miércoles, 23 de julio de 2025

«Brigada suicida», de Anthony Mann, una lección de cine negro.

 

La épica de los infiltrados del Tesoro usamericano en las mafias.

 

Título original: T-Men

Año: 1947

Duración: 92 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Anthony Mann

Guion: John C. Higgins. Historia: Virginia Kellogg

Reparto: Dennis O'Keefe; Mary Meade; Alfred Ryder; Wallace Ford; June Lockhart; Charles McGraw; Jane Randolph; Herbert Heyes; Jack Overman; Vivian Austin; Art Smith: John Wengraf; William Malten; Robert Williams; Frank Ferguson; Paul Fierro; Lyle Latell; Jim Bannon.

Música: Paul Sawtell

Fotografía: John Alton (B&W).

 

          La reticencia de mi Conjunta a ver un thriller con agentes del Tesoro, los llamados T-Men, uno de cuyos mayores éxitos en la lucha contra los delitos económicos fue enviar a Al Capone a prisión, de la que salió seriamente enfermo hasta que murió en su mansión de Miami de un derrame cerebral, me ha obligado a verla en la cinta de correr, as usual. ¡Y menudo sorpresón! Me he encontrado con una de las cimas del cine negro a la que ha perjudicado seriamente el «marco» de la historia forjado con tono documental sobre la eficiencia de una agencia oficial cuyos agentes han desempeñado labores policiales que los ha obligado a asumir roles tan peligrosos como el de infiltrados en organizaciones mafiosas, con el consiguiente riesgo de perder la vida si son descubiertos.

          Seguimos la decisión de las autoridades del Tesoro de destinar dos hombres a esa infiltración, para la que se preparan como para lo que acaba siendo, en el fondo, una representación teatral «sin red», es decir, con el riesgo ya indicado de poder perder la vida. Uno de ellos es casado, lo que complica notablemente su participación, aunque no por ello deja de asumir su cometido y lo desempeña a la perfección, dado su origen italiano, que tantas puertas le abre en un mundo en el que los usamericanos de origen italiano tanto se señalaron para desgracia de la sociedad, deturpación del orden y quebrantamiento de las leyes.

          La «formación» es intensa y exige de ambos protagonistas una verosimilitud absoluta, sin fallos,  porque cualquier titubeo puede acabar con ellos acribillados en un callejón o con una piedra al cuello en el río. Paso a paso la seguimos y advertimos que su conversión al mal incluso exige un cambio de vestuario, porque los delincuentes suelen vestir primorosamente, aunque sean meros secuaces sin luces y de gatillo fácil. El modo como van a presentarse en un hotel para anunciarse como «colegas del ramo» nos va a permitir entrar en contacto con el mundo clandestino de la falsificación de moneda, un negocio exclusivo en el que pretenden introducirse para llegar a lo más alto de la pirámide delictiva. No es un camino fácil, y todos los pasos los han de dar con una determinación no exenta ni de violencia ni de riesgo. Además, la cadena de peones que han de ir engañando para llegar a la cima del negocio supone, en cada momento, un sinfín de dificultades que han de superar con un desempeño que no deje lugar a dudas sobre su condición de mafiosos dispuestos a todo por hacerse con una parte importante de tan lucrativo negocio, porque en ese mundo de los falsificadores hacen falta dos elementos básicos: el papel, de la más alta calidad y similitud al empleado por el Tesoro, y las placas para imprimir los billetes, que es lo que ellos alegan poseer —elaboradas por el Tesoro con la mayor fidelidad— para tomar parte en el negocio.

          La película es un recital de la puesta en escena propia del cine negro, con una iluminación y fotografía que hace del claroscuro, de los picados y contrapicados y de algunos trávelin todo un recital de absoluta magnificencia genérica. Como uno de los personajes está aquejado de los pulmones, frecuenta las saunas de vapor, además de ingerir un preparado de origen chino que, supuestamente, le ayuda a mejorar la respiración. La persecución de los contactos es uno de los grandes recursos de la película, aunque la voz en off  la dote de un aire documental que, sin llegar a estorbar el desarrollo de la acción, sí que evita acogernos a la intriga propia de la acción de los personajes, de por sí lo suficientemente atractiva. Particularmente, las secuencias en las saunas tienen un especial atractivo, algo muy de actualidad en nuestra política española, sin duda, aunque aquí estén consideradas desde el punto de vista terapéutico, no del de la prostitución.

          Está claro que las actividades de la pareja protagonista, quienes se inician en el negocio a las órdenes de un capo de poca monta, pero muchos contactos, no dejan de levantar sospechas por su súbita aparición y por las referencias de una familia que ha sido poco menos que eliminada del panorama delictivo. La tensión doble está servida: de un lado, sobrevivir a los recelos de los gánsteres; de la otra, avanzar en la identificación de quienes no solo «colocan» los billetes falsos, sino de quienes los fabrican.

          Insisto en que la puesta en escena, con lo garitos propios del género, como los billares, en este caso las saunas, las habitaciones cutres de hoteles de medio pelo o los despachos de los capos, entre otros, dota a la película de una sustantividad que alcanza cotas casi magistrales, y en ese cupo entran, por supuesto, las palizas, los asesinatos y las persecuciones. Pensemos, por ejemplo, en el buque para desguace amarrado en el puerto, donde se esconden los estampadores de los billetes falsos, un escenario propenso a acciones muy propias de este género, y aunque el presupuesto y el reparto es propio de la serie B, no cabe duda de que Anthony Mann, marco de publicidad institucional incluido, consigue, con una dirección muy ajustada a la investigación, elevar la película a muestra excepcional de la serie A del cine negro. Salvo Dennis O’Keefe, la única estrella del reparto, y, si acaso, Jane Randolph, el resto del reparto se ajusta de tal manera a los papeles de la historia que acabamos con la sensación no de estar viendo una película de ficción, sino un documental con personajes reales actuando como actores aficionados extraordinarios.

          No se trata de una película muy citada entre los clásicos del cine negro usamericano, pero creo que todos aquellos espectadores que la desconozcan se van a llevar el mismo sorpresón que yo me llevé, y van a pasar un rato archifetén.

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