jueves, 29 de agosto de 2019

«The Riot Club», de Lone Scherfig, una película de total actualidad política.



Los «orígenes» distópicos de Boris Johnson: The Riot club o el aprendizaje de los cachorros pijos más deplorables del establishment británico. 

Título original: The Riot Club
Año: 2014
Duración: 106 min.
País: Reino Unido
Dirección: Lone Scherfig
Guion: Laura Wade (Obra: Laura Wade: Posh)
Música: Kasper Winding
Fotografía: Sebastian Blenkov
Reparto: Sam Claflin,  Max Irons,  Douglas Booth,  Holliday Grainger,  Natalie Dormer, Jessica Brown Findlay,  Tom Hollander,  Sam Reid,  Olly Alexander,  Tony Way, Ben Schnetzer,  Matthew Beard,  Xavier Atkins,  Freddie Fox, Amanda Fairbank-Hynes.

Cuando Johnson inició su carrera hacia la conquista del liderazgo del partido Tory en Gran Bretaña, colgué un gorjeo en Gorjeolandia en el que recomendaba ver esta película para acercarnos al background moral que nos permitiría, a su vez, entender cabalmente al personaje que quería acceder al deseado cargo de PM y alojarse en el famoso 10 de Downing Street. La reciente decisión de suspender la actividad del Parlamento en un país al que muchos consideramos la cuna del parlamentarismo y de la democracia me obliga a hacer una crítica de la película que, en su momento, aunque la aprecié, o no tuve tiempo o simplemente se me pasó.
Ahora, además, he descubierto que la «ficción», The Riot Club, la asociación de jóvenes sin escrúpulos que constituyen el equivalente de las fraternities usamericanas, fue, en su momento, una realidad, The Bullingdon Club, al que pertenecieron tres políticos actuales: Cameron, Osborne y Johnson, a los que el espectador con dotes *fisiognomistas (¿Para cuándo, RAE...?)  medianas puede reconocer en esta fotografía:
 
La realidad...

La ficción...
   
       Ignoro si la autora de la obra de teatro que toma esa locura juvenil como pretexto para levantar un ácido retrato de las clases «superiores» -que acaban convirtiéndose, realmente, en «supremacistas», semilla del espíritu totalitario- en su obra de teatro titulada Posh, pijos, se documentó a fondo sobre tal asociación o simplemente la escogió como motivo y, a partir de ahí, levantó su propia ficción. 
         La película no ha sido estrenada en España, ignoro por qué, aunque se ha visto una vez, con motivo de un galardón que recibió su directora, la danesa Lone  Scherfig, autora de una película fantástica y con mucho éxito en su momento: An Education, Una educación, que, tangencialmente, algo tiene que ver con la presente, siquiera sea solo por el deseo de la protagonista de ir a Oxford y labrarse una carrera a través del estudio, un deseo que ha de competir con la seducción de un hombre maduro que e cruza en su camino… Quizás los distribuidores caigan del guindo y adviertan, ahora, que la película puede tener un excelente recorrido comercial.
         Como todas las sociedades secretas, la del Riot Club tiene una historia que se remonta a siglos anteriores, por lo que la tradición, con sus reglas y sus duras exigencias para ingresar, ya obra sobre los tiempos modernos, que nada han de añadir a las vejaciones inventadas por su antepasados. La película sigue los pasos de dos estudiantes recién llegados a Oxford y de muy distinta condición y naturaleza, encarnados por dos actores jóvenes muy de moda: Sam Claflin y Max Irons, este último hijo de Jeremy Irons, con quien no guarda, curiosamente, ni el más mínimo rastro de parecido físico. Ambos, por su historial familiar y por una suerte de estúpida lealtad incluso en los peores momentos, acabarán convirtiéndose en miembros de un club cuyos objetivos perversos no buscan sino la humillación y la desgracia de los demás, incluidos los propios miembros si se atreven a discrepar del Club o a desertar de él: Lasciate ogni speranza, voi ch'entrate, parece rezar el rótulo que anuncia la entrada al Club. Y así sucederá, porque la progresión de la película es un crescendo de tropelías y salvajadas que culminarán en lo que acaba convirtiéndose en una suerte de ceremonia ritual en la que la liberación total de los instintos tiene lugar. Escogen un reservado en un restaurante y allí la progresión salvaje hacia las vejaciones más extremas, destrucción incluida del local, a pesar de que el dueño tiene garantizado el cobro por todos los destrozos que pudieran producirse en él, nos sitúa ante unas secuencias rodadas con una intensidad que permiten a los espectadores ver con toda nitidez, ¡y horror!, la degradación de los valores humanos que nos han hecho una especie sociable, emprendedora y exitosa en la conquista del Planeta, aunque esta lleve aparejada, ¡ay!, también su destrucción.
         Está fuera de toda duda que la película es una película de tesis política: algunos cachorros de la gran burguesía aristocrática de Gran Bretaña constituyen una colección de fieras salvajes para quienes no existen los límites morales ni tampoco fronteras que su depravación se abstenga de traspasar, y ello a unido, además, a una situación social de influencia y privilegio que, hasta cierto punto, permite tales comportamiento bastante más que disruptivos. No desvelo mas del desarrollo de la historia por no chafarles a los espectadores algunos extremos de la trama que les sorprenderán. Lo importante, en todo caso, es que la directora ha dibujado con notable habilidad las personalidades individuales de cada miembro del grupo, aunque se centre, básicamente, en los dos recién llegados. Eso le permite construir un retrato complejo de esos jóvenes sin escrúpulos, y nos faculta a los espectadores para poder emitir nuestro propio juicio sobre las contradicciones a las que asistimos y sobre las barbaridades que hemos de contemplar. Nietzsche decía que una profesión es el espinazo de cualquier vida, pero mucho me temo que el aforismo no rige para ciertos miembros que, como vemos en el caso de Johnson, ni siquiera la necesitan para llegar a ciertos cargos políticos en los que tenerla no es un requisito sine qua non.
         Supongo que la película habrá llegado al circuito de DVD, pero quienes quieran pueden verla en Filmin, lo que justificaría la suscripción para ver muchas otras auténticas joyas que ese fondo inagotable de películas, clásicas y modernas, contiene. Y esta hay que verla, sí o sí.

miércoles, 28 de agosto de 2019

«La caza del asesino», de Gerd Oswald o Anita Eckberg antes de La fontana de Trevi…




Una rareza llena de atractivo: un thriller lleno de sensualidad y abducción psicológica, con una maravillosa fotografía de Burnett Guffey, ganador de dos Oscars.

Título original: Screaming Mimi
Año: 1958
Duración: 79 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Gerd Oswald
Guion: Robert Blees (Novela: Fredric Brown)
Música: Mischa Bakaleinikoff
Fotografía: Burnett Guffey (B&W)
Reparto: Anita Ekberg,  Philip Carey,  Gypsy Rose Lee,  Harry Townes,  Linda Cherney, Romney Brent,  Red Norvo Trio,  Alan Gifford,  Oliver McGowan,  Stephen Ellsworth, Vaughn Taylor,  Jeanne Cooper,  Frank J. Scannell,  David McMahon,  Pat Collins.

