viernes, 21 de noviembre de 2025

«Las malas compañías», «Papá Noel tiene los ojos azules», «Número cero» y «Una historia sucia», de Jean Eustache, o el cine «por libre».


Título original: Les mauvaises fréquentations

Año: 1963

Duración: 42 min.

País:  Francia

Dirección: Jean Eustache

Guion: Jean Eustache

Reparto: Aristide, Daniel Bart, Dominique Jayr

Música: René Coll, César Gattegno

Fotografía: Michel H. Robert, Philippe Théaudière (B&W)

 









Título original: Le père Noël a les yeux bleus

Año: 1966

Duración: 47 min.

País:  Francia

Dirección: Jean Eustache

Guion: Jean Eustache

Reparto: Jean-Pierre Léaud; Gérard Zimmermann; Henri Martinez; René Gilson; Michèle Maynard; Carmen Ripoll; Maurice Domingo; Jeanne Delos; Noëlle Baleste.

Música: René Coll, César Gattegno

Fotografía: Daniel Lacambre, Philippe Théaudière (B&W)

 








Título original: Numéro zéro

Año: 1971

Duración: 107 min.

País: Francia

Dirección: Jean Eustache

Guion: Jean Eustache

Reparto: Boris Eustache; Jean Eustache; Odette Robert.

Fotografía: Adolfo Arrieta, Philippe Théaudière (B&W)-

 












Título: Une sale histoire

Año: 1977

Duración: 50 min.

País:  Francia

Dirección: Jean Eustache

Guion: Jean-Noël Picq

Reparto: Michael Lonsdale; Douchka; Laurie Zimmer; Josée Yanne; Jacques Burloux; Jean Douchet; Elisabeth Lanchener; Françoise Lebrun.

Fotografía: Pierre Lhomme, Jacques Renard

 

 

La vida triste de los jóvenes sin oficio ni beneficio de la Francia de los 60, un documental estremecedor sobre la historia de una dura vida de mujer y un divertimento libertino: desde su ópera prima hasta la plenitud creadora del marginado Jean Eustache.

 

          He aquí una muestra, creo que representativa, de un cine, el de Jean Eustache, creador de la excelente La mamá y la puta, que no suele ser citado ni visto por los buenos aficionados al cine, a pesar de que sus obras fueron del agrado de otros cineastas de la Nouvelle Vague, como Godard, movimiento en el que el autor ha de ser encuadrado, porque su modo de rodar, la omnipresencia de exteriores en sus películas y el planteamiento realista de conflictos existenciales estrictamente contemporáneos así lo exige.  De hecho, fue gracias al donativo de material fílmico que le hizo Godard que Jean Eustache pudo rodar su primer mediometraje:  Las malas compañías. Jean Eustache, por lo tanto,  es algo así como un tesoro escondido al que, hasta el nacimiento de una plataforma como Filmin, bien puede decirse que era casi imposible acceder. Su cine, incluso en Francia, jamás fue estrenado en salas comerciales, lo cual no ha impedido que fuera creciendo su reputación y hoy nos parezca un autor indispensable para entender los caminos innovadores que siguió el cine francés en la década de los sesenta y setentas. Por eso traigo hoy a este Ojo cosmológico una muestra de lo más desconocido de su obra: sus dos mediometrajes iniciales, el excelente documental sobre su abuela y un experimento narrativo/documental de profunda estirpe libertina que suscitó reacciones muy encontradas tras su difusión.  Eustache no fue una personalidad sencilla o transparente. Al borde siempre del desequilibrio nervioso, acabó sus días suicidándose, con apenas cuarenta y tres años. La indiferencia de la industria frente a su obra fue, sin duda, una de las causas de su desengaño y desesperanza.

          El cine de Eustache, de profundo carácter autobiográfico, es muy variado y va desde el mediometraje, el corto y el cine documental hasta las ficciones muy apegadas a la realidad. Gracias a la plataforma Filmin, insisto, tenemos a nuestra disposición estas muestras de un autor cuya difusión en nuestro país sería muy otra, porque tampoco llegan en forma de DVDs y ni se sabe el tiempo que se ha de esperar para que la Filmoteca le dedique el merecido ciclo que lleve a sus admiradores a la sala.

