lunes, 30 de junio de 2025

«El príncipe de los actores» y «Calle Frederick, 10» de Philip Dunne, un ilustre desconocido.

 

Título original: Prince of Players

Año: 1955

Duración: 102 min.

País; Estados Unidos

Dirección: Philip Dunne

Guion: Moss Hart. Libro: Eleanor Ruggles

Reparto: Richard Burton; Maggie McNamara; John Derek; Raymond Massey; Charles Bickford; Elizabeth Sellars; Eva Le Gallienne.

Música: Bernard Herrmann

Fotografía: Charles G. Clarke.

 



Título original: Ten North Frederick

Año: 1958

Duración: 102 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Philip Dunne

Guion: Philip Dunne. Novela: John O´Hara

Reparto: Gary Cooper; Diane Varsi; Suzy Parker; Geraldine Fitzgerald; Tom Tully; Ray Stricklyn; Philip Ober; John Emery; Stuart Whitman; Linda Watkins; Barbara Nichols.

Música: Leigh Harline

Fotografía: Joseph MacDonald (B&W).

         

Un drama histórico sobre una saga teatral del XIX en Usamérica y un melodrama de primera.

 

 

Philip Dunne no suele estar entre los nombres de los directores que aparecen en las conversaciones de los cinéfilos o de los buenos aficionados, a pesar de que, como reputado guionista,  su nombre permanecerá por siempre unido a películas inmortales como Qué verde era mi valle, de John Ford y El fantasma y la señora Muir, de Joseph L. Mankiewicz, por ejemplo, por no hablar de éxitos de público como La túnica sagrada, de Henry Koster o películas tan singulares como Pinky, de Elia Kazan. Sumémosle su valiente posición combativa contra el comité de actividades antinorteamericanas y su decisión de colaborar con algunos represaliados por McCarthy, y tendremos, entonces, el retrato de un hombre de cine sobre cuyos valores profesionales se necesita urgentemente una reevaluación que le sitúe donde le corresponde.

          De las dos películas que he visto, la primera a renglón seguido de haber visto la segunda, un melodrama majestuoso con una extraordinaria actuación de Gary Cooper, es El príncipe de los actores la más singular, no solo porque creo que, tras su estreno en España en 1959, muy poca memoria quedó de ella, sino porque, a pesar del rechazo que Richard Burton sintió hacia la película, me parece una obra muy estimable e históricamente muy interesante, porque la saga de los Booth, actores chespirianos en los tiempos heroicos del teatro en el Far West, por ejemplo, incluye un miembro, John Wilkes Booth, que ha pasado a la historia por el magnicidio que cometió contra Abraham Lincoln. Aquí está interpretado por John Derek, quien expresa magníficamente su fanatismo sureño que lo lleva, acabada la guerra, a vengar al Sur vencido. La película, no obstante, no se centra en ese terrible episodio, que es marginal en la historia, aunque da pie a un final magnífico.

          Un poco al modo de El viaje a ninguna parte, de Fernán Gómez, una obra magistral, esta película de Dunne cuenta la historia del patriarca de la saga, interpretado por Raymond Massey de un modo soberbio, porque la locura alcohólica del patriarca está muy ligada a su magnífico desempeño profesional y a sus excentricidades, como la de hacer esperar al público, a sabiendas de que enfurecerlo era el preludio de maravillarlo con su actuación. Le acompaña su hijo mayor, quien, además de asistir al padre como ayudante, recita, al tiempo, todos sus papeles, de ahí que, en la madurez, se convierta en su heredero, no sin competir con su otro hermano, John, a quien, finalmente, acaba superando. Los escenarios improvisados, los camerinos inverosímiles, las cantinas-refugio, los públicos analfabetos…, todo colabora para mostrarnos los tiempos heroicos de la profesión teatral, aunque, también, con el viaje a Londres, se nos ofrece la otra cara de la profesión. Quizás el mayor atractivo —que en la crítica del estreno el crítico del New York Times consideró un defecto: «demasiado Shakespeare»— sea, precisamente, la abundante cantidad de textos de obras de Shakespeare recitados por actores de tantísima categoría como Massey o el propio Burton. No quiero dejar de mencionar que la mejor escena de la película se produce, curiosamente, fuera del teatro, cuando la joven Julieta, ¡excelente y seductora Maggie McNamara!, va a buscar a Romeo para acudir a un ensayo. Invirtiendo los lugares de la clásica escena, Romeo en lo alto, Julieta en lo bajo, en el patio donde se hospeda el actor, comienzan ambos a recitar una escena de la obra, dicha con tal delicadeza, pasión y sutileza armónica, que el espectador vibra en cada una de las conocidas expresiones de ese amor inmortal. Me pareció una feliz ocurrencia llevar la escena fuera de las tablas, porque se corresponde con el proceso amoroso que se inicia entre ambos y que desembocará en un matrimonio que supone cierta estabilidad para el levantisco actor, tan dado a los cambios de humor, siguiendo, en parte, lo que él reconoce como la «maldición paterna», cuyo máximo exponente es el magnicidio cometido por su hermano. Richard Burton, a pesar de sus reticencias, realiza una interpretación magnífica, porque Shakespeare en su voz adquiere una dimensión entrañable, incluso en el conocido grito del Ricardo III, My kingdom for a horse!, por no hablar del monólogo de Hamlet o de otros papeles que interpreta a lo largo de la obra.

