Más allá del género
de los vampiros, la respiración jadeante del mal.
Título original: Sinners
Año: 2025
Duración: 137 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Ryan Coogler
Guion: Ryan Coogler
Reparto: Michael B. Jordan; Hailee Steinfeld; Miles Caton; Wunmi Mosaku;
Delroy Lindo;
Jack O'Connell; Jayme Lawson; Omar Benson Miller; Lola Kirke; Peter
Dreimanis; Yao;
Li Jun Li; Gralen Bryant Banks; Saul Williams; Deneen Tyler; Christian
Robinson; Ja'Quan Monroe-Henderson; Michael A. Newcomer.
Música: Ludwig Göransson
Fotografía: Autumn Durald.
Reconozco que
el avance de la película me hizo albergar esperanzas de sumergirme en el mundo
de los inicios del rhythm and blues tal y como nos lo presentó Scorsese
en su magnífico documental, The Blues, en el que participaron directores
como Wim Wenders, Clint Eastwood o Mike Figgis, porque ese cobertizo convertido
en sala de baile con música de blues prometía lo suyo. La historia, sin embargo,
ha ido por otros derroteros, y la última mitad supone una incursión en el género
de los vampiros, o de los muertos vivientes, porque se cruzan ambos, que está
enfocada desde una perspectiva musical digna de elogio. La presencia de los
tres vampiros ante el cobertizo, interpretando una pieza del folclore
tradicional blanco irlandés va más allá del desafío, para convertirse en un extraño
elemento de unión más allá del color de la piel de cada cual. La música, con
todo, tiene una función primordial en la película y todas las interpretaciones
rayan a gran y emotiva altura, sobre todo por parte del joven guitarrista
Sammie, interpretado por el cantante y actor Miles Caton, con una hermosa voz de
barítono.
Vayamos al
principio. Un hombre malherido que agarra el mástil de una guitarra, último
vestigio de lo que fue el instrumento, se presenta en la iglesia donde su padre
celebra el oficio religioso del domingo. A partir de ahí se inicia un flashback
que nos va a recontar lo sucedido en la jornada previa y cómo hemos llegado al presente.
Dos dandis de Chicago, hermanos gemelos, con evidentes antecedentes de haberse
dedicado a negocios al margen de la ley, acaso con tintes mafiosos, llegan a su localidad natal para invertir su
dinero en un local dedicado a la música y al baile para la población negra que,
mayoritariamente, trabaja en las plantaciones de algodón. Su irrupción en ese
mundo sumiso, va a suponer un contraste con la resignación de sus familiares y
amigos. Los vemos haciendo un negocio con quien les vende el almacén, un
supremacista blanco cuyas intenciones intuimos cuáles han de ser nada más
verlo. Habremos de esperar hasta el final de la aventura del negocio de la música
para volverlo a ver, y será una de esas escenas de acción milimétricamente
ejecutada, casi con ritmo musical en un crescendo que acerca más la película a
otros géneros. La violencia extrema de los dos hermanos, dispuestos a
desenfundar y disparar a la más mínima, se ejecuta en cualquier sentido, sin
distinciones, como vemos cuando dos negros intentan robar los bienes que tienen
en su camión. Sentado el precedente de su nulo talante permisivo o negociador,
el recorrido de los dos hermanos va a permitirnos un conocimiento de ellos y de
sus múltiples relaciones en el pueblo, incluido el servicio de comida y bebida
con los chinos propietarios de esos negocios en el pueblo.
La irrupción
de un hombre en la casa de unos granjeros, perseguido por quienes quieren
acabar con su vida, una partida de indios choctaw, introduce la presencia de
los vampiros en la historia, porque los indios avisan a la mujer, que sale a recibirlos
con la escopeta presta a ser disparada, de que ese fugitivo es el mal más allá de
todo lo conocido. La presencia de los ropajes del ku-klux-klan en una silla de
la casa nos sindica rápidamente en quién han depositado su confianza los
granjeros: quien acabará convirtiendo a ambos esposos en miembros de su trío
folclórico irlandés. Lo digo así, con un deje de sorna, porque, a pesar de las
muy crudas escenas en que la película se recrea, como corresponde al género en
que se incluye, no deja de haber en ningún momento un sutil hilo humorístico en
la película, no como si no se tomara en serio el género, sino el propio de
quien toma cierta distancia para destacar algunos aspectos llamativos, como el
de que blancos, negros y chinos superen sus diferencias raciales perteneciendo
al mundo de ultratumba de los vampiros, y así se lo comunican a quienes,
relacionados familiarmente con ellos, se resisten a dejarse «atrapar» por
sociedad tan permisiva…
En la medida
en que la primera parte discurre sobre todo en exteriores, me parece de
obligado cumplimiento destacar los planos y la fotografía con que se han recogido
los campos sin fin de algodón, una delicadeza fotográfica que contrasta,
obviamente, con la explotación de quienes lo recogen. No será el único espacio
hermosamente filmado, porque, aunque básicamente en escenas nocturnas —será el
sol, más las preceptivas estacas de madera… los que acaben con los vampiros, de
acuerdo con a tradición sólidamente establecida—, la película tiene toda ella
una calidad estética que la eleva muy por encima de otros productos «genéricos»
por el estilo de esta. Los pecadores presenta la particularidad del
enfoque musical y racial poco o nada frecuentado en otras incursiones en el género de los vampiros, aunque recuerdo con mucho agrado la película de
Jarmusch Solo los amantes sobreviven, en la que el protagonista es un
músico, o El ansia, de Scott, esta vez interpretada por un músico, David
Bowie.
La película
solo decepciona, parcialmente, a quienes esperábamos una orgía musical, en vez
de una orgía sanguínea, pero, superada esa decepción, la trama, con abundante
presencia de una sexualidad tremendamente sugestiva, y mezclada, en ocasiones,
con el propio vampirismo, avanza de forma potente hacia un final apoteósico de
sangre, violencia y heroicidad, de la que se beneficia el joven guitarrista,
pero los pormenores de esa apoteosis han de verlos los ojos agradecidos de los
espectadores.
Ah, y atentos
al final de los títulos de crédito, porque hay un regalo musical final…
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