Un cuento fáustico con una puesta en escena expresionista
y un guion admirable: La mano del diablo: un clásico del terror que ha
de ser revisitado.
Título original : La main du
diable
Año: 1943
Duración: 82 min.
País: Francia
Dirección : Maurice Tourneur
Guion : Jean-Paul Le Chanois
(Novela: Gérard de Nerval)
Música: Roger Dumas
Fotografía: Armand Thirard (B&W)
Reparto: Pierre Fresnay,
Josseline Gaël, Pierre Palau, Noël Roquevert, Guillaume de Sax, Pierre Larquey, André Gabriello, Antoine Balpêtré.
Si una noche de invierno
un viajero… llega a un albergue de montaña, aislado por una tormenta y se
escuchan disparos… Pues esa es la situación inicial que arranca con un tono
costumbrista que preludia, sin duda, el
comedor del hostal donde se alojará Monsieur Hulot para sus celebérrimas
vacaciones; un arranque que dará paso, entre los distendidos comentarios de los
presentes, a la llegada de un hombre manco con una misteriosa caja y al apagón
subsiguiente en el que la caja desaparecerá, para desesperación del recién
llegado, en cuyo rostro se leen las claras líneas del horror escritas con una
caligrafía primorosa. Ese viajero en esa noche de invierno hace lo que han
hecho generaciones y generaciones de viajeros al llegar a una posada como
forasteros: contar su historia, para la que los alojados en el albergue le hacen
corro atento que no perderá ripio del relato, como no lo perderán los espectadores
que, poco a poco, irán entrando en la clásica historia de Fausto, aquí modernizada
y estilizada con una maestría que hace de La mano del diablo lo que, a
mi modesto entender, es: una obra maestra del terror o de lo fantástico, si se
prefiere esta otra asignación, porque es cierto que hay terror, pero se trata
de un terror psicológico y moral, asociado a la lucha entre los remordimientos
y las ambiciones. Son pocas las cinematografías que no tienen, entre sus aciertos
indiscutibles, reflejar a la perfección un costumbrismo realista que sabe
captar a la perfección esa suerte de idiosincrasia «nacional» tan discutible
pero tópicamente irreprochable: los italianos, los franceses, los británicos,
los usamericanos, los alemanes, los chinos…solemos reconocernos muy a menudo en
esas secuencias colectivas en las que emergen rasgos identificadores de lo que
en el Romanticismo cuajó como la volkgeist de cada cual. La película
engaña, con ese arranque, porque en cuanto el forastero comienza a explicarnos
en un largo flashback su maldita existencia, la trama se individualiza y nos
hallamos ante la trágica desesperación de un hombre que ha vendido su alma al
diablo para conseguir el éxito y a la mujer que desea, y entonces todo va
encajando en el relato fáustico con la singularidad propia del pintor y con un
aditamento que se aparta del original: no estamos ante un caso aislado sino
ante lo que parece indicar que es el último eslabón de una cadena que nos va a
deparar brillantísimas secuencias con un trasunto de escenografía teatral, muy
cercana al expresionismo, que nos va a dejar pasmados por la depurada técnica y
a imaginación conceptual de tales escenas. La película lleva a la pantalla, de
forma muy sui géneris, la historia de Gérard de Nerval La mano encantada,
e incluso abunda en el relato, a pesar de la «frenética» actuación del
maravilloso actor que fue Pierre Fresnay (La gran ilusión, de Jean
Renoir), un sentido del humor que se encarna, con magistral propiedad, en el
personaje del diablo, encarnado por Palau, el conocido cómico francés, conocido
solo por el apellido, y de nombre Pierre. Su actuación es la de un diablo
burlón y seductor, capaz de mantener mediante ingeniosos artificios a su «presa»
en el redil de su contrato, pues Roland Brissot, protagonista, no vive ya, en
un momento dado, sino para rescindir el terrible contrato que firmó. Hace poco
vi una película para TV, El tíquet del diablo, en la serie de Boris
Karloff, Trhiller, que se acercaba al mismo tema que el de la película de
Torneur con mucha solvencia. A mi modo de ver, hay en La mano del diablo
un análisis psicológico del protagonista que supera con creces los estándares
habituales en este tipo de historias fáusticas, porque Brisson es el verdadera
emblema de la desesperación: a toda costa quiere deshacerse de esa mano encofrada
que le ha traído la buena fortuna y el
mal aciago, y, sobre todo, el desasosiego profundo del que no podrá descansar
sino hasta que cumpla el destino fijado por quien inició la cadena de poseedores
del mágico amuleto, todos ellos mancos y con garfio, tal y como los encuentra
en una suerte de última cena/revelación en la que acabará entendiendo la trágica
cadena de la que él representa, hasta ese momento, el último eslabón. Ahí es
donde, en ese baile de disfraces al que acude, se revela el meollo de la
historia y se proyecta un desenlace sobre el que sello mis dedos para que no
tecleen, bajo pena de excomunión crítica. Tourneur rodó la película en Francia,
tras su larga aventura usamericana, y hay críticos sutiles que han querido ver
en la película ciertas claves sobre la Francia colaboracionista del régimen
nazi, pero confieso que, a fuerza de sutileza, no sé si el propio Satán inspira
a los tales. En todo caso, lo que está claro es que la película es una obra
maestra no solo por la parte de la magnífica historia narrada, sino también por
la puesta en escena y, como es de cajón, por las soberbias interpretaciones de
sus principales protagonistas. La película se suma, sin duda, a esa corriente de
películas fáusticas o con intervención del diablo que casi tienen ya número
suficiente como para formar un género propio, aunque las diferencias entre unas
y otras sean tan abismales como, por ejemplo, entre esta y La semilla del
diablo, de Polanski, por ejemplo. Mi recomendación es que nadie se la
pierda, porque la recompensa está a la altura del buen hacer de su director,
padre, como nadie ignora, de un hijo que incluso lo superó, Jacques Tourneur.
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