viernes, 1 de agosto de 2025

«Morlaix», de Jaime Rosales, espléndidamente rohmerizado…

 

Una brillante película sobre la juventud que, me temo, pocos jóvenes verán.

 

 

Título original: Morlaix

Año: 2025

Duración: 124 min.

País:  Francia

Dirección: Jaime Rosales

Guion: Jaime Rosales, Fanny Burdino, Samuel Doux, Delphine Gleize

Reparto: Aminthe Audiard; Alex Brendemühl: Samuel Kircher; Mélanie Thierry;

Jeanne Trinité.

Música: Leonor Rosales March

Fotografía: Javier Ruiz Gómez.

 

          El escueto plantel de actores y actrices profesionales deja claro que Rosales, muy al estilo de su maestro, Bresson, ha escogido trabajar también con actores no profesionales, lo cual contribuye a dotar a la película de esa frescura de la vida cotidiana, tan necesaria para esta historia, solo aparentemente alambicada, aunque llena de recursos que pueden sorprender a los espectadores no habituados a ciertas estructuras narrativas cuyo interés en modo alguno es hacerle la vida imposible a los espectadores, sino jugar con perspectivas que permitan un abordaje más completo de temas tan espinosos como los de esta película, que gira en torno al amor y a la muerte, al duelo y a la pérdida.

          Lo primero, el marco, Morlaix. Un pueblo de costa en la Bretaña, con un imponente viaducto que formará parte esencial de la trama. Lo segundo, los adolescentes en su último año del Liceo y las relaciones que se establecen entre ellos, sobre todo a partir de a llegada de un «parisino», muy distinto de los «nativos». Lo tercero, el arranque con la muerte de la madre de la protagonista, Gwen, interpretada por la sobrina nieta de Jacques Audiard, Aminthe Audiard, que a los fieles espectadores de la obra de Rosales nos recuerda, con menos encanto, a la Ingrid García Jonsson de Hermosa juventud, una de las mejores películas de Rosales.

          No tardamos en saber, después de una breve presentación de los jóvenes, y de cómo Gwen y Thomas son pareja sexualmente plena, que ese grupo de jóvenes ha formado parte del rodaje de una película que todos ellos van a ver al cine, de manera que buena parte de la trama que se nos ha contado hasta esa proyección jugaba con la apariencia de realidad, cuando se trataba de una ficción y ello justifica el cambio del color al blanco y negro, si bien, en las partes en color, son frecuentes las irrupciones de las fotos fijas en blanco y negro que detienen en el transcurrir de la historia a los protagonistas de la misma, anclándolos a unas reacciones no exentas de cierta exploración psicológica por parte del autor.

          La presencia de Jean Luc, interpretado por Samuel Kircher, hijo de la inolvidable Irène Jacob en La doble vida de Verónica, de Kiewsloski, va a desatar la dialéctica Centro vs. Periferia, porque mientras que a él le encanta la vida tranquila de Morlaix, a la protagonista la asfixia y busca horizontes con mayor atractivo para realizarse, como París. Lo «terrible» es que ambos jóvenes vivirán una doble historia de amor, dentro y fuera de la pantalla, y no en dos versiones de la misma historia, sino muy distintas, aunque andando la historia nos percataremos de que la filmada tiene dos finales, uno en tiempo presente, sobre el que veremos hablar, como en un cine-forum a los actores, y otro en el pasado de un presente en el que la protagonista está casada, tiene dos hijos y está embarazada de un tercero y trabaja en París como farmacéutica. A este presente llegamos tras un violentísimo fundido en negro, que dura lo suficiente como para hacernos dudar de que nos haya fallado el televisor… Porque está claro que debió durar días en la cartelera. Y no me lo explico. O sí, pero quiero mentirme. Lo he dicho en el título, esta deslumbrante película de Rosales, que tanto me ha recordado a Cerrar los ojos, de Erice, por el juego metacinematográfico, está protagonizada por jóvenes, pero me temo que serán muy pocos los jóvenes que se asomen a los temas trascendentales que en ella se tratan: el amor, la muerte, el desarraigo, la religión, el duelo, la amistad, ¡y no digamos ya los «influencers» y su nutrida corte de alienados…

          Rosales confiesa que fue invitado a presentar Petra en Morlaix y que quedó tan impresionado por la población costera y sus alrededores, que enseguida  supo que algún día rodaría allí una película. No se si rodar en el terreno mítico de Eric Rohmer le ha inducido a rodar esta hermosa y locuaz historia sobre cómo se enfrentan los jóvenes al amor y cómo, en el curso de sus reflexiones, enseguida acaban asociándolo con la muerte, pero está claro que hay un flujo dialéctico nada forzado que lleva, en algunos momentos, incluso a la improvisación, como cuando el protagonista, Jean Luc deja atónitos a sus interlocutores al recalcar que a él «le da más miedo el amor que la muerte», una idea felizmente improvisada y que va a vertebrar de algún modo la película rodada en la que han participado los jóvenes.

          Una película de Rosales nunca cede a la narrativa convencional, y mucho menos a los encuadres habituales y a la técnica del plano contraplano, por ejemplo, a pesar de los muchos diálogos que hay en la historia, tanto en el pasado como en el presente, en el que la actriz que encarna a Gwen es Mélanie Thierry, a quien admiramos, aunque físicamente no diera mucho el papel en la obra de  Emmanuel Finkiel Marguerite Duras. Paris, 1944. Buena parte de esos diálogos se producen en escenarios naturales de exquisita belleza como la costa, los bosques adyacentes, o los cementerios. De todos ellos extrae Rosales una perfecta puesta en escena que acentúa el lirismo de la doble historia de amor, la de dos seres que han sufrido una pérdida familiar traumática, Jean Luc un hermano y Gwen la madre, y la descripción de la pérdida de la madre es uno de los momentos cumbre de la película, del mismo modo que nos arrastra la emoción cuando, desde el presente, embarazada, Gwen regresa al pasado, viaje que quiere hacer sola, sin la compañía de su marido, y acomete el duelo por lo que pudo haber sido o por lo que fugazmente fue; en todo caso, por una de las vidas posibles que se les abren a los adolescentes camino de la madurez, cuando eligen y aún no saben si su elección tiene fundamento o son juguetes del Azar.

