viernes, 29 de enero de 2016

La sombra de Delibes es alargada: “Función de noche” de Josefina Molina.

                                 


Función de noche: Vidas dramáticas de cómicos: Lola Herrera o una muchachita de Valladolid…se desnuda en el camerino.

Título original: Función de noche
Año: 1981
Duración: 90 min.
País: España
Directora: Josefina Molina
Guión: Josefina Molina, José Sámano (Novela: Miguel Delibes)
Música: Alejandro Massó
Fotografía: Teodoro Escamilla
Reparto: Lola Herrera, Daniel Dicenta, Natalia Dicenta, Daniel Dicenta Herrera, Luis Rodríguez Olivares, Margarita Forrest, Jacinto Bravo, Francisco Teres, Santiago de las Heras, Antonio Cava, Demetrio Sánchez, Juana Ginzo


            Quizá haga más de quince años que vi Función de noche, sin haber visto la representación teatral sobre Cinco horas con Mario, una excelente novela de Delibes, y seguí sin querer ver la representación, tras haber visto la película, porque la película-documento, más que propiamente “documental”, de Josefina Molina me pareció magistral. Ayer volví a verla en esa joya de programa que es la Historia del cine español que nos ofrece La 2 en dosis diaria. ¿Por qué me vendrían a la memoria Nueve cartas a Berta, de Patino o La tía Tula, de Picazo? Sin duda porque Lola Herrera, en su desnudo integral de jovencita de provincias que se casa con un hombre pedestalizado, sin reunir especiales méritos para ello, desde la casi absoluta ignorancia de qué sean el matrimonio y la vida sexual, ofrece un testimonio vital que va más allá de la sociología e incluso de la psicología. Es una mujer que tiene necesidad de hablar, de decir, y de ser escuchada. Y bien puede decirse que de lo que más se asusta es de lo que llega a verbalizar, la confesión de sus limitaciones y de sus fiascos, con el acerbo y punzante dolor que ello implica. No hace mucho que hemos visto Birdman, de Iñárritu, y hace mucho que vimos Opening night, de Casavetes, historias de vidas truncadas en el escenario y el espacio del teatro. En Función de noche, nos reducimos aún más: al camerino. En él, en el ínterin de aquel suplicio que para los actores fueron las dos sesiones diarias, la actriz Lola Herrera se reúne con quien fue su marido durante seis años y padre de sus dos hijos, Daniel Dicenta, y juntos analizan su fracaso matrimonial. La situación, resuelta técnicamente con la realización a través de los falsos espejos, tiene un desasosegante aire de experimento de laboratorio, algo que se acentúa cuando Daniel Dicenta comienza a utilizar la toalla para restañar el sudor que el ambiente provoca, al margen, claro está, de la posible incomodidad que le supongan, aun habiendo pasado tanto tiempo desde su separación, las revelaciones de su ex. Ambos, a medida que se va acumulando la tensión emocional se sienten atrapados en ese espacio, lo que consigue desasosegar por contagio al espectador. La confesión, porque ese sería el género literario al que pertenecería si fuera una obra escrita, tiene tal poder de verdad que ni la afectación que siempre he oído en la voz de Lola Herrera ni algunos gestos acaso excesivamente teatrales que se permite en la representación logran restarle credibilidad y emoción. Es una mujer que ha sufrido y que le revela a su marido la verdad de su sufrimiento y la causa de su desgraciada vida, que tiene su origen en la falta de una educación desde la que comprender y aceptar realidades de tanta enjundia como la sexualidad, el amor, el matrimonio y la maternidad. Hacia la mitad del camino de la vida, Lola Herrera tiene 46 años cuando ruedan Función de noche, es estremecedor oír la confesión de una persona que ha vivido su vida como un fracaso constante, aun siendo una actriz de éxito. Pero su vida personal constituye un ejemplo de insatisfacción total: se ha entregado tanto a los demás y ha vivido tan poco para ella misma que, alcanzada esa edad fronteriza, recapacita y se percata del vacío desolador en que se halla y desde el que se ve sin fuerzas para iniciar una nueva vida. A lo largo del diálogo, en el que el exmarido adopta una actitud demasiado distanciada, como si ya hubiera superado, aunque no sea así, aquella experiencia, se levanta ante los espectadores una vida en común que dejó de tener lo de “común” casi desde la misma noche de bodas, una gran catástrofe. Poco a poco irán surgiendo los desencuentros, las incomprensiones, los silencios insalvables, las resignaciones, las humillaciones, los secretos, los malentendidos…, un desfile de los fantasmas habituales en las relaciones de pareja que acaban mal porque, acaso, no se tuvo en su momento el valor de hablar sin tapujos para verle a la verdad su cara de hereje y obrar en consecuencia. El origen de la película es la representación que durante una década hizo Lola Herrera por toda España de la función teatral en la que se adaptó la novela de Miguel Delibes Cinco horas con Mario, una radiografía de la vida de pareja de la España de la posguerra con la que la actriz se fue identificando hasta, como le dice a su exmarido, ponerle a Mario su rostro y verlo a él en el ataúd, en vez de al personaje de Delibes. La aparición de un personaje como el de Juana Ginzo, locutora emblemática de la SER y voz histórica de la Ama Rosa de Sautier Casaseca, amiga íntima de Herrera que representa justo lo contrario de lo que es la actriz, una mujer liberada que ha decidido aceptarse y no vivir pendiente de la “reputación”, de la opinión ajena, le permite al espectador salir por breves momentos de ese laberinto emocional del camerino, donde parece que se esté celebrando una ceremonia ritual cuyo final nos asusta, porque intuimos lo peor. La película alterna la escena del camerino con fragmentos de la representación, pero ahí no hay descanso alguno para el espectador, sino un incremento de la angustia, porque se suman la persona y el personaje con idéntico drama de la insatisfacción y la culpa. Las breves filmaciones con los hijos de la pareja permiten, también, introducir una distancia que nos permita retomar fuerzas para continuar con atención el duelo de sentimientos en el que no se ahorran, los pacíficos contendientes las puyas más envenenadas, como la frase feliz que podría ser el reclamo para el público amante de las emociones fuertes: “Yo nunca he tenido un orgasmo en mi vida”, ni con su marido ni con nadie. Lo que provoca una reacción defensiva/herida por parte de su marido, quien ha sido engañado por la representación que la actriz ha hecho de los mismos durante su vida conyugal. Por lo escrito, se advierte enseguida la indudable influencia que en Josefina Molina tuvo una película como Secretos de un matrimonio, de Bergman, una de sus grandes obras, cuyo título original aún se acerca más a la obra de Molina: Escenas de la vida conyugal, pues Herrera y Dicenta van repasando su vida matrimonial a partir de ciertas escenas que, según ellos, fueron determinantes para el rumbo de su unión. Independientemente de dicha influencia, la película-documento de Josefina Molina me parece una contribución importantísima para algo que tanto haría para evitar la violencia machista contra la mujer en el seno de las relaciones familiares o de pareja: la educación afectiva. Función de noche es una película que deberían ver inexcusablemente todas las parejas, de cualquier edad, de cualquier lugar.

martes, 26 de enero de 2016

Jean Renoir: Un clásico, “El río” y una rareza olvidada: “Aguas pantanosas”.

      

El tiempo, la vida: El río. El pantano, la injusticia y la reparación, Aguas pantanosas.
El espectacular primer color de Jean Renoir y su primera película en Usamérica.
Título original: Swamp Water
Año: 1941
Duración: 92 min.
País: Estados Unidos
Director: Jean Renoir
Guión: Dudley Nichols
Música: David Buttolph
Fotografía: J. Peverell Marley (B&W)
Reparto:  Dana Andrews, Walter Brennan, Anne Baxter, Walter Huston, Virginia Gilmore, John Carradine, Ward Bond, Eugene Pallette.

Título original: The River
Año: 1951
Duración: 99 min.
País: Francia
Director: Jean Renoir
Guión: Rumer Godden & Jean Renoir (Novela: Rumer Godden)
Música: M.A. Partha Sarathy
Fotografía: Claude Renoir
Reparto: Patricia Walters, Adrienne Corri, Nora Swinburne, Esmond Knight, Arthur Shields, Thomas E. Breen, Radha Shri Ram, Suprova Mukerjee, Richard Foster.

No hace mucho visioné dos obras de Renoir en clave de farsa, Elena y los hombres y La carroza de oro, con dos actrices tan espectaculares como Ingmar Berman y  Anna Magnani, una línea de la obra de Renoir que ya había dado una obra tan curiosa y amena como Boudou salvado de las aguas y que contrasta  sobradamente con las dos películas que en fantástico programa doble del director francés acabo de ver con gran interés, en un caso y con completa admiración en el segundo, porque Aguas pantanosas es una película auténticamente fordiana que acaso haya podido pasar desapercibida, pero que reúne atractivos muy notables para los amantes del cine, y porque El río es una indiscutible obra de arte cinematográfico muy en la línea del intimismo reflexivo sobre la familia y el paso del tiempo que se da en la obra de David Lean, por poner un ejemplo que haya criticado en estas páginas recientemente.
Aguas pantanosas es una exploración cinematográfica del espacio pantanoso del estado de Georgia, concretamente del pantano Kefenokee, donde Tom Keefer (Walter Brennan) lleva escondido cinco años tras haber huido de lo que iba a ser una ejecución inmediata por un crimen que él no había cometido.
El protagonista, un Dana Andrews que, en relación con el personaje de la narración un joven de 16 años, se nos presenta bastante más crecido, pierde en el inmenso pantano a su perro y decide, contrariando la prohibición de su padre, ir a rescatarlo. En un ambiente masculino en el que demostrar el valor frente a la adversidad confiere el estatus de miembro del clan, el joven Ben Ragan se aventura en ese laberinto pantanoso donde acabará siendo descubierto por el padre de la joven cenicienta, empleada por caridad en la tienda de comestibles del lugar, de quien se acabará enamorando tras ser desairado por una novia coqueta que, por despecho, lo traiciona ante el resto del pueblo descubriéndolo como protector del asesino que, además, le ayuda a cazar las pieles que vende.
Una vez que el pueblo le da la espalda y él descubre la actividad delictiva de los verdaderos asesinos, quienes intentan eliminarlos, a Tom y a él en el pantano, la historia se precipita en dos direcciones bien definidas: la reconciliación entre Ben y su padre, por un lado; y, por otro, en el de la demostración de la inocencia de Tom, quien, gracias a ella, puede volver al pueblo, abrazar a su hija y reintegrarse a su vida cotidiana. La película es simple, pero llena de una belleza natural para la que Renoir tenía un ojo genético, podríamos decir. Las secuencias en el pantano son de una belleza espectacular. Así mismo, la secuencia del baile, donde se gesta el enfrentamiento entre Ben y su antigua novia, y su decantamiento hacia la hija de Tom tienen, junto con las escenas corales, ese aire fordiano en el que la naturalidad, la comicidad y el desarrollo dramático se dan la mano con una espontaneidad que deja maravillado al espectador.
A título de inventario ha de consignarse que para Dana Andrews fue su primer papel protagonista, y para Anne Baxter, de 18 años, el tercero. La pareja funciona a la perfección y consigue momentos muy emotivos. Por el lado del enfrentamiento entre Ben y su padre la cosa flojea lo suyo, porque lo que en la historia original es un enfrentamiento entre un padre y un hijo de 16 años, resulta poco menos que ridículo cuando el hijo ya podrá tener su propia familia, por ejemplo. Con todo, la relación está muy bien resuelta cuando el padre “afloja” la tensión autoritaria y se aviene a reconocer el mucho cariño que le tiene al hijo.
De El río supongo que se habrá dicho todo lo habido y por haber, no solo desde el punto de vista técnico del uso del color, que es una auténtica maravilla, sino también de la delicadeza con que, narrando una aparente anécdota intrascendente, la irrupción de un joven casadero, herido de guerra (lleva una pierna artificial), en el seno de una familia con negocios en India, perfectamente aclimatada a la realidad hindú, se nos ofrece una reflexión existencial que trasciende la anécdota hacia una visión sombría de los destinos vitales de buena parte de los protagonistas, porque la historia incluye, además, la pérdida dramática de uno de los seis hijos de la familia.
