lunes, 16 de junio de 2025

«Vuelve, pequeña Sheba», de Daniel Mann o el poder de lo teatral en su ópera prima.

La vida sórdida en la cuesta abajo de la vida…

 

Título original: Come Back, Little Sheba

Año: 1952

Duración: 92 min.

País:  Estados Unidos

Dirección: Daniel Mann

Guion: Ketti Frings. Obra: William Inge

Reparto: Burt Lancaster; Shirley Booth; Terry Moore; Richard Jaeckel; Philip Ober; Edwin Max; Lisa Golm; Walter Kelley.

Música: Franz Waxman

Fotografía: James Wong Howe (B&W).

 

          El cine es, a efectos artísticos, omnívoro: consume cualquier contenido, adapte la forma que adapte, desde una canción o un artículo o noticia periodísticos hasta otra película, una ópera o una representación teatral. El teatro lo ha abastecido durante mucho tiempo, sobre todo en Usamérica, donde no se concebía que un éxito de Broadway no acabara teniendo su versión cinematográfica. Es el caso de esta triste película, un punto sórdida y excelentemente ambientada e interpretada. De su autor, William Inge, se han hecho dos adaptaciones que han de entenderse como obras mayores: Picnic y Bus Stop, ambas de Joshua Logan, con cuatro intérpretes en estado de gracia: William Holden. Kim Novak, Marilyn Monroe y Don Murray.

          Se dice que, a pesar de la diferencia de edad, que tanto afecta a la verosimilitud de la historia, Burt Lancaster peleó por que le adjudicaran el papel de esposo alcohólico que lleva un año sin beber y que, tras la llegada a su casa de una joven que busca piso para asistir a la universidad, inicia una deriva del desengaño, la decepción y la desolación que alimenta una situación imposible, patética y muy dolorosa, tanto para él mismo como para la auténtica intérprete de la película: la mujer, Lola, con quien se casó muy joven, tras dejarla embarazada, aunque luego perdieran la criatura. Los espectadores intuyen que no fue, precisamente, una decisión libre, la de casarse, de ahí que Doc no solo arrastre ese pasado, sino que también lo sufra hasta la perdida total de la ilusión y la esperanza, y de ahí ese pasado alcohólico sobre el que no se nos dan demasiadas explicaciones.

          La película se abre con la llegada de la joven a la casa, la exploración de la misma y su decisión de quedarse con la habitación, pero la de la planta baja. Es Lola quien le enseña a casa; pero es Doc quien la acepta y le coge el dinero del anticipo, ante su sorpresa. La posterior vida de amistad y coqueteo de la joven, desde el punto de vista puritano de Doc, afectará notablemente a su comportamiento no solo para con la joven, sino también para con su esposa. El otro episodio inicial que nos avisa de por dónde pueden ir los tiros es la celebración, en Alcohólicos Anónimos, de su primer año entero sin probar una gota de alcohol, aunque en la casa del matrimonio haya siempre una botella en un armario de la cocina, para afianzar el compromiso con su lucha para erradicar la drogadicción; algo que, sin embargo, nos inquieta, como viejos zorros de la narrativa.

          Doc, y de ahí el apodo con que se refiere a él la esposa, es quiropráctico, y se nos dice que ha conseguido recuperar la clientela que perdió cuando se sumergió en la densa niebla de la adicción. Todo parece fluir normalmente, pero cuando vamos conociendo la relación que mantienen ambos esposos, de total frialdad y distanciamiento, como si Doc le reprochara constantemente su radical infelicidad presente a la mujer que cedió, en la juventud, a sus requerimientos sexuales, se nos va ensombreciendo la historia hasta unos niveles que se ven acrecentados por lo que parece un trastorno mental de la mujer, dado su comportamiento, el modo infantiloide como trata a su marido, su incapacidad para levantarse de la cama y arreglar la casa, su indumentaria desaliñada, su ausencia de la más mínima preocupación por realzar la mucha o poca belleza que le queda… Estamos en presencia, pues, de dos supervivientes en una relación insatisfactoria que les ha pasado la más gravosa de las facturas.

          El modo como ambos esposos contemplan los coqueteos de su inquilina con un joven deportista de la universidad, y la escena en que lo pinta en pantalones cortos y camiseta de tirantes es uno de los grandes momentos de la película, determina la evolución de la trama hacia una tensión suscitada por ella, del mismo modo que su fallida estancia nocturna en la casa la vive Doc como un fracaso que le hace rememorar el suyo de juventud y le anima, para salir de la tensión, a refugiarse de nuevo en la bebida. La mezcla de solicitud, admiración y complicidad con que la mujer vive esos escarceos venatorios de la joven, lo que la lleva a revivir su juventud como el gran momento de su vida, deshecho tras la perdida, los revive Doc como una imposible relación con la joven, dado que es algo que salta a la vista la gran diferencia de edad entre ambos esposos.

          Tras la terrible recaída de Doc, hay otra escena crucial en la película: una mujer de más de cincuenta años que llama a su casa para saber si sus padres, dado que no sabe cómo evolucionará el estado de su marido, pueden acogerla en ella. La respuesta es un no rotundo. A pesar de la inhumanidad aparente de la decisión, se nos dice que fue el padre quien echó de casa a la hija tras quedarse embarazada y, por otro lado, cuando los hijos dejan la casa familiar, se entiende que es para ya no volver, algo que en Europa, ¡y más aún en España!, nos parece inconcebible. Esa escena telefónica le rompe el alma a cualquiera. Y en ella la actriz, Shirley Booth, eximia actriz de teatro, y con solo cuatro películas en su haber, tiene muchísimo que ver, porque es a través de ella que vemos cuanto la rodea y cómo sabe ella tratar de sobrevivir en ese declive emocional que es la frágil relación con su esposo, a quien siempre teme perder, como perdió a su perrita, Sheba, por la que no deja de preguntar durante toda la película, hasta el final.