          Es cierto que la primera parte de la película todo gira en torno al amor romántico, y nadie mejor que Jean Luc para encarnarlo, por eso el brusco corte del fundido en negro que nos traslada a muchos años después, esos en los que los adultos parecen tener «la vida resuelta», pero en la que tanto pesa la juventud en la que todo se vivía con el arrebato de la pasión exaltada, y de ahí el doble, ¡o triple!, desenlace de Morlaix, admirable se tome como se tome, se mire como se mire, pero en la sala de butacas de un cine…

 

jueves, 31 de julio de 2025

«Seven Veils», de Atom Egoyan, o la ópera y los traumas.

 

Las heridas psicológicas que el arte supremo no cura, sino ensancha…

 

Título original:  Seven Veils

Año: 2023

Duración: 109 min.

País: Canadá

Dirección: Atom Egoyan

Guion: Atom Egoyan

Reparto: Amanda Seyfried; Rebecca Liddiard; Douglas Smith; Mark O'Brien;

Vinessa Antoine; Maia Bastidas; Lanette Ware; Maya Misaljevic; Tara Nicodemo; Aliya Kanani; Ambur Braid; Michael Schade; Michael Kupfer-Radecky; Karita Mattila; Siobhan Richardson.

Música: Mychael Danna

Fotografía: Paul Sarossy.

 

          Invitado de honor ya fue una obra compleja e inquietante, que giraba en torno a la culpa y las deterioradas relaciones familiares, con no pocos aspectos de carácter entre onírico y simbólico que complicaban la interpretación de una historia en la que ciertas informaciones son escamoteadas como una invitación a que el espectador cierre el círculo de significados de la obra En Seven Veils, no estrenada en las pantallas españolas, sino directamente en la plataforma Filmin, como Invitado de honor, lo cual indica la normalidad de esa distorsión, casi irreversible, del ciclo fílmico: realización y estreno en pantalla grande de una sala de cine. No pierden su condición de películas, ciertamente, pero se trata de una visión diferente, la el espectador. Con todo, llevamos ya muchos años de decadencia de las salas como para continuar con la queja patética. Si he de juzgar por mí, que veo tantas películas en el móvil mientras corro en la cinta, verlas en televisión ya me parece estar ante una pantalla grande.

          El título, Seven Veils, es una referencia explícita a la famosa danza de los siete velos que ejecutó Salomé ante Herodes, quien, extasiado ante el  erotismo danzarín de su joven y hermosa hijastra, le prometió la recompensa que ella quisiera. Guiada por su madre, pidió la cabeza de San Juan Bautista en una bandeja de plata, lo que e fue concedido. Esa danza, una pieza de la ópera en un acto de Strauss, Salomé, que con frecuencia se ejecuta de forma aislada en las salas de conciertos, nos habla ya de que la historia va a girar en torno a la producción, ensayos y estreno de dicha ópera de Strauss. El espectador, por lo tanto, va a tener la posibilidad de introducirse en el mundo de la ópera por dentro, en esas fases de montaje y ensayos en los que se cuece a fuego lento y no sin extremas tensiones, un estreno. La protagonista es una directora de escena que va a reeditar un montaje diseñado por su mentor, aunque introduciendo algunos cambios que, a lo largo de la historia, veremos que tiene estrecha y desasosegante relación con su vida privada íntima familiar, porque de esa directora de escena vamos a ir conociendo no solo la compleja relación con su mentor, a quien enmienda la plana de su montaje —ante el horror del patronato del teatro donde se estrenará— sino, principalmente, con su padre, con quien se insinúa una relación incestuosa. De hecho, la filmación de la hija bailando en el bosque fue el motivo escenográfico que usó su mentor para su montaje de la ópera, algo que se va a convertir en un motivo recurrente de gran hermosura, porque se ha de reconocer que uno de los valores máximos de la película, incluso frente a la excelente interpretación de Amanda Seyfried, es el proceso de montaje y ensayos de la obra de Strauss, cuyos fragmentos suenan en pantalla con un poder que, desgraciadamente, interrumpe muy a menudo la perturbación emocional de la directora de escena, con demandas interpretativas que, literalmente, no solo apabullan a los intérpretes, sino que alarman a los miembros del patronato directivo, hasta el punto de plantearse incluso el despido o la suspensión de la obra.

          De forma paralela, una trama en torno a la creación de la copia de la cabeza del intérprete del Bautista deriva hacia un intento de acoso sexual que va a sumir a la escultora en una cuestión moral sobre si denunciarlo o no que acaba involucrando a la dirección, dos mujeres, quienes, sutilmente, le dejan caer a la artesana lo que significaría, en términos de suspensión, su denuncia. Pensemos, además, que la compañera es una cantante a quien ella quiere buscar acomodo en la función.

          El mundo de obsesiones traumáticas de la directora de escena es tan intenso que acaba repercutiendo incluso en la relación con su pareja actual, aunque es la turbia relación con el padre, y con una madre perdida en la niebla del olvido, lo que irá tensionándola a medida que la identifique con la sucesión de escenas del desarrollo operístico.

          No es nueva, está claro, esta relación entre el arte y la vida, pero, para los amantes de la ópera, la película tiene un gran aliciente, porque la puesta en escena de Salomé, moderna y muy atrevida, con unos efectos de sombras espectaculares, amén de la excelencia de las voces, es un auténtico «valor añadido».

          Atom Egoyan ha seguido una carrera un tanto ondulante, éxitos espectaculares como la tristísima El dulce porvenir, Exótica e incluso la muy necesaria Ararat, y películas siempre con un nivel muy aceptable como esta misma o algunas de las precedentes: Cautivos o Remember, estas dos últimas criticadas en este Ojo. Lo que siempre puede admirarse en su obra, sin embargo, es una factura técnica y artística de un nivel muy alto, aunque siempre se queda como a las puertas de firmar la película absolutamente redonda que le granjee el éxito conjunto de crítica y público y que atraiga a buena parte de este a la revisión de sus obras, porque, en conjunto, la filmografía de Egoyan es muy digna de ser vista, y rara vez decepciona. Imagino que muy otros serán quienes, en su día, aclamaron El dulce porvenir, tan premiada.