El aparente tono menor en que Renoir va trazando el dibujo de los personajes y sus conflictos, ayudado por una voz en off que recuerda la de Matar a un ruiseñor, porque también la protagonista narradora rememora el paso de la adolescencia a la madurez, permite ir descubriendo, a la par que esos conflictos, la realidad de un continente a través de sus costumbres, fiestas y su relación con uno de sus muchos ríos sagrados, alrededor del cual se articula la existencia de quienes viven cerca de él, en él y gracias a él.
La hija de los vecinos, mestiza, y su conflicto de identidad, un papel desempañado con absoluta convicción por Radha Shri Ram, es uno de los pilares de la película, gracias a una suerte de atracción contenida que lucha por no competir con las ansias amorosas de sus dos vecinas y amigas, sobre todo de la hermana mayor, por quien el exmilitar siente una inclinación sujeta a una gran indecisión.
La vecina mestiza interpretará una variación, creada por la narradora, de las metamorfosis de Krishna y sus amantes, una pequeña narración intercalada en la que se representa un baile en honor del dios que debería formar parte de todas las antologías del cine musical, aun no siendo El Río una película de ese género, pero es de tal belleza el número ejecutado por la protagonista, Radha Shri Ram, que, en el transcurso de la película, al menos a este crítico, se le ha aparecido como un momento mágico. Cabe decir que la actriz estudió danza clásica hindú, de ahí la perfección de ese número. Por otro lado, Rhada Shri Ram fue una estudiosa de la Teosofía y acabó presidiendo la asociación que, en su momento, fundara la legendaria Madame Blavatsky, nada menos.
La alternancia entre el discurrir de los ciclos vitales de la población hindú y la evolución de la situación creada en las dos familias por la llegada del primo del padre de la mestiza, permite percibir con extraordinaria fidelidad un ritmo vital muy propio de aquella civilización. Destacaría, en todo caso, la correspondencia entre la floración primaveral de los árboles y la guerra de pigmentos entre los habitantes indios que preside dicha celebración.
Las imágenes de la agitación floral que nos muestra la cámara de Renoir constituyen un poema fílmico de primer orden, del mismo modo que la higuera sagrada donde el único hijo del matrimonio acabará entregando su vida, con sus ramas descendentes creando un espacio protegido, a ambos lados de un muro que separa la finca de la calle, se nos aparece como una presencia inquietante desde el primer momento.
He de reconocer que no soy adicto a las películas con trasfondo colonial, como es el caso, y que siempre me chirría el confort occidental en contraste con la pobreza extrema del entorno, pero en esta ocasión, y salvo algunas “resignaciones” en extremo conservadoras, como concebir como el óptimo destino de la mujer la maternidad, según le dice la madre a la joven ensoñadora y atormentada, pues se acusa de haber sido la causante de la muerte de su hermano pequeño, Renoir ha sabido centrar la reflexión profunda de la película en la percepción de la realidad y en cómo esa realidad nos determina y, al tiempo, nos permite ser quienes somos.

El río hondo de la vida es el río por el que navegamos a lo largo de 99 minutos para la contemplación de los cuales hemos de despojarnos de nuestro sistema occidental de medidas, porque, al menos en India, son otros los ritmos que dominan la vida. No hay, en absoluto, tiempos “muertos”, sino otra manera de percibir la fluidez de ese río en el que a buen seguro no nos bañaremos dos veces sin que haya dejado de ser el que es, y nosotros con él.



           

domingo, 24 de enero de 2016

"La china" y "Todo va bien": Godard y el marxismo.


  


De los delirios maoístas a la explotación capitalista y la insatisfacción ideológica individual: La China y Todo va bien, de Jean-Luc Godard.
  
Título original: Tout va bien (Everything's All Right)
Año: 1972
Duración: 95 min.
País:  Francia
Director: Jean-Luc Godard, Jean-Pierre Gorin, Groupe Dziga Vertov
Guión: Jean-Luc Godard, Jean-Pierre Gorin, Groupe Dziga Vertov
Música: Paul Beuscher
Fotografía: Armand Marco
Reparto: Yves Montand, Jane Fonda, Vittorio Caprioli, Elizabeth Chauvin, Castel Casti


Título original: La Chinoise
Año: 1967
Duración: 96 min.
País:  Francia
Director: Jean-Luc Godard
Guión: Jean-Luc Godard
Música: Varios (Música clásica)
Fotografía: Raoul Coutard
Reparto: Anne Wiazemsky, Jean-Pierre Léaud, Juliet Berto, Michel Semeniako, Lex De Bruijn, Omar Diop, Francis Jeanson, Blandine Jeanson, Eliane Giovagnoli


