lunes, 26 de agosto de 2019

«El gran Flamarion», de Anthony Mann, quien no solo dirigió «westerns»…



Los abismos oscuros de la pasión: un potente amour fou con un magnético Von Stroheim en una película que salta de la serie B a la A por la magia de un guion y una dirección afortunados. 

Título original: The Great Flamarion
Año: 1945
Duración: 75 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Anthony Mann
Guion: Heinz Herald, Richard Weil, Anne Wigton (Story: Vicki Baum)
Música: Alexander Laszlo
Fotografía: James S. Brown Jr. (B&W)
Reparto: Erich von Stroheim,  Mary Beth Hughes,  Dan Duryea,  Steve Barclay,  Lester Allen, Esther Howard,  Michael Mark.

Sorprende que una historia de Vicki Baum, en su tiempo poderosa creadora de best-sellers, como Gran Hotel que Edmund Goulding llevó a la pantalla con un reparto de campanillas encabezado por Greta Garbo y Lionel y John  Barrymore, haya dado pie para rodar una película tan densa como concisa y dramática. Miremos el metraje y advertiremos que no hay planos de relleno ni secuencias que no estén al servicio de una trama relativamente sencilla pero llena de pasiones tremendas perfectamente interpretadas en su trío protagonista por el inefable Erich von Stroheim, autor de, para mí, una de las tres mejores películas de la Historia del cine, Avaricia, por una femme fatale de manual, Mary Beth Hughes, y un clásico de los «secundarios», el fabuloso Dan Duryea, un rostro sin el que el cine negro deja de tener sentido… Con esos mimbres en la interpretación, Mann, con un presupuesto de serie B que lo obliga a rodar íntegramente en estudio, arma una historia en apariencia menor, pero que va mucho más allá de lo que seguramente pensaron inicialmente que la cinta podría ser. El título, El gran Flamarion, tiene ya una resonancia clásica indiscutible, y nos sugiere una historia de secretos, mentiras y traiciones que no tardará en manifestarse como tal. La película se abre en un teatro mejicano en el que se interpreta una canción emblemática, Cielito lindo; un comienzo propio de un enamorado de todo lo hispano, como lo fue Anthony Mann. Allí se produce el desenlace de lo que se nos va a recontar en el preceptivo flash-back, porque en  aquellos años no hay historia que se precie que no se inicie con un flash-back, y lo mismo le sucede a esta. A partir de la narración de quien ha sido herido de muerte, reconstruimos esa historia sórdida que tiene lugar en las bambalinas de espectáculos de medio pelo, en este caso el de un tirador de precisión que escenifica su número, premonitoriamente, como el de un marido que llega a su casa y se encuentra con la infidelidad de su mujer: a golpe de disparo va acorralando a un amante pillado in fraganti  y a una esposa adúltera que será convenientemente ultrajada, para su vergüenza, por el habilidoso marido. El contraste entre la seriedad casi funeral de Flamarion y el tono de vodevil de la pareja sorprendida, un registro cómico totalmente inusual en las actuaciones de Duryea, dotan al número de una gracia que cautiva a las audiencias. En las bambalinas, la pareja son un matrimonio desavenido que está al borde de la quiebra, sobre todo porque ella, que no soporta el alcoholismo de su marido,  está enamorada de otro miembro de la profesión, un acróbata, y quiere escaparse con él -es deliciosa, por cierto,  la secuencia en la que ella habla delante del telón donde se animan las sombras de la actuación de su amante y su pareja de número-. Para ello, primero ha de deshacerse de su marido. El plan que urde es sencillo: seducir a Flamarion, prometerle que será su amante si él, en uno de los espectáculos, logra equivocarse a la hora de disparar y acaba acertando de lleno a su marido. Tras la muerte de este, y haber concertado una cita, los amantes se separan, pero ella no acude a la cita prevista. Y ahí empieza el tormento y la furia de un ser que se va hundiendo en la degradación de la necesidad de venganza al mismo tiempo que inicia una búsqueda desesperada de la traidora, aunque para ello tenga que perderlo todo e incluso empeñar los útiles de su exitosa carrera en el mundo del Show business. El proceso obsesivo que se apodera del protagonista, quien, con anterioridad, solo se había enamorado una vez en la vida, y había puesto, en buena lógica, todas sus esperanzas en la promesa de amor que su compañera de número le había hecho, se transforma en un descenso a los infiernos perfectamente interpretado por Stroheim, en un papel tan denso y dramático como el que le tocó interpretar en Sunset Boulevard. Hay una potente dosis de cine negro y psicológico  en esa degradación del protagonista, y Mann sabe acentuar a la perfección, mediante un blanco y negro de tipo expresionista, ese giro de thriller que se apodera de la película cuando se inicia la persecución sin tregua de quien se siente absolutamente segura de habérsela jugado al implacable tirador. Estamos ante una narración centrada en el mundo del espectáculo, y esa dimensión «espectacular» acompaña el desarrollo, porque los teatros, sean serios o de variedades, siempre han sido un escenario idóneo para los ajustes de cuentas, las persecuciones o la irrupción de la ficción en la realidad. Insisto, a algunos la historia hasta les puede parecer excesivamente sencilla, pero la atmósfera que consigue Mann y el verismo de las interpretaciones la dotan de una calidad que se alza por encima de la media del tipo de producciones de bajo presupuesto. Labor de mi Ojo cosmológico es, también, prestar atención a esta películas que pasan desapercibidas pero que contienen auténtico cine en sus soberbias imágenes. De Mann me guardo en la recámara un thriller que no tardaré en ver, por si puedo confirmar la dimensión plural de su carrera, encasillada como suele estar la misma en los westerns y las superproducciones, como El Cid, cuyo visionado forma parte de mis recuerdos de infancia. No creo que ningún espectador se sienta defraudado por esta «miniatura∫ concisa, seca e impactante, mucho mejor cine del que puede esperar ver en los estrenos habituales que se suceden con tanta rapidez como *anodinería

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