lunes, 7 de junio de 2021

«Sota, caballo y rey», «Sangre de Pista» y «Shari, la hechicera», de John Ford, camino del sonoro…

 

Título original: Cameo Kirby

Año: 1923

Duración: 70 min.

País: Estados Unidos

Dirección: John Ford

Guion: Robert N. Lee. Obra: Booth Tarkington, Harry Leon Wilson

Música: Emilio Iribarne, Mario Valdez (Película muda)

Fotografía: George Schneiderman (B&W)

Reparto: John Gilbert, Gertrude Olmstead, Alan Hale, Eric Mayne, W.E. Lawrence, Richard Tucker, Phillips Smalley, Jack McDonald, Jean Arthur, Eugenie Forde.


Título original: Kentucky Pride

Año: 1925

Duración: 70 min.

País: Estados Unidos

Dirección: John Ford

Guion: Elizabeth Pickett, Dorothy Yost

Fotografía: George Schneiderman (B&W)

Reparto: Gertrude Astor, Peaches Jackson, J. Farrell MacDonald, Man o' War, Winston Miller, Belle Stoddard, Malcom Waite, Henry B. Walthall.

 


Título original: The Black Watch

Año: 1929

Duración: 93 min.

País:  Estados Unidos

Dirección: John Ford

Guion: James Kevin McGuinness, John Stone. Novela: Talbot Mundy

Fotografía: Joseph H. August (B&W)

Reparto: Victor McLaglen, Myrna Loy, David Rollins, Lumsden Hare, Roy D'Arcy, Mitchell Lewis, Cyril Chadwick, Claude King, Francis Ford, Walter Long, David Torrence, Frederick Sullivan, Richard Travers, Pat Somerset, David Percy.





Un tahúr del Misisipí; una saga caballar de corredores en pista y el increíble primer sonoro que arruina una aventura colonial de cartón piedra… ¡Todo ello Made in Ford… «¡De Lope!», que diríamos en viejo castellano…

 

         ¡Un nuevo programa triple del director de directores, John Ford! Dos mudas y una tartamuda, si se acepta el mal chiste para enjuiciar una película, Shari, la hechicera, que, ya desde la traducción del título, advertimos que se trata de un disparate, porque la hechicera en cuestión se llama Yasmina, por ejemplo. Pero vayamos por partes, porque antes de llegar al sonoro he de detenerme, con admirada brevedad, en dos muestras de un cine consolidado, pero transmitido a trancas y barrancas, a juzgar por el estado de las copias que he visto. Ignoro si en Usamérica cuidan con tanto mimo su pasado cinematográfico como en Europa, pero puedo garantizar que se ha de ser un fordiano exhaustivo, como yo aspiro a serlo, para ver la versión de Cameo Kirby que yo he visto, subtitulada en portugués y en un estado tal que, a veces se había de entrever entre las sombras que algo está ocurriendo en la pantalla.

         La acción de Cameo Kirby transcurre en un escenario aledaño al Misisipí y en este mismo, en el que incluso hay una competición de barcos que recogerá años después en su película Barco a la deriva, de 1935 con Willi Rogers. El protagonista es un jugador profesional que, tras haber salvado a una mujer de las garras de unos rufianes en Nueva Orleans gana los derechos de una cosecha de algodón a un tahúr rival. El plantador se suicida y Kirby acaba enfrentado en duelo a su rival, Moreau, a quien abate. Con personalidad falsa, Kirby se presenta en la heredad para hacer valer su propiedad sobre ella, y allí se encuentra con la hija del propietario, a quien Moreau ha predispuesto contra él. Cameo Kirby contempló el debut de quien sería una de las grandes estrellas de Hollywood, Jean Arthur, y el protagonismo indiscutible de un «astro» de la época John Gilbert, a quien Greta Garbo plantó ante el altar… La película, entrevista, dado el estado de la copia, tiene excelentes escenas de tensión dramática, ardientes cruces de miradas entre la pareja protagonista y algunos secundarios, como una suerte de fiel Sancho Panza del tahúr, que permiten alguna escena jocosa.  En conjunto, la obra es muy equilibrada y se advierte una narrativa muy precisa y fluida. De hecho, fue la primera película que Ford firmaría como John Ford. Hasta entonces, todas las había firmado como Jack Ford. Poner de largo su nombre solo podía hacerlo, podemos entender, cuando él se sintiera seguro de que estaba entregando a la posteridad algo digno de él. Aunque aún no hay en Cameo Kirby muestras sólidas del típico humor de Ford, que tanto prodigaría después, sí que hay una acción dramática muy bien llevada y escenas, como la del garito de Nueva Orleans, llenas de un dinamismo y del retrato del protagonista como dueño de su destino que continuaremos viendo en su filmografía posterior. La suplantación de personalidad, que forma parte esencial de la trama, es un recurso excelente, en manos de Ford, y en Cameo Kirby, al servicio de la trama amorosa, rinde unos beneficios narrativos excelentes. Entenderé perfectamente que alguien se acerque a ella y se pregunte cómo he sido capaz de verla entera, en ese estado de conservación; pero no es menos cierto que los arqueólogos ven maravillas en los restos derruidos de las grandes construcciones del pasado. Sin llegar a ese nivel de deterioro, pero no le anda muy lejos, en los restos conservados advertimos lo que debió de ser, en términos de fotografía, de la naturaleza sobre todo, el original en su tiempo.

