Dos muestras brillantes de un cine sólidamente
comprometido con la causa de los nativos, sean los aborígenes australianos,
sean los indios usamericanos. Y el estallido de la naturaleza impía como
supratexto de los relatos…
Título original: Sweet Country
Año: 2017
Duración: 112 min.
País: Australia
Dirección: Warwick Thornton
Guion: Steven McGregor, David Tranter
Fotografía: Dylan River, Warwick Thornton
Reparto: Hamilton Morris, Shanika Cole, Bryan Brown, Sam Neill, Thomas
M. Wright, Matt Day, Ewen Leslie, Anni Finsterer, Natassia Gorie Furber,
Tremayne Doolan y Gibson John.
Título original: Wind River
Año: 2017
Duración: 110 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Taylor Sheridan
Guion: Taylor Sheridan
Música: Nick Cave, Warren Ellis
Fotografía: Ben Richardson
Reparto: Jeremy Renner, Elizabeth Olsen, Julia Jones, Graham Greene,
Jon Bernthal, Matthew Del Negro, Kelsey Chow, Gil Birmingham, Ian Bohen, Martin
Sensmeier, Hugh Dillon, Eric Lange, Mason D. Davis, James Jordan, Teo Briones,
Tara Karsian.
Dos decisiones
al azar en Filmin, la benéfica plataforma de los cinéfilos, me han permitido
ver dos películas muy recientes y de dos directores con una sensibilidad muy
afín, no solo por el tema escogido, el trato de los aborígenes en dos
continentes diferentes, América y Australia, sino por la importancia que en
ambos tiene la naturaleza como expresión inequívoca de la estrecha comunión de
los nativos con sus tierras respectivas. Ambos son directores noveles. Estamos
ante la ópera prima de Sheridan y ante la segunda película de Thornton, y puede
augurarse con total seguridad que serán dos directores de los que se hablará en
el futuro, si van depurando su arte y sus historias, porque estas dos son dos
películas de mucho mérito.
Wind River es el debut de Taylor Sheridan, conocido actor de una serie que a
mí me pareció infumable, ¡vistos de refilón algunos momentos!, para disgusto de
mi hija, pero con excelentes dotes para la escritura. Escribió el guion de Sicarios,
de Villeneuve y firma también el de Wind River. Que la acción transcurra
en invierno en los terrenos de la reserva india que da título a la película
puede, por la nieve constante, hacernos pensar en Fargo, y aunque haya una leve
semejanza en que aquí también es una mujer, en este caso del FBI, la encargada de llevar adelante la
investigación, estamos ante un caso real ocurrido en 2009, cuando tres jóvenes
de 13, 14 y 15 años fueron asesinadas. Supongo que el desarrollo de los hechos
incorporará algunos elementos ficticios, pero, al ceñirse a un solo caso, el
guion se ciñe con total precisión a desentrañar la extraña muerte de una joven
en la nieve, a medio camino de ninguna parte. El cadáver lo descubre un
rastreador que suele ser contratado para deshacerse de lobos, coyotes y pumas
que atacan el ganado. Cuando la agente del FBI llega a un lugar de naturaleza
tan adversa, no le queda más remedio que «ponerse en las manos» de alguien
experimentado que la ayude en su tarea investigadora. El rastreador está casado
con una mujer nativa, tiene un hijo y trabaja en la reserva. Está separado,
pero solo bien avanzada la trama de la película descubrimos que su hija de
quince años fue asesinada en circunstancias similares a las del caso que
investiga junto a la agente del FBI. Enseguida sobreviene el inevitable choque
cultural entre la «urbanita» y el mundo de los nativos, del que se nos ofrece
una visión demoledora: las drogas, el alcohol y el paro hacen estragos entre
ellos y son una minoría los que consiguen escapar al determinismo social que
los «recluye» en la reserva. El director ha sabido explotar el marco geográfico
para extraer de las travesías por él en las motos de nieve verdaderas
excursiones al corazón impasible de la naturaleza. Hay, por lo tanto, un
enfrentamiento del ser humano contra esas circunstancias adversas que tienen
una presencia determinante en el devenir de los diferentes destinos de los
personajes y que por fuerza he de callar, aunque esté tentado de destacar, en
el más puro estilo del western moderno, lo impactante de ciertas secuencias.
La violencia, como la necesidad del alcohol o la droga para
enfrentarse a la adversidad climática en el duro invierno de las Rocosas, está
muy presente en la cinta e incluso sufre un crescendo que nos lleva hasta un
clímax perfectamente resuelto en el desenlace.
Es cierto que los personajes centrales no son los nativos,
pero sin el compromiso del rastreador con ellos no es posible entender la
fuerte crítica social que se vehicula a través de la historia y el modo como
enfrentarse a una realidad tan adversa como la de una minoría sistemáticamente
marginada a lo largo de los siglos desde que se iniciara la terrible Conquista
del oeste…
Como thriller awesternado, podríamos decir, mezcla la
película a partes iguales la investigación y el móvil de la venganza, además de
presentarnos un héroe solitario en contacto con la naturaleza y con un pasado doloroso
que intenta superar. Todos esos ingredientes los ha combinado perfectamente
Sheridan para ir atrapando escena tras escena a un espectador que asiste,
emocionado, al desarrollo del drama y acaba reviviendo en toda su complejidad
la muerte de la joven que inicia la trama.
