lunes, 30 de abril de 2018

“Un ladrón en la alcoba”, de Ernst Lubitsch o la quintaesencia de su “toque”.



La amoralidad del latrocinio de guante blanco en la alta sociedad corrupta o la tentación del melodrama: Un ladrón en la alcoba o la excelencia del ingenio visual.

Título original: Trouble in Paradise
Año: 1932
Duración: 83 min.
País: Unidos Estados Unidos
Dirección: Ernst Lubitsch
Guion: Samson Raphaelson, Grover Jones
Música: W. Franke Harling
Fotografía: Victor Milner (B&W)
Reparto: Herbert Marshall,  Miriam Hopkins,  Kay Francis,  Edward Everett Horton, Charles Ruggles,  C. Aubrey Smith,  Robert Greig.

A la espera de poder ver a solas Pickpocket, de Bresson, esas cosas que uno, a su pesar, ha de hacer solo en esta vida, tropecé en el capítulo de Filmin dedicado a las películas de ladrones de guante blanco, con esta joya de Lubitsch que no había visto y que, por su particular historia de distribución, no muchos habrán tenido el placer de ver. Lo digo todo si anticipo que no tardaré en volver a verla, porque merece, como poco, un segundo visionado al poco del primero, ¡tal es el número de detalles ingeniosos y magníficos del famoso “toque” del rey de la comedia en esta película que imagino debió de hacer las delicias de Hitchcock, aunque ni sé si la vio! Su historia se resume en que, tras ser una de las películas más vistas desde su estreno hasta 1935, en este año fue prohibida por atentar contra las normas del código Hays y solo volvió a exhibirse en televisión en 1958, y al DVD no llegó hasta 2003. O sea, que casi podríamos hablar de una película que, salvo su pase por Televisión en 1970, nunca ha llegado a las pantallas de los cines españoles, como sí lo haría, ¡y con tanto éxito! ese mismo año To be or not to be, acaso su película más conocida y mejor valorada, aunque Lubitsch le tenía más cariño a la presente, acaso por el derroche de ingenio visual que hay en toda la película y por ajustarse con mayor precisión a lo que él entendía que era su toque personal, tan relacionado con el montaje y con las soluciones visuales para los estupendos gags que salpican la película constantemente. La trama es de lo más insustancial que pudiéramos imaginar: un barón espera reunirse con una marfquesa para tener una cena íntima en la que, sin embargo, ambos se descubren, el uno a la otra y viceversa, como auténticos virtuosos del carterismo, a raíz de lo cual no solo acaban enamorándose, sino huyendo de Venecia, donde la policía los persigue por el robo de 20.000 francos a un noble británico,  para trasladarse a París, que se convertirá en nuevo teatro de sus hazañas. El tono de comedia distinguida, con rápidas sucesiones de réplicas y contrarréplicas ingeniosas, amén de los jugosísimos planos del director, que se inician con los títulos de crédito, en los que aparecen primero las palabras Trouble in y acto seguido Paradise, teniendo como fondo una cama con dosel, lo cual da a entender ya que la sexualidad va a jugar un papel importante en la trama, como así sucede, porque, como le confiesa Gaston (Herbert Marshall)  a Mariette (Kay Francis): Yo vine aquí a robarte y por desgracia me enamoré de ti, lo cual envenena de celos a la compinche y amante de Gaston, Lily (Miriam Hopkins) construyéndose un triángulo de malentendidos, engaños, falsedades y rencores más propios de un buen melodrama que de la magnífica comedia que la película es. Una vez que Gaston roba un bolso carísimo en la ópera a la rica propietaria de una fábrica de perfumes y se entera del dinero que dan como recompensa, decide devolverlo, puesto que le dan más de lo que hubiera ganado vendiéndolo a un perista. Las impecables artes de don Juan, galán de mundo, consiguen cautivar a la propietaria, quien decide emplear al galán como consejero financiero. Teniendo en cuenta que tras ella van dos galanes como el alcalde de la ciudad y el noble británico a quien robó Gaston en Venecia, este último interpretado por uno de los secundarios indispensables en estas comedias de High Society, Edward Everett Horton, un cómico capaz de asegurar la risa por si mismo en cualquier escena en la que aparezca, la trama se irá complicando, con la evolución ya mencionada hacia esa faceta melodramática que no llega a cuajar porque se impone el buen sentido cómico de Lubitsch, quien sabe rescatar la película para la comedia justo cuando la situación con robos, falsas imputaciones y gestos de hombría, amén de los terribles celos que devoran a Lily, parece apartarla del tono ligero con que había transcurrido hasta ese momento. Hay, sin embargo, en todo ello una necesidad que impone el hecho de la denuncia por malversación al director de la empresa de la protagonista, con quien el estafador Gaston llega a un “pacto de caballeros” para no denunciarse mutuamente, una crítica corrosiva del funcionamiento de las grandes empresas cuyos Consejeros abren la película pidiéndole a la propietaria que recorte los salarios para mejorar los beneficios, a lo que esta se niega.. Las películas de Lubitsch, que incorporan tantos elementos visuales del vodevil, y no falta tampoco en esta un encantador juego de puertas para desesperación del mayordomo, no son fáciles de explicar, so pena de quitarles toda la gracia que tiene su magia visual, como el encuentro cumbre de la empresaria de perfumes y el impostor La Valle que es como se hace llamar Gaston Manescu, el ladrón que, como se dice a través de la radio, robó en la Conferencia de Paz en Ginebra y se lo llevó todo menos la paz…; ese encuentro íntimo relatado con el plano fijo de dos relojes mientras el sonido fuera de campo, apenas unas risas complacidas y una intimidad recién descubierta; o como los tres planos consecutivos del primer beso de los nuevos amantes reflejados en dos espejos para pasar a la unión de las sombras de ellos sobre el lecho de la habitación, una autentico malabarismo de planos que suceden a un juego de seducción espectacular que me niego a devaluar con palabras… Cualquier aficionado a las películas de Lubitsch va a llevarse un sorpresón mayúsculo con esta comedia que bien puede considerarse la madre de todas las comedias de guante blanco que se han rodado después, incluidas las que tienen Venecia como escenario o la Costa Azul de Atrapa a un ladrón, de Hitchcock. Cine en estado puro de ingenio visual.





domingo, 29 de abril de 2018

“El amor es extraño”, de Ira Sachs, o la lucha contra la marginación que no ha de cesar…


Cuando un matrimonio homosexual supone abrir la puerta a la marginación social: El amor es extraño o el desvalimiento súbito en la vejez. 

Título original: Love is Strange
Año: 2014
Duración: 92 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Ira Sachs
Guion: Ira Sachs, Mauricio Zacharias
Fotografía: Christos Voudouris
Reparto: John Lithgow,  Alfred Molina,  Marisa Tomei,  Charlie Tahan,  Cheyenne Jackson, Tatyana Zbirovskaya,  Olya Zueva,  Jason Stuart,  Darren E. Burrows, Harriet Sansom Harris,  Manny Perez,  Christina Kirk,  John Cullum,  Eric Tabach, Tank Burt,  Daphne Gaines,  Christopher King,  Maryann Urbano,  David Bell

