martes, 13 de febrero de 2024

«Banquete de bodas», de Richard Brooks o el «realismo sucio».

 

Dos miradas, retroactiva una y futurible la otra, sobre el matrimonio o este no es «un camino de rosas»…

 

 

Título original: The Catered Affair

Año: 1956

Duración: 92 min.

País:  Estados Unidos

Dirección: Richard Brooks

Guion: Gore Vidal. Novela: Paddy Chayefsky

Reparto: Bette Davis; Ernest Borgnine; Debbie Reynolds; Barry Fitzgerald; Rod Taylor;

Robert F. Simon; Madge Kennedy; Dorothy Stickney; Carol Veazie; Joan Camden; Ray Stricklyn; Jay Adler.

Música: Andre Previn

Fotografía: John Alton (B&W).

 

          Cine realista de altura y profundidad insospechada, no en vano está Gore Vidal a los mandos del guion. La hija de un matrimonio desavenido anuncia su boda. La madre, que tiene en su debe no haber atendido como se merecía a su hija, se empeña en «hacerle» una boda por todo lo alto, más allá, mucho más allá, de sus posibilidades. Sabedora la joven de las estrecheces económicas en que ha vivido siempre, ha organizado una ceremonia sencilla con la sola asistencia de los familiares más directos para después irse de viaje de novios, aprovechando que un amigo les deja un coche. La película se abre, sin embargo, con el acuerdo entre el protagonista, «el padre de la novia», y un socio para invertir los ahorros de toda su vida, cuatro mil dólares, en la compra de un taxi propio, de modo que pueda dejar la compañía para la que trabaja e instalarse como autónomo. Los planes de boda de la madre, que se disparan cuando en la cena de presentación de las familias, los consuegros hablan de cederle a su hijo la propiedad de un apartamento de tres habitaciones, van a acarrear un buen reguero de situaciones que bien podrían haber hecho derivar la película hacia una comedia como las muchas que toman como pretexto una boda, como la mencionada líneas arriba, protagonizada por un inspiradísimo Spencer Tracy; pero no, lo que se impone, desde varios «frentes» es la crudeza de una situación económica que impide a la mejor amiga de la novia incluso adquirir un traje decente para convertirse en la dama de honor y, por supuesto, arruina los planes económicos del padre para instalarse por su cuenta, después de una durísima vida de trabajo en la que ha ahorrado con esfuerzo ese capital que la madre, con fuerte sentimiento de culpa, quiere «derrochar» en un banquete al que la anima su hermano, que vive con ellos, el tío de la novia al que no consideran «familia directa», y que se siente tan ofendido por ese feo que está decidido a buscar acomodo en otro lugar. Si digo que ese tío borrachín y graciosísimo es Barry Fitzgerald, entendemos enseguida que nos va a deparar algunas secuencias antológicas, como la de su irrupción en el comedor, después de la cena de familias, a la que, ofendido, no asiste, para reclamar su cama, el sillón donde está sentada la consuegra, porque tiene sueño y se quiere echar a dormir. Cuando, finalmente, su hermana decide que habrá banquete, para el que los cálculos de asistencia van creciendo paulatinamente, el tío se convierte en el principal impulsor y asistente de su hermana en esa otra secuencia tan hilarante de la contratación del local con todos los «ingredientes» propios de estos festejos en los que hay más «exhibicionismo» que amor familiar propiamente dicho.

          Sí, lo sé, de lo anterior parece deducirse que no son pocas las situaciones que se acercan más a la comedia que al drama de la dura vida cotidiana de las clases trabajadoras que viven en pisos ínfimos con nulas comodidades; pero en cuanto conocemos la desahogada vida de la familia del novio, un joven Rod Taylor cuyo amor por su novia lo lleva a entender incluso que ella acepte el mal trago de la boda, por lo que significa para su madre, de quien la hija acaba enterándose que su matrimonio fue poco menos que un intercambio comercial por trescientos dólares y que es muy probable que sus padres jamás se hayan dicho que se querían, lo que la sume en un sentimiento de compasión infinita que, a medida que se complica el proyecto de celebración, se irá atenuando.

          La cena de familias, aunque breve, es una secuencia extraordinaria que, como durante el resto de la película, contribuye a dibujar el retrato áspero, dolido e insatisfecho de una ama de casa a la que le han robado la vida y los sueños, por eso insiste, como señalo en el título, en decirle a su hija que el matrimonio no es un «camino de rosas», unas confesiones que la joven oye con paciencia pero molesta, porque ella sí que va a casarse por amor, y dispuesta a hacerle frente a todas las dificultades que se puedan cruzar en su camino. La escena de los novios en la habitación de él, un tributo al mito de llegar virgen al matrimonio, es de una delicadeza erótica magnífica, con unos primeros planos de ambos y su beso, en un escorzo nada natural, sobresalientes.

          La protagonista, a un nivel de excelencia insuperable, vuelve a ser Bette Davis, no sé si una de las mejores actrices del cine, o directamente la mejor, dada la versatilidad que mostró a lo largo de una fecunda carrera. Aquí, como irlandesa fondona que rezonga y exhibe una insatisfacción existencial conmovedora, es difícil no conmoverse ante lo que ha supuesto para ella su matrimonio, si bien hay una escena en la que el marido, un obediente y resignado Ernest Borgnine que actúa como contrapunto , unas veces cómico, pero otras angustioso, porque ve que todos los ahorros de una vida van a írsele en un desayuno de lujo para gente a la que ni siquiera conoce, ¡los 180 invitados que quiere aportar la familia del novio!, lo que lo lleva a un estado depresivo del que va a salir fortalecido, sin embargo, cuando, ambos esposos, en una escena de esas que solo muy pocas películas nos saben ofrecer con tanta «verdad», ponen en claro sus quejas por la vida que han llevado, y el cordero obediente saca entonces las garras de su dignidad, también herida, y se queja amargamente de no haber sido amado nunca, a pesar de haberlo dado todo por la familia, una escena que me ha recordado punto por punto, pero con el miembro de la pareja cambiado, a la sublime escena de la intensísima Brenda de Banzie en Fuego en las calles, de Roy Ward Baker, cuyo visionado recomiendo vivamente.

          Bueno, pues con estos breves apuntes de una película que merece todos los plácemes para convertirse en un clásico, y la dirección de Brooks así lo confirma, espero que vayan preparados para ver cómo, desde una anécdota ínfima, el banquete de bodas, se llega al desnudamiento de unas almas dolidas que han convivido más de treinta años y por las que la hija, una dulcísima Doris Day, una compasión infinita.

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