            Dos películas de Jean-Luc Godard, La china y Todo va bien, pertenecientes a lo que podríamos denominar su “época revolucionaria”, son mis últimos descubrimientos en ese pozo sin fondo que es mi videoteca de segunda mano de la calle Tallers. La primera es de 1967, y, en cierta manera, precursora de lo que sería el estallido agitador de Mayo del 68, al que acaso llamar “revolución” sería perder el principio de realidad; la segunda, de 1972, próxima al desencanto inevitable que siguió a aquella algarada estudiantil que, sin embargo, tuvo un innegable poder de cambio social, en el plano moral, sin afectar a los fundamentos económicos del sistema. A ambas la ortodoxia marxista supongo que las consideraría poco menos que entartete kunst, esto es, “arte degenerado”, que es como bautizaron los nazis las vanguardias del arte contemporáneo cuando llegaron al poder. Formalmente, ambas películas son radicalmente opuestas a lo que los teóricos marxistas y sus dirigentes entendían por arte social al servicio del pueblo. No creo, vaya, que ningún obrero viera en su momento ninguna de las dos películas y quienes las vieran a buen seguro saldrían completamente desencantados de la proyección, como si esas historias no tuvieran nada que ver con ellos, aunque la segunda, Todo va bien, se halla más cerca de lo que podría entenderse como una problemática clásica de la clase trabajadora. La perspectiva desnaturalizadora de Godard, sobre todo en La china, y algo menos en Todo va bien, ha alimentado la polémica sobre la posición del autor ante lo expuesto, porque en ambas, al menos vistas desde 2016, es indudable que la distancia crítica e irónica más parece indicarnos que constituyen ambas películas una burla de las buenas intenciones transformadoras que otra cosa, porque si no no se entiende que pueda asentirse a una retahíla de disparates de agitprop que ni siquiera parece que sean creídos por los propios protagonistas de las acciones revolucionarias. En La china se nos pone en escena la creación de una célula revolucionaria maoísta, encabezada por dos activistas representados por una Anne Wiazemsky que consigue hacer odioso su personaje y un inconmensurable Jean-Pierre Léaud que acentúa la perspectiva burlesca de la situación. Instalados en la casa vacía de una “hija de banqueros” cuyos padres están de veraneo, asistimos a la formación de una célula que ni siquiera descarta la acción terrorista: “La revolución no es una cena de gala”, eslogan, por cierto, que repiten los obreros de la huelga salvaje de Todo va bien, lo que acentúa la estrecha relación entre ambas películas. La realización de Godard, llena de planos que se suceden vertiginosamente, de encuadres que dotan a la representación de un aire ritual, y en la que se recurre a la inserción de documentos, y sobre todo fotografías que marcan el contexto del discurso, un auténtico manual marxista ortodoxo que, adscrito al maoísmo, combate la tergiversación estalinista, dotan a la película de un ritmo vivo y, hasta cierto punto, desquiciante. No ha de olvidarse que Godard define la película como Un film en train de se faire, es decir, se asiste en tiempo real a la creación de la célula y de la película, como si fuera un documental. De hecho, buena parte de las intervenciones de los protagonistas responden a las preguntas formuladas por una voz en off que les pide que desarrollen su pensamiento. El divorcio total entre las vidas de los protagonistas y la teoría marxista que pretenden que las dirija chirría de tal manera que acaso los escasos veinte años de los protagonistas justifiquen el aire disparatado de la formación de esa célula revolucionaria. La película se manifiesta, por consiguiente, como un repertorio del estado concreto de la alienación marxista en la juventud europea que está a punto de rebelarse contra un sistema que perpetúa las desigualdades sociales y el pensamiento ultraconservador. Para que algunos lo entiendan, una de esas películas en las que Boyero haría excelentes migas con Morfeo. A mí, por el contrario, su visionado me ha parecido estimulante, porque, en cierto modo, refleja a la perfección el extravío pseudoizquierdista que sigue alimentando a no pocos jóvenes llenos de esas buenas intenciones que pavimentan el infierno. Por lo que hace a Todo va bien, el planteamiento se centra en una pareja de intelectuales marxistas que viven una situación de crisis, un director de cine publicitario, Yves Montand, al servicio de la más abyecta publicidad y una corresponsal de una radio norteamericana, Jane Fonda, quien hace su aparición en escena comentando un editorial de Charlie Hebdo criticando a la prensa seria por el abandono de sus responsabilidades al fiarse a la subvención de la publicidad en vez de al respaldo de los lectores. Ambos van a entrevistar a un empresario al que, justo ese día, los trabajadores se le declaran en huelga salvaje indefinida y lo secuestran en las oficinas, que ocupan hasta que se logre una solución. La puesta en escena, en estudio, que recuerda enormemente a la 13 Rue del Percebe, porque nos ofrecen en sección los diferentes pisos de la fábrica, como una casa de muñecas, es el escenario de una ocupación/secuestro en la que vamos viendo las diferentes posturas ante el conflicto, desde los sindicatos “oficiales” que combaten las huelgas salvajes hasta la progresiva desesperación del gerente de la empresa. Poco a poco, el microcosmo de otras relaciones, como la mujer que decide quedarse en el encierro y reclama de su pareja que se haga cargo de los niños, ante la incomprensión de su compañero, o las condiciones de explotación de los obreros, que se manifiestan, vía anecdótica cuando el gerente necesita ir al lavabo y se le describe la inflexibilidad de los capataces que no lo autorizan si no “toca”, nos permiten entender el estado concreto de las relaciones laborales en un momento dado de la historia del capitalismo. Godard aprovecha para rodar el proceso de fabricación en la empresa, usando como trabajadores a los dos protagonistas, que no han pasado de ser observadores relativamente imparciales; un recurso, el de la filmación de los procesos industriales que siempre ha supuesto una atracción para los cineastas, y un espectáculo para los espectadores, como si retrocediéramos a la función "desveladora" de realidades ocultas que tuvo el cine en sus inicios. Sin embargo, uno de los momentos cumbre de la película es el discurso del gerente, interpretado por un sobresaliente Vittorio Caprioli, en el que, con sumo cinismo, desarrolla su teoría de la caducidad de los planteamientos marxistas frente al empuje de la teoría colaborativa entre las clases: 4 minutos excepcionales, sin duda. Con todo, después de la huelga en la fábrica, la historia se centra en el conflicto de pareja de los protagonistas, debido no solo a la insatisfacción ideológica con sus trabajos respectivos sino al agotamiento de la pasión y su insignificancia en sus vidas respectivas. Desde el punto de vista cinematográfico, sin embargo, quiero destacar los originales títulos de crédito a golpe de claqueta y el inicio de la película como una suerte de traslación de Cómo se escribe una novela, de Miguel de Unamuno: se plantea la historia desde la nada, creando los personajes y, a través de un talonario de cheques, se introduce los gastos que requerirá la película, en las diferentes áreas de producción, incluyendo los elevados que significará contratar a dos estrellas como Montand y Fonda. Es evidente que si algo no se le puede discutir a Godard es la facilidad increíble que siempre ha manifestado para sorprender al espectador, algo que en estas dos películas consigue con creces.

