miércoles, 1 de octubre de 2025

«Cinéfilos», de Arnaud Desplechin, tributo a la magia del cine.

Una declaración de amor al cine y a los espectadores.

 

       Hermosísima y emotiva película que va más allá de la narración clásica y del documental para entregarnos un emocionado homenaje al cine y a lo que el cine significa no solo en la vida de los cinéfilos, para quienes es acaso la parte más importante de su vida, sino en los espectadores corrientes y molientes, como se recoge en algunas entrevistas a aficionados no particularmente «cinéfilos», pues estos no solo viven apasionadamente el hecho cinematográfico, sino que viven para él, pues puede decirse que en torno a él organizan su vida. Arnaud Desplechin ha hecho una película autobiográfica, por supuesto, porque ha escogido a un personaje suyo habitual, Paul Dédalus, a quien los espectadores contemplamos aquí como niño, adolescente y joven en tres fases distintas de su formación vital y académica si bien el cine siempre está presente en cada una de esas fases.

Todo se inicia con una ViewMaster, que nos permite ver imágenes tridimensionales y, a partir de ese momento, arranca un recorrido por la historia de la imagen animada con una explicación doctoral de cómo en la pintura podemos advertir la aspiración de la imagen para llegar al movimiento, una invención que, con las primeras películas de los Lumière apenas congregaban a unas 30.000 personas, frente a los casi dos millones que frecuentaban los museos de pintura. Poco después pasamos a la prueba de fuego que para Paul es el bautismo de la sala de cine, su primera proyección, aunque parece llamarle tanto la atención el cañón de luz del proyector como lo que ocurre en pantalla, donde se representa Fantomas, la primera película que recuerda haber visto Desplechin en una sala, aunque como la violencia impresiona a su hermana, la abuela se los lleva y el niño no puede acabar de verla.

Un texto altamente emotivo de Roland Barthes sobre una fotografía suya con su madre sigue ampliando el círculo de nuestra relación con las imágenes y en ese discurso es importante señalar que, aun a pesar de centrarse en su alter ego y su relación apasionada con el cine, Desplechin se interroga de forma muy amplia sobre la condición del «espectador» que queda expuesto a una nueva realidad, la de la obra de arte cinematográfica, en modo alguno idéntica a nuestra realidad cotidiana. Hábil mezcla de documental y de ficción, Desplechin incluso filma las contestaciones de personas anónimas que revelan cuál fue su primera película, y en esa encuesta hay un participante que dice que la primera la vio desde el útero de su madre…

A partir de la primera película a la que asiste, Gritos y susurros, fingiendo que tiene la edad que no tiene para poder verla, dieciséis años, Desplechin, cuya voz en off nos acompaña a través de la admiración que siente  por su métier, irá recordando ante los complacidos ojos de los espectadores que comparten su pasión, no solo la capacidad testimonial del cine, como las imágenes de Freud y su famoso diván o algunas secuencias de esa maravilla de Dziga Vértov que es El hombre de la cámara, una de las maravillas eternas del Séptimo Arte, sino también de la ficción, y ahí expone él, sin duda, su propia experiencia, porque la selección de las películas que usa para abrir el abanico de posibilidades de la ficción cinematográfica abarca desde El cazador, de Cimino, hasta Regreso a casa, de Zhan Yimou, pasando por el Napoleón de Gance, Los niños terribles, de Jean-Pierre Melville, El hombre mosca, de Sam Taylor y Fred C. Newmeyer, Ran de Kurosawa y tantas otras que los buenos aficionados reconocerán enseguida, y que le sirven para revelarnos de lo que es capaz el cine, convertido en algo esencial de su condición: el espectáculo, una faceta del cine que el autor tiene muy presente.

Las reflexiones sobre el cine son constantes a lo largo de la película, como la de los jóvenes que entablan conversación con una lectora en un bistrô a quien creen que molestan con su conversación exaltada sobre la experiencia de la realidad en el cine, aunque la lectora se revela como una «especialista» que está leyendo a Stanley Cavell en inglés, A lo largo de la conversación se menciona también a André Bazin, el creador de los Cahiers du Cinema y eximio teórico del cine. Ahí no se acaba la teorización sobre el cine y el espectador, porque cuando Paul Dédalus asiste a las clases en la universidad, se nos ofrece una brillante reflexión sobre el cambio sufrido por los espectadores del teatro, cuya visión de la obra es única en cada espectador, en función de lo que ven en escena y desde dónde lo ven, y la «cesión» irreparable que supone convertirnos en espectadores de cine, dado que el único punto de vista posible es el del director, el de la cámara.

Resulta enternecedora la progresión de Paul hacia la consolidación de su pasión, que no es otra que convertirse él mismo en director de cine, por supuesto, y verlo convertido en impulsor del cine-fórum de su Liceo, con la proyección de una película checa, Las margaritas, de Vera Chytilová, que el joven cinéfilo confiesa no haber visto, así como tampoco Sombras, de Casavettes, a la que alude en su presentación. Así, poco a poco, y en diferentes etapas de su vida, observamos de qué modo un arte como el del cinematógrafo es capaz de atraernos de un modo no solo absorbente, sino hasta peligroso, porque el impacto emocional de las imágenes nos condicionan y estas acaban formando parte principalísima de nuestras vidas. Acaso por ello no es sino hacia el último tercio de la película, cuando se nos habla de la televisión, como la nueva «pantalla», cuando el niño Dédalus, en el curso de una comida familiar, está absorto ante las secuencias tremendas de Recuerda, de Hitchcock, justo cuando al protagonista le regresa a la memoria el terrible accidente que supuso la trágica muerte de su hermano, que el niño contempla sobrecogido frente al televisor. Más tarde, desvelado, esa misma noche, acabará en el regazo de su padre,  y contemplará otra terrible escena,  el interrogatorio con tortura de la vieja bruja en Dies Irae, de Dreyer, de quien el padre dice que es el mejor director de la Historia del Cine.

Desplechin dedica un largo capítulo final de la película a uno de los grandes monumentos del cine, Shoa, de Claude Lanzmann, el reputado documentalista cuya obra sobre el genocidio cometido por los nazis ha significado un antes y un después en la historia del documentalismo como género. Es significativo que Desplechin, a lo largo de su obra, ponga en un mismo plano de importancia el cine de ficción y el cine documental, sin que ambos dejen de ser cine, una mirada creadora interpuesta entre la realidad y las imágenes con que queremos traducirla. 

Cinéfilos, película a la que la distribuidora española debería haberle respetado el título original, Espectadores, no puede dejar indiferente a nadie, porque a pesar de que el género del homenaje al cine tiene su propia tradición, Los Fabelman, Cinema Paradiso, etc., el director ha sabido guiarnos delicadamente tanto por su historia como por la historia de quien, desde niño, la ha recorrido con esa mirada virginal que se va cargando, película tras película, de asombro, de pasión y de reflexión a partes iguales. ¡Y cómo no recordar al Antoine Doinel de Truffaut en el Paul Dédalus!

¡Para no perdérsela!, porque me temo que es posible que haya pasado algo desapercibida, al no haberse estrenado en cines aquí en España. 

lunes, 29 de septiembre de 2025

«El Viejo roble», de Ken Loach, o Capra revisitado

 

La despedida del campeón del buenismo acrítico.

 

Título original: The Old Oak

Año: 2023

Duración: 113 min.

