrente de esta entrega. Lo sorprendente, incluso en el caso del propio Kaji, es cómo, después de recibir una trompada que lo desestabiliza hasta casi caer, se cuadra de nuevo en posición de firmes y total sumisión a los mandos: la disciplina castrense sobre la que se construye un imperialismo fanático que se revela, finalmente, suicida. Pensemos que entre los soldados se va extendiendo la noticia de que la guerra, propiamente, ya ha acabado, que ellos están a merced de unos mandos enloquecidos y dispuestos a inmolarse e inmolarlos en nombre de un imperio vencido, lo que dispara, automáticamente, el instinto de supervivencia en muchos de ellos, dado que las últimas fuerzas movilizadas incluyen gente mayor y gente joven en cuyos planes no entraba ni de lejos verse donde están, expuestos a esos delirios nacionalistas de sus mandos. A ese respecto, es emotiva y terrible la historia de un soldado incapaz, físicamente, de ajustarse al patrón establecido por los mandos, de donde se deriva una inquina de sus propios compañeros que sufren castigos o privaciones por su causa. La escena de la humillación por parte de los mandos del barracón, que conduce al suicidio del hombre, son de un dramatismo extremo. Y Kaji añadirá a su conciencia torturada el hecho de no haber salido en su defensa y de haber impedido el fatal desenlace, como reconoce ante su mujer, quien, mal avenida con la madre de él, le hacía la vida imposible.

Como se advierte, el retrato de la institución se alterna eficazmente con el del individuo, de modo que ciertos personajes adquieren un relieve en todo equiparable al del protagonista. Y son historias que dejan una huella tremenda en el espectador.  Del mismo modo que los prisioneros chinos de la mina no pensaban sino en huir, algunos soldados, como un compañero de ideología, no piensan sino en huir y atravesar la frontera de Manchuria para unirse al ejército chino, aunque la reflexión de Kaji sobre lo difícil que sería ser aceptado por los enemigos prevalece sobre ese afán de huida. Un interludio sentimental es el único respiro que tenemos en esta segunda parte: la visita que Michiko le hace a su marido y la noche de que pueden disfrutar juntos. Piénsese que ese privilegio forma parte de la estrategia de un mando de carrera para ascender a Kaji y ponerlo al frente del nuevo barracón de reclutados que han de acelerar su formación militar con vistas a los inminentes combates. Kaji, por otro lado, ha acreditado ser un tirador de primera y un hombre de sólidos principios y férrea disciplina, lo que algún mando no tan bárbaro es capaz de apreciar frente a los zotes suboficiales con quienes han de lidiar diariamente. Además, cuando ya el Imperio se ha desmoronado, al enemigo chino van a añadir los soldados japoneses la invasión de los soldados soviéticos, cuyos tanques suponen una superioridad excesiva para los casi indefensos reclutas que no disponen sino de balas y algunas granadas.

Al parecer el autor de la novela estuvo en la batalla que recoge Kobayashi, cuando, tras haber cavado unas trincheras que se revelan absurdas para detener a los tanques T-34 rusos. Un combate desigual del que de casi doscientos hombres solo salieron con vida cuatro o cinco, y en la que el protagonista, ¡con lo que ello supone para un pacifista radical como Kaji!, se ve obligado a matar a un soldado que se ha vuelto loco y está a punto de delatar su presencia a los tanques del enemigo.

