Una perfecta comedia de enredo en torno al verde tapete, los naipes galos y los avatares humanos…
Título original: A Big Hand For the Little Lady
Año: 1966
Duración: 96 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Fielder Cook
Guion: Sidney Carroll
Reparto: Henry Fonda; Joanne Woodward; Jason Robards; Charles Bickford; Burgess
Meredith; Paul Ford; Robert Middleton; Kevin McCarthy.
Música: David Raksin
Fotografía: Lee Garmes.
Autor de El
precio del triunfo y, en el reverso de la exigencia, de Cómo salvar un
matrimonio, un drama corporativo aún
vigente y una comedia de enredo tan perfecta como políticamente incorrecta en
nuestros días, Fielder Cook es un director muy desigual , pero cuando tiene una
perita en dulce entre manos, sabe cómo sacarle el mejor de los partidos y dejar
al espectador archicomplacido. Ese es el caso de esta delicada pieza de
orfebrería montada en tono de comedia en torno a la pasión por el juego, al amor
a las tradiciones y a la entronización de la partida de póker como institución de
la vida usamericana, como se demuestra en acaso cientos de películas en las que
la trama se articula en torno a esas partidas, algo que, como acabamos de
decir, trasciende el género del western y se extiende a otros muchos, desde la
comedia hasta el género de gánsteres. Por recordar dos, citemos un clásico, El
póker de la muerte, de Henry Hathaway y un éxito comercial, Maverick,
de Richard Donner.
La película de
Cook juega en la división de la de Hathaway, está claro. Y un pequeño detalle
nos orienta ya sobre el juicio favorable que pudiera merecernos antes de verla:
la participación de Joanne Woodward, porque no era actriz que hiciera cualquier
cosa, y supongo que el hecho de compartir estrellato con Henry Fonda, un
inmortal del cine, debió de convencerla para aceptar un papel que borda como lo
hacen todos los demás intérpretes, una auténtica constelación, con los ya
nombrados: Bickford, Robards, Meredith… ¡Esa es la gran baza de la película,
junto con un guion milimétrico que nos va atrapando en una espiral de angustia
y suspense hasta que… Eso ya han de verlo por ellos mismos, los espectadores.
Bien puede decirse que esta es una de esas películas en las que se avisa al
espectador de que no divulgue el desenlace para no arruinarles el disfrute a
quienes entren a verla. Y ello demuestra, además, que un buen final ennoblece
casi cualquier película.
Lo
sorprendente es la habilidad del guion, de los intérpretes y de la dirección
para que disfrutemos de la historia mucho antes de llegar al desenlace, porque,
de hecho, el grueso de la cinta se sustancia en esa fase previa en la que se
sigue un crescendo potentísimo que nos lleva detrás como arrastra a los
bailarines la exaltación rítmica del Bolero de Ravel [Por cierto, acabo
de ver un biopic sobre Ravel y la creación de ese Bolero más que satisfactorio…],
por ejemplo.
La película se
abre con la exigencia de que los jugadores autoconvocados a la partida el año
dejen todos sus quehaceres en el acto, aunque sea la boda de la propia hija, y
se presenten en el reservado de la cantina donde van a encerrarse para jugarse auténticas
fortunas, porque los convocados son, en efecto, los hombres más ricos de la
comarca. Todo el mundo está al tanto de lo que se cuece en ese reservado y se
presiona al cantinero para que, por sus entradas al lugar para servir a los
reunidos, bebida y comida, les diga quiénes pierden y quiénes ganan, ¡y cuánto!
Estando ya la
partida comenzada, irrumpe en el hotel una familia del Este que busca
hospedaje: Henry Fonda, Joanne Woodward y el hijo pequeño de ambos, Jean-Michel
Michenaud. Su atuendo, sus maneras educadas y pulidas, su forma de hablar
presentan un contraste absoluto con los lugareños y no tardamos en descubrir, acaso porque uno de
los participantes en la partida le echa el ojo a la hermosa señora, que su
marido ha superado una fortísima adicción a los naipes y no puede ni acercarse
a ellos, porque su debilidad podría ponerlos en un aprieto. Es sublime el modo
como Henry Fonda no solo acaba metiéndose en el reservado, sino la transformación
vital que experimenta al contacto con el hecho de una partida, de las que se
supone que lleva ya un largo tiempo apartado. Se ha de ver esa súbita aparición
de la fiebre por las apuestas, por el contacto con la tersa superficie de los
naipes y la emoción de quienes llevan una mano con la que poder hacer
maravillas, sea cual sea, porque es bien sabido que el póker y el farol son dos
realidades que se exigen la una a la otra: crear un envite convincente es una
obra de arte. y perseverar en él, sin desmayo y con tesón, otra…
Como sabemos
de antemano que estamos hablando de colonos que van a usar sus ahorros para
comprar un terreno cultivable, es lógico adelantarnos a los acontecimientos: el
hombre sufre el hechizo de las cartas, se ciega y va a perder los ahorros en la
partida. Y sí, claro, el guion nos lleva precisamente a ese punto con absoluta
naturalidad dramática, porque todos sabemos lo que es la adicción, la
recuperación y la recaída, y nos parece completamente normal la fragilidad de
una persona que, cegada, puede echarlo todo a rodar porque cree tener una mano
imbatible, algo con lo que, en el póker, todos sus jugadores sueñan, y da igual
qué mano sea, si una escalera de color o un repóker de ases, porque bien puede
ser un full o un trío más la inspiración de que los demás contemplan basura
en sus manos. Todo ello se vive, sin embargo, con un dramatismo que no excluye
ni el ataque al corazón que dará pie incluso a un cambio de reglas, votado, para
la partida: que pueda sentarse en ella ¡una mujer!
Como se advierte,
se multiplican las vicisitudes y no solo será esa regla la que se quebrante,
porque todos los participantes en la partida irán en procesión hasta el
banquero de la localidad, ante quien la poseedora de esa mano «imbatible» pedirá
un crédito, al interés pertinente, para poder seguir apostando y honrar al marido
en riesgo de muerte…
Como comedia,
es excelente, y buena parte de la responsabilidad cae en los actores que sacan
adelante papeles que rozan a veces el esperpento, como el de Jason Robards,
quien convence al novio de su hija para que no se case con una «carga» como
acabará siendo para él, una de las grandes escenas de la película.
Como nada puedo
decir del desenlace, aunque algo, por alusiones, ya he dicho, siéntense a verla
los candidatos a querer pasar un buen rato, sin más, ¡ni menos!
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