miércoles, 28 de octubre de 2020

«Yo soy el padre y la madre» y «Detective con rubia», de Frank Tashlin, el primer Jerry Lewis y una penetrante visión excéntrica de Poirot/Randall…

 





El humor «blanco», pero mordaz, de un creador tan eficaz como original: Frank Tashlin.

 

 

Título original: Rock-a-bye Baby 

Año: 1958

Duración: 103 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Frank Tashlin

Guion: Frank Tashlin

Música: Walter Scharf

Fotografía: Haskell B. Boggs

Reparto: Jerry Lewis, Marilyn Maxwell, Salvatore Baccaloni, Connie Stevens, Reginald Gardiner, James Gleason.

 

Título original: The Alphabet Murders

Año: 1965

Duración: 90 min.

País: Reino Unido

Dirección: Frank Tashlin

Guion: David Pursall, Jack Seddon (Novela: Agatha Christie)

Música: Ron Goodwin

Fotografía: Desmond Dickinson (B&W)

Reparto: Tony Randall, Anita Ekberg, Robert Morley, Maurice Denham, Sheila Allen, Guy Rolfe, James Villiers, Margaret Rutherford, Stringer Davis.

 

         Diríase, por la elección del blanco y negro para la segunda que esta habría de ser la más antigua, pero, en este caso, lo que demuestra es la decidida voluntad estética de un autor, Tashlin, que supo explorar los géneros cinematográficos desde una perspectiva si no «rompedora», sí lo suficientemente transgresora como para que el espectador se sintiera levemente descolocado y no supiera bien a qué atenerse. Sucede lo mismo con la primera, una rara mezcla de comedia slapstick, película musical y comedia romántica en la que el uso del color, sumado al formato de VistaVisión juega un papel determinante, así como la puesta en escena en una diminuta comunidad en la que todos se conocen. Ambas, por otro lado, comienzan de la misma manera, con los dos protagonistas moviéndose por los estudios y mostrando las entretelas de los rodajes: uno, andando, Randall; y el otro, Lewis, cantando. En la segunda, Randall interpreta a Hercules Poirot, el detective belga de Agatha Christie, y en la primera, Lewis interpreta a un técnico de televisiones que, por azares de un amor de juventud que devino una estrella del cine, acaba convirtiéndose en el padre adoptivo de los tres niños de su antiguo amor.

         Yo soy el padre y la madre se inspira en la película de otro gran autor de comedias, Preston Sturges, El milagro de Morghan Creek, aunque esta tiene un toque de ácida screwball comedy que no lo tiene la de Tashlin, que se mueve más en el terreno de la comedia sentimental, porque Jerry Lewis interpreta el personaje que le hizo famoso: el gran patoso de enorme corazón, soñador, ingenuo y sin una pizca de maldad en sus venas. Si a eso le añadimos la crítica social mordaz que suele manifestarse en los gags tan inevitables como deseables con que adorna la proyección, sean suyos o ajenos, tenemos servido un plato que, ciertamente, no es del gusto de todo el mundo. Yo, lo reconozco, soy un adicto a Lewis, quien me parece uno de los más grandes en el cine de humor, a la altura del mismísimo Groucho Marx, de Buster Keaton, Charlot  o del mismísimo Woody Allen de las comedias disparatadas como Bananas o El dormilón, por ejemplo.