         Tras el desolador final de la segunda parte, la tercera nos muestra un camino de supervivencia , una autentica road movie a través de Manchuria con el objetivo de dirigirse hacia el sur, hacia Corea, de modo que puedan acabar regresando a Japón. En ese recorrido se van a ir sucediendo diferentes episodios, todos ellos muy dramáticos, con un curioso cambio de escenario, del desértico contra los rusos, a unos densos bosques casi tropicales que atraviesan con unos ciudadanos que se unen a ellos, como si la presencia del pelotón militar fuera alguna seguridad, cuando todos ellos están expuestos al hambre, a la enfermedad y a la muerte, adversidades que van sorteando con la determinación febril de no ser atrapados por un conflicto que ha perdido todo su sentido, si es que alguna vez lo tuvo. En el caso de Kaji, la fuerza interior que lo impulsa es el deseo sobre todas las cosas de reunirse de nuevo con Michiko, lo que acerca el último tramo de la historia a una historia de amour fou, según se desprende de los monólogos evocadores de su esposa que el protagonista se va repitiendo cada vez que esas adversidades los acechan, y no son pocas, ciertamente. Al final, tras esa odisea penosa, el pelotón, al que se han sumado otros soldados que pertenecían a un destacamento dirigido por un oficial dispuesto a morir y a ejecutar a quienes deserten, es hecho prisionero en una pequeña hacienda donde se refugian prostituta y son conducidos a un campo de prisioneros y sometidos a trabajos forzados. Es decir, la historia vuelve al principio, pero ahora es el protagonista quien está en la piel de los prisioneros chinos que trabajaban para los japoneses. Entonces se da cuenta de que la poca esperanza que aún le queda en la humanidad de los comunistas soviéticos desaparece, ante el comportamiento de estos para con los prisioneros. Y sí, también, como aquellos chinos del comienzo, Kaji no piensa en otra cosa que en escapar para reunirse con su mujer, haciendo honor a la promesa que le hizo. Pero ese final estremecedor conviene que o vea el espectador, recogido, en silencio, impresionado, como a mí me ha sucedido, por la dimensión casi metafísica de un final que no deja incólume el lagrimal.

         Es curioso cómo Kobayashi sabe ajustar en cada momento la selección de planos, y como el juego entre los planos panorámicos y los primeros y aun primerísimos planos es capaz de involucrar al espectador de un modo tan empático en la tormentosa vida de Kaji. La condición humana no es una película que se «ve», sino una película que se «vive» y, de hecho, no puede hablarse de ella como de una obra de arte estética, con unos barridos de cámara de derecha a izquierda en los vastos paisajes naturales, por ejemplo, o la fría serenidad de un encuadre fijo en el que los protagonistas sufren los malos tratos, o los picados y contrapicados que determinan las miserias de los personajes o sus dementes delirios de potestad. A todo ello presta atención quien desdobla la mirada entre el ojo de la cámara y los propios con que se sigue la tortuosa peripecia existencial de un hombre rebelde atrapado por una estructura institucional que nos es descrita como la encarnación del mal sin atenuantes. ¡Y lo que le cuesta al personaje liberarse de esa coerción para anteponer su destino a la fantasía delirante de unos mandos que, casi ya en plena desbandada, se consideran un ejército «imbatible»! Ninguna grandeza hay en esos samuráis de opereta, como tampoco la hay en los señores feudales de su excepcional película Harakiri.

         Aunque La condición humana es una obra coral, que involucra, además, un gran número de extras y papeles secundarios de decisiva importancia en la trama, la interpretación que hace de Kaji Tatsuya Nakadai ha de quedar en los anales del cine como quedó la jamás suficientemente alabada de Maria Falconetti en La pasión de Juana de Arco, de Dreyer: hitos inmortales. Si a este papel le sumamos sus intervenciones en películas tan deslumbrantes como Yojimbo, Kagemusha o Ran, las tres de Akira Kurosawa, sacaremos en claro que quienes se sienten a disfrutar y padecer La condición humana tendrán el privilegio de ver la actuación de uno de los mejores intérpretes de la Historia del cine. Es cierto, con todo, que la excepcional banda sonora contribuye lo suyo a crear el clima moral de la película y a subrayar las intensas emociones que nos asaltan a cada momento de una historia planteada como una carrera de obstáculos de un hombre bueno contra un sistema ominoso. Descubrir el horror a cada paso exige un temple moral que Kagi exhibe de modo natural, sin énfasis ninguno, hasta que la suma de los horrores puede con él y lo sumerge en la vorágine del descreimiento, de la culpa y del autodesprecio. De esa ciénaga hedionda solo puede rescatarlo Michiko, por eso, al final, se escapa del campo de prisioneros soviético y se lanza al reencuentro con ella. Recordemos que en la segunda parte, cuando intenta detener al compañero comunista que se escapa del regimiento, cae en unas arenas movedizas donde cae el suboficial que le hace la vida imposible, y duda lo justo para decidir que su obligación moral es salvarlo, si puede, de esa muerte tan espantosa.

