lunes, 11 de noviembre de 2024

«Bliss», de Joe Begos, infernalmente deplorable.

El terror sin rumbo en las nuevas generaciones: un bodrio vomitivo.

 

Título original: Bliss

Año: 2019

Duración: 80 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Joe Begos

Guion: Joe Begos

Reparto: Dora Madison; Tru Collins; Rhys Wakefield; George Wendt; Abraham Benrubi;

Chris Mckenna; Graham Skipper; Jeremy Gardner; Rachel Avery; Mark Beltzman; Jesse Merlin; Matt Mercer; Josh Ethier; Jackson Birnbaum; Susan Slaughter; Erin Braswell;

Zoe Cooper; Simone Wasserman.

Música: Steve Moore

Fotografía: Mike Testin.

         

               Una equivocación la tiene cualquiera, pero, en mi descargo, he de decir que aguanté estoicamente hasta el final para juzgar con conocimiento de causa sobre una película de terror que pretende ser representativa de lo que se hace en este género en nuestros días, y al que yo siempre he sido muy aficionado. Mi decepción ha sido total, porque, bajo la apariencia de una película sobre el arte y los artistas en crisis, se nos cuela de rondón una apología de la drogadicción y un vampirismo chusco que se une a las toneladas de hemoglobina con que han dejado perdiditos los espacios donde ha sido rodada esta película sin más pies ni cabeza que regodearse en ciertas escenas de un gore subido, con desmembramientos, resurrecciones vampíricas y culto satánico que acaba manifestándose en la culminación pictórica de un cuadro que representa el autorretrato de la maldad vista a lo largo de la película, demasiado larga para tan poquísima entidad.                     Pero…, insisto, quería comprobar con mis propios ojos por qué caminos novedosos o trillados circulaban los intentos de hacer cine de terror en época tan convulsa como la nuestra y en la que la vida corriente ya da suficientes muestras de terror como para meterse en una sala y contemplar esa orgía sanguinolenta y los constantes viajes de los consumidores de unas drogas en la cúspide de las cuales, para mayor vulgaridad, está la denominada «Diablo», en castellano, por lo que, si se hila muy fina, hasta puede considerarse como una muestra de xenofobia, como si los verdaderos males sin respuesta procedieran de la América del Sur.

          El caso es que una joven pintora que está sin blanca se pelea con su representante y comienza a buscar cómo colocarse para acabar un cuadro que ha de ser entregado en pocos días para inaugurar una exposición ya comprometida, aunque está «en crisis» y es incapaz de añadir ni una pincelada, si bien parece tener una clara idea de lo que ha de hacer. El encadenamiento de esnifadas, las relaciones sexuales plurales y la pintura que comienza a practicar dejándose llevar por el estado alterado en que ha decidido instalarse,  varían significativamente el planteamiento inicial del cuadro y este irá derivando hacia una representación figurativa muy asociada con sus experiencias con alucinógenos.

          Está claro que, para el espectador poco habituado al agitado movimiento de cámara, el Dolly zoom, popularizado como Vertigo shot tras haberlo usado Hitchcock en la película del mismo nombre, a los travelines circulares y otras técnicas de distorsión de la imagen indispensables para representar el estado de alucinación en que va cayendo la protagonista, hasta acabar formando parte de una supuesta secta vampírica que lleva al exceso su sed de sangre y, como es preceptivo, sin parar mientes en si la carótida es de un íntimo o de un extraño…

          La imposibilidad de establecer ninguna empatía, salvo con las pobres víctimas de la masacre, que, sin embargo, volverán a la vida como compañeras de su asesina, deja un mal regusto en el espectador. La protagonista es una supuesta «empoderada» que confunde la independencia con el despotismo en las relaciones humanas, y está en una órbita en la que nos es imposible ya seguirla ya dejarnos llevar por una experiencia que pierde tanto pie con lo humano que nos acaba resultando demasiado ajena.

          Todo en la película parecen pretextos narrativos para acabar no contando nada más que la historia de un cuadro que el diablo parece pintar sirviéndose de la protagonista como de un instrumento manejado a su antojo. Es imposible, por tanto, evaluar los diálogos o ele intento de narrar algo, con pies y cabeza. Todo sucede como podría haber sucedido cualquier otra cosa. Ni hay personajes ni hay narración ni, ya puestos, ningún otro sentido que el del misterio de las alucinaciones por efecto de las drogas. Ahí se acaba esta película que chorrea sangre como otras ingenio, arte y sensibilidad.

          No sé si Joe Begos puede ser considerado el Ed Wood de nuestros días, a juzgar por los resúmenes que he leído de sus otras películas, pero en Ed Wood había, en contraste con Begos, un artista de tomo y lomo, muy bien retratado por Tim Burton en su magnífica película Ed Wood, a muchísimos años luz de este engendro que quise ver hasta el final para tener una idea de clara de lo que NO es el auténtico cine de terror.

 

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario