Título original: Onna ga kaidan wo agaru toki
Año: 1960
Duración: 111 min.
País: Japón
Dirección: Mikio Naruse
Guion: Ryuzo Kikushima
Reparto: Hideko Takamine; Masayuki Mori; Daisuke Kato; Tatsuya Nakadai; Reiko Dan; Ganjiro Nakamura; Eitarô Ozawa; Keiko Awaji; Masao Oda; Ken Mitsuda; Jun Tatara; Yu Fujiki; Chikako Hosokawa; Sadako Sawamura.
Música: Toshiro Mayuzumi
Fotografía: Masao Tamai (B&W).
Título original: Eien no hito
Año: 1961
Duración: 103 min.
País: Japón
Dirección: Keisuke Kinoshita
Guion: Keisuke Kinoshita
Reparto: Hideko Takamine; Tatsuya
Nakadai; Keiji Sada; Nobuko Otowa; Yukiko Fuji; Akira Ishihama; Kiyoshi
Nonomura; Yoshi Kato; Yasushi Nagata; Eijirô Tono; Torahiko Hamada; Masakazu
Tamura; Masaya Totsuka.
Música: Chuji Kinoshita
Fotografía: Hiroyuki Kusuda
(B&W).
Especial
Hideko Takamine : dos melodramas canónicos: una maravilla del gran Keisuke
Kinoshita y un portento del casi ignorado Mikio Naruse, con quien Takamine rodó
diecisiete películas.
Tras ver Veinticuatro ojos,
supe que no tardaría en repetir con Keisuke Kinoshita, pero, siguiendo la
estela de la actriz Hideko Takamine y la oportunidad de verla en esa otra película
de título enigmático que es Cuando una mujer sube la escalera, del para
mí totalmente desconocido Mikio Naruse, supe que acabaría escribiendo este
programa doble dedicado a la gran actriz. Lo que no sabía era que ambas películas
eran dos melodramas intensísimos que se te llevan el corazón por delante hacia
el sufrimiento y lo más parecido a la más triste de las esperanzas. Pero no me
adelantaré. Voy paso a paso, como esos entrañables que permiten los kimonos a
los pies calzados con zuecos, en los que Kinoshita se recrea con especial delectación.
Si en Veinticuatro ojos, el personaje de Takamine era una mujer moderna
que chocaba con las costumbres tradicionales de los nativas de la isla adonde
ha sido destinada a dar clases, tanto en Un amor inmortal como en Cuando
una mujer sube la escalera, sus personajes son mujeres tradicionales, una
joven pueblerina y una geisha que choca, en el Tokyo de la posguerra, con el rápido
cambio de costumbres que ha impuesto la occidentalización tras la abrumadora pérdida
de la guerra. Dos mujeres, dos espacios, uno rural y el otro urbano, pero un
mismo destino adverso contra el que ambas luchan de muy distinta manera y con
desigual fortuna.
Cuando una mujer sube la escalera
pertenece al género Shomin-geki (también gendaigeki), esto es, películas sobre
la vida cotidiana en el Japón contemporáneo, usualmente de las clases
populares, pero en la que entran figuras como la geisha que sobrevive, con sus
antiguos valores, en un mundo radicalmente opuesto al Japon tradicional que
ella representa: vida urbana, prostitución, negocios, un ambiente propio, salvo
sus propis particularidades protocolarias, del cine negro usamericano de los años
cuarenta y cincuenta. En muchas películas usamericanas hemos contemplado ese
tramo de escaleras por el que se sube bien a unos billares, bien a un espacio
dominado por los mafiosos, bien a una sala de baile…; pero aquí el tramo de escaleras
es el que sube al bar de alterne donde las jóvenes prostitutas animan a beber a
los clientes, hablan con ellos y, llegado el caso, con ellos se acuestan. Mama,
como llaman a la animadora principal de local, quien recibe a la antigua usanza
a cuantos hombres entran en el salón y con quienes mantiene relaciones cordiales
que nunca implican una cesión erótica por su parte. Mama, por otro nombre Keiko,
es viuda, y cuenta la leyenda, eso dice una de las chicas a su cargo que le escribió
una carta de amor a su marido para que la enterraran con el cadáver. Como cualquiera
que se dedique a ese menester del alterne, la aspiración social que alberga
Mama es la de abrir su propio local, y sus relaciones con los hombres incluyen
la petición de ayuda para reunir el dinero con que lograrlo, aunque sin hacer
las concesiones eróticas aludidas, lo cual complica no poco la situación. La
vida de Keiko, quien acaba enfermando por la úlcera que sufre, sin duda
achacable al alcohol que ha de beber en su profesión, tiene, además de su
propia supervivencia, la carga de ayudar a una madre y a un enfermo divorciado
que se ha quedado con un hijo paralítico cuya operación para revertir la
parálisis, llega a los ochenta mil yenes, ¡una fortuna! La película de Naruse
es de una delicadeza extraordinaria, porque está claro que la situación da para
un dramón lacrimógeno, y es cierto que hay picos de intensidad dramática en que
nos conmovemos profundamente, pero, como se dice vulgarmente, no llega la
sangre al río, aunque la aventura del gordo feliz que la idolatra y le propone
matrimonio parece una escena del neorrealismo italiano, ciertamente. En esa aventura
sabemos que el perfume favorito de Mama es Narciso Negro, lo cual me da
a entender que Naruse debió de ver la película de igual título de Powell y
Pressburger, porque en el cine no existen las coincidencias, sino los
homenajes. Como en los buenos melodramas, Mama no rechaza solo a los clientes,
sino también al enamorado que trabaja con ella cada día en el bar, quien hae
