El terror sin rumbo en las nuevas generaciones: un bodrio vomitivo.
Título original: Bliss
Año: 2019
Duración: 80 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Joe Begos
Guion: Joe Begos
Reparto: Dora Madison; Tru Collins; Rhys Wakefield; George Wendt; Abraham
Benrubi;
Chris Mckenna; Graham Skipper; Jeremy Gardner; Rachel Avery; Mark
Beltzman; Jesse Merlin; Matt Mercer; Josh Ethier; Jackson Birnbaum; Susan
Slaughter; Erin Braswell;
Zoe Cooper; Simone Wasserman.
Música: Steve Moore
Fotografía: Mike Testin.
Una
equivocación la tiene cualquiera, pero, en mi descargo, he de decir que aguanté
estoicamente hasta el final para juzgar con conocimiento de causa sobre una
película de terror que pretende ser representativa de lo que se hace en este
género en nuestros días, y al que yo siempre he sido muy aficionado. Mi
decepción ha sido total, porque, bajo la apariencia de una película sobre el
arte y los artistas en crisis, se nos cuela de rondón una apología de la
drogadicción y un vampirismo chusco que se une a las toneladas de hemoglobina
con que han dejado perdiditos los espacios donde ha sido rodada esta película
sin más pies ni cabeza que regodearse en ciertas escenas de un gore subido, con
desmembramientos, resurrecciones vampíricas y culto satánico que acaba
manifestándose en la culminación pictórica de un cuadro que representa el
autorretrato de la maldad vista a lo largo de la película, demasiado larga para
tan poquísima entidad. Pero…, insisto, quería comprobar con mis propios ojos
por qué caminos novedosos o trillados circulaban los intentos de hacer cine de
terror en época tan convulsa como la nuestra y en la que la vida corriente ya
da suficientes muestras de terror como para meterse en una sala y contemplar
esa orgía sanguinolenta y los constantes viajes de los consumidores de unas
drogas en la cúspide de las cuales, para mayor vulgaridad, está la denominada «Diablo»,
en castellano, por lo que, si se hila muy fina, hasta puede considerarse como
una muestra de xenofobia, como si los verdaderos males sin respuesta
procedieran de la América del Sur.
El caso es que
una joven pintora que está sin blanca se pelea con su representante y comienza
a buscar cómo colocarse para acabar un cuadro que ha de ser entregado en pocos
días para inaugurar una exposición ya comprometida, aunque está «en crisis» y
es incapaz de añadir ni una pincelada, si bien parece tener una clara idea de
lo que ha de hacer. El encadenamiento de esnifadas, las relaciones sexuales
plurales y la pintura que comienza a practicar dejándose llevar por el estado alterado
en que ha decidido instalarse, varían
significativamente el planteamiento inicial del cuadro y este irá derivando
hacia una representación figurativa muy asociada con sus experiencias con
alucinógenos.
Está claro
que, para el espectador poco habituado al agitado movimiento de cámara, el Dolly
zoom, popularizado como Vertigo shot tras haberlo usado Hitchcock en la
película del mismo nombre, a los travelines circulares y otras técnicas de
distorsión de la imagen indispensables para representar el estado de
alucinación en que va cayendo la protagonista, hasta acabar formando parte de
una supuesta secta vampírica que lleva al exceso su sed de sangre y, como es
preceptivo, sin parar mientes en si la carótida es de un íntimo o de un extraño…
La
imposibilidad de establecer ninguna empatía, salvo con las pobres víctimas de la
masacre, que, sin embargo, volverán a la vida como compañeras de su asesina,
deja un mal regusto en el espectador. La protagonista es una supuesta «empoderada»
que confunde la independencia con el despotismo en las relaciones humanas, y
está en una órbita en la que nos es imposible ya seguirla ya dejarnos llevar por
una experiencia que pierde tanto pie con lo humano que nos acaba resultando
demasiado ajena.
Todo en la
película parecen pretextos narrativos para acabar no contando nada más que la
historia de un cuadro que el diablo parece pintar sirviéndose de la
protagonista como de un instrumento manejado a su antojo. Es imposible, por
tanto, evaluar los diálogos o ele intento de narrar algo, con pies y cabeza.
Todo sucede como podría haber sucedido cualquier otra cosa. Ni hay personajes
ni hay narración ni, ya puestos, ningún otro sentido que el del misterio de las
alucinaciones por efecto de las drogas. Ahí se acaba esta película que chorrea
sangre como otras ingenio, arte y sensibilidad.
No sé si Joe
Begos puede ser considerado el Ed Wood de nuestros días, a juzgar por los resúmenes
que he leído de sus otras películas, pero en Ed Wood había, en contraste con
Begos, un artista de tomo y lomo, muy bien retratado por Tim Burton en su
magnífica película Ed Wood, a muchísimos años luz de este engendro que
quise ver hasta el final para tener una idea de clara de lo que NO es el
auténtico cine de terror.
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