¡Qué francés es el cine de Ira Sachs! No es que no haya en la tradición usamericana películas que hagan del intimismo y los ordinary people, como aquellos con los que debuto Robert Redford como director, excelentes retratos de la contemporaneidad, y valientes reflexiones sobre la condición humana, pero hay algo en las películas de Sachs que me lleva a emparentarlo con autores como Truffaut o, sobre todo, con Rohmer, aunque no el de la vertiente verborreica, sino el de los silencios expresivos. Fue el Naturalismo el que puso de moda lo de la tranche de vie para definir las historias que parecían arrancadas a la vida corriente con una fidelidad casi fotográfica e incluso científica, como llegaron a defender algunos practicantes del género. He de reconocer que la película anterior que había visto de Sachs, la premiada Verano en Brooklyn, no acabó de convencerme, y lo expliqué en este Ojo en su momento, a pesar de la solidez del planteamiento: el economicismo frente al tejido ciudadano de afectos criados en la estrecha convivencia vecinal. En El amor es extraño, Ira Sachs arranca con el día más hermoso de un par de homosexuales que decide, después de más de veinte años de convivencia, casarse. Uno de ellos está jubilado. El otro es profesor de música en un colegio religioso en el que jamás escondió que fuera homosexual. Ahora bien, en cuanto lo “legaliza” con un matrimonio, es expulsado de la escuela, lo que los deja, literalmente, con una mano delante y otra detrás.  Y ahí se inicia una revolución cotidiana que les llevará a vender la casa propia para ponerse de alquiler y poder sobrevivir a una edad en la que no se abren ciertamente las puertas a los trabajadores, por sólido que sea su currículo. Como han de desalojar el piso vendido, y no tienen a dónde ir, cada uno de ellos es “recogido” en diferentes casas: uno, el jubilado, preciso, tierno y jocoso John Lithgow, se queda en casa de su sobrino, y el profesor, soberbio Alfred Molina, con una carrera de calidad a sus espaldas que ya quisieran muchos actores, en casa de unos amigos propensos a los parties y a las distracciones que suponen un calvario para un profesor de música clásica. Separados, pues, los recién casados, la situación se vuelve esperpéntica, porque el desvalimiento de cada uno de ellos en esa distancia se transforma en un sufrimiento real que me ha traído a la memoria una película auténticamente estremecedora, y que, sin embargo, sugiero encarecidamente que se vea: Dejad paso al mañana, de Leo McCarey, que quizás le haya servido a Sachs de lejana inspiración, dada la similitud de ambas situaciones. Nadie espere grandes conflictos, diálogos trascendentales o momentos sublimes -aunque la noche en que Molina no resiste más sentirse tan solo y va a casa de su esposo para pasar una noche con él entra, por derecho propio, en ese terreno de las grandes secuencias de cine, por toda la verdad de los sentimientos tan profundos que están en juego-, porque el tono menor domina la narración de unas vidas sometidas a la caridad ajena y a la implacabilidad de la moral dominante. Sachs, homosexual él mismo, casado y con hijos, no solo sabe de lo que habla, sino que, además, lo hace con una sutileza, con un tacto, con una sensibilidad exquisitos, y en ningún momento, a pesar de la evidencia, reparamos en que el amor de los recién casados sea o no sea homosexual, le es indiferente al espectador: vivimos la tragedia de la separación de dos seres que se aman y que comparten una complicidad propia de las largas convivencias, homos y heteros por igual. La película se centra más en el personaje del tío y la familia del sobrino, con una escritora en casa a quien la presencia del “intruso” descoloca, lo mismo que al hijo, quien, además, está tratando de resolver, en esos momentos, su orientación sexual, y a quien tener que compartir su habitación con su tío abuelo no le hace mucha gracia, ciertamente. La película nos ofrece, también, una visión de Nueva York en la que, de nuevo, el barrio alejado de la magna Apple se articula como un espacio de vida auténtica frente a la despersonalización del gran centro comercial, turístico y económico. La película progresa, ya digo, en la dirección de buscarse un espacio propio donde poder volver a compartir sus vidas los protagonistas, pero la enfermedad y la muerte del tío se cruza en el camino de la pareja, justo cuando el profesor había encontrado un “chollo” en Greenwich Village, un apartamento de renta limitada que le cede un desconocido con quien se relaciona, ¡como dos náufragos!, en uno de los parties de sus anfitriones. No hay, sin embargo, brochazos sentimentales enfáticos, ni dramas duros, sino un fluido vital que, con el acorde dominante de la decepción y la tristeza, nos recuerda que no hay fronteras entre la sala de butacas y la pantalla, que somos una misma realidad, aunque sea doliente, como la emotiva escena en que el sobrino nieto le lleva al esposo de su tía abuelo el retrato que pinto en la azotea de su casa de su amigo Vlad, de quien parece haberse emancipado a juzgar por el final. Al salir de la casa, el joven se queda llorando a medio tramo de la escalera, mientras que a través de la ventana de la escalera observamos un tramo de calle arbolado sometido a una tormenta de viento y lluvia que parece acompasarse con el llanto del joven. Son unos minutos de cine muy intenso, muy de verdad, llenos de esa rara virtud de la catarsis…

jueves, 26 de abril de 2018

“El bárbaro y la Geisha”, de John Huston o cómo ser seducido por un país escénico.



Recreación de un hito histórico y documento etnográfico de primer magnitud: John Huston descubre el Japón clásico, siguiendo la estela tecnicolor de La casa de bambú, de Samuel Fuller.

Título original: The Barbarian and the Geisha
Año: 1958
Duración: 105 min.
País: Estados Unidos
Dirección:John Huston
Guion: Charles Grayson, Nigel Balchin, James Edward Grant, Alfred Hayes (Historia: Ellis St. Jose:ph)
Música: Hugo W. Friedhofer
Fotografía: Charles G. Clarke
Reparto: John Wayne,  Eiko Ando,  Sam Jaffe,  So Yamamura,  Takeshi Kumagai, Fuyukichi Maki,  Norman Thomson.

Comencé a ver El bárbaro y la Geisha llevado por la presencia tras la cámara de John Huston y albergando serias dudas de si un título como ese no escondía un “disparate” exótico de primera magnitud. La carátula de la película, con un en actitud de acción incendiaria y una geisha tendida en el suelo a sus pies, tampoco ayudaba mucho a imaginar que pudiera tratarse de una película que no fuera de compromiso o de pane lucrando. Mi sorpresa relativa ha consistido en que, contra todas las sospechas agoreras, la película, con trasfondo histórico, sigue de cerca la llegada al Japón del primer cónsul Usamericano y la peripecia para presentar sus cartas credenciales y lograr un tratado de amistad y cooperación entre ambos países. En ese cometido, John Wayne lleva consigo un traductor y experto en la vida japonesa que le auxilia en todo momento, el secundario de lujo Sam Jaffe, que ya actuara con Huston en La jungla de asfalto y que antes lo hiciera con Elia Kazan en La barrera invisible, una excelente película sobre el antisemitismo usamericano., criticada oportunamente en este Ojo. ¿Película exótica? Pues sí, para qué nos vamos a engañar. John Huston se sintió seducido por un proyecto que incluía el famoso choque de culturas para empaparse de una cultura con un sentido de la escenografía y el ritual tan acendrado como el de la sociedad japonesa. Se peca de folclorismo del mismo modo que puede pecar de antropológica cualquier película que intente acercarnos a una cultura como lo hace John Huston en este “encuentro” entre el ideal usamericano de la eficacia y la emprendeduría y la vida feudal sujeta a un feroz ritualismo de los japoneses. Las sombras del fracaso que se ciernen sobre la misión del cónsul están presentes desde el mismísimo desembarco, cuando el jefecillo de la población pesquera donde lo hace le conmina a que se dé la media vuelta y se vaya. La existencia de un preacuerdo entre ambos países para explorar la posibilidad del tratado le permite al cónsul desembarcar y esperar reacciones de dirigentes superiores al de la aldea. Es instalado en ella de cualquier manera y al poco, por la llegada de un barco atacado por el cólera, unos marineros se lanzan al agua para desembarcar, llevando consigo la enfermedad que se extiende por el poblado. El cónsul participa activamente en el control de la epidemia, lo que implica la incineración de cuantos bienes pueden haber servido para propagarla, lo que hace contra la opinión de los jefecillos de lugar. Más tarde, cuando el cónsul ha decidido marcharse con rumbo a Edo para presentar ante el Emperador sus credenciales, el pueblo reacciona y le rinde un sincero homenaje que incluye toda la parafernalia propia de las celebraciones japonesas. Ha de decirse que la geisha que le sirve de gobernanta en su casa es de la que poco a poco va enamorándose el cónsul, quien, al despedirse de ella, descubre sus profundos sentimientos. La compañía con que irá el cónsul hasta la ciudad imperial de Edo, es decir, la actual Tokio, constituye un desfile multicolor que le permite llegar a presencia del Emperador como una suerte de héroe popular. Desde el comienzo de la película John Huston despliega una puesta en escena y unos encuadres que refuerzan la dimensión teatral de la vida japonesa, y en ese menester destaca la delicada labor de seguimiento de la geisha, cuyos movimientos coreográficos realzan la belleza del interiorismo de las construcciones japonesas, con sus puertas correderas, sus espacios con decoración minimalista y la textura y colorido del siempre sorprendente vestuario tradicional japonés. A su manera, la película de Huston viene a ser un antecedente lejano del uso del color por parte de Kurosawa, quien no se estrena en él hasta 1970, aunque, después, nos lega unas obras que rozan la perfección. Quiero creer, porque la exquisitez de los encuadres y el colorido de la película de Huston así lo dan a entender, que Kurosawa vio con mucha atención esta película. Se trata de una historia morosa, con solo muy relativo interés dramático, pero cuya dimensión estética es de primerísimo orden, lo que incluye escenas como la de la cadena de puertas abiertas en cascada para ampliar un espacio por donde llegará la comitiva del cónsul ante el jovencísimo Emperador, que sin ser una novedad estricta, adquiere una dimensión escenográfica magnífica. De menor interés es la lucha intestina de las esferas del poder para avalar y oponerse a la privilegiada relación con Usamérica, pero no cabe duda de que la escenificación de la muerte de uno de los contendientes en una ceremonia ritual de los arqueros que disparan sobre el caballo al galope es bellísima. A resultas de esas luchas intestinas, acabará la Geisha ofreciéndose en inmolación para salvar la vida de su amado, traición que la llevará a renunciar a él y a desaparecer de su vida, lo que implica un final anticlimático que refuerza lo poco de melodrama que había en la relación entre ambos, si bien nos pilla por sorpresa, todo ha de decirse. Insisto, la película tiene un valor estético altísimo, un valor histórico curioso y un valor comercial dudoso. Con todo, Huston consigue que sigamos atento a la minuciosidad con que ha planificado las escenas, cautivados por la belleza de sus encuadres, del paisaje, de los interiores y del magnificente vestuario que preside la narración. Muy curiosa, en la filmografía de Huston, pero digna de ser vista. No defraudará a los amantes del Japón, del cine de Kurosawa e incluso a los adictos a esa joya del color que fue, en su momento, La casa de bambú, de Fuller.