lunes, 18 de enero de 2016

Isabel Coixet: dos mujeres y un hombre en la cima del mundo: “Nadie quiere la noche”. Con Nicholas Ray y Werner Herzog al fondo…


                               

Nadie quiere la noche: Cruce de destinos en la noche polar: Una mirada poética a la ambición y a la pasión en circunstancias extremas.


Título original: Nadie quiere la noche
Año: 2015
Duración: 118 min.
País: España
Directora: Isabel Coixet
Guión: Miguel Barros
Música: Lucas Vidal
Fotografía: Jean-Claude Larrieu
Reparto: Juliette Binoche, Rinko Kikuchi, Gabriel Byrne, Matt Salinger, Velizar Binev, Ciro Miró, Reed Brody, Alberto Jo Lee

            No sabía a qué aventura quería llevarnos Isabel Coixet con su nueva película, además de a la evidente de un rodaje complicado que explora bellezas naturales fotografiadas con exquisita sensibilidad en Noruega y a la de una historia intimista que opone dos mundos muy diferentes, el de la amante inuit y el de la esposa norteamericana de Robert Peary, el explorador que defendía haber sido el primero en llegar a la “cima del mundo”, el Polo Norte. La historia tiene una base real, aunque el guion introduce algunas variantes que permiten redondear la trama para conseguir una narración que aliente el interés del espectador por la lucha por la supervivencia que se desarrolla ante sus ojos. Si de Peary se reconocía su carácter antipático como principal rasgo de personalidad, su señora Josephine no le iba a la zaga, según se nos muestra en la película, por la determinación con que, aun a costa de poner en riesgo la vida de sus acompañantes, decide ir en busca de su marido, porque la aventura del polo no era algo individual, de Peary, sino un asunto familiar en el que Josephine lo respaldó siempre, hasta el punto de haber dado a luz a su hija en aquellas latitudes. La película se centra en esa férrea determinación de la mujer, quien está dispuesta a superar cualesquiera circunstancias adversas con tal de compartir con su marido la gloria de haber llegado a esa cima del mundo que es el territorio natural de los inuit. La presencia de la mujer con sus trajes decimonónicos y coloristas contrastando con las extensiones infinitas de nieve, en compañía de un equipaje que incluye no solo ciertas galas que aún su marido no le ha visto puestas, sino hasta un gramófono en el que escucha sus discos de ópera, nos hablan bien a las claras de una perspectiva estética que ya vimos, en otro clima muy diferente, en la película Fitzcarraldo, también una historia de pasión “fou”, en este caso por la ópera. No quiero dejar de señalar, ahora que viene al caso, la selección de pasajes de Manon Lescaut como banda sonora de la película, una ópera en la que la protagonista, Manon, deportada a América, sucumbe a la adversidad de la naturaleza cuando, en compañía de su amante, se pierde en un desierto donde muere de sed. Sola, sedutta, abandonatta… es el aria célebre de ese final dramático de un amor fou como el que siente Josephine por su marido.
         La historia nos lleva en una dirección sorprendente cuando la protagonista se empeña, contra todo consejo razonable, en esperar en un frágil refugio la vuelta de su marido, lo que ha de hacer durante la inhóspita y terrible noche polar que da título a la película. La compañía de una mujer inuit, Allakasingwah, quien también espera a su hombre, el mismo a quien espera Josephine, nos sitúa ante una convivencia cuya evolución, de la gélida distancia que marca Josephine desde el comienzo, hasta la más estrecha solidaridad humana ante el reto de la supervivencia, se convertirá en la médula argumental del film. Es histórico que Peary se unió con Allakasingwah, simplemente Allaka en la película, y que tuvo incluso dos hijos con ella.
La película tiene dos partes muy bien definidas, el viaje hasta el refugio, todo exteriores magníficos, sin dejar de ser amenazadores, y la parte final de la espera durante la larga noche polar, en compañía de la amante inuit de Peary, algo que descubre Josephine en el difícil entendimiento con la mujer, dado su elemental nivel de inglés. La película deriva entonces hacia algo que va más allá de la rivalidad amorosa, porque sobrevivir a la noche se impone como la tarea prioritaria y exclusiva, máxime cuando Josephine advierte con estupor que Allaka está embarazada, lo que despierta en ella, más allá del rencor hacia su marido, la fibra sensible de la maternidad y la solidaridad femenina. Puede que haya espectadores a quienes les parezca excesivamente alargada esa noche, pero lo cierto es que el proceso de deterioro de las condiciones de vida de ambas mujeres, expuestas a los temporales árticos, requiere esa gradación en el deterioro físico que con tanta fuerza de verdad ha conseguido el maquillaje logradísimo de Sylvie Imbert. Es necesaria, además, porque a comienzos del siglo XX no deja de ser un reto moral difícil de encajar la situación con que se encuentra Josephine.

