La épica de
los infiltrados del Tesoro usamericano en las mafias.
Título original: T-Men
Año: 1947
Duración: 92 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Anthony Mann
Guion: John C. Higgins. Historia:
Virginia Kellogg
Reparto: Dennis O'Keefe; Mary Meade; Alfred Ryder; Wallace Ford; June
Lockhart; Charles McGraw; Jane Randolph; Herbert Heyes; Jack Overman; Vivian
Austin; Art Smith: John Wengraf; William Malten; Robert Williams; Frank
Ferguson; Paul Fierro; Lyle Latell; Jim Bannon.
Música: Paul Sawtell
Fotografía: John Alton
(B&W).
La reticencia
de mi Conjunta a ver un thriller con agentes del Tesoro, los llamados T-Men,
uno de cuyos mayores éxitos en la lucha contra los delitos económicos fue
enviar a Al Capone a prisión, de la que salió seriamente enfermo hasta que
murió en su mansión de Miami de un derrame cerebral, me ha obligado a verla en
la cinta de correr, as usual. ¡Y menudo sorpresón! Me he encontrado con
una de las cimas del cine negro a la que ha perjudicado seriamente el «marco»
de la historia forjado con tono documental sobre la eficiencia de una agencia
oficial cuyos agentes han desempeñado labores policiales que los ha obligado a
asumir roles tan peligrosos como el de infiltrados en organizaciones mafiosas,
con el consiguiente riesgo de perder la vida si son descubiertos.
Seguimos la decisión
de las autoridades del Tesoro de destinar dos hombres a esa infiltración, para
la que se preparan como para lo que acaba siendo, en el fondo, una representación
teatral «sin red», es decir, con el riesgo ya indicado de poder perder la vida.
Uno de ellos es casado, lo que complica notablemente su participación, aunque
no por ello deja de asumir su cometido y lo desempeña a la perfección, dado su
origen italiano, que tantas puertas le abre en un mundo en el que los
usamericanos de origen italiano tanto se señalaron para desgracia de la
sociedad, deturpación del orden y quebrantamiento de las leyes.
La «formación»
es intensa y exige de ambos protagonistas una verosimilitud absoluta, sin
fallos, porque cualquier titubeo puede
acabar con ellos acribillados en un callejón o con una piedra al cuello en el
río. Paso a paso la seguimos y advertimos que su conversión al mal incluso
exige un cambio de vestuario, porque los delincuentes suelen vestir primorosamente,
aunque sean meros secuaces sin luces y de gatillo fácil. El modo como van a
presentarse en un hotel para anunciarse como «colegas del ramo» nos va a permitir
entrar en contacto con el mundo clandestino de la falsificación de moneda, un
negocio exclusivo en el que pretenden introducirse para llegar a lo más alto de
la pirámide delictiva. No es un camino fácil, y todos los pasos los han de dar
con una determinación no exenta ni de violencia ni de riesgo. Además, la cadena
de peones que han de ir engañando para llegar a la cima del negocio supone, en
cada momento, un sinfín de dificultades que han de superar con un desempeño que
no deje lugar a dudas sobre su condición de mafiosos dispuestos a todo por
hacerse con una parte importante de tan lucrativo negocio, porque en ese mundo
de los falsificadores hacen falta dos elementos básicos: el papel, de la más
alta calidad y similitud al empleado por el Tesoro, y las placas para imprimir
los billetes, que es lo que ellos alegan poseer —elaboradas por el Tesoro con
la mayor fidelidad— para tomar parte en el negocio.
La película es
un recital de la puesta en escena propia del cine negro, con una iluminación y
fotografía que hace del claroscuro, de los picados y contrapicados y de algunos
trávelin todo un recital de absoluta magnificencia genérica. Como uno de los
personajes está aquejado de los pulmones, frecuenta las saunas de vapor, además
de ingerir un preparado de origen chino que, supuestamente, le ayuda a mejorar
la respiración. La persecución de los contactos es uno de los grandes recursos
de la película, aunque la voz en off la
dote de un aire documental que, sin llegar a estorbar el desarrollo de la
acción, sí que evita acogernos a la intriga propia de la acción de los
personajes, de por sí lo suficientemente atractiva. Particularmente, las
secuencias en las saunas tienen un especial atractivo, algo muy de actualidad
en nuestra política española, sin duda, aunque aquí estén consideradas desde el
punto de vista terapéutico, no del de la prostitución.
Está claro que
las actividades de la pareja protagonista, quienes se inician en el negocio a
las órdenes de un capo de poca monta, pero muchos contactos, no dejan de
levantar sospechas por su súbita aparición y por las referencias de una familia
que ha sido poco menos que eliminada del panorama delictivo. La tensión doble
está servida: de un lado, sobrevivir a los recelos de los gánsteres; de la
otra, avanzar en la identificación de quienes no solo «colocan» los billetes
falsos, sino de quienes los fabrican.
Insisto en que
la puesta en escena, con lo garitos propios del género, como los billares, en
este caso las saunas, las habitaciones cutres de hoteles de medio pelo o los
despachos de los capos, entre otros, dota a la película de una sustantividad
que alcanza cotas casi magistrales, y en ese cupo entran, por supuesto, las
palizas, los asesinatos y las persecuciones. Pensemos, por ejemplo, en el buque
para desguace amarrado en el puerto, donde se esconden los estampadores de los
billetes falsos, un escenario propenso a acciones muy propias de este género, y
aunque el presupuesto y el reparto es propio de la serie B, no cabe duda de que
Anthony Mann, marco de publicidad institucional incluido, consigue, con una dirección
muy ajustada a la investigación, elevar la película a muestra excepcional de la
serie A del cine negro. Salvo Dennis O’Keefe, la única estrella del reparto, y,
si acaso, Jane Randolph, el resto del reparto se ajusta de tal manera a los
papeles de la historia que acabamos con la sensación no de estar viendo una película
de ficción, sino un documental con personajes reales actuando como actores aficionados extraordinarios.
No se trata de
una película muy citada entre los clásicos del cine negro usamericano, pero
creo que todos aquellos espectadores que la desconozcan se van a llevar el
mismo sorpresón que yo me llevé, y van a pasar un rato archifetén.
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