País: Reino Unido

Dirección: Ken Loach

Guion: Paul Laverty

Reparto: Dave Turner; Ebla Mari; Debbie Honeywood; Claire Rodgerson; Andy Dawson; Trevor Fox; Neil Leiper; Laura Daly; Reuben Bainbridge; Jordan Louis; Andrea Johnson; Kika Markham; Chris Gotts;

Micky McGregor; Rhys Stone; Heather Wood; Gary Kitching; Rob Kirtley; Donald McBride.

Música: George Fenton

Fotografía: Robbie Ryan.

 

          Aunque El viento que agita la cebada, Lloviendo piedras o Felices dieciséis son películas muy estimables, el cine de Loach nunca ha sido uno de mis preferidos, sobre todo cuando se adentra en terrenos difíciles y muy polémicos, como ocurrió con Tierra y libertad, sobre la guerra civil española, cuyo maniqueísmo es bastante difícil de soportar. Que Loach es el campeón de los buenos sentimientos no admite duda, pero sí críticas, porque, de un modo acaso más catequístico que Capra, ordena el relato con una finalidad precisa: que triunfe el bien, sea como sea, y se hayan sembrado las incongruencias que se hayan sembrado, por las que se pasa ineluctablemente para llegar a ese fin ejemplar y salvífico.

Es lo que ocurre con esta historia en la que un grupo de refugiados sirios literalmente aterriza en una comunidad inglesa empobrecida, sin recursos propios, en la que, al menos ese es el retrato que se nos ofrece, hasta los propios ingleses tienen carencias que llegan incluso a la infraalimentacion. Aún no se han bajado del autobús y se desata la primera refriega xenófoba, una «bienvenida» que no tardará en extenderse a no pocas familias de la localidad. Estamos ante un choque de culturas canónico, y enseguida van a emerger dos personajes que atenúan ese choque, primero, y, luego, lo disuelven, con la ayuda de una voluntaria que deus ex machina aporta unas ayudas a las familias sirias que favorecen el desagrado con que se observa un trato de favor que, implícitamente, desdeña a los locales, como el protagonista le dice a la joven solidaria, casi con la bocha chica, como si fuera la coartada para poder desarrollar después la total instalación, y posterior integración, de los sirios en la vida de la castigada localidad. Que la joven siria que domina el inglés y el viejo solitario que regenta El viejo roble, un pub frecuentado por parroquianos que no se muestran muy favorables a los refugiados, se entiendan pronto abre un camino hacia la normalidad de las relaciones con los «extraños» que irá progresando a partir de iniciativas solidarias a las que se suma el dueño del pub, tras establecer como vínculo que él se encargue de arreglarle a la joven, aficionada a la fotografía, la cámara que le rompió el bárbaro xenófobo con quien tuvo la mala suerte de tropezar el mismo día de su llegada.

He de reconocer que la historia está narrada con fluidez y que el hecho de no contar en la película con actores y actrices de primera magnitud hace bastante más creíbles las reacciones de los personajes. Los parroquianos, un dechado de orgullo nacional malentendido no tienen desperdicio, pero responden a una situación de degradación de su localidad y de sus pequeñas posesiones que les afecta lo suficiente para ver en la llegada de los extranjeros «bendecidos por las autoridades lejanas de la capital» una amenaza cierta. De forma lateral, pero es importante en la trama, uno de los clientes que tiene a la mujer enferma y quiere marcharse de un barrio donde su vecino les hace, con sus ruidos, la vida imposible, se percata de que la vivienda que a él le costó 50.000 libras, las están vendiendo a fondos buitre por 9.000, lo que, de hecho, le condena a tener que seguir viviendo donde está.

Como se trata de una película «de tesis», es evidente que hay algunos episodios, como el del sacrificio de la perrita del dueño del pub que es acosado por los perros peligrosos de unos jóvenes con pintas, acaso un poco trasnochadas ya, de skins, a quienes se les escapa uno de ellos sin que el dueño del pub pueda hacer nada para evitar que se «meriende» a un animalejo entrañable para el protagonista, porque está muy ligado a una biografía cuyos hechos más destacables, por dramáticos, solo se nos cuentan al final, cuando ya se ha forjado una estrecha relación de solidaridad entre él y la joven siria. De hecho, esa salvajada queda en nada, dada la resignación con que e protagonista se abstiene de pedir algo más que explicaciones a los gamberros.

Que la solidaridad con los sirios supone una vía de «redención» para el protagonista casa con la perspectiva comunitaria que enseguida adquiere la acción, porque el viejo roble abre sus puertas como comedor social que favorece el contacto de los recién llegados con los nativos de la localidad, lo cual va tejiendo una nueva realidad social que llenará a todos de orgullo y de felicidad, capriana, por supuesto. La intención de la película, sana y buena como todas las de las películas de Loach, el cineasta «social» por antonomasia, es conseguir una convivencia «natural» entre las buenas gentes de la localidad y las buenas gentes llegadas del otro extremo del mundo, con costumbres, lengua y dioses diferentes, pero, ¡eso sí!, con un abanico de buenos sentimientos que a la fuerza han de coincidir punto por punto con los de la localidad que les tiene, al comienzo, tanto miedo.

No voy a entrar en el desenlace, porque cualquiera que haya leído hasta aquí, ya imagina a la perfección cuál y cómo será, pero no quiero concluir la crítica sin añadir un dato que parece la «contestación» social a esta película, a su tesis, en verdad: el partido xenófobo y partidario del Brexit, liderado por Farage, tiene ahora mismo una estimación de voto en las encuestas que se traduce en la conquista de 450 escaños, una mayoría absoluta incontestable. Y la verdad es que no sé qué me parece más preocupante, si la ceguera de unos o la de otros, porque está claro que en tiempos revueltos la propaganda polarizada causa estragos.

Quizás sea esta la última película de Loach, y por eso he querido levantar acta crítica de mi despedida, porque, compartiendo la aspiración de entendernos a través de los buenos sentimientos, no me ciego para no entender que también los malos sentimientos anidan en el corazón humano y son causa de innumerables injusticias. He seguido su obra de forma intermitente, pero nunca me he negado a ver sus obras, algunas de las cuales, como las citadas, a las que debería añadirse Agenda oculta, por supuesto. Aunque de inspiración capriana, el cine de Loach siempre ha tenido un deliberado contenido político, aunque cierto tratamiento en exceso maniqueo ha lastrado algunas de sus películas. Con todo, a través de su cine se levanta acta de la incontestable degradación de la vida de la clase trabajadora en Inglaterra, sobre todo a partir de la época de Margaret Thatcher. Su despedida incide en un tema, el de la inmigración —aunque en la película se trata de refugiados de un conflicto bélico— que está llamado a colocarse en los primerísimos puestos de la agenda política, al menos en Occidente.

         

 

viernes, 26 de septiembre de 2025

«Veinticuatro ojos», de Keisuke Kinoshita y «Pechos eternos», de Kinuyo Tanaka, cimas del cine japonés.


Título original: Nijushi no hitomAño: 1954

Duración: 149 min.

País: Japón

Dirección: Keisuke Kinoshita

Guion: Keisuke Kinoshita. Novela: Sakae Tsuboi

Reparto: Hideki Goko;  Hideko Takamine; Yukio Watanabe; Hiroko Ishii; Kaoko Kase; Makoto Miyagawa; Jun'ichi Miyagawa; Takero Terashita; Setsuko Kusano; Shirô Watanabe; Yumiko Tanabe; Ikuko Kambara; Yasuko Koike; Hiroko Uehara; Kunio Sato.

Música: Chuji Kinoshita

Fotografía: Hiroyuki Kusuda (B&W).

 

 





                                                                        


Título original:  Chibusa yo eien nare

Año:  1955

Duración: 110 min.

País: Japón

Dirección: Kinuyo Tanaka

Guion: Sumie Tanaka

Reparto: Yumeji Tsukioka; Ryoji Hayama; Junkichi Orimoto; Hiroko Kawasaki; Shirô Ôsaka; Choko Iida;

Masayuki Mori; Yôko Sugi; Kinuyo Tanaka; Bokuzen Hidari; Toru Abe.

Música: Takinori Saito

Fotografía: Kumenobu Fujioka.

 

La historia japonesa a través de una joven maestra en una isla apartada y la biografía de una poetisa marcada por el cáncer de mama: Fumiko Nakajo, dirigida por una «institución» del cine japonés: Kinuyo Tanaka.

 

          Así, de primer recuerdo, tengo la impresión de que la década de los 50 corresponde a una exlosión de creatividad en el cine japonés que, sin embargo, no tiene nombre que la identifique, como si ha pasado con otras explosiones en otras cinematografías: La nouvelle vague, el Neorrealismo italiano, el Free Cinema inglés o el Novo Cinema brasileño, por ejemplo. Es cosa de sentarse a estudiarlo, por supuesto, y, sobre todo, dar con la fórmula que sea capaz de unir bajo un mismo marbete a directores tan iguales y distintos como los que saltan a la memoria de todos: Mizogouchi, Ozu, Kurosawa, Kobayashi o los dos que hoy traigo a mi Ojo: Kinoshita y Kinuyo Tanaka, esta última un caso singular, porque, a pesar de las muchas películas japonesas que he llegado a ver en toda mi vida, ninguna de ellas había sido dirigida por una mujer. ¡Y menudo descubrimiento, además! Kinuyo Tanaka, actriz venerada en Japón, quien trabajó con todos los grandes, y muy especialmente con Mizoguchi, pues participó en quinc3e de sus películas, solo dirigió seis películas, pero si todas tienen ni siquiera el cincuenta por ciento de la calidad de Pechos eternos, bien podríamos decir que cualquier Filmoteca que se precie debería dedicarle una retrospectiva de toda su obra. Pero sigamos el orden cronológico.

          Esta es la primera película que veo de Keisuke Kinoshita, un director con quien se formaron otros de la categoría de Kurosawa o Kobayashi, y ya me he dicho que no será la última. Se trata de un caso de vocación tempranísima, pues a los ocho años ya quería dedicarse al cine. Estamos, pues, ante esos casos de directores precoces, que como nos contó Spielberg en su autobiografía encubierta, Los Fabelman, han nacido ya con los negativos en la mano, como quien dice… Veinticuatro ojos es una película-río que narra la historia de Japón a lo largo de dieciocho años cruciales en su Historia, porque se inicia con la tentación autoritaria y la invasión de Manchuria y acaba con la terrible derrota y humillación de la Segunda Guerra Mundial.

          Kinoshita ha escogido un mirador alejado del centro político, algo así como el eco de los centros de poder. Rodada en una de las islas de Japón, la isla de Shodoshima, una joven moderna, que viste a la occidental y se desplaza con una bicicleta, es enviada como maestra de primer grado a una escuela de primaria, y esos veinticuatro ojos son los de sus doce alumnos, a quien irá conociendo poco a poco, y con quienes establecerá lazos afectivos que se extenderán a lo largo del tiempo. Reconozco que cada vez que entro en una película japonesa clásica me encuentro como en casa, porque su cultura ritual y sus maneras de relacionarse me parecen la mar de relajantes. La quintaesencia del respeto y la cortesía serían vistas hoy, aquí en España, como un ceremonial ridículo, pero a mí me depara una tranquilidad que me permite seguir con fervor las peripecias de los personajes cuya historia se me narra. La señorita «guijarro», pues eso es lo que significa el nombre de la profesora, Ôishi, va a iniciarse en la profesión docente con unos niños cuyas muy diferentes circunstancias personales va a ir detectando y conociendo poco a poco, pero lo importante es el afecto que todos ellos le profesan, lo que, tras un infortunado accidente de la profesora, los lleva a realizar una larga caminata hasta su casa, para inquietud y desesperación de sus padres que comprueban que no han vuelto a casa de la escuela. ¡Qué secuencias tan emotivas, las de esa caminata! La profesora abandona la profesión tras casarse y tener sus propios hijos, pero vuelve a la escuela para encontrarse en el ultimo grado con sus alumnos. Y entonces se produce el cambio social hacia el totalitarismo que acabará desembocando en una política militarista que llevará a Japón a invadir Manchuria y, después, a participar en la Segunda Guerra Mundial. La relación con los alumnos, próximos por edad a servir en el ejército, significará para su profesora una horrible perspectiva, porque son muchos los que van, pero muchas urnas funerarias, también, las que regresan. De hecho, la profesora recibe una amonestación, e incluso lega a perder su puesto, por haber expuesto algunas ideas en clase que pueden asociarla con la izquierda. Decide, pues, apartarse, como dijimos, de la docencia y hacer su vida, aunque su marido es una de las víctimas de la invasión y ella ha de sacar adelante a su familia. Que la acción transcurra en una isla permite no solo disfrutar de unos exteriores privilegiados, sino de un ritmo vital que nada tiene que ver con el propio del siglo xx, y ello facilitará un buen número de escenas musicales en las que los niños y la profesora estrechan sus lazos afectivos. He leído alguna crítica a «tantas canciones», pero también se canta en las películas irlandesas de Ford, ¿no? o en El arpa birmana, de Kon Ichikawa, por ejemplo. A mí, amante del cine musical, todas esas canciones me han parecido un vehículo narrativo excepcional y, además, me he llevado la sorpresa de que el director ha usado como banda sonora en no pocas partes de la película el Auld Lang Syne que se popularizó en Usamérica a partir de 1929, siendo, en origen, una canción popular escocesa para celebrar el Hogmanay, el último día del año. En todo caso, esa elección nos habla del interés con que el cine japonés estuvo atento al cine usamericano.

          De hecho, la película bien puede considerarse un melodrama, porque las emociones están constantemente a flor de piel y hay muchas escenas en que se desafía la sequedad del lagrimal. Sinuosamente, porque la profesora «guijarro» vuelve, ya de mayor a la escuela, para encontrarse con otros «veinticuatro ojos», aunque esta vez sus alumnos le ponen el mote de «llorica», por cómo vive ella las noticias que le llegan de sus antiguos alumnos y sus terribles destinos, la película nos ha ido contando cómo se vivió en una isla relativamente remota, esos dieciocho años cruciales de la historia moderna del Japón.

          Son incontables los momentos estelares de la película, pero, junto a los muy dramáticos, escogeré dos muy significativos: la visita a otra isla donde una de las alumnas de la profesora se ha tenido que poner a trabajar como camarera, explotada a sus muy pocos años: la escena del recibimiento de la dueña, explotadora de la menor, hiela la sangre. La otra, muy distinta, es el cruce de dos barcos, en el que viaja la profesora con sus niños cantarines y en el que viaja quien es su flamante marido. ¡Con qué mimbres tan sencillos se crea el más primoroso de los cestos significativos!