Confieso que la presencia de Anita Eckberg como reclamo me bastaba para, en la cinta de correr, ponerme otro thriller de serie B a la búsqueda siempre de la sorpresa, que a veces salta, como en este caso, cuando al cansancio se le han de sumar algunos quilómetros de más exigido por la contemplación total de la cinta. Sí, la fama es la que tiene: ser un cuerpo exuberante en el que no cabe ni un átomo de actriz; pero esta película servirá para desmentir la fama y acercarnos a una verdadera actriz, acaso posteriormente desaprovechada,  muy capaz de sostener, ella solita, una cinta que reúne muchas singularidades, entra las que no es la menor la presencia de un director de fotografía, Burnett Guffey, doble Oscar por De aquí a la eternidad , de Fred Zinnemann y Bonnie & Clyde , de Arthur Penn, que consigue verdaderas virguerías del más exquisito cine negro, con algunas secuencias verdaderamente inolvidables y algunos momentos mágicos, como cuando los dos protagonistas yacen amartelados en un sofá y, de forma paralela, el gran danés que «protege» a la protagonista está echando en el suelo, espatarrado como una imagen especular de la pareja. Recordemos que el perro se llama devil, «diablo». Anticipándose en mucho a la serie de James Bond, la película comienza con la protagonista saliendo de las olas del Pacífico con una presencia que hace palidecer la de Ursula Andress en James Bond contra el Dr. No, de Terence Young. A poco de salir, cuando se ha metido en la ducha exterior protegida para desalarse, aparece un perturbado mental que, después de matar a su perro, se dirige hacia ella con un gran cuchillo para hacer lo propio, pero su padre adoptivo, que oye su grito de horror, coge el rifle y acaba con la vida de quien se queda a un centímetro de abrirla en canal. El shock traumático que sufre obliga a internarla en un psiquiátrico, donde un psiquiatra, a medio camino entre Pigmalión y Svengali, la va abduciendo para obedecer siempre sus órdenes y no      querer permanecer sino a su lado, incondicionalmente, aunque no parece que el propósito del doctor sea disfrutar de placer sexual de su compañía. Se escapan del sanatorio y aparecen, tiempo después, en un night club, regido por una presentadora cuyo lesbianismo se insinúa en una de las escenas con una frase lapidaria pero críptica: “no sabía que esta era una fiesta con un té para dos”, dice el protagonista, Philip Carey, la versión serie B de Charlton Heston, cuando halla a su amiga en compañía de una joven y hermosa camarera del club que ella regenta. El protagonista, un periodista que cubre la vida nocturna de la ciudad y también el lado oscuro de los sucesos criminales, acaba conociendo a Yolanda, la danzarina cuyo número sexualizado está filmado con mano maestra, pero también al doctor que la «controla» y que lo aleja de ella. A partir de un intento de asesinato que sufre la actriz, y del que le ha librado la decisiva intervención de su gran danés, ¡qué espectaculares imágenes de la Eckberg apuñalada, con un vestido blanco ceñido hasta la exageración, y el gran danés en la escalera del acceso  a la planta baja donde ella se retuerce de dolor, protegiéndola. Después de haberla podido llevar al hospital, el periodista inicia un acercamiento a la protagonista que lo llevará a una relación privilegiada hasta que su mentor y Svengali vuelve a interponerse entre ella y una vida libre y  autónoma, fuera de su control, todo lo cual llevará… adonde  el respeto a la opacidad del misterio en las películas de asesinos obliga a los críticos a silenciar su deseos de seguir desentrañando u a historia que, en este caso, tampoco es lo más interesante de la película, todo sea dicho de paso. La enfermedad mental juega un proceso importante en los acontecimientos, sin duda, pero los valores «ambientales» de esta película, el night-club, la danza de la protagonista encadenada y con el ropaje de la escultura hecha por su padre adoptivo a raíz del ataque el maniático que la trastornó y que acabó dando pie a su relación con el psiquiatra manipulador, la aparición de una conocida estrella del teatro de variedades, Gypsy Rose Lee -en IMDB sostienen que, en una escena en la que bromea con los clientes, es posible que haya un cameo de Otto Preminger, de espaldas, con quien tuvo un hijo…- , como patrona del cabaret e intérprete, acaso paródica, del clásico de Gilda interpretado por la Hayworth: Put the blame on Mame, la música de jazz, las poderosas escenas nocturnas -¡ese paseo noctambulo de Eckberg con un impermeable, el galán que la corteja y el gran danés…!-; todo, en definitiva, se junta para ofrecernos una película a la que el escaso presupuesto no le quita un ápice de interés y de perfección, y en la que, al menos yo, descubro que Philip Carey sabe explotar una única expresión con convicción y que Anita Eckberg, con unos primeros planos en los que resplandece su belleza, con una mirada y una sonrisa que compiten con ventaja sobre su anatomía explosiva, me demuestra que merecía con creces el título de actriz que muchos le han regateado. Estoy pendiente de buscar una copia de la película con que debutó, A Kiss Before Dying (Uu beso antes de morir) basado en una novela de Ira Levin, autor de La semilla del diablo, y con un espectacular Robert Wagner en el papel principal. Basta decir que algunos críticos señalan en ella un precedente de Vértigo, ¡nada menos! En cualquier caso, esta Screaming mimi, que es el nombre de la estatua hecha por su padrastro y que da nombre a la película en inglés, es un excelente aperitivo con entidad propia para que muchos buenos aficionados se acerquen a una película llena de motivos emparentados con la novela Pulp y desarrollados aquí con un estilismo formal propio e los mejores thrillers del género. Por supuesto que Oswald ha sabido destacar imágenes de la Eckberg que podemos considerar totalmente icónicas, y que no necesariamente son las que se centran en su más que generosa y escultural anatomía.

lunes, 26 de agosto de 2019

«El gran Flamarion», de Anthony Mann, quien no solo dirigió «westerns»…