          Esta adaptación al cine supuso el debut de Daniel Mann, un director irregular, pero curioso, con filmes en su haber como La rosa tatuada, acaso más logrado que esta, y con una película que me metió el miedo en el cuerpo hasta donde no está escrito: La revolución de las ratas, que vi en un cine de la Gran Vía de Madrid, al poco de ser estrenada, allá por mis quince años...

          El prodigio narrativo de la película, que apenas rueda en exteriores, porque todo o casi todo ocurre en los pocos espacios de la casa, ¡hasta el cartero es invitado a entrar, aunque no tenga correspondencia para ella!, y sale de la casa, prometiéndole  a Lola que le escribirá él mismo para tener un pretexto para volver a visitarla, aunque se sienta incómodo, en parte, por la excesiva obsequiosidad de la mujer.

          La película, de 1952, sugiere ya un cambio de comportamiento en la juventud que se opone a la rigidez puritana de las generaciones anteriores, y ahí la joven Terry Moore juega un papel extraordinario, lleno de naturalidad y encanto, lo mismo que Richard Jaeckel, cuya muerte en Casta invencible, de Paul Newman es de las que no se olvidan…

viernes, 13 de junio de 2025

«Megalópolis», de Francis Ford Coppola o el desvarío.

Una «fábula» en la que sobran humanos logorreicos y faltan animales razonables…

 

Título original: Megalopolis. A fable.

Año: 2024

Duración: 128 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Francis Ford Coppola

Guion: Francis Ford Coppola

Reparto: Adam Driver; Nathalie Emmanuel; Giancarlo Esposito; Aubrey Plaza; Shia LaBeouf: Jon Voight; Laurence Fishburne; Dustin Hoffman; Talia Shire; Jason chwartzman; Kathryn Hunter; Grace VanderWaal; Chloe Fineman; James Remar; D.B. Sweeney; Isabelle Kusman; Madeleine Gardella; Balthazar Getty; Sonia Ammar; Charlene Amoia; Charlie Talbert; Bailey Coppola; Sean Hankinson; Matthew James Gulbranson; Jade Albany Pietrantonio; Muretta Moss.

Música: Osvaldo Golijov, Grace VanderWaal

Fotografía: Mihai Malaimare Jr.

         

          Bueno, al final la he acabado viendo. En televisión, claro, porque cuando me quise espabilar para verla en pantalla, donde se debe ver, no había posibilidad humana de hacerlo, tras las críticas despiadadas que cortaron en seco lo que podía haber sido una carrera comercial.

Me senté ante la película con la más favorable de las predisposiciones, un poco por ese espíritu de pepito grillo contestón contra el parecer general, tan extendido, de que Coppola nos había entregado un fiasco, una chapuza, algo que de ningún modo estaba a la altura de sus grandes obras, ¡y ni aun de las menores, como Tetro!  Acabada de ver, decisión que tomé por respeto al autor de El padrino, Apocalypse now o Cotton Club, entre otras, he de rendirme a la evidencia y reconocer que, en efecto, Coppola, acaso con la mejor intención vanguardista, nos ha entregado un truño muy difícil de digerir.

He tenido la sensación, desde el arranque, que el subtítulo, «una fábula», era algo así como la «licencia para matar» de 007, es decir, la libertad de desarmar y atropellar narrativamente una historia que no acaba de funcionar, ni como parodia, ni como sátira, ¡y mucho menos como drama!, en ningún momento. Y todo ello a pesar del derroche de imaginación que advertimos en una puesta en escena a la que parece fiarse toda la capacidad de sorpresa, porque el trasplante de la Roma antigua a la Nueva York del futuro, a pesar, insisto, de las buenas intenciones, cae en el más triste de los ridículos, lo cual me parece un insulto —autoinsulto, en este caso— a la carrera de un director fundamental en la historia del cine.

Cualquier capítulo dela serie Yo, Claudio, de Herbert Wise, tiene bastante más interés que esta larga historia de un diseñador de mundos interpretado por un Adam Driver convenientemente latinizado, un poco al estilo de James Mason y Marlon Brando en Julio César, de  Mankiewicz, y aun estoy dispuesto a reconocer que es el único que destaca en un reparto en el que hay multitud de papeles ingratos, por decir algo suave, que dejan en ridículo a quienes intentan sacar partido fílmico de ellos, como Voight o Hoffman, por no hablar de la Livia de tercera clase que es Aubrey Plaza, una periodista cercana al poder, al que accede a través del sexo.

Lo sorprendente es que una historia de la decadencia de Roma se nos muestre aquí como el fundamento de la sociedad del futuro, en la que todas las bajas pasiones humanas tienen su asiento. Sí, es cierto que hay un intento de forjar un discurso sobre la responsabilidad del artista que diseña espacios urbanos como el marco de utopías sociales, pero el desarrollo de las escenas de la vida de la ciudad nos traen los mismos viejos ritos de siempre, las mismas relaciones de poder de siempre y las mismas vacuidades de siempre, y a través de ellas percibimos esa sensación de hormiguero público ajeno a los problemas esenciales de la población, que aquí figura como mera espectadora de las vidas glamurosas de los poderosos, de sus fiestas, de sus ritos, de sus choques, de sus ambiciones y de sus seducciones. Diríase que no existe la vida privada, que todo transcurre ante los ojos de los espectadores, quienes, tras vallas y en rigurosos colores obscuros, contemplan el espectáculo de los poderosos como el único circo posible.

No voy a negar que la imaginería visual de Coppola, ayudado por las nuevas tecnologías, hace posible un mundo futurista que llama la atención cansada del espectador, pero hay tantísimo movimiento desordenado de personajes, tantísimas escenas de torpe relleno y nulo interés que la trama queda totalmente desdibujada, y te desinteresas de ellas desde los primeros compases, por incapacidad para sacarle un jugo conceptual o emocional que no aparece por ningún lado: parece una galería de tarados exhibidos en un circo romano, ¡lejísimos del interés soberbio que despierta el dramático, humano y compasivo de Tod Browning en Freaks!