          La película es forzosamente larga, dada la materia narrativa, lo cual permite ver la magnífica selección de actores infantiles y adolescentes que acompañan la vida de la profesora, dándole un sentido a su existencia que constituye la mejor recompensa posible para un profesional de la docencia: que por el amor al saber se fortalezca el amor a nuestros semejantes.

         

          Dije al comienzo que, ¡por fin!, había visto una película de una directora japonesa, tras tantísimas películas de ese país como he visto y disfrutado, y me reconozco cierta adicción a esa cinematografía, aunque como soy un diletante profesional (y permítaseme el oxímoron) no me he dedicado en exclusiva a elaborar algún estudio sobre ello, sin duda porque ya habrá muchos otros de auténticos especialistas que me ahorran el trabajo. Mi admiración hacia Kinuyo Tanaka , a quien su director y amigo Kenji Mizoguchi solía llamar Oharu, la protagonista de una de las quince películas que rodó con él, es casi incondicional, porque nunca la he visto interpretar por debajo de un nivel de excelencia muy difícil de conseguir. Ella dirigió esta película sobre la poetisa Fumiko Noe (nacida Nakajō en 1.922 en Obihiro), fallecida a la temprana edad de 32 años en Sapporo tras una ardua lucha contra un cáncer de mama en 1954, un año antes de que se rodara la película. La poetisa, llamada en el filme Fumiko Shimojô, papel que interpreta con exquisita delicadeza emocionao Yumeji Tsukioka, es una madre de familia despreciada por su marido, quien tiene una aventura extramatrimonial que acabará provocando el divorcio entre ellos, y la consiguiente vuelta a casa de sus padres con sus hijos (en la película son dos, en la realidad fueron seis…). Durante toda su vida, Fumiko se ha dedicado a la poesía y forma parte de un club de poetas locales, entre quienes cae como una bendición que una publicación de la capital se haya interesado por ellos y esté dispuesta a publicar algunos de los poemas de miembros del grupo. Durante ese proceso, a la poetisa le detectan un cáncer de mama y sufre una doble mastectomía.  El interés del diario de la capital por la poetisa seriamente enferma, pendiente de morir en cualquier omento, porque así es, con ese interés morboso, como se presenta el periodista que quiere entrevistarse con ella y a quien ella, enterada de esa perspectiva amarillista se niega a recibir. La película da un giro importante en ese momento, porque tras entrevistarse, finalmente, con ella, la relación de tensión y rechazo dará lugar a un acercamiento emocional y afectivo que poco a poco acabará convirtiéndose en su verdadera relación amorosa, aunque, antes, ha estado enamorada del marido de una amiga, con quien compartió los estudios, si bien jamás llega a dar el paso de disputárselo a su amiga, aunque haya señales, por ambas partes, la de ella y la de él, de un entendimiento tácito, no solo por su común afición a la poesía, que no puede entenderse más que como complicidad amorosa, y no hay más que recordar la poética secuencia del breve paseo hasta el autobús bajo la lluvia. La muerte del amigo va a significar un trauma en su vida, y de él solo la salva el joven periodista, Akira Otsuki, interpretado por Ryoji Hayama,  quien la anima a seguir escribiendo, pase lo que pase; la salva, además,  con una dedicación a su persona que llega incluso a poner en peligro su propia carrera como periodista, pues se instala con ella en el sanatorio donde convalece la poetisa, y desde donde envía al diario sus poemas bajo un título evocado en el de la película: Pechos perdidos, lo que se recibe, públicamente, como una auténtica revelación literaria de primera magnitud.

          No sé si una historia así había de contarla una mujer, dado lo que supone para cualquiera de ellas una doble mastectomía, pero lo cierto es que Kinuyo Tanaka ha sabido entender a la perfección el drama interior de una mujer que ya antes de padecer su enfermedad, ha tenido que lidiar con un hombre que no la respetaba y a quien sorprende en su casa con otra mujer. Verse enfrentada al mundo desde la soledad de una mujer divorciada que ha de preocuparse por sus hijos, no es una perspectiva fácil de entender en su totalidad con la sensibilidad con que Tanaka ha sabido hacerlo. Y desde el punto estrictamente cinematográfico, bien puede decirse que aprendió perfectamente la lección gratuita que supuso trabajar con los grandes genios del cine japonés. Toda la parte final de la convalecencia en el hospital y lo que tiene para ella de última morada sabe aprehenderlo con maestría la cámara de Tanaka, como lo demuestran esos planos del pasillo que lleva a la morgue del hospital o el encuentre de la poetisa con el periodista tomado desde el exterior, lo que sitúa a los personajes tras unos barrotes que significan la prisión dela que la enferma no podrá salir con vida. Por no hablar de los primeros planos de la actriz con el pelo muy corto y marcadas ojeras… y del encuentro erótico entre ambos protagonistas, cuando, echado él en el suelo donde duerme, al pie de la cama de ella, Fumiko emerge lentamente junto a él, acariciándolo… ¡Extraordinario, todo! Una obra a la altura de los autores con quien Tanaka rodó tantos años.

jueves, 25 de septiembre de 2025

«Border» y «Holy Spider», de Ali Abbasi, de prometedora carrera.

Título original: Gräns

Año: 2018

Duración: 101 min.

País:  Suecia

Dirección: Ali Abbasi

Guion: Ali Abbasi, Isabella Eklöf. Novela: John Ajvide Lindqvist

Reparto: Eva Melander; Eero Milonoff; Viktor Åkerblom; Jörgen Thorsson; Ann Petrén; Sten Ljunggren;

Kjell Wilhelmsen; Rakel Wärmländer; Andreas Kundler; Matti Boustedt; Tomas Åhnstrand; Josefin Neldén; Henrik Johansson; Ibrahim Faal; Åsa Janson; Donald Högberg; Krister Kern; Robert Enckell; Elisabeth Göransson; Aksel Dis; Asli Dis; Hugo Ljunggren.

Música: Christoffer Berg, Martin Dirkov

Fotografía: Nadim Carlsen.

 

 




Título original: Holy Spider

Año: 2022

Duración: 117 min.

País: Dinamarca

Dirección: Ali Abbasi

Guion: Ali Abbasi, Afshin Kamran Bahrami. Historia: Jonas Wagner. Biografía sobre: Saeed Hanaei

Reparto: Amir-Ebrahimi; Mehdi Bajestani; Arash Ashtiani; Forouzan Jamshidnejad; Mesbah Taleb; Alice Rahimi; Sara Fazilat; Sina Parvaneh; Nima Akbarpour; Firouz Agheli,

Música: Martin Dirkov

Fotografía: Nadim Carlsen.

 

 

Una emocionante narración sobre la diferencia y la anatomía de un asesino en serie profundamente religioso.

 

 

         

          Si una película me gusta, como sucedió con El aprendiz, suelo recordar el nombre de quien la ha dirigido por si en mi azaroso camino crítico vuelvo a tropezarme con algo suyo. No me extrañó que en los Oscar despreciaran una película que ya el imperio trumpista se había encargado de impedir que se exhibiese en los cines usamericanos, así de veraz era el retrato que Abbasi trazó de un presidente que representa el triunfo de la televisión basura sobre un abonado caldo de cultivo como la corrupción política. Otra película sobre Trump, en realidad sobre su primera victoria presidencial,  Los misóginos, de  Onur Tukel, parece que tampoco tuvo la difusión y el éxito que merecía. Son las temidas circunstancias del «cine político», parece que jamás a gusto de todos… La producción canadiense, sueca, irlandesa y usamericana de la película identifica a Abassi como un director internacional, pues ha rodado bajo bandera sueca, danesa, usamericana y canadiense, algo que, poco a poco, va desdibujando esa entelequia del «cine nacional» de cada país, por más que siga subsistiendo una industria potente en cada uno de ellos que atiende a un publico específico, pero cada vez menos, porque son pocos los directores que no intentan darle una dimensión universal incluso a las historias más locales, algo con lo que todos salimos ganando.