miércoles, 25 de abril de 2018

“Chantaje contra una mujer”, un thriller tenebroso de Blake Edwards.



Un thriller estilístico y angustioso o el FBI siempre gana: Chantaje contra una mujer o un dominio del tempo y el encuadre en primerísimo plano.

Título original: Experiment in Terror
Año: 1962
Duración: 123 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Blake Edwards
Guion: Gordon Gordon, Mildred Gordon (Novela: Gordon Gordon, Mildred Gordon)
Música: Jack Hayes, Leo Shuken, Henry Mancini
Fotografía: Philip H. Lathrop (B&W)
Reparto: Glenn Ford,  Lee Remick,  Stefanie Powers,  Roy Poole,  Ned Glass,  Anita Loo, Patricia Huston,  Gilbert Green,  Clifton James,  William Bryant,  Ross Martin.

Quizás no haya en toda la película una secuencia tan poderosa como el arranque, en el garaje de la protagonista, tras aparcar esta el coche, oír ruidos extraños y verse reducida inmediatamente, por la espalda, por un hombre que la amordaza y la fuerza a oír, con una voz corta de respiración por el asma, el chantaje a que la someterá para que ella, cajera de un banco, le consiga cien mil dólares, después de darle pormenorizada relación de cuanto conoce de ella, incluidas las costumbres de su hermana pequeña. El espectador “siente” el contacto corporal agresivo de ese delincuente que fuerza a la protagonista a una sumisión de la que no puede escapar.  Cuando, ya en la casa, decide llamar a la policía, el hombre reaparece para convencerla de que no se trata de un juego y que está poniendo en juego su propia vida y la de su hermana. Será el agente del FBI, un Glenn Ford en su madurez creativa, quien inicie una investigación para dar con ella después de apenas haber cruzado con ella dos palabras, una de ellas el nombre, lo que les permite repasar el listín telefónico de San Francisco hasta dar con ella y, en clave, ser alertados de que su interlocutora está siendo controlada por un extraño. Los primerísimos planos desasosegantes del inicio de la película, que encubren al chantajista y al tiempo lo delatan por la carnosidad de sus labios y la respiración jadeante del asmático, incluyen algunos picados y contrapicados, en los forcejeos, que nos indican claramente la perturbación psicológica del antagonista, quien acaba asumiendo un papel cada vez más protagonista a medida que avanza la película. Aunque Lee Remick, cuya mirada expresiva tanto colabora para la comunicación del terror que le provoca el extraño, hace un fantástico papel, el actor Ross Martin, conocido por los televidentes de todo el mundo por su papel de Artemio Gordon en la serie The Wild Wild West, logra una interpretación capaz de desasosegar al más pintado, y contribuye en mucho a la excelencia de la película. Hay en Edwards una planificación de los encuadres que opta por una alternancia casi rítmica entre los planos  generales, como los de exteriores y algunos en la oficina bancaria o en el estadio de béisbol y los primerísimos planos que revelan una violencia a punto de desatarse con terribles consecuencias. La elegancia del blanco y negro en una época, principios de los 60, en que los colores casi chirriantes hacen furor en la taquilla, nos remite a la tradición del mejor cine negro de los años 40 y 50, a los que casi puede decirse que se quiere rendir homenaje. La película tiene dos secuencias formidables: la del asesinato de quien se supone que ha sido amante del asesino, una fabricante de maniquíes, con una puesta en escena espectacular en el estudio de la “artista” lleno de maniquíes entre los que se esconde el asesino y luego es colgada la artista asesinada y, en el desenlace de la película, en el estadio de béisbol, una parte de la película que, a mi entender, es claro antecedente de otra situación similar, aunque en un estadio donde hay un combate de boxeo, en una película famosa de Brian de Palma: Ojos de serpiente. Solo hay un pequeño detalle de guion que ensombrece la buena planificación del mismo. Me refiero a la aparición del culpable en el estudio de la diseñadora de maniquíes asesinada, sin que, una vez que han establecido su identidad con la fotografía de sus antecedentes penales, ningún agente del FBI recuerde haberlo visto allí, a pesar de haber intercambiado con él unas breves palabras. Ello no empaña en absoluto la calidad de la cinta, por supuesto, y el secuestro de la hermana menor de la protagonista contribuye al mantenimiento del suspense. Las secuencias finales de la muerte del “generoso” ladrón, porque es el benefactor del hijo de una mujer, a quien financia la estancia en el hospital con el fruto de sus robos, están a la altura de los grandes finales de thrillers, y dejan tan buen sabor de boca como las inquietantes del inicio. Blake Edwards es un autor de comedias, está claro, pero dos incursiones en géneros como el terror psicológico, en esta película y en el drama social, como en Días de vino y rosas, una película excepcional, con Jack Lemmon y otra intensísima interpretación de Lee Remick, nos convencen de que estamos ante un director de los grandes en la historia del cine.

martes, 24 de abril de 2018

El Dickens gótico de David Lean: “Cadenas rotas” (“Great Expectations”)




El amor más allá de la cuna: Great Expectations o una melodrama gótico en pleno realismo dickensiano.

Título original: Great Expectations
Año: 1946
Duración: 118 min.
País: Reino Unido
Dirección: David Lean
Guion: David Lean, Ronald Neame, Anthony Havelock-Allan, Cecil McGivern, Kay Walsh (Novela: Charles Dickens)
Música: Walter Goehr
Fotografía: Guy Green (B&W)
Reparto: John Mills,  Valerie Hobson,  Martita Hunt,  Alec Guinness,  Jean Simmons, Bernard Miles,  Francis L. Sullivan,  Finlay Currie,  Anthony Wager,  Freda Jackson.

