Los malevos
del narco en el suburbio Isla Maciel y en el ya tópico plano secuencia: una
orgía de violencia, traición y arrepentimiento…
Título original: Gatillero
Año: 2025
Duración: 80 min.
País: Argentina
Dirección: Cristian Tapia
Marchiori
Guion: Clara Ambrosoni,
Cristian Tapia Marchiori
Reparto: Sergio Podeley; Julieta
Díaz; Ramiro Blas; Maite Lanata; Mariano Torre; Matías Desiderio; Susana Varela;
Gonzalo Gravano; Bianca Di Pasquale; Carolina Saade.
Música: Santiago Pedroncini
Fotografía: Martín Sapia.
Olviden
cuanto antes que la película está rodada, íntegramente, en el ya famoso plano
secuencia que se ha puesto de moda de un tiempo a esta parte; sobre todo, tras la famosa serie británica, Adolescencia,
de obligada visión, y con algún capítulo tan impactante como inolvidable. Segunda
película de Tapia Marchiori, muy distinta de su ópera prima, bastante más
tradicional en el sentido tanto de la historia como de la realización. Gatillero,
además de ser un alarde de realización, es una excelente película de acción ubicada
en un barrio conflictivo que poco a poco va olvidando su antigua condición de
gueto, Isla Maciel, pero que, en esta
película, aparece dominado por una organización de narcotraficantes que imponen
su ley, aunque también estallen las disensiones normales en este tipo de bandas
en las que la jerarquía no puede confiar en nadie, porque cualquiera tiene la
tentación de la traición para encaramarse a ella y convertirse en autoridad de
facto en el seno de la organización.
La
película arranca con una escena habitual en los suburbios olvidados por las
autoridades en casi todas las ciudades del mundo: un delincuente de poca mona
se apresta a dar un golpe en un pequeño súper para llevarse una parva ganancia,
arriesgando en el empeño la vida, porque, así que el dueño sale tras él para
abatirlo con su arma, el «galgo» se libra por bien poco de ser agujereado. Su
éxito no va más allá de unas pocas cuadras, donde se topa con un coche de la
policía que lo detiene, le arranca la «plata» robada y lo amenaza con balearlo,
tras lo cual desaparecen por donde han venido: las sombras más espesas de una
noche sin ley en un barrio peligroso, marginal, donde La madrina gobierna a su
antojo las vidas y haciendas de los moradores del lugar.
Tras
el conato de apaleamiento por la policía, un coche se pone a la par del «galgo»
y sus ocupantes, el conductor y un esbirro, tratan de convencerlo para que suba
con ellos y oiga la oferta que le quieren transmitir. Se trata de un trabajo
fácil: gatillar la fachada de un edificio donde se alojan morosos que se
retrasan en los pagos a los mafiosos que controlan los negocios del barrio. Los
diálogos, llenos de lenguaje coloquial y vulgar, son tan rápidos como el movimiento
incesante de la cámara que sigue los pasos del «galgo» en una historia en la
que no tardaremos en descubrir que el pobre «roto», como dicen en Chile, ha
sido engañado para servir de cobertura al intento de asesinato de la «madrina»
por parte de quien lo ha contratado. De esa ocasión sale también por piernas,
intercambiando disparos con no sabe bien quién, aunque sí tiene claro que se la
han jugado y no piensa sino en vengarse de ese engaño, aunque aparezca él como
el responsable del asesinato de «la madrina». Toda esta trama ocurre de noche,
lo que permite un juego de sombras, huidas, confusiones y celadas que tienen al
«galgo» como único objetivo de la cacería que se ha desatado. El delincuente de
poca monta echa de menos a su hija y poder ver a su madre, pero está empeñado
en atacar a quien lo engañó y pensó que podría acabar sus días tras la balacera
que se organizó a consecuencia del ataque a la casa de «la madrina». La obra,
rodada, como ya hemos dicho, en plano secuencia, nos ofrece una narración en
tiempo real, porque prácticamente no perdemos de vista al protagonista de la
historia desde que se inicia hasta el desenlace.
La
galería de personajes nos ofrece dos puntos de vista muy marcados: los del
mundo del hampa y los de los vecinos que se sienten desamparados por los
poderes públicos y deciden organizarse para salir a enfrentarse con los narcos
para defender su barrio y sus vidas. El quilombo, a poco que se suman al intercambio
de disparos, es de aúpa, y no siempre nos resulta fácil discernir quiénes caen
y a qué bando pertenecen, porque la cámara sigue pegada como una lapa al «galgo»,
aunque hay momentos para todo: para que el pobre diablo se reúna con una mujer
respetada por todos en el barrio, la dueña de un restaurante donde se dan cita
todas las partes en conflicto, quien trata de serenar al delincuente para que,
por un purito de venganza, no sea él la víctima propiciatoria de luchas ajenas;
uno de los vecinos que organiza la revuelta contra los narcos y, finalmente,
aunque esto pertenece ya al desenlace y poco me es permitido decir, con «la
madrina», a quien todos creían muerta y quien, aprovechándose de esa
información, pretende pasar a Uruguay, hasta que las aguas de la violencia
vuelvan a su cauce y ella pueda gobernarlo todo sin oposición posible.
Está
claro, por lo dicho, que el ritmo de la película es de los que solemos
calificar como «febril», y no hay momento de descanso en la huida del «galgo» y
en su persecución, por parte de los mafiosos. Los escenarios reales del barrio
permiten planos, siempre en movimiento, espectaculares, como los de los grafitis
en los muros o las encrucijadas de calles en la oscuridad por donde andan los
malevos con los fierros en la mano, prestos a disparar a cualquier sombra que
se mueva. El hecho de que el delincuente sea hijo del barrio y conozca todas
las calles y callejones como la palma de la mano le permite huir del acecho de
los sicarios y urdir el modo como acercarse, con ventaja, a quienes lo
persiguen, lo que hace, con valentía y temeridad, adentrándose en la guarida de
quienes ni siquiera sospechan que el pobre diablo sea capaz de tanto
atrevimiento. De alguna manera, el «galgo» va elevándose poco a poco a la altura
de héroe de antinarcocorrido, un poco a la manera del «tumbao» Pedro Navaja, «matón
de esquina, quien a hierro mata a hierro termina», aunque con menor glamur que
el personaje de Rubén Blades. En todo caso, esta violenta y trepidante historia,
aunque con algunos flecos que, oportunamente cortados, podrían haber convertido
a esta película en un auténtico bombazo del cine argentino, se ve con insólita
adhesión, y buena parte de la responsabilidad, además de la imaginación del director,
radica en la excelente interpretación de quien acapara casi el ochenta por ciento
de la trama: Sergio Podeley, ¡una revelación!

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