Canino o algo más que el heteropatriacado… La
familia como secta; la secta como tótem; el tótem como la vida… perra.
Título original: Kynodontas (Dogtooth)
Año: 2009
Duración: 94 min.
País: Grecia
Dirección: Yorgos Lanthimos
Guion: Efthymis Filippou, Yorgos Lanthimos
Música: Varios
Fotografía: Thimios Bakatatakis
Reparto: Christos Stergioglou,
Michelle Valley, Angeliki
Papoulia, Mary Tsoni, Hristos
Passalis, Anna Kalaitzidou.
Pues sí, también se ruedan
películas como Canino cuya seña de
identidad evidente es, en primer lugar, desconcertar al espectador y someterlo
a una incomodidad radical ante una historia muy alejada de su realidad
cotidiana. Se trata, por supuesto, de enfrentar mundos desde una perspectiva
extrañamente lúdica: un juego de semejanzas
y diferencias que nos atrae lo suficiente como para creer que entendemos algo
de cuanto ocurre ante nuestros ojos asombrados, e incluso de que poseemos una
lógica que nos permitirá dar razón clara
y ordenada de cuantas realidades hemos visto, por más que repugnen a esa misma
razón y nos obliguen a desistir de acudir a ella para tratar de sacar el agua
clara de unos comportamientos que nos desbordan, que nos superan, que nos
llenan de estupefacción, cuando no de horror, de disgusto e incluso de
repugnancia. La genealogía del autor está clara, al menos por la situación y la
transgresión de ciertos códigos sociales y de ciertas instituciones, la familia
en este caso: Luis Buñuel es la primera memoria que acude a la mente del
espectador desasosegado de esta historia; después Haneke y su impasibilidad
glacial ante la inevitabilidad del ejercicio del mal; y después Ferreri y otros
autores, Cronenberg entre ellos, sin duda, en quienes las historias tienen un
nexo evidente con nuestra realidad, pero se disparan hacia desarrollos que nos
dejan descolocados, como si estuviéramos contemplando una vida que no es de
este mundo, sino de otro de otra galaxia, un versión deplorable de nuestras
contradicciones y nuestras irracionalidades. La situación es elemental: un
empresario vive en una casa aislada con su mujer y sus tres hijos, con quienes
forma una sociedad regida por unas leyes de relación entre ellos y unas
costumbres «caninas» que en modo alguno dejan indiferentes a los espectadores.
Rigen leyes extrañas y advertimos comportamientos insólitos. Eso sí, el padre,
la única persona que entra y sale de la casa, frente a los otros cuatro, la
mujer y los tres hijos, que viven en permanente reclusión, ejerce una autoridad
despótica sobre los miembros de la familia, no exenta de violencia. Digamos que
él provee a las necesidades materiales de la familia y los demás han de aceptar
sumisamente ese dominio del hombre sobre el perro, en este caso cuatro perros, su
mujer y sus tres hijos. La película se inicia con la llegada a la casa de una guardia
de seguridad de la fábrica que llega a la casa del “jefe” con la única misión
de tener relaciones sexuales con el hijo de este. De forma clandestina, ha
entrado en la casa un vídeo que llega a manos de una de las hijas, razón por la
cual, el padre se venga en ambas de esa “irregularidad”, y lo hace con una
violencia descomunal, que forma parte del rígido gobierno despótico que ejerce sobre
los miembros de la familia. Que la condición para salir de esa suerte de “habitación”
sea la caída de uno de los dientes
caninos llevará, en una de las hijas que ya no soporta la presión de la vida
que les toca vivir bajo el imperio de un padre tiránico, a unas durísimas
escenas de automutilación para conseguirlo. La película está rodada de tal
manera que, a veces, se confunde con un documental sociológico, algo así como si
se tratase del estreno de Gran Hermano en la televisión holandesa por primera
vez, para estupefacción de los televidentes, que no daban crédito al
espectáculo de unas vidas en ningún momento ajenas a la observación de la cámara
que registraba todos y cada uno de sus actos en cualesquiera espacios de una
casa. El show de Truman, de Peter
Weir y La habitación, de Lenny
Abrahamson, serían dos películas, desde una perspectiva infinitamente más
comercial, que podríamos relacionar con este Canino respeto de la que Langosta,
por ejemplo, es una concesión al gran público; algo que se acabó confirmando en
la última película del autor, La favorita.
El director no hace la más mínima concesión a la inquietud que genera en el
espectador, es más, se complace en ahondar en ella, en provocarle una extrañeza
que le hace contemplar lo que transcurre en la pantalla como un cuento cruel,
como una relectura de los cuentos de terror infantiles que, con tanta alegría,
les contamos a los niños. Las inesperadas relaciones entre los miembros de la
familia a través de lametazos, la sexualidad incestuosa de los tres hermanos,
la realidad que inventa la madre con cada frase para desrealizar lo que es
evidente, la frigidez expresiva de todos los miembros, el silencio que lo
inunda todo como una marea pestilente de aguas residuales…, la sumisión al
patriarca, la incómoda sensación de estar prisioneros por su propia voluntad o,
en su defecto, por la ausencia de voluntad para dejar de serlo…; todo, en la
película, se le ofrece a los espectadores como un reto hermenéutico que estos
harán bien en no secundar, porque lo que ocurre en esa casa solo ocurre en esa
casa. Es verdad que se admiten a posteriori todas las lecturas que se deseen,
pero no olvidemos que, cuando aparecen las tomas de la fábrica, adonde se
dirige el padre en busca de la hija que se ha escapado mediante una treta que
no descubriré, esos espacios están absolutamente vacíos, sin vida, como si se
tratara de un escenario postapocalítico. ¡Qué espectacular imagen, con todo,
ante la deserción de uno de los miembros del clan, la de los otros tres
llegándose a la puerta de la finca, sin traspasarla y comenzando a ladrar a la
luna a cuatro patas!, mientras el padre sale, con el coche, en busca del
miembro «perdido». No negaré que la película,
como aquellas «viejas glorias» del Walerian Borowczyk de mi primera juventud,
dan para mil y una interpretaciones simbólicas, pero eso lo dejo ya al arbitrio
de los espectadores, que ellos ya sabrán con qué lectura quedarse de las muchas
que la película alimenta. La frialdad de las relaciones humanas dentro de la
historia se corresponden, eso sí, muy fielmente, con la neutralidad de una
cámara que, muy a menudo con plano fijo, permite que evolucionen los personajes
ante nuestros ojos sorprendidos. No descarto que la película sea capaz de
provocar un cabreo monumental en algunos espectadores poco fogueados en películas
de este tipo tan singular, pero serán los menos. Lanthimos narra lo
inenarranable y sabe atraernos al corazón secreto de la distopía con una
facilidad asombrosa.
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