          Como aficionado a la ópera, durante la proyección he tenido la sensación de que una filmación pura y dura de la misma, con ese atrevido montaje, acaso me hubiera satisfecho más que el relato de los traumas que tanto condicionan a la directora de escena; pero en ningún caso ese conflicto no descrito explícitamente llega al punto de desinteresar al espectador de cuanto ocurre en pantalla, por más que ciertos episodios paralelos pequen de pagar demasiado tributo a los tótems de la corrección política de nuestro tiempo.

martes, 29 de julio de 2025

«Los ángeles del pecado», de Robert Bresson, la ópera prima del otro cine…

 

La vida conventual como refugio del crimen y la soberbia.

 

Título original: Les Anges du péché

Año: 1943

Duración: 96 min.

País:  Francia

Dirección: Robert Bresson

Guion: Robert Bresson, Jean Giraudoux, Raymond Leopold Bruckberger

Reparto: Renée Faure; Jany Holt; Sylvie; Marie-Hélène Dasté; Yolande Laffon; Paula Dehelly; Mila Parély; Silvia Monfort; Louis Seigner; Jean Morel.

Música: Jean-Jacques Grünenwald

Fotografía: Philippe Agostini (B&W).

 

          Algo de la humildad no forzada ni teatralizada del cristianismo vivo hay en esta ópera prima de Robert Bresson, el anticineasta por excelencia de una tradición que, en 1943, contaba con apenas treinta y siete años, si al largometraje de ficción nos referimos. Y ya desde su primera película veremos tendencias que se consolidarán a lo largo de su obra, apenas trece largometrajes y un corto. Meter las cámaras en un convento y construir una narración que seduzca al espectador no es fácil mester, y se ha de tener una muy clara visión de los planos y secuencias que nos van a contar la vieja historia de las afinidades electivas, la lucha del bien y el mal, de la humildad y el orgullo. Cinematográficamente, la vida conventual es un escenario privilegiado para la composición de planos, porque, como nos ocurre en la contemplación de los monjes de Zurbarán, tienen los hábitos una suerte de privilegio fotogénico que los hace muy superiores a la ropa «de calle», y lo mismo puede decirse de las dependencias conventuales, el claustro privilegiado, las austeras celdas, el huerto ameno y el severo refectorio donde se expían ante la congregación los pecados individuales. Porque olvidamos, a menudo, que un convento también es una suma de «individualidades» sujetas, sin embargo, a una «regla» que tiende a igualarlas por un mismo rasero.

          Bresson lleva al convento a una monja vocacional, procedente de una familia adinerada, y sigue, con no pocas elipsis afortunadas, su implantación en la congregación, hasta que, cumpliendo la función redentora de la Orden, conoce a Thérèse, una rebelde mujer de vida intensa que niega haber cometido el delito por el que está en prisión.  Es importante el beso con que la nueva interna saluda a la prisionera, quien le echa la sopa que está repartiendo sobre el hábito, y la voz dulce con que intenta consolarla cuando es reducida por las guardianas, tras haber lanzado por las escaleras el bodrio y haber huido a la carrera. Thérèse sale de prisión después de dos años y lo único que hace es comprar una pistola y matar al supuesto responsable de su ingreso en prisión. Después va a esconderse en el único lugar que le parece seguro, y donde ya había estado con anterioridad: el convento. A partir de entonces, el argumento girará en torno a la relación entre Anne-Marie y Thérèse, obsesiva para la primera, desde que oyó hablar de la «indómita» ladrona Thérèse, al poco de llegar al convento, e incómoda para la segunda, quien mira siempre por encima del hombro el afán de santidad redentora con que se conduce hacia ella la joven. Es cierto que en esa fijación podría haber una inclinación erótica, dada la tensión que experimenta Thérèse cuando está junto a ella. A elección libre queda de cada espectador, dar por válida esa interpretación o si ha de prevalecer la del orgullo de la hermana que quiere «convertir» a toda costa a la descarriada Thérèse. El nivel de enfrentamiento entre ambas monjas acabará llevando a la priora a expulsar a Ann-Marie, por su desobediencia, como la de negarse a besar los pies en el refectorio a todas las hermanas, como expiación de su soberbia, tras un intercambio de miradas entre ambas protagonistas. Atentos a ese beso en los pies que no se produce, del mismo modo que se ha de retener el primero con que saluda la joven novicia a la prisionera.

          Tras ser expulsada de la Orden, Anne-Marie deambula, lejos de su casa, hasta que logra entrar al convento  y cae desmayada junto a la tumba del fundador de la Orden, un momento de intenso dramatismo en el que se vuelven a encontrar ambas hermanas con la absoluta frialdad de la asesina. La enfermedad e imposible sanación de la joven mística redentora supondrá una última parte de la película en la que el sufrimiento de la joven abnegada hallará, finalmente, eco en la dureza impenetrable de la asesina refugiada en el convento.

          Antes, y se me olvidaba decirlo, hemos de considerar el carácter simbólico de un gato negro que ronda la cocina y otras dependencias del convento; un gato frente al que  unas reconocen la vida más pura y otras la presencias de Satán. Un universo de símbolos entre los que han de contarse las ceremonias conventuales, como la de extenderse en el suelo, en señal de humildad absoluta, ante la priora, usualmente para ser reprendidas.

          De forma paralela al desarrollo de esa lucha conventual entre las protagonistas, la Justicia, a través de la policía sigue buscando al asesino del hombre acribillado a tiros en el umbral de su casa, una escena impactante que Bresson rueda con el hecho de la muerte fuera de plano, una técnica muy suya como fuera de él se oyen también los gritos espeluznantes y desesperados de Therèse cuando es reducida en la prisión, después de su insubordinación.

