Entre la sorna de Hitchock y las comedias de la Ealing,
un Ford que sorprenderá a propios y extraños…
Título original: Gideon’s Day or Gideon of Scotland Yard
Año:1958
Duración: 118 min.
País: Reino Unido
Dirección: John Ford
Guion: T.E.B. Clarke (Novela: John Creasey)
Música: Douglas Gamley
Fotografía: Freddie Young, Charles Lawton Jr.
Reparto: Jack Hawkins, Dianne Foster, Cyril Cusack, Andrew Ray, James
Hayter, Ronald Howard, Howard Marion-Crawford, John Le Mesurier.
Había
entrado en el Ojo con otra intención, hacer una crítica de una cutre película
de Roger Corman -un director de la talla de John Ford, esto es, una auténtica «institución»
del Séptimo Arte-, La mujer avispa, que tanto encandiló a un maestro de
lo fantástico y el terror como Cronenberg, pero habré de dejarlo para más
tarde, porque, siguiendo mi noble aspiración, visionar todas las películas de
John Ford, voy hoy a por la trigésimo tercera en mi haber.
Con
un color muy contrastado y una maestría habitual para el ritmo y los encuadres
harto significativos, John Ford, apoyado en un guion de un maestro de los
estudios Ealing, T.E.B. Claerke, de quien basta recordar guiones como los de Hue
and Cry, de Charles Crichton, Passport
to Pimlico, de Henry Cornelius y The Lavender Hill Mob, también de
Charles Crichton, para acreditarlo como un maestro, sobre todo la primera, ya
criticada en este ojo y que recomiendo fervorosamente; con esos ingredientes,
digo, John Ford narra con una naturalidad deslumbrante, casi cómplice, un día
en la vida de un inspector de Scotland Yard. El tono básico de comedia en que
se desarrolla la actividad del detective no está reñido con momentos dramáticos
e incluso m muy duros, como el asesinato de una joven a cargo de un amigo de la
madre que ha salido de una institución mental, algo que se intuye -¡esa
habilidad de los maestros!- desde que, al entrar en la casa y saludar a la hija
que, vestida con una bata que se cruza pudorosamente, sube la escalera, el
amigo sigue los pasos de la madre por el pasillo mirando, sin embargo hacia
arriba. Cuando, dejados solos por la madre un momento, él sube por la escalera
con una mano crispada a la espalda y una tenue iluminación que acentúa el drama
por venir, sabemos exactamente, sin verlo, qué ocurrirá.
Momentos
así llenan la película sin perder una naturalidad que nos ofrece una policía «de
andar por casa», nada crispada, casi «funcionarial», en el peor sentido de la
palabra. Más cerca del Scotland Yard de Sherlock Holmes que del actual o el de
los mismísimos finales de los 50 de la película.
En la
medida en que el inspector George Gideon es el núcleo central de la película,
el guion añade a su agenda sin horas un compromiso familiar, el concierto de su
hija mayor, que se convierte en un motivo recurrente a lo largo del día y que
le será recordado constantemente.
Toda
la película está llena de esa «jovialidad» con que los ingleses afrontan la
cotidianeidad y sus muchos inconvenientes, que soportan con resignación y con
una ironía tan suya que se ha hecho justamente famosa. Aquí no falta, desde
luego, porque el encadenamiento de casos, sospechosos, declaraciones, etc.
volverían loco al más pintado. Gideon, sin embargo, tiene un temple especial,
pipa en labio permanentemente -y el arte de encender las cerillas con una sola
mano forma parte del despliegue de «habilidades» simpáticas que obligan al
espectador a extender una sonrisa que rara vez abandona en el visionado de la
película y que, a veces, se convierte en franca carcajada-, y no pierde los
papeles en ningún momento, aunque el teléfono le marque constantemente la dirección
de sus pasos.
Desde
la indagación sobre un compañero que acepta sobornos y cuya esposa quiere
defenderlo más allá de las evidencias incontestables, hasta unos ladrones de
bancos «aficionados», la película juega con unas puestas en escena muy realistas:
la cámara acorazada, la casa bohemia de una cantante de cabaret o una parroquia
y, por supuesto, la oficina de Scotland Yard desde la que se advierte el
tráfico de la ciudad como un refuerzo de la ciudad que no descansa ni para,
para el bien y para el mal. Todo ello vehiculado, ya digo, a través de la
figura del inspector Gideon, que lleva todo el peso de la película con una
solvencia extraordinaria, muy en la línea de las actuaciones del actor
emblemático de Ford, John Wayne. Cyril Cusak y otros, por supuesto, habituales
en las producciones británicas, refuerzan notablemente el elenco y confieren a
la película un sabor de vida auténtica y profundamente británica.
Las
escenas familiares del inspector, con un matrimonio ya asexuado, arrancan con
una escena de desayuno deliciosa, en la que el padre de dos criaturas llegadas,
parece, «a destiempo», no se corta lo más mínimo para exhibir una extravagancia
muy propia de los isleños. La multa de tráfico que «sufre» poco después, y que sirve
para introducirnos a un agente que acabará teniendo un gracioso papel en la
trama, forma parte de esa cadena de contrariedades que recuerdan, a su modo, a
aquella vieja película de Scorsese, de horrible título traducido: ¡Jo, qué
noche! La trama se nos ofrece en un «crescendo» cuya clímax no parece
llegar nunca, y cuando creemos que ha llegado, nos vuelve a sorprender con un
añadido que no esperábamos y ue
agradecemos. Es un detalle sin importancia que la mujer le haya encargado un
salmón y que el inspector ande arriba y abajo con él durante todo el desarrollo
de la trama, por supuesto…
Seguro
que a muchos lectores les parecerá que exagero, pero el tono cordial y realista
de la película, un fresco de una profesión cuya institución máxima es conocida
en todo el mundo, deja un excelente sabor de boca no solo a los incondicionales
de Ford como yo lo soy, sino a quienes están dispuestos a ver una película sin
los anteojos del prejuicio ni el hipercriticismo. No podemos decir que Londres
sea otro «personaje» de la película, pero los recorridos que hace la cámara por
él bastan para acreditar a Ford como un sabio captador de las esencias de la
City. Si quieren pasar un rato entretenido y disfrutar con un inglés exquisito,
acudan a YouTube y véanla, no se arrepentirán. Son tantos los pequeños detalles
que le dan solidez a la historia que recomendaría no pasarlos por alto y estar
muy atentos. Repárese en cómo se resuelve, por ejemplo, a lo Roberto Alcázar y
Pedrín, la burla constante que hacen los zagales de una parroquia del joven
cura recién llegado, o la relación disparatada del inspector con su jefe, cabeza
de alce por medio, by the way…
No hay comentarios:
Publicar un comentario