Los abismos oscuros de la pasión: un potente amour fou con un magnético Von Stroheim en una película que salta de la serie B a la A por la magia de un guion y una dirección afortunados. 

Título original: The Great Flamarion
Año: 1945
Duración: 75 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Anthony Mann
Guion: Heinz Herald, Richard Weil, Anne Wigton (Story: Vicki Baum)
Música: Alexander Laszlo
Fotografía: James S. Brown Jr. (B&W)
Reparto: Erich von Stroheim,  Mary Beth Hughes,  Dan Duryea,  Steve Barclay,  Lester Allen, Esther Howard,  Michael Mark.

Sorprende que una historia de Vicki Baum, en su tiempo poderosa creadora de best-sellers, como Gran Hotel que Edmund Goulding llevó a la pantalla con un reparto de campanillas encabezado por Greta Garbo y Lionel y John  Barrymore, haya dado pie para rodar una película tan densa como concisa y dramática. Miremos el metraje y advertiremos que no hay planos de relleno ni secuencias que no estén al servicio de una trama relativamente sencilla pero llena de pasiones tremendas perfectamente interpretadas en su trío protagonista por el inefable Erich von Stroheim, autor de, para mí, una de las tres mejores películas de la Historia del cine, Avaricia, por una femme fatale de manual, Mary Beth Hughes, y un clásico de los «secundarios», el fabuloso Dan Duryea, un rostro sin el que el cine negro deja de tener sentido… Con esos mimbres en la interpretación, Mann, con un presupuesto de serie B que lo obliga a rodar íntegramente en estudio, arma una historia en apariencia menor, pero que va mucho más allá de lo que seguramente pensaron inicialmente que la cinta podría ser. El título, El gran Flamarion, tiene ya una resonancia clásica indiscutible, y nos sugiere una historia de secretos, mentiras y traiciones que no tardará en manifestarse como tal. La película se abre en un teatro mejicano en el que se interpreta una canción emblemática, Cielito lindo; un comienzo propio de un enamorado de todo lo hispano, como lo fue Anthony Mann. Allí se produce el desenlace de lo que se nos va a recontar en el preceptivo flash-back, porque en  aquellos años no hay historia que se precie que no se inicie con un flash-back, y lo mismo le sucede a esta. A partir de la narración de quien ha sido herido de muerte, reconstruimos esa historia sórdida que tiene lugar en las bambalinas de espectáculos de medio pelo, en este caso el de un tirador de precisión que escenifica su número, premonitoriamente, como el de un marido que llega a su casa y se encuentra con la infidelidad de su mujer: a golpe de disparo va acorralando a un amante pillado in fraganti  y a una esposa adúltera que será convenientemente ultrajada, para su vergüenza, por el habilidoso marido. El contraste entre la seriedad casi funeral de Flamarion y el tono de vodevil de la pareja sorprendida, un registro cómico totalmente inusual en las actuaciones de Duryea, dotan al número de una gracia que cautiva a las audiencias. En las bambalinas, la pareja son un matrimonio desavenido que está al borde de la quiebra, sobre todo porque ella, que no soporta el alcoholismo de su marido,  está enamorada de otro miembro de la profesión, un acróbata, y quiere escaparse con él -es deliciosa, por cierto,  la secuencia en la que ella habla delante del telón donde se animan las sombras de la actuación de su amante y su pareja de número-. Para ello, primero ha de deshacerse de su marido. El plan que urde es sencillo: seducir a Flamarion, prometerle que será su amante si él, en uno de los espectáculos, logra equivocarse a la hora de disparar y acaba acertando de lleno a su marido. Tras la muerte de este, y haber concertado una cita, los amantes se separan, pero ella no acude a la cita prevista. Y ahí empieza el tormento y la furia de un ser que se va hundiendo en la degradación de la necesidad de venganza al mismo tiempo que inicia una búsqueda desesperada de la traidora, aunque para ello tenga que perderlo todo e incluso empeñar los útiles de su exitosa carrera en el mundo del Show business. El proceso obsesivo que se apodera del protagonista, quien, con anterioridad, solo se había enamorado una vez en la vida, y había puesto, en buena lógica, todas sus esperanzas en la promesa de amor que su compañera de número le había hecho, se transforma en un descenso a los infiernos perfectamente interpretado por Stroheim, en un papel tan denso y dramático como el que le tocó interpretar en Sunset Boulevard. Hay una potente dosis de cine negro y psicológico  en esa degradación del protagonista, y Mann sabe acentuar a la perfección, mediante un blanco y negro de tipo expresionista, ese giro de thriller que se apodera de la película cuando se inicia la persecución sin tregua de quien se siente absolutamente segura de habérsela jugado al implacable tirador. Estamos ante una narración centrada en el mundo del espectáculo, y esa dimensión «espectacular» acompaña el desarrollo, porque los teatros, sean serios o de variedades, siempre han sido un escenario idóneo para los ajustes de cuentas, las persecuciones o la irrupción de la ficción en la realidad. Insisto, a algunos la historia hasta les puede parecer excesivamente sencilla, pero la atmósfera que consigue Mann y el verismo de las interpretaciones la dotan de una calidad que se alza por encima de la media del tipo de producciones de bajo presupuesto. Labor de mi Ojo cosmológico es, también, prestar atención a esta películas que pasan desapercibidas pero que contienen auténtico cine en sus soberbias imágenes. De Mann me guardo en la recámara un thriller que no tardaré en ver, por si puedo confirmar la dimensión plural de su carrera, encasillada como suele estar la misma en los westerns y las superproducciones, como El Cid, cuyo visionado forma parte de mis recuerdos de infancia. No creo que ningún espectador se sienta defraudado por esta «miniatura∫ concisa, seca e impactante, mucho mejor cine del que puede esperar ver en los estrenos habituales que se suceden con tanta rapidez como *anodinería

