viernes, 21 de junio de 2019

«La mano del diablo», de Maurice Tourneur, o la sutileza del terror estilizado.



Un cuento fáustico con una puesta en escena expresionista y un guion admirable: La mano del diablo: un clásico del terror que ha de ser revisitado.

Título original : La main du diable
Año: 1943
Duración: 82 min.
País: Francia
Dirección : Maurice Tourneur
Guion : Jean-Paul Le Chanois (Novela: Gérard de Nerval)
Música: Roger Dumas
Fotografía: Armand Thirard (B&W)
Reparto: Pierre Fresnay,  Josseline Gaël, Pierre Palau,  Noël Roquevert,  Guillaume de Sax,  Pierre Larquey, André Gabriello,  Antoine Balpêtré.

Si una noche de invierno un viajero… llega a un albergue de montaña, aislado por una tormenta y se escuchan disparos… Pues esa es la situación inicial que arranca con un tono costumbrista que preludia, sin duda,  el comedor del hostal donde se alojará Monsieur Hulot para sus celebérrimas vacaciones; un arranque que dará paso, entre los distendidos comentarios de los presentes, a la llegada de un hombre manco con una misteriosa caja y al apagón subsiguiente en el que la caja desaparecerá, para desesperación del recién llegado, en cuyo rostro se leen las claras líneas del horror escritas con una caligrafía primorosa. Ese viajero en esa noche de invierno hace lo que han hecho generaciones y generaciones de viajeros al llegar a una posada como forasteros: contar su historia, para la que los alojados en el albergue le hacen corro atento que no perderá ripio del relato, como no lo perderán los espectadores que, poco a poco, irán entrando en la clásica historia de Fausto, aquí modernizada y estilizada con una maestría que hace de La mano del diablo lo que, a mi modesto entender, es: una obra maestra del terror o de lo fantástico, si se prefiere esta otra asignación, porque es cierto que hay terror, pero se trata de un terror psicológico y moral, asociado a la lucha entre los remordimientos y las ambiciones. Son pocas las cinematografías que no tienen, entre sus aciertos indiscutibles, reflejar a la perfección un costumbrismo realista que sabe captar a la perfección esa suerte de idiosincrasia «nacional» tan discutible pero tópicamente irreprochable: los italianos, los franceses, los británicos, los usamericanos, los alemanes, los chinos…solemos reconocernos muy a menudo en esas secuencias colectivas en las que emergen rasgos identificadores de lo que en el Romanticismo cuajó como la volkgeist de cada cual. La película engaña, con ese arranque, porque en cuanto el forastero comienza a explicarnos en un largo flashback su maldita existencia, la trama se individualiza y nos hallamos ante la trágica desesperación de un hombre que ha vendido su alma al diablo para conseguir el éxito y a la mujer que desea, y entonces todo va encajando en el relato fáustico con la singularidad propia del pintor y con un aditamento que se aparta del original: no estamos ante un caso aislado sino ante lo que parece indicar que es el último eslabón de una cadena que nos va a deparar brillantísimas secuencias con un trasunto de escenografía teatral, muy cercana al expresionismo, que nos va a dejar pasmados por la depurada técnica y a imaginación conceptual de tales escenas. La película lleva a la pantalla, de forma muy sui géneris, la historia de Gérard de Nerval La mano encantada, e incluso abunda en el relato, a pesar de la «frenética» actuación del maravilloso actor que fue Pierre Fresnay (La gran ilusión, de Jean Renoir), un sentido del humor que se encarna, con magistral propiedad, en el personaje del diablo, encarnado por Palau, el conocido cómico francés, conocido solo por el apellido, y de nombre Pierre. Su actuación es la de un diablo burlón y seductor, capaz de mantener mediante ingeniosos artificios a su «presa» en el redil de su contrato, pues Roland Brissot, protagonista, no vive ya, en un momento dado, sino para rescindir el terrible contrato que firmó. Hace poco vi una película para TV, El tíquet del diablo, en la serie de Boris Karloff, Trhiller, que se acercaba al mismo tema que el de la película de Torneur con mucha solvencia. A mi modo de ver, hay en La mano del diablo un análisis psicológico del protagonista que supera con creces los estándares habituales en este tipo de historias fáusticas, porque Brisson es el verdadera emblema de la desesperación: a toda costa quiere deshacerse de esa mano encofrada que le ha traído la  buena fortuna y el mal aciago, y, sobre todo, el desasosiego profundo del que no podrá descansar sino hasta que cumpla el destino fijado por quien inició la cadena de poseedores del mágico amuleto, todos ellos mancos y con garfio, tal y como los encuentra en una suerte de última cena/revelación en la que acabará entendiendo la trágica cadena de la que él representa, hasta ese momento, el último eslabón. Ahí es donde, en ese baile de disfraces al que acude, se revela el meollo de la historia y se proyecta un desenlace sobre el que sello mis dedos para que no tecleen, bajo pena de excomunión crítica. Tourneur rodó la película en Francia, tras su larga aventura usamericana, y hay críticos sutiles que han querido ver en la película ciertas claves sobre la Francia colaboracionista del régimen nazi, pero confieso que, a fuerza de sutileza, no sé si el propio Satán inspira a los tales. En todo caso, lo que está claro es que la película es una obra maestra no solo por la parte de la magnífica historia narrada, sino también por la puesta en escena y, como es de cajón, por las soberbias interpretaciones de sus principales protagonistas. La película se suma, sin duda, a esa corriente de películas fáusticas o con intervención del diablo que casi tienen ya número suficiente como para formar un género propio, aunque las diferencias entre unas y otras sean tan abismales como, por ejemplo, entre esta y La semilla del diablo, de Polanski, por ejemplo. Mi recomendación es que nadie se la pierda, porque la recompensa está a la altura del buen hacer de su director, padre, como nadie ignora, de un hijo que incluso lo superó, Jacques Tourneur.

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