          La carrera de Abassi sigue una línea ascendente que, al estilo de la de Pablo Larraín, lo llevará a convertirse en un director de muy reconocido prestigio, estoy convencido de ello. Aquí voy a prestar atención a se segundo y tercer largometrajes, que no tienen nada que ver entre sí, como tampoco estos con El aprendiz, aunque la calidad formal y temática de todas están en un mismo nivel.

          A través de un relato corto de John Ajvide Lindqvist, escritor también de aquel éxito cinematográfico que supuso Déjame entrar, de Tomas Alfredson, la historia sigue la vida compleja y turbulenta de dos seres fronterizos entre lo humano y lo bestial, uno de ellos, en apariencia una mujer, que trabaja como inspectora de aduanas, y el otro, un ser combativo que reivindica su condición frente al enemigo humano. La historia nos haba vagamente de ciertos experimentos médicos y de seres que nacen con la carencia de algún cromosoma que los aparta de la «normalidad» humana para acabar convirtiéndose en lo mas parecido a seres inquietantes que, compartiendo rasgos humanos, tienen una morfología acorde con otra especie. Los protagonistas, sometidos a un prodigio de maquillaje,  Eva Melander y Eero Milonoff, van a cruzar sus destinos, lo que va a cambiar la vida de Tina, si bien la inquisición sobre quién sea ella y quiénes fueron sus padres, va a formar parte del hilo narrativo, porque a quien ha llamado «papá», y a quien visita en una residencia de ancianos, resulta ser su padre adoptivo, lo que la deja en la temida orfandad de quien, desde niña, se sabe no tanto «diferente» como «extraña», algo que tiene que ver con su propia sexualidad, pero me adelanto y estoy a punto de caer en revelaciones a las que ha de asistir, virginalmente, el espectador. Tina ocupa su puesto porque tiene la extraña habilidad de oler el miedo de la gente y el peligro a ser descubiertos de quienes tienen algo que ocultar. La escena en que «huele» en una cámara la existencia de una tarjeta llena de material pornográfico de pederastas con bebés, un descubrimiento que conduce a una investigación sobre una red bien establecida, esa escena es extraordinaria, porque el sospechoso quita la tarjeta de la cámara e intenta tragársela…

          Tina vive con un criador de perros peligrosos. Estos no hacen distingos con la mujer de su amo, a juzgar por esa violenta escena en que el perro se escapa del amo y se lanza por el pasillo contra ella, quien se salva cerrando la puerta de golpe ante las fauces de la bestia canina. La necesidad de ella, después de cumplir su jornada laboral, de dar un paseo descalza por el bosque, pues viven ambos en una cabaña relativamente aislada del mundo, nos indica claramente que hay una conexión entre ella y la naturaleza que va más allá de lo que solemos entender por darse un «baño de bosque», el ahora tan de moda Shinrin-Yoku japonés.

          Cuando su destino se cruza con el de Vore, a raíz de haber olido ella que era sospechoso y haberlo registrado sin hallar nada, vamos a asistir al inicio de una relación «especial», de «especie», sí, porque ella lo sorprenden en los alrededores del motel donde se hospeda buscando lombrices en los árboles que se lleva a la boca como un manjar exquisito. Del asco inicial que ella siente a la curiosidad que la lleva a probar el supuesto «manjar» va a mediar una sospecha que se irá fortaleciendo a lo largo de la historia, hasta escuchar de labios de Vore una realidad que cuestiona toda su vida: ellos son trolls, no humanos, aunque compartan con estos la vida, si bien siempre como seres marginados y ante los que se experimenta una repugnancia a veces indisimulable. Por abreviar, Vore es invitado por Tina a instalarse, de alquiler, en una cabaña de su propiedad, algo que, sin complacerle a su pareja, tampoco parece alarmarlo mucho. Para abrir boca, y teniendo en cuenta la considerable envergadura de Vore, cuando ambos llegan a la casa de Tina y ven la jaula donde ladran endemoniados los perros peligrosos, Vore se acerca a ella y emite un gruñido de tal magnitud y agresividad que los perros meten la cola entre las iernas y se humillan ante un rival que, por su intimidación, diríase que puede acabar con ellos de un zarpazo. Como preámbulo de hacia dónde progresará la historia se ha de reconocer que impacta. Que luego la relación de Tina y Vore se convierta en una previsible historia de amor entre semejantes, se intuye; pero que esa historia no rehúya la compleja sexualidad de ambos trolls nos va a dejar imágenes aún más impactantes que la del gruñido amedrentador.

          En el curso de la historia, consolidado ya el acercamiento a Vore, Tina toma dos decisiones, echar a su compañero de casa y exigir de su padre una explicación, tras de todo lo que Vore le ha informado, para acabar sentada en un cementerio con lápidas sin nombres donde, supuestamente, yacen las cobayas del poco explicado ensayo genético. Si algún pero pudiera ponérsele a la película es que, después de haber sufrido la epidemia de covid, el argumento no haya ido más por ese lado de la investigación genética, hacia el que estamos, en general, muy sensibilizados. La orfandad de Tina va acompañada de una última revelación: e nombre que le pusieron sus padres: Reva, muy próximo fonéticamente al de Vore.

          La historia de los troll, y más específicamente la de Reva, se cruza constantemente con la línea de investigación de la red de pederastas que trafica con pornografía infantil que no excluye a los bebés, pero como Vore es un troll activista contra la especie humana, se abre un enfrentamiento de perspectivas entre ambos enamorados a partir del «cambiazo» que sufren los vecinos de Tina que acaban de tener un hijo: desaparece su hijo y en su lugar colocan un bebé troll. Y en ese momento, Reva y Vore van a enfrentarse desde la perspectiva del militante y la de a defensora del orden humano en el que Reva es tratada como un ser extraño al que se respeta, pero al que se teme.

          La película tiene una progresión fantástica (y también por el lado genérico…) y la reconciliación de Reva con su naturaleza nos depara imágenes en el bosque y en el agua del lago muy logradas. Recordemos que Reva significa, literalmente, «agua que fluye». Contemplar a los dos trolls en el bosque, o estrechamente abrazados bajo una mesa al sentir un terror ancestral frente a una tormenta, son momentos cinematográficamente impagables. Parece mentira, pero ambos protagonistas consiguen que empaticemos con ellos profundamente, por eso aceptamos que la vieja lucha entre el bien y el mal es algo que va más allá de la especie humana.

          Mi sorpresa está en relación directa con mi admiración, porque, obviamente, no es una película de discursos, sino de reacciones, de miradas, de muchos silencios y de gestos medidos, que no excluyen los particulares modos de relación salvaje entre los trolls. Conseguir tan asombrosa naturalidad con un tema fantástico no está al alcance de cualquier director, de ahí lo muy estimable del trabajo de Abbasi.