          La retórica del exceso, curiosamente, ha de estar muy medida, si no se quiere caer en la trampa del caos, del matalotaje. Y la puesta en escena no cubre, ¡afortunadamente!, la distancia tremenda que nos separa de la hipotética empatía que los espectadores han de sentir con algo al menos de lo que ocurre en pantalla y con quienes lo protagonizan. Coppola no deja en ningún momento que haya el más mínimo resquicio por el que se cuele esa empatía: todo es apabullante, excesivo, desmesurado, inabarcable…, y el resultado es el de una frialdad que nos vuelve ajeno cuanto ocurre en pantalla: monstruos, sí, pero encerrados en una mónada en la que se agitan como en el famoso saco de la poena cullei el mono, el perro, el gallo y la víbora…

          ¡Cómo me hubiera gustado escribir una crítica en que convenciera a propios y extraños de la maravilla que deberían ver, no tanto por ser de Coppola y por haberse este empeñado hasta las cejas, cuanto por la historia maravillosamente contada que nos hubiera propuesto! No ha sido así, y, con todo, hay en la película suficiente imaginación como para, desentendiéndose de la fábula, disfrutar de algunos hallazgos visuales y algún que otro número circense muy notable. Aún recuerdo, de Tetro, la maravillosa escena de la danza, que valía por toda la película, un momento mágico muy difícil de encontrar incluso en las películas excelentes, pero no realizadas por un genio. No digo, con todo, que eso solo invite a ver la película, pero servirá de consuelo, al menos, para quienes, por fidelidad a Coppola, verán la película, a pesar de las críticas, esta incluida.

 

         

miércoles, 11 de junio de 2025

«Un lugar en ninguna parte», de Sidney Lumet o la lucidez del cine político.

 

Una visión crítica de la rebeldía política de los 60 que incluso llegó a la idealización del terrorismo.

 

Título original: Running on Empty

Año: 1988

Duración: 116 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Sidney Lumet

Guion: Naomi Foner

Música: Tony Mottola

Fotografía: Gerry Fisher

Reparto: Christine Lahti,  Judd Hirsch,  River Phoenix,  Martha Plimpton,  Jonas Abry, Ed Crowley,  L.M. Kit Carson,  Augusta Dabney,  Steven Hill.

 


         Un lugar en ninguna parte es una película atípica, una suerte de ajuste de cuentas con una juventud airada que no dudó en llegar incluso a lo más parecido al terrorismo en los años 60,  cuando los conflictos raciales y la lucha contra la guerra imperialista en Viet-Nam removieron los cimientos de la sociedad usamericana y tuvieron lugar los «acontecimientos» del 68, de los que se hace eco narrativo, por ejemplo, la Pastoral americana, de Joseph Roth.

La película sigue los pasos de una pareja, con dos hijos, que, responsables de haber colocado una bomba a resultas de la cual un trabajador quedó herido y perdió la visión, decide huir y llevar una vida normal con la única salvedad del ojo avizor que han de mantener para evitar ser acorralados por el FBI, que sigue de cerca sus pasos. En esa labor contarán con la ayuda del hijo mayor, River Phoenix, en un papel hecho a su medida, porque tiene unos mimbres autobiográficos que debieron de facilitarle mucho la labor.

De hecho, la acción comienza in medias res, con Phoenix observando el sigilo de los movimientos de los coches del FBI que se sitúan a pocos metros de la casa para el asalto final. Con una habilidad especial, Phoenix consigue, a través del perro, dirigirle un mensaje a su hermano pequeño, con quien, una vez que ha dejado la casa, van a buscar a sus padres para cambiar de ciudad y empezar una nueva vida en otro lugar. Así llevan dieciséis años cuando la película nos narra el tipo de vida de dos jóvenes rebeldes que han formado una familia «ejemplar» y que se van sosteniendo gracias a su trabajo y, cuando llegan las dificultades, gracias a los antiguos compañeros de lucha, alguno de los cuales incluso llega a decir —¡sin sarcasmo ninguno!— cómo envidia que la pareja aún siga en la lucha, manteniendo los ideales izquierdistas y comunistas de la juventud.

La película enseguida se centra en la historia de desclasamiento del hijo mayor, cuyas habilidades con el piano, después de haber sido enseñado solo por la madre, lo llevan a luchar por una beca para la celebérrima escuela Juilliard. Sí, los cinéfilos lo han acertado, la misma donde estudia el protagonista de Whiplash, de Damien Chazelle. El nuevo profesor de música de la ciudad adonde llegan y donde se instalan, descubre los talentos del chico, pero este lo que descubre es el amor por la hija de su profesor, una historia de amor juvenil narrada con una delicadeza y con una ternura difíciles de conseguir tan acertadamente.

En la película hay un momento «cumbre» que reviste un carácter antológico. Me refiero a la entrevista en que la madre del joven se entrevista con su padre y, en calidad de abuelo del chico, le pide que lo proteja y que le financie los estudios, porque el chico tiene aptitud, al parecer, como se desvela en la entrevista, las mismas que la madre. La tensión, la emoción, la realidad, el desengaño, la distancia que se va reduciendo minuto a minuto, la emoción que consigue desbordarse sin que padre e hija hayan intercambiado un saludo, una caricia o un beso me ha parecido una obra de arte. Es difícil sustraerse al raudal de emoción que se va gestando a cada palabra, a cada reconocimiento de una equivocación vital, incluida la decisión de entregarse a la policía cuando haya «criado» a su segundo hijo, al que, sin duda, tardarán los abuelos mucho tiempo en conocer, si es que llegan a conocerlo.

