miércoles, 5 de noviembre de 2025

«Las margaritas», de Vera Chytilova, hacia la Primavera de Praga…

 

El poderoso encanto de la transgresión surrealista en un estado comunista.

 

Título original: Sedmikrásky

Año: 1966

Duración: 76 min.

País:  Checoslovaquia

Dirección: Vera Chytilová

Guion: Vera Chytilová, Ester Krumbachová. Historia: Vera Chytilová, Pavel Jurácek

Reparto: Jitka Cerhová; Ivana Karbanová; Marie Cesková; Julius Albert; Marcela Brezinová; Jan Klusák; Jirina Myskova.

Música: Jirí Slitr, Jirí Sust

Fotografía: Jaroslav Kučera.

 

          Llegué a Las Margaritas porque era la película que el alter ego de Arnaud Desplechin, Paul Dédalus, proyecta en el cineclub del Liceo, como muestra de cine de vanguardia de la República Checoeslovaca en la película Cinéfilos, de Desplechin, lógicamente. No sé si eso mismo es lo que ha motivado a los programadores de Filmin para incorporarla a su excelente catálogo de cine europeo, pero constato que ha sido un gran acierto. La filmografía de Chytilová me era totalmente desconocida hasta esa referencia que acabo de mencionar, pero he comprobado que ni en Filmin ni en YouTube, y menos aún en otras plataformas más estandarizadas, pueden encontrarse sus películas, con la excepción de Ovoce stromu rajských jíme , «El fruto del Paraíso», del año 1970, un remedo pobrísimo de estas Margaritas que se dejan ver con un interés creciente.

          A partir de unas imágenes bélicas, que contrastan con el funcionamiento de un mecanismo equivalente al que empuja las ruedas de la máquina de vapor del tren, pero que podría entenderse, de manera laxa, como el mecanismo de animación de un juguete mecánico, e incluso de un reloj gigantesco, dos chicas aparecen ante nuestros ojos como dos muñecas, sentadas, en biquini, cuyos movimientos articulados van acompañados del chirriar de los mecanismos artificiales, una presentación de los personajes que nos acercan a la importancia que tuvo en el cine expresionismo alemán todo lo relacionado con las muñecas mecánicas, como en la película de Lubitsch, La muñeca. Una reflexión apocalíptica: «Todo está perdido», lleva a las muñecas a la conclusión de que ellas también están perdidas, y ahí se inicia un periplo que durante una hora y cuarto nos va a meter de lleno en un mundo sin claves, en el que las protagonistas entran en contacto con un rosario de realidades en la que se comportan, por lo general, de un modo arbitrario y cómico, amen de transgresor, como en la escena de la sala de fiestas en la que con el marco de un reservado, ellas se convierten en otro espectáculo para los espectadores que, hasta ese momento seguían en de los bailarines de charlestón del local.

          El ritmo de la narración contrasta ciertos remansos con una agitación muy propia del cine mudo, incluida una batalla de tartas, por supuesto. A ese ritmo no solo contribuyen las situaciones, porque propiamente no hay un guion que nos cuente una historia, sino también la decisión técnica de jugar con el blanco y el negro y con los filtros de color incluso en la misma escena, lo que le confiere a la película una dimensión fantástica y alocada que contribuye a la distorsión que la presencia de esas dos muñecas risueñas provoca en la realidad.

          Ya se advierte que estamos hablando de una película a la que, en aquellos tiempos del cambio de década, de la prodigiosa a la de la crisis del petróleo, los críticos se referían como cine «experimental», por encasillarla de algún modo, dado que, en el fondo, se experimentaba con el lenguaje cinematográfico, y, en consecuencia, la puesta en escena de la película estaba íntimamente ligada a la realización. Y ahí radica, a mi juicio, uno de los principales atractivos de la película: la creación de unos decorados con los que, en algunas ocasiones, interactúan directamente las protagonistas, como cuando deciden usar las tijeras y acaban troceándose a ellas mismas, un proceso que se sustancia con su traslado al panel que decora la pared de la habitación donde tiene lugar la mínima acción de esa secuencia y comienza un fluido vertiginoso de cambios que convierten la secuencia poco menos que en cine de animación, y es este un recurso que aparece varias veces.

          Como no podía ser de otro modo, la película fustiga ciertos prototipos de personajes conservadores que, en citas con ellas, pretenden abusar de la insólita candidez de las jóvenes, aunque la súbita aparición de la otra complica la situación y acaban siempre en la estación, burlando a los don juanes.

          Las protagonistas tienen una curiosa relación compulsiva con la comida. Buena parte de la película se la pasan comiendo e incluso se dan un festín palaciego en una prefiguración de lo que sería años después La gran comilona, de Marco Ferreri, cuya inspiración para la película bien pudiera haber estado en la contemplación de estas escenas. Ignoro hasta qué punto pudiera hablarse de que en el socialismo checo la población pasara hambre, pero lo que está claro es que sí podemos ver en esa obsesión por la comida el sistema de las cartillas de racionamiento que limitaban lo que podía o no podía adquirirse y en qué cantidades, dado que, si no hambre, lo que sí hubo, durante mucho tiempo, fue una severa escasez de ciertos productos. La película es una orgía fílmica de imágenes de alimentos y de su consumo, pero siempre en el marco de unos decorados exquisitos con los que se juega constantemente: no tienen una función, digamos ornamental, pasiva, sino muy activa y se incorporan con total normalidad al desarrollo de las secuencias. Tomemos como ejemplo la relación de una de ellas con un pianista apasionado de los lepidópteros, o viceversa, cuando la cámara juega, como en las máquinas de los bares, subiendo y bajando por tiras interminables de bellísimas mariposas clavadas en la pared. O cómo la desnudez de ella se cubre con las cajas de los disecados animales, por ejemplo.

          Me parece de rigor añadir la advertencia de que para algunos espectadores la condición de muñecas de las protagonistas y sus risas constantes y en absoluto naturales ni espontáneas pueden llegar a desconcertarles e incluso a irritarles, y considerar que no es la película que desearían ver. Alejen de ellos ese prejuicio y déjense llevar por la inconsciencia articulada de las dos muñecas, en cuyo juego infantil, pero, al tiempo, trascendental, es una delicia entrar. La relación entre todos los registros de la película y los recursos cinematográficos puramente técnicos, sus «efectos especiales», para entendernos, es muy imaginativa. Solo hay que ver su siguiente película, El fruto del Paraíso, una bobada mayúscula, para darnos cuenta del inmenso valor de esta muestra de arte libérrimo. Intuyo que esta tercera película, rodada ya tras el aplastamiento de la Primavera de Praga por las fuerzas soviéticas sufrió esa suerte de depresión nacional que afectaría a todos cuantos creyeron, ingenuamente, que se podía pasar de un régimen comunista a una democracia liberal, o lo más parecido a ella.

         

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