La película tiene suficientes elementos de interés como para verla sin ningún tipo de reparo, las actuaciones de todos los actores son muy ajustadas y con mayor mérito las de Binoche y Rinko Kikuchi, la actriz japonesa que ya rodara con Coixet su fallida Mapa de los sonidos de Tokio; y la dirección de Coixet se ciñe en todo momento a la historia, destacando la diferente percepción emocional de ambas mujeres y sus aparentemente insalvables diferencias culturales. Ese choque de civilizaciones que supone el encuentro de las dos mujeres de Peary se comprende mucho mejor si alguien decide leer un libro de Hans Ruesch titulado En la cima del mundo o El país de las sombras largas, por ambos títulos se le conoce, que sirvió de inspiración a Nicholas Ray para dirigir su magnífica película Los dientes del diablo, con la que la presente guarda tantos puntos de contacto. En fin, que será difícil que los espectadores no aprecien la dura y hermosa película que Isabel Coixet ha rodado después del amable divertimento que fue Aprendiendo a conducir.

martes, 12 de enero de 2016

Entre “Atraco Perfecto” y el mejor Hitchcock: “Kansas City Confidential” y “La segunda mujer”: excepcional programa doble.


                             


El cuarto hombre: cine negro de soberbia calidad para el debut de un villano legendario: Lee van Cleef


Título original: Kansas City Confidential
Año: 1952
Duración: 99 min.
País: Estados Unidos
Director: Phil Karlson
Guión: Rowland Brown, George Bruce, Harry Essex, Phil Karlson, John Payne (Historia: Harold R. Greene)
Música: Paul Sawtell
Fotografía: George E. Diskant (B&W)
Reparto: John Payne, Preston Foster, Lee Van Cleef, Coleen Gray, Neville Brand, Jack Elam, Dona Drake, Mario Siletti, Howard Negley, Carleton Young, Don Orlando, Ted Ryan


Phil Karlson dirigió Las chicas del coro, la primera película de Marilyn Monroe, quien apareció como secundaria en los títulos de crédito, hasta que, convertida en icono, se reestreno restituyéndole, como reclamo, el protagonismo que no tenía en ella entonces. Es posible que, para los amantes de las curiosidades, ese dato sea el único conocido de su filmografía, pero Karlson fue un director de películas, como la presente, llenas del mejor cine negro norteamericano, aunque en su modalidad B, esto es, ese “circuito” en el que la realización del “producto” en modo alguno estaba reñida ni con la calidad formal ni con el máximo interés de las historias contadas, e incluso llegaría a decir que permitía ciertas innovaciones que acaso no fueran bien comprendidas, por atrevidas, en el circuito mayoritario del gran público.  Kansas City Confidential, aquí conocida como El cuarto hombre,  forma junto con  The Phenix City Story  una pareja de películas que dan la talla del buen hacer de un director prolífico al que el éxito le llegó casi al final de su carrera con una película mediocre y polémica, Pisando fuerte.
Aunque es inevitable el eco del título en L.A. Confidential, la presente es una película “de atraco perfecto”, que estaría más cerca de la de Kubrick, salvando las distancias, que de la de  Hanson. La trama, un atracador que recluta a sus compinches evitando que se conozcan entre ellos mediante el uso de máscaras y la promesa de reparto del botín pasado el tiempo, cuando se haya medio olvidado el suceso, es tópica, pero el desarrollo de la misma se ajusta como un guante a los criterios de exigencia que le planteamos al cine negro para ser considerado como tal. No son pocos esos requisitos, pero uno de ellos, importantísimo, y en Kansas City Confidential se logra de lleno, es la aparición de personajes típicos del hampa que confieren a la trama una veracidad que nos permite seguirla con verdadero interés. Dos de ellos, el “clásico” Jack Elam y el debutante Lee Van Cleef que, con el tiempo, acabaría convirtiéndose en uno de los mejores villanos del cine, sobre todo a raíz de la trilogía de Segio Leone, son, a mi parecer, lo mejor de la película, sobre todo la aparición estelar de Van Cleef, un rostro fotogénico y unas “maneras” de gran villano espectaculares. Junto a esas presencias, la del protagonista, John Payne, de limitados registros interpretativos, casi queda eclipsada, aunque se desenvuelve con suficiente entidad como para no desequilibrar en exceso el reparto. La película juega, además de con la trama del atraco, con la del falso culpable, puesto que los atracadores escogen una camioneta de reparto como la que el protagonista usa cada día para detenerse al lado del furgón blindado que recoge el dinero del banco, objetivo del atraco. Si se añade la condición de expresidiario del protagonista y la necesidad de reivindicar su reinserción en la sociedad, puede intuirse que estamos ante una película podríamos decir “canónica” del cine negro. Que el protagonista logre usurpar la identidad de uno de los atracadores y se presente en el hotel donde se les cita para proceder al reparto, donde acaba enamorándose de la hija del organizador del atraco, un expolicía, añade un giro a la trama que tendrá un desenlace sorprendente y que, por supuesto, no revelaré. La puesta en escena, hasta el tramo final, es decir, todo lo relativo al reclutamiento de la banda y al propio atraco no decepcionará a los fieles aficionados al género. El blanco y negro preceptivo permite conseguir esa atmósfera de cine noir que no desmerece de las cumbres del género. Se trata, pues, de una película más que recomendable y que se ve con agrado e interés, y que confiere a su creador, Phil Karlson un lugar bastante más alto en la estimación crítica del que ha disfrutado hasta ahora.