La película es muy crítica con el idealismo que borra la frontera entre la protesta legítima y el terrorismo, y de ahí la incapacidad del espectador de empatizar totalmente con la pareja y con los hijos, aunque aparecen ante sus ojos como una familia normal, con dificultades, muy unida, pero con la «particularidad» de estar siendo perseguidos constantemente por el FBI y obligados a llevar una vida errante y casi clandestina. De hecho, hasta van a tener que falsificar el expediente de su hijo para poder presentarlo para matricularlo en el College, porque, como familia, han ido pasando por los sitios sin dejar memoria de ellos, de ningún tipo, como lo prueba el que los hijos no se presenten en la escuela cuando han de hacerse las fotos de grupo, por ejemplo.

La tensión entre un padre que quiere controlar al hijo, que quiere «formarlo» a su imagen y semejanza, y una madre que quiere que vuele solo, sin tener que pagar él por los «errores de juventud» de sus padres, forma parte de la tensión dramática de la narración. Del mismo modo, el joven, que no «debe» enamorarse de la hija del profesor,  porque está condicionado por la necesidad que tienen los padres de él, como ayuda, para preservarlos de ser atrapados, genera una ramificación de la narración en la que la verdad se acaba abriendo paso, ante la incomprensión de la joven, que no acaba de entender por qué su enamorado ha de supeditar su vida a la de sus padres.

Es hermosa, tristemente hermosa, la revelación de ese porqué que destroza a ambos adolescentes y que los separa a pesar del amor profundo, acaso del «primer amor de esa naturaleza» que ambos viven. Lumet observa a sus personajes y muestra sus contradicciones y sus fortalezas, pero en modo alguno inclina al espectador hacia la identificación con ellos. Son estos, en su vivir cotidiano, quienes van desgranando su pasado y cómo les condiciona el presente, y como, así mismo, van llegando, los miembros de la pareja, a conclusiones vitales diferentes. Se trata de una película muy meritoria y muy valiente, porque, aunque a 20 años de distancia de los hechos, poner en tela de juicio a los erráticos progresistas de las revoluciones «acomodadas» de los 60 no deja de tener su mérito. No hay crónica social, que conste; ni sociología de baratillo, sino vidas humanas truncadas, rehechas y deshechas, todo ello desde la objetividad que permite verlos desenvolverse en su vida corriente a través de la cámara como testigo insobornable de las mismas.

«Hijos de los hombres», de Alfonso Cuarón o la distopía sin distancia.

 

Una confusa película antimalthusiana en una sociedad organizada a la defensiva contra la inmigración, el terror y la esperanza.

 

Título original: Children of Men

Año:  2006

Duración: 105 min.

País: Reino Unido

Dirección: Alfonso Cuarón

Guion: David Arata, Alfonso Cuarón, Timothy J. Sexton, Hawk Ostby, Mark Fergus. Novela: P.D. James

Reparto: Clive Owen; Julianne Moore; Michael Caine; Chiwetel Ejiofor; Peter Mullan: Danny Huston; Clare-Hope Ashitey; Pam Ferris; Charlie Hunnam; Oana Pellea; Jacek Koman; Ed Westwick; Paul Sharma.

Música: John Tavener

Fotografía: Emmanuel Lubezki.

 

          ¡Lo bueno que tiene haberse perdido estrenos y el consiguiente cruce de anatemas y panegíricos!, porque me he asomado a esta película de Cuarón con absoluta inocencia, hija de mi total desconocimiento de la historia y de la realización. De P.D. James hizo una película Almodóvar, Carne trémula, que es de las que más me han gustado de él, porque tenía pies y cabeza y había poco lugar para sus excentricidades manchegas. Que Hijos de los hombres esté basada en una novela de la misma autora, suponía el primer atractivo de la película, de la que, insisto, lo ignoraba todo. Y me ha seducido. Todo: la interpretación (aunque menos el hippy pretendidamente «entrañable» que representaba Michael Caine, aunque la escena en la que lo asesinan no deja de impactar, desde luego), la historia del mundo al revés de como lo conocemos, amenazado por la ausencia de nacimientos, no por el exceso de población, y, sobre todo, por una puesta en escena y una dirección que juegan permanentemente con la mezcla de géneros: cine político, thriller, cine apocalíptico, cine distópico, cine social, cine de sectas, y de todos ellos saca Cuarón un jugo cinematográfico excelente, apoyado, ya digo, en la soberbia puesta en escena que repasa desde los altos círculos el poder y su lujo, hasta la miseria extrema y la supervivencia, todo ello en una sociedad en la que el ejército y la policía ejercen un control propio de una dictadura, no de un sistema democrático, aunque el terrorismo de quienes están permanentemente amenazados de expulsión contribuye a reforzar ese control militar. Estos días, sin ir más lejos, estamos viendo la irrupción del ejército en California, por mandato de Trump, con las consiguientes algaradas y protestas que pueden convertirse en una espiral destructiva que acabe poniendo en tela de juicio un sistema tan presidencialista como el Usamericano.

          La película de Cuarón sigue los pasos de un escéptico funcionario, antiguo activista, que acaba de contemplar la noticia de que ha fallecido el último hombre joven del planeta, con apenas 18 años, una noticia de alcance mundial. No tarda en ser raptado por un grupo terrorista dirigido por su exesposa, interpretada por Julianne Moore. Al protagonista, Theo Faron, una magnífica interpretación de Clive Owen, quien tiene contactos familiares en la alta administración del estado,  le proponen convertirse en el acompañante de una inmigrante que ha de ser llevada a una organización llamada Proyecto hombre que estudia la epidemia de infertilidad para buscar un remedio que cambie el rumbo de la Humanidad hacia la extinción.