          «La araña sagrada», que sería la traducción literal de Holy Spider, se refiere a un asesino en serie que va ejecutando prostitutas en la ciudad santa de Mashhad —si bien la película, por razones obvias, se rodó en Jordania…—, ansioso por liberar los alrededores de la mezquita del imán Reza de la impureza que significa la prostitución. Los asesinatos se suceden, también la inseguridad de las mujeres, y, desde la capital, Teherán, envían a una periodista para que informe in situ de dichos asesinatos. La periodista, que devendrá la protagonista de la trama, junto con el asesino, se convierte en el vehículo idóneo para denunciar la marginación de la mujer y su desvalimiento en un mundo de hombres que, a todos los niveles, pueden disponer de su vida y de su hacienda, como quien dice. El único que salva el decoro es el periodista local a quien el asesino comunica, tras cada asesinato, dónde está el cadáver de la mujer, para que la entierren, que es precepto musulmán de obligado cumplimiento.

          La película adopta el código del thriller de psicópatas asesinos en serie y, a pesar de que conocemos enseguida al asesino y lo vemos actuar con total impunidad, digamos que sus éxitos se van produciendo cada vez con mayor dificultad, por lo que el asesino va incrementando su nerviosismo, preludio de la comisión de algún error fatal que acabe condenándolo. Ese «error» no es otro que la intrépida protagonista, muy en su papel de periodista que se involucra en los acontecimientos, en este caso como «presa», para ir más allá del testimonio y asumir un protagonismo que no se compadece con la profesión, dado que es más propio de la acción policial, como hemos visto en muchas otras películas del mismo género.

          El asesino, casado y con tres hijos, aunque su mujer tiene veinte años menos que él, tiene una decidida voluntad religiosa de «hacer limpieza», pero no es menos cierto que suele ir al quiosco para ver si la prensa habla de él, de «la araña sagrada», que es el mote que le han puesto los periodistas. Se trata de un albañil que, en sus horas libres y mediante ardides para quedarse solo en casa y poder ejecutar, y después esconder, a sus víctimas, se pasea en moto por las zonas donde trabajan las prostitutas y, tras enseñarles el reclamo del dinero con que les pagará, las lleva a su casa y las ejecuta.

          Como la policía anda muy desorientada, la periodista decide hacerse pasar por una prostituta para atraerlo a una emboscada, pero, como sucede en los buenos thrillers, pierde contacto con su apoyo y se queda expuesta a la vesania del psicópata. La actriz, Zar Amir-Ebrahimi, a quien vimos en la película que ella misma dirigió, Tatami, interpreta a una mujer que, además de poner de relieve el insufrible machismo del régimen de los sacerdotes, peca de temeraria, porque, por muy desequilibrado que esté el asesino, no deja de tener una fuerza física ante la que ella puede sucumbir.

          Dejo en stand by el desenlace, porque, además del de su aventura, hay otro, aún más escalofriante, pero eso conviene que lo vean los espectadores para sacar sus conclusiones de lo que es un régimen político teocrático y como afecta a la vida de los súbditos de ese régimen religioso.

          La dirección de Abbasi responde fielmente a las exigencias del género y sabe imprimir la huella del suspense e incluso del terror en ciertas escenas poco gratas de ver. Acompaña muchísimo la veracidad extrema de las víctimas, las prostitutas que se ven obligadas a ejercer, así como la de sus familiares. La periodista, entre ellas, es, claramente, una mujer extraña, de una clase superior, con unas habilidades que están a años luz de la vida misera de esas mujeres humildes y explotadas que luchan meramente por sobrevivir. Hay, pues, no poco de crónica social que pone de relieve el atraso social y la pobreza de amplias capas de la población. Con todo, esperen a ver el segundo y temible desenlace, porque ahí sí que el director se empeña en hacernos olvidar toda esperanza…

 

 

martes, 23 de septiembre de 2025

Primera publicación de «El ojo cosmológico: El cine visto por Juan Poz».

 

Cien películas de las que acaso no hayas oído hablar y que no deberías dejar de ver…

 

          Tras más de mil seiscientas críticas, me ha parecido oportuno reunir en un volumen estas cien críticas de películas poco o nada conocidas, a juzgar por la sorpresa de algunos amigos cuando les hablaba de ellas. No son, per se, películas para cinéfilos, sino para cualquier buen aficionado al cine, deseoso de disfrutar de parte de las innumerables obras de arte que el Séptimo guarda en el amplio seno de su vasta producción, ¡en poco más de cien años de existencia!

          El volumen ha aparecido en Amazon, en edición digital. En breve aparecerá, también en el mismo formato, la versión en inglés, y dentro de una semana, aproximadamente, estará disponible, igualmente a través de Amazon, la versión impresa.

Este es el vínculo para la adquisición del libro:

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 Como en las salas de cine, ofrezco el Avance del libro para quienes estén interesados en descubrir nuevas experiencias cinematográficas. 

 

Avance

 

          Estas Cien películas…, me apresuro a aclararlo, no pretenden constituir una encubierta, reducida e imposible Historia del Cine, algo obvio si simplemente se lee el índice de películas y se advierten las clamorosas ausencias de películas indiscutibles en esa Historia que otros han ensayado con tanta pericia como Mark Cousins en su magnífica La historia del cine: una odisea, y con cuya selección implícita no solo tan de acuerdo estoy, sino que varias de sus obras destacadas coinciden con algunas de las aquí seleccionadas.

          Abrí la bitácora El ojo cosmológico. El cine visto por Juan Poz como una vía de expresión para que tantas horas de disfrute no se consumieran en la intransitividad de mis visionados. Deseé compartir con otros aficionados mi placer, a veces mis desencuentros, y siempre el mismo fervor irrenunciable a un arte, el Séptimo, que me sedujo desde mi más temprana edad, y contra el que la televisión (entró en mi casa familiar en 1962, a mis nueve años de edad) no pudo competir en ningún momento.

          El cine Las Palmeras, coloquialmente «El palacio de las pipas», fue para mí, durante mi infancia un templo en cuyo destartalado recinto se me aparecieron dioses inextinguibles y viví prodigios que en ningún otro espacio fui capaz de hallar. Allí se gestó la más duradera de mis relaciones con el Arte, junto con la música, y en dura competencia con la literatura y la filosofía cuando descubrí estas a los quince años.

          Como soy de naturaleza intelectual y artística sumamente inquieta, (¡El diletantismo hecho persona!), nada me gusta más que salirme de los caminos trillados de los cánones y experimentar con propuestas que, sin ser necesariamente transgresoras, no han gozado del beneplácito de la crítica reconocida o, simplemente, el tiempo ha caído sobre ellas como un alud inmisericorde y necesitan que alguien excave en la mina,  las rescate y las dé de nuevo a conocer, dado el ostracismo a que las nuevas generaciones han condenado al esplendoroso cine mudo de los orígenes del Séptimo Arte, condena que se ha extendido, incomprensiblemente, a todo cine en blanco y negro, incluso sonoro.