domingo, 25 de agosto de 2019

«Final Portrait: El arte de la amistad», de Stanley Tucci: Giacometti tras los pinceles.




El doble retrato, al óleo y con palabras, del artista estrafalario y del escritor como modelo virtuoso: Final Portrait o el mundo aparte e inaccesible del artista genial. 

Título original: Final Portrait
Año: 2017
Duración: 90 min.
País: Reino Unido
Dirección: Stanley Tucci
Guion: Stanley Tucci
Música: Evan Lurie
Fotografía: Danny Cohen
Reparto: Geoffrey Rush,  Armie Hammer,  Clémence Poésy,  Tony Shalhoub,  James Faulkner, Sylvie Testud,  Martyn Mayger,  Takatsuna Mukai,  Dolly Ballea, Begoña Fernández Martín.

Dos años antes de su fallecimiento, Giacometti invita a un amigo suyo, James Lord,  a posar para un retrato, intuyendo, quizás, que se trataría de su última obra pictórica, él, que ha pasado a la historia como escultor, no como pintor. Estamos, pues, ante una de esas películas «artísticas» que tienen la virtud de alejar al gran público de las pantallas, porque toda la acción de la película será psicológica y porque, además, tiene todos los números para desarrollarse en un escenario único, como así sucede, por más que el estudio de un artista, para el buen entendedor, tenga más paisajes, y más variados, que una superproducción internacional de Bond, James Bond, por ejemplo.

La mínima anécdota argumental, relativamente bien exprimida por el director, aun a riesgo de caer en una reiteración de la que se salva por los pinceles, es tan sencilla como complejo el proceso que dispara, porque lo que vamos  a ver, de forma privilegiada, es el proceso titubeante de la epifanía del arte, del surgimiento de la obra desde el reto del lienzo en blanco, del enrevesado y tortuoso camino que seguirá el artista para acabar asintiendo a lo que es mejor, al final, «no meneallo», tras un camino de ensayo y error que acaba sacando de sus casillas al paciente modelo, quien va posponiendo cada tres días su regreso urgente a Usamérica, para desesperación de sus interlocutores, y también al artista, quien una y otra vez se derrumba ante la imposibilidad de plasmar en el lienzo lo que ve con nitidez en su imaginación, desesperado por su incapacidad senil para plasmar lo que con tanta claridad se le representa así que desvía la mirada y se fija en el modelo. No extraña que el modelo quisiera llevar al papel ese proceso, en forma autobiográfica, porque tener el privilegio no ya de ser modelo, sino de ser un crítico que asiste al espectáculo de la creación a escasos dos metros del artista no está al alcance de todo el mundo, y eso sí que lo transmite la película con generosidad. La visión del artista, a pesar de proceder del recuento biográfico del modelo, se nos presenta en la película como el punto de vista de un tercero que se ha colado subrepticiamente en esa extraña relación en la que al modelo le toca el papel pasivo de espectador de la extravagancia moral y artística de un artista en su fase crepuscular, quien mantiene una relación matrimonial abierta que le permite frecuentar a una prostituta de lujo a la que colma de regalos caros que despiertan, en un momento dado, los celos de la mujer. La puesta en escena se centra en el estudio del artista, al lado del cual tiene algo así como un cuchitril donde se aloja. Se trata de un estudio rudimentario de 23 metros cuadrados en el número 46 de la calle Hippolyte-Maindron en París, en el barrio de Montparnasse,  en un estudio mítico inmortalizado por grandes fotógrafos como Brassaï, Robert Doisneau, Sabine Weiss o Ernst Scheidegger. Pasar cuarenta años de vida y creación en un espacio tan reducido, por fuerza ha de conferir a este algo más que un papel protagonista en una película biográfica sobre el escultor y pintor, y eso sí que lo sabe aprovechar Tucci, quien se recrea con la cámara, como un buen pintor de bodegones, en todos y cada uno de los elemento que «componen» ese espacio, por el que Giacometti se mueve, con el cigarrillo terciado en los labios y con el aire desengañado de un dios que no acaba de estar satisfecho de unas creaciones que va retocando amorosamente con sus manos, sin saber nunca cuándo va darlas por acabadas.
La personalidad de Giacometti, insobornablemente libre, libérrima, en realidad, está perfectamente encarnada por Geoffrey Rush, quien nos ofrece una suerte de Giacometti redivivo, a juzgar por lo sobresaliente del parecido. Se trata de un hombre tan parco en palabras que cuando encadena tres frases seguidas nos parece un prodigio de verbosidad. La película nos muestra su desapego al dinero, al que no le da excesivo valor, su total falta de respeto a lo que podríamos entender como una vida «reglada» y su anarquizante conducta que solo cede ante el impulso creador, el único compromiso que pasa por delante de cualquier otra circunstancia de su vida. Da igual a qué hora del día o de la noche sienta la llamada de la creación: allí está él satisfaciendo esa necesidad perentoria, independientemente de la vida de quienes la comparten con él.
A medida que avanza la realización del retrato, advertimos la importancia de ese espacio que parece darle sentido a la vida del escultor. Giacometti solo es él, de verdad, realmente, mientras deambula por su estudio, fumando y con el abrigo puesto para evitar el frío -el estudio ni siquiera tenía agua caliente…-, retocando aquí una pieza, allá otra, y descubriendo incluso originales de dibujos y bocetos suyos cuya existencia ignoraba. Giacometti vive en sus últimos años un amor fou con una prostituta que no impedirá que sufra, además, la extorsión de su proxeneta, pero Giacometti no parece ser una persona dispuesta a entrar en polémicas o disputas: pagará el precio      que sea para poder seguir disfrutando de los interesados favores de la joven.
La verdadera desesperación es la del joven modelo que ha accedido al deseo del autor, sin que nada indique que ese retrato llegará a ser pintado alguna vez, dada la estrategia penelopiana del autor: deshace todo lo pintado para volverlo a iniciar de nuevo al día siguiente. James Lord es el espectador privilegiado de la impotencia que alega Giacometti sesión tras sesión para justificar que no dé por bueno nada de lo que pinta: en el marco de un estudio lleno de obras  a medio acabar, de trastos y objetos hermosos  acumulados durante cuarenta años, Giacometti se nos aparece como una figura espectral en un mundo propio y extraño por el que solo él deambula como pedro por su casa, aunque presa de una insatisfacción casi metafísica.
¿Intuía el artista su próximo final? ¿Sus paseos por el cementerio en animada conversación con el modelo forman parte de esas «postrimerías»? Gracias a los registros fotográficos de lo pintada cada día, tomados por el modelo, disponemos de las 18 versiones que hubo del cuadro antes de llegar no necesariamente a la definitiva, que, para muchos, no será la mejor de la serie, sin embargo. La película, lo aviso, no es apta para los amantes de una acción externa que «entretenga»; estamos ante una película psicológica sobre un genio poco comunicativo, además. Y los silencios son más elocuentes que las conversaciones. Eso sí, la cámara descriptiva de Tucci, muy en la línea del maestro Ophüls, sabe describir con precisión la insólita geografía apasionante de esa vida circunscrita a un espacio tan áspero, tan reducido y tan suficiente, al mismo tiempo, para crear una obra de importancia mundial.

