miércoles, 28 de mayo de 2014
viernes, 16 de mayo de 2014
lunes, 12 de mayo de 2014
miércoles, 7 de mayo de 2014
«Philomena», de Stephen Frears o ‘el lado humano de la noticia’.
Nadie puede
discutirle a Stephen Frears haberse ganado a pulso una reputación indiscutible
en el séptimo arte. Desde Mi hermosa lavandería, que podía verse como un
homenaje agradecido al Free cinema que tantas puertas renovadoras abrió en la
cinematografía inglesa –fue ayudante de dirección de Lindsay Anderson en If,
por ejemplo, pasando por la desafiante y magnífica biografía de Joe Orton,
Ábrete de orejas (así titulada ridículamente para evitar tanto el juego erótico
del título Prick your ears, en el que ears es anagrama de arse, “culo” y
prick es argot para “pene” como el uso
idiomático que en argot ha de traducirse por “Empálmate”) y acabando en
películas tan recordadas como Las relaciones peligrosas, Los timadores, Alta
fidelidad o la reciente The Queen, tan exitosa. Así pues, la propia firma del
film es ya un poderoso incentivo para pasar por taquilla, y, como era de
esperar, la película no solo no defrauda las expectativas que pudiéramos haber
tenido en función de su largo historial de éxitos, sino que añade uno más a una
larga y fecunda carrera. Con la edad, sin embargo, Frears ha modulado aquella
mirada irreverente con que despellejaba el mundo burgués desde la descripción
de seres que habitaban en los márgenes de la sociedad y ahora nos ofrece un asunto
de mucho interés y de enorme actualidad en España: el caso de los niños robados
a sus madres en las instituciones religiosas o en los hospitales por unas
monjas, supuestamente caritativas que no dudaban en vender a muy alto precio
aquellas criaturas que les eran arrebatadas a sus madres y en mantener, como en
el caso de la película, sometidas a esclavitud laboral a las madres de cuyos
pecados de lujuria eran el fruto esas criaturas.
Como vemos,
podríamos movernos en un terreno abonado para la explotación de la
sentimentalidad, pero la elección del personaje a través del cual iremos
descubriendo la historia de esa madre que quiere reencontrarse con el hijo que
le arrebataron, un periodista al servicio del gobierno laborista de Tony Blair,
caído en desgracia, y que acepta escribir un reportaje sobre un “asunto de
interés humano”, un género totalmente alejado de su dedicación política (es
especialista en historia y política rusa), permite al espectador asistir a una
curiosa unión de contrarios en pro de una causa común que acabará, como exige
el guion, transformando las posiciones de partida de ambos personajes, la madre
y el periodista: la primera, religiosa y comprensiva con la actuación de las
monjas que la acogieron cuando niña y que incluso llega a justificar que dieran
a su hijo en adopción porque eso le permitía tener un futuro que ella no podría
haberle ofrecido; el segundo, un ateo confeso para quien esas monjas representan
la maldad en estado puro. Que ambos personajes hayan de viajar, primero a
Irlanda, donde transcurrió la adolescencia y primera juventud de la madre –en
unas escenas prodigiosamente recreadas, con ese don que tiene la industria
inglesa para las ambientaciones de época, con un detallismo y una verosimilitud
incomparables– y después a Washington, porque su hijo, adoptado por una familia
norteamericana, llegaría a trabajar en la administración Reagan antes de morir
de sida, nos sirve en bandeja una convivencia entre dos mundos totalmente
alejados: el del flaubertiano corazón sencillo que es Philomena y el del
resabiado, burlón y altanero high brow periodista político: ambos interpretados
exquisitamente por Judi Dench y Steve Coogan, quien también firma el guion de
la película, amén de ser productor, de ahí la cuota de pantalla que se reserva,
para satisfacción del espectador, no obstante, porque la creación del
desengañado periodista en sus horas profesionales más bajas está a la altura de
la interpretación magistral de Dench. No se trata de dos caracterizaciones
tópicas cuyos rasgos más evidentes se ofrecen en choque continuo para que el
espectador asista a una lucha de clases: la enfermera amante de las novelas
románticas frente al licenciado en Oxford –Oxbridge, se empeña en decir la
protagonista todo el rato, para desesperación del lector de T.S. Elliot…–, sino
de la difícil convivencia entre dos seres humanos que irán mostrándose ante el
espectador con sus debilidades y grandezas, desnudándose en sus actos y sus
palabras para comprender, y sobre todo respetar, la posición del otro. Si el
periodista le abre los ojos sobre la cruda realidad del. Interés mercantil que
tenían las monjas en los hijos de las internas y en ellas mismas, sometidas a
un régimen de trabajo que nada tenía que envidiar, anacrónicamente, a la
explotación de los chinos en los talleres clandestinos de nuestra ciudad; ella
le enseña la flor exquisita y espinosa de la ética: perdonar a quien nos ha
ofendido para que el odio no nos envenene de por vida hasta los mismísimos
umbrales de la muerte.
La película está estructurada en forma de
investigación biográfica muy hábilmente dispuesta, porque cuando pudiera
parecer que todo se ha resuelto de modo "natural", es cuando emerge
el verdadero sentido de la búsqueda. El hecho de que la película esté basada en
una historia real ajena a nuestra realidad mediática añade un elemento e
interés muy notables a la historia, y le permite al espectador emocionado —sí,
también es una película justificadamente kleenéxica, porque la historia y la
interpretación de Judi Dench sitúan al espectador ante dolorosísimas emociones
y consuelos genuinos— ampliar su búsqueda de información, tanto en la dirección
del periodista que escribió el libro sobre Philomena Lee, Martin Sixsmith, como
en el de las prácticas esclavizadoras de algunas instituciones católicas nada
católicas. Hay películas que, más allá del legítimo entretenimiento a que
aspira el séptimo arte, se convierten en profundas experiencias humanas. Esta
es una de ellas.