Meritorio intento de cine policiaco cruzado con el melodrama
sentimentalón: Nunca es demasiado tarde
o la estilizada sobriedad estética de un debutante.
Título original: Nunca es demasiado tarde
Año: 1956
Duración: 75 min.
País: España
Dirección: Julio Coll
Guion: Julio Coll
Música: Xavier Montsalvatge
Fotografía: Salvador Torres Garriga (B&W)
Reparto: Gérard Tichy, Margarita
Andrey, Miguel Fleta, Carlos Otero,
Arturo Fernández, Mario Beut,
Isabel de Pomés, George Martin.
Guionista de Apartado de Correos 1001 y director de Distrito Quinto, Julio Coll debutó en el
cine con esta película que se mueve, con soltura y firmeza entre dos géneros
que no siempre casan adecuadamente: el cine policíaco y el melodrama. Con dos
partes muy marcadas, la del atraco a una empresa de la que sale la banda no
solo enfrentados entre ellos sino, además, con un muerto innecesario a sus
espaldas, y la retirada al escondite donde reconsiderar una vida dedicada inútilmente
a la búsqueda del gran atraco que permita la retirada de vida tan arriesgada,
el protagonista se queda con el dinero, denuncia a la policía el robo y se
retira a su casa familiar, donde es recibido por sus dos hermanos, uno, que lo
aborrece, y otro que lo idolatra. Quien lo aborrece se enfrenta a él porque,
después de doce años de cortejo ha conseguido ser aceptado en matrimonio por
quien fuera la novia de su hermano, de quien huyó hacia esos planes de enriquecimiento
y de vivir “en el mundo” después de haberla dejado embarazada de un hijo. Así
pues, no tardamos en ver que el verdadero meollo de la película deriva hacia la
cuestión amorosa y a la asunción del rol de padre para con un hijo que lleva
doce años sin haber tenido ningún contacto con él. Teniendo en cuenta el año de
la película, 1956, ha de reconocerse que la situación no deja de ser atrevida
para la época, sobre todo porque, además, ella no ha dejado de quererle y es
más proclive a perdonarlo que a casarse con su hermano, quien discretamente se
pone en un segundo plano, no exento de rencor, y deja, con extrema delicadeza,
que ella resuelva lo que crea en conciencia que ha de resolver para el futuro.
Que ella revele al hijo la identidad del padre y que el niño lo asuma sin
aparente zozobra psicológica no deja de exigir cierta credibilidad en los
espectadores, a quienes se les hurta un posible conflicto que, por arte de
birlibirloque, se escamotea, teniendo en cuenta lo conocido en situaciones
semejantes. La dirección es muy esmerada, esto es, Coll busca encuadres que
aporten alguna originalidad a un guion relativamente plano y tópico: la
redención del delincuente en el seno de los valores familiares y de la
religiosidad social, porque, ante la llegada inminente de sus compañeros de
atraco, que vuelven en busca del dinero, el protagonista sabe que bien pueden
acabar con su vida y decide casarse a toda costa con la madre de su hijo para
darle, finalmente, el apellido al niño, porque en esos términos está situada la
cuestión también. Hay un plano destacado en el que la cámara enfoca a quien fue
amiga del protagonista a través del hueco que deja el brazo colocado en ángulo
sobre la cadera de un miembro de la banda, un casi debutante Arturo Fernández
que exhibe su palmito de galán del mal, en esta ocasión, con total propiedad;
pero no es el único en que Coll se luce, porque la parte del pueblo, y
especialmente los interiores de la casona rural donde viven los hermanos
permite una selección de planos muy notable, como el de los dos hermanos al
fondo de la escena y la mecedora donde murió el padre en primerísimo plano, por
ejemplo. La película le debe mucho a la interpretación del protagonista, uno de
los actores más curiosos del cine español, porque Gérard Tichy, nacido Gerhard
Tichy en Alemania, fue teniente de la Wehrmacht nazi y, tras la guerra, logró
huir de dos campos de prisioneros y entrar en España donde, gracias a un
conocido, acabó haciendo carrera cinematográfica. Habitualmente era doblado. Fue
durante mucho tiempo encasillado en
papeles de villano, por eso le estuvo tan agradecido a Coll, porque le permitió
interpretar un papel en el que los problemas de conciencia dominaban ampliamente
sobre la acción de su otra vida, reducida al mínimo en el planteamiento de la
trama y en el desenlace. He de reconocer que la obra deja mucho que desear,
pero Coll sabe trazar con buen pulso las individualidades en conflicto, todas:
los hermanos, la novia abandona y el hijo desconocido, amén de los dos
atracadores que han empeñado sus días en vengarse de él y recobrar el dinero
del atraco. Es una lástima que la música de un compositor tan poderoso como Monsalvatge
quede reducida a dos o tres frases bellísimas que, sin embargo, se repiten hasta la saciedad durante toda la
película, como si formaran parte de un disco rayado o como si la inventiva del
compositor no hubiera hallado el camino de continuación a ese arranque tan
soberbio. Con sus imperfecciones incluidas, la película sabe crear una
atmósfera doble: de desasosiego moral y, al final, de tensión criminal, y ambas
se resuelven en un desenlace muy conseguido y muy propio de la moral de la
época.
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