las veces de camarero, contable y lo que la dueña le ordene, como preparar los
libros para la visita del inspector de Hacienda. La vida cotidiana de Keiko es
advertir lo infructuoso de su intento de abrir un local propio, felicitar a la
chica bajo su mando que se casa y monta el suyo y, tras una noche de borrachera
en la que pierde el sentido y es llevada por un cliente y amigo a su casa, con el
resultado de una relación sexual no deseada que
se resuelve en la despedida del hombre, porque lo han destinado a Osaka
y no quiere romper su familia, aunque sea a ella a quien ama. Es la propia vos
en off de la protagonista la que se encarga de llevarnos de la mano en la película,
la que nos transmite sus reflexiones, sus esperanzas y confirma sus profundos
desengaños. En todo momento, se cumple esa especie de maldición que significa
el título: una vez subida esa escalera, es muy difícil desandar el camino. La
narración fluye con la cadencia acostumbrada en el cine japonés y la
protagonista, que acapara la película de un modo absoluto, nos atrae a su
intimidad con una suavidad y dulzura propia de sus artes prostibularias y de
una educación como geisha que choca con la brutalidad de las urgencias
seminales que le expresan algunos cliente y su compañero de trabajo. Sí, es una
mujer sola, valiente, y ha decidido sobrevivir en un mundo inhóspito. Una vieja
heroína de los grandes melodramas que aquí nos convence, nos enamora y nos
consuela.
Un amor inmortal recoge parte
de la técnica cronológica de Veinticuatro ojos, porque también se
extiende desde los años 30 hasta 1960. Ambientada en el mundo rural, anterior a
la reforma agraria que elimina los latifundios caciquiles, el hijo del cacique
de la zona regresa cojo de la guerra y es recibido con todos los honores por
los lugareños que son aparceros suyos, e incluso por los niños de la escuela
que lo vitorean, ante la indiferencia amarga del personaje. En el ágape de celebración,
pide a una joven que le sirva el sake, y le sonsaca si sigue siendo la novia de
su rival, Takashi, quien lo fue desde la escuela, por la diferencia de
inteligencia y habilidades entre uno y otro. Herido en su orgullo, por la
incapacidad física, y celoso de la suerte de su rival, Hiebei, el tullido,
viola a la prometida de su rival, y obliga al padre de esta, en una ceremonia
humillante en que lo hinchan de alcohol, a aceptar el matrimonio de su hija con
el violador.
La técnica fílmica de Kinoshita resulta sorprendente, porque,
aunque la trama invita al uso de primeros planos o planos cortos que supongan
un subrayado del drama intenso que se nos ofrece, el director escoge el uso del
plano panorámico tanto en exteriores como en interiores, con una magnifica
profundidad de campo. Las escenas junto al muro de la finca de los caciques,
con la mujer o el padre caminando por el sendero adjunto parecen filmadas para
atenuar la abrumadora presencia del dolor que sufren los protagonistas, sobre
todo Sadako, humillada y vencida. Esos planos generales del espacio inmenso de
los campos que cultivan los apareros del cacique tienen un curioso subrayado
musical que, en muchas escenas, contribuye decisivamente a transmitir las
emociones intensas que viven los personajes. Me refiero a a banda sonora con música
de guitarra flamenca y, a veces, con interpretaciones, con esa misma música,
pero cantadas en japonés, letras relativas a la condición de Sadako, a su
infortunio y a su maldición, porque el amor de Sadako hacia Takashi se mantiene
inalterable a lo largo de la historia.
Finalmente, Takashi vuelve de la guerra y planea la huida de
ambos, quienes conciertan una cita a la que Takashi renuncia cuando conoce la
noticiad e que ella espera un hijo. Pasado el tiempo, hecha la reforma agraria
que priva de tanto poder a los caciques, Takashi vuelve como campesino, ya
casado y con dos hijos, a las tierras colindantes con la mansión donde vive
Sadako, quien ha tenido otros dos. No se ven, no se hablan, pero sus destinos
se cruzan cuando la mujer de su enamorado entra a trabajar como sirvienta en la
casa de Sadako, con la complacencia del marido, porque en ese momento parecen
invertirse los términos: ni Hiebei ni la mujer de Takashi son felices, porque
ambos intuyen que sus parejas siguen enamorados el uno del otro. Poco a poco,
la historia va derivando, a medida que pasa el tiempo, hacia el destino de los
hijos y cómo hasta esa generación llegan los rencores y los odios de una
situación que se inició, no lo olvidemos, con una violación.
Aquí lo voy a dejar, porque el crescendo de la trama han de
pulsarlo los espectadores sin guías auxiliares que se lo den todo mascadito o
tergiversado, quién sabe… Pero lo cierto es que la película es una sinfonía de
planos espectaculares que saben aunar paisajes exteriores e interiores para,
junto con una música tan distante de la tradicional suya, meternos en el sufrimiento
de todos los personajes. Es un melodrama, pero en muchas partes de la película
el drama se alza al digno nivel de la tragedia.
¡Qué maravilla de película! Ultimo esta crítica volandera y
ya estoy deseando volver a verla…
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