Los dos mediometrajes en blanco y negro son su debut en la dirección, y  constituyen un desolador retrato de una juventud sin horizontes en dos espacios vinculados al autor: París y Narbona, ciudades que ocupan un lugar destacado en ambos mediometrajes, porque apenas hay interiores en  esos retratos, aunque, como dice uno de los protagonistas de Las malas compañías, que solo se ve guapo en el espejo de la habitación de su amigo, en casa de los padres de este, «deberíamos traer aquí a las chicas, para que nos vieran guapos». La película, aunque Eustache no menciona entre sus influencias a Fellini, me parece inspirada en uno de los clásicos del director italiano, Los inútiles, no solo por su semejanza, sino, fundamentalmente, por la amarga crítica social que supone el retrato de los dos «ligones», demasiado maduritos para ser tildados de «jóvenes», pero demasiado parásitos para ser considerados «hombres hechos y derechos», que se decía entonces. No es complaciente Eutache con sus protagonistas, que solo piensan en seducir a quien se preste a su juego, como ocurre con la mujer casada que se acaba de separar de su marido, está hospedada en un hotel y necesita encontrar un trabajo. La cámara los sigue a los tres, en su deambular por las calles de París y en buscar una sala de baile. Finalmente acaban en una, frecuentada por personas de cierta edad, donde un espabilado invita a bailar constantemente a la mujer a quienes los dos protagonistas acompañan. Irritados, aunque en parte se debe a su inacción respecto de ella, casada, con dos hijos y sin trabajo no es, lo que se dice, el «plan» con el que sueñan ninguno de los dos, deciden robarle la cartera del bolso que ha dejado en el asiento y se deslizan como dos viles raterillos hacia la salida, risueños y satisfechos por su «hazaña». Quizá convenga recordar que no hacía ni un año que había acabado la Guerra de Argelia y que Eustache, por cierto, había intentado suicidarse para no ser reclutado. En qué sentido este dato histórico explica la amoralidad de los dos hombres que van agostarse su perdida juventud en empresas tan miserables es algo que cada cual debe juzgar, pero la visión sombría de la vida de los dos protagonistas va a convertirse en algo así como la «marca de la casa» del cine de Eustache, aunque se irá atenuando por un sentido del humor, no exultante, ciertamente, que nos permitirá ver con mayor ecuanimidad todas esas vidas que Eustache lleva a la pantalla.

Papá Noel tiene los ojos azules es la primera colaboración de Eustache y Jean Pierre Leaud, quien, años después, sería el alma y vida de su película más famosa, La mamá y la puta, un prodigio de interpretación a la altura e los mejores papeles que tuvo con Truffaut, su descubridor. Tdos sus recursos están presentes en este protagonistya que, en Narbona, una ciudad «en la que todos se conocen», arrastra su existencia prearia entre amigos y la escasez de trabajo que le impide un objetivo encomiable: comprarse una trenca, el abrigo de moda para huir del frío invernal que cala hasta los huesos. La película retrata a esos jóvenes que no van a tardar mucho en dejar de serlo, destinos que consumen sus vida en los bares, en la persecución de las jóvenes con quien tener relaciones sexuales plenas y en la esperanza de hallar algun trabajo temporal que les permita ir tirando, esto es, satisfaer caprichos de tan pocos vuelos como la compra de un abrigo, un argumento qe nos trae a la memoria la emocionante película de Lattuada, El alcalde, el escribano y su abrigo. En el fondo, dados los antecedentes citados, el de Fellini y este de Lattuada, se deja entreer el impacto que debió causarle a 
Eustache el conocimiento del neorrealismo italiano, uno de los movimientos cinematográficos más importantes el continente, sin duda. La película transcurre con una fluidez que apresa la vida vacía de esos jovenes que recorren las calles nocturnas de Narbona para acabar gritocantando que se van al burdel para culminar la noche. El aburrimiento y las faltas de expectativas nítidas para el propio destino individual de cada uno de los personajes es una característica común de ambos mediometrajes, y nos acercan a una sociedad que se va encaminando poco a poco a lo que años despues explotaría en términos de pequeña y paradojica revolución burguesa contra los valores burgueses e los vencedores de dos guerras consecutivas.