          Dentro de la selección de exteriores, cabe destacar el hecho de la relación que tiene la orden con una prisión para acoger a presidiarias en el convento. Las calles adyacentes, nocturnas y llenas de niebla, parecen un paisaje irreal que contrasta «civilmente» con la «marcialidad» religiosa de seres no tan pacíficos ni humildes como la profesión da a entender. Hay mucha vida en los conventos y muy intensa, un espacio dado a los conflictos piadosos y no tan piadosos, pero siempre muy humanos. No llega a la condición de microcosmos, pero sí que consigue, Bresson, abrirnos una perspectiva novedosa de la vivencia cristiana del cenobio. En ese sentido, además, el desenlace, donde se retoman los besos en la cara y en los pies, unido a la perspectiva de la beatitud evidente de Anne-Marie, en una escena arrebatadoramente piadosa y bella, va a coronar la película del mejor modo posible.

          He visto esta ópera prima tras haber visto previamente esas dos obras maestras que son Siete mujeres, de John Ford y la muy cercana a la de Bresson, Narciso negro, de Powell y Pressburger, y ahora sé que ambas han bebido en la fuente archinutritiva de la de Bresson, porque no me entra en la cabeza que, como buenos aficionados, no la hubieran visto, algo que, por otro lado, tampoco me extrañaría que hubiera sucedido, porque Bresson ha sido siempre un auténtico «tesoro oculto» al que cuesta descubrir en su integridad.

  

lunes, 28 de julio de 2025

«La carne y el demonio», de John Gilling, o el viejo terror eterno.

 

Entre la ciencia y el delito: los rodeos sórdidos del saber.

 

Título original: The Flesh and the Fiends

Año: 1960

Duración: 97 min.

País:  Reino Unido

Dirección: John Gilling

Guion: John Gilling, Leon Griffiths

Reparto: Peter Cushing; June Laverick; Donald Pleasence; George Rose; Renee Houston;

Dermot Walsh; Billie Whitelaw; John Cairney; Melvyn Hayes; June Powell.

Música: Stanley Black

Fotografía: Monty Berman (B&W).

 

          Tras haber dirigido esta película, Gilling fue contratado por la Hammer, la clásica productora de películas de terror y desarrolló en ella buena parte de su carrera. La carne y el demonio, sin embargo, en modo alguno tiene el sello de la productora para la que trabajaría, sino el de una producción seria, cuidada, que plantea ciertas cuestiones morales a las que en la película se trata de dar respuesta. La historia tiene una base real, aunque son no pocas las licencias que se permiten los guionistas para construir el relato de las andanzas y el retrato fidedigno de los dos asesinos que comienzan robando cadáveres de los cementerios, para llevárselos a un profesor de anatomía que paga espléndidamente por ellos, y acaban llevándole los cadáveres de las personas a quienes ellos mismos asesinan, porque los recién muertos se cotizan bastante más que los ya enterrados. Se trata de un caso real, célebre, que ha sido llevado al cine en varias ocasiones, aunque esta particular de Gilling puede considerarse la más interesante de todas.

          La película narra los hechos históricos conocidos que inspiraron a Stevenson su famoso relato, El ladrón de cadáveres. Robert Knox, un prestigioso anatomista adquiría, en efecto, los cadáveres que le desenterraban, al poco de haber sido inhumados, William Burke y William Hare, dos maleantes de poca monta que explotaban la debilidad científica el doctor y su nula intención de interesarse por el origen de algunos cadáveres aún calientes que llegaron a su depósito para utilizarlos en sus clases. Hay bastante distancia entre los hechos y la historia, según la cuenta la película, porque en este parece tomarse partido por la ciencia frente a la religión, por ejemplo, y edulcora, en el desenlace, una historia que no acaba tan favorablemente al doctor Knox.

          Lo más impactante de esta obra es, sin duda, el inframundo de degradación, alcoholismo e inseguridad física en los barrios degradados de la Inglaterra victoriana, y concretamente en la ciudad de Edimburgo, donde transcurre la acción. Terror, propiamente, no lo hay, pero degradación e infinita perversión, sí, y los asesinatos que cometerán la pareja de «guillermos» consiguen estremecernos en algunas secuencias, porque ambos son, bien puede decirse, el colmo de la perversión moral. Y los actores que los interpretan son decisivos para producir semejante efecto en los espectadores: un genial Donald Pleasence y un excelente George Rose son convincentes hasta más allá del mayor escepticismo posible. Y sí, está fuera de toda duda que la magnífica ambientación de las calles de los barrios bajos de Edimburgo es un marco idóneo para darle a la historia el color local que la hace más comprensible. De hecho, en los pubs donde se rueda, aparecen desnudos de cintura para arriba en un año, 1960, en el que aún y menos en Inglaterra, son moneda corriente.

          La doble vida que se refleja en la historia, la académica y la de los barrios bajos tiene su nexo de unión en el enamoramiento de uno de los estudiantes del Dr. Knox de una prostituta que ejerce en esos pubs. De hecho, y en la medida en que hablamos de un mal estudiante, el doctor lo contratará para que se haga cargo de la recepción de los cadáveres, un puesto en el que, andando la historia, acabará recibiendo el cadáver de quien fue su enamorada, y quien lo abandonó porque no podía soportar la vida de «ama de casa» junto a un estudiantón más preocupado por los libros que por la diversión. La sucesión de asesinatos que convierte a los dos «guillermos» en auténticos asesinos en serie, mucho antes de Jack el Destripador, con no menor progenie artística a sus espaldas, va a convertirse en un trabajo cada vez más expuesto, de tal modo que su atrevimiento insensato acabará llegando a oídos de la Justicia, quien indaga en ambos ambientes, en el académico y en el de los delincuentes.