          Esta selección arbitraria responde, pues, a un criterio exclusivamente apoyado en lo intransferible de mi propio gusto. A lo largo de las más de mil seiscientas críticas que he escrito en mi Ojo cosmológico se me han ido quedando en la memoria ciertas obras que, a mi modesto entender, deberían ser más conocidas, o simplemente conocidas, si, como defiendo, se trata de obras casi ocultas en una producción artística que cuenta sus ejemplares por millones, y en la que es usual que las novedades macropublicitadas arrinconen obras que, como a veces sucede en las salas, o no llegan o duran menos de una semana, por la insufrible dictadura de las novedades que se devoran unas a otras. El ojo cosmológico nació, en consecuencia, como un remanso de paz donde huir de esas luchas de lo último con lo ultimísimo para poder dedicar mi atención a lo imperecedero, a lo eterno. Y aquí hallará el lector y espectador habitual propuestas que a buen seguro habrá de agradecerme, porque ninguna deuda de tan placentera satisfacción como la que nos descubre maravillas ocultas en el estresante consumo de las novedades.

          Mi Ojo cosmológico se llama así en homenaje al francotirador intelectual que fue durante toda su fecunda vida Henry Miller. En su libro así titulado, El ojo cosmológico,  Miller da por muerto el cine y por difunto al hombre contemporáneo, y considera que tras La sangre de un poeta, de Cocteau y La edad de oro, de Buñuel y Dalí, poco o nada le queda al cine por decir. Mi bitácora es un recordatorio de su genio y de las carencias de cualquier juicio apocalíptico. Es cierto que el cine está en constante mutación, y que hasta entra dentro de lo posible y razonable (¡pero no deseable!) que desaparezcan las antiguas salas de exhibición, grandes y pequeñas, sustituidas por las inmensas pantallas familiares que hacen realidad la perversa idea del «cine en casa».

          Con todo, el título de mi bitácora se refiere no tanto al cine cuanto a la pintura (y recuerdo que la mía la preside una reproducción de un cuadro de Mariano Fortuny…), y ese Ojo se lo adjudica Miller al pintor vanguardista amigo suyo Hans Reichel. Del mismo modo que defiende Miller que «en todas las artes la cima se alcanza solo cuando el artista desborda los límites del arte que utiliza», aventura la idea de que los cuadros de Reichel no nacen del ojo real que observa la realidad, sino del cosmológico que la crea desde las entrañas del autor. He aquí, pues, una hermosa paradoja: las imágenes que proyecta el foco de luz sobre la pantalla (un lienzo es también, a su manera, una pantalla…) solo son posibles si han sido alumbradas en «la noche absoluta» de las entrañas del artista, «en el oscuro dolor agazapado en el espinazo» donde «se disuelve la sustancia de las cosas hasta que solo brilla su esencia. Los objetos de su amor, mientras ascienden a la luz para disponerse en sus telas, se desposan en extrañas y místicas uniones que son indisolubles».

          En esta selección de películas, los lectores y espectadores hallaran prácticamente «de todo», aunque ese «todo» ha sido seleccionado al azar, sin cuota por géneros ni de ningún otro tipo. Así pues, desde películas de terror hasta westerns, pasando por melodramas, tragedias, cine histórico, documentales, thrillers, etc., salvo, y ahora que escribo este Avance reparo en ello, una muestra de un género del que soy ferviente admirador: el musical; así pues, decía, los futuros espectadores tienen a su disposición una colección de títulos tan variados como atractivos. Ya es tarde para remediar lo del musical, pero si hubiera, andando el tiempo, una segunda selección de otras Cien… repararía este imperdonable olvido.

          Insisto, aunque cronológicamente esta selección cubra desde 1919 hasta 2023, no ha de ser considerado como una mínima y encubierta Historia del cine, sino como lo que es: una selección de películas de las que acaso no haya oído hablar y que ya estará deseando comenzar a ver…

 

 

lunes, 22 de septiembre de 2025

«Los sudarios» y «eXistenZ», de David Cronenberg, fiel a sí mismo a través del tiempo

 



Título original: The Shrouds

Año: 2024

Duración: 116 min.

País: Canadá

Dirección: David Cronenberg

Guion: David Cronenberg

Reparto: Vincent Cassel; Diane Kruger; Guy Pearce; Sandrine Holt; Elizabeth Saunders; Ingvar Eggert Sigurdsson; Jennifer Dale; Matt Willis; Jeff Yung; Steve Switzman; Eric Weinthal; Al Sapienza.

Música: Howard Shore

Fotografía: Douglas Koch.

 


                                                                    

Título original: eXistenZ

Año: 1999

Duración: 97 min.

País: Canadá

Dirección: David Cronenberg

Guion: David Cronenberg

Reparto: Jennifer Jason Leigh; Jude Law; Don McKellar; Willem Dafoe; Ian Holm; Robert A. Silverman;

Christopher Eccleston; Oscar Hsu; Callum Keith Rennie; Sarah Polley; Kris Lemche; Vik Sahay; Kirsten Johnson; James Kirchner; Balázs Koós; Stephanie Belding.

Música: Howard Shore

Fotografía: Peter Suschitzky.

 



El maridaje incierto y problemático de la vida y la tecnología.

 

          Cronenberg es un capítulo aparte dentro del mundo de la ciencia-ficción y el terror, porque su mundo atormentado de realidades corporales  condicionadas por la tecnología tienen su sello inconfundible, y estas dos películas, separadas por cinco lustros, son un claro ejemplo de esa línea que podemos remontar incluso a sus primeras producciones, esas que formaban parte, entonces, por la modestia de la producción, de la serie B.

          eXistenZ, como antes lo fuera Videodrome, es una película sobre los videojuegos con una notable particularidad: la tecnología se ha convertido en biotecnología y se construyen los aparatos a partir de la materia viva, de ahí que los mandos reproduzcan una placenta y el tubo conector sea una suerte de cordón umbilical que los jugadores enchufan en un esfínter abierto en la espalda a la altura de la zona lumbar, un auténtico ano artificial cuya apertura no es, precisamente, como lo demuestra el personaje de Jude Law, Ted Pikul, un momento de placer, sino todo lo contrario. ¡Y a fe que Cronenberg se recrea en ese momento penetrante de la clavija en el enchufe para conectarse a un juego en el que se irá perdiendo, sucesivamente, la conciencia de habitar en la verdadera realidad.

          La película comienza con la presentación del juego por parte de su creadora, Allegra Geller, una exquisita interpretación de Jennifer Jason Leigh, quien promete a los jugadores del mismo unas experiencias difíciles de superar, porque, como lo comprobamos a través del desarrollo argumental, resulta imposible, una vez dentro del juego, identificar cuál es la verdadera realidad, si la de dentro o la de fuera. Todo ello se nos plantea a partir del intento de asesinato de la creadora, llevado a cabo por otra empresa competidora, y de su salvación gracias a un personaje secundario, Ted Pikul, interpretado por Jude Law con absoluta propiedad, no solo porque no quiere jugar a esos juegos que lo apartan completamente de la realidad, sino porque se resiste a dejarse abrir el esfínter que lo permita. La realidad, sin embargo, de tener que proteger a la creadora acaba convenciéndole de que solo con la «huida» a la realidad virtual de eXistenZ pueden sobrevivir, ambos, a la amenaza «real» de los intentos de asesinato de la creadora. Y ahí, en esa decisión, se consuma la pérdida de las fronteras seguras entre el videojuego y la realidad, porque la película discurrirá por una trama enloquecida y llena de amenazas y trampas que nos harán desear que se «desconecten» para tener una perspectiva de cuanto está pasando desde «la realidad». ¡Ah, infelices! Una vez entrados en eXistenZ, ya no podemos salir de él, y nuestra vida deja de ser nuestra vida para convertirnos en los personajes de una trama embrollada en la que lo único cierto es el designio de acabar con la vida de Allegra y con la inutilización de su juego, excesivamente bueno, a juicio de sus competidores, a quienes acabaría arruinando.

