martes, 29 de julio de 2025

«Los ángeles del pecado», de Robert Bresson, la ópera prima del otro cine…

 

La vida conventual como refugio del crimen y la soberbia.

 

Título original: Les Anges du péché

Año: 1943

Duración: 96 min.

País:  Francia

Dirección: Robert Bresson

Guion: Robert Bresson, Jean Giraudoux, Raymond Leopold Bruckberger

Reparto: Renée Faure; Jany Holt; Sylvie; Marie-Hélène Dasté; Yolande Laffon; Paula Dehelly; Mila Parély; Silvia Monfort; Louis Seigner; Jean Morel.

Música: Jean-Jacques Grünenwald

Fotografía: Philippe Agostini (B&W).

 

          Algo de la humildad no forzada ni teatralizada del cristianismo vivo hay en esta ópera prima de Robert Bresson, el anticineasta por excelencia de una tradición que, en 1943, contaba con apenas treinta y siete años, si al largometraje de ficción nos referimos. Y ya desde su primera película veremos tendencias que se consolidarán a lo largo de su obra, apenas trece largometrajes y un corto. Meter las cámaras en un convento y construir una narración que seduzca al espectador no es fácil mester, y se ha de tener una muy clara visión de los planos y secuencias que nos van a contar la vieja historia de las afinidades electivas, la lucha del bien y el mal, de la humildad y el orgullo. Cinematográficamente, la vida conventual es un escenario privilegiado para la composición de planos, porque, como nos ocurre en la contemplación de los monjes de Zurbarán, tienen los hábitos una suerte de privilegio fotogénico que los hace muy superiores a la ropa «de calle», y lo mismo puede decirse de las dependencias conventuales, el claustro privilegiado, las austeras celdas, el huerto ameno y el severo refectorio donde se expían ante la congregación los pecados individuales. Porque olvidamos, a menudo, que un convento también es una suma de «individualidades» sujetas, sin embargo, a una «regla» que tiende a igualarlas por un mismo rasero.

          Bresson lleva al convento a una monja vocacional, procedente de una familia adinerada, y sigue, con no pocas elipsis afortunadas, su implantación en la congregación, hasta que, cumpliendo la función redentora de la Orden, conoce a Thérèse, una rebelde mujer de vida intensa que niega haber cometido el delito por el que está en prisión.  Es importante el beso con que la nueva interna saluda a la prisionera, quien le echa la sopa que está repartiendo sobre el hábito, y la voz dulce con que intenta consolarla cuando es reducida por las guardianas, tras haber lanzado por las escaleras el bodrio y haber huido a la carrera. Thérèse sale de prisión después de dos años y lo único que hace es comprar una pistola y matar al supuesto responsable de su ingreso en prisión. Después va a esconderse en el único lugar que le parece seguro, y donde ya había estado con anterioridad: el convento. A partir de entonces, el argumento girará en torno a la relación entre Anne-Marie y Thérèse, obsesiva para la primera, desde que oyó hablar de la «indómita» ladrona Thérèse, al poco de llegar al convento, e incómoda para la segunda, quien mira siempre por encima del hombro el afán de santidad redentora con que se conduce hacia ella la joven. Es cierto que en esa fijación podría haber una inclinación erótica, dada la tensión que experimenta Thérèse cuando está junto a ella. A elección libre queda de cada espectador, dar por válida esa interpretación o si ha de prevalecer la del orgullo de la hermana que quiere «convertir» a toda costa a la descarriada Thérèse. El nivel de enfrentamiento entre ambas monjas acabará llevando a la priora a expulsar a Ann-Marie, por su desobediencia, como la de negarse a besar los pies en el refectorio a todas las hermanas, como expiación de su soberbia, tras un intercambio de miradas entre ambas protagonistas. Atentos a ese beso en los pies que no se produce, del mismo modo que se ha de retener el primero con que saluda la joven novicia a la prisionera.

          Tras ser expulsada de la Orden, Anne-Marie deambula, lejos de su casa, hasta que logra entrar al convento  y cae desmayada junto a la tumba del fundador de la Orden, un momento de intenso dramatismo en el que se vuelven a encontrar ambas hermanas con la absoluta frialdad de la asesina. La enfermedad e imposible sanación de la joven mística redentora supondrá una última parte de la película en la que el sufrimiento de la joven abnegada hallará, finalmente, eco en la dureza impenetrable de la asesina refugiada en el convento.

          Antes, y se me olvidaba decirlo, hemos de considerar el carácter simbólico de un gato negro que ronda la cocina y otras dependencias del convento; un gato frente al que  unas reconocen la vida más pura y otras la presencias de Satán. Un universo de símbolos entre los que han de contarse las ceremonias conventuales, como la de extenderse en el suelo, en señal de humildad absoluta, ante la priora, usualmente para ser reprendidas.

          De forma paralela al desarrollo de esa lucha conventual entre las protagonistas, la Justicia, a través de la policía sigue buscando al asesino del hombre acribillado a tiros en el umbral de su casa, una escena impactante que Bresson rueda con el hecho de la muerte fuera de plano, una técnica muy suya como fuera de él se oyen también los gritos espeluznantes y desesperados de Therèse cuando es reducida en la prisión, después de su insubordinación.

          Dentro de la selección de exteriores, cabe destacar el hecho de la relación que tiene la orden con una prisión para acoger a presidiarias en el convento. Las calles adyacentes, nocturnas y llenas de niebla, parecen un paisaje irreal que contrasta «civilmente» con la «marcialidad» religiosa de seres no tan pacíficos ni humildes como la profesión da a entender. Hay mucha vida en los conventos y muy intensa, un espacio dado a los conflictos piadosos y no tan piadosos, pero siempre muy humanos. No llega a la condición de microcosmos, pero sí que consigue, Bresson, abrirnos una perspectiva novedosa de la vivencia cristiana del cenobio. En ese sentido, además, el desenlace, donde se retoman los besos en la cara y en los pies, unido a la perspectiva de la beatitud evidente de Anne-Marie, en una escena arrebatadoramente piadosa y bella, va a coronar la película del mejor modo posible.

          He visto esta ópera prima tras haber visto previamente esas dos obras maestras que son Siete mujeres, de John Ford y la muy cercana a la de Bresson, Narciso negro, de Powell y Pressburger, y ahora sé que ambas han bebido en la fuente archinutritiva de la de Bresson, porque no me entra en la cabeza que, como buenos aficionados, no la hubieran visto, algo que, por otro lado, tampoco me extrañaría que hubiera sucedido, porque Bresson ha sido siempre un auténtico «tesoro oculto» al que cuesta descubrir en su integridad.

  

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