          Un acierto de la película es que se escoge al personaje de Owen como la única fuente de información que tenemos, y solo vamos conociendo la historia a través de lo que le pasa a ese personaje, quien aparece siempre en pantalla. La película, a todos los géneros que todo, y que ya citamos anteriormente, ha de sumársele el de la odisea, el del viaje que ha de transformar a quienes lo realizan, una suerte de parábola bíblica que tiene en la joven africana embarazada una nueva virgen maría que da a luz en la más sucia y siniestra habitación imaginable y cuyo milagro epifánico va a ser capaz, en uno de los momentos más emotivos de la película, de suspender el cruce de disparos entre el ejército que asedia un edificio tomado por los terroristas que habían secuestrado al bebé, cuando, recuperado para la madre, se oye su llanto y los militares, conmovidos por semejante novedad, deponen las armas y suspenden el asedio al edificio, una de las partes más impactantes de la película, por el realismo del enfrentamiento y por un montaje que consigue hacer aparecer como un plano secuencia diversas tomas ensambladas.

          He de reconocer que, al margen del thriller político, centrado en la detención, expulsión y eliminación arbitraria de los inmigrantes que buscan refugio en una sociedad fallida y controlada por el ejército, hay no pocos momentos en la película en la que cuesta trabajo seguir las maquinaciones del grupo terrorista que está a punto de matar al protagonista y esperar el nacimiento del futuro bebé para quedarse con él y usarlo como estandarte de su movimiento revolucionario, tras deshacerse de la madre, obviamente.

          Lo absolutamente genial en la película, hay que repetirlo hasta la saciedad, es una puesta en escena apocalíptica que juega permanentemente con la degradación de los espacios y de las personas, como si hubiera desaparecido absolutamente lo que se entendería por «la vida normal» y se viviera en permanente estado de emergencia y conflicto callejero. Da la impresión del día después de una guerra nuclear, por eso la epidemia de esterilidad tiene ese puntito de originalidad que permite especular con un final que suena bíblicamente a la Tierra Prometida de un mañana en el que vuelvan a nacer chiquillos con total normalidad. Aunque Cuarón despoja a la narración de cualquier connotación religiosa, está claro que son abundantes las señales de los referentes cristianos que impulsaron la narración de la novela. El hecho mismo de que, preguntada la joven embarazada por quién era el padre de la criatura y que ella respondiera que era virgen, nos da a entender la importancia de esa perspectiva religiosa que imprimió la autora en su relato. No es imprescindible para entenderlo ni para valorarlo, pero que el llanto de un bebé sea capaz de parar lar armas solo puede explicarse desde esa perspectiva religiosa.

          Como toda epopeya fundacional, la huida del protagonista con la madre y el niño, huyendo de una batalla desigual entre un orden a punto de colapsar y los inmigrantes que buscan sobrevivir, tiene algo de narración mítica, como la Eneida, como la huida de Egipto…

          En última instancia, no hay que desdeñar lo mucho de película «de acción» que contemplamos en la pantalla, con algunas persecuciones de mucho mérito, de esas que nos obligan a cambiar de posición en el asiento…

          Ucrania, Usamérica, Gaza, Nigeria, Somalia, Irán, Afganistán…, pocas crisis hay en el mundo que no nos recuerden el estado distópico que en esta película de Cuarón se recrea con extraordinario acierto.  

martes, 10 de junio de 2025

«Amor en la miseria», un drama social en tiempos de depresión económica.

 

Ese cine social británico que se anticipa al neorrealismo italiano: los padecimientos de la clase trabajadora en las zonas mineras.

 

Título original: Love on the Dole

Año: 1941

Duración: 94 min.

País: Reino Unido

Dirección: John Baxter

Guion: Walter Grenwood, Barbara K. Emary, Rollo Gamble. Novela: Walter Grenwood. Obra: Ronald Gow

Reparto: Deborah Kerr; Clifford Evans; George Carney; Mary Merrall; Geoffrey Hibbert; Joyce Howard; Frank Cellier; Martin Walker; Maire O'Neill; Iris Vandeleur; Marie Ault; Marjorie Rhodes; Sebastian Cabot; Kenneth Griffith; Yvonne Mitchell.

Música: Richard Addinsell

Fotografía: James Wilson (B&W).

 

                            Curiosamente, en la España de Franco que se mantuvo neutral durante la Segunda Guerra Mundial, se estrenó una película como esta, que estuvo a punto de ser prohibida en Inglaterra, por la realidad deprimente que se reflejaba en ella: la crisis económica, el inicio de la Segunda Guerra Mundial, el recorte de los subsidios y la policía reprimiendo manifestaciones de sindicalistas que protestaban por la situación de miseria sin remedio a la que estaban abocados los trabajadores. Si fue permitida su exhibición, ello se debió a que se optó por contemplarla como el esfuerzo heroico de los trabajadores ingleses para superar una crisis económica, lo que, suponían desde el Gobierno, insuflaría el ardor patriótico en quienes la vieran.

          La película, a mi juicio, se adelanta al neorrealismo, y nos describe una situación límite, en la que comprarse el hijo menor un traje para poder salir con alguna joven decorosamente vestido suponía endeudarse con prestamistas sin escrúpulos, vecinas del barrio, además. Y ese núcleo de mujeres que beben, comadrean y realizan sesiones baratas de espiritismo es uno de los grandes aciertos de la película, sombría se mire como se mire. 

                  En la casa de la familia protagonista, la hija mayor, Sally, Deborah Kerr en su primer papel protagonista, descuella de forma sobresaliente, y sabe mantener el estándar de honestidad que, por su belleza, siempre está en riesgo de asedio, como el que practica, casi sin esperanza, el corredor de apuestas que le anda a la zaga, el mismo al que no le queda más remedio que pagarle al hermano menor un boleto que ha acertado en las carreras.

          El interludio del joven con su enamorada, quienes, gracias al premio,  van a Blackpool y sus muchas atracciones turísticas como el gran viaje de sus vidas, completa el retrato de unas vidas que se mueven en las estrecheces de quienes dependen o de un salario de miseria o de unos subsidios que, dada la crisis, dejan de percibir, con lo que ello tiene de deriva última hacia la extrema necesidad y el único horizonte de la desesperación, que pasa por el empeño de los pocos bienes, primero y, después…, después mejor ni pensarlo.

