lunes, 20 de octubre de 2025

«Cuando una mujer sube la escalera», de Mikio Naruse y «Un amor inmortal», de Keisuke Kinoshita, o el excelso cine japonés menos conocido.

Título original: Onna ga kaidan wo agaru toki

Año: 1960

Duración: 111 min.

País: Japón

Dirección: Mikio Naruse

Guion: Ryuzo Kikushima

Reparto: Hideko Takamine; Masayuki Mori; Daisuke Kato; Tatsuya Nakadai; Reiko Dan; Ganjiro Nakamura; Eitarô Ozawa; Keiko Awaji; Masao Oda; Ken Mitsuda; Jun Tatara; Yu Fujiki; Chikako Hosokawa; Sadako Sawamura.

Música: Toshiro Mayuzumi

Fotografía: Masao Tamai (B&W).

 


 

 





Título original: Eien no hito

Año: 1961

Duración: 103 min.

País: Japón

Dirección: Keisuke Kinoshita

Guion: Keisuke Kinoshita

Reparto: Hideko Takamine; Tatsuya Nakadai; Keiji Sada; Nobuko Otowa; Yukiko Fuji; Akira Ishihama; Kiyoshi Nonomura; Yoshi Kato; Yasushi Nagata; Eijirô Tono; Torahiko Hamada; Masakazu Tamura; Masaya Totsuka.

Música: Chuji Kinoshita

Fotografía: Hiroyuki Kusuda (B&W).

 

Especial Hideko Takamine : dos melodramas canónicos: una maravilla del gran Keisuke Kinoshita y un portento del casi ignorado Mikio Naruse, con quien Takamine rodó diecisiete películas.

         

          Tras ver Veinticuatro ojos, supe que no tardaría en repetir con Keisuke Kinoshita, pero, siguiendo la estela de la actriz Hideko Takamine y la oportunidad de verla en esa otra película de título enigmático que es Cuando una mujer sube la escalera, del para mí totalmente desconocido Mikio Naruse, supe que acabaría escribiendo este programa doble dedicado a la gran actriz. Lo que no sabía era que ambas películas eran dos melodramas intensísimos que se te llevan el corazón por delante hacia el sufrimiento y lo más parecido a la más triste de las esperanzas. Pero no me adelantaré. Voy paso a paso, como esos entrañables que permiten los kimonos a los pies calzados con zuecos, en los que Kinoshita se recrea con especial delectación. Si en Veinticuatro ojos, el personaje de Takamine era una mujer moderna que chocaba con las costumbres tradicionales de los nativas de la isla adonde ha sido destinada a dar clases, tanto en Un amor inmortal como en Cuando una mujer sube la escalera, sus personajes son mujeres tradicionales, una joven pueblerina y una geisha que choca, en el Tokyo de la posguerra, con el rápido cambio de costumbres que ha impuesto la occidentalización tras la abrumadora pérdida de la guerra. Dos mujeres, dos espacios, uno rural y el otro urbano, pero un mismo destino adverso contra el que ambas luchan de muy distinta manera y con desigual fortuna.

          Cuando una mujer sube la escalera pertenece al género Shomin-geki (también gendaigeki), esto es, películas sobre la vida cotidiana en el Japón contemporáneo, usualmente de las clases populares, pero en la que entran figuras como la geisha que sobrevive, con sus antiguos valores, en un mundo radicalmente opuesto al Japon tradicional que ella representa: vida urbana, prostitución, negocios, un ambiente propio, salvo sus propis particularidades protocolarias, del cine negro usamericano de los años cuarenta y cincuenta. En muchas películas usamericanas hemos contemplado ese tramo de escaleras por el que se sube bien a unos billares, bien a un espacio dominado por los mafiosos, bien a una sala de baile…; pero aquí el tramo de escaleras es el que sube al bar de alterne donde las jóvenes prostitutas animan a beber a los clientes, hablan con ellos y, llegado el caso, con ellos se acuestan. Mama, como llaman a la animadora principal de local, quien recibe a la antigua usanza a cuantos hombres entran en el salón y con quienes mantiene relaciones cordiales que nunca implican una cesión erótica por su parte. Mama, por otro nombre Keiko, es viuda, y cuenta la leyenda, eso dice una de las chicas a su cargo que le escribió una carta de amor a su marido para que la enterraran con el cadáver. Como cualquiera que se dedique a ese menester del alterne, la aspiración social que alberga Mama es la de abrir su propio local, y sus relaciones con los hombres incluyen la petición de ayuda para reunir el dinero con que lograrlo, aunque sin hacer las concesiones eróticas aludidas, lo cual complica no poco la situación. La vida de Keiko, quien acaba enfermando por la úlcera que sufre, sin duda achacable al alcohol que ha de beber en su profesión, tiene, además de su propia supervivencia, la carga de ayudar a una madre y a un enfermo divorciado que se ha quedado con un hijo paralítico cuya operación para revertir la parálisis, llega a los ochenta mil yenes, ¡una fortuna! La película de Naruse es de una delicadeza extraordinaria, porque está claro que la situación da para un dramón lacrimógeno, y es cierto que hay picos de intensidad dramática en que nos conmovemos profundamente, pero, como se dice vulgarmente, no llega la sangre al río, aunque la aventura del gordo feliz que la idolatra y le propone matrimonio parece una escena del neorrealismo italiano, ciertamente. En esa aventura sabemos que el perfume favorito de Mama es Narciso Negro, lo cual me da a entender que Naruse debió de ver la película de igual título de Powell y Pressburger, porque en el cine no existen las coincidencias, sino los homenajes. Como en los buenos melodramas, Mama no rechaza solo a los clientes, sino también al enamorado que trabaja con ella cada día en el bar, quien hae las veces de camarero, contable y lo que la dueña le ordene, como preparar los libros para la visita del inspector de Hacienda. La vida cotidiana de Keiko es advertir lo infructuoso de su intento de abrir un local propio, felicitar a la chica bajo su mando que se casa y monta el suyo y, tras una noche de borrachera en la que pierde el sentido y es llevada por un cliente y amigo a su casa, con el resultado de una relación sexual no deseada que  se resuelve en la despedida del hombre, porque lo han destinado a Osaka y no quiere romper su familia, aunque sea a ella a quien ama. Es la propia vos en off de la protagonista la que se encarga de llevarnos de la mano en la película, la que nos transmite sus reflexiones, sus esperanzas y confirma sus profundos desengaños. En todo momento, se cumple esa especie de maldición que significa el título: una vez subida esa escalera, es muy difícil desandar el camino. La narración fluye con la cadencia acostumbrada en el cine japonés y la protagonista, que acapara la película de un modo absoluto, nos atrae a su intimidad con una suavidad y dulzura propia de sus artes prostibularias y de una educación como geisha que choca con la brutalidad de las urgencias seminales que le expresan algunos cliente y su compañero de trabajo. Sí, es una mujer sola, valiente, y ha decidido sobrevivir en un mundo inhóspito. Una vieja heroína de los grandes melodramas que aquí nos convence, nos enamora y nos consuela.

          Un amor inmortal recoge parte de la técnica cronológica de Veinticuatro ojos, porque también se extiende desde los años 30 hasta 1960. Ambientada en el mundo rural, anterior a la reforma agraria que elimina los latifundios caciquiles, el hijo del cacique de la zona regresa cojo de la guerra y es recibido con todos los honores por los lugareños que son aparceros suyos, e incluso por los niños de la escuela que lo vitorean, ante la indiferencia amarga del personaje. En el ágape de celebración, pide a una joven que le sirva el sake, y le sonsaca si sigue siendo la novia de su rival, Takashi, quien lo fue desde la escuela, por la diferencia de inteligencia y habilidades entre uno y otro. Herido en su orgullo, por la incapacidad física, y celoso de la suerte de su rival, Hiebei, el tullido, viola a la prometida de su rival, y obliga al padre de esta, en una ceremonia humillante en que lo hinchan de alcohol, a aceptar el matrimonio de su hija con el violador.

La técnica fílmica de Kinoshita resulta sorprendente, porque, aunque la trama invita al uso de primeros planos o planos cortos que supongan un subrayado del drama intenso que se nos ofrece, el director escoge el uso del plano panorámico tanto en exteriores como en interiores, con una magnifica profundidad de campo. Las escenas junto al muro de la finca de los caciques, con la mujer o el padre caminando por el sendero adjunto parecen filmadas para atenuar la abrumadora presencia del dolor que sufren los protagonistas, sobre todo Sadako, humillada y vencida. Esos planos generales del espacio inmenso de los campos que cultivan los apareros del cacique tienen un curioso subrayado musical que, en muchas escenas, contribuye decisivamente a transmitir las emociones intensas que viven los personajes. Me refiero a a banda sonora con música de guitarra flamenca y, a veces, con interpretaciones, con esa misma música, pero cantadas en japonés, letras relativas a la condición de Sadako, a su infortunio y a su maldición, porque el amor de Sadako hacia Takashi se mantiene inalterable a lo largo de la historia.

Finalmente, Takashi vuelve de la guerra y planea la huida de ambos, quienes conciertan una cita a la que Takashi renuncia cuando conoce la noticiad e que ella espera un hijo. Pasado el tiempo, hecha la reforma agraria que priva de tanto poder a los caciques, Takashi vuelve como campesino, ya casado y con dos hijos, a las tierras colindantes con la mansión donde vive Sadako, quien ha tenido otros dos. No se ven, no se hablan, pero sus destinos se cruzan cuando la mujer de su enamorado entra a trabajar como sirvienta en la casa de Sadako, con la complacencia del marido, porque en ese momento parecen invertirse los términos: ni Hiebei ni la mujer de Takashi son felices, porque ambos intuyen que sus parejas siguen enamorados el uno del otro. Poco a poco, la historia va derivando, a medida que pasa el tiempo, hacia el destino de los hijos y cómo hasta esa generación llegan los rencores y los odios de una situación que se inició, no lo olvidemos, con una violación.

Aquí lo voy a dejar, porque el crescendo de la trama han de pulsarlo los espectadores sin guías auxiliares que se lo den todo mascadito o tergiversado, quién sabe… Pero lo cierto es que la película es una sinfonía de planos espectaculares que saben aunar paisajes exteriores e interiores para, junto con una música tan distante de la tradicional suya, meternos en el sufrimiento de todos los personajes. Es un melodrama, pero en muchas partes de la película el drama se alza al digno nivel de la tragedia.

¡Qué maravilla de película! Ultimo esta crítica volandera y ya estoy deseando volver a verla…

 

 

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