         Kentucky Pride es una película que diríase rodada para que sea vista por Fernando Savater, ¡y aun comentada!, porque, en ella, el verdadero protagonismo recae en los caballos, antes que en los humanos. Eso se nos muestra ya en los títulos de crédito, en los que se identifica la genealogía de  Us horses y, a continuación, se identifican a Those creatures called humans. Que, acto seguido, tome la palabra narrativa la yegua a través de cuya narración vamos a identificarnos con el destino, unas veces brillante y otras miserable, de esos seres a quienes Swift elevó al más alto escalafón entre las criaturas terrestres, me parece una innovación estilística de tal categoría que deja pequeñas las muchas que nos pueda ofrecer la modernidad. Está claro que el contexto de la película es la vieja novela clásica Black Beauty, de Anna Sewell, su único libro y un superventas mundial, narrada en primera persona por el caballo. En nuestros días, el homenaje más reciente a animal tan hermoso ha sido el de War Horse, de Spielberg, una hermosa película, sin duda, pero muy distinta de esta de John Ford.

La vida de los privilegiados caballos de las cuadras que buscan los mejores competidores para las carreras es un tema que diríase especialmente indicado para ser dirigido por John Ford, no solo por el protagonismo que tienen los caballos en las películas del oeste, sino por la importancia que han tenido en muchas otras películas, como en El hombre tranquilo, sin ir mas lejos, o en la que rodó justo un año después de esta: La hoja de trébol (The shamrock Handicap), en la que el tema irlandés se mezcla con el de las carreras de caballo para darnos una película más compleja argumentalmente que esta, en la que tanta importancia tiene el aspecto «documental», con imágenes bellísimas de la vida de los caballos, de sus juegos y aun de sus enfrentamientos.

         Todo comienza a complicarse cuando el amo de la cuadra pierde en el póker sus caballos menos uno, Virginia’s Future al que entrena para participar en el Derby de Kentucky y al que apuesta lo que le queda de su fortuna esquilmada sobre el fieltro verde. Lo monta el hijo del capataz y entrenador, el impagable J. Farrell MacDonald, Donovan en la historia, uno de los actores fetiche de Ford. Justo antes de cruzar la meta como ganador, el caballo pisa mal y cae, tirando al jinete al suelo. Con la pata rota, y habiéndolo perdido todo, el propietario deja su hacienda en manos de su mujer y desaparece incluso de la vida de su hija, que confía a Donovan. La nueva ama le ordena matar a Virginia’s Future, porque, con la pata rota, no puede ser de ninguna utilidad. Donovan finge hacerlo, pero preserva la vida de la yegua, la cual es vendida después a un criador por tres mil dólares. Confederacy será el hijo de Virginia’s Future que, andando el tiempo, será montado por el hijo de Donovan, ahora policía en Nueva York, avanzándose a ese homenaje como protagonista que le regaló Ford en Riley the Cop («Policías sin esposas»), tres años más tarde. El veneno de las carreras no puede ser extirpado, así como así, y en un hipódromo tiene lugar el reencuentro entre Donovan y su antiguo amo, Mr. Beaumont, quien, en una escena deliciosa, se acerca por la espalda al desconocido y le dice que tiene una partida de licor a muy buen precio, Donovan se limita a sacarse la placa y, sin darse la vuelta en ningún momento, abre el puño de la mano girada para que el «traficante» vea la insignia y se aleje, lo que en efecto hace. Luego ya se da la vuelta y es cuando se produce la anagnórisis, lo que va a suponer el reencuentro emocionante del padre con la hija, ¡y las magníficas escenas melodramáticas que sabía componer Ford con una delicadeza que ya quisieran muchos directores especializados en la lagrima fácil…y el dramón! Sin querer chafarle nada a nadie, hay otra escena soberbia en la película, tras ese reencuentro. Está en la calle el policía poniéndole una multa a un transportista por llevar un carro tan cargado, con el consiguiente malestar inhumano para la caballería que tira de él y Beaumont sigue el diálogo de Donovan con el infractor mientras acaricia las ancas del animal. En ese momento es este quien toma la palabra y nos dice que hace lo posible y lo imposible para llamar la atención de Beaumont, ¡porque ha reconocido la caricia de su mano sobre su piel!, pero acaba alejándose de él sin que esa otra anagnórisis, ¡que tantísimo desea el espectador!, se produzca, lo cual se erige en un motivo dinámico de la narración de muchos quilates. Lo que viene después pertenece a lo mejorcito de la filmografía de Ford, a la inmensa capacidad de apoderarse de la atención del espectador y de sumirle en unas expectativas que lo llevan, admirado, hacia el desenlace. Como esta película sí que está en relativo buen estado, invito a quien quiera saber por qué Ford está considerado acaso como el más importante director de la Historia del Cine, a verla para entenderlo. Por descontado que Savater debería de verla cuanto antes, si es que no la ha visto ya, claro, porque, como dije al principio, parece haber sido rodada para él y para cuantos como él son aficionados a los caballos y a los hipódromos.