          La relación del hijo con su novia nos lleva al embarazo de la joven y la imposibilidad de ser acogido en su propia casa, donde carecen de todo. La hermana mayor, que está a punto de casarse con el voluntarioso sindicalista que trata de encauzar la ira de los obreros desesperados y acaba muriendo, para desesperación de la joven, se ve frente a las terribles necesidades básicas no cubiertas de su familia, con padre e hijo sin empleo y adopta una decisión heroica: hacerle caso al corredor de apuestas que no solo le promete tratarla como a una reina, sino también conseguirle trabajo al padre y al hermano.

          El profundo dilema moral que se le plantea a la protagonista, porque el corredor en ningún caso habla de matrimonio, sino de mera convivencia, supuso un atrevimiento de tal naturaleza que a punto estuvo la película de ser prohibida en Usamérica, por la iniquidad de semejante relación pecaminosa. Ignoro, porque la he visto en versión original, si en la España franquista el doblaje obró las maravillas a que tenía acostumbrados a los espectadores el férreo departamento de censura y ambos amantes se convirtieron en amantes esposos o no, pero, de no ser así, hubiera sido una licencia social más que atrevida, aunque en aquella época del estraperlo y la crisis económica, de la que no se empieza a salir hasta la llegada de la ayuda usamericana en 1953,  abundaban los estraperlistas con queridas mantenidas, tal y como se ve en aquella película de Pedro Olea, Pim, pam, pum… ¡fuego!, la primera que inicia la revisión crítica, en este caso, de la posguerra.

          La película de Baxter está rodada con un blanco y negro que bien podríamos calificar de opresivo, una sensación de ahogo a la que contribuye la puesta en escena en las casas modestísimas, en las calles desnudas y algunas secuencias en los centros de trabajo. Blackpool, por el contrario, luminoso, esplendente, es el único contraste con la vida amarga y sin horizonte del trabajo alienante del que se depende para meramente sobrevivir, aunque de ese mundo se vuelve con un embarazo que vuelve aún más negro y pesimista el futuro de los jóvenes.

          La fecha del estreno indica que la película se rueda recién iniciada la guerra, aunque por el desarrollo de la trama y por la vida cotidiana de los personajes nos dé la impresión de que estemos o a principio de siglo o incluso a finales del siglo anterior. Pero la realidad de buena parte de la clase trabajadora que realiza su labor en las minas no daba para grandes ni pequeñas comodidades, sino para la mera supervivencia. En ese contexto es muy notable la división del movimiento obrero entre los sindicalistas que buscan la negociación para conseguir mejorar la situación y los demagogos que arrastran a las masas al choque brutal, violento, con la policía, en defensa de las mismas reivindicaciones. Lo cierto es que el espectador tiene el corazón dividido entre ambas vías, porque la vida que llevan los personajes no es vida, y la urgencia por cambiar de abajo arriba la situación que padecen va más allá de la necesidad elemental.

          La película llamará la atención de quienes reflexionan hoy sobre la deturpación de los sindicatos y sus chanchullos con los gobiernos de turno y el capital, una tenaza que sofoca legítimas aspiraciones salariales y de promoción de jóvenes que cada año que pasa ven más complicado poder vivir de su bajo salario, adquirir un piso en propiedad o tener hijos.

          Sí, la película tiene más de ochenta años, pero ese «amor en la miseria», que sería nuestro tradicional «contigo pan y cebolla», aún sigue siendo una realidad lancinante.

lunes, 9 de junio de 2025

«La semilla de la higuera sagrada», de Mohammad Rasoulof o la disidencia.

 

Cine político necesario contra la teocracia iraní: forma despiadada de totalitarismo político-religioso.

 

 

Título original: The Seed of the Sacred Fig

Año: 2024

Duración: 168 min.

País:  Alemania

Dirección: Mohammad Rasoulof

Guion: Mohammad Rasoulof

Reparto: Soheila Golestani; Setareh Maleki; Missagh Zareh; Mahsa Rostami; Niousha Akhshi; Reza Akhlaghirad; Shiva Ordooie; Amineh Mazrouie Arani.

Música: Karzan Mahmood

Fotografía:Pouyan Aghababayi.

 

          ¡Qué inteligente, la película de Rasoulof! Consigue, gracias a un guion espléndido, que incluso llegues a sentir compasión por el funcionario del régimen que transige con la represión del gobierno teocrático, de la que se derivan incluso muertes debidas a la brutalidad de la intransigencia moral frente a la rebelión de las mujeres contra la imposición de las diferentes formas de vestir sancionadas por los ayatolás, y especialmente por el uso obligatorio del velo. Sí, la película está inspirada en el trágico caso de la joven Mahsa Amini, de veintidós años de edad, quien fue asesinada por las fuerzas represivas del régimen, las patrullas de la moralidad, aunque quisieron disfrazarlo de fallo cardiaco, independiente de la acción represiva de esas fuerzas siniestras que imponen a sangre y fuego las supuestas leyes coránicas de una versión del islam totalmente incompatible con la libertad individual y, por supuesto, con la democracia.

          El protagonista indirecto de la película es un juez del Régimen que está esperando la promoción para que e concedan un piso con una habitación más para que cada una de sus hijas tenga la suya propia. El núcleo familiar es el centro de la experiencia indirecta de las jornadas de protesta estudiantiles, de la represión mortal y de la rebelión de las dos hijas contra los valores de sus padres, especialmente del padre, una figura casi sagrada en su hogar, y a quien la mujer trata como si del profeta se tratase, o poco menos, dispensándole unos cuidados que rozan la adoración. La mujer está entre dos fuegos, el amor y el respeto a la figura del marido y la simpatía, como mujer, con sus dos hijas, una nueva generación que ya no está dispuesta a humillarse ante el varón como si ellas fueran seres de segunda frente a los hombres.