          La turba, que sospecha de los dos criminales, los persigue, pero estos acaban yendo a juicio, en el que también acaba involucrado el doctor Knox, si bien una elipsis algo brusca nos hace pasar del juicio al ahorcamiento de uno de los guillermos, acusado por el otro de ser el único asesino, a apedreamiento de la academia donde imparte clases el doctor y al castigo que le depara la turba al Guillermo absuelto: quemarle los ojos con una antorcha y cegarlo de por vida. La película, ajustada a la defensa de la ciencia frente a la superstición religiosa y a la ley de Lynch, nos ofrece un desenlace de la historia muy distinto del real, y ello a pesar de que el retrato del doctor Knox, un ser soberbio y orgulloso de su saber, no está pensado para que el público empatice con él, desde luego…

          De todas las versiones de la historia que he visto, esta de Gilling me parece, de largo, la mejor de todas ellas, y la actuación siempre impactante de Peter Cushing contribuye a la defensa de esta opinión. Tengamos presente que, dado el tema, buena parte de la película transcurre de noche o en interiores relativamente poco iluminados, lo cual dota a la obra de un perfil expresionista que se adecua perfectamente a la depravación criminal que vemos en escena, sostenida sin desmayo por esa pareja de «guillermos» que es el alma de la función.

sábado, 26 de julio de 2025

«Noche en el alma» y «Círculo peligroso», de Jacques Tourneur, o el magisterio olvidado.

 

Título original: Experiment Perilous

Año: 1944

Duración: 91 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Jacques Tourneur

Guion: Warren Duff. Novela: Margaret Carpenter

Reparto: Hedy Lamarr: George Brent; Paul Lukas; Albert Dekker; Carl Esmond; Olive Blakeney; George N. Neise; Margaret Wycherly; Stephanie Bachelor; Mary Servoss; Julia Dean; William Post Jr.

Música: Roy Webb

Fotografía: Tony Gaudio (B&W).

 






Título original: Circle of Danger

Año: 1951

Duración: 86 min.

País: Reino Unido

Dirección: Jacques Tourneur

Guion:  Philip MacDonald

Reparto: Ray Milland; Patricia Roc; Marius Goring; Hugh Sinclair; Naunton Wayne: Edward Rigby; Marjorie Fielding; John Bailey; Colin Gordon; Dora Bryan; David Hutcheson; Michael Brennan; Philip Dale; Archie Duncan.

Música: Robert Farnon

Fotografía: Oswald Morris, Gilbert Taylor (B&W).

 

 

Dos muestras serenas de un cineasta singular: Jacques Tourneur. De la siniestra «luz de gas» a la  investigación sobre la inexplicable muerte de un hermano alistado en el ejército británico.

 

          He aquí dos películas poco conocidas y aún menos vistas en las programaciones de cine de las cadenas televisivas, porque todo lo que se aparte de los grandes títulos o de los casi estrenos que saltan enseguida a las plataformas como Netflix, Movistar+, Disney, etc, ni siquiera existe para el espectador, dado el lento declive, por no decir agonía, de la contemplación del cine en las viejas salas sobre las que, además de la nostalgia personal de cada cual, el propio cine ya ha entrado con no pocas películas, como El imperio de la luz, de Sam Mendes, por ejemplo. No excluyo, sin embargo, que esas mismas salas vuelvan a resurgir y a atraer a los millones de espectadores que solo veíamos el cine en ellas. Ignoro con qué tipo de películas sucedería tal cosa, esa es la gran cuestión. Puestos a imaginar, se me ocurre que nuevas generaciones de cinéfilos podrían reclamar la existencia de salas donde ver el cine que jamás han visto, ni en ellas ni en las pantallas caseras, porque hay todo un mundo de películas poderosas, magníficas, que esperan ser descubiertas.

          Jacques Tourneur es considerado un padre del cine fantástico por obras como La mujer pantera, Yo anduve con un zombie o El hombre leopardo, pero también un maestro del cine negro por Retorno al pasado, una de las cumbres del género. Sin embargo, su buen hacer le permitió abordar otros géneros con no menor arte y eficacia. Noche en el alma y Círculo peligroso (solo estrenada en España en televisión) son dos excelentes muestras de un cine de extraordinaria calidad por el que el tiempo pasa como pasa por los vinos y otras realidades, las personas o los árboles, sin ir más lejos.

          Noche en el alma es un intento de la RKO de competir con Luz que agoniza, el remake de George Cukor de la película británica Luz de gas, de Thorold Dickinson, rodada cuatro años antes, y que dio nombre a la siniestra técnica conyugal de hacer creer a todo el mundo que la propia esposa está loca y, en consecuencia, ha de ser internada en un manicomio o apartada del mundo. Si por el medio hay una gran diferencia de edad y la existencia de un hijo del que el padre quiere tener la posesión exclusiva, están servidos los ingredientes para servir al publico un melodrama enmarcado en una película gótica, y a ese fin contribuyen, desde luego, los magníficos decorados de la gran mansión en la que vive el matrimonio, una de las poderosas familias de la vieja ciudad de Nueva York, en cuyos salones se da cita lo más destacado de esa sociedad que comienza a abrirse a la modernidad.

          La película se abre con la extraña relación que se inicia en un vagón de tren entre la hermana  del marido protagonista de la historia y un doctor que regresa a casa. Digamos que en las medias palabras de la vieja, durante la comida que ambos comparten en el tren, se siembran tantas intrigas misteriosas que nos consume el interés por saber cómo van a resolverse, máxime cuando el doctor, a los dos días de haber llegado se entera por la prensa de la muerte de la anciana mujer a quien conoció en el tren. La mujer había salido de una institución mental, donde había permanecido algunos años, y volvía con cierto temor y rechazando la posibilidad de hospedarse en la casa familiar, aunque ella había sido quien, de niños, tras la muerte de los padres, había cuidado de su hermano y, cuando este se casó,  se había encargado de su cuñada. Todo ello, le revela al desconocido, la verdadera historia de la familia Bederaux, la ha escrito en un diario que por nada del mundo puede ser leído por su hermano. El azar, que escribe a nuestra espalda nuestro destino, quiere que se produzca un intercambio de maletas entre el doctor y la vieja señora, lo que le permite al doctor leer ciertas revelaciones sobre el señor Bederaux y su familia que lo inducen a buscar a alguien que lo introduzca en alguna de las reuniones sociales en las que la mujer de Bederaux, Allida, hermosa más allá de lo imaginable —y ahí está la inteligentísima Hedy Lamarr para dar la mayor de las verosimilitudes a ese extremo del guion—, ocupa un lugar de honor: el de una diosa a la que todos los hombres rinden veneración, con el consentimiento cómplice del marido. Antes de conocerla personalmente, y por sugerencia del amigo artista que lo va a introducir en la casa, el doctor ha ido a un museo donde se exhibe el imponente retrato de la dama, pero la impresión que e produce queda en nada cuando le presentan a Allida en persona y ha de tratar de ocultar la profunda conmoción que experimenta, algo que al intérprete del doctor  Bailey, George Brent, no le cuesta nada, dada su inexpresividad habitual. La trama comienza a complicarse cuando el marido requiere sus servicios profesionales para tratar de establecer un diagnóstico sobre el preocupante y desconcertante comportamiento de su mujer. Y más se complica cuando Nick Bederaux le da pleno acceso a ella y poco menos que la empuja a sus brazos… profesionales…; pero que la belleza se impone sobre el conocimiento no es algo que le pille a los espectadores de nuevo, ¿o me equivoco?

          La desaparición definitiva de un admirador de Allida, un poeta sin oficio ni beneficio que vive dedicado a amarla y a exigirle que renuncie a su matrimonio y una su destino con el suyo, es una señal elocuente de lo que a él mismo le puede pasar cuando comience a insinuarle a Allida que ha de abandonar a su marido, algo a lo que no se prestará mientras Nick tenga poco menos que secuestrado al hijo de ambos.

          Como se advierte, la historia gira al género del thriller, porque el psicópata que nos fue presentado por la hermana en el tren con medias palabras, se las calza enteras en el último tercio de la película y está dispuesto incluso al asesinato para conseguir sus fines. Se ha de reconocer que mientras Paul Lukas brilla a la altura de siempre, George Brent se «desmelena» y se convierte en un convincente enamorado que estará a la altura de su rival. La puesta en escena revelará entonces, en un final de tragedia, el porqué de su magnificencia, y eso que los espectadores saldrán ganando. Como la tengo aún muy fresca en la memoria, no quiero dejar de señalar el perfecto paralelismo que hay entre el final de esta película y el de La felicidad, de Agnès Varda.

            Círculo peligroso es una producción británica mucho más austera que la anterior, pero, a mi entender, bastante más interesante, no solo por la presencia casi totémica de Ray Milland, uno de esos actores que levantan una película con su sola presencia, sino por a originalidad de la historia, una novela del guionista Philip MasDonald— autor, por cierto de La patrulla perdida, llevada al cine magistralmente por Ford,  también de A 23 pasos de Baker Street, filmada por Henry Hathaway, y de ese divertimento modesto que fue El último de la lista, dirigida por John Huston— que arranca de un planteamiento aparentemente sencillo y que irá creciendo a medida que la investigación del protagonista vaya quemando etapas de una inquisición en la que trata de averiguar quién mató a su hermano con «fuego amigo» que él intuye auténticamente envenenado. La presencia de un usamericano en Gran Bretaña —aunque se dé la curiosa circunstancia de que Ray Milland es originario de Gales…— siempre permite jugar con ese choque cultural de los dos pueblos «separados por una misma lengua», y aunque aquí aparezca como aspecto muy marginal, a lo largo del desarrollo va a crecer hasta proporciones insospechadas, porque el indagador va a interponerse entre un miembro de la bajísima aristocracia, un baronet escocés, y su prometida, una escritora de libros para niños, y ahí sí que las diferencias culturales, además del muy diferente atractivo personal y físico de ambos personajes, van a jugar un papel importantísimo. Lo curioso del caso, sin embargo, es cómo la investigación a la que se libra el hermano mayor para averiguar quién mató a su hermano y por qué en el seno de batallón de que formaba parte, va provocando un sinfín de desencuentros entre los enamorados, y ello hasta tal punto que ella decide volver a las Highlands y prometerse en firme con el baronet.

          La intriga de la película, como todo buen Whodunit, se forja en las reticencias de los investigados para hablar sobre el caso o darle al hermano alguna pista sólida y fiable de quién pudo haber sido el «ejecutor» de su idealista hermano pequeño, pues que tal paree que así fueron las cosas, una venganza o algo parecido. Sin llegar a convertirse en unas road movie, el protagonista recorre no pocos  lugares de Inglaterra, pues ha de ir buscando a los componentes que queden vivos de la patrulla de la que su hermano formaba parte. Y se encuentra de todo y de todas las profesiones y condiciones sociales, aunque la palma del interés se la llevan un coreógrafo y un pícaro vendedor de coches, Marius Goring y el genial Naunton Wayne, respectivamente. La parte dedicada a la pesquisa del vendedor se convierte en un estupendo vodevil en el que hasta aparece la novia, instantes antes de renegar de tan «selecto» ambiente y salir escopeteada hacia su casa. Como el personaje, Clay Douglas, se embebe en su investigación, de la que confiesa a la esritora, Elspeth Graham, que no puede revelarle nada, son muchas las ocasiones en las que su relación sentimental ve alterados sus planes por obra y poca gracia de dicha investigación, capaz de anteponerse a la felicidad de la pareja.

          Está claro que no puedo ni siquiera insinuar hacia dónde van los tiros del desenlace, pero les garantizo a los espectadores que les va a sorprender, no tanto el desenlace como el estupendo desarrollo de la historia, llena de encuentros en los que Milland sobresale como el actorazo superlativo que siempre fue.

          En fin, acaso la película «británica» más británica de Tourneur, muy en la línea, por cierto, por ambientación, personajes y localización de exteriores, de las películas de «Los Arqueros». Disfrute total.

 

viernes, 25 de julio de 2025

«8», de Julio Medem, o las vidas cruzadas.

Un apretado repaso a nuestra historia, sus demonios, sus azares y sus amores.

 

Título original: 8

Año: 2025

Duración: 126 min.