El documental de dos horas de duración —más tarde se hizo una versión reducida para pasarla por televisión— en el que entrevista a su abuela, Número cero, es un homenaje estremecedor a la transmisión oral como parte fundamental de la Historia, y debería verse desde esa perspectiva del estudio de la Historia para saber exactamente, ce qué modo la vivimos los humanos, casi siempre al margen de los sesudos análisis que construyen los historiadores profesionales a partir de los documentos fiables con que la escriben. Es la vida de una persona de setenta años, prematuramente envejecida, que se sienta frente a un micro, su nieto y un operador para ir contándole una vida que atraviesa las dos guerras mundiales desde la precariedad, la escasez, el fracaso matrimonial y la crianza, en solitario, de los hijos, y en un pueblo pequeño, Pessac, a cuya famosa tradición la Rosière de Pessac le dedico el autor un documental. Que sea una vida de mujer que en ningún momento se considera victima de la mala vida que le ha tocado vivir, la cual ha afrontado con una entereza singular es un perfeto ejemplo de lo que supone hacer frente a las adversidades con el coraje que no distingue entre los sexos: se tiene o no se tiene; se enfrenta uno a las adversidades o se deja engullir por ellas. La clásica «mujer fuerte» es Odette Robert, y la evocación de sus años mozos, de las penurias, de la orfandad y la malquerencia con la madrastra, del fracaso matrimonial con un marido don Juan que pasa por prisión acusado de violación, es decir, un rosario de hechos muy parecidos a los que cualquier otra mujer de su época podría haber vivido, pero que en este documental, contado por ella con una fluidez maravillosa, un sentido del humor algo sombrío y un estoicismo a prueba de todo, lo convierten en un documento vivo muy digno de ser visto. Que la mujer fume constantemente y se beba no menos de tres o cuatro güisquis, aunque los rebaje con agua, que se proteja con unas gafas oscuras por una afección en los ojos que se le declaró desde pequeña y otros detalles minúsculos, pero absolutamente enternecedores, como los recuerdos de su primera afirmación como mujer frente a su padre y su madrastra, constituyen un aliciente para el espectador, quien sigue —al menos eso es lo que a mí me pasó— la narración oral con la misma admiración con la que la leería en letra impresa, porque está claro que Odette tiene ese don particular de los arcaicos «contadores de historias» hasta quienes remonta Vargas-Llosa la creación de la novela como género literario. No sorprenden las escasísimas referencias que hay a los acontecimientos propiamente «históricos», excepto una, muy emocionante, relativa a una mujer que tuvo un hijo con un alemán y que fue represaliada en el pueblo. La supervivencia de un hijo suyo, inequívocamente de origen alemán, se convirtió en un acto de generosidad que se oponía a la crueldad popular que no reparaba en nada para desquitarse de lo sufrido bajo la ocupación alemana. Por suerte para la criatura, murió muy pronto. Salvo ese relato, apenas hay alguna referencia a la política o a los acontecimientos que luego recogen los historiadores, pero sí hay muchísimas referencias a las dificultades intrínsecas para salir adelante teniendo tres hijos al cargo y sufriendo la visita de la gendarmería que se presenta para detener a un marido ausente… El documental no es un género secundario del cine, porque hay muchas maneras de hacerlos y, en todas ellas, no se puede obviar la intervención del cineasta que selecciona, ordena y film el material que ha recopilado. En este caso esa intervención es mínima. Eustache supo enseguida el poder narrativo que tenían las «historias de la abuela Odette» y quiso ser respetuoso en grado máximo, de ahí una puesta en escena tan mínima, la garantía de que nada nos iba a distraer de la verdaderamente importante: la voz de una persona recreando su propia vida desde la serenidad que le otorga haber sobrevivido a circunstancias muy adversas. ¡Todo un ejemplo para el sinsentido del victimismo que se ha apoderado de las sociedades llamadas del bienestar, en las que cualquier mínimo tropiezo se convierte en un dramón que requiere la intervención de los psicólogos, el amparo del Estado y un puesto de honor en los medios de comunicación!   

          Finalmente, Una historia sucia es una suerte de divertimento libertino orquestado entre el director y el guionista,  Jean-Noël Picq, autor de la historia. Se trata de una obra que se filma dos veces, la primera como ficción, a través de un intérprete de tanto prestigio como Michael Lonsdale, y la segunda como documental, teniendo como intérprete al guionista y creador de la historia. Las situaciones son muy parecidas, aunque en el primer caso se escenifica una reunión en casa de quienes reciben a un invitado que relata una historia vivida y en el segundo es el guionista quien relata la misma historia, casi con las mismas palabras a un grupo de amigos, sobre todo mujeres, sentados a su alrededor, siendo el narrador el centro de la reunión. Se advierten, sin embargo, dos modos singulares de acercarse a una relación sexual que forma parte, en el imaginario popular, de las perversiones, el voyerismo, de tal manera que entre la narración del actor y la del guionista advertimos sutiles diferencias que las convierten en dos narraciones personales, no intercambiables, aunque ambas provengan del mismo hecho. A partir del descubrimiento de un raspado en el bajo de una puerta que comunica uno de los aseos masculinos de un café con el de las mujeres, el protagonista se agacha, en la posición del rezo musulmán, dice, para darse cuenta de que la mirada enfoca directamente al sexo de la mujer que está sentada en la taza del váter. A partir de ese descubrimiento se da cuenta de que no es el único cliente del bar que incurre en esa práctica. Ello da pie para elaborar una teoría acerca de las impresiones que le causa conocer a esas mujeres exclusivamente a través de la morfología de sus genitales. Y aquí entra el tradicional poder reflexivo del intelectual francés para elaborar hipótesis sobre lo más peregrino. En estos dos casos, no obstante, nos enfrentamos a una relación personal, íntima, de quien revela una suerte de secreto del que no se alardea jamás.  El hecho de revelarlo a una audiencia femenina forma parte del desafío que supone romper las barreras morales para enfrentarse a un suceso de naturaleza perversa que linda, si no entra directamente, en un acto constitutivo de delito, al decir de sentencias que ya ha habido por espiar en espacios públicos la intimidad de las mujeres. La estirpe libertina de la narración permite, en todo caso, que narrador y audiencia se sitúen en un ámbito cultural en el que las transgresiones morales forman parte de la aceptada naturaleza de las relaciones hombre-mujer, y se integra en el espacio de la intimidad amistosa, en el seno de la cual ciertas revelaciones no solo son permisibles, sin que incitan al intercambio de confidencias en las que se revelan los personajes que meramente escuchan la narración, tanto la del actor como la del guionista. Ciertamente, no es un tema habitual de conversación lo que le da pie a los narradores para seducir a sus audiencias, y es posible que haya públicos excesivamente púdicos a quienes inquiete, desasosiegue o moleste esta película, pero lo que sí puedo asegurar es que es bastante más entretenida que esa otra muestra de frío cine libertino que es Liberté, de Albert Serra.

           

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