Me temo que quienes hayan leído la novela, como les pasa a muchos críticos de FilmAffinity, se ven incapacitados para elaborar la crítica de la película sin hacer constantes referencias a todo lo que se ha perdido en la traslación del papel a la pantalla. No haber leído la novela, sin embargo, me permite criticar la adaptación sin esa rémora de la comparación odiosa. ¿Qué se me da si tal o cual personaje desaparece, si tal o cual acontecimiento no aparece, si la edad de los actores se ajusta o no a la de los personajes creados por Dickens? La película, como tal, es una historia magníficamente escrita, perfectamente fotografiada, ¡nada menos que por Guy Green!, director de quien hemos elogiado en este Ojo hasta cuatro películas, todas ellas meritorias y dos buenísimas: El amargo silencio y El señor de Hawai, e insuperablemente interpretada por un reparto que desde John Mills hasta La jovencísima Jean Simmons o el debutante Alec Guiness, sin olvidar al magnifico presidiario Finlay Currie o a la novia humillada, Martita Hunt, como Miss Havisham.  Un guion escrito a cinco manos por fuerza había de reelaborar la historia para sacar de ella, al margen de los mil y un caminos en que se diversifica la acción principal, una línea narrativa nítida, y esa es, en este caso, el amor de Pip por Stella, que resiste todas las adversidades, que incluyen no pocas humillaciones. La película se adentra, además, en el género gótico, más como una narración de Emily Bronte, que propiamente como la obra de Dickens, aunque la parte londinense de la historia sí que refleja fielmente el mundo dickensiano, sobre todo a través del abogado. La película comienza con unas secuencias propiamente tenebrosas: Pip adentrándose en un cementerio donde acabará tropezando con un fugitivo de la Justicia con grilletes que le exigirá alimento y una lima para poder desembarazarse de su impedimento. El chiquillo, asustado como si hubiera se hubiera tropezado con el mismísimo diablo en persona, cumple lo que se le pide, llevado también por su buen corazón, por supuesto. La puesta en escena en unos parajes cenagosos, llenos de niebla y rodada con un contrastadísimo blanco y negro muy sugerente nos sitúa casi en un ámbito mirífico, fuera de la realidad, por dura y contundente que sea la de los fugados que acaban siendo capturados por los soldados que siguen su rastro y a quienes acompaña Pip y su cuñado, el herrero del pueblo. Pero aún no hemos salido del impacto visual de ese arranque de la película cuando vamos a acompañar a Pip en su viaje a través del tiempo detenido en una mansión  en la que se le requiere para que sirva de acompañante de la hija de la propietaria, una mujer extravagante que ha suspendido el tiempo el día en que fue plantada ante el altar por su novio. Viste las galas de la boda, y la habitación donde recibe a Pip es la del convite de boda, con el pastel incluido: una decoración inmejorable, al estilo de las películas de terror de la Hammer, pero con mucha más clase. El hecho de que se alumbren con una vela para recorrer las sombrías estancias de la mansión, donde está prohibido que entre la luz del sol, añade tenebrismo a las escenas. Aunque Pip se enamora de Stella nada más verla, Stella representa un carácter veleidoso, casquivano, frívolo y caprichoso que parece complacerse en arruinar las expectativas sentimentales del joven. Por uno de esos azares propios del mundo de Dickens, el joven Pip es agraciado por un benefactor o benefactora, ignoramos de quién se trata hasta bien entrada la película, y se convierte en un gentleman que se instala en Londres, llevando una vida propio de caballeros, es decir, ociosa y más preocupada por las apariencias que por darle un sentido que vaya más allá del reducido de las relaciones sociales, con sus costumbres y etiquetas. Estando en posesión de sus bienes de origen desconocido, Pip vuelve a la casona para entrevistarse con quien él cree que es su benefactora, y allí descubre a Stella, si bien esta sigue manteniendo ese juego cruel con el joven, a quien seduce y rechaza a partes iguales. Cuando sabemos que el benefactor de Pip es el presidiario que logró huir y ganar su dinero en otras latitudes, y este se presenta en Londres para hacérselo saber a Pip, a pesar de que aún sigue perseguido por la Justicia, la narración da un giro insospechado, porque Pip, por razón del origen de su fortuna, verá cerradas las puertas de la alta sociedad a la que creía que su dinero y el deseo de Miss Havisham le habían facilitado el camino y el ingreso. Insisto, el retrato que hace Lean del joven adocenado, del mundo dickensiano que representa el abogado, la propia familia de Pip o la graciosa escena del pasante del abogado con su padre, una escena cómica logradísima, tienen un alto valor cinematográfico, manifestado en infinidad de tomas, como las de la diligencia abarrotada que lleva a los personajes del pueblo a la gran ciudad y viceversa, o como la visita del cuñado que se considera un criado frente al Pip que había trabajado a sus órdenes y ahora ha alcanzado la categoría de sir… Como los celos se comen al joven Pip cuando se entera, en unas interesantes secuencias de baile, que la joven se ha comprometido con un noble, la noticia de la muerte de Miss. Havisham lo lleva a volver a la mansión donde entró de bien niño y desde donde alimentó sueños, deseos y anhelos que de ningún modo se han cumplido como esperaba. En la mansión encuentra a Stella, a quien el noble acabó despreciando al conocer el origen plebeyo de la joven. No se trata, pues, del encuentro de dos ambiciosos fracasados, sino de dos enamorados descarriados a los que el azar ha vuelto a reunir. La última escena, en la que Pip rompe todos los obstáculos que halla a su paso la luz para inundar de auténtica realidad las estancias de aquella casa y disolver el tiempo de los viejos relojes parados, de la que ya había sido un anuncio premonitorio el incendio del traje de novia de la señora Havisham, a quien Pip salva de una muerte segura con decidida energía y habilidad; ese momento, digo, en que la luz e hace dueña del decorado fantasmal en que había vivido la señorita Havisham y en la que parece estar dispuesta a vivir su hija, es un gran momento cinematográfico, sin duda. La cuidadísima ambientación de época, la selección fantástica de los espacios y del casting contribuyen a dotar de una autenticidad la narración que debería hacerles olvidar a quienes la comparan con la novela, esas incongruencias que no tienen razón de ser. Adaptar no significa “trasladar”. No solo hablamos de lenguajes diferentes, el de la novela y el de la pantalla, sino de dos creaciones muy distintas: la narración de la novela y la de la película, en la que, por definición, no cabe todo. Pero lo que aquí ha cabido es, sin duda, una historia emotiva y brillante, inolvidable. Lean es mucho Lean, como lo saben quienes hayan visto, entre otras joyas, El déspota

sábado, 21 de abril de 2018

“El hilo invisible”, de Paul Thomas Anderson o el sastre desnudo…



Una rara avis por las vías raras del amor edípico: El hilo invisible o los extraños patrones del amor

Título original: Phantom Thread
Año: 2017
Duración: 130 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Paul Thomas Anderson
Guion: Paul Thomas Anderson
Música: Jonny Greenwood
Fotografía: Paul Thomas Anderson
Reparto: Daniel Day-Lewis,  Vicky Krieps,  Lesley Manville,  Richard Graham,  Bern Collaco, Jane Perry,  Camilla Rutherford,  Pip Phillips,  Dave Simon,  Ingrid Sophie Schram.

