viernes, 4 de noviembre de 2016

Anatomía patológica de la política: “Tempestad sobre Washington”, de Otto Preminger.




Y Maquiavelo se hizo fotogramas…Un clásico del cine político: Tempestad sobre Washington o la fría mirada sobre el sucio juego de la política usamericana et alia.

Título original: Advise & Consent
Año: 1962
Duración: 139 min.
País: Estados Unidos
Director: Otto Preminger
Guión: Wendell Mayes (Novela: Allen Drury)
Música: Jerry Fielding
Fotografía: Sam Leavitt (B&W)
Reparto: Walter Pidgeon, Don Murray, Charles Laughton, Henry Fonda, Franchot Tone, Inga Swenson, Peter Lawford, Burgess Meredith, Lew Ayres, Gene Tierney, Paul Ford, George Grizzard, Edward Andrews, Paul McGrath, Will Geer, Betty White.


Llama la atención que esta película de Preminger sea del 62, porque el uso del blanco y negro, la perfección de la puesta en escena, la solidez del argumento y las ajustadísimas interpretaciones de sus actores le confieren una pátina de “intemporalidad” clásica que solemos asociar con películas anteriores siempre al inicio de la década prodigiosa, tan marcada por la revolución en las costumbres y la agitación juvenil, tanto en Usamérica como en Francia y Gran Bretaña. Pensamos en De aquí a la eternidad, por ejemplo, o en su propia Anatomía de un asesinato, y nos percatamos de que más pertenece a la década de los 50 que a la ya inaugurada de los 60. Viene esta disquisición temporal a cuento de la fuerte impronta de cine clásico intemporal que supone la visión de un clásico del cine político como Tempestad sobre Washington, una de las cumbres del género junto con El último hurra, de John Ford, de la visión de la cual Preminger ha tomado buena nota… De hecho, el personaje de Ford se llama Frank Skeffington y, curiosamente, el de Preminger que da pie a la trama de caza de brujas se llama Robert Leffingwell, una semejanza de apellidos que me gustaría entender que no es casual. Sin olvidar, por el camino, esa maravilla que es Caballero sin espada, de Frank Capra, lejano antecedente de Ford y de Preminger.  No voy a hacer, sin embargo, una crítica comparada, porque las situaciones son muy distintas: la de Ford se mueve en el terreno de la lucha generacional y la de Preminger en el de los corruptos resortes del poder para afirmarse como tal, lo que la convierte casi en un episodio de la vieja, y siempre excelentísima, serie Yo, Claudio. Hay un puritanismo fundamental en la sociedad usamericana y un fundamento ideológico antimarxista que se dan la mano felizmente en esta película como las herramientas indispensables parta torcer los designios del libre juego entre las fuerzas políticas, basado en la legítima ambición de ocupar el puesto que ocupa el otro, es decir, el Poder. Un Presidente -por cierto, ¡la facilidad con que suelen hacerse películas sobre presidentes usamericanos imaginarios y lo que nos costaría en España, cuna del realismo picaresco, ver un presidente del gobierno imaginario en una película, sin que nos digamos que de dónde se lo han sacado…!- decide nombrar como Secretario de Estado a quien en su juventud como profesor universitario coqueteó con ambientes comunistas, llevado por los magnos ideales que han movido siempre a las almas nobles. La oposición republicana consigue un testigo que puede probarlo y lo lleva a la sesión en que se interroga al candidato para recibir el visto bueno del Senado para ocupar el cargo -una costumbre, por cierto, que no estaría de más implantarla en España-. Como el testigo fue subordinado del candidato, a éste no le cuesta desacreditarlo ante el comité, pero dejando impune la mentira de no haber participado en aquellos círculos de tendencia comunista. El jefe de la mayoría republicana está interpretado por Charles Laughton, de quien se pierde la cuenta de “papeles memorables” que ha hecho a lo largo de su carrera, pero de quien no se pierde la de haber dirigido una sola película, La noche del cazador, tan extraordinaria como todas sus intervenciones, de las cuales hace nada tuve la oportunidad de destacar la que hacía en El reloj asesino. Por su parte, Walter Pidgeon, da vida a un jefe de la mayoría demócrata con idéntico poder de convicción que Laughton confiere al suyo, en uno de sus últimos trabajos de relieve. Y de ese choque entre ambos, secundados por un grupo de actores y la actriz Inga Swenson, la única con un papel relevante en una historia “de hombres” tan hombres, además, que el pecado nefando del joven candidato republicano ambicioso lo lleva nada menos que al suicidio, lo que le acabará dando un inesperado giro a la película, porque, finalmente, haber traspasado todos los límites éticos lleva al gran acuerdo entre ambos líderes parlamentarios: retirar la oposición al nombramiento del candidato presidencial, de un lado, y dar libertad de voto a la mayoría, por el otro. La película, que está construida sobre unos planos con gran profundidad de campo y con un dinamismo casi de vodevil, atendiendo a la gran cantidad de movimiento de los personajes dentro de aquellos, que entran o salen, se acercan o alejan, en o de la escena, hacia o de la cámara, tiene un ritmo casi diríamos que febril, porque en la memoria del espectador actúa siempre la necesidad presidencial como una imposición de los dioses del Olimpo, o poco menos. Un dios enfermo, además, al que ha de contentarse cuanto antes. Los entresijos inmorales y mafiosos de la política usamericana nos son suficientemente conocidos, pero cuando nos llegan a través de un vehículo formalmente tan impecable como la película de Preminger, un perfeccionista sin escrúpulos…, el resultado nos colma como una bendición artística que nos haya visitado ¡por el módico precio de los 2€ invertido en la compra del vídeo! No es desdeñable, por otro lado, el afán “documentalista” -de ahí el título, una forma protocolaria del Senado para otorgar el plácet a un nombramiento del Presidente- de la película, que recoge los usos parlamentarios del Senado usamericano como ya lo hiciera, y casi podría decirse que era el “tema” de su película, Frank Capra en Caballero sin espada, una apología de la democracia que está en las antípodas, por intención, de la disección forense del cadáver de esa democracia que constituye la película de Preminger, de cuya apreciación, tras el maratón para formar gobierno que hemos vivido durante casi un año, tan capaces somos. Cuando la vi por primera vez ni siquiera era España un país democrático, de ahí que esta revisión me haya permitido apreciarla como se debe y como lo que es: una mirada fría y nada compasiva a las maldades que se cometen en nombre de la política, entendida al modo maquiavélico, es decir, no reparar en los métodos para conseguir el fin de conservar el poder, aunque, en función de esos métodos, más se acabe detentándolo que propiamente poseyéndolo en derecho. Finalmente, y aun siendo menos espectaculares que en otras películas suyas, como la propia Anatomía de un asesinato, del mismo director, los títulos de crédito son del siempre genial e inspiradísimo Saul Bass.

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