sábado, 24 de agosto de 2019

«Érase una vez… en Hollywood», de Quentin Tarantino: Una declaración de amor al cine.



Un guion asombroso para unas interpretaciones ajustadas al milímetro: Érase una vez… en Hollywood o los fotogramas que respiran cine a veinticuatro fabulosas imágenes por segundo…

Título original: Once Upon a Time in... Hollywood
Año: 2019
Duración: 165 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Quentin Tarantino
Guion: Quentin Tarantino
Música: Varios
Fotografía: Robert Richardson
Reparto: Leonardo DiCaprio,  Brad Pitt,  Margot Robbie,  Emile Hirsch,  Margaret Qualley, Al Pacino,  Kurt Russell,  Bruce Dern,  Timothy Olyphant,  Dakota Fanning, Damian Lewis,  Luke Perry,  Lorenza Izzo,  Michael Madsen,  Zoe Bell, Clifton Collins Jr.,  Scoot McNairy,  Damon Herriman,  Nicholas Hammond, Keith Jefferson,  Spencer Garrett,  Mike Moh,  Clu Gulager,  Martin Kove, James Remar,  Lena Dunham,  Austin Butler,  Leslie Bega,  Maya Hawke, Brenda Vaccaro,  Penelope Kapudija,  Rumer Willis,  Dreama Walker,  Madisen Beaty, Sydney Sweeney,  Costa Ronin,  Julia Butters.

Antes de querer saber nada y con la sola referencia crítico-lacónica de mi hijo: «ve a verla», entramos ayer mi Conjunta y yo en los Renoir Floridablanca para saber qué había hecho el enfant terrible de la ira y la violencia con su última película, cuyo título remeda el de su admirado y querido Sergio Leone: Érase una vez en América, aunque ahí se acaban los parecidos, si es que haylos, entre las dos películas. Como la historia versa sobre un actor en vías de fracasar definitivamente en su aspiración de devenir gran actor y salir del asfixiante mundo, en aquel entonces, de las series de televisión, Rick Dalton, soberbiamente interpretado por quien es, a mi juicio, el mejor actor que ha venido a sustituir a las grandes estrellas del Hollywood dorado: Leonardo Di Caprio, a quien acompaña su doble para las escenas de acción, the stunt man, un icónico y deliciosamente autoirónico Brad Pitt, quien forma con Di Caprio una magnífica pareja de perdedores que, de lejos, me recuerdan al detective «colgado» que interpretaba Joaquim Phoenix en Puro vicio, de Paul Thomas Anderson; por todo ello, decía, sabemos de buen comienzo que la película es metacinematográfica, un género que ha dado en la historia del cine películas tan  extraordinarias como Sunset Boulevard o Cautivos del mal. Un material muy sensible en manos de quien no solo es director, sino cinéfilo e incluso fetichista e iconófilo, como Tarantino lo es.
Escribir una historia sobre el cine es para él lo mismo que para otros escribir su autobiografía. Y eso se nota en la película, porque hay un amor incondicional no solo al hecho en sí de la tarea propiamente cinematográfica, los rodajes, sino a todo lo que se relaciona con él: desde el glamour de las estrellas hasta el vestuario, los coches, las fiestas, las casas, las salas de cine o la banda sonora de una generación que nos acompaña a lo largo de las casi tres horas de rodaje que apenas se notan, salvo, por poner un pero, en la «aventura italiana», en lo que parece una recreación de la aventura de Clint Eastwood, antes de regresar a Usamérica y convertirse en uno de los grandes directores de la cinematografía mundial.
La película nos ofrece dos historias paralelas que solo se encuentran al final: por un lado, la del actor Dalton y su doble, y, por otro, la vida de los vecinos de casa del actor en vías de fracasar, los Polanski: Roman y Sharon, aunque, salvo una fiesta hollywoodiense en la que aparecen ambos, Polanski desaparece a causa de un rodaje en Europa y seguimos, entonces, la vida de Sharon Tate, sobre quien se cierne la tragedia de su asesinato salvaje a cargo de una banda de iluminados, Charles Manson y sus mujeres abducidas que habitan en un rancho a las afueras de Los Angeles, donde el doble de acción del protagonista acabará llevando a un  miembro de la banda de Mason, momento en el que las dos historias comienzan a cruzarse.
La película está, pues, repleta de apariciones estelares que dejan un excelente sabor de boca, sobre todo la de Steve McQueen, interpretado con razonable parecido por Damian Lewis, protagonista de la primera temporada de la espectacular Homeland, de  Howard Gordon y Alex Gansa. Menos acertada es la caracterización del actor y director  Sam Wanamaker, que acaba pareciéndose más a Nicholas Ray que a sí mismo, aunque no descarto que haya sido una opción deliberadamente escogida por Tarantino. No hay que insistir en que, después de I, Tonya, Margot Robbie es una actriz como la copa de un pino y que su interpretación de Tate, más allá del parecido, alcanza momentos de cine tan excelente como el de lau visión de una de sus películas en un cine en el que, siendo aún una actriz secundaria, quiere entrar como si fuera una «consagrada». Aunque sin primer plano, Mama Cass, de The mamas & The Papas, también cumple a la perfección con esa ensoñación de estar contemplando a los famosos en su «salsa» relativamente privada. Por cierto, es curioso que la canción que suena en la banda sonora de este grupo no la interprete el grupo, sino un José Feliciano virtuoso hasta el éxtasis musical.
Como tengo mi opinión crítica bien formada y aprecio muy positivamente la gran película cinéfila que ha rodado Tarantino, con un guion magnífico, he entrado en FilmAffinity para ver cómo ha respirado la audiencia y, para mi sorpresa, me he encontrado con que las puntaciones oscilan entre el 3 y el 9 sin apenas puntuaciones intermedias. Es decir, estamos ante un «tostón» para los seguidores del Tarantino apologista de la violencia y ante una de sus mejores películas para los amantes del cine como arte. La crítica fundamental es la de que «no pasa nada», ¡como si la perspectiva del fracaso profesional y artístico del actor protagonista, que ha de enfrentarse a la decadencia, el olvido y quién sabe si la indigencia, no fuera una historia con un gancho total!  “No llores delante de los mejicanos”, le dice su doble de acción cuando el protagonista se ha percatado del magro futuro que su agente le ha puesto delante de los ojos antes de mandarlo a «hacer las Europas« del spaghetti western, de donde volverá para disolver la unión inseparable con quien se ha convertido en algo así como su otro yo, un amigo, un servidor, un jefe de mantenimiento y un hombro donde llorar su falta de futuro.
A ese respeto, y sin querer entrar en mucho detalle de cómo evoluciona la acción, quiero destacar dos escenas incomensurables y llenas de cine clásico por los cuatro costados del plano. La primera es el encuentro entre el deprimido artista sin futuro y la actriz infantil con la que va a compartir una escena en la serie en la que Dalton aparece como «artista invitado», colaboración que significa, como le explica su representante, el preludio del fin de sus apariciones en pantalla. Me refiero a la actriz infantil  Julia Butters, que roza literalmente el prodigio interpretativo. Desde la aparición de Kiernan Shipka, la Sally Draper de Mad Men, hacía tiempo que no me encontraba con una actuación infantil tan poderosa, con una mirada, un timbre de voz y una dicción que ya quisiera poseer muchas actrices adultas consagradas. La conversación sobre las lecturas respectivas que tienen el actor y la actriz, que acaba con ella consolándolo es de esas secuencias difíciles de olvidar. La segunda, también con ella, es la que comparten en la serie, Lancer, uno de cuyos episodios dirigió, en efecto, Sam Wanamaker, y en la que la niña le confiesa su admiración por la magnífica interpretación de «villano» llevada a cabo por el actor en crisis.
Se trata de una película de Tarantino, lo cual significa que la violencia y la tensión  forman parte consustancial de la trama. De hecho, la atención dedicada a la rama del guion que sigue los pasos de Sharon Tate, más la tenebrosa aparición de Charles Manson o las secuencias de auténtico film de terror que  interpreta el amigo del protagonista en el rancho donde vive la secta del diabólico Manson, actúan como una suerte de Mcguffin permanente a lo largo del metraje. No puedo adelantar el final, porque sería desleal con los hipotéticos lectores de estas críticas, pero hay una suerte de tensión «contenida» en toda la película que genera una ambigüedad moral muy propia también de las películas del director, y afecta, sobre todo, al doble del protagonista. Y si es una película de Tarantino, tampoco puede estar ausente el humor, aquí prodigado en abundantes dosis y escenas memorables como la graciosísima con Bruce Lee, estupendamente interpretado por Mike Moh.
Las citas, e incluso las autocitas, forman parte del guion como algo «natural» en quien, en el fondo, está hablando de sí mismo, de su pasión por un arte en el que ha dejado una huella inconfundible.A mí particularmente la película se me pasó en un suspiro  y en ello tiene mucho que ver el ritmo trepidante que van marcando las piezas de una banda sonora que recogen el espíritu de una época crepuscular, porque la banda de Manson es el fin del sueño de una utopía antisistema y el protagonista encarna, también, el final del sueño de alcanzar el estrellato total, a medio camino del cual se quedó, dramáticamente Sharon Tate, pero eso es otra historia que en esta solo actúa como una sórdida sombra premonitoria. Cine, cine, mas cine, por favor. Eso es Érase una vez… en Hollywood. Atención a la secuencia provocadora que le reserva Tarantino a los fieles que nos quedamos hasta el final de los títulos de crédito…, porque es de justicia reconocer la labor de cuantos forman parte de una industria que produce artefactos tan bellos.