País: España

Dirección: Julio Medem

Guion: Julio Medem

Reparto: Ana Rujas; Javier Rey; Álvaro Morte; Tamar Novas; Loreto Mauleón; Carla Díaz;

María Isasi; Mateo Medina; Oriol Riera; Asier Burguete; Andoni Agirregomezkorta; Kandido Uranga; Javier Morgade; Asier Hernández; Irene Aragón; Jordi Catalán; Jacobo Girón; Gabriel Álvarez; Eduardo Arregui; Sophia Garitano; Sergio M Villar; Asier Tartás.

Música: Lucas Vidal

Fotografía: Rafael Reparaz.

 

          Oí hablar de 8 en la televisión, no recuerdo si durante el rodaje o al acabar este. Después esperé en vano el estreno, porque, de haberlo, me pasó desapercibido, y la película, al parecer, no duró mucho en cartelera. A posteriori me llegan noticias de una fría recepción por parte del público y una tristísima recaudación que, imagino, no cubrirá ni un 20% del presupuesto total. Y vista en Movistar+ la verdad es que, sin ser una maravilla, está muy por encima, en calidad, de tantísimos estrenos que, dicho sea de paso, tampoco duran mucho en los cines.

          La película de Medem es ambiciosa, porque recrea la vida de España desde el 14 de abril del 31, a través del nacimiento de dos seres a los que el azar de la vida, un poco a la manera de las Vidas cruzadas de Robert Altman, irá uniendo y alejando, todo ello en el marco del desarrollo de la sociedad española, quizás «demasiado» al estilo de Cuéntame, la serie de televisión de  Miguel Ángel Bernardeau. Ese afán documental de la evolución de la vida española desde aquella fecha mítica de la izquierda, ¡nada menos que el advenimiento de la Segunda República!, y que tan desoladoramente acabó. La película, al menos, mantiene una cierta objetividad al respecto, porque los dos seres que nacen en esa fecha tienen dos padres que militan en cada uno de los bandos enfrentados en la Guerra Civil. Esa época, perfectamente recreada en la puesta en escena y en el trajín de los dos partos, permite intuir, en parte, y conociendo alguna película del autor, como Los amantes del círculo polar, con aquellos protagonistas palindromáticos: Otto y Ana, algo del desarrollo posterior, en el que el azar dictará no pocos de los acontecimientos que veremos en pantalla. El hecho de que los encuentros fortuitos de los protagonistas vayan seguidos de elipsis muy intensas, en las que la vida de cada uno de ellos por separado pierde relieve dramático y no colabora en el desarrollo narrativo, porque, en algunas ocasiones, dichos encuentros recurren a un pretexto muy forzado e incluso, la muerte del hijo extramatrimonial de ambos, al melodrama más riguroso, no exento, además, de una repentina «irrupción» del catalán metido con calzador y sin previa ni posterior explicación. Ese es el peligro de la ambición: buscar episodios con mucha carga simbólica para tratar de hacernos llegar realidades que no admiten reducciones narrativas tan tremendas. Lo mismo sucede con algunos momentos de la vida de los personajes, como los que preceden a la separación de la protagonista de un marido que representa el antiguo régimen. Cuando entra en plano la protagonista parece que se está preparando para una escena erótica, pero lo hace, sin embargo, para ir a la iglesia. Que se haya refugiado en el alcohol y que luego tenga una aventura, con la consecuencia del segundo hijo del matrimonio que no es del padre, como el primero, nos lleva directamente a una discusión, porque estamos en los comienzos de la Transición democrática, sobre la independencia de la mujer frente a esa clase de hombres y la decisión de divorciarse, aunque la ley que lo permitía tendría que esperar hasta 1981.

          Los personajes, con ciertos reparos, no están mal dibujados, y permite cierta empatía del espectador con algunos episodios de sus vidas. En la medida en que esos protagonistas representan la generación que permite la reconciliación del llamado Régimen del 78, la película es políticamente muy atrevida, e incluso me atrevería a decir que políticamente incorrecta, dado el ejercicio de polarización interesada y apuesta por el guerracivilismo que nos ha traído el último gobierno del más que rarísimo frente popular que va desde la extrema izquierda hasta la extrema derecha nacionalista, aquellos extraños compañeros de cama política de los que hablaba Carrillo. Pero frente a esa visión política, la película opta por la vía psicológica y sentimental, dado que la unión de quienes nacieron el mismo día en casas tan diferentes implica una apuesta por el valor metafórico de esa unión.

          La producción de la película, barajando tantas épocas, ha supuesto un brillante ejercicio de puesta en escena, de selección de exteriores, interiores perfectamente adecuados a cada época y del vestuario. Como el marco temporal es tan extenso, ha de destacarse la labor de maquillaje, si no se han utilizado los recursos digitales en sentido inverso de como se usaron en El irlandés, de Scorsese. Y es en esa fase última de la relación de los personajes cuando la película alcanza los momentos más emotivos, aunque tampoco se han de perder de vista las ejecuciones de los dos padres de los protagonistas, por supuesto. El final, por otro lado, me parece muy conseguido y logra poner un broche final al largo proceso vital de los personajes. Sentimos con ellos el peso del paso del tiempo y el vínculo tan especial que se genera en las parejas de mucha edad, las que llegan juntas hasta los noventa años e incluso más allá.

          Teniendo en cuenta el éxito televisivo de Cuéntame, no acabo de entender que una película como 8 no haya gozado del favor del público, porque no solo hace un idéntico recorrido, pero más sintético, sino que las interpretaciones rayan a gran altura. Salvo Álvaro Morte, que tiene un papel breve, pero magníficamente desempeñado, los protagonistas —soy poco aficionado a las series—, me eran totalmente desconocidos, lo que ha contribuido lo suyo a aceptar la verosimilitud de sus interpretaciones, salvo algunas escenas, como ya he indicado, algo forzadas, aunque, incluso en esas, la dirección de Medem lograba salir airosa, con planos como el del padre del hijo muerto entre él y la madre sedada, arrodillado, de enorme valor plástico. En conjunto ya digo, me parece una película digna de ser vista, una muestra de cine español muy por encima de muchísimos estrenos usamericanos tan llenos de acción como carentes del más mínimo interés humano.

miércoles, 23 de julio de 2025

«Brigada suicida», de Anthony Mann, una lección de cine negro.