         The Black Watch, traducido inmisericordemente en castellano como Shari, la hechicera, es el primer largo sonoro de Ford, y la película pasará a la historia como lo que es un «intento» de adecuarse a una nueva realidad, la del sonoro, ajena por completo a los usos habituales de la industria. Antes, rodó un cortometraje, hoy perdido, El barbero de Napoleón, en el que explotaba una anécdota con muy cómicos ribetes: En un alto de su camino hacia el frente, Napoleón para en un pequeño pueblo y decide afeitarse. El barbero, que no lo reconoce, comienza a despotricar contra el Emperador y le va contando al cliente lo que haría con él si lo tuviera en esa silla y a su merced, como está el cliente… ¿A que promete? ¡Sería un acontecimiento mundial que se descubriera una copia visible! John Ford debió de lanzarse al rodaje de The Black Watch, la historia de un regimiento escocés que va a entrar en combate en la Gran Guerra, y la de uno de sus oficiales que es obligado a renunciar para cumplir una misión secreta en India: evitar que los guerrilleros devotos de una mujer a la que consideran una diosa debiliten el gobierno de Su Majestad en India. La renuncia lo hace aparecer ante los ojos de sus compañeros como un «cobarde», porque prefiere un «plácido destino» colonial a entrar en guerra en la vieja Europa.  John Ford confesó en una entrevista que, con la llegada del sonoro, los Estudios comenzaron a despedir a directores y a contratar a directores de teatro para enseñar a declamar a los actores. Puedo asegurar que cuando estaba viendo la película llegue a pensar que se trataba de una parodia de la llegada del sonoro s las pantallas, algo así como lo que se contaba, tan maravillosamente bien, en Cantando bajo la lluvia; dado el nivel de afectación de ambos actores, McLaglen y Mirna Loy, quienes compiten por recitar de la manera más ridícula posible. Para desesperación de Ford, la tendencia de los directores teatrales era a colocar la cámara en un plano fijo y que los actores se desenvolviesen frente a ella, con esa afectación declamatoria de la que venimos hablando. Que hay algo de poderoso cartón piedra y película barata de aventuras en esta obra de Ford no impide, sin embargo, que, gracias a una excelente puesta en escena, con unos decorados muy convincentes, aunque con una secuencia de actos sin ninguna verosimilitud posible, Ford sea capaz de componer escenas muy poderosas, amén de un curioso contrapunto entre la aventura de McLaglen en India y la aventura de su Regimiento en Europa, en el que también combate su hermano menor, y que, en un momento dado de la trama, le es dado contemplar en una bola de la hechicera que le permite ver lo que pasa al otro lado del mundo. Myrna Loy, hierática y sacerdotal, ¡nada que ver con la de sus divertidas películas con William Powell!, tiene una voz aguda y una dicción tan solemne que parece estar recitando continuamente una oración, incluso cuando habla de su pasión por el militar británico de quien se ha enamorado apasionadamente, antes de caer bajo las balas de sus propios seguidores que la acusan de traidora cuando ella les pide que se disuelvan y vuelvan a sus casas. Hay mucha sabiduría cinematográfica en la composición de los planos de una película en la que se echa muchísimo de menos lo que fue marca de la casa fílmica Ford: la espontaneidad, la naturalidad. De hecho, la aparición recurrente de los gaiteros parece algo así como un «¿Les gusta el sonoro? ¡pues venga, gaitas a discreción!» Distinto es, aunque vaya en esa línea de potenciar la exhibición de lo sonoro, la inclusión de una canción tradicional escocesa que, cuando se estrenó la película, aún no se había convertido en una tradición: Se trata del Auld Lang Syne, la que ahora es típica canción para despedir el año y que en esta película, a nivel antropológico, vemos interpretada como lo exigen los cánones de la tradición escocesa, sean militares o no quienes la cantan, entrelazándose las manos hasta crear un círculo de camaradería en que se evocan los Good Old Times que no han de olvidarse jamás.

         No falta, en esta ocasión, el contrapunto de algunos personajes cómicos en el batallón que se despide en la estación o que regresa tiempo después del conflicto, con serias heridas abiertas por el conflicto, lo que va confirmando esa querencia de Ford hacia un saludable escepticismo sobre la naturaleza humana, capaz de lo mejor y de lo peor. Hecha la salvedad del ridículo de las declamaciones, la película tiene escenas muy conseguidas, como la del enfrentamiento de un borrachín McLaglen con un compañero de armas en el club de oficiales para convencer a los rebeldes de que este se ha convertido en un proscrito que busca amparo entre los rebeldes de la diosa. Con todo, en modo alguno puede compararse esta The Black Watch con la portentosa Wee Willie Winkie, en la que McLaglen, ocho años después, parece otro, la verdad; si bien como momento del nacimiento del sonoro tiene un valor documental enorme, perspectiva desde la que la película merecería ser vista, aunque sus cualidades formales ya la hacen merecedora de ser vista, por supuesto.

        

 

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