La segunda mujer: Hitchcock en esbozo: una excelente trama de intriga de James V. Kern. Una película digna de ser recuperada para el gran público.

Título original: The Second Woman
Año: 1950
Duración: 91 min.
País: Estados Unidos
Director: James V. Kern
Guión: Mort Briskin, Robert Smith
Música: Joseph Nussbaum
Fotografía: Hal Mohr (B&N)
Reparto: Robert Young, John Sutton, Florence Bates, Jean Rogers, Henry O´Neill, Raymond Largay, Shirley Ballard


Cantante, compositor y director, Kern se especializó en la dirección de episodios de series televisivas, aunque realizó algunas películas, todas ellas de serie B, entre las que La segunda mujer destaca con valores propios y regala al espectador una trama hitchcokiana en la que ni siquiera faltan elementos de puesta en escena que anticipan, en cierta forma, otros que, como la mansión de La muerte en los talones, hecha al estilo de Frank Lloyd Wright, quien hizo imposible su cooperación en la película al exigir un 10% de la taquilla de la película. El encargado de “recrear” el inconfundible estilo de Lloyd fue el arquitecto y decorador  Robert F. Boyle.   En La segunda mujer, el protagonista es curiosamente un arquitecto que ha diseñado su fabulosa casa sobre un acantilado en la zona de Big Sur, en California, para la mujer con quien se iba a casar, la hija de su jefe, hasta que esta fallece en un accidente de coche del que el padre le hace responsable. Después de un encuentro en el tren con una vecina suya, que parece presagiar algunas escenas de la famosísima Strangers on a train, del propio Hitchcock, por lo que esta película tiene todas las papeletas para haber sido vista con algo más que interés por el cineasta británico, dadas las relaciones que vamos señalando, se produce un proceso de acercamiento y enamoramiento de ella, quien no deja de sorprenderse por los súbitos cambios de comportamiento de su extraño vecino, quien puede pasar de la mayor de las cortesías a la más absoluta rudeza de trato en cuestión de minutos. A lo largo de la película, al arquitecto le van sucediendo ciertos percances que, enmascarados bajo la “mala suerte”, despiertan, sin embargo, el afán investigador de la coprotagonista, quien, a espaldas de su vecino, que la ha avisado de que no se meta en sus asuntos, los de él, decide investigar el origen de tan extraños sucesos. La intriga está exquisitamente conseguida hasta el final de la película, en el que se explica todo sin dejar ningún cabo suelto y con absoluta coherencia. En el proceso de investigación se siguen dos vías paralelas, cada uno de los recién enamorados, que, al final, acaban convergiendo en la explicación que incluso sorprende al arquitecto. Todo ello, ya digo, con una puesta en escena que se beneficia enormemente del fantástico espacio arquitectónico en el que la acción se recrea hasta que se produce el incendio, aparentemente fortuito, del mismo. Hasta a las propias ruinas del incendio le saca Kern un rendimiento fílmico excelente. Robert Young no es actor de mi predilección, por su tosquedad proverbial, pero he de reconocer que sabe “hacerse” con su papel y cumple a la perfección con el cometido que se le encomienda: rodear de un halo misterioso todos y cada uno de sus actos. De hecho, la presencia de un médico que aventura un probable padecimiento psicológico por parte del arquitecto complica la trama de una manera también muy hitchcockiana, con esas falsos malos que tanto abundan en su cine. O sea, que se trata de una película excelente, muy digna de ser vista y que les hará pasar a los espectadores un rato magnífico. A pesar de las comparaciones que he ido haciendo, hay un abismo entre las grandes obras de sir Alfred y esta Segunda mujer, sin duda, pero no es menos cierto que se adelanta a algunas de las secuencias y puestas en escena de sus mejores películas.

jueves, 7 de enero de 2016

El don forjado, con perseverancia, de la palabra: “El milagro de Ann Sullivan”.


                               

El milagro de la tenacidad y la disciplina: El caso de Ann Sullivan y Hellen Keller.


Título original: The Miracle Worker
Año: 1962
Duración: 107 min.
País: Estados Unidos
Director: Arthur Penn
Guión: William Gibson (Teatro: William Gibson)
Música: Laurence Rosenthal
Fotografía: Ernesto Caparros (B&W)
Reparto: Anne Bancroft, Patty Duke, Andrew Prine, Inga Swenson, Victor Jory, Jack Hollander