Sweet Country, por su parte, que fue presentada en el
Festival de Valladolid, pero ignoro si se ha estrenado en las pantallas comerciales,
es toda una sorpresa, porque nos sitúa en una sociedad cuya historia nos suele
ser poco conocida, más allá de lo obvio y lo tópico, y muy principal lugar en
esa ignorancia sobre Australia lo ocupa la extrema relación racista de los
colonizadores del continente con los aborígenes que habitaron esas tierras
durante siglos y de los que Bruce Chatwin nos habló con tanta pasión en su
inolvidable libro Los trazos de la canción.
Poca
música hay, sin embargo, en estos aborígenes que perdieron su origen y se han
medio asimilado al mundo de los déspotas blancos que los tratan como animales
en ve de como personas, aunque violen a sus mujeres e incluso tengan hijos con
ellas que son ya auténtica tierra de nadie, pero más próximos a los blancos que
a sus orígenes.
La
película se inicia como un western. De tal son las ropas, los ranchos y el
paisaje agreste y, en principio, parece que poco agradecido. Los colonos tienen
a su disposición aborígenes de quienes usan su fuerza de trabajo sin derecho a
techo ni a comida ni mucho meno a estipendio. Hay, sin embargo, un clérigo que
los trata con la humanidad que dicta la fe cristiana y cuya absurda confianza
en la rectitud del nuevo vecino que le pide la ayuda de sus aborígenes para
instalar una valla va desatar un infierno que nos va a permitir no solo seguir
la huida de a quien no le queda mas remedio que matar a quien quiere matarlos a
él y a su mujer en casa del clérigo, porque el vecino está literalmente loco y
decidido a acabar con los aborígenes que le habían ayudado.
Entonces
es cuando, indecisos aún sobre si estábamos a mitad del XIX o en qué año, nos
enteramos de que el vecino lo que padece es estrés postraumático por su
participación en la Primera Guerra Mundial, de la que regresa a su país
totalmente enfermo. Choca ese dato, la verdad, porque las condiciones en que viven
los “dominadores”, ¡y no digamos ya los aborígenes!, es de una austeridad
espartana.
Una
vez cometido el asesinato en defensa propia, corre la noticia hasta lo más
parecido a un pequeño pueblo, en el que un militar ejerce la labor de defensor
del orden y de la ley, y a quien corresponde ir detrás del fugitivo para capturarlo
y ponerlo a disposición del juez. Se inicia en ese momento uno de los tramos
más hermosos de la película, porque, como sucedía en la anterior, también en
esta los protagonistas han de enfrentarse, en este caso a un desierto de sal en
cuya travesía pueden acabar perdiendo la vida. Ese tramo es calco casi exacto,
aunque más breve, de un western español Blackthorn. Sin destino, de Mateo
Gil, con Sam Shepard, una película excelente que no sé si tuvo el éxito de público
que merecía. Aunque ya se sabe qué pasa con los westerns crepusculares e
intimistas…
Antes,
claro está, incluso aparecen aborígenes salvajes que se emplean a fondo contra el
grupo de autoridades que acaban perdiendo a uno de sus miembros a manos de los
salvajes. De ese ataque tampoco se librará Sam, el aborigen que huye con su mujer
embarazada a causa de la violación del blanco al que, por orden de su amor, el clérigo,
fueron a ayudar.
No sé
si se advierte, por la crítica, que estoy hablando de una película
ultrarrealista, que no cede ante violencia ninguna, como parte que es del
salvaje medio en el que viven los personajes. Choca, por eso, que, hacia el
final de la narración, aparezca “el hombre del cine”, que planta su pantalla en
medio de la plaza polvorienta donde se instalan unas hamacas para los
espectadores, como si estuvieran, plenamente, en un cine de verano como las
sesiones que organiza el CCCB, por ejemplo.
Las
complejas relaciones humanas, entre blancos y entre estos y los aborígenes son,
propiamente, el motor de la historia, y quiero significar, sobre todo, la
extraordinaria calidad de los intérpretes aborígenes que con su inglés chapurreado
ofrecen un recital interpretativo. No hay que menospreciar, por supuesto, los
papelones que hacen dos actores de probado prestigio: Sam Neill y quien de
verdad lo borda hasta la excelsitud Bryan Brown, un actor a quien conocí en una
película de serie B que le permitió dar el salto al estrellato: FX/Efectos
mortales. Aquí se ha de reconocer que da el famoso do de pecho de los
cantantes y realiza una interpretación muy cercana a la de Sean Connery en El
hombre que pudo reinar, de John Huston.
Últimamente,
porque el azar tiene esas cosas, he visto varias películas australianas y en
todas ellas, además de potentes interpretaciones, la naturaleza aparece como un
personaje más de las tramas.
No
desvelaré el desenlace de la película, pero me gustaría invitar a los posibles
lectores de estas críticas a no perderse una película, las imágenes de cuya
secuencia inicial tienen una capacidad sintética fuera de lo común. ¡Que la
disfruten!, aunque sea con el mal cuerpo que siempre deja el racismo y el abuso
de la violencia contra los justos inermes.
No hay comentarios:
Publicar un comentario