          Acaso sorprenda en esta película sobre las diferentes capas de la realidad y la ficción el hecho de que el mundo, ¿me atreveré a llamarlo «real»?, bueno, vale, de ese mundo real de sus escondites sea tan de poca monta, tan discreto, tan, en principio, alejado de exquisiteces tecnológicas como la biotecnología, una producción industrial que se recoge en el seno de juego y que tiene mas de casquería que de industria refinada, ciertamente. Y eso sí que es un sello Cronenberg indiscutible: no tanto el gore de las vísceras como la naturalidad con que forman parte, en este caso, de la industria y del ocio, porque no podemos olvidar que estamos hablando de un videojuego…

          Con continuos saltos, de unas realidades a otras, el espectador acaba como lo desea el autor: hecho un lío tremendo de en qué mundo particular están en cada momento los fugitivos, lo cual permitirá, no solo ir «pasando pantallas», al tiempo que escapan de los asesinos que persiguen a la creadora, sino acercarse, sorpresivamente, a un desenlace que pilla por sorpresa a los espectadores y, al tiempo, los deja sumidos en la mayor de las perplejidades, por el cambio de punto de vista que implica, tras toda una narración viendo lo que ocurre desde los personajes con quienes los espectadores se han identificado: Allegra y Pikul. El nivel general de la película es excelente e incluso las figuraciones de los muy distintos espacios de la trama responden a una puesta en escena magnifica y convincente: no hay lugar para el chafarrinón, sino para una imaginación morbosa y biológica que puede echar para atrás a más de un espectador, pero conseguir la atención encandilada de muchos más. Decir de una película de Cronenberg que es «muy Cronenberg» supone una suerte de juicio en clave para sus muchos seguidores, aunque la principal descalificación, al tiempo, para sus espero que pocos detractores.

          Los sudarios es una fantasía científica que nos invita a considerar el duelo por los seres queridos como un vínculo que nos permite seguir estando en su compañía durante el largo tiempo de la descomposición total del envoltorio corporal de ese ser querido, gracias a un programa que permite, mediante una cámara instalada en la tumba, a partir de un sudario especial diseñado por el propietario de la funeraria, Karsh Relikh —y no me resisto a pensar que el espíritu lúdico y simbólico de Cronenberg ha incluido Crash en ese anagrama que es Karsh, seguido por la reliquia, Relic, del apellido, uniendo dos películas en una sola: esta—, seguir ese proceso de descomposición, algo perturbador e inquietante para la mujer que ha accedido a una especie de cita a ciegas con Karsh, quien tiene la ingenua idea de que acaso su acompañante quiera participar de esa visión macabra, como en realidad sucede.

El duelo del personaje, real e intenso, va acompañado por una suerte de abstinencia erótica que dura ya casi once años, y de ahí el intento de una amistad de conseguirle una compañera, porque es bueno que el hombre no esté solo. El último deseo de su mujer, con todo, fue que se mantuviera alejado, sexualmente, de su hermana gemela, y aquí aparece otro de los temas estrella de Cronenberg: los gemelos idénticos. La hermana es una peluquera de perros y se ha separado recientemente de su marido. Tanto ella como el cuñado saben lo que se prohíben: que ambos se atraen, pero, aun muerta la esposa y hermana, la sola idea de unirse sexualmente ambos constituye una «profanacion».

La aparición de una mujer ciega —parece que las carencias físicas constituyan una obsesión para Cronenberg— que quiere, con su marido, exportar la idea de ese cementerio visual va a desviar temporalmente la acción por unos derroteros que, poco a poco, nos irán introduciendo en la trama de espionaje y política —China y Rusia de por medio— que, a mi juicio, es la parte más endeble de la película, por imaginativo que sea que, a través de la red de conexiones de los cementerios visuales pueda establecerse una red de vigilancia que permita obtener valiosa información a unos países de otros, supuestamente enemigos. La intimidad entre la ciega y el empresario fúnebre despertará los celos de la cuñada, quien no tardará en insinuarse eróticamente al cuñado para representar una de las más turbadoras escenas de sexo de los últimos años, a fuer de poco explícita y condicionada por la comparación que la hermana viva entabla con el recuerdo, para el cuñado, de la hermana muerta: ¡muy turbador!, muy propia de Cronenberg y un recuerdo innegable de la sexualidad enfermiza dela obra maestra que es Crash.

La destrucción de algunas tumbas, un ataque vandálico incomprensible, permite la aparición del técnico que ha instalados los sistemas en las tumbas, el cuñado de Krash, quien, además, le ha ideado un avatar de inteligencia artificial que, desde el teléfono o el ordenador, le sirve de ayudante perfecta al empresario para llevarle la agenda, además de mantener una relación que puede asimilarse perfectamente a la del avatar de Her, de Spike Jonze, con su protagonista. Por esa vía podemos unir las dos historias, la de la complicada vida emocional y sexual del protagonista y la del negocio y la red de espionaje, aunque de ello se resiente la película, por supuesto, lo cual es una pena, porque, hasta entonces, todo transcurría en los límites tolerables de una realidad macabra, pero efectiva. Ha de tenerse presente que el protagonista es propenso a tener visiones, y, en un momento dado, se recubra con uno de sus sudarios para «ponerse en situación» de lo que debe sentirse al estar enterrado con ellos, confeccionados, no lo olvidemos, con tecnología china, otro dato que alimenta la parte de espionaje de la historia. Entre sus figuraciones, tiene un destacado lugar la de su esposa, quien, después de tratarse con un doctor —con quien él sospecha que su mujer ha tenido una aventura…— se le aparece perdiendo partes del cuerpo y, como sucede cuando se acuesta con él y le urge a tener relaciones con ella, rompiéndosele la cadera en el intento, por ejemplo… La presencia inquietante de la mujer tullida, sin medio brazo izquierdo, con un pecho amputado, con la cadera cosida de arriba abajo para ponerle un refuerzo metálico… nos hablan bien a las claras de esas obsesiones de Cronenberg por el cuerpo humano y el erotismo morboso que permite, y es, al tiempo, una macabra celebración de la materia frente a la tecnología que, como sucede en este caso, se orienta hacia la muerte, hacia la degradación de esa carne que se celebra como milagro de la pasión.

Los sudarios es una película intimista, de ahí que abunden los interiores con escasa iluminación y con cuerpos y rostros iluminados en fuerte contraste con el resto del plano. Se trata de una fotografía calidísima que contrasta con el duelo morboso de Crash, interpretado por un Vincent Cassel que parece haber sido escogido por su propio parecido con el director, como si ese duelo lo fuera propio, por una mujer, Carolyne Zeifman,  con quien convivió treinta y ocho años antes de que ella muriera prematuramente a los sesenta y seis. La verdad que rezuma el duelo de Karsh es tan obvia que remite a un duelo real, y esa es la parte que seduce al espectador desde buen comienzo. Ignoro si las claves de leve comedia de humor muy negro que pueden advertirse en la película forman parte del código que compartieran ambos esposos, ella era también directora de cine y trabajó estrechamente con él en Rabid, por ejemplo.

Dejando, pues, de lado, la deriva del espionaje, merece la pena quedarse con ese tratamiento intenso y morboso del duelo, solo apto para personas cuya pasión por el cuerpo traspase la frontera de lo vivo, por supuesto.