            A pesar de la profunda emoción que me deparó al verla por vez primera, hará más de treinta años, tenía muy olvidada esta película que ahora, con motivo de verla con mi hija, que estudia para profesora de primeras letras, la más hermosa de las profesiones imaginables, me ha sorprendido de forma tan impactante que no me he resistido a hacer la crítica que en aquel entonces seguramente ni siquiera estaría capacitado para hacer. No recordaba la estremecedora historia familiar de la profesora-coraje, Anne Sullivan, una historia que incluye la muerte de su hermano pequeño y que la atormenta de forma recurrente, al tiempo que la impele a no cejar en su empeño de ayudar a los demás a conseguir acceder al tremendo misterio de la palabra y la comunicación. El caso de Hellen Keller es, por derecho propio, uno de los más célebres ejemplos de “despertar”, mediante la adquisición del lenguaje, a la luz de la razón, gracias a la tenacidad de una profesora cuyos métodos es muy probable que los pedagogos políticamente correctos de nuestros días los comparasen poco menos que con los del famoso Dómine Cabra quevedesco o los de un correccional decimonónico. Al verla es difícil que no acudan a la memoria imágenes de otras dos películas “redentoristas” como El enigma de Kaspar Hauser, de Werner Herzog o El buen Salvaje, de Truffaut. En las tres se ofrece la descripción del proceso de aprendizaje desde un desconocimiento absoluto del lenguaje. La diferencia con el caso de Hellen Keller estriba en la condición de ciega y sordomuda de ésta, si bien, gracias a un método inventado por Graham Bell, logró recuperar el habla y, cuando se convirtió en una celebridad, llegó incluso a dar conferencias, aunque nunca llegó a poseer una voz clara y por entero inteligible. La película se centra en los esfuerzos de su joven profesora, recién salida de una célebre escuela para ciegos en Usamérica, el Instituto Perkins, quien ha de vencer la resistencia de los padres de Hellen para poder aplicar sus métodos pedagógicos, puesto que la impotencia de ambos para lograr entenderse con su hija los lleva a consentirle todo, como si de una mal criada mascota se tratase. La famosa escena del comedor, en la que Sullivan se empeña en “domar” a la fierecilla, pues tiene un fuerte regusto shakespeariano la escena, sí que la recordaba, de igual manera que es imborrable la escena de la fuente en la que se le “revela” a Keller esa mágica correspondencia entre el significante y el significado con una palabra que, antes de quedar ciega y sordomuda por una enfermedad, había llegado a articular con apenas seis meses: “agua”. Ese momento  kleenéxico de incontenible emoción pueden entenderlo a la perfección todos aquellos que dedicados al estudio de disciplinas abstrusas han podido captar en un momento dado el significado de proposiciones o axiomas que, hasta ese momento, se le revelaban completamente absurdas o carentes de sentido. En abril del año pasado tuve la ocasión de ver una película, La historia de Marie Heurtin, de Jean-Pierre Améris, a cuya crítica remito, Marie Heurtin o el proceso de humanización, porque cuanto en ella dije es de aplicación para el presente caso, por lo que hace al fondo del asunto, aunque hay serias diferencias en lo que toca a la realización, el blanco y negro en la de Penn, el color y sobre todo la selección de la naturaleza en la de Améris; el proceso distorsionador en forma de pesadillas del pasado de la profesora Sullivan y la abundancia de interiores casi claustrofóbicos para lograr la doma de la rebelde que no entiende que haya de obedecer a nadie que no sea su tolerante madre, y menos aún que haya de ajustarse a ciertas normas de comportamiento y realizar acciones incomprensibles para ella como el uso de los cubiertos o doblar una servilleta, y menciono esto último porque es el primer “logro” que deja estupefactos a los padres y les revela que su “mascota” es capaz de aprender; así mismo, el tono tenebroso de la película de Penn está en relación con las sempiternas gafas oscuras que la educadora, que se ha salvado de la ceguera pero es hiperfotosensible, ha de usar casi durante todo el metraje, lo que unido a su severidad insobornable, nos adentra hasta cierto punto en el terreno de lo gótico…, y su aprendizaje en una historia de terror, como se advierte en el cartel que anunciaba la película, por cierto. 
 Tanto Anne Bancroft como Patty Duke, quienes representaron la obra de teatro que precedió a la adaptación cinematográfica, fueron galardonadas con los Oscar a la mejor interpretación femenina y a la mejor actriz Secundaria, partícipes de un duelo interpretativo en el que, en el teatro, salió victoriosa Duke y en el cine Bancroft. Aunque la relación con la madre parece tener un fuerte protagonismo en la película, lo cierto es que en la historia real Anne Sullivan se convirtió en la madre “de hecho” de Helen Keller, con quien convivió hasta su muerte. La heroína no agota su historia en la recuperación del “habla”, sino que su larga historia incluye la titulación universitaria, la inscripción en el Partido Socialista, la defensa de los derechos de las mujeres y la defensa de los ciegos y de su reeducación y liberación, en su caso, de la explotación a que algunos eran sometidos. Ningún complemento mejor, pues,  para esta película, que su autobiografía, en efecto.

            La visión de la película, permítaseme el recuerdo autobiográfico, me ha traído a la memoria las reuniones que la asociación de sordos hacía al final del Paseo de San Juan junto a la estatua de Ponce de León, inventor del primer lenguaje de signos para sordos, a quien Anne Sullivan menciona como “un fraile español” en la película. La primera vez que tuve conocimiento de aquellos actos anuales me llegó a través del sonido de los aplausos, el silencio, de nuevo los aplausos, el silencio…, hasta que me acerqué y contemplé a los “oradores” de signos en la tribuna, un silencio total y, de vez en cuando, salvas de aplausos que interrumpían a los oradores… Al día siguiente me acerqué a leer la leyenda inscrita en la placa de la estatua de Ponce de León y acabé de comprenderlo todo. Curiosamente, un poco más abajo está la imponente estatua del republicano federal Josep Anselm Clavé, creador benemérito de los Coros de Clavé, decisivos para apartar al proletariado de la alcoholizada vida de taberna, pero eso es ya otra historia…
            Los profesores de hoy, podríamos decir a modo de corolario, han de vérselas con discentes tan rebeldes como Hellen Keller pero sin ninguna de sus discapacidades.Las "luminosas" autoridades educativas, sin embargo, no solo piensan que es posible corregirlos aumentándoles la ración de esclavitud académica hasta los 16, sino que ya andan pensando en elevar la edad a los 18, lo que, al modesto entender de un profesional de la enseñanza durante 35 años, acabará de hundir definitivamente el sistema publico de enseñanza.