viernes, 23 de agosto de 2019

«Wild Wild Country», documental de Chapman and Maclain Way en Netflix: La historia de Osho y su utopía materialista.



Zorba el Buda o la curiosa historia de un gurú amante de la riqueza y de la libre sexualidad.

Allá por los comienzos de la década de los 80, una extraña secta nacida en India y que fue capaz de atraer fieles de todas las partes del mundo, especialmente del mundo occidental, seducidos por el peculiar sincretismo material-espiritualista de un gurú que predicaba la libre sexualidad y la libre expresión de la ira en las relaciones humanas, así como una suerte de comunismo propio del socialismo utópico, como la utopía Icaria, de Étienne Cabet, que tanto predicamento tuvo en algunos republicanos federalistas catalanes como Narcís Monturiol e incluso Josep Anselm Clavé, el creador de la célebre obra social de los coros que llevan su hombre; esta secta, digo, cuyo líder, Bhagwan Shree Rajneesh, acabaría cambiando de nombre, para ser conocido simplemente como Osho, cuando se potenció, sobre todo, la dimensión económica del fenómeno, tuvo que huir de India, donde el gobierno de Indira Ghandi lo había puesto en el punto de mira de su censura moral, dada la “mala reputación” que iba adquiriendo su ashram.
La secta, especialmente la mujer a quien Bhagwan había convertido en su mano derecha, Ma Anand Sheela , rebautizada Sheela Silverman por su matrimonio con Marc Harris Silverman, quien adoptaría el nombre indio de Swami Prem Chinmaya, decidió, dada la frágil salud del gurú, emigrar a Usamérica, donde el marido de Sheela compró, en nombre de la floreciente secta,  un rancho en Oregon,  una superficie de 260 km2  por valor de 5.75 millones de dólares, un rancho antes conocido como The Big Muddy Ranch (El Gran Rancho de Lodo), ubicado entre dos condados de Oregón , el de Wasco y el de Jefferson. La secta lo renombró Rancho Rajnísh y Osho se trasladó allí el 29 de agosto.
Como el gurú de la secta había entrado en un periodo de silencio que duraría tres años, la voz cantante de ese asentamiento la llevó Ma Anand Sheela, a quien los espectadores del documental van a oír por activa y por pasiva defendiendo su obra y la razón de ser del «gobierno» de talante dictatorial que encabezó mientras duró el retiro del gurú, en nombre del cual ella decía hablar. A través de una documentación archisuficiente y muy valiosa, desde el punto de vista tanto de los « sanniasins», que así se llamaban los adeptos, como de sus opositores, los espectadores van a asistir a un apasionante momento en la historia de la vida de las sectas en un país en el que las autoridades han tenido que lidiar con ellas a fuerza de leyes e incluso por la ley de la fuerza, como episodios posteriores  como el de la secta de Waco nos demuestran. De algún modo, esta aventura de los «oshistas» estuvo a punto de acabar como la de Waco,  sentando un precedente, porque Sheela había tomado la decisión de armar a los «sanniasins» y entrenarlos para una resistencia armada frente a la hipotética decisión del FBI de desalojarlos, violando, según expuso Sheela en  diversas televisiones, leyes constitucionales básicas que los amparaban.
 A diferencia de lo que fue el ashram de Puna, adquirido gracia a la generosidad  de Ma Yoga Mukta (Catherine Venizelos), una griega heredera de un armador, que sigue siendo el corazón del actual Osho International Meditation Resort, Sheela propuso la creación de una ciudad, en la que trabajaron gratuitamente los fieles, siguiendo un modelo de voluntariado comunista en el que el único objetivo de todos ellos era el bien común y la buena vida del fundador, quien pronto reunió una flota de 19 Rolls Royce y a quien los fieles quisieron dotar de una de 365, para que usara uno distinto cada día.
El documental, elaborado a partir de la memoria de sus principales actores, tanto desde el punto de vista de la secta como desde el de los vecinos del pueblo que fue absorbido por los sectarios en unas elecciones democráticas y rebautizado como Rajnishpuram, nos ofrece la creación de una sociedad alternativa a la tradicional que representan los vecinos del rancho, una sociedad sexualmente libre, solidaria y comunista que los vecinos ven como una amenaza para los valores usamericanos. Lo cierto es que, desde un punto de vista político, el documental nos muestra cómo se puede afianzar el poder autoritario, dictatorial, cuando la masa en la que se sustenta ha sido alienada en aras de una realización personal narcisista y hedonista camuflada en un movimiento colectivo cuya unidad y fuerza son exaltadas como una conquista social.
A lo largo de seis condensados capítulos, en los que hay una notable pluralidad de puntos de vista, observamos cómo una mujer con un carisma especial, unas dotes de mando espectaculares y una persuasiva capacidad dialéctica, Ma Anand Sheela, consigue convertirse en la única intérprete de Osho en la tierra, vedando de forma celosa y decidida todo tipo de contacto con el gurú que no se produjese a través de ella. Osho, posteriormente, al salir de su letargo -en el que le ayudaron a sumergirse durante tres años una ración de 60 mg diarios de Diazepam y generosas dosis de ácido nitroso…- y encontrarse con el desafío a las autoridades usamericanas en el que se había embarcado su mano derecha, sin encomendarse a él ni al diablo, se percató de que el único objetivo de dicho enfrentamiento era arruinar la posibilidad de desarrollo del floreciente negocio de su ashram usamericano, porque el enfrentamiento había llegado a tal punto que Sheela se había propuesto, alterando el censo electoral con homeless traídos de las principales ciudades de  Usamérica, ganar las elecciones del condado, en un camino que, ya puestos…, los llevaría a apropiarse del estado de Oregon…,  a tal punto llegó el delirio político de Sheela. Todo esto que relato aquí, fiel transcripción del documental, en este aparece como noticia de primera página en diarios y televisiones de toda Usamérica, donde el fenómeno se convirtió en viral mucho antes de que existieran las redes.
El movimiento vecinal, primero, del condado, después, y del FBI, más tarde, fue creciendo hasta convertirse poco menos que en una lucha descarnada entre los sectarios y lo que ahora llaman algunos «la sociedad civil». Hasta el creador  de las zapatillas Nike, Bill Bowerman, se sumó a la «resistencia» contra los «invasores» que querían liquidar el usamérican way of life o poco menos.
Una vez que Sheela, después de que ella y su seguidores hubieran atentado contra la vida del médico del gurú -porque sostuvieron que había una conjura para «eliminarlo»- y hubieran realizado, así mismo,  el primer atentado bacteriológico en Usamérica, usando la salmonella como agente infeccioso, salieron del país huyendo de la más que previsible orden de búsqueda y captura que emitirían los tribunales del país, y se refugiaron en Alemania, la vida de la comunidad cambio radicalmente:  el «despertar» de Osho supuso la denuncia de la actuación «fascista» del grupo encabezado por Sheela y la protesta de su inocencia total respecto de las perversas  maniobras en la oscuridad de su mano derecha. Coincidió aquella huida y su regreso con la entrada en la secta de la productora de El Padrino, el gran éxito de Coppola, quien acabó siendo nombrada la «nueva Secretaria», y quien se dedicó en cuerpo y alma a defender al gurú de las acusaciones del FBI, que acabarían con la detención del gurú cuando este quiso huir, en un jet privado, hacia las Bernudas.
El documental tiene un valor extraordinario como documento vivo de cómo un movimiento sectario, con leyes y formas de vida que nada tienen que ver con los estándares de la región donde se instalan puede convertirse en una amenaza que ponga en cuestión ciertos valores usamericanos plasmados en su constitución: la libertad de expresión , el derecho a voto, etc.  El debate que se produce no es baladí, sino una cuestión de límites legales a la hora de ejercer ciertos derechos, porque está claro que, sin la anulación del empadronamiento fraudulento de los homeless, el movimiento de los rajnishis se habría apoderado del condado y quién sabe si, con métodos idénticos, de todo el estado.
El documental, visto desde Cataluña, permite añadir una analogía con el prusés secesionista que no me parece ni rebuscada ni traída por los pelos, porque nos permite tomar conciencia de lo que, en un país con derecho a usar armas, hubiera devenido un movimiento xenófobo y supremacista como el del nacionalismo catalán de viejo cuño.  ¡Horroriza pensarlo!, aunque el actual e indigno Presidente de la Generalidad, el señor Torracista, haya defendido esa vía violenta para conseguir un estado independiente en Cataluña, sin que el Gobierno central haya hecho el menor movimiento para apartarlo, como merece, por desleal a la Constitución, de su privilegiado puesto de mando. La secta de Osho, en todo caso, defendía unos postulados llamémosles «liberales», que chocaban con la mentalidad ultraconservadora de sus vecinos, por más que estos de lo que se quejaran es de que su presencia «desnaturalizaba» el lugar donde habitaban con discreción y tranquilidad. Lo que está claro, eso sí, es que el documental se presenta como un caso polémico y critico en lo relativo al ejercicio de los derechos constitucionales, y, desde el punto de vista de los seguidores de Osho, y, durante esos 3 años, de Sheela, ¿cómo objetar nada al esfuerzo solidario y armonioso de una comunidad que construye de la nada una ciudad donde reina una alegría y una honestidad compartida por todos? Desde fuera es cierto que se ve algo impostada y aun hasta algo bobona esa felicidad de «manual» de autoayuda que nada ni nadie es capaz de resquebrajar, aunque Sheela tuvo sus detractores, que abandonaron la comuna. Choca, también, que todas las virtudes de Osho nos lleguen como referencia, porque en muy pocos momentos, salvo cuando condena a Sheela, se le ve «en acción», con una capacidad de persuasión que no nos permite sospechar a los no adeptos a sus doctrinas que estemos ante un ser «superior»; antes al contrario, la afición desmesurada al lujo y su defensa a ultranza del capitalismo, así como su hincapié en la dimensión materialista de sus doctrinas, nos hacen dudar de la dimensión espiritualista de su obra. Describiéndose a sí mismo como «Zorba el Buda», Osho resumía en una etiqueta afortunada el sincretismo de sus enseñanzas: una unión extrema de lo mejor del materialismo: la riqueza; y lo mejor del espiritualismo: la paz interior. De hecho, su viejo ashram hoy se llama Osho International Meditation Resort… ¿La doctrina de Osho? En un momento dado y a modo de provocación, para contestar a un periodista, él resumió sus enseñanzas en el siguiente decálogo, de los que destacaba, sobre todo, los puntos que yo he transcrito en negrita:
  •         Nunca obedezcas ningún mandato a no ser que también provenga desde tu interior.
  •    No hay otro Dios que la vida misma.
  •      La verdad está dentro de ti. No la busques en otra parte.
  •        El amor es una plegaria.
  •        Llegar a ser el vacío es la puerta hacia la verdad. El vacío mismo es el medio, el destino y el logro.
  •         La vida es aquí y ahora.
  •        Vive, totalmente despierto.
  •         No nades, flota.
  •         Muere a cada instante para que puedas nacer de nuevo a cada instante.
  •         No busques. Aquello que es, es. Detente y mira.


