La radical aventura de vivir desde el desengaño, pero con la esperanza.
Título original: Ariel
Año: 1988
Duración: 70 min.
País: Finlandia
Dirección: Aki Kaurismäki
Guion: Aki Kaurismäki
Reparto: Turo Pajala; Susanna
Haavisto; Matti Pellonpää; Eetu Hikamo; Erkki Pajala; Hannu Viholainen; Matti
Jaaranen; Jorma Markkula; Tarja Keinänen; Eino Kuusela; Kauko Laalo; Jyrki
Olsonen; Esko Nikkari; Marja Packallen.
Música: Olavi Virta, Rauli
Somerjoki, Taisto Tammi, Bill Casey, Melrose
Fotografía: Timo Salminen.
El cine de Aki
Kaurismäki se define por un estilo personalísimo, de los que dejan huella y
muchos seguidores que tratan de acercarse a su particular manera de encuadrar
la acción de los personajes en unos espacios anodinos, liberados y opresivos al
tiempo, con unos colores saturados y muy contrastados. Si le añadimos la escasa
o nula locuacidad de sus personajes y esa cierta desgana vital con que afrontan
la existencia, nada en ninguna de sus películas nos sorprenderá, pero en todas
reconoceremos su «marca de fábrica» como un valor añadido a la historia.
En Ariel se
nos habla de un minero cesante que ha de abandonar el trabajo por cierre
empresarial. El padre, antes de suicidarse, en los lavabos de un bar, a escasos
metros de su hijo, le dice que coja su coche, un Cadillac descapotable y que se
vaya buscando otros aires. El protagonista es un hombre de mediana edad, pero
aspecto juvenil, de buena planta y silencioso hasta la exasperación, además de
algo torpe, porque hereda el descapotable de su padre y no sabe ni cerrar la capota,
lo que le obliga a conducir abrigándose la cabeza y el cuello con una bufanda,
un contraste bastante significativo entre el clima y la estampa casi
hollywoodiense que componen el conductor y el vehículo, como si se tratara del
vaquero solitario que atraviesa el desierto de Arizona, abierto a cualquier
encuentro que le dé algo de sentido a su vida.
La historia se
estructura a través de los contratiempos que sufre el personaje, el primero de
los cuales es el robo de la liquidación
que le han hecho al despedirlo de la mina. En el modo como acepta lo que le ocurre
se advierte una suerte de fatalismo que evita que el personaje se convierta en
una víctima de las circunstancias empecinada en deplorar su suerte maldita. Lo
único que hace es amoldarse a su nueva situación, buscar trabajo e instalarse
en un dormitorio colectivo público, una suerte de albergue para pobres de
solemnidad de donde sale tanto para trabajar como para divertirse en bares
donde beber y fumar en silencio, a la espera de que haya un encuentro que
cambie el curso de los acontecimientos. Ello ocurre, sin embargo, cuando la
vigilante del control de estacionamiento de los vehículos en la calle,
deslumbrada por el vehículo y la apostura del dueño, renuncia a multarlo y, al
mismo tiempo, abandona el trabajo, con la promesa de una cena compensatoria, a
la que le sigue una noche de tranquila pasión (ella se asegura de que él no sea
de los gritones, pues convive con un hijo preadolescente). Como si fuera una prolepsis de manual, y una
vez ida la madre a trabajar en su nutrido pluriempleo, el hijo despierta al «intruso»
encañonándole la nariz con un revolver, levantándolo y llevándolo al comedor
para servirle el desayuno… Antes, hemos oído de sus labios cómo le decía a la
madre del niño que su encuentro no era flor de una noche, sino una relación sin
fecha de caducidad.
El segundo
contratiempo sucede cuando se encuentra en el metro con quien lo atracó, al
dejar la mina; la seca pelea casi ritual entre ambos se resuelve con su detención,
no con la del ladrón. Un juicio rápido lo condena a un año de prisión. La extraña
amistad que forja con su compañero de celda, y a pesar de que su compañera está
dispuesta a esperar a que cumpla condena, lo lleva a elaborar un plan que no
tiene como objetivo, solamente, salir de prisión, sino salir del país en un
barco, Ariel, que los llevaría, a la nueva familia y al compañero, a
Sudamérica.
La visión, en prisión, de la película de
Raoul Walsh, El último refugio, ha de entenderse como un paralelismo
entre las situaciones de la película y la suya real, al tiempo que confirma la
línea simbólica que nació con el Cadillac heredado: un culto al cine negro
usamericano que va a resolverse en el atraco en que ambos se ven obligados a
participar para obtener la documentación falsa y comprar el viaje clandestino
en el buque mercante Ariel. A resultas del atraco, el compañero de celda
resulta herido de gravedad y solo gracias a su generosidad sacrificial logra
burlar la voluntad de los mafiosos para quienes trabajan, liquidarlos y
quedarse con el dinero del golpe y la documentación para el protagonista y su
pareja.
Ni que decir tengo que ese nuevo personaje,
entre aventurero y altruista, con una inclinación letal a resolver los asuntos
a tiro limpio, se convierte en uno de los atractivos de la trama, aunque es tan
poco locuaz como el protagonista y su pluriempleada enamorada. ¡Qué largos y
elocuentes son los silencios en las películas de Kaurismaki! Se trata de un
cine fronterizo con el cine mudo, aunque sin la hiperbólica gesticulación de
este; antes al contrario: la contención expresiva es la seña de identidad de
los personajes en el cine del director finlandés, lo que, indirectamente, se
convierte en una suerte de crítica de una mentalidad y unas costumbres que
tienden al aislamiento, a la introversión y, en el extremo más lejano , al alcoholismo
y a las tendencias suicidas.
Las bandas sonoras de las películas de
Kaurismäkis suelen adoptar una función narrativa complementaria, y a veces
explicativa de alguna psicología de los personajes, o de varios. A los
espectadores amantes de este cine no les sabrá mal que yo les chafe la sorpresa
final de la última canción que acompaña la peripecia de los personajes: Over
the Rainbow, de Arlen y Harburg, perteneciente, y lo digo solo para los más
jóvenes, a la famosísima película El
mago de Oz, de Victor Fleming. Y a buenos entendedores…
No hay comentarios:
Publicar un comentario