          En la medida en que hay cierta contestación social hacia los funcionarios del Régimen, al protagonista se le entrega una pistola para garantizar su protección personal, y se entiende que la de los suyos. El gran motivo dinámico de la película es la desaparición de la pistola, lo que va a provocar unas reacciones que van a hacer derivar la película hacia el terror psicológico, porque cuando el hombre descubre que no la ha perdido, sino que se la han sustraído en su propia casa, se trastornará e iniciará unos interrogatorios —extensión de su propio trabajo habitual— de su mujer y de sus hijas en busca de la verdad y de la recuperación de la pistola. Pensemos que se está jugando no solo el puesto laboral, sino incluso unos años de cárcel, y que, tras haber sido publicado su nombre y su dirección por los enemigos del Régimen, ha de dejar su piso en Teherán para buscar refugio en la aldea de sus padres y evitar que puedan atentar contra él.

          Esa huida, a su manera, transforma la película en una suerte de road movie que deriva, cuando se instalan en la casa familiar, con las celdas incluidas, en una película de terror, porque el padre, que consiguió otra pistola antes de salir huyendo, parece dispuesto a llegar hasta las últimas consecuencias, aunque ello incluya culpar a su mujer o a su hija mayor, quienes se hacen responsables de la pérdida de la pistola.

          Antes de llegar a las magníficas escenas de acción del desenlace, lo meritorio de la película es la descripción realista del modo de vida y de pensamiento de una familia-tipo en el Teherán de nuestros días. A ese retrato de la intransigencia religiosa, «a quien le falta Dios está perdido», se suman fragmentos documentales sobre las manifestaciones y protestas de aquellos días contra las patrullas de la moralidad e incluso contra la propia policía, y ahí es donde se encuentra la familia con la realidad, porque las dos hijas refugian en su casa a una compañera de universidad que no tiene a dónde ir, porque incluso las residencias de estudiantes han sido tomadas al asalto por las fuerzas represivas. La incomodidad y el peligro que supone para la familia la presencia de la joven, con la cara destrozada por la metralla, va a enconar las tensas relaciones entre las hijas y la madre y la va a poner en el disparadero de tener que exigir, por lo que pudiera afectar a su marido la presencia de una «subversiva» en su casa, que la joven salga de ella, como así sucede, aunque, cuando llega a los oídos de la hija amiga suya su desaparición, la madre intenté recabar información sobre su paradero, porque la joven es de «provincias» y no tiene familia directa en la capital.

          Decía que la inteligencia del director se manifestaba en el modo como, sibilinamente, parece predisponer al espectador a favor del funcionario respetuoso y amante de su familia, que se arriesga a pasar algunos en la cárcel por la desaparición de la pistola, porque son muy dulces las maneras con que trata con sus hijas y con su mujer, y, al margen de sus férreas convicciones religiosas y su defensa del Estado teocrático, parece inclinado a «entender» las razones de ellas.

          En cuanto el funcionario queda al descubierto, porque es pública su identidad y sus datos, se inicia a transformación, viaje a los orígenes incluido, y ahí es donde comienza a manifestarse de un modo muy distinto. Pero esa metamorfosis terrible ha de verla por sí mismo el espectador. En todo caso, conviene recordar que el director ha sufrido la represión del Régimen, cárcel incluida, y sabe a la perfección de lo que habla. Por eso la película es tan persuasiva y contundente, y tiene el enorme final que tiene. No es una película con la que se disfrute, pero sí con la que se aprende. A quienes dejó clavados en la butaca El círculo, de Panahi, como a mí me sucedió, comprobarán que en veinticuatro años no ha cambiado, salvo a peor, la situación de las mujeres en Irán. Eso sí, sorprende que una realidad tan asfixiante haya sido capaz de engendrar tan buen cine como el que nos llega de los cineastas iraníes.

martes, 20 de mayo de 2025

«El prestamista», de Sidney Lumet o la maldición del Holocausto.

 

Durísimo retrato de un superviviente de los campos de concentración nazis. Acaso la mejor película de Lumet.

 

Título original: The Pawnbroker

Año: 1964

Duración: 115 min.

País:  Estados Unidos

Dirección: Sidney Lumet

Guion: David Friedkin, Morton Fine (Novela: Edward Lewis Wallant)

Música: Quincy Jones

Fotografía: Boris Kaufman (B&W)

Reparto: Rod Steiger,  Geraldine Fitzgerald,  Brock Peters,  Jaime Sánchez,  Thelma Oliver, Marketa Kimbrell,  Baruch Lumet,  Juano Hernandez,  Linda Geiser,  Nancy R. Pollock, Raymond St. Jacques.

 

Sorprendente drama de una devastación emocional y psicológica, el retrato de un prestamista judío cuya vida ha sido destrozada por los campos de concentración a los que ha sobrevivido, pero en donde ha perecido toda su familia, padres, mujer y dos hijos. Desde un estado catatónico diríase que perpetuo, disminuido física, psíquica y socialmente, el protagonista —acaso el mejor papel que hiciera nunca en el cine Rod Steiger— desempeña su trabajo con una falta de vitalidad total, con un espíritu mecánico que lo lleva a conducirse con un desapasionamiento absoluto. La película arranca con un flashback que nos muestra la llegada, no expresa visualmente, de los nazis a la aldea donde la familia disfruta de una salida campestre. El presente, en Nueva York, en una urbanización al borde de vías rápidas de comunicación, con unos backyards de urbanización de medio pelo,  pero con la pulcritud de lo recién construido y unos habitante de clase media con un cierto poder adquisitivo, nos muestra al protagonista en casa de su hermana, pendiente de decidir si quiere o no quiere ir a visitar Europa con ellos en un viaje de 17 días.