martes, 13 de agosto de 2019

«Trilogía de Noriko», de Yasujiro Ozu, ¡el cine!



Una cumbre (accesible) de la Historia del cine: Primavera tardía, El comienzo del verano y Cuentos de Tokyo: la vida cinematografiada con toda fidelidad, belleza y emoción. 

Título original: Banshun (Late Spring)
Año: 1949
Duración: 108 min.
País:  Japón
Dirección: Yasujirō Ozu
Guion: Kazuo Hirotsu, Kogo Noda, Yasujirō Ozu
Música: Senji Ito
Fotografía: Yuuharu Atsuta (B&W)
Reparto: Setsuko Hara,  Chishu Ryu,  Hohi Aoki,  Masao Mishima,  Kuniko Miyake, Haruko Sugimura.

Título original:  Bakushû
Año: 1951
Duración: 130 min.
País: Japón
Dirección: Yasujirō Ozu
Guion: Yasujirō Ozu, Kogo Noda
Música: Senji Ito
Fotografía: Yuuharu Atsuta (B&W)
Reparto: Setsuko Hara,  Chishu Ryu,  Chikage Awashima,  Kuniko Miyake,  Ichiro Sugai, Chieko Higashiyama,  Haruko Sugimura,  Kuniko Igawa.

Título original:  Tokyo monogatari
Año: 1953
Duración: 139 min.
País:  Japón
Dirección: Yasujirō Ozu
Guion: Yasujirō Ozu, Kogo Noda
Música: Takinori Saito
Fotografía: Yuuharu Atsuta (B&W)
Reparto: Chishu Ryu,  Chieko Higashiyama,  Setsuko Hara,  Sô Yamamura,  Haruko Sugimura, Kuniko Miyake,  Kyôko Kagawa,  Eijirô Tono,  Nobuo Nakamura,  Shirô Ôsaka, Hisao Toake,  Teruko Nagaoka,  Mutsuko Sakura,  Toyo Takahashi,  Toru Abe, Sachiko Mitani.
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Entrar en el cine de Ozu requiere hacer lo que todos sus personajes hacen nada más llegar a  casa: descalzarnos y pisar con levedad sobre el tatami en el que no tardaremos en sentarnos para compartir el espacio con los personajes que, en el interior de esas geometrías que Ozu capta como cuadros con insólita profundidad de campo, van a hablar entre ellos de eso que todos los cineastas quieren «atrapar» y que a muy pocos de entre ellos les es dado hacerlo: la vida. Ozu se invento un lugar para la cámara que funciona como una declaración de intenciones: el tatami shot: a escaso medio metro por encima del tatami donde se sientan o se estiran los protagonistas, la cámara de Ozu, usualmente en planos fijos que a los buenos aficionados les recordará el cine de Bresson y sus números discípulos, Rosales entre ellos, se limita a crear una atmósfera, un ambiente, un espacio lleno de pequeños detalles propios de la vida cotidiana en el que los personajes se instalan o en el que entran o del que salen. No son infrecuentes los espacios vacíos en las películas de Ozu, porque la casa que acoge la vida familiar tiene, también, un papel protagonista en sus películas. Reconozco que las películas de Yasujiro Ozu me hacen mejor, y, de alguna manera, me siento partícipe de la extrema cortesía ceremoniosa con que, desde el pozo nutritivo de la tradición, se conducen los personajes, sobre todo a la hora de saludarse con esas inclinaciones de cabeza y unión orante de las manos que repiten una y otra vez, buscando la humildad definitiva de las buenas maneras que le ceden al interlocutor la preeminencia. Lo curioso es que Ozu inicia su larga serie de obras maestras justo después de la guerra, cuando la sociedad japonesa, derrotada humillantemente en la guerra,  ha de reinventarse como «nueva sociedad» y escoge, entonces, la imitación del vencedor, Usamérica, en vez de incubar un resentimiento nacionalista que alentara un posible futuro enfrentamiento. Ahí está el cine de Ozu, en esa encrucijada de caminos, y en el centro de ellos, una mujer, Noriko, que aparece como protagonista en dos de las películas de la trilogía y como personaje secundario, pero fundamental, en la tercera, la afamada Cuentos de Tokyo, una joya como las dos anteriores, pero que tuvo más fortuna en todo el mundo. Siempre se han hecho muchas comparaciones entre el cine de Kurosawa y el de Ozu, quizás por ser diametralmente opuestos, pero ambos comparten muchas cosas, y late en las películas de ambos un universalismo que va más allá de la estricta circunstancia de ser «cine japonés» el suyo. Claro que hay una lucha constante entre el progreso y la tradición, ¿pero en qué sociedad no existe ese conflicto?  Claro que los límites de nuestra libertad y la afirmación de nuestro yo están siempre sujetos al juego de fuerzas familiares o sociales que están más allá de nuestro poder, ¿pero en qué civilización no se ha dado siempre la misma situación? Ozu, a diferencia de Kurosawa, encarna, digámoslo así, la retórica menor, la de la cotidianidad, la del silencio que rodea a la felicidad que pasa casi desapercibida, como le ocurre a la Noriko de Primavera tardía, una joven que es feliz con la vida que lleva, cuidando de su padre viudo, manteniendo su trabajo, y a quien le supone casi un terremoto existencial la idea de tener que buscar marido por exigencia del padre, a quien asusta, lógicamente, la idea de que ella quede sola tras su muerte. Como resulta que ella está secretamente enamorada del asistente de su padre -ambos trabajan en la redacción de una enciclopedia-, la exigencia del padre le supone un doble dolor: renunciar a su amor platónico y aceptar a un extraño en su vida. El cine de Ozu se apodera de estos conflictos y sabe construir con ellos una cadena de imágenes que, para el buen cinéfilo, reaparecerán más tarde en autores como Rohmer, por ejemplo. Tomemos, por ejemplo, la salida en bicicleta de los dos jóvenes, con los planos alternantes de él y de ella, llenos de felicidad ciclista que es interrumpida, de repente, por un plano fijo de un cartel que indica, abruptamente, Drink Coca-Cola y señala el camino; a ellos les suceden dos planos con que concluye la «escapada»: primero, las dos bicis solas, una al lado de la otra; inmediatamente después,en primer término las dos ruedas delanteras de las bicis junto con parte del cuadro de las mismas, y al fondo, los dos jóvenes de pie en una duna elevada sobre la playa, ella vestida con pantalones, por cierto…, y todo ello con un blanco y negro deliberadamente grisáceo, como si una calima súbita se hubiera apoderado de la escena. No sabemos de qué hablan, pero ese encuadre nos habla de una armonía entre ellos que va incluso mucho más allá del amor; una «estampa» llena de un romanticismo en el que habita, sin embargo, la amarga semilla del desengaño. Es típico de Ozu, además de los planos interiores, en los que tanto nos sorprenden los encuadres que aspiran a captar geometrías como en punto de fuga, espacios acogedores que los moradores respetan con una delicadeza que los españoles deberíamos hacer nuestra; es típico, decía, además de esos planos, que, súbitamente, una conversación o una escena de grupo se vea interrumpida por unos planos descriptivos de motivos que solo indirectamente tienen que ver con la acción en curso: espacios naturales agitados por el viento; encuadres fijos de calles y casas; playas, trenes que se alejan, barcos que cruzan una bahía, piezas de ropa blanca tendidas a secar; fachadas de templos -¡ah, la bella kyoto captada por Ozu!-, escaleras majestuosas, jardines de piedras y arena… todos ellos motivos cuya relación con la trama en curso ha de deducir el espectador, aunque, en la mayoría de las ocasiones, Ozu suele transmitirnos con ellos la presencia de lo eterno, la constancia de lo ajeno a nuestra humana contingencia y la persistencia del tiempo, del que no somos sino ridículos accidentes sin casi importancia y, sin embargo, preciosas unidades irreemplazables, porque el tiempo está hecho de la vida de las personas, y Ozu, con su cámara, es capaz de captarlo y entregárnoslo de un modo que nos tranquiliza, sí, pero también nos decepciona e incluso puede llegar a angustiarnos. El cine de Ozu no está lleno, sin embargo,  de pasiones arrebatadas, sin duda, y los dramas, como el de la hija que no entiende que su padre no entienda, a su vez, que ella solo es y será feliz cuidándolo a él, que él es el mejor destino posible para su vida, por encima de cualquier marido, por buen partido que fuera el que la solicitase, solo se alzan del respeto y la cortesía al desgarro en algunas agrias expresiones del rostro o en la necesidad de salir corriendo lejos de la presencia del agraviador, aunque sea el padre, que amenaza a la hija con volver a casarse para que esta acabe decidiendo, por intercesión de su tía, aceptar el candidato que le han propuesto. Es significativo, además, que no acepte sugerencias de una amiga que, además, es una divorciada, y que le parezca «sucio», así  se lo dice a la cara, que un amigo de su padre se haya casado por segunda vez. Muy, muy levemente, en una conversación entre los dos amigos se desliza un dato escalofriante: Noriko es víctima de la guerra, cuando había de ir a buscar comida para la familia en un duro tiempo de posguerra, escasez y derrota. A la aceptación final de ella, vestida con un magnífico traje de boda tradicional, le sigue un final tristísimo: el del padre, solo en la casa, pelando una pieza de fruta y dejándose llevar por un dolor no por contenido menos profundo y sentido: una delicadeza extrema y un sentimiento insondable.