         No he hecho mucho hincapié en ello, pero la valentía de Kobayasi para rodar esta película y hacer el retrato que él hace del ejército imperial no está al alcance de todos los cineastas. Su sólido compromiso con el pacifismo radical convierte esta denuncia del totalitarismo del ejército en un auténtico documento que debiera ser visto por todas las generaciones, para comprender que el noble arte de la guerra o de la defensa —pensemos en Ucrania, por ejemplo— es incompatible con la degradación humillante de los soldados propios y aun de los ajenos, aunque no ignoremos que si la primera víctima de la guerra es la verdad, no diferente suerte ha de correr la carne de cañón de que estas se alimentan. En la información consultada he descubierto la referencia a que cada año  se programa en Japón un maratón cinematográfico para ver de un tirón la película, y que Tatsuya Nakadai, Kagi, ha acudido a algunas de esas proyecciones.

         No sé si, perdido en la sinopsis de la trilogía, ha quedado clara la pasión desenfrenada con que he visto este testimonio cinematográfico de la barbarie militar japonesa y de la heroica resistencia de un alma nobilísima con altísimos imperativos éticos, pero puedo asegurar que la he vivido con total compunción y he seguido sus largas horas de proyección con el sereno recogimiento impotente de quien ha de asistir al triunfo no duradero de la barbarie con total abatimiento y desolación. La guerra no es solo la acción militar, sino el hambre, el desprecio de cualquier vida, el frío, el miedo a todo lo que nos rodea, la pérdida dramática de la esperanza, la ocasión, también, de descubrir el verdadero rostro de las personas y la nobleza de las acciones solidarias para con nuestros semejantes. De todo ello hay ejemplos recurrentes en La condición humana, que, con legítimo derecho, puede considerarse, más allá de una imperecedera obra de arte cinematográfica, como un brillante ensayo de antropología social de alcance universal, aunque nos acerque, muy esclarecedoramente, a la esencia del pueblo japonés anterior a su derrota en la Segunda Guerra Mundial.

         [Como la he visto en YouTube, con sus más y sus menos en cuanto a la calidad de la copia, la compraré en DVD y la volveré a ver, acompañado…]

sábado, 24 de diciembre de 2022

«José Luis López Vázquez: ¡Qué disparate!», de Roberto Oltra, un homenaje.

 

Una oportunidad desaprovechada, aunque de buen ver para devotos y rendidos admiradores como servidor…

 

Título original:  José Luis López Vázquez: ¡Qué disparate!

Año: 2022

Duración: 83 min.

País:  España

Dirección: Roberto Oltra

Guion: José Luis López Magerus, Roberto Oltra

Reparto: José Luis LópezVázquez

Música: Juan Antonio Simarro

Fotografía: Andrés Torres, Javier Caballero.

 

         Confieso que nada más enterarme del estreno de este documental sobre el inmortal actor José Luis López Vázquez me dije que sería lo primero que había de ver, desplazando, incluso, otros compromisos ya contraídos. Así lo he hecho y, a pesar de que el mero recuerdo de decenas de actuaciones suyas es un regalo por el que doy las gracias de todo corazón, el documental, que quiere conmemorar el centenario de su nacimiento, naufraga de un modo que, a mi modesto juicio, desaprovecha las potencialidades de un actor como él, de la mejor escuela cómico-costumbrista de Pepe Isbert y con una vena dramática comparable a cualquier grande de la historia del cine mundial.

         Hace muchos años que vengo sembrando la idea de que el mejor homenaje a López Vázquez, un actor que ha impuesto su nombre y apellidos de tal manera que no hay manera de hablar de él separando nombre y apellidos, si bien Lopez Váquez, al estilo de los árbitros, aún tendría un pase, pero en modo alguno José Luis —un familiar suyo nos revela que, para la familia, siempre fue «Luchito», un hipocorístico que en modo alguno cabe relacionar con él— sería un encadenado de actuaciones milimétricamente escogidas entre sus infinitas películas al estilo de That’s Entertaintment!, la antología de números del musical usamericano que incluso dio pie a una segunda parte por la excelente acogida que tuvo la primera; no se trataría de hilvanar una historia aprovechando sus actuaciones, sino de crear un ritmo narrativo que permita al espectador disfrutar de un maestro de la comicidad y de la tragedia, dos habilidades interpretativas que no siempre se dan en una misma persona.