          La película tiene una dimensión histórica innegable, no solo por el descubrimiento de la saga de actores, sino por ofrecernos un retrato, creo que bastante fidedigno, del teatro en Usamérica a lo largo del siglo XIX. La dirección está muy atenta a la evolución de los personajes, y no desperdicia ni un solo plano de a hermosa y trágica historia de amor entre Burton y McNamara, actriz esta de extraña carrera profesional y triste final, tras dedicarse profesionalmente a la mecanografía, los últimos años de su vida, antes de suicidarse con una sobredosis de pastillas. Recordemos que McNamara fue nominada al Oscar por su actuación en La luna es azul, de Otto Preminger, ya criticada en este Ojo.

          Calle Frederick, 10 es una película filmada en poderos cinemascope, que ensancha el plano hasta lo panorámico en interiores y dota al relato de una suerte de estatus social acorde con la familia protagonista, la muerte de cuyo fundador abre la historia para retroceder con el flashback pertinente a la vida de la familia «noble» y los avatares no siempre dignos que esconde cualquier fachada familiar distinguida. La relación privilegiada entre padre e hija, que no soportará la triquiñuela barata de comprar al músico que se casó con ella con una suculenta oferta si se divorciaba; la exigencia, al hijo, de ir a estudiar leyes antes de dedicarse a la música, disciplina para la que está más que cualificado, y el desapego hacia su esposa, interesada exclusivamente en que su marido haga carrera política, el paso previo de la cual es invertir una generosa suma de dinero para ser escogido candidato por el partido republicano, se entiende, conforman las líneas maestras de una historia que constituyó un éxito de ventas para la novela en la que se basa, y que amplía los orígenes a la familia del protagonista, tan rota como acaba siéndolo la suya. La descomposición se advierte, desde el inicio, en la llegada del gobernador al funeral, cuando los fotógrafos le piden una sonrisa: «Chicos, esto es un funeral…», dice, justo antes de esbozar la sonrisa de rigor.

          Lo sorprendente es que el declive de la vida del protagonista comience a partir de su quincuagésimo aniversario, una edad que hoy nos parece, francamente, casi el inicio de la madurez. Es evidente que su unión matrimonial no fue el fruto de una relación apasionada, porque ni siquiera hay rescoldos de aquel matrimonio, sino muy frías cenizas que incluyen, en una de esas conversaciones de matrimonios que tan rentables son, en términos dramáticos, en los melodramas, una relación adúltera de la esposa, que se sentía abandonada por a dedicación a sus negocios del marido.

          En una visita a su hija, quien trabaja en Nueva York, acaba conociendo a su compañera de apartamento, con quien, por sus pasos contados, y casi de forma inercial, acaba entablando una relación que no tarda en convertirse en una relación amorosa muy particular: es la primera vez que el protagonista se enamora real y verdaderamente, lo que convierte su matrimonio en un simulacro, de donde se infiere que la frialdad, la distancia y el interés de figurar políticamente de su mujer constituyen un proyecto ajeno completamente a sus propios intereses. De hecho, sigue el juego de la dedicación política hasta que en una reunión se sugiere que el matrimonio de su hija con un músico de orquesta itinerante es un desdoro para un candidato, una situación que solo puede restarle votos. Esa aventura política es importante en la medida en que nos permite escarbar en el sistema de captación y encumbramiento de candidatos a través de la fortuna personal y el éxito social de cada cual. De hecho, son «amigos» suyos quienes lo promocionan, conscientes de que tienen un mirlo blanco, a fuer de honesto, al que pueden dirigir sin que se dé cuenta, pero, al final, no le cuesta caer en la cuenta de la inmensa deshonestidad de los propietarios de la doble moral.

          La historia de amor, a pesar de la diferencia de edad, es creíble y está perfectamente pautado su desarrollo para llegar a un desenlace sobre el que los espectadores habrán de pronunciarse. No se le pida a la película, de 1958, planteamientos de hoy, ni se vea con otros ojos que con los de la época en que se filmó, porque los personajes, sus costumbres, su moral y sus estándares éticos son los que son, y desde ellos se ha de juzgar si actúan adecuadamente. La dirección en modo alguno subraya los acontecimientos, ni siquiera para destacar ciertas situaciones conflictivas. Todo transcurre, dentro de lo que cabe, con una asombrosa naturalidad, y es ese el valor dominante, y el que nos permite valorar ciertas entregas y ciertas renuncias. Sí, estamos en presencia de un melodrama, porque todas las vidas equivocadas, construidas sobre la indiferencia hacia lo que no sea el desempeño de la propia labor profesional, están usualmente abocadas al drama que obliga a replanteamientos y a decisiones insospechadas. Descubrirse a uno mismo a partir de la cincuentena no es bocado de gusto para nadie, porque a nadie le gusta la implacable sensación de haber vivido con el piloto automático puesto y, por ello mismo, haber hecho infelices a los más cercanos, a los integrantes del núcleo familiar. Pecado, arrepentimiento y cierta penitencia son fases de ese proceso de recuperación de lo que quede de la identidad perdida o gastada. Esta película, vista desde nuestro presente de 2025, puede hasta parecernos risible o, como poco, muy trasnochada, pero Dunne ha sabido transmitir honestamente la aguda crisis de conciencia y de identidad del protagonista, y Gary Cooper ha sabido interpretarla como el gran actor que era cuando tenía un papel en el que poder volcar sus generosas dotes interpretativas, con un encanto que solo podía competir con el de Cary Grant, por cierto.

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