         El comienzo del verano casi podría entenderse como una continuación de la anterior, aunque la situación tiene suficientes elementos distintos como para considerarla una pieza singular, de igual modo que la que cierra la trilogía, Cuentos de Tokyo. No lo he dicho antes, pero lo digo ahora: la gran responsabilidad de la compleja red de sentimientos que se manifiesta en la primera película de la Trilogía de Noriko se debe, ¡faltaba más!, a la actriz que la representa: Setsuko Hara, de cuya mirada y sonrisa ¡es tan difícil no enamorarse! Bien puede decirse que, desde entonces, esta actriz se convirtió en la verdadera musa de Ozu, un hombre que no se casó nunca y que vivió siempre con su madre, por cierto. Lo que está claro es que ese deslumbramiento del director le dio para tres películas, todas ellas largas, además, pero el cine de Ozu por fuerza ha de ser largo, porque apenas hay ni resto de lo que en otras latitudes denominan «acción» y menos aún «acción trepidante». De hecho, hasta dudo seriamente que Ozu iniciara el rodaje de cada secuencia con la palabra «acción». Para mí que la suya debió de ser «entramos», a juzgar por la calma con que comienzan, en plano fijo, a iniciar su lento camino de serenidad y vida los fotogramas, muchos de ellos, además, sin rastro de presencia humana. La película se abre con una jaula de pájaros en el exterior y después con otras dos en un interior en el que un hombre que se dedica a su cría hace algo, se supone que relativo al asunto, de forma muy concentrada. Pero eso es otro de los rasgos del cine de Ozu:  cuando sus personajes hacen algo, lo hacen concentrados cien por cien en lo que hacen. Del mismo modo que en la película anterior, también en esta todo gira en torno al casamiento de una hija “mayor”, de esas que, como se decía en la España pretransicional «se quedaba para vestir santos». Ella y una amiga están orgullosas de ser solteras, y tienen otras dos amigas que están casadas, con quienes mantienen un duelo casadas vs solteras, muy gracioso. Sí, a pesar de todo lo dicho, en la vida cotidiana de la familia de clase media japonesa de la posguerra también había sitio para el humor, y un humor muy fino, además, que no llega, sin embargo, al sarcasmo ni a la agresividad. La cuñada es la encargada de ir “preparando” a la hija de la familia para que acepte el candidato que le han buscado, aunque tenga 40 años, doce más que ella. Noriko, por su parte, se espabila y acaba encontrando en un doctor amigo de la familia y compañero de su hermano, que los visita con frecuencia, al marido por quien está dispuesta incluso a hacer frente al frío y a las privaciones -a él le han encargado hacerse cargo de un hospital en una provincia apartada de Tokyo- , además de encargarse de la hija de él, viudo. La familia de ella lo vive como una auténtica desgracia, y poco menos que la hacen responsable, por el hecho de irse lejos, de «romper» una familia que, hasta ese momento, había estado muy unida. Es emocionante la reflexión que hace Noriko sobre lo cerca que se tiene a veces la posibilidad de la felicidad y la facilidad con que puede pasarnos desapercibida por el hecho mismo de la propia proximidad. No me atrevería yo a calificar de «feminista» la posición de Ozu, pero se trata de uno de esos cineastas, como Ophüls, por ejemplo, que saben penetrar profundamente en la psicología de la mujer y ofrecernos una visión de ellas desde dentro de sí mismas. A ese efecto, el trabajo no solo de la protagonista, sino de todas las numerosas mujeres que aparecen en la película, porque son ellas quienes llevan la voz cantante de la historia, es determinante para entender el conflicto entre tradición y modernidad. Las bodas arregladas aún son hoy un serio problema para muchas jóvenes en España, hijas de inmigrantes asiático, cuyos padres las conciertan contra la voluntad de ellas. En esta película asoma también, de refilón, el asunto de la educación de los hijos, con nefastos augurios del problema en que las nuevas generaciones no educadas en la austeridad acabarán provocando en el seno de familias tan tradicionales. La visión metafórica de la familia como una «jaula» se contrarresta con la vida «urbana» de la mujer trabajadora en Tokyo.  Un reflejo de unos nuevos modos de vida que se van abriendo paso y que, como en el caso del restaurante donde toman un aperitivo, ella y su futuro marido -que aún ignora que lo será-  antes de ir a comer con su hermano, he encontrado planos que son el pan suyo de cada día de Aki Kaurismäki, quien ha de ser, hasta ahora ni me lo había planteado, un fiel admirador de Ozu, seguro.
         Cuentos de Tokyo pasa por ser una de las grandes películas de la Historia del Cine, y no seré yo quien le discuta el título, porque la película es una auténtica joya; pero no podemos ignorar que en 1937, bastante antes, y con guion de Viña Delmar -a quien no tardaré mucho en seguir la pista completa para dedicarle unas líneas-, Leo McCarey rodó Dejad paso al mañana, cuya trama es muy pero que muy similar a la de Cuentos de Tokyo. Ello no quiere decir nada, ¡faltaría más!, porque los estilo de McCarey y de Ozu están en las antípodas, pero la fama de la película de Ozu habría de servir para devolverle a la de McCarey la excelencia que, al menos para mí, siempre ha tenido: ¡una de las películas más tristes que he visto en mi vida! Me acongojó cuando la vi por vez primera, siendo yo joven; no quiero ni pensar de qué modo me acongojará ahora que voy acercándome a la edad de los protagonistas… En cualquier caso, la aventura del matrimonio japonés que va a Tokyo a visitar a sus hijos, y de camino han visitado a otro, y que acaban convirtiéndose, para sus ocupadísimos hijos, en un estorbo del que  no saben como librarse, nos permite asistir al estrechamiento de lazos entre ambos progenitores, unidos hasta la muerte de la madre, un duelo en el que el más sereno y quien menos expresa su duelo es quien más la quería: su esposo. Noriko, en esta película es la esposa viuda de uno de los hijos de la pareja, y es ella, curiosamente, no solo la que mejor los acoge, sino la que literalmente se «desvive» por ellos, a pesar de que el vínculo familiar podría haberse entibiado por la desaparición del marido. De hecho, son los suegros quienes se empeñan en recomendarle que vuelva a casarse, que siga con su vida, que no se cierre en el culto al marido fallecido. Noriko invita a dormir a su suegra cuando el marido se va una noche de «juerga» con antiguos camaradas de guerra, es decir, una noche de borrachera de la que vuelve a casa del hijo mayor completamente borracho, unas escenas que mezclan a medias la comedia y el drama del desengaño que sufren los antiguos guerreros respecto de sus hijos, en el que ellos, los progenitores no tienen cabida. Colocados en un balneario, hay una secuencia en la que se enfoca al matrimonio de espaldas -las tomas de los personajes de espaldas es una de las predilecciones del autor- y, cuando deciden incorporarse para seguir camino, a la mujer le es literalmente imposible pasar de la posición de arrodillada a la vertical… Sufre un mareo porque en el balneario, frecuentado por juventud, hay bailes que no les dejan dormir. “Perder a los hijos debe de ser terrible; pero vivir con ellos no es nada fácil”, reflexiona uno de los camaradas de armas del protagonista cuando se reúnen para recordar viejos tiempos, un reunión en la que uno le dice a él que es afortunado porque tiene unos hijos de los que sentirse orgulloso, es decir, todos los que consideran a sus padres un verdadera estorbo. La vieja querella entre los viejos y los jóvenes se reproduce al amor del sake y se llega a la desconsoladora conclusión de que los jóvenes no tienen carácter, pero que los viejos tampoco pueden estar satisfechos con sus vidas. Una vez que han decidido regresar a Onomichi, la mujer vuelve a recaer en sus mareos, cuando hacen noche a mitad de camino, de modo que, al llegar a su casa, la mujer acaba entrando en coma hasta que muere. Ello obliga a sus hijos a reunirse con sus padres para atender a los últimos momentos de la madre y al funeral. Solo la hija que vive en casa con ellos y Noriko muestran una verdadera tristeza por el desenlace fatal. Los hijos de Tokyo solo piensan en “lo mal que les va” dejarlo todo e ir al lecho de muerte de la madre. En esta película sí que la alternancia entre las tomas exteriores y la trama alcanzan una densidad dramática considerable Famosa es la secuencia en la que Noriko va a buscar a su suegro al jardín desde el que los dos contemplan, durante unos instantes la belleza del amanecer, poco antes de que el padre vaya a saludar al hijo que no ha podido llegar a tiempo al funeral de su madre. Contemplar una película de Ozu es introducirse en ella, formar parte de ese mundo de reverencias, ironías, pequeñas contiendas y, sobre todo, largos espacios de silencio y tomas del interior sin personaje ninguno que altere la geometría del espacio cotidiano donde la persona fragua su mundo o escapa de él, que de todo hay. Las vías del tren vacías, la playa con las olas rompiendo mansamente en la orilla, por la que vagabundea un perro…, hay, en Ozu, una poética de las cosas que se alía con el destino de las personas, y a ello ha de sumársele, sin duda, una banda sonora que afila el sentimiento hasta fundirse, imagen y sonido, en una unidad del sentir, más que del contemplar. Ozu, desde un punto de vista tan pegado al tatami, siempre apunta hacia lo sublime, y ahí la resignación estoica y el optimismo ante las manifestaciones del egoísmo más primario, son siempre el refugio lenitivo del espectador. Particularmente, en las películas de Ozu no me cuesta trabajo alguno imaginarme cruzando descalzo esos espacios ordenados y austeros y saludando con una reverencia a sus moradores, a quienes no parece importarles, ¡santa inocencia de la naturalidad!, cruzarse conmigo ni dejarme participar de sus silenciosos rituales y sus preocupaciones. Las películas de Ozu son un espacio amable donde habita también el desengaño, pero siempre es el optimismo de la vida sencilla y los buenos sentimientos, como los representados por Noriko los que arrojan una luz de esperanza sobre la existencia humana. Sayonara.