         La película tiene un inicio genial: el representante de una actriz llega a casa de esta en el momento en que, con una buena cogorza, echa con cajas destempladas a un fotógrafo. El representante le comunica la buena nueva: va a hacer el papel de La virgen del Nilo. Ella bebe y llora desconsoladamente. Él le quita la botella y la inclina en el lavabo del cuarto de baño para vaciarla. Ella le confiesa que está embarazada. El vuelve al lavabo y, rápido, pone el tapón en el lavabo para que se remanse el güisqui. Coge un vaso, lo llena del fondo y se da un lingotazo a primerísima hora de la mañana. Todo ello, sin énfasis ninguno, con una naturalidad tan majestuosa que el gag funciona a las mil maravillas por eso mismo. En menos de tres minutos ya está conseguido el tono de buena parte de la historia, porque luego viene la presentación de Lewis, ajustando una antena y el desmadre que ocasiona en la casa y en el entorno de la misma con una manguera que rinde homenaje clarísimo al primer gag cómico del cine: El regador regado, de los hermanos Meliès. Poco a poco se van conociendo los extremos de la trama y cómo el protagonista sufre el asedio de la hermana de quien le ha dejado a su antiguo amor las tres criaturas en la puerta de su casa de forma anónima, mientras ella se va a Egipto a rodar La virgen del Nilo, de la que se nos ofrece un número musical humorístico fantástico. La hija sufre la prohibición expresa de su padre de salir con el instalador de antenas, lo que dará pie a un juego de gags que culminan con el absurdo de Lewis interpretando varios papeles en la pantalla vacía del televisor desmontado para ser arreglado, una pequeña muestra del polifacetismo que tan famoso ha hecho al autor de Las joyas de la familia, una de sus mejores obras. Una poderosa familia de la localidad,  deseosa de acoger a los niños, lleva al protagonista a juicio, porque no parece la persona adecuada para encargarse de los trillizos. El protagonista supera los cursos de cuidados infantiles en una clase en la que es él el único hombre, una suerte de contrafeminismo muy llamativo: la defensa de los valores “paternales” en igualdad de condiciones con los aceptados por la sociedad: los maternales. A partir de ese momento, con un matrimonio «de urgencia» del protagonista con la hermana de su antiguo amor, quien alega que los niños son suyos, la trama se dispara ya hacia la senda del enredo vertiginoso, porque, una vez que el abuelo descubre el parecido de los niños con su hija mayor, con la que no se habla, después de que se lanzara hacia la carrera de actriz, esta reconoce que los hijos son suyos y de un torero mejicano…Sí, sí, una noche loca, al estilo de las de Ava Gardner en Madrid… Pero, bueno, mejor lo descubren por ustedes mismos. La película es impactante desde el punto de vista del formato y del uso del color. La extensión del plano permite una «frontalidad» casi apabullante, todo se nos muestra tan próximo como si estuviéramos dentro de la escena, asomados al escenario desde las primeras butacas del teatro. Las oportunidades para los gags, una vez que el protagonista se hace responsable de «sus» niños son infinitas, y usualmente todos ellos tienen mucha gracia, aunque, el humor es caprichoso y lo que a unos les gusta, otros lo ven con indiferencia e incluso con hastío. Para estar convencido de esto solo me hace falta pensar en Louis de Funés, un cómico que jamás me ha hecho ni siquiera sonreír y que ha matado a carcajadas a sus seguidores, algo, para mí, entre surrealista, inverosímil e imposible.

         Detective con rubia, un título chabacano frente al título de la novela de Agatha Christie que adapta Tashlin a la pantalla: The Alphabet Murders, novela traducida como El misterio de la guía de ferrocarriles, es una versión cómica excelente de Tashlin, quien, con la soberbia interpretación de Tony Randall, magníficamente caracterizado, nos ofrece una excelente variación del enfrentamiento tradicional entre las islas y el continente, entre los británicos y los europeos, en este caso, el belga Poirot. El año pasado se estrenó una versión para televisión, una miniserie interpretada por John Malkovich que nada absolutamente tiene que ver con esta comedia ligera, pero muy efectiva e impresionante desde el punto de vista fílmico, con un blanco y negro y un juego de claroscuros casi expresionista que contribuye a apreciar la excelente labor de Tashlin, quien ha optado por la factura clásica de los thrillers para una comedia de asesinatos en la que la figura de Poirot y su inseparable Hastings, un estupendísimo Robert Morley interpretando la quintaesencia de la *britanicidad,  quien ha de velar por su seguridad antes de embarcarlo de vuelta a su país. La trama parte del reto que recibe Poirot de una supuesta asesina en serie para que impida sus asesinatos por orden alfabético. Y ahí nos aparece «la rubia», ¡nada menos que Anita Ekberg!, aunque en el papel menos seductor que haya hecho jamás. Su nombre propio, sin embargo, era reclamo más que suficiente para atraer al gran público a las salas. En esta película funciona, efectivamente, como reclamo, aunque espectacular, eso sí. La escena en la sauna, por ejemplo, toda ella graciosísima, y con un gag visual extraordinario que no desvelaré, es una muestra de lo que digo. La persecución de la supuesta asesina de escena del crimen en escena del crimen permite pasar por diversos escenarios de la sociedad británica que componen una suerte de mosaico de la realidad británica de mediados de los 60, cuando está en su apogeo la revolución «beat». Me ha sorprendido muy gratamente el finísimo humor que evita el trazo grueso y se ajusta al sutilísimo usado en las islas, como la escena en la que Poirot va a su sastre y se queja de que la chaqueta «le tira», por ejemplo. La película tiene algo de humor propio del cine cómico mudo de policías y ladrones, y algunos gags visuales recuerdan las de los policías de la Keystone, por ejemplo, como cuando lo llevan detenido en un furgón policial hasta el aeropuerto, porque se ha entrometido en la investigación que la propia Scotland Yard realiza sobre los crímenes que retan a Poirot. Para que se aprecie, por ejemplo, la finura del retrato que hace Tashlin del mundo de Christie, hay una escena -ignoro si está o no en el libro, pero imagino que no- en la que Poirot sale de la comisaria y en las escaleras se tropieza con Miss Marple, con un cameo espectacular de Margaret Rutherford, quien acababa de rodar cuatro películas interpretando a su personaje. Ambos se miran de una manera extraña: se desconocen y, sin embargo, intuyen que se conocen de toda la vida, que son hermanos por parte de madre… ¡Un momento espectacular en la película, sin duda! O sea, que este otro programa doble de Tashlin nos permite recuperar un autor que debería merecer una mayor estima por parte de la crítica, aunque, en su tiempo, gozó de la estimación popular y de buenas taquillas.  

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