 

La épica de los infiltrados del Tesoro usamericano en las mafias.

 

Título original: T-Men

Año: 1947

Duración: 92 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Anthony Mann

Guion: John C. Higgins. Historia: Virginia Kellogg

Reparto: Dennis O'Keefe; Mary Meade; Alfred Ryder; Wallace Ford; June Lockhart; Charles McGraw; Jane Randolph; Herbert Heyes; Jack Overman; Vivian Austin; Art Smith: John Wengraf; William Malten; Robert Williams; Frank Ferguson; Paul Fierro; Lyle Latell; Jim Bannon.

Música: Paul Sawtell

Fotografía: John Alton (B&W).

 

          La reticencia de mi Conjunta a ver un thriller con agentes del Tesoro, los llamados T-Men, uno de cuyos mayores éxitos en la lucha contra los delitos económicos fue enviar a Al Capone a prisión, de la que salió seriamente enfermo hasta que murió en su mansión de Miami de un derrame cerebral, me ha obligado a verla en la cinta de correr, as usual. ¡Y menudo sorpresón! Me he encontrado con una de las cimas del cine negro a la que ha perjudicado seriamente el «marco» de la historia forjado con tono documental sobre la eficiencia de una agencia oficial cuyos agentes han desempeñado labores policiales que los ha obligado a asumir roles tan peligrosos como el de infiltrados en organizaciones mafiosas, con el consiguiente riesgo de perder la vida si son descubiertos.

          Seguimos la decisión de las autoridades del Tesoro de destinar dos hombres a esa infiltración, para la que se preparan como para lo que acaba siendo, en el fondo, una representación teatral «sin red», es decir, con el riesgo ya indicado de poder perder la vida. Uno de ellos es casado, lo que complica notablemente su participación, aunque no por ello deja de asumir su cometido y lo desempeña a la perfección, dado su origen italiano, que tantas puertas le abre en un mundo en el que los usamericanos de origen italiano tanto se señalaron para desgracia de la sociedad, deturpación del orden y quebrantamiento de las leyes.

          La «formación» es intensa y exige de ambos protagonistas una verosimilitud absoluta, sin fallos,  porque cualquier titubeo puede acabar con ellos acribillados en un callejón o con una piedra al cuello en el río. Paso a paso la seguimos y advertimos que su conversión al mal incluso exige un cambio de vestuario, porque los delincuentes suelen vestir primorosamente, aunque sean meros secuaces sin luces y de gatillo fácil. El modo como van a presentarse en un hotel para anunciarse como «colegas del ramo» nos va a permitir entrar en contacto con el mundo clandestino de la falsificación de moneda, un negocio exclusivo en el que pretenden introducirse para llegar a lo más alto de la pirámide delictiva. No es un camino fácil, y todos los pasos los han de dar con una determinación no exenta ni de violencia ni de riesgo. Además, la cadena de peones que han de ir engañando para llegar a la cima del negocio supone, en cada momento, un sinfín de dificultades que han de superar con un desempeño que no deje lugar a dudas sobre su condición de mafiosos dispuestos a todo por hacerse con una parte importante de tan lucrativo negocio, porque en ese mundo de los falsificadores hacen falta dos elementos básicos: el papel, de la más alta calidad y similitud al empleado por el Tesoro, y las placas para imprimir los billetes, que es lo que ellos alegan poseer —elaboradas por el Tesoro con la mayor fidelidad— para tomar parte en el negocio.

          La película es un recital de la puesta en escena propia del cine negro, con una iluminación y fotografía que hace del claroscuro, de los picados y contrapicados y de algunos trávelin todo un recital de absoluta magnificencia genérica. Como uno de los personajes está aquejado de los pulmones, frecuenta las saunas de vapor, además de ingerir un preparado de origen chino que, supuestamente, le ayuda a mejorar la respiración. La persecución de los contactos es uno de los grandes recursos de la película, aunque la voz en off  la dote de un aire documental que, sin llegar a estorbar el desarrollo de la acción, sí que evita acogernos a la intriga propia de la acción de los personajes, de por sí lo suficientemente atractiva. Particularmente, las secuencias en las saunas tienen un especial atractivo, algo muy de actualidad en nuestra política española, sin duda, aunque aquí estén consideradas desde el punto de vista terapéutico, no del de la prostitución.

          Está claro que las actividades de la pareja protagonista, quienes se inician en el negocio a las órdenes de un capo de poca monta, pero muchos contactos, no dejan de levantar sospechas por su súbita aparición y por las referencias de una familia que ha sido poco menos que eliminada del panorama delictivo. La tensión doble está servida: de un lado, sobrevivir a los recelos de los gánsteres; de la otra, avanzar en la identificación de quienes no solo «colocan» los billetes falsos, sino de quienes los fabrican.

          Insisto en que la puesta en escena, con lo garitos propios del género, como los billares, en este caso las saunas, las habitaciones cutres de hoteles de medio pelo o los despachos de los capos, entre otros, dota a la película de una sustantividad que alcanza cotas casi magistrales, y en ese cupo entran, por supuesto, las palizas, los asesinatos y las persecuciones. Pensemos, por ejemplo, en el buque para desguace amarrado en el puerto, donde se esconden los estampadores de los billetes falsos, un escenario propenso a acciones muy propias de este género, y aunque el presupuesto y el reparto es propio de la serie B, no cabe duda de que Anthony Mann, marco de publicidad institucional incluido, consigue, con una dirección muy ajustada a la investigación, elevar la película a muestra excepcional de la serie A del cine negro. Salvo Dennis O’Keefe, la única estrella del reparto, y, si acaso, Jane Randolph, el resto del reparto se ajusta de tal manera a los papeles de la historia que acabamos con la sensación no de estar viendo una película de ficción, sino un documental con personajes reales actuando como actores aficionados extraordinarios.

          No se trata de una película muy citada entre los clásicos del cine negro usamericano, pero creo que todos aquellos espectadores que la desconozcan se van a llevar el mismo sorpresón que yo me llevé, y van a pasar un rato archifetén.