         Me declaro entusiasta devoto de la carrera del actor desde que entré en contacto con su obra, y ahora mismo me es imposible decir cuál fue la primera película que vi de él, aunque muy probablemente fuera La gran familia, de Palacios y Salvia, porque el «¡Chencho!» lastimero de Pepe Isbert es un recuerdo imborrable de mi pubertad. Luego ya, en mi adolescencia, coincidí con una época de películas disparatadas, muchas de ellas con la no menos inmortal Gracita Morales, que siempre, sin fallar ni una, me arrancaban la carcajada en cuanto el actor entraba en escena, de las maneras más insólitas imaginables. Por eso sostengo que el documental que propongo sería un absoluto éxito de taquilla. Recordemos lo que atrajo a los jóvenes el descubrimiento de Tony Leblanc, ¡otro grande del cine español!, rescatado por Segura para su Torrente,el brazo tonto de la ley. Mi juventud y primera madurez la marcan las películas de Saura y un corto de Antonio Mercero, La cabina, que ya es historia de la televisión y en el que él destaca con una potencia dramática que ya había descubierto Carlos Saura en Pepermint frappé.

         Como buen profesional, JLLV nunca despreció cuanto había hecho, porque para mantenerse en una profesión tan difícil como la de actor, uno no puede ponerse ni estupendo ni exquisito, pero su virtud fue que se entregó a todos esos papeles y dio lo mejor de sí mismo, aunque, en la medida en que se trata de un actor «sin método», esto es, un cómico que tira de sus recursos por vía de una maravillosa intuición que siempre le dictó lo que cada personaje necesitaba, y acertó de lleno.

         El documental tiene un guion de su hijo, José Luis López Magerus, y se alternan en él las declaraciones de los familiares, de las amistades y de algunos eruditos del cine, si bien la selección no es lo suficientemente interesante para los espectadores, porque, sin ir más lejos, ¿qué valor tiene el «documento» de José Sacristán, que no va más allá de constatar que es un actorazo como la copa de un pino o de admirar interjectivamente su habilidad como figurinista? Se echa de menos un acercamiento íntimo al personaje, a pesar de lo difícil que él lo ponía, por su escasa predisposición hacia la sociabilidad y su entrega absoluta al trabajo, lo que poco tiempo le dejaba incluso para la familia, como su hijo y sus dos hermanas se quejan sentidamente. Falta, a mi modo de ver, una cierta dimensión épica de ese actor que se asocia a una extensa parte de la historia del cine español, y, a través de él,  podría haber emergido el retrato de una sociedad que pasó de la herencia de la posguerra, El pisito, de Ferreri, al desarrollismo de los 60, El turismo es un gran invento, de Pedro Lazaga, y la revisión crítica de la Guerra Civil y el franquismo, La prima Angélica, de Saura, además de obras singulares e impactantes como El bosque del lobo, de Pedro Olea y, sobre todo, Mi querida señorita, de Jaime de Armiñán, adelantadísima a su época. Los constantes saltos de unos a otros géneros, sin explorar suficientemente la singularidad de su trabajo en cada uno de ellos es un lastre para la atención del espectador, quien navega algo perdido, cronológicamente, en sus plurales registros interpretativos.

         Insisto, está por hacerse ese documental que propongo, porque solo entonces, perdónenme la soberbia, se devolverá a José Luis López Vázquez al público que lo encumbró, ese que es de ayer, de hoy y de siempre. A título de ejemplo, aduzco el festival de carcajadas con que me regalaron mis hijos, adolescentes entonces, cuando los llamé para que vieran conmigo Usted puede ser un asesino, de José María Forqué.

         Todos conocemos las virtudes artísticas de JLLV, y en este centenario, que tan discretamente está pasando, ¡cómo se ha echado de menos un ciclo en La 2 dedicado a sus películas, a todas ellas, las malísimas, las malas, las regulares, las buenas, las excelentes y las obras maestras... en las que él siempre ha destacado por encima de cualesquiera circunstancias. El agradecimiento no es una de las virtudes de nuestro pueblo español, ¡y menos aún de sus gobernantes!, pero insisto en que le debemos a JLLV un homenaje a la altura de su importancia estelar en la historia de nuestro cine.

         Cualquier aficionado a su cine va a disfrutar con este documental, porque aparece el actor en películas claves y en momentos muy señalados, pero, ¡y ya es paradójico!, este espectador al menos se queda con unas ganas inmensas de seguir viéndolo en pantalla, en acción, y cada vez que se da paso a un familiar, a los amigos o a los colegas se nos pinta la contrariedad en el rostro, como si nos privaran de lo mejor de la película…

         Me quedo con la copla, eso sí, de ¡Es mi hombre!, de Rafael Gil, que no creo haber visto, de un director, además, cuya importancia capital en nuestro cine aún no ha sido lo suficientemente justipreciada.