Contrasta la visión idílica que tiene el cuñado de la «vieja Europa», una «fragancia» que cree oler desde donde están, con la «pestilencia» que percibe el protagonista, Sol.  Los títulos de crédito, con una potente banda sonora de Quincy Jones, nos permiten acompañar al protagonista en el recorrido hasta su trabajo, una casa de préstamos donde tiene como asistente a un puertorriqueño ambicioso y fantasioso que quiere abrirse paso en el mundo de los negocios, pero a quien el protagonista desprecia, o mejor dicho, por quien no siente ninguna simpatía.

Nazerman, el protagonista, presta su negocio como tapadera para el blanqueo de los fondos de un mafioso —interpretado por el acusado de Matar a un ruiseñor, Brock Peters, con un registro en las antípodas de aquel otro personaje— y saca de ello unos fondos con los que ayuda a su amante y al padre enfermo de esta, que prácticamente viven de él, aunque el padre acuse a Sol de haber sobrevivido al horror de los campos de concentración.

A lo largo de la película, vemos desfilar por la tienda una serie de personajes que retratan una realidad social muy degradada, aunque, más allá del intercambio económico, cabe también la aparición del «factor humano», como es el caso de una trabajadora social o del impecable Juano Hernández, que triunfó con Intruder in the dust («Han matado a un hombre blanco») de Clarence Brown, sobre una historia de William Faulkner, una película poco conocida, pero excelente y de visión obligada. Geraldine Fitzgerald, la trabajadora social que intenta deshelar el témpano viviente que es Sol Nazerman, tiene una entrevista con él en su casa que parece, de principio a fin, un breve cuento de Kafka.

Acosado por las visiones cada vez más recurrentes que sufre Sol de la experiencia vivida en el campo de concentración, donde incluso fue obligado a ver cómo usaban a su mujer como esclava sexual, acaba apareciendo en el apartamento de la trabajadora social, quien lo recibe estando el prestamista en pleno estado de shock e incapaz de abrirse a la comunicación. Hemos de poner en antecedentes al futuro espectador de que, con anterioridad, Sol había rechazado los intentos de establecer contacto de la trabajadora social. Su aparición, por lo tanto, en unos bloques despersonalizados, en un espacio frente al río totalmente desangelado y degradado, supone una lectura de la puesta en escena que subraya la crisis existencial profunda, la desolación absoluta en que vive el personaje, de imposible redención.

La salida a la terraza, junto a esos bloques gigantescos con miles de terrazas vacías a las que nadie se asoma, constituyen un momento espectacularmente inhumano. Si le sumamos el plano en el que, tomados de espaldas, ella alarga su mano para establecer un contacto humano que pueda ayudarlo a superar su sufrimiento inenarrable, y advertimos la violencia insufrible de la negación de él, que se levanta y desaparece por la puerta, nos hacemos a la idea de la perfecta plasmación del dolor que ha conseguido Lumet.

Como estructura narrativa paralela, una vez que el ayudante puertorriqueño sabe que su jefe guarda 5.000 dólares en la caja fuerte y una vez que le ha manifestado la nula consideración en que le tiene, el plan para atracarlo y hacerse con el dinero, a través de unos delincuentes de medio pelo que tienen su “sede social” en unos billares, unas imágenes que sin duda José Luis Garci habrá degustado con delectación, se pone en marcha con caracteres de urgencia, antes de que se le ocurra trasladar el dinero.

La atmósfera que rodea la tienda del prestamista, en pleno barrio de Harlem, cuyo recorrido fílmico incluye un anuncio de la actuación de Nina Simone en el Apollo, por ejemplo, contribuye a esa atmósfera de degradación moral que incluso se representa en la figura de la prostituta que pretende convencer sexualmente a Sol de que le mejore el precio de una prenda que quiere empeñar. En ese momento, cuando ella se desnuda —un desnudo polémico, estando aún en vigor el código Hays— intentando seducirle, es cuando a Sol se le mezclan las imágenes de la violación de su esposa por los oficiales alemanes… Lumet fue el primero, al parecer, en reflejar en la pantalla el holocausto y los efectos de este en los supervivientes. Las escenas de los campos están conseguidísimas, rebosantes de amarga veracidad, y el ritmo vertiginoso de su irrupción en el primer plano de la memoria del protagonista de aquellos hechos insufribles, actúan como una taladradora en la mente del hombre destrozado, llevándolo a un paroxismo que le hace desear la muerte cuando los atracadores se enfrentan a él armados para robarle.

Diríase que la película transita desde el plano general con que nos acercamos al protagonista y el plano medio, distante, en el que le vemos actuar en la tienda y el primer plano de su angustia, con los sudores fríos del deseo de la muerte, la crispación exasperada de su rostro e incluso el vaho metafórico que le empaña las gafas y le priva de la visión, todo lo cual se acentúa cuando el dependiente se interpone entre la bala y él, frustrando el atraco. La visión de una vida segada por la defensa de quien no deseaba sino morir nos lleva a una última escena en que el prestamista sopesa si  atravesarse la palma de la mano con el hierro donde va colocando los comprobantes de las transacciones…

Para los aficionados queda aún un dato curioso de la película por registrar: en ella hizo su debut cinematográfico Morgan Freeman, apenas un figurante a quien ni se reconoce por la amplitud del plano. Queda decir, finalmente,  que la presencia de las calles de  Nueva York en la película recuerda mucho, pero que mucho, a la película de Cassavetes, Sombras, escenas nocturnas de Nueva York que se acompañaban con una banda sonora de Charles Mingus; y ambas a la nueva técnica de rodaje, cámara al hombro de los innovadores de la nouvelle vague francesa. El prestamista es, no hace falta insistir en ello, una película angustiosa en la que se refleja a la perfección lo que significó, en términos de destrucción de la persona, el paso por los campos de concentración nazis. Pero hay que verla.