domingo, 27 de enero de 2019

«Se interpone un hombre», de Carol Reed, o el tercer hombre en Berlín.



El Berlín bombardeado como escenario de la represión política comunista: Se interpone un hombre o un subgénero del thriller político bien definido.


Título original: The Man Between
Año: 1953
Duración: 100 min.
País:  Reino Unido
Dirección: Carol Reed
Guion: Harry Kurnitz, Eric Linklater (Historia: Walter Ebert)
Música: John Addison
Fotografía: Desmond Dickinson
Reparto: James Mason,  Claire Bloom,  Hildegard Knef,  Geoffrey Toone,  Aribert Wäscher, Ernst Schröder,  Dieter Krause,  Hilde Sessak,  Karl John,  Ljuba Welitsch.

No lo he podido evitar. La tentación era demasiado grande: revisitar Se interpone un hombre, de Carol Reed, poco después de haber visto esa obra maestra que es Larga es la noche, en la que también tiene James Mason el papel protagonista. La recordaba a medias, como pasa con las películas que has visto hace mucho, pero enseguida, a medida que avanzaba el metraje, iba recordando el modo sutil y magistral como va construyendo Reed el misterio  través de los ojos de una testigo externo a los sucesos, la hermana de un militar británico destinado en Berlín y casado con una mujer alemana bellísima, Hildegarde Knef, una actriz que siguió viviendo y trabajando en Alemania durante el periodo nazi, y que tuvo una breve aventura usamericana que no cuajó. Aquí, como sus otros dos compañeros de reparto, Mason y la inocente pero perspicaz Claire Bloom, componen un trío maravilloso que sostiene la película como lo que es, un thriller de trasfondo político en un momento y en un escenario que tienen casi tanto protagonismo como sus aventuras delictivas y amorosas.  El Berlín en ruinas de la posguerra fue un escenario desolador en el que se rodaron no pocas película y documentales. En la memoria de la mayoría de simple aficionados al cine han de estar la desgarradora Alemania, año cero, de Rossellini, la tensa Berlín Express, de Jacques Tourneur y una aproximación satírica tan divertidísima como Berlín Occidente, de Billy Wilder, que parecía el preludio de la que, Alemania ya casi totalmente reconstruida, sería su 1,2,3, con un James Cagney ultraexcepcional. Hay algo magnético en esas ruinas de la que fuera la Babel de Europa, una ciudad donde la libertad, en el periodo de entreguerras, alcanzó sus más altas cotas y donde el arte halló su verdadera patria. La desolación que provoca la contemplación del entramado urbano en el que apenas quedan edificios en pie provoca una tristeza difícil de contener. Pero incluso en esas ruinas sigue la vida, que impone sus leyes inexorables. Y, dividida la ciudad en cuatro sectores, comienza pronto, en el sector soviético, a dibujar el perímetro de un campo de concentración que va a dividir a las dos alemanias, la democrática y la comunista. La película se centra en ese momento en que la Guerra Fría nace con un empuje que no ahorra, para escándalo de sus aliados, ni el asesinato de quienes quieren abandonar el paraíso comunista. Un enigmático personaje, el encarnado por Mason, se dedica, con diversas complicidades, dadas sus buenas relaciones con la cúpula represora de la nueva Alemania comunista, a pasar gente de uno a otro lado. En cuanto la mujer del militar británico sabe que el tal Ivo ha regresado a Berlín, comienza una tensión que coincide con la llegada de la hermana del militar, dispuesta a pasar unos días con ellos y a conocer, de primera mano, la terrible situación de un Berlín en la que el estraperlo, el trabajo de reconstrucción de la ciudad y una “normalidad” extraña domina la vida cotidiana. Entre ambas mujeres, la hermana y la cuñada se establece, de repente, una relación de tira y afloja causada por las extrañas reacciones de la cuñada, de las que el marido no se da ni cuenta, a pesar de ser militar. De hecho, en una de esas réplicas ingeniosas de los diálogos, que no faltan en las películas de Reed, la cuñada le dice que hace una semana que se ha cambiado el peinado pero que su marido no se ha dado ni cuenta. Cuando, a medio metraje se ponen las cartas boca arriba: la cuñada ha estado casada con el tal Ivo, peo no quiere volver a saber nada de él, la hermana comienza a enamorarse de un enigma vivo, de tal modo que acabará incluso asociándose a su destino en unas escenas, en el Berlín oriental, dignas de las mejores películas de espías jamás filmadas, y, además, con ese tono épico, en blanco y negro, de las grandes de Hollywood. La situación es muy parecida a dos películas, una antigua y otra moderna, que tratan el mismo asunto de los “saltos” a la Alemania libre: la electrizante Túnel 28 de Robert Siodmak y El puente de los espías, de Spielberg, si bien esta última en la variante del intercambio de prisioneros de uno y otro lado del famoso Telón de acero. A quienes tenemos en la imaginación el Berlín de los años 20 y 30, el de Berlín, Sinfonía de una ciudad, de Walter Ruttman o el de Los hombres del domingo, de Siodmak y Wilder, contemplar la destrucción masiva de la ciudad en la que se luchó manzana a manzana cuando ya la plana mayor del nazismo había escogido la vía del suicidio en el famoso búnker, es algo más que doloroso. Nunca he querido ir a Berlín, precisamente por esa destrucción, porque sé que no voy a poder encontrar ni rastro del Berlín de Berlín Alexanderplatz, de Döblin, el libro de una ciudad que se ha quedado sin la ciudad que retrataba de modo tan contundente. La película de Reed transcurre más en los exteriores de ese escenario espectral que en interiores que apenas se aguantaban en pie, y consigue, al margen de la trama político-delictiva, convertirse, accidentalmente, en un documento inapreciable.  Ni que decir tiene que los escenarios que escoge la película para ciertas huidas o ciertos encuentros, el cabaret, la pista de patinaje, una construcción, el metro elevado, el Teatro de la Ópera, etc., y la escena de la “huida” de este último tiene una brillante realización, confieren a la película una dosis de realismo incontestable. Será ficción, pero la vivimos como la más acezante realidad. No sugiero cómo se desenlaza la trama porque la intriga la mantiene el Director hasta el final y bueno es que los espectadores se enfrenten a ella ignorándolo. En cualquier caso, la película de Reed se suma a las que mencioné ut supra y que constituyen un selecto grupo de obras de autores que se sintieron compelidos, en su momento, a crearlas en ese terrible escenario de destrucción al que la totalitaria ideología del odio condujo. Lo dicho, una obra imprescindible.




No hay comentarios:

Publicar un comentario