Y Maquiavelo se hizo fotogramas…Un
clásico del cine político: Tempestad
sobre Washington o la fría mirada sobre el sucio juego de la política
usamericana et alia.
Título original: Advise & Consent
Año: 1962
Duración: 139 min.
País: Estados Unidos
Director: Otto Preminger
Guión: Wendell Mayes (Novela:
Allen Drury)
Música: Jerry Fielding
Fotografía: Sam Leavitt
(B&W)
Reparto: Walter Pidgeon, Don
Murray, Charles Laughton, Henry Fonda, Franchot Tone, Inga Swenson, Peter
Lawford, Burgess Meredith, Lew Ayres, Gene Tierney, Paul Ford, George Grizzard,
Edward Andrews, Paul McGrath, Will Geer, Betty White.
Llama la atención que esta película de Preminger sea
del 62, porque el uso del blanco y negro, la perfección de la puesta en escena,
la solidez del argumento y las ajustadísimas interpretaciones de sus actores le
confieren una pátina de “intemporalidad” clásica que solemos asociar con
películas anteriores siempre al inicio de la década prodigiosa, tan marcada por
la revolución en las costumbres y la agitación juvenil, tanto en Usamérica como
en Francia y Gran Bretaña. Pensamos en De
aquí a la eternidad, por ejemplo, o en su propia Anatomía de un asesinato, y nos percatamos de que más pertenece a
la década de los 50 que a la ya inaugurada de los 60. Viene esta disquisición
temporal a cuento de la fuerte impronta de cine clásico intemporal que supone
la visión de un clásico del cine político como Tempestad sobre Washington, una de las cumbres del género junto con
El último hurra, de John Ford, de la visión
de la cual Preminger ha tomado buena nota… De hecho, el personaje de Ford se
llama Frank Skeffington y, curiosamente, el de Preminger que da pie a la trama
de caza de brujas se llama Robert Leffingwell, una semejanza de apellidos que
me gustaría entender que no es casual. Sin olvidar, por el camino, esa
maravilla que es Caballero sin espada,
de Frank Capra, lejano antecedente de Ford y de Preminger. No voy a hacer, sin embargo, una crítica
comparada, porque las situaciones son muy distintas: la de Ford se mueve en el
terreno de la lucha generacional y la de Preminger en el de los corruptos
resortes del poder para afirmarse como tal, lo que la convierte casi en un
episodio de la vieja, y siempre excelentísima, serie Yo, Claudio. Hay un puritanismo fundamental en la sociedad
usamericana y un fundamento ideológico antimarxista que se dan la mano
felizmente en esta película como las herramientas indispensables parta torcer
los designios del libre juego entre las fuerzas políticas, basado en la
legítima ambición de ocupar el puesto que ocupa el otro, es decir, el Poder. Un
Presidente -por cierto, ¡la facilidad con que suelen hacerse películas sobre
presidentes usamericanos imaginarios y lo que nos costaría en España, cuna del
realismo picaresco, ver un presidente del gobierno imaginario en una película,
sin que nos digamos que de dónde se lo han sacado…!- decide nombrar como
Secretario de Estado a quien en su juventud como profesor universitario
coqueteó con ambientes comunistas, llevado por los magnos ideales que han
movido siempre a las almas nobles. La oposición republicana consigue un testigo
que puede probarlo y lo lleva a la sesión en que se interroga al candidato para
recibir el visto bueno del Senado para ocupar el cargo -una costumbre, por
cierto, que no estaría de más implantarla en España-. Como el testigo fue
subordinado del candidato, a éste no le cuesta desacreditarlo ante el comité, pero
dejando impune la mentira de no haber participado en aquellos círculos de
tendencia comunista. El jefe de la mayoría republicana está interpretado por
Charles Laughton, de quien se pierde la cuenta de “papeles memorables” que ha
hecho a lo largo de su carrera, pero de quien no se pierde la de haber dirigido
una sola película, La noche del cazador,
tan extraordinaria como todas sus intervenciones, de las cuales hace nada tuve
la oportunidad de destacar la que hacía en El
reloj asesino. Por su parte, Walter Pidgeon, da vida a un jefe de la
mayoría demócrata con idéntico poder de convicción que Laughton confiere al
suyo, en uno de sus últimos trabajos de relieve. Y de ese choque entre ambos,
secundados por un grupo de actores y la actriz Inga Swenson, la única con un
papel relevante en una historia “de hombres” tan hombres, además, que el pecado
nefando del joven candidato republicano ambicioso lo lleva nada menos que al
suicidio, lo que le acabará dando un inesperado giro a la película, porque,
finalmente, haber traspasado todos los límites éticos lleva al gran acuerdo
entre ambos líderes parlamentarios: retirar la oposición al nombramiento del
candidato presidencial, de un lado, y dar libertad de voto a la mayoría, por el
otro. La película, que está construida sobre unos planos con gran profundidad
de campo y con un dinamismo casi de vodevil, atendiendo a la gran cantidad de
movimiento de los personajes dentro de aquellos, que entran o salen, se acercan
o alejan, en o de la escena, hacia o de la cámara, tiene un ritmo casi diríamos
que febril, porque en la memoria del espectador actúa siempre la necesidad
presidencial como una imposición de los dioses del Olimpo, o poco menos. Un
dios enfermo, además, al que ha de contentarse cuanto antes. Los entresijos
inmorales y mafiosos de la política usamericana nos son suficientemente
conocidos, pero cuando nos llegan a través de un vehículo formalmente tan
impecable como la película de Preminger, un perfeccionista sin escrúpulos…, el
resultado nos colma como una bendición artística que nos haya visitado ¡por el
módico precio de los 2€ invertido en la compra del vídeo! No es desdeñable, por
otro lado, el afán “documentalista” -de ahí el título, una forma protocolaria
del Senado para otorgar el plácet a un nombramiento del Presidente- de la
película, que recoge los usos parlamentarios del Senado usamericano como ya lo
hiciera, y casi podría decirse que era el “tema” de su película, Frank Capra en
Caballero sin espada, una apología de
la democracia que está en las antípodas, por intención, de la disección forense
del cadáver de esa democracia que constituye la película de Preminger, de cuya
apreciación, tras el maratón para formar gobierno que hemos vivido durante casi
un año, tan capaces somos. Cuando la vi por primera vez ni siquiera era España
un país democrático, de ahí que esta revisión me haya permitido apreciarla como
se debe y como lo que es: una mirada fría y nada compasiva a las maldades que
se cometen en nombre de la política, entendida al modo maquiavélico, es decir,
no reparar en los métodos para conseguir el fin de conservar el poder, aunque,
en función de esos métodos, más se acabe detentándolo que propiamente
poseyéndolo en derecho. Finalmente, y aun siendo menos espectaculares que en
otras películas suyas, como la propia Anatomía
de un asesinato, del mismo director, los títulos de crédito son del siempre
genial e inspiradísimo Saul Bass.
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