lunes, 28 de julio de 2025

«La carne y el demonio», de John Gilling, o el viejo terror eterno.

 

Entre la ciencia y el delito: los rodeos sórdidos del saber.

 

Título original: The Flesh and the Fiends

Año: 1960

Duración: 97 min.

País:  Reino Unido

Dirección: John Gilling

Guion: John Gilling, Leon Griffiths

Reparto: Peter Cushing; June Laverick; Donald Pleasence; George Rose; Renee Houston;

Dermot Walsh; Billie Whitelaw; John Cairney; Melvyn Hayes; June Powell.

Música: Stanley Black

Fotografía: Monty Berman (B&W).

 

          Tras haber dirigido esta película, Gilling fue contratado por la Hammer, la clásica productora de películas de terror y desarrolló en ella buena parte de su carrera. La carne y el demonio, sin embargo, en modo alguno tiene el sello de la productora para la que trabajaría, sino el de una producción seria, cuidada, que plantea ciertas cuestiones morales a las que en la película se trata de dar respuesta. La historia tiene una base real, aunque son no pocas las licencias que se permiten los guionistas para construir el relato de las andanzas y el retrato fidedigno de los dos asesinos que comienzan robando cadáveres de los cementerios, para llevárselos a un profesor de anatomía que paga espléndidamente por ellos, y acaban llevándole los cadáveres de las personas a quienes ellos mismos asesinan, porque los recién muertos se cotizan bastante más que los ya enterrados. Se trata de un caso real, célebre, que ha sido llevado al cine en varias ocasiones, aunque esta particular de Gilling puede considerarse la más interesante de todas.

          La película narra los hechos históricos conocidos que inspiraron a Stevenson su famoso relato, El ladrón de cadáveres. Robert Knox, un prestigioso anatomista adquiría, en efecto, los cadáveres que le desenterraban, al poco de haber sido inhumados, William Burke y William Hare, dos maleantes de poca monta que explotaban la debilidad científica el doctor y su nula intención de interesarse por el origen de algunos cadáveres aún calientes que llegaron a su depósito para utilizarlos en sus clases. Hay bastante distancia entre los hechos y la historia, según la cuenta la película, porque en este parece tomarse partido por la ciencia frente a la religión, por ejemplo, y edulcora, en el desenlace, una historia que no acaba tan favorablemente al doctor Knox.

          Lo más impactante de esta obra es, sin duda, el inframundo de degradación, alcoholismo e inseguridad física en los barrios degradados de la Inglaterra victoriana, y concretamente en la ciudad de Edimburgo, donde transcurre la acción. Terror, propiamente, no lo hay, pero degradación e infinita perversión, sí, y los asesinatos que cometerán la pareja de «guillermos» consiguen estremecernos en algunas secuencias, porque ambos son, bien puede decirse, el colmo de la perversión moral. Y los actores que los interpretan son decisivos para producir semejante efecto en los espectadores: un genial Donald Pleasence y un excelente George Rose son convincentes hasta más allá del mayor escepticismo posible. Y sí, está fuera de toda duda que la magnífica ambientación de las calles de los barrios bajos de Edimburgo es un marco idóneo para darle a la historia el color local que la hace más comprensible. De hecho, en los pubs donde se rueda, aparecen desnudos de cintura para arriba en un año, 1960, en el que aún y menos en Inglaterra, son moneda corriente.

          La doble vida que se refleja en la historia, la académica y la de los barrios bajos tiene su nexo de unión en el enamoramiento de uno de los estudiantes del Dr. Knox de una prostituta que ejerce en esos pubs. De hecho, y en la medida en que hablamos de un mal estudiante, el doctor lo contratará para que se haga cargo de la recepción de los cadáveres, un puesto en el que, andando la historia, acabará recibiendo el cadáver de quien fue su enamorada, y quien lo abandonó porque no podía soportar la vida de «ama de casa» junto a un estudiantón más preocupado por los libros que por la diversión. La sucesión de asesinatos que convierte a los dos «guillermos» en auténticos asesinos en serie, mucho antes de Jack el Destripador, con no menor progenie artística a sus espaldas, va a convertirse en un trabajo cada vez más expuesto, de tal modo que su atrevimiento insensato acabará llegando a oídos de la Justicia, quien indaga en ambos ambientes, en el académico y en el de los delincuentes.

          La turba, que sospecha de los dos criminales, los persigue, pero estos acaban yendo a juicio, en el que también acaba involucrado el doctor Knox, si bien una elipsis algo brusca nos hace pasar del juicio al ahorcamiento de uno de los guillermos, acusado por el otro de ser el único asesino, a apedreamiento de la academia donde imparte clases el doctor y al castigo que le depara la turba al Guillermo absuelto: quemarle los ojos con una antorcha y cegarlo de por vida. La película, ajustada a la defensa de la ciencia frente a la superstición religiosa y a la ley de Lynch, nos ofrece un desenlace de la historia muy distinto del real, y ello a pesar de que el retrato del doctor Knox, un ser soberbio y orgulloso de su saber, no está pensado para que el público empatice con él, desde luego…

          De todas las versiones de la historia que he visto, esta de Gilling me parece, de largo, la mejor de todas ellas, y la actuación siempre impactante de Peter Cushing contribuye a la defensa de esta opinión. Tengamos presente que, dado el tema, buena parte de la película transcurre de noche o en interiores relativamente poco iluminados, lo cual dota a la obra de un perfil expresionista que se adecua perfectamente a la depravación criminal que vemos en escena, sostenida sin desmayo por esa pareja de «guillermos» que es el alma de la función.

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