Cuando vi el tráiler, sin reparar en que la película era de Paul Thomas Anderson, porque a veces me ausento inexplicablemente de los detalles, me dije para mis adentros clasificatorios ¡otro Ivory! y la eché al cesto de las invisibles, salvo error u omisión. Primer aviso, la recomendación de Paco Marín, cinéfilo de pro. Segundo aviso, el obligado crédito de la autoría. Y salió del cesto, claro. En los Meliès, benémerita institución donde las haya que nos permite a los rezagados ver aquello que las urgencias de los estrenos alejan al muy poco tiempo del ara sagrada de la novedad en la que se sacrifican reses nuevas cada semana. La película tiene un comienzo de esos que a mí me gustan, porque la toilette del protagonista acaba siendo un retrato psicológico perfecto en apenas un puñado de tomas selectas que no requieren de mayor narratividad posterior para identificar el tipo de genio infantiloide y atrabiliario de cuya “conflictiva” vida nos van a hablar. Hoy en día, un modisto de la alta costura es un personaje tan popular que, por ese lado, la película pierde buena parte del exotismo exquisito que supone una narración en un atelier de costura al servicio de la aristocracia inglesa y europea. Por un lado, la parte documental sobre el funcionamiento del taller y la dedicación exclusiva del artista a sus “creaciones” resulta un prodigio de orden y ritmo, rodado con un escrupuloso espíritu de ballet que tiene en la hermana del protagonista, verdadera “alma” del taller, una directora a la altura de semejante negocio elitista. Hay un eco de Stevenson en esa dualidad fraternal en la que la doctora Jeckyll se encarga de mantener dentro de un orden los excesos de un Hyde infantil, caprichoso, que requiere de esa sombra protectora, claramente sustituta de la perdida madre adorada por el modisto. De hecho, la explicación del título hemos de entenderla en esa dirección de la comunicación extrasensorial del artista con su madre, a la luz de la cual hemos de entender el sorprendente giro que da la película en un momento en que todo parece derrumbarse para la pareja protagonista. Tras una relación fracasada, de la que la hermana lo libra, el artista se toma unos días de descanso en la casa de campo, un auténtico cottage de lujo, pero en el transcurso de esa visita, conoce en el comedor de un hotel a una camarera con la que inicia una relación extraña cuyo sentido y destino ambos ignoran. Lo que está claro es que, a partir de que ella le sirva como maniquí para unos arreglos de sus creaciones, una hermosa escena intimista en la que, curiosamente, irrumpe la hermana, cuya aparición viene a significar algo así como una declaración de la legítima propiedad de ella sobre el artista y su obra, y una demostración inequívoca de que en ella recae la supervisión de todo cuanto afecte al genio creador a cuyo alrededor su hermana ha construido una sólida institución que rinde espectaculares beneficios, en términos de fama y de ingresos; a partir de ese momento mágico, digo, en que él descubre que ella es una verdadera fuente de inspiración, la historia toma unos derroteros que comenzarán a sorprendernos en breve, porque conciliar la independencia del creador abstraído en su obra con la convivencia que “exige” una relación interpersonal, a medio camino entre el amor, la necesidad fisiológica, y el hastío de la dependencia, no es nada fácil. La historia se nos cuenta a través de un flash back a partir de las declaraciones que quien acabará convirtiéndose en su esposa le hace a un interlocutor no especificado, a quien va narrándole las vicisitudes que ella, una camarera sin estudios, pero con exquisito gusto estético, vivió al lado de a quien hubo de atar a su persona con un lazo cuya naturaleza me abstendré de explicar porque tiene que ver con ese hilo invisible que une al protagonista con la madre y que quiere recuperar, incluso con su puntito incestuoso, en la relación con una musa decidida a todo para “atarlo en corto”. Estamos en presencia, así pues, de una película psicológica, muy íntima, con escaso diálogo y con situaciones definidas a la perfección por las miradas, los gestos de complicidad, los silencios y una música que parece emerger de la aflicción de los personajes, de sus desconciertos y sus maquinaciones. ¿Un melodrama? Solo hasta cierto punto, pero es posible que no nos equivoquemos si le adjudicamos esa adscripción genérica, porque en la película hay un conato de redención y una afirmación del amor por encima de todas las barreras que se interponen entre ambos personajes que bien se hace acreedora la película a ser considerada un excelente melodrama, si bien con los tonos discretos y nada estridentes de una tela de tacto cálido. A este Ojista le ha resultado particularmente emocionante la escena en la que una aristócrata jamona -sí, sí, casi al estilo de las de Serafín…- va a probarse un vestido para la boda y se ve horrorosa dentro de un vestido tan elegante, tan exquisito: se siente abrumada por su fealdad corporal, como si recubrir sus carnes amorfas con tanta belleza textil supusiera un insulto incalificable al traje y al artista, quien así lo acaba percibiendo cuando la “novia” se derrumba sobre la mesa en la celebración de los esponsales y han de llevársela casi en volandas -¡que ya es decir!- a una cama donde recuperarse de su desvanecimiento. La película está prácticamente rodada en interiores, de ahí que el juego con la luz y los planos que nos llevan a través de ellos o captan el juego de sobreentendidos y malentendidos de los personajes en lugares privados, al margen de la institución del taller, nos permita hablar de una película muy intimista, casi vermeeriana. No hay un derroche de ornamentación exquisita, ni el genio tiene necesidad de demostrar fehacientemente que lo es a través de sí y de lo que lo rodea, antes bien hay justo lo contrario: un espíritu de austeridad, de sencillez que lo preside todo, algo que se refleja en sus creaciones, como se advierte en las graciosas secuencias del desfile de modelos… En fin, después de haber paladeado YSL, de Jalil Lespert este Hilo invisible cuaja en el espectador la sensación de haber asistido al desnudamiento total de un artífice del encubrimiento: y lo que ve le choca y le conmueve. Y no digo más, porque hay que verlo. En su último trabajo ante la cámara, Daniel Day Lewis demuestra con creces su acreditada fama como actor. Y su compañera de reparto, Vicky Krieps, que da el papel a la perfección, lo secunda para formar un dúo cuya hermosa y terrible historia de amor es de las que no se olvidan.

miércoles, 18 de abril de 2018

“Los hermanos Rico”, Simenon visto por Phil Karlson, con guion de Dalton Trumbo.



La inextricable liaison con la mafia: Los hermanos Rico o la imposibilidad de la segunda oportunidad: un flojo Simenon usamericanizado.

Título original: The Brothers Rico
Año: 1957
Duración: 92 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Phil Karlson
Guion: Lewis Meltzer, Ben Perry, Dalton Trumbo (Historia: Georges Simenon)
Música: George Duning
Fotografía: Burnett Guffey (B&W)
Reparto: Richard Conte,  Dianne Foster,  Kathryn Grant,  Larry Gates,  James Darren, Argentina Brunetti,  Lamont Johnson,  Harry Bellaver,  Paul Picerni,  Paul Dubov, Rudy Bond,  Richard Bakalyan,  William Phipps.

No hace mucho criticaba en este Ojo, Trágica información, una más que lograda película de cine negro en el ambiente del periodismo de investigación de sucesos, dirigida por Phil Karlson con excelente temple. A mis manos ha llegado esta versión de una narración de Simenon con el mismo título, Los hermanos Rico, que, cuando la leí, no me pareció especialmente relevante entre sus grandes títulos. Pensé entonces que, como ya me ocurrió con Un turista en Haití, no le sentaba particularmente bien a Simenon la deslocalización tan exótica de sus historias y sus personajes, acaso porque exigen de él un plus de invención que no le exigen sus espacios europeos. Digamos, en términos de actuación cinematográfica y teatral, que sobreactúa, que carga las tintas de la tipicidad. Phil Karlson es un maestro de lo que podríamos llamar la serie B con ínfulas de A que puede lucir con total propiedad. La planificación de sus historias, la puesta en escena, las interpretaciones tan ajustadas a la tipología estandarizada de sus personajes, la perfecta narración de la historia, sin desviaciones ni rellenos o momentos muertos innecesarios -y aquí, particularmente, se advierte, sin duda, la mano de un guionista tan experimentado como Dalton Trumbo- hacen de sus obras de cine negro un verdadero espectáculo que no decepciona a los espectadores exigentes. La película narra la relación de un exmafioso regenerado que, sin embargo, siempre está dispuesto a hacer un favor a su antiguo jefe. En este caso, el favor es nada menos que el de buscar a sus dos hermanos menores, quienes, por un asesinato cometido por orden del jefe de la banda, exponen a este a ser delatado a las autoridades y a pasar su buena temporada entre rejas. Poco a poco, la vida estable y limpia del hermano mayor, un Richard Conte especialmente dotado para el papel, convincente y dramático en una interpretación que requiere no pocos registros distintos, se va complicando con la búsqueda de esos dos hermanos a quienes él, con sus pesquisas, acaba poniendo en manos de la organización para que acaben con ellos. Teniendo entre el jefe y ellos una relación casi familiar, porque la madre de los Rico recogió al jefe y lo cuidó como si fuera otro hijo suyo, en la película se ponen a prueba valores como la lealtad y el amor fraternal que contienden en una lucha en la que el hermano mayor  ha de acabar tomando partido, acaso porque, una vez desatada la némesis, es muy probable que él mismo acabe siendo la tercera víctima. Todo ello ha de vivirse teniendo en cuenta el esfuerzo del hermano mayor por sacar fuera de la circulación a su mujer, con quien, cuando se destapa la trama de la venganza, está a punto de adoptar a una criatura. Los esfuerzos por vengar a sus hermanos y, al tiempo, preservar su propia felicidad, conseguida al margen de la organización mafiosa, vertebran la película y permiten una narración ágil de idas y venidas y estrategias de escamoteamiento y disuasión propias de cualquier thriller. Karlson consigue crear una tensión genuina y Conte interpretarla. La elipsis del ajusticiamiento del hermano pequeño, por ejemplo, está contada con suma elegancia y eficacia; del mismo modo que su retención en el hotel por parte de los esbirros del jefe. No diré que se trate de una obra cumbre del género negro, pero sí de una película muy aceptable y agradable de ver, dirigida con una maestría poco común y un ritmo que no decae, a partir de que se desatan las hostilidades. El doble juego entre el jefe y su protegido se resolverá, de manera muy curiosa, al final de la película, en el ámbito propiamente familiar que explora la película con sutileza y acierto. Sí, no hay personaje que no pueda considerarse propiamente un tipo,  pero Karlson consigue salvar ese escollo y acercarse a una individualización muy propia de otras novelas de Simenon. Las breves secuencias de la vida “limpia” del hermano pequeño, quien en ese momento está pendiente de tener su primer hijo, por ejemplo, son prueba de ello: trasciende el cliché para ofrecernos unas secuencias llenas de dramatismo y de imposible redención: sobre él pesa el fatum de la relación con los mafiosos y  no le queda sino elegir entre su mujer y su hijo o él. En conjunto, la película deja mucho mejor sabor después de haberla visto, como me ocurre ahora al hacer la crítica, que mientras se está viendo. Y ello se debe a la perfecta narración y a las efectivas imágenes que se quedan en la memoria.

martes, 17 de abril de 2018

“Un abismo entre los dos”, de Anatole Litvak: un disparate de guion con una realización magistral.



Querer explotar el lado tenebroso de Perkins en explosiva unión con la sensualidad de la Loren lleva al fiasco de una película sin interés, pero magníficamente dirigida con un estilo de cine negro de la mejor calidad.

Título original: Le couteau dans la plaie
Año: 1962
Duración: 110 min.
País: Francia
Dirección: Anatole Litvak
Guion: Peter Viertel, Hugh Wheeler
Música: Mikis Theodorakis
Fotografía_ Henri Alekan (B&W)
Reparto: Sophia Loren,  Anthony Perkins,  Gig Young,  Jean-Pierre Aumont,  Yolande Turner, Tommy Norden,  Mathilde Casadesus,  Billy Kearns,  Barbara Nicot,  Pascale Roberts.

Desde los primeros planos de la película sabemos que detrás de la cámara no está un cualquiera dispuesto a tratar de sacar jugo espectacular de una unión tan disparatada, cinematográficamente, como la de Sofía Loren y Anthony Perkins, la primera en un papel sin contenido y el segundo, en una mala imitación de perturbado psicológico, al estilo del papel  que lo lanzó a la fama en Psicosis. Litvak es un director notable y en esta película parisina, en la que la ciudad aparece como un escenario destacado, advertimos enseguida su buen hacer para la selección de planos, de iluminación y de una puesta en escena muy acertada. ¿En  qué momento advertimos que todo tiende al fracaso? Pues en cuanto aparece Perkins, con un papel a medio camino entre el marido maltratador y adorable, aniñado, necesitado de afecto y dispuesto, sin embargo, a imponerse por la fuerza de la violencia a su mujer para dejar bien claro el rol de hombre superior que “controla” la relación e impone en ella su capricho sin tener que dar explicaciones y exigiendo una respuesta amorosa incondicional, aunque no motivada por un comportamiento previo que la justifique. La mujer inicia un movimiento de separación del marido, pero este consigue hacer le chantaje para colaborar con él en la simulada muerte por accidente en n vuelo y el cobro correspondiente de un seguro de vida que había contratado con esa intención. Escondido en su casa, es descubierto, a través de indicios bien observados, por un viejo amigo del marido que pretende cortejarla, a pesar de que ella ya tiene otra relación. La película gira en torno al suspense sobre si se descubrirá la existencia del fraude, antes de que puedan cobrar el dinero del seguro y el marido desaparecer con él, dejándola a ella en libertad para seguir su vida. Dado el escaso interés de la trama, el espectador se fija en detalles como el vestuario impresentable de Sofía Loren que la convierte en una actriz chaparra y muy tetuda, con un peinado propio de la época, pero literalmente ¡ho-rro-ro-so!, como decía María Barranco, en Mujeres al borde de un ataque de nervios. No acabo de entender que Litvak, a pesar de su generoso esfuerzo, que consigue que el espectador reconozca su meritoria labor en la realización, se embarcara en un proyecto tan disparatado. Si algo tiene de bueno la película es el final, claro está, muy otro del que hacen sospechar tantísimas imágenes de violencia diferida que aguarda su realización. Pero ni siquiera en esos momento de delirio, cuando la desesperación todo parece justificarlo, resulta la película convincente. Tiene algo de las excelentes historias cortas de Simenon, pero carece de ese análisis escéptico y mordaz de la degradación humana que hay en sus relatos. Como siempre suelo hacer crítica de lo que me gusta, he creído oportuno hacer la de esta película que se queda a medias de lo que, con mejor guion y diferentes intérpretes podría haber sido una historia seca, contundente y eficaz de un género, el cine negro, al que Litvak se acerca en algunas de sus películas sin acabar de instalare en el con la solidez de otros directores. Le preocupa más la psicología de los personajes que los códigos narrativos fijos, y de ahí su distancia con el cine negro clásico. Aquí, sin embargo, bien que podríamos, por la debilidad intrínseca del guion, que nos lleva a la tipificación de los personajes, incluirlo en las listas del género, pero no precisamente por una obra excepcional, sino bastante más que discreta.

lunes, 16 de abril de 2018

“De amor también se muere”, “Nadie vive para siempre” y “Tres extraños”, tres joyas rodadas por Jean Negulesco el mismo año: 1946



Un potente melodrama clásico, un noire  bien llevado que deriva hacia la comedia sentimental y una ficción moral extraordinaria: Humoresque, Nobody Lives Forever y Three Strangers o el annus mirabilis de Jean Negulesco.

Título original: Humoresque
Año: 1946
Duración: 125 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Jean Negulesco
Guion: Clifford Odets, Zachary Gold
Música: Franz Waxman
Fotografía: Ernest Haller (B&W)
Reparto: Joan Crawford,  Oscar Levant,  John Garfield,  Joan Chandler,  J. Carrol Naish, Tom D´Andrea,  Ruth Nelson,  Peggy Knudsen.

Título original: Nobody Lives Forever
Año: 1946
Duración: 100 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Jean Negulesco
Guion: W. R. Burnett
Música: Adolph Deutsch
Fotografía: Arthur Edeson (B&W)
Reparto: John Garfield,  Geraldine Fitzgerald,  Walter Brennan,  Faye Emerson, George Coulouris,  George Tobias,  Robert Shayne,  Richard Gaines,  Richard Erdman, James Flavin,  Ralph Peters.

Título original: Three Strangers
Año: 1946
Duración: 92 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Jean Negulesco
Guion: John Huston, Howard Koch
Música: Adolph Deutsch
Fotografía: Arthur Edeson (B&W)
Reparto: Sydney Greenstreet,  Geraldine Fitzgerald,  Peter Lorre,  Joan Lorring,  Robert Shayne, Marjorie Riordan,  Arthur Shields.
Bien, bien, bien…, henos aquí ante tres películas muy dispares y rodadas el mismo año por un director cuyo magnífico hacer he ido descubriendo desde que abrí el Ojo y tengo, además, la suerte de poner, con tanta fortuna, las balas de plata en el proyector, por así decirlo. Humoresque -el título en español es pura pornografía sentimental que no le hace justicia a la película- es n melodrama absolutamente clásico e impecable cuya historia gira alrededor, además, de un músico que, en igualdad de condiciones con otros, es aupado al estrellato porque una rica insatisfecha y frívola se encapricha de él y lo proyecta -relaciones y dinero de por medio- al triunfo. El violinista, un convincente John Garfield- que ese año de 1946 rodó 4 películas, dos de las que aquí comento y la bien conocida primera versión  de El cartero siempre llama dos veces, de Tay Garnett, y que al año siguiente rodaría nada menos que  Cuerpo y alma, de Robert Rossen-, hijo de familia modesta de los barrios populares de New York que  defiende con orgullo sus orígenes frente al selecto mundo de los ricos de Quinta Avenida, donde conoce a quien, andando la trama, se acaba convirtiendo en el amor de su vida, es un ser ambicioso y orgulloso, dispuesto a sacrificarlo todo por llegar a la cima en su carrera de músico, profesión que ejerce con una devoción y un espíritu perfeccionista que no deja lugar a nada que no sea ese objetivo: ni diversión, ni amores ni amistades ni nada. Secundado por un Oscar Levant que representa la figura del gracioso del teatro barroco, y cuyas interpretaciones a piano añaden un grado de verosimilitud a la película más que notable, Garfield -doblado en la ejecución instrumental por las manos de Isaac Stern- va a caer en los brazos de la mujer madura y va a descubrir en ella un ser muy próximo a sus propias inseguridades y a sus orgullos compensadores de las mismas. Nacidos el uno para el otro, aunque les cueste reconocerlo constituya un escándalo, pues ella es una mujer casada, el drama sentimental se va a jugar en el campo de las mujeres con las que se relaciona: su madre, posesiva y controladora, su compañera de orquesta en sus inicios y medio novia no declarada y, por supuesto, su mecenas, una Joan Crawford ante la ultima oportunidad, acaso, de encontrar el verdadero amor en una vida hecha al desencanto y al brillo social de la frivolidad ingeniosa y sarcástica. Hay una escena, la del concierto que asegurará la fama del virtuoso, en la que un excelente cruce múltiple de miradas, mientras el protagonista está absorto en las notas de su violín, expresa a la perfección la figura del músico como una marioneta de la que esas tres mujeres quieren tirar, cada una a su modo para obligarlo a vivir la vida que ellas quieren. Los retratos psicológicos de los protagonistas, servidos por unos primeros planos de profunda incisión psicológica en los diferentes caracteres, algo que se extiende más allá de ellas para incluir al amigo pianista y al padre y al hermano, en principio fuertes opositores a la carrera del músico -cuyos ensayos han de “sufrir” desde su vocación infantil-, y, finalmente, admiradores incondicionales; esos retratos, digo, resaltan la complejidad de las motivaciones de los personajes y nos permiten asistir a unas situaciones humanas llenas de realismo y sin edulcoración ninguna. La realización de Negulesco, que incluye planos estupendos, como el del músico a través de la copa en una estupenda profundidad de campo que habla de la lejanía que ambos han de recorrer para llegar a encontrarse tras su abrupto encuentro, o el rostro enmarcado de la mujer a través del agujero que ha hecho en el cristal de la casa de la playa donde se va a consumar el último acto del drama, es de una efectividad pasmosa. La puesta en escena, sea en el piso de “soltero” de él, sea en las magnificas escenas en el bar donde una pianista interpreta unas bellas canciones alusivas al desarrollo de la acción, sea en la propia playa o en las actuaciones en salas donde la cámara siempre aprovecha el momento para desarrollar la historia en paralelo a la ejecución musical de obras como el fragmento de Tristán e Isolda de Wagner; esa puesta en escena, ya digo, tiene una factura de melodrama clásico, sobrio, elegante, que sitúa la película entre lo mejor de un género en el que incluso puede competir con los grandes melodramas de Douglas Sirk, quizás el mayor virtuoso del género. El montaje en paralelo de las secuencias finales, después de la desgarrador entrevista entre la mujer enamorada y la madre tradicional, insensible ya acaso por su edad y su propio matrimonio insatisfactorio  a la llama real y sincera del amor, que solo piensa en la reputación, en el buen nombre y en una idea de familia ultraconservadora, es un prodigio de tensión narrativa resuelto con una elipsis poética muy efectiva. La sensación de que sea el mar quien  irrumpe en la pantalla y parezca querer arrebatarnos a los espectadores hacia el destino aciago de la protagonista es de una efectividad lírica incomparable.
Nadie vive para siempre es una historia aparentemente trivial, más próxima al género del cine negro pero que acaba disolviéndose, no inesperadamente, todo ha de decirse, en un incipiente melodrama. Tras haberse licenciado del ejército, el protagonista, un delincuente de relativa poca monta, quiere recoger los beneficios de la inversión  que su pareja había de hacer con su dinero mientras él estaba en la guerra. Liada con otro empresario, el protagonista, al que quieren convencer de que ella perdió el dinero en una inversión ruinosa en un club que acabó cerrando, se cobra lo suyo mediante la fuera y con su guardaespaldas y amigo deciden irse a la costa oeste a probar fortuna.  Nada más llegar es reconocido por un raterillo, a través de quien se entera que otro delincuente en horas bajas anda tras una presa codiciada: una viuda rica a quien poder camelar para sacarle los dineros. Mediante un acuerdo tácito, será el protagonista quien se encargue del trabajo para luego repartir con el resto. A tal fin, se instala en el carísimo hotel de la viuda y comienza una representación que pretende, por la vía de la seducción, lograr los objetivos propuestos. El contacto con ella y el malentendido que se prolonga el tiempo suficiente como para que él descubra que hay otras vidas más allá de la vida de la delincuencia, nos llevan hacia una suerte de comedia romántica en la que el amigo oficia de gracioso, como Oscar Levant en el melodrama, y poco a poco, sumergidos en una trama, de repente, propia de las comedias high class -porque él representa la ficción de un empresario dedicado al desguace de buques de gran tonelaje para ganarse la confianza de ella y, sobre todo, de su administrador y hombre de confianza-, vamos olvidando que, al fondo, sigue latiendo la oscura trama de avaricia que mueve a sus colegas del hampa. La aparición de su antigua novia, una rubia, peligrosa y cantante, perfectamente encarnada por Faye Emerson como femme fatale, cruza de nuevo ambas tramas, la del cine negro y la de la comedia sentimental justo en el momento en que el protagonista es consciente de que va a ser incapaz de llevar adelante el “golpe” porque en su vida se ha cruzado nada menos que el amor. La ambientación cutre del hampa, calles, habitaciones y bares, que tanto contrasta con los lujosos y luminosos del hotel y la casa alquilada en la playa de la comedia sentimental, es ofrecida dentro del mejor claroscuro tenebroso del genero policiaco, y el desenlace, en un muelle brumoso, con unas escenas propias del mejor Hitchcock, sube mucho los enteros de una película que si no llega obra excepcional sí que resulta muy meritoria, y, al menos para mí, incluye el descubrimiento de una actriz llena de recursos como Geraldine Fitzgerald, quien, en la tercera película de esta sesión triple de Negulesco, encarna un papel que está en las antípodas del presente, todo dulzura, pasión y encanto.
Tres extraños es una película escrita por John Huston cuando hubo de trasladarse al Reino Unido para escapar de la presión del Comité de Actividades Antinorteamericanas. Se trata de una fábula moral de origen exótico que, a partir de una leyenda, va a narrarnos tres vidas completamente distintas a las que solo une un deseo compartido y hecho ante una diosa oriental que solo se realiza si lo piden tres extraños que no se conozcan de nada reunidos ante ella. La protagonista, Geraldine Fitzgerald, misteriosa y seductora, consigue atraer a dos hombres a su casa, Peter Lorre, un borrachín perpetuo y Sydney Greenstreet, un agente de bolsa. Los tres realizan el ceremonial del deseo y se separan, con l seguridad de que volverán a reunirse si el boleto de apuestas en una carrera hípica sale premiado -ese es su deseo- con el compromiso de volver a invertirlo todo, doblar la apuesta, en la siguiente carrera, el Grand National. Con una estructura tripartita, iremos yendo de una a otra historia y conociendo la vida y las miserias de cada uno de esos tres personajes. Teóricamente, sus vidas, bajo el amparo de la diosa, habrían de verse beneficiadas por ella; pero lo que vamos conociendo de cada uno de ellos nos lleva justo en la dirección contraria, en la de la degradación de las tres hasta límites que incluirán un desenlace de muy diferente naturaleza según cada cual. Peter Lorre es un borrachín escéptico y culto que se ve envuelto en una trama de asesinato sin siquiera saberlo, porque el jefe, par librarse él de la cárcel, lo acusa. Los otros dos miembros de la banda, una chica que se va enamorando de él y un hércules sin dos dedos de frente y toneladas de fuerza en los bíceps, consiguen escapar del cerco policial, pero él es detenido. Cuando el Hércules acaba matando al jefe chivato y tramposo, éste confiesa que el detenido no tuvo nada que ver y es puesto en libertad. La protagonista, una mujer que lleva años separada de su esposo, debido a las rápidas  infidelidades postmatrimoniales con que le traicionó al poco de casarse y desengañarse de la “monótona” vida matrimonial, quiere a toda costa reconciliarse con él, per cuando este aparece, la misma noche de la formulación del deseo a la diosa, lo que él le comunica es que ha conocido a otra mujer y quiere casarse con ella. A partir de ahí, además de negarle el divorcio ahora y siempre, todo el interés de la mujer se centrará en arruinar la vida de su esposo e impedir que se consolide su nueva relación. El grado de maldad del personaje es directamente proporcional a la maestría con que Geraldine Fitzgerald es capaz de representarlo. Sorprende infinito, viniendo de la película negro-sentimental, ese cambio de registro que confirma su alta calidad como intérprete. De hecho, se trata de tres actores fantáticos, porque su sola presencia le confiere a la historia una dimensión que difícilmente hubiese alcanzado con otros intérpretes. Porque Greenstreet, genial en su papel de agente de bolsa pillado en un fraude del que quiere escapar cortejando a su principal cliente, una aristócrata que sigue relacionándose con su esposo muerto como si estuviera vivo y a quien él se declara para tratar de cubrir el agujero financiero que puede acabar con su reputación.  La escena en la que la aristócrata le dice que primero, antes de aceptarlo, ha de revisar las cuentas de sus dineros sume al agente en n estado de desesperación que preludia el suicidio que va a cometer. Extiende este unos papeles en el suelo para no ponerlo todo perdido de sangre y, en ese momento, ve en ellos que el boleto de la apuesta que jugaba a medias con los otros dos extraños ha sido agraciado con un jugoso premio. Nos vamos acercando al desenlace, muy curioso en el que, después de sus muchas penalidades, los tres extraños vuelven  reunirse para oír por la radio el resultado de una carrera que el agente no tiene paciencia para escuchar, porque su acreedor está en la calle esperando el cheque que cubra parte del agujero que sus ruinosas inversiones han producido. Pierde los nervios y con la estatua de la diosa en las manos quiere recuperar el boleto par venderlo y quedarse con su parte, en eso momento forcejea con la mujer y acaba golpeándola con la diosa y matándola, porque en su caída se desnuca al chocar contra la pared por efecto del golpe recibido en la cabeza. Los dos extraños se van y vuelven a cruzarse, como la primera vez, con el marido, que sube la escalera dispuesto a acabar con su mujer, pues se acaba enterando de la jugarreta de esta para alejar a su novia canadiense de él. Al final,  con un tacto soberbio del humanista ya exborrachín y enamorado de su compañera de banda, que se reúne de nuevo c0n él tras haber salido de su breve condena por perjurio, advertimos cómo el gran beneficio de la diosa se convierte en un boleto premiado con 30.000 libras que los tres agraciados -ella muerta- no pueden ir a cobrar, razón por la cual lo quema el único protagonista blindado por su conocimiento humanista contra la tentación de que el azar, en vez de la razón y la responsabilidad,  gobierne la vida. La película es agilísima y las tres historias, cada una en su estilo, gracias a los protagonistas de las mismas, logran atrapar al espectador en los conflictos morales y sociales que plantean, sin saber nunca exactamente de qué manera la diosa acabará perjudicándoles o ayudándoles, aunque lo cierto es que los tres resuelven sus asuntos particulares antes de que la diosa pueda apadrinar su deseo en la segunda y definitiva apuesta. Resulta admirable que Negulesco fuese capaz de una hazaña semejante: rodar en el mismo año tres películas con un soberbio nivel de calidad; películas que acaso hubiesen necesitado críticas individuales en este Ojo, pero quería compartir con los  ojeadores que por él se pasan, el homenaje a dicha hazaña, no podría decir si única en la Historia del cine, porque hay muchos directores que han dirigido dos y tres películas al año, John Ford, uno de los grandes, entre ellos, pero estas tres de Negulesco de verdad que merecen ser vistas con total confianza por parte de los espectadores, y no exclusivamente de los cinéfilos, para quienes son, eso sí, de obligada visión.

domingo, 15 de abril de 2018

“Yo, Tonya”, de Craig Gillespie: la Usamérica profunda del hielo y la pobreza.



Original falso documental de una realidad estremecedora que congela la imposible sonrisa en los labios: Yo, Tonya o la crónica del fracaso social usamericano, con sus gotas bienhumoradas a lo Fargo


Título original: I, Tonya
Año: 2017
Duración: 121 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Craig Gillespie
Guion: Steven Rogers
Música: Peter Nashel
Fotografía: Nicolas Karakatsanis
Reparto: Margot Robbie,  Sebastian Stan,  Allison Janney,  Caitlin Carver,  Julianne Nicholson, Bojana Novakovic,  Mckenna Grace,  Paul Walter Hauser,  Bobby Cannavale, Renah Gallagher,  Amy Fox,  Ricky Russert,  Jeffery Arseneau,  Bobby Akers, Suehyla El-Attar,  Kaleigh Brooke Clark,  Catherine Dyer,  Joshua Mikel,  Jason Davis.

El alegato estremecedor de la patinadora usamericana Tonya Harding ante el tribunal que la privaba de la posibilidad de abrirse paso, económicamente, en el mundo profesional del patinaje, tras ser considerada culpable de no haber impedido una agresión a su más directa competidora, Nancy Kerrigan, resumiría a la perfección la anomalía que supone la carrera brillante de una patinadora superdotada crecida en un medio hostil, ajena al pulimiento de la educación y con un carácter agresivo forjado como reacción contra ese medio que condicionó su evolución como persona y como deportista de élite que no llegó a cuajar salvo en el momento glorioso de haber conseguido lo que ninguna otra patinadora había conseguido antes que ella y muy pocas han conseguido después: el triple Axel. No es una película complaciente, y mucho menos “divertida”, como promete la publicidad que será, aunque hay un personaje, el guardaespaldas de Tonya, a quien contrata su amigo y marido maltratador de la patinadora, con quien esta se casa para huir de su madre maltratadora, que sí consigue que, en medio de ese drama hiriente que es la contemplación de la degradación de una persona, camino del fracaso absoluto, el espectador se eche unas risas, más que nada para descongestionar el nudo en la garganta que le pone la sesión de malos tratos físicos y psicológicos que sufre la protagonista, siempre dispuesta a no arredrarse y devolver, en la medida de sus posibilidades, los golpes que recibe, aunque eso empeore su situación. Sí, como en tantas películas que denuncian el “sueño usamericano”, en esta el ídolo caído es el objeto de una narración perfectamente planeada a partir de la ficción del falso documental que nos permite esa distancia propia de los reportajes televisivos, pero que no nos evita la dureza de las mil y una situaciones en que la “heroína” va cayendo para, finalmente, no poderse levantar, una vez que se aclara el suceso que se convierte en asunto nacional de todo el país, con lo que eso supone de acoso mediático añadido a una situación ya de por sí espeluznante. La figura del marido, determinante en todo el asunto -recordemos que ella tiene 19 años cuando se casa con él-, es clave para entender el fracaso existencial de ambos jóvenes en su primera experiencia sentimental y sexual seria. Mientras que la figura de la madre es determinante en sus inicios, la del marido, un don nadie bien parecido y sin oficio ni beneficio, acabará precipitándola a un final terrible contra el que el espíritu indómito, luchador y competitivo de la joven logra sobreponerse, dentro siempre de un tono menor de palmario fracaso, porque su carrera como boxeadora, por ejemplo, aunque tratada irónicamente en pantalla, permite ver el agrio perfil de la forzada subsistencia a costa de lo que sea. No le debe de haber sido fácil a la estrella del patinaje, estrellarse como villana número uno para las audiencias usamericanas, y tener que apechugar con su pasado. La película, que alterna la ficción del documental con una puesta en escena feísta que subraya la dimensión neorrealista del relato, gana mucho cuando aparece en escena el amigo y compinche delictivo del marido, el parásito que se hace pasar por experto en seguridad: ¡una joya de personaje y de actuación! Es el único momento, insisto, en que la tristeza y la compasión dejan de ganar el ánimo del espectador, de continuo acongojado por ver cómo la excelencia -en este caso deportiva- sin el concurso del cultivo individual a través de la educación acaba siendo desperdiciada. Se sale con mal cuerpo del cine, y tendiendo a pensar que el determinismo no acaba de ser un pensamiento que haya de ser despreciado, porque Tonya Harding, a quien la película más que reivindicar compensa por tan largos sufrimientos de los que no siempre fue ella la responsable, no merecía la vida que le dieron ni, y eso ya estaba en su mano, debiera ella haberse conformado con lo que aceptó. Un reparo de envergadura es la elección del look asilvestrado de  la protagonista, que, físicamente, la acerca a más de los 30, aunque, por edad, la actriz no esté lejos, 27, de los 22 de la Tonya que encarna. Durante la película he de reconocer que le echaba unos 37, aunque ahora compruebo que pecaba de exagerado, pero el sufrimiento envejece y ese efecto está demasiado conseguido en la narración en presente de los hechos. En realidad, casi se la ve más joven, ya retirada, años después de los hechos que en pleno afán competitivo. En el fondo, hay una tensión entre el sistema y una figura que no se ajusta a las convenciones que se salda con la derrota de la segunda. El feísmo que atraviesa la puesta en escena constantemente, salvo las actuaciones deportivas, filmadas con mimo y poderosa efectividad, revelan esa suerte de evidencia de la lucha de clases que también tiene su hueco en el conflicto, si bien donde mejor se refleja es en el alegato defensivo que de su persona hace la patinadora ante el juez que la condena a la irrelevancia social y profesional. Es evidente que la película no pretende convertirse en una apología de las malas artes del entorno de la patinadora, al que ella se sumó es probable que conscientemente, pero la súbita popularidad que la magnífica película le habrá deparado ha de verse como una compensación de aquellos hórridos sufrimientos por los que tuvo que pasar tanto bajo la férula de su madre como bajo la de su marido, maltratadores ambos. La escena en la que la madre escenifica una reconciliación con su hija, cuando en realidad pretende grabar confesiones suyas que poder poner en venta en el mercado mediático que se organizó en torno al caso, dan un idea clara del nivel de degradación moral que atraviesa la desgraciada historia de Tonya, y, vuelvo a insistir, de ahí ese leve conato de reivindicación de la patinadora que supone el propio título de la película. Mi primera reacción nada más salir del cine fue la de haber visto una extraña versión dulcificada del Fargo de los Cohen, y, a pesar del abismo que hay entre